16. ABDUL FARAH
1
A menudo lo que termina por ser un infierno, empieza como una especie de paraíso; pero, aunque este fue el caso de su romance con el joven Abdul Farah, si hubiera conocido el desarrollo de los acontecimientos, si hubiera adivinado el torrencial curso de aquella pasión, Eve se habría zambullido igualmente en sus aguas.
Fue en 1926. Evelyn y ella llevaban pocos días instaladas en Chicago, después de un agotador viaje en tren, ya que la Ruta 66, como habían empezado a llamarla, una carretera que uniría Chicago y Los Ángeles, pasando por ocho estados, sólo había empezado a construirse.
Sucedió uno de esos días en que el atardecer la sorprendió paseando, de vuelta a su mansión de River Forest.
Eve adoraba pasear de incógnito. Sabía ataviarse para que nadie la reconociese, ni siquiera los auténticos amantes del cine. En ocasiones, hasta la misma Eve pensaba que, para una parte del público, su nombre era más conocido que su rostro.
Iba tocada con un pañuelo, gafas oscuras y ropa más que discreta para pasar inadvertida. A lo lejos le pareció escuchar música de calle, aplausos y jolgorio. Fue acercándose al lugar de donde procedía el bullicio y, de repente, al doblar una esquina, vio una aglomeración de público y un buen número de parejas de baile que se arremolinaba en torno a un estrado de tablones. Sobre el entarimado actuaba una banda: un acordeonista acompañado de varios instrumentistas de percusión y de viento tocaba una música festiva. Varios alambres, de los que pendían bombillas azules, banderines y farolitos chinos atravesaban la calzada, suspendidos de los balcones.
Se apoyó contra una pared y se quedó triste y embrujada mirando a las parejas de baile. Ante expresiones de gozo como aquella, tan puras, Eve siempre se había sentido al margen, lo que contribuía a entristecerla aún más.
Así estuvo un buen rato, con la mente en blanco, hasta que su mirada se posó en una silueta viril.
Estaba de pie, joven como era, y su físico tenía tan poco que ver con el de un norteamericano que sintió curiosidad. Al principio, no hizo más que trasladar al cuerpo del muchacho su fascinación por la fiesta, pero en seguida detectó que el chico no estaba menos apenado y solo que ella misma.
Era alto, de poderosas espaldas y tendría unos veinte años, la edad de los prodigios. Lo miró largamente por detrás, lo miró de perfil y se quedó mirándolo cuando, por un instante, el joven se dio la vuelta y descubrió a una extraña con la vista clavada en él. Entonces, mientras las parejas revoloteaban al son de la música, Eve se acercó y le preguntó, con la desenvoltura de una experta, por qué no la sacaba a bailar.
Bailaron durante más de media hora e intercambiaron algunas frases antes de que el chico, con una pericia que no se hubiera dicho innata, le quitase el pañuelo, las gafas, se asomara a sus ojos de ensueño y, absorto en sus pupilas, apretase sus labios contra los de Eve. De un dulce modo, se mezclaron sus dos lenguas mientras, en un rincón sombrío de la calle, él le metía mano por debajo de la falda.
Esa noche yacieron juntos en un hostal de más que dudosa calificación. Él se llamaba Abdul Farah.
Vivía en el Valle, un lugar en donde reinaba la sordidez y la pestilencia y que la policía apenas si frecuentaba. El Valle se extendía al oeste del río, poblado de almacenes en estado ruinoso, casas decrépitas, tiendas miserables y cafés de mala nota. Lo bordeaban infinidad de vías férreas, y sólo los perros vagabundos y las ratas gozaban de una cómoda existencia gracias a la basura apilada en los patios y en los callejones que se utilizaban como estercoleros. A horas tempranas, las mujeres iban a la compra ocultándose el cabello con gorros de lana y pañuelos para no llamar la atención de los borrachos que dormían la mona por las esquinas o bajo las escaleras metálicas de incendios. El Valle era el lugar indicado para que los malhechores de Chicago buscaran refugio y, al proliferar viviendas de rentas bajas, no pocos emigrantes optaban por irse a vivir allí, lo que no siempre se revelaba como una buena elección.
Los padres de Abdul tenían una tienda de comestibles en Halsted Street, con varias dependencias en las traseras del bajo, en donde vivían hacinados junto con sus once hijos, de los cuales, Abdul era el mayor. Abdul tenía dieciocho años y era el único de los once que había nacido en el Líbano, de cuya capital procedían los padres, que habían invertido los ahorros de su vida en un viaje transoceánico con destino al Nuevo Mundo. Aunque libaneses, para casi todo el mundo los Farah eran los Turcos, como también eran turcos los sirios y los jordanos, los palestinos y los árabes, pues todos ellos llegaban a la Isla de Elis con pasaporte del imperio otomano.
Los Fahrat trabajaban de sol a sol, y el joven Abdul, desde bien pequeño, aprendió las leyes que rigen la sobrevivencia. Se pasaba el día cargando pesadas cajas de frutas, legumbres y hortalizas de un tamaño desproporcionado para su edad. A fin de hacerse pronto con una clientela en zona hostil, el padre le obligaba a transportar la compra a los domicilios de los clientes. Así era como el negocio daba de comer a trece bocas y había fortalecido extraordinariamente el cuerpo de Abdul, que gozaba de una musculatura formidable; por lo que a su alma se refería, se le adjudicó a la religión de Mahoma el cometido de robustecerla.
No sabía leer ni escribir; nunca había ido al cine; nunca tuvo nada suyo; quien fuera Eve Paradise para sus devotos lo traía sin cuidado. Hay que haber vivido con semejantes privaciones para entender su forma de amar. Y aunque la actriz no estaba más cualificada para entender a Abdul que cualquier mujer pudiente, su única idea mientras lo desnudaba fue que era grande y sólido, seguro y acogedor como un árbol.
Aquel niño de dieciocho años vivía en el cuerpo de un gran árbol. Fue la primera idea que Abdul le sugirió a Eve. Que él encarnaba toda la potencia de la virilidad, su benéfica fortaleza, y también hasta qué punto los dominios del sexo podían colmar la vida de valor.
Fue la primera vez que la actriz acarició la idea de que no es posible estar en armonía con la vida sin hacer el amor bien y a menudo, la única vez hasta entonces que admitía lo mucho que un ser humano puede llegar a pensar en ello de forma delirante, con verdadero frenesí, vorazmente, hora tras hora. Incluso ella, pese a las particularidades y carencias que el sexo le reservaba siempre, estaba en disposición de admitirlo.
No pasó mucho hasta percatarse de que, en efecto, todo él era una fuerza serena, un milagro de paternalismo. Fue entonces cuando el afán de protección física del joven, en combinación con la madurez de una carne tan soberbiamente masculina, ejerció su influjo sobre ella. A su personalísimo modo, Eve nunca había experimentado tanto deseo por alguien, y, desde el principio, hubo de hacer frente al hecho de que, en sentido literal, temblaba a su lado. Eran unas fiebres internas. Lo que siguió siendo cierto hasta el fin de su idilio. Con la relación devastada y los despojos de su amor a la vista, aún le costaba reprimirse para no introducir la mano por dentro de su pantalón mientras le decía: «Estoy ardiendo». Y lo decía como si realmente lo estuviese, tal era su convicción.
Porque hubo algo que Eve no comprendió desde el principio, o que la desconcertó: que no era sólo la presencia física de él o su actitud protectora lo que la atraía, era también su olor.
Nadie diría de Abdul qué hombre tan guapo, pero tenía el físico épico de un sarraceno, unos ojos como el hollín, un vigoroso cabello encrespado y la piel tersa y color canela. Su pecho estaba salpicado de vello y combado como el peto de un centurión, tenía muslos como vigas y un culo como Eve no había acariciado jamás antes; pero era su olor lo que trastornaba a la actriz.
No era el olor de la vulgaridad ni de la dicha, sino el del trabajo humilde, el sudor de la pobreza, de la sordidez honrada, un olor ahumado en el que se mezclaban las emanaciones de la dura lucha por la vida y de la aptitud para la reproducción. Aquel olor propio de las selvas era el olor de la salud y el amor sexual, de la sucia tierra implacable y de los cazadores que viven sólo para acabar muriendo jóvenes. Era el olor del esfuerzo y la resistencia y el combate, que envolvía a Eve, como una piel de lobo sin curtir, junto a la hoguera y bajo un frío manto estrellado cada vez que se refugiaba en los brazos del joven Abdul. Aquel olor embalsamaba el cuerpo del muchacho y hacía posible que ella dejara de respirar el suyo propio, la voluptuosa fragancia de afeites y perfumes exquisitos que cada vez le daba más asco. Aquel olor la sacaba fuera de sí.
Ni antes, ni después conocería a alguien con semejante voluntad sexual y con un desprendimiento tan franco. Abdul tenía fuego en las entrañas, y su cuerpo era un derroche de vida generosa, de la que estaba rebosante. Él podía pasarse horas besando y lamiendo sus huecos más íntimos. Primero, la besaba en la boca, demoradamente, como si el tiempo hubiera dejado de fluir, o bien no quedase resquicio alguno entre ambas pieles por el que pudiera filtrarse. Porque sus relaciones comenzaban siempre por los besos. Besos largos, húmedos, profundos, que daban una forma más precisa que las palabras a su idilio, besos que se encadenaban fundiéndose.
Y luego ella se abría sólo para él con la misma confianza y necesidad con que una flor abriría sus pétalos bajo la benefactora luz diurna. Y él hundía su boca en ella, succionando y lamiendo los contornos de una piel que resplandecía, pero también sus más sensibles y delicadas sombras, como si toda la esperanza y la vida entera del chico estuvieran concentradas allí.
Aprendieron juntos, como antes ella había aprendido con Jimmy Bowly y con Rick Patterson. Y como antes había intentado infructuosamente aprender con tipos maduros, romances presididos por el signo de sus intereses profesionales, y que dejó de lado una vez que empezó a inclinarse decididamente por la juventud.
En cuanto a Abdul, sólo había hecho el amor con prostitutas, pero era un alumno con un talento natural. Pasó de ignorar las emociones auténticas de una mujer a convertirse en un maestro que prodigaba placeres celestiales. Y Eve, sumida en un estado de victoriosa placidez, gemía sólo con ver a aquel hombretón, que parecía el héroe de una saga legendaria, rindiéndose a ella de aquel fascinante modo. De rodillas o agachado, procurando saciarse durante horas, mil veces reluciente de sudor, hacía uso del cuerpo femenino de un modo tan infatigable como alguien que se enamora por vez primera.
Al muchacho le gustaban sus pechos. Le gustaba hacerlos brotar del sostén, y que después, ella misma se los ofrendase con las manos. Y le deslumbraban otras cosas indecibles, que, por pudor, Eve siempre solía disimular. Hasta que llegó Abdul, la actriz se había avergonzado de sus atributos menos visibles, pero, al ver las reacciones que provocaba en el chico el abultamiento de sus bragas de encaje, bajo las cuales latían sus más reservados deseos, empezó a experimentar el orgullo de sentirse poderosa, una hembra aún fértil capaz de proporcionar placer a un macho joven.
¡Ah, el aroma de la juventud! Su apetito. Su fuerza inagotable. ¡Ver la vida con sus ojos! El chico le robaba horas al sueño y estaba siempre como una rosa. Qué ansia de dominio, qué espíritu feudal, qué autoridad la de su cuerpo, qué deseo de infligir privaciones y necesidades en el suyo. Por ello lo hacían interminablemente y en todas partes, en cualquier parte, excepto en la mansión de la actriz o en donde pudiesen reconocerla; porque para huir de todo, en primer lugar, tenía que huir de ella misma.
Además, para ella, no abandonarse a las exigencias del sexo, pese a que los placeres últimos se le resistían, habría sido como violar un artículo de fe, la fe que movía a un muchacho y su poderosa e inocente juventud.
Cuando Abdul la cogía entre sus brazos, como un robusto esclavo, se dejaba entrelazar las piernas alrededor de la cintura y la encajaba entre sus muslos, Eve olvidaba su soledad, la tristeza, los dolores arrumbados en los confines de su alma, la negrura que veía al final del túnel en que se había convertido su oficio, olvidaba incluso que había llegado a olvidar su infancia. Y, en especial, cuando en pleno acto, él le musitaba una frase alusiva a casarse con ella, a protegerla y amarla por siempre y tener hijos, entonces Eve cerraba los ojos y se sentía en paz consigo, como si también ella gozara del privilegio de una segunda oportunidad.
No obstante, de sobra sabía que la fidelidad y el ansia de protección eran las manías del chico; lo que no pudo prever fue que los celos, unos celos que acabaron por abrasarlos, harían tan pronto su aparición.
Llevaban viéndose durante casi tres semanas a diario, día tras día, cuando ella se atrevió a acercarse al Valle, la zona de Abdul, y lo hizo del modo menos expuesto, vestida casi como una pordiosera.
Pues bien, lo que no había presagiado ni presentido, sucedió. En la mismísima Halsted Street, muy cerca de la tienda de comestibles de sus padres, Abdul la recibió con frialdad. Como si en su territorio, incluso a riesgo de rebajarse en la estimación de ella, Abdul se convirtiese en otra clase de amante.
En el acto, Eve vio la otra cara de Abdul, un Abdul que no conocía, de una cultura diferente y para quien ella era tan digna de posesión como una joya en su estuche. El chico la cogió por encima del codo y la llevó a un rincón oscuro, lejos de la curiosidad de la gente. La zarandeó y le preguntó qué estaba haciendo allí, y Eve, que interpretó esa hostilidad como una expresión más de su amor, no dudó en obedecerle cuando el chico dispuso que volviera inmediatamente a su casa.
En realidad, él no era violento, o no especialmente; pero era hijo de sus padres y muy joven todavía, mientras que ella era una mujer de rompe y rasga. Por primera vez, Abdul Farah tenía algo que podía sentir como suyo.
Fueron pasando los días y él indagaba y sufría.
Le preguntaba a Eve por todo, adónde y con quién había ido, cómo se vestía cuando no estaban juntos, si llevaba o no el cabello suelto y por qué, siempre por qué. Y, pese a que ella jamás le reveló la naturaleza de su trabajo, se sentía cada vez más abrumada por los escrutinios del chico. Era la historia más vieja del mundo. Cada pregunta implicaba una nueva, y cada nueva incertidumbre originaba un moratón en el alma.
A veces, de manera sorpresiva, él, como antes había hecho ella, aparecía en su territorio, en el señorial barrio de River Forest y, como un mendigo, se apostaba en la verja de entrada aguardándola. Cuando Eve llegaba, él la envolvía en una mirada de humildad que la dejaba sin aliento, porque aquello ni era prudente ni apropiado. ¿Hasta qué extremo estaba el chico dispuesto a degradar la relación y a romper los pactos?
Durante varias semanas el acoso fue abriendo un abismo de soledad entre los dos. Estaban juntos, y la acosaba. Eve empezaba a dormir mal. No era temor; era un disgusto inconcreto, una pena honda, inmensa, oceánica, como para ahogar cualquier optimismo y que abarcaba a todos los hombres. Y por eso los arrebatos tempestuosos del chico le afectaban cada vez un poco menos, porque venían a diluírsele en aquella inmensidad de pena como lágrimas en la lluvia.
Para colmo, Eve no simpatizaba con una religión que relegaba a las mujeres de manera infamante. Se había formado la impresión de que Abdul estaba creciendo demasiado rápido, que la carne compartida lo había madurado, envejecido a ojos vista, y que el amor había hecho fermentar lo que siempre había estado ahí, presente. ¿Cómo sería andado el tiempo? ¿Su virilidad se volvería contra las mujeres? ¿Llevaba camino de ser como tantos otros que maltrataban a sus esposas? No se consideraba racista, pero todo aquello le asqueaba. Lo que estaba aprendiendo en América, ¿le bastaría a Abdul para corregir las ideas medievales de su cultura nativa?
Con la decisión tomada y los nervios a flor de piel, fue preciso tener el valor de decir no. Le quedaba amor suficiente para decírselo en persona. Además, el 14 de mayo tenía la première de Lazos de sangre aquí, en su propio hogar, en Chicago, y reclamaba para sí todo el desenfado, la alegría y hasta la frivolidad que había perdido. Abdul pasaría a convertirse en un nombre para el recuerdo. Y el pasado, ¿acaso no lo perfeccionaba todo?
2
Al igual que las jornadas precedentes, en la sala de vistas no cabía ni un alma. La señora de las pamelas multicolores, que hoy exhibía una pamela rosa, le dijo al caballero bizco de su izquierda:
—Ay, qué mentirosas pueden llegar a ser las estrellas. ¿No le parece?
El bizco del bisoñé, sin volver la vista, meneó afirmativamente la cabeza y ahí acabó todo.
—… Pero, señorita Paradise, discúlpeme —continuó el fiscal Garrett—. La noche del estreno de El show de Donovan, ¿sabía usted o no sabía que el señor Murdoch, a instancias de su hijo, pensaba solicitar la anulación del contrato de arrendamiento del teatro sito en Madison Street 110, por inmoralidad y escándalo público del espectáculo? Disculpe, formularé la pregunta de otra manera: ¿era usted consciente de que Mike W. Murdoch quería poner al hipnotizador y a su ayudante de patitas en la calle?
—No.
—¿Conocía usted personalmente al acusado?
—No. No lo conocía.
—¿Y al protagonista del show, el señor Curtis?
—Tampoco.
—¿Había oído hablar de El show de Donovan?
—Unos días antes. A Mummy Fitzsimmons, una vecina.
—¿Qué le indujo a asistir al estreno?
—Mi madre me lo p… pidió. Dijo que le apetecía mucho.
—¿Y su madre no añadió ninguna otra razón?
—No recuerdo.
—¿No le explicó que la noche del 1 al 2 de octubre, se citó con Donovan Curtis en el Sheridan Wave Tournament Club, en donde este le rogó, como favor personal, que la llevase a usted al estreno porque era el mejor modo de publicitar su espectáculo y de lograr un éxito que evitase su ruina?
—Eso sí, p… pero lo supe días después. Esa noche lo ignoraba todo.
El fiscal Garrett hizo una pausa.
—Su participación esa noche en el espectáculo acaparó grandes titulares de prensa. ¿El protagonista del show, Donovan Curtis, la sugestionó realmente para que usted hiciera el famoso striptease que llevó a cabo?
—En absoluto. Fingí que estaba hipnotizada.
Murmullos entre el público.
—¿Quiere usted decir que ese hombre, Donovan Curtis, en ningún momento logró, como se suele decir, hipnotizarla?
—No. Ni esa noche en el teatro; ni tampoco durante las noches que le p… permití entrar en mi casa. Siempre fui yo m… misma. En todo momento.
—Me interesa, por ahora, la noche del show, señorita Paradise. ¿Por qué consintió entonces en desvestirse, parcialmente, sobre el escenario?
—Me pareció una buena idea.
—Además de una buena idea, ¿le pareció un buen modo de poner en evidencia a un farsante?
Pausa.
—Bueno, en aquel momento, así lo p… pensé. Yo no creo en la hipnosis.
—¿No cree usted en la hipnosis?
—No, señor.
—¿Por qué, entonces, como declaró a la policía, permitió al señor Donovan Curtis escalar hasta la terraza de su mansión durante seis noches consecutivas?
—Se lo p… permití para seguirle el juego; pero nunca temí que me hipnotizase. Y fueron siete noches, no seis; sólo que la primera noche, Donovan se encontró con las puertaventanas atrancadas.
Risas sofocadas entre el público.
—Incluso, unos días más tarde, entró una última noche por la puerta principal de su mansión. ¿Es esto cierto?
—Sí.
—Declaró usted que en cinco de esas siete noches, el señor Curtis trató de hipnotizarla sin conseguirlo. ¿Se ratifica en su declaración?
—Sí, me ratifico.
—Señorita Paradise, ¿está usted segura de que, en contra de lo que el señor Orson Fitzsimmons testimonió, la persona que escaló su fachada y trató de sugestionarla en su propio hogar fue el señor Donovan Curtis y no el acusado?
—P… por supuesto que estoy segura. ¿Qué pregunta es esa? ¿Q… qué está sugiriendo?
—¿Le vio usted el rostro?
—La primera noche que entró, naturalmente que sí. Había algunas luces encendidas en el salón.
—Y esa primera noche, ¿intentó él hipnotizarla?
—Esa primera noche no.
—¿Le vio usted el rostro durante las noches siguientes?
—Una mujer no se deja eng… engañar tan fácilmente, señor.
—Conteste a la pregunta, ¿le vio el rostro?
—No. No le vi el rostro.
—¿Estaban, quizá, a oscuras, en uno de los salones de su casa?
Silencio.
—¿Señorita Paradise?
—¡Sí! ¡Sí! Estábamos a oscuras. En el salón de la primera planta.
—¿Y está usted segura, señorita Paradise, de que no estaba realmente hipnotizada?
Silencio.
—En su celo —intervino el juez Mason—, ¿el Ministerio Fiscal ataca ahora a sus propios testigos?
—Con el máximo respeto, señoría —repuso el fiscal Garrett—, es mi intención que el jurado tenga la absoluta certeza de que las preguntas del Ministerio Fiscal no son infundadas.
—Desde luego, esa también es mi intención —dijo el juez Mason—. Prosiga.
—Repito mi pregunta. ¿Está usted segura de que no estaba realmente hipnotizada?
—C… claro que estoy segura.
—Eso es cuanto deseaba saber.
Hizo una larga pausa, en medio de la angustia de la testigo y el público.
—En la declaración previa ante la policía, aseveró usted que, una vez finalizado el espectáculo, su madre y usted salieron a Calhoun Street por la puerta trasera, también llamada, entrada de artistas, y que usted vio que la seguían. ¿Se ratifica en ello?
—Sí. Vi que alguien nos seguía a distancia.
—¿Confirma asimismo el testimonio de su madre con respecto a que, poco después de salir a Calhoun Street, Mike W. Murdoch les cortó el paso, la invitó a cenar y usted se excusó?
—Lo confirmo.
—¿Qué pasó a continuación?
—Recuerdo que mi madre y yo discutíamos. En realidad, ella no estaba de acuerdo en que hubiéramos salido furtivamente del teatro. La cuestión es que nos enfadamos. Me fui sola. Di una vuelta antes de coger mi propio coche para volver a casa.
—¿Dónde tenía su coche estacionado?
—En La Salle Street.
—Y, antes de montarse en su propio coche, ¿le ocurrió algo extraño en La Salle Street?
—Un auto me persiguió durante un tramo con las luces apagadas. Luego me adelantó.
—¿Podría describírnoslo?
—Recuerdo que era verde. Sólo eso. Era de noche. Lo vi de refilón.
—Y, luego, ¿qué hizo usted?
—Pues, monté en mi auto y regresé a mi casa en River Forest.
—Perfectamente.
El fiscal se acercó a su escritorio, cogió un documento y volvió sobre sus pasos.
—Pasemos a otra cuestión. Señorita Paradise, ¿cómo y cuándo conoció a la víctima inmediatamente anterior en el tiempo a Mike W. Murdoch, el joven conde Alexei Vasíliev?