7. NUEVAS NOTICIAS
1
«¿No teme enamorarse de nuevo, señorita Paradise?».
Parecía la típica pregunta de un detective que no ocultaba su entusiasmo por la actriz, ni tampoco su compromiso con la investigación.
Por otra parte, según Eve, la pregunta estaba mal concebida. Para hablar con propiedad, el detective Liam O’Tooley debió haberle preguntado: ¿No teme enamorarse por primera vez?
Y, entonces y sólo entonces, Eve hubiera dicho:
—No puedo permitírmelo, detective. No quiero. No debo.
Si O’Tooley supiera cuán secretamente había anhelado vivir la emoción que tan a menudo había fingido para el cine, si supiera cuánto había esperado el momento en que amar, como antes había sido amada, fuera la única salida. Pero nadie mejor que ella podía intuir lo preferible que era amar a que la amasen.
¿En eso consistía estar enamorada? ¿En llorar como una niña durante toda una tarde? ¿En comérselo a besos, llorando, mientras él le explicaba por qué se había citado con su madre en el Sheridan Wave Tournament Club, cuánto se arrepentía de haberlo hecho y cómo habían cambiado las cosas desde entonces? ¿En ver con sus ojos, pegada a su piel, sentir a través de sus manos, tocar aquello que él hubiera rozado, gozar sólo cuando él gozaba, sufrir en su misma medida? Aquel bello dolor, aquellas simplezas carnales que en los platós no hacían sino provocarle bostezos, todos y cada uno de los síntomas de la infección los experimentaba ahora. Sin necesidad de fingir la fiebre, notaba el corazón derritiéndosele en el pecho.
Por eso, con Donovan, no era ninguna estrella. Improvisaba. Era, sin paliativos, la peor actriz imaginable.
Cuando lo vio sobre el escenario, la noche en que su madre la arrastró al show de hipnosis —nunca mereció Evelyn que le estuviera tan agradecida—, supo que allí, sobre las tablas, había un chico capaz de hacer lo que otros habían intentado sin éxito. Lo supo. Sorprendió en sus ojos esa cualidad. La cualidad que haría germinar en su corazón una semilla de esperanza. Eso la llevó a disculparle la arrogancia que no perdonaba en los hombres; especialmente, en los hombres maduros, en los viejos, a los que deseaba ver desconcertados, cuando no humillados, ante ella, la hermosa y fría Eve Paradise.
De todos modos, el chico era hermoso y, en su papel, irradiaba desparpajo; pero la pasión sólo empezó a devorarla a raíz de las cinco noches en que Donovan escaló su mansión y el cálido galán creyó hipnotizarla.
Donovan era el hombre, no un hombre; otro cliché que ahora tenía por una verdad luminosa. Aunque adoraba a los chicos jóvenes, nunca antes había experimentado eso por ninguno. Tenía la certeza de conocerlo desde siempre, la certeza de ser más mujer con él, más femenina de lo que nunca había sido con nadie. Le gustaba que la descalzase para amarla, no importaba que hicieran el amor con ropa o sin ella, o que sus dificultades con el sexo siguieran siendo las de siempre. Y, de hecho, permitirle que la descalzara y la besara, que empezase a prodigarle caricias por los pies era tanto como mostrarle toda su fragilidad, su vulnerabilidad. Era tanto como decirle: «No tengo miedo de ti».
Porque él era un viento cálido que soplaba hacia ella, la dejaba sin aliento. Simbolizaba el misterio del amor. En realidad, ¿dónde estaba y cuándo volvería el joven que la había enamorado y abierto los ojos durante aquellas cinco benditas noches? ¿Por qué tardaba tanto en reaparecer?
Por no mencionar que de su vida, la vida de Donovan, le apasionaba todo cuanto él le refería, anécdotas que ni Amós habría podido jurar que eran veraces. Como que su padre fuera inglés, natural de Manchester, o que hubiera sido empleado de la Río Tinto Company Limited, la empresa adjudicataria de la explotación minera, en Huelva, que su madre fuera una onubense analfabeta, inteligente y bellísima, que tuviera seis hermanos, de los cuales él era el tercero, o que no hubiese renunciado a su nacionalidad de origen, a diferencia de ella misma.
Donovan había amado a su madre, decía, pero como no se llevaba bien con su padre, un inglés aún más frío de lo que sugiere el temperamento arquetípico, se independizó muy pronto. Con algo de audacia, le confesó a Eve, y la protección impagable de una familia, embarcó rumbo a Hawai, la puerta del Nuevo Mundo, un continente de oportunidades. Ya en América, se había entregado con pasión al hipnotismo, un talento que perfeccionó y refinó a base de lecturas. Recorrió el país de cabo a rabo con su pequeño espectáculo. Trabajó en ferias ambulantes y en parques de atracciones, acompañado de su asistente, Amós —y el padre de este—, a quien había conocido en Hawai y que, de inmediato, se desvivió por seguirlo, fascinado como estaba por unos dones que consideraba mágicos.
—¿También él es andaluz? —preguntó ella.
—Sí —dijo Donovan, sobrevolando el tema.
Hasta le confió que lo habían arrestado unos días, acusado de matar a un tipo que se le encaró por una mujer. Ocurrió siendo muy joven, justo antes de largarse de España; pero salió airoso y acabó por reafirmarse en la certidumbre de que emigrar era la única solución si pretendía escabullirse de la guerra con Marruecos.
La primera noche que ella durmió con Donovan fue en un motel de carretera en donde al chico no le exigieron documentación. Eve se quedó dentro del coche para no ser reconocida. Y fue asimismo la primera vez para muchas cosas.
La primera vez que se sintió intimidada por alguien más joven, la primera vez que alguien estaba en condiciones de hacerle pedazos el corazón y que se dijo, en voz baja, como un salmo, una oración: «para siempre», con esa sencillez de los relatos que se cuentan a los niños. Para siempre. Lo dijo en susurros mientras Donovan dormía a su lado y, por un momento, temió que los latidos de la sangre en sus venas lo despertasen.
Luego habría más veces, pero esa primera fue irremediablemente para siempre.
Él la había descalzado, sentado en el borde de la cama, atraído hacia sí y besado. La besó interminablemente mientras se fueron desnudando. Ella, con su amor en la punta de los dedos.
Porque Donovan era definitivo, el compañero alrededor de quien deseaba fundar su vida, urdir una alianza natural. Por eso, aunque su goce físico fuera exiguo o extraño, había una compensación sentimental que la fascinaba, y por eso, aquella primera vez no se abstuvo de hablar mientras lo hacían como nunca antes había hablado con nadie. Musitaba: «Cariño, cuídame». Sin rubor, iba mucho más allá que con los otros.
La noche de la cuarta carta era domingo. Habían pasado toda la tarde fuera de Chicago; a pocas millas, en realidad, pero muy lejos de la civilización, en un motel, tanto más idóneo para una pareja que deseaba pasar inadvertida.
A eso de las diez de la noche, Donovan salió de la habitación para comprar bebidas y comestibles cuando, de manera fortuita, en un receptor de radio que el conserje tenía puesto a todo volumen, un invento aparatoso con un frontal de ebonita y un altavoz que palpitaba como si estuviera vivo, acertó a escuchar algo sobre los crímenes del Segador en un boletín de noticias.
Sin disimular su interés, Donovan se quedó escuchando con el codo apoyado en el mostrador.
No se habla más que de eso. Es natural. El caso, que trasciende la crónica negra para convertirse en un estudio sociológico que nos tiene en ascuas, escapa a nuestra comprensión. Muchos nos sentimos impresionados por semejante alarde de crueldad. Muchos nos preguntamos, a fecha de hoy: detrás del Segador, ¿se esconde un asesino o varios? ¿Puede un solo hombre ser capaz de tamañas atrocidades? Lo que no es discutible es que sus cuatro cartas, de las que nuestro colega Jake Lingle ha sido destinatario, son fiel reflejo de lo sucedido. Dan cuenta de crímenes sin resolver y la cuarta supera a las tres anteriores en lo que se refiere a inhumanidad. ¿Qué mente perversa ideó enterrar a la nueva víctima en el mismísimo camposanto de Mount Carmel, bajo la lápida de Sammy Lombard, un sujeto, como recordarán, de pasado turbio a quien se relacionó en su día con el crimen organizado y que falleció de muerte violenta en el 26? ¿Es que se puede ir más lejos?
—Entonces, ¿ha publicado el Tribune algo más sobre el Segador? —preguntó Donovan al conserje, aparentando un desinterés que estaba muy lejos de experimentar.
—Oiga, ¿en qué mundo vive, amigo? —el conserje, un abuelo que tenía una catarata en un ojo y mascaba tabaco, lo miró guiñando el ojo limpio. A continuación, lanzó un chorro oscuro en la escupidera y sacó un ejemplar del Tribune de debajo del mostrador.
—¿Es de hoy?
—Ya lo creo que es de hoy. El hijo de perra va por el cuarto. Mire, aquí lo dice —señaló con un dedo. La uña tenía un filo de mugre—. Agallas no le faltan. Está dejando a la bofia en muy mal lugar.
—¿Le importa que me lo lleve a la habitación, abuelo?
El abuelo se encogió de hombros.
Donovan olvidó la cena y las bebidas y regresó junto a Eve.
Por la expresión del joven y el periódico en la mano, la actriz supo que nada bueno había sucedido.
Como de costumbre, el Tribune reproducía fotográficamente la carta.
Señor Lingle:
No tengo nada contra los turcos, salvo si se meten donde no les llaman. Su nombre era Abdul Farah. Vivía en el Valle. Sus padres tienen un comercio en Halsted Street. Encontrarán el cadáver en la tumba de Sammy Lombard, en el cementerio de Mount Carmel, sin aquello que metió donde no debía.
Ah, y pasó un 13 de mayo de 1926. Pregúntele a sus amigos detectives si necesitan más pistas.
Van cuatro.
Firma: EL SEGADOR DE CHICAGO
Eve atrajo a Donovan hacia la cama. Extendieron el diario y leyeron el artículo de Lingle, de contenido tan murmurador y abyecto como los precedentes, con la diferencia de que, a partir de la tercera carta, Eve había dejado de ser blanco de sus críticas. De todas formas, la distancia del Tribune sobre el resto de periódicos más vendidos de Illinois era más abrumadora de día en día.
—¿Fue tu amante? —preguntó un Donovan impotente para esconder su ansiedad—. El chico y tú, ¿fuisteis amantes?
—Tuvimos una aventura. Me estaba haciendo la vida imposible —ella parecía a punto de estallar en sollozos—. Dime, ¿qué es todo esto? ¿Qué es lo que va a pasar ahora? ¿Qué nos espera? —y se tapó la boca como si temiese oír de sus propios labios la respuesta.
—Tranquilízate —él le cogió la cabeza entre sus manos rojas, aquellas manos anchas y sanguíneas por las que debía de fluir la sangre a borbotones. Sus grandes manos que tanto le gustaban a Eve—. Todo irá bien, cariño. Estoy a tu lado.
Pero ella no pudo por menos de pensar que en su tono no había suficiente convicción, o bien que la culpa de que no la apaciguase como en las cinco noches de hipnosis era sólo de ella. ¿Y si le pidiese de nuevo que la hipnotizara?, pensó. ¿Y si, por última vez, se lo pidiera?
2
El fiscal Garrett se paseó con la cabeza baja, la misiva y unas fotos en la mano, el índice de la otra adherido a los labios. De pronto, se volvió hacia el acusado.
—Así pues, ¿tiene usted ideales racistas?
—No, no. ¿Racistas? No.
—Sin embargo, conoció al joven Abdul Farah, ¿no es cierto?
El acusado pareció titubear.
—Personalmente, no.
—Entonces, ¿cómo se explica la misiva que acabamos de leer y cuya autoría reconoce, la carta que inequívocamente remitió al señor Lingle para ser publicada en el Chicago Tribune? —el acusado metió las manos entre las piernas, miró al público sin ver a nadie, y bajó la vista—. Es mi obligación recordarle que está bajo juramento.
—Protesto, señoría —intervino el abogado Spelling—. Mi representado está al corriente de lo que supone prestar testimonio.
—Aceptada. Modérese, en la medida de lo posible, el Ministerio Fiscal —dijo el juez Mason.
—Retiro la pregunta —repuso el fiscal Garrett—. Una vez abierto el ataúd de bronce blanco que presuntamente contenía los restos del señor Sammy Lombard, fue hallado este cadáver en su lugar —fue pasando las fotos, una tras otra, al acusado—. ¿Lo reconoce?
—Sí.
—Caballeros de jurado, el análisis forense determinó que era el cuerpo de un hombre joven, de dieciocho años, espontáneamente momificado, algo apreciable en las fotografías que se aportarán como prueba. El cadáver presentaba varias heridas provocadas por un arma punzocortante a la altura del corazón y tenía los genitales seccionados e introducidos en la boca.
»Asimismo, se estableció que las condiciones de sequedad, la propia constitución de la víctima, con muy poco porcentaje adiposo y, en especial, el hecho de que la muerte hubiera cursado con una gran hemorragia originaron el proceso espontáneo de momificación. El estado del cuerpo permitió que fuera identificado por los familiares de la víctima como Abdul Farath, de dieciocho años, frutero y con domicilio en Halsted Street, Chicago; por cierto, todo según usted señalaba en su misiva enviada al Chicago Tribune, y que acabamos de leer. Le pregunto, señor Zambrano, ¿por qué mató a Abdul Farah?
—Debí de volverme loco. No lo recuerdo.
—¿Recuerda cómo lo mató?
—No.
—¿Recuerda dónde lo mató?
—No.
—¿Recuerda cómo efectuó el intercambio de los cadáveres?
Silencio.
—¿Contó con la ayuda de cómplices? ¿Recurrió, tal vez, a asalariados del crimen de Chicago?
Silencio.
—Se lo preguntaré de otra manera, señor Zambrano. El crimen del joven Abdul Farah pudo llevarse a cabo el 13 de mayo de 1926, el mismo día que sus padres no volvieron a verlo, y dos días antes de que los pretendidos restos de Sammy Lombard fueran enterrados en el cementerio de Mount Carmel, el 15 de mayo. Se intercambió un cuerpo por el otro; sin embargo, el señor Lombard, dadas las oscuras relaciones que frecuentó en vida, no debía de ser un cadáver, digamos, fácil de manejar. ¿Pretende hacernos creer que lo hizo usted solo?
Silencio.
—¿Por qué se tomó ese trabajo con el cadáver del joven Abdul Farah mientras, por otro lado, permitió que el cadáver de Jimmy Bowly quedase expuesto en un banco del Columbus Park?
—No sé. No recuerdo.
—Señor Zambrano, ¿tenía relaciones con la mafia de esta ciudad, con la que, destaquémoslo, se vinculó en vida a Sammy Lombard?
—No, no —dijo. Posó las manos en los muslos, que no dejaban de moverse.
—Y, sin embargo, durante tres días, del 13 al 15 de mayo de 1926, con las respectivas noches del 13 y del 14 —el fiscal se dirigió a su mesa, dejó la carta y las fotos y cogió un libro de considerable grosor—, época durante la cual paseaba su espectáculo de hipnosis por el estado de Indiana, usted se desplazó hasta Chicago y se alojó, insisto, durante esas dos noches seguidas, en el hostal Savannah, como así consta en el libro de registro que aporto como prueba. Yo le pregunto, ¿es cierto o no que las funciones de hipnosis en esa época eran muy poco rentables?
—Sí… es cierto —dijo Amós.
—¿Es cierto o no que usted, su difunto padre y el señor Donovan Curtis sobrevivían no sin dificultades con las ganancias de su espectáculo itinerante?
—Sí.
—¿Sí qué, señor Zambrano?
El acusado se frotó los ojos y los entornó mientras miraba al fiscal Garrett.
—A veces teníamos que echar mano de nuestros ahorros.
—¿Es cierto o no que hubo días en que su padre, el señor Curtis y usted se quedaron sin comer porque no tenían dinero?
—No sé. No recuerdo. Ninguno queríamos gastar el dinero ahorrado.
—Entonces, dígame señor Zambrano, ¿cómo es posible que se diera el lujo de viajar a Chicago en esa época y hospedarse en el hostal Savannah durante dos noches?
Transcurrieron unos segundos.
—Fue para ver a Eve Paradise. El 14 de mayo se estrenaba Lazos de sangre, su última película.
—Sin embargo, usted durmió en Chicago el día 13 y no regresó a Indiana hasta el día 15. ¿Por qué, señor Zambrano? ¿Por qué?