10. MIKE W. MURDOCH
1
–Normalmente, antes que por los peatones, me inclino por los automovilistas, señor Murdoch —oyó una voz masculina.
No hacía ni diez minutos que Eve había dejado a su madre plantada en plena calle.
Se había atrevido a decirle que tomase un taxi, a gritarle que estaba insufrible y, a continuación, tuvo la suficiente presencia de ánimo como para largarse. Qué deliciosa sensación de libertad, entonces. Lo que menos necesitaba eran disputas neuróticas. Caminar era lo que le apetecía, desembarazarse de la gente, periodistas, admiradores o madres, dedicarse sólo a pensar en él, pues, desde que había salido con Evelyn por la entrada de artistas, se descubrió con la imagen del joven Donovan Curtis bullendo en su interior. Donovan Curtis, el mago que esa noche acababa de robarle más que la voluntad, el corazón, y cuyas palabras repicaban aún en sus oídos como en un templo.
Es verdad que, desde hacía un rato, algo la inquietaba y le impedía concentrarse en él: tenía la seguridad de que un automóvil circulaba a sus espaldas y que, intencionadamente, no acababa de rebasarle. Siguió adelante sin volverse; además, la calle no estaba muy iluminada y hubiera dicho que el auto no llevaba los faros conectados. Entonces fue cuando vio proyectarse frente a ella dos conos de luz y oyó a su altura la voz de un hombre. Una voz joven. Una voz, hasta cierto punto, conocida:
—«Normalmente, antes que por los peatones, me inclino por los automovilistas, señor Murdoch» —dijo la voz—. Admita que no ha tenido tiempo de olvidarme, señorita Paradise.
Fue mirar hacia su izquierda y ver a Mike W. Murdoch al volante de un Cadillac Town Sedan, con la cabeza muy próxima a la ventanilla del copiloto. Se detuvo. El Cadillac frenó a su vez. De forma instintiva, la actriz oteó a un lado y a otro, nadie venía, y temiendo que Murdoch pronunciara su nombre en plena calle, o quizá temiendo los faros del coche que venía de frente, se quitó el abrigo y, ya dentro del auto, cerró la portezuela que el joven acababa de abrir.
—Recuerdo también que me invitó a cenar, señor Murdoch —dijo Eve—. Y puesto que no me apetece cenar y mi coche está aparcado en esta calle, despidámonos.
—Antes, la llevaré a dar un paseo. Así nos conoceremos. Este es un auto fantástico. Como el de Al Capone.
Ni ella misma estaba segura de por qué no había rechistado cuando el joven Mike W. Murdoch tomó la iniciativa con aquellos humos.
—¿Va siempre disfrazada, señorita Paradise? —preguntó el joven pisando el acelerador.
—¿Disfrazada?
—Las gafas, el abrigo. Ya me entiende. ¿Es para que nadie la reconozca? Creía que una estrella de cine adoraba que la reconocieran por la calle. A mí no me importaría.
—¿Qué edad tiene, señor Murdoch?
Mike W. Murdoch apretó las mandíbulas y dijo:
—Veintiséis. Pero cuando triplique la fortuna de mi padre, me reconocerán.
Con el mismo y crispado aplomo, se quitó el sombrero, lo echó en el asiento de atrás y se aflojó el nudo de la corbata con una mano.
Eve podía haberle hecho parar. No había necesidad de poner más énfasis del preciso; sin embargo, lo desechó. ¿Por qué? ¿Por qué no lo hizo?, se preguntó horas después.
Quizá porque adivinaba algo familiar en ese joven que, a la vez, la estremecía y subyugaba. Algo duro y egoísta que formaba parte indisoluble de su personalidad masculina y que convertía a una mujer como ella en presa fácil, en rehén voluntario. Aquel instinto salvaje, la fuerza elemental que se abría paso a través de los gestos y de las palabras del chico, ella lo reconocía.
Por ejemplo, el modo en que se aferraba y manejaba el volante, o el modo en que se negaba, sin pronunciar la palabra no. Por ejemplo, la certeza del poder físico, su suficiencia, su inaptitud para compadecer y el goce espantoso que se derivaba de ahí. Todo cuanto le repelía de los hombres estaba junto a ella, en estado puro, conduciendo un Cadillac y, no obstante, también estaba aquello que Eve amaba y que tanto se hacía perdonar: la juventud. Sí, la juventud fue lo que impidió a Eve obligarle a frenar mientras el coche discurría, imparable, hacia las afueras de Chicago.
Por otro lado, la irritaba más de lo que hubiese querido la imagen del hipnotizador clavada en su cabeza, su necesidad de él. Aquel hombre que no tenía nada en común con nadie, su magnetismo y el recuerdo de lo que había pasado encima del escenario le robaban la poca serenidad que le quedaba, y sabía que volver al hotel significaba revisar la secuencia obsesivamente y en vano.
Así que dejó que Murdoch se impusiese al recuerdo de Donovan para neutralizar el foco de su angustia y, sin apenas transiciones, el muchacho empezó a hablarle de sí mismo con elocuencia.
Mike W. Murdoch: alguien que siempre había visto satisfechos sus antojos. Un hijo único consentido, producto de la ternura ciega de unos padres rigoristas en casi todo, excepto para llevar a buen puerto su crianza y educación.
A Eve le asombraba que unos padres pudieran amar así a un hijo, guiados sólo por el principio tácito de que su vida valía un imperio. La complacencia con que hablaba de su propio pasado cuando Eve ni tan siquiera podía recordar una parte del suyo. Por no hablar del entusiasmo que experimentaba por la montería —abrió la guantera para enseñarle un cuchillo, le dijo que en el maletero guardaba una escopeta— y su devoción por la ética más conservadora, cuando Eve odiaba la caza —siempre la había odiado, sin saber por qué— y el Partido Demócrata le parecía medieval mientras no se postulara en favor de los derechos de la mujer. Todo ello revelaba en Mike W. Murdoch un desconocimiento profundo de lo que significaba sentirse humillado, desplazado, sin certezas, precisamente como cualquier mujer sensible.
Sin ir más lejos, ¿por qué había llegado ella a ser actriz? ¿Por qué seguía forjándose un destino, a ciegas? ¿Por qué no sabía lo que era sentirse en paz con su alma pese a haber triunfado mientras aquel joven, que aún no había hecho nada de provecho y cuyo único mérito consistía en ser Mike W. Murdoch parecía tener una estrella? Hubiera dado años de vida por saberlo, por que alguien se lo explicara; pero a quién podía recurrir a estas alturas. Y qué podía hacer ahora, montada en un Cadillac último modelo, junto al hijo de un ricachón, salvo dejarse llevar por la marea, embriagarse, como siempre decía Jimmy Bowly.
Antes de que Eve tomara dolorosa conciencia, el chico se había desviado de la vía y aminoraba la velocidad. Transitaban ahora por un sendero de tierra, entre árboles frondosos.
—¿Dónde estamos, señor Murdoch?
Por toda respuesta, el chico sonrió. No articuló palabra hasta que detuvo el Cadillac y apagó el motor. El aire era húmedo. Todo estaba en silencio. La luna ponía destellos como escamas en las olas del lago Michigan. A la luz de aquellas claridades, replicó Murdoch:
—Uno de mis lugares preferidos. Highland Park, a orillas del lago —Eve notó un aliento en su cara, el chico buscaba su boca y, de repente, unos labios se pegaron a los suyos.
Simultáneamente, un automóvil oscuro, sin luces, frenó a una prudente distancia, detrás del Cadillac. Nadie se apeó del coche, cuyas ventanillas estaban cerradas.
Por lo que a Eve concernía, no fue una decisión; realmente lo deseaba cuando entreabrió los labios y permitió que Mike W. Murdoch le metiese en la boca su lengua y juguetease.
Era como capitular ante aquello de lo que abominaba, y todo, también el placer no plenamente satisfactorio que la sexualidad le ofrecía, cobraba para ella un sentido nuevo. Hacía mucho, desde que se acostaba con jóvenes, que leía el sexo como un libro grueso y complicado, un libro con una infinita riqueza de variantes interpretativas, pues hasta las palabras habría que elegirlas e inaugurarlas, deberían ser distintas para cada amante. ¿Acaso era igual el sexo con quien amamos que el sexo con quien odiamos, el sexo por caridad que el sexo por ternura, el sexo con quien sólo es apto para infundirnos deseos de protección que el sexo con alguien en cuyos brazos correríamos a refugiarnos? ¿Acaso era igual el sexo con Jimmy Bowly que el sexo con Rick Patterson o con Mike W. Murdoch? Luego entonces, ¿cómo podía hablarse de sexo siempre con las mismas palabras? Y, sobre todo, ¿cómo sería el sexo con alguien a quien adorase?
Murdoch se desplazó al asiento trasero, desde donde atrajo a Eve. Procedió a quitarle los zapatos y el vestido con una rabia enloquecida que denotaba escaso control sobre sus impulsos, y luego la despojó de la lencería. Y puesto que en ese instante, el único anhelo de Eve era ser amada por alguien que parecía incapaz en absoluto de amar, se rindió al joven Murdoch. Es más, abriéndose a él por voluntad propia, ensayó el placer de humillarse ante la brutalidad masculina.
Desabotonó el pantalón de aquel hombre demasiado joven para hacerse aborrecer, y a continuación la camisa. Con dedos tensos y los labios apretados, le acarició el vientre y la cara interior de los muslos. Había una mezcla en ella de temor, ansiedad y un vacilante deseo cuando la erección del joven alcanzó un grado mínimo para que él pudiera desempeñarse con holgura. A Eve jamás se le habría ocurrido desnudarlo y, a la vista de que Murdoch tampoco abrigaba intenciones de hacerlo, se comprende en qué medida ella estaba a su merced mientras el chico pretendía darle su merecido. Nada menos que eso dijo: «Darte tu merecido».
Se entregó a Murdoch como una niña que extrae un íntimo placer de un castigo. Y sólo cuando Murdoch se deslizó furtivamente dentro de ella y, sin ningún tipo de consideraciones, acometió y empezó a menearse camino del angustioso desenlace, sólo entonces sintió Eve cómo sus ojos se anegaban en lágrimas, se olvidó de los agudos dolores infligidos y, sin apenas darse cuenta, dijo:
—Despacio. Por favor, despacio… ¿Me quieres? ¿Aún me quieres, sí?
Hubo de transcurrir un interminable lapso de tiempo hasta que del otro automóvil, aparcado a una prudente distancia y entre los árboles, un automóvil prácticamente indistinguible, acabaron bajándose Sam Cormick y Harry Gusick.
Nadie habría podido cerrar las portezuelas con más sigilo que ellos. Nada ni nadie habría podido avanzar entre las hojas con más precauciones.
Una hora después, el automóvil que conducía el gordo Sam Cormick, más serio que nunca, estacionaba a las puertas de la floristería de Ritchie Sandino, quien estaba a punto de echar los cierres.
La noticia de la cual Sam y Harry eran portadores les sorprendió más a ellos mismos de lo que habría de sorprender a Ritchie.
2
Como los días anteriores, la sala de vistas estaba repleta. Entre el público fiel de la sala, la señora de la pamela verde, y que hoy lucía una pamela negra, siempre tomaba asiento en la misma silla, al igual que el señor bizco. Ambos eran de los primeros en llegar y, hasta ahora, no habían intercambiado impresiones; pero esta mañana, la mujer de la pamela negra concedió al señor bizco un cuchicheo en medio del interrogatorio:
—Oiga, ¿ese no es el famoso detective de las intuiciones?
Impertérrito, el señor bizco se recolocó el bisoñé y afirmó con la cabeza como si la incertidumbre de la dama lo hubiera defraudado.
—Detective O’Tooley —dijo el fiscal Garrett—, ¿cómo procede el departamento desde que el señor Murdoch denuncia a la policía la desaparición de su hijo Mike W. Murdoch, el domingo, 7 de octubre, hasta que tiene lugar el hallazgo del Cadillac Town Sedan del joven desaparecido?
El detective O’Tooley se acarició la barbita terminada en punta.
—De acuerdo con el protocolo, y con la autorización de mis superiores, di orden de que nuestros agentes patrullasen la ciudad. Serían entonces las cinco de la tarde.
—¿Ordenó que se patrullase sólo la ciudad, o también los alrededores?
—Tan sólo el casco urbano. Debo precisar que teníamos la descripción del automóvil del señor Mike W. Murdoch, un Cadillac Town Sedan 1928, de color verde carruaje, así como la matrícula.
—Continúe.
—Al cabo de tres horas y media, en torno a las ocho y treinta de la tarde, una de nuestras patrullas localizó el Cadillac en un lateral del Lincoln Park. En Sheridan Street.
—¿Y qué se descubrió en el Cadillac?
—Me desplacé personalmente al lugar del hallazgo, señor. El automóvil estaba vacío; no obstante, había una gran cantidad de sangre reseca en la tapicería de piel gris y también en las alfombras. Sin duda, aquello había sido una sangría tremenda. Y, curiosamente, sólo en los asientos traseros. Dentro de la guantera se encontró un cuchillo de monte que, con toda evidencia, había sido utilizado no hacía mucho. También tenía manchas de sangre seca.
—Solicito la clasificación de las fotos y del cuchillo hallado en la guantera del automóvil como pruebas 2A y 2B —dijo el fiscal Garrett, depositándolas en la mesa del funcionario.
—Recibidas y clasificadas —dijo el juez Mason—. Puede proseguir.
—¿Hallaron algo más que llamase su atención, detective O’Tooley? —preguntó el fiscal Garrett.
—Una escopeta de caza en el maletero; pero no había sido disparada recientemente.
—Una vez inspeccionado y analizado el vehículo, ¿se halló algún indicio, como huellas dactilares, que sirviera a la investigación?
—Únicamente las huellas dactilares del señor W. Murdoch, señor. De hecho, aquella sangría, significara lo que significase, en absoluto parecía obra de un aficionado.
—¿Qué le hizo pensar eso, detective O’Tooley?
O’Tooley se afiló la barba con dos dedos.
—Mire, es insólito que un aficionado no deje en la escena del crimen ningún indicio, ningún rastro, por leve que sea. Allí no había nada; nada salvo el cuchillo que, por cierto, como había traspasado la camisa y la ropa interior de la víctima, tras analizar la pelusa que había quedado impregnada en su filo y las ropas del cadáver, resultó ser el arma homicida.
—No nos precipitemos, detective O’Tooley. Por sus palabras, ¿debemos entender que, antes incluso del hallazgo del cuerpo de Mike W. Murdoch, dedujo usted que dentro del Cadillac se había cometido un crimen?
—Desde luego, señor.
—La sangre, ¿no podía haber sido sangre de un animal, por ejemplo?
—Nadie mata a un animal dentro de su Cadillac, deja el cuchillo sucio de sangre en la guantera y luego limpia todas sus huellas dactilares, señor; incluso las del mango del cuchillo.
—Comprendo. No obstante, quedémonos, por ahora, en el Cadillac. Pronto llegaremos al cadáver —el fiscal Garrett se detuvo un instante y prosiguió—. A ver si lo comprendo. En su opinión, dentro del Cadillac se había cometido un crimen y la persona que había cometido tal crimen no era un inexperto. ¿Lo he entendido bien?
—Esa es la idea, señor. La persona o personas que habían cometido el crimen no me parecieron inexpertas.
—Dígame, hasta que once días después se publicó la primera y célebre carta en el Chicago Tribune, carta de la que muy pocos ciudadanos no estarán al tanto, ¿hubo algún progreso en la búsqueda de Mike W. Murdoch?
—Naturalmente, no teníamos la certeza de que la sangre perteneciera al señor W. Murdoch.
—Naturalmente. Así pues, ¿hubo algún progreso?
—Estábamos totalmente desconcertados, señor. No hubo ningún avance hasta que se publicó la primera carta en el Chicago Tribune, junto con el artículo del señor Lingle.
—De acuerdo. Once días después, se recibe esa primera carta en el Chicago Tribune que conducirá al hallazgo de los restos de Mike W. Murdoch. Centrémonos, pues, en el hallazgo del cadáver.