7. RICK PATTERSON
1
Se llamaba Rick Patterson y era el joven más idealista que pueda imaginarse una mujer, a condición de que las motocicletas no sean motivo de rechazo.
No pretendía parecerse a nadie, no buscaba que lo quisieran. Cuando Eve pensaba en Rick, a quien recordaba no era a un tipo duro ni muy guapo, tampoco a un hombre que encarnase algún arquetipo de seductor. Se trataba de un joven de pocas palabras y carecía de un cuerpo inolvidable; ahora bien, puestos a imaginar un ser que proyectase indiferencia hacia su encanto físico, pero que de cuyos gestos o maneras emanase auténtico sex-appeal, ese alguien habría de llevar por nombre Rick Patterson.
Tres años hacía de su idilio con aquel veinteañero versado como pocos en el arte amatorio. Qué veloz, pero qué veloz transcurría el tiempo, pensaba Eve con frecuencia.
Lo conoció en Galena, al oeste de Chicago, cerca de la frontera con Wisconsin. Un pueblo tan delicioso y con un encanto tan pintoresco que Eve no había podido resistirse a la tentación de comprar allí una casa y un pequeño terreno. No se trataba de una residencia suntuaria, pues lo último que Eve quería era llamar la atención y lo que más codiciaba de esos retiros era vivir sin prisas, pasar inadvertida. Sus vecinos la llamaban señorita Louise.
Galena, con su río del mismo nombre, en cuyas aguas era sencillo visualizar la silueta fantasmagórica de uno de aquellos vapores de grandes ruedas dejando largas estelas de espuma, sus edificios bajos, sus casas de ladrillo, el aire bucólico que se respiraba en sus campos y bosques, el hotel en funcionamiento más ancestral de Illinois y la segunda oficina de correos más antigua del país, era el reverso de la vida de Chicago o Los Ángeles. Y a Eve le gustaba la paz, el ritmo lento de Galena. Sentía que esa atmósfera la curaba. Hasta las historias de espectros que abundaban a propósito de las mansiones lujosas a orillas del río la sosegaban, como cuentos que, narrados al amor de la lumbre, hacen que nuestra sangre fluya más lenta.
Y, sin embargo, algunas veces se preguntaba si Galena no le atraía por dos secretas y profundas razones. En primer lugar, porque parecía haberse detenido en el tiempo. En aquella edad inocente y prometedora, que resultaba consustancial a un pueblo de orígenes coloniales: mediados del siglo XIX. Galena permanecía joven; Galena no envejecía. Y segundo, porque guardaba muchas semejanzas con un decorado de Hollywood, siendo auténtica como era. En definitiva, allí, Eve tenía lo mejor de su mundo y del otro.
Ese fin de semana, Eve se recluyó en su casa de Galena mientras Evelyn se quedaba en Chicago.
El viernes que conoció a Rick Patterson, no lejos de su parcela, el chico había desviado su motocicleta por un sendero para contemplar la roja inflamación del crepúsculo. Eve estaba paseando cuando lo vio sobre ella, con el motor encendido. Rick surgió del ocaso.
Eve se fue acercando por detrás, sin ánimo de nada. No estaba tan próxima a él como para que el chico advirtiera su presencia y, además, parecía absorto en la puesta de sol.
Quién sabe por qué no soportó la idea de entablar una charla con un joven en medio de un paraje idílico y con un cielo sangriento como telón de fondo; en realidad, de haber tomado él la iniciativa, es probable que no hubieran llegado muy lejos. Por no hablar de que si el chico montaba una moto de gran cilindrada —una Brough Superior SS 80, capaz de superar las cien millas por hora, como Eve sabría poco después— y la chica era una mujer madura e ignoraba casi todo de las motos de grandes y pequeñas cilindradas, la cosa no podía empezar peor.
A pesar de ello, después de contemplarlo largamente por la espalda, Eve se decidió a saludarlo. El chico correspondió al saludo. Se sucedió un intercambio de frases. Ella se sentó en una roca, frente al río, allá abajo, y él apagó el motor y tomó asiento a su lado. Quién habría dicho a Eve entonces, con medio sol hundido en el horizonte, que sólo unos pocos días después habría sacado los colores a cualquiera que se las diese de entendido en motocicletas.
Hasta el final del corto idilio no habló Rick de su familia. Se limitaba a decir grosso modo que merced a trabajos esporádicos disponía siempre de algún dinero, y que, como no tenía muchas necesidades, iba tirando. Y aunque ella sospechaba que era huérfano, no tenía ningún interés en rastrear la intimidad del muchacho.
Le bastaba con saber que procedía de un pueblecito de nombre impronunciable, en lo más recóndito del estado de Iowa, que le gustaba California y había explorado a fondo el Big South, que abrigaba la intención de recorrer el país y luego el ancho mundo, que la Brough Superior era su casa y su velero, y que mientras su compañera devoraba milla tras milla, Rick llevaba consigo, bien amparada, contra el viento, una idea nostálgica de libertad: la libertad de los bucaneros y de los locos, de los sabios, de los mendigos y de los que permanecen jóvenes para siempre.
Eve lo instaló en su casa y, descontando la salida para contemplar un par de atardeceres, apenas pusieron un pie fuera en todo el fin de semana. Les faltó tiempo y, que fuese digna de tal nombre, hubo sólo una interrupción. Un par de tipos trajeados, con aspecto de enterradores, en particular uno de ellos, manco de la mano izquierda. El otro se llamaba Teddy. Se internaron en la casa y, tras hablar con Rick, el llamado Teddy se empeñó en hacerlo con Eve. Le ofreció una póliza de vida. Eve los despidió con cajas destempladas.
Rick, sólo Rick le importaba. Era alto, pero no mucho más que ella, esbelto y de largas piernas. Sus ademanes jamás eran frenéticos o crispados. Reflejaban una de esas misteriosas masculinidades que son el sello de cierta autonomía de espíritu, de una clase de seguridad que, a su manera, Eve siempre había codiciado para sí, como mujer. Llevaba el pelo largo, un cabello que parecía siempre clareado por el sol y el salitre de los mares, como el de un joven Jesucristo a quien la inmortalidad no distrae de la vida. Era una pizca estrábico, lo que intensificaba la calidez de unos ojos color de miel, y fumaba saboreando una soledad agridulce, con el inconfundible estilo de los que poseen esa dignidad latente de los héroes solitarios.
Lector consumado del Kama Sutra y del Ananga Ranga, era un estudioso de los amores hindúes que llevaba a la práctica la filosofía del desapego. No besaba; se entregaba a una auparishtaka o unión bucal. Y, después de prolongadas caricias, no hacía el amor, sino que efectuaba una inserción de largo aliento, o introducía su linga en el yoni de Eve en todas las posturas imaginables. Y como es azul un cielo sin nubes que cumplía con creces cuanta expectativa era capaz de suscitar.
De hecho, las posturas para el amor y sus divisiones eran tantas y tan variadas que, de no ser porque los deleites de la carne eran superiores a su reticencia a aprender lenguas muertas, la actriz habría desfallecido en medio de aquella zozobra de vértigos. Él estaba a su lado, alrededor de ella, sobre ella, contra ella. Y, de paso, era joven y estaba vivo como sólo están vivos los jóvenes; no como Eve Paradise, que vivía fundiéndose en sus personajes y que fingía, incluso en la cama, en los momentos más intensos, para ella desconocidos.
Por lo que al chico se refería, no se trataba de experimentar con el sexo, pues el sexo era algo más sagrado que un simple método experimental: era un aprendizaje filosófico, la quintaesencia de la sabiduría puesta al servicio de la carne.
Aquel moralista de largas y lentas cópulas palpitantes, aquel apóstol del placer ya había amado y había odiado. Había recorrido buena parte del globo, consumido por la curiosidad de los inocentes que ven el futuro como una caja de sorpresas en la que no tiene cabida el dolor, ni la enfermedad, ni la desesperanza ni la vejez. A su corta edad había conocido a un sinnúmero de gente y, no obstante, la impresión de Eve es que estaba solo sin sentirse solo, y era libre sin sentirse libre. Lo prueba que sus deseos de posesión fuesen inexistentes, o que siguiera buscando, en una eterna huida. A menudo Eve se preguntaba si podrían huir lejos y juntos los dos.
Y el aguante que tenía el chico, la entereza sexual, qué lentamente se deshinchaba, para decirlo pronto y claro. Oh tú, el vigoroso, algo así pensaba Eve, no desmayes, continúa, persevera. Hazlo por mí. Llévame al lugar que desconozco.
Y vaya si lo intentaba. Durante horas, sin prisas, el muchacho gozaba del sexo como de un arte, sin ceder al ciego impulso del desahogo. Porque el arte no era un desahogo, repetía. Y, desde luego, Eve estaba de acuerdo. Amaba ese conservadurismo juvenil, y le entusiasmaba la idea de experimentar el orgasmo común, que nunca se materializaba.
Por ejemplo, en la cama lo que más le gustaba a Eve era acariciar su torso juvenil, adornado por músculos duros pero flexibles, y besarlo durante horas. El resto no podía evitarlo, pero tampoco hubiera sido imprescindible. Coger con una mano su linga, al igual que una flor, esbelta como él mismo, introducirse sólo la mitad en la boca y besarla y succionarla en una operación que había pasado a conocerse, por obra y gracia de la secular sabiduría hindú, como succión de una fruta de mango. Lo hacía, por supuesto, y por qué no. El chico le resultaba adorable y a él le entusiasmaba, como casi todo lo demás.
No obstante, los preliminares a veces le resultaban pesados a alguien como ella, que siempre se quedaba en el umbral del paraíso, mientras que Rick se descubría paciente hasta el tormento, interesado como estaba en llevar todo aquel pozo de ciencia a la práctica.
Entonces, para no ser menos que Rick, le rogaba en el nuevo argot que le insuflara energía. Rick se incorporaba como un felino, encendía velas y candelabros y quemaba en un pebetero pastillas de esencias arábigas que Eve reservaba para ocasiones festivas. Poco después, la estancia se volvía nebulosa y ambos se zambullían de cabeza en el orientalismo.
El chico no tenía freno, aguantaba horas. A menudo se quedaba en algún rincón dentro de ella, con la linga agazapada, pero sin aflojar, tieso como un clavo, parecía cosa imposible. Y Eve, que gozaba con una intensidad muy débil, pensaba cómo le habría gustado vivir y morir así mismo, con Rick dentro de ella, sin nadie que osara privarle de esa urgencia, de esa necesidad, qué vida y qué muerte dulces. De ahí que, en secreto, gozara y sufriera con Rick desde el principio, porque notar la carne vibrátil del chico en lo más profundo era casi como empezar a echarla de menos, como experimentar nostalgia de eso que aún no había perdido, como descubrir que sólo unida a alguien, ahogando la carne de un hombre más joven en su propia carne, estaba completa y podía sentirse libre.
Y así transcurrió el fin de semana.
Durante los siguientes días, la actriz aparcó su trabajo y se dedicó a Rick por entero. Hasta la fecha, Eve nunca había montado en moto. Salían, pues, a la caída de la tarde o al anochecer, tras haber compartido un par de copas. Y como ella había aprendido a combinar ropas que desfiguraban su imagen pública al extremo de que resultaba imposible saber quién era, recorrían el condado de Jo Daviess en la Brough. Ella montada tras él, bien sujeta a su espalda. Y la vida era eso, el olor a tierra y a bosque, el claro de luna, el viento en la cara, su corazón latiendo apresuradamente y el cabello de Rick mezclándose con el suyo.
Galena. 1925. El sol. Su cuerpo y el cuerpo de Rick. Los hombros jóvenes de Rick y su idealismo. La nuca bronceada del muchacho. El agua sigilosa del río, su fuerza infatigable, su sabor a limpio, el placer de caminar descalzos por la hierba al atardecer. Así de celeste. Raramente la vida llegaba tan lejos. Qué rápido pasó todo.
La libertad tenía dos rostros. Para ella, que cedía parte de la suya por elección, no era exactamente lo mismo que para él.
Con el transcurso de los días, Rick no estaba más apegado a Eve; al contrario, se le veía inquieto, con ganas de largarse y salir a explorar en la Brough. Y Eve, para quien la libertad entre amantes tenía bastantes más restricciones que para el chico, presentía que Rick no estaba dispuesto a aceptar que el amor se interpusiera entre la Brouhg Superior y él.
Ocho días habían bastado para amar lo que él amaba. Y esa mímesis, que ella había reconocido en muchas otras mujeres, ¿era ajena a los hombres? Veía aquí, sin poder remediarlo, una muestra más del consabido narcisismo de ellos. Egoístas que se extasían llenándose la boca con ampulosas palabras para luego escupirlas a un lado.
—Quédate conmigo. Viajaremos los dos. Nos llevaremos la Brough. Haremos un viaje de costa a costa. ¿Qué me dices? —le preguntó con la cabeza apoyada en su vientre y mientras él fumaba un cigarrillo.
—No puedo. Tengo que irme, pero te adoro.
La adoraba. Excelente.
Ese día, tal vez porque se vio obligado —pensó ella—, le contó que sus padres eran rígidos luteranos que frecuentaban varias veces por semana la capilla y que su padre era un moralista feroz. Dijo que él había sido objeto de una educación inflexible y asfixiante, que hasta le habían elegido a su futura prometida, naturalmente una flor cultivada en aquel entorno rural. Dijo que tanto sus padres como él toleraban cada vez peor las controversias, los desencuentros, y le confió que, en un rapto de locura, había llegado a levantarle un cuchillo al viejo.
Se sentía responsable de haber mermado la salud de los dos, y le complacía que, por fin, se hubieran resignado. Ya nada querían saber de él, y su marcha había representado evidentemente una liberación para ellos.
—En cuanto a mí, ser libre tiene algo de eso. Saber que nadie te espera de pie si llegas a deshora, que no hay espías, ni correcciones, ni reprimendas, que nadie te echará de menos si te pierdes. No quiero que nadie se preocupe por mí. No lo soporto. Por eso me voy de todas partes. Tienes que perdonarme.
—¿Y adónde piensas ir ahora?
—Adonde me lleve la Brough —repuso él con una sonrisa.
Y ella decidió conformarse.
2
Poco después, aún hubo una escena que, sin pruebas concluyentes, Eve no dejó de relacionar con Rick y que tuvo lugar cuando este ya había desaparecido de su vida.
Eve estaba en su mansión de Chicago, con Evelyn, y había enviado a Mildred a Galena para que se encargase de poner en orden la casa.
Mildred telefoneó asustadísima.
—¡Estoy que trino!
—¿Mildred?
—¡Oh, Señor!
—Mildred, ¿eres tú?
—¡Un asalto! —dijo con acento morboso—. ¡Allanamiento de morada! ¿Habrá sido la Mano Negra de Galena?
—Estás en un plan insoportable. ¿Quieres tranquilizarte y explicármelo todo?
—Cuando llegué, la puerta estaba abierta, todo manga por hombro. Como si hubieran entrado a robar; pero qué va, no falta nada. Hasta han entrado en el garaje. Para qué, me pregunto, si el automóvil está en la ciudad. ¿Qué buscaban? ¡Y la puerta que da al jardín! También de par en par. Usted diría como yo: aquí han estado sembrando o alguien buscaba el cofre del tesoro. Han estado removiendo la tierra del jardín, señora. ¿Qué le parece? Véngase conmigo en seguida.
—¿Sembrando? ¿En la parcela?
—Sembrando o enterrando. Apueste a que sí.
Mildred llamaba jardín a la pequeña parcela. Eve cogió uno de sus autos y llegó en pocas horas para verificar que, en efecto, no faltaba nada. Era extraño. Y aún más que el terreno apareciese como escarbado en diferentes puntos; pero, contra las opiniones de Mildred, no presentó ninguna denuncia. ¿Para qué?
3
–¿Tiene algún otro testigo el Ministerio Fiscal? —preguntó el juez Mason pasándose la mano por la calva.
—Sí, señoría. Llamo a declarar a la señora Evelyn Paradise.