3. EN EL CAMERINO
1
–Créame, aprecio en lo que vale su disponibilidad, señor Curtis —el detective Liam O’Tooley estaba de pie, con el auricular pegado al oído, había interferencias—. No imagina cómo se lo agradezco… Eso es… Póngase en mi lugar… —se afiló la barba con dos dedos—. Del todo imprescindible, sí. Espléndido. A las cinco. Seré puntual —y colgó suavemente el teléfono.
—¿Quiere que le acompañe, señor? —preguntó el agente Fink, que acababa de hacer su entrada con un haz de documentos bajo el brazo. En la sala había varios agentes en sus respectivas mesas de trabajo, otras permanecían vacías, aunque atiborradas de expedientes. Los teléfonos no dejaban de sonar. O’Tooley permanecía de pie junto a la suya. Abrió la cajita rococó, cogió una pizca de rapé y aspiró antes de replicar.
—Gracias, Fink. Iré solo.
—Conforme —dijo Fink, que desapareció.
El detective O’Tooley tomó un taxi mientras, en su cabeza, forcejeaban las inquietudes y las presunciones, las conjeturas y los indicios.
Tras el hallazgo del cadáver de Murdoch, era inevitable que volviera a su mente el sádico crimen de Palatine, aquel que durante días tuvo en vilo a la prensa y al Departamento de Policía de la pequeña ciudad, y cuya investigación O’Tooley siguió a distancia.
Más de año y medio hacía. Desde el principio, fue una investigación infructuosa. Uno de tantos crímenes sin resolver, pero con una diferencia notable: el Gobierno bolchevique, a través de su embajador, había hecho llegar su enojo a las más altas instancias políticas. «Era un súbdito relevante de la patria soviética». Tales fueron, entre otras, las cínicas palabras del diplomático, pues la víctima, un jovencísimo conde ruso, era el último superviviente de un noble linaje, los Vasíliev.
Alexei Vasíliev, recordaba el detective, vivía sin medios de fortuna, como un indigente en una casa ruinosa de un barrio depauperado de Palatine. El hecho es que una nefasta mañana, la que fuera su institutriz, en una de sus asiduas visitas, lo encontró en medio de un charco de sangre y vómito, con los genitales en la boca.
Así y todo, el detective Liam O’Tooley se hubiera abstenido de concederle una atención reflexiva a un caso que no era de su competencia, de no haberlo precedido el crimen de James Bowly, cuyo cadáver había sido hallado en el Columbus Park de Chicago.
James o Jimmy Bowly era el menor asesinado aquí, en la Ciudad del Viento, en el 24, el mismo al que más tarde la prensa vinculó de algún modo a la actriz Eve Paradise, con el subsiguiente escándalo. El hecho es que, una mañana, el servicio de limpieza del Columbus Park había hecho un descubrimiento tan espantoso que uno de los operarios sufrió un ataque de pánico. El cadáver, sentado en un banco, la cabeza contra el pecho, como si durmiese, estaba cubierto de sangre y tenía algo enorme y sanguinoliento metido en la boca. Se demostró que Bowly había sido asesinado entre dos y cuatro horas antes.
El caso Bowly nunca llegó a cerrarse, y sus circunstancias, prescindiendo del tiempo transcurrido y del lugar del crimen, ofrecían evidentes similitudes con los más recientes asesinatos del conde Vasíliev y de Mike W. Murdoch. Tan evidentes como para no descuidar su análisis y, por supuesto, como para cotejar las fotos de Murdoch con las que le enviarían por radiofax desde Palatine. Las tres víctimas eran chicos jóvenes, habían fallecido a consecuencia de cuchilladas y los cadáveres tenían la macabra seña de identidad del asesino: la ostentosa exhibición de los genitales emasculados.
Si había algún género de vínculo entre los crímenes o no, O’Tooley por ahora no se hubiera atrevido a mencionarlo. Y, como tampoco nadie, ni siquiera su jefe, el capitán, se había atrevido a exponer la azarosa hipótesis, ¿por qué iba a hacerlo él? ¿Para que lo tildaran de peliculero y fantasioso? ¿Para que algún bocazas irónico sacase a relucir las virtudes de su intuición? Es más, ¿qué habría ocurrido si, precisamente ahora, cuando las circunstancias que rodeaban el hallazgo del cadáver de Murdoch eran vox populi, ahora que por obra y gracia de Lingle todo Chicago conocía la carta del presunto asesino; qué habría pasado si él, por su cuenta y riesgo, hubiera establecido imaginativas conexiones? Y, puesto que Jimmy Bowly se había relacionado con la gran Eve Paradise, ¿no habría empezado alguno a hacer escarnio de su manía persecutoria por las sospechosas?
Se apeó del taxi. Se hizo el más que firme propósito de sacarse de la cabeza todo cuanto no tuviese que ver con la cita inminente. Al fin, acariciaba la esperanza de que el interrogatorio arrojase algo de luz sobre las sombras. En todo caso, había que ver la cita como algo inexcusable tras la comparecencia de Evelyn Paradise en la comisaría. Una comparecencia que, si no había acabado en denuncia, se debía sólo a que la madre de la estrella había acudido con la indisimulada intención de tirar la piedra y esconder la mano.
Eran las cinco en punto. El detective Liam O’Tooley estaba frente a la que el showman había denominado por teléfono como la entrada de artistas. Una puerta revestida de hierro o de acero, un poco abollada por todas partes y cuyo deterioro parecía la directa consecuencia de años de desuso. El lugar en donde se había citado con el célebre hipnotizador.
Transcurrieron un par de minutos. Al cabo, alguien abrió por dentro con llave y la puerta gimió sobre sus goznes agónica e inmediatamente antes de que Donovan apareciese en el umbral.
—¿Detective O’Tooley?
—Para servirle, señor Curtis —dijo el policía mostrando su placa del CPD, como familiarmente era conocido el Departamento de Policía de Chicago, y en cuya tarjeta se leía: «Sargento de detectives Liam O’Tooley, S-D».
—Entre.
O’Tooley siguió a Donovan hasta el camerino y, una vez allí, entre sillas, mesas, percheros, ropa en confuso desorden y dos grandes espejos que enmarcaban bombillas rutilantes por tres de sus lados, el showman le ofreció un asiento mientras procedía a cambiarse tras un biombo con motivos florales.
—Brevemente, señor Curtis. Lo último que pretendo es ser un incordio —el detective permaneció de pie extremando su cortesía.
—Dispare.
—¿Qué relación había entre el joven asesinado, Mike W. Murdoch y usted?
Hubo un brevísimo lapso.
—Ninguna. Su padre es propietario de este inmueble; en consecuencia, de este teatro. Nos lo arrendó.
O’Tooley percibía, tras el biombo, la estática sombra del otro.
—¿Algo más, señor Curtis?
—Esa es toda la relación que hay entre la familia Murdoch y nosotros. Exclusivamente contractual.
—¿Y con el difunto?
—¿Con Mike W. Murdoch? —Donovan asomó la cabeza—. Le repito que ninguna. No tuve el placer de que me lo presentasen —y volvió a ocultarse.
—Veamos, señor Curtis. ¿Me equivoco al suponer que Murdoch padre tenía intención de que se anulase el contrato de arrendamiento?
—Está usted bien informado —exclamó zumbonamente—. Inmoralidad y escándalo público. La idea era esa.
—¿Le amenazó?
—Algo así —dijo asomando de nuevo los ojos—, pero dudo que ahora se atreva a echarnos a la calle. Lo crea o no, este es el espectáculo más popular de Chicago —y volvió a ocultarse.
—¿La amenaza partió de él? Quiero decir, ¿fue decisión propia?
La sombra tras el biombo se inmovilizó por un espacio de tiempo considerable.
—¿Por qué tantos rodeos, O’Tooley? —salió de detrás del biombo abotonándose la camisa blanca y con el cuello postizo ceñido—. Si lo que insinúa es que su hijo, el difunto, como usted dice, estaba en contra nuestra, no tengo por qué ocultarlo. Mike W. Murdoch era un fanático religioso de la peor especie. Nos la tenía jurada. Para él, hipnotizar era pecado.
—Señor Curtis, ¿mantuvo usted una entrevista a solas con la señora Evelyn Paradise, la noche del 1 de octubre, en el Sheridan Wave Tournament Club? —disparó Liam O’Tooley.
—¿Con la madre de Eve? —preguntó un desconcertado Donovan.
—Ajá.
—Bueno, así es. Charlamos un rato, como buenos amigos.
—Ah, pero ¿se conocían ustedes?
—Nos habíamos visto en una ocasión anterior. ¿Por qué? ¿Es pecado citarse con la madre de una estrella?
—En absoluto. ¿Cuáles fueron los motivos de estas citas?
Donovan chasqueó la lengua y silabeó:
—Pedirle que acudiera con su hija al estreno del show. A Amós y a mí nos parecía un buen reclamo para el público. Sabiendo que teníamos en contra al puritano de Murdoch, necesitábamos que se llenase la sala.
—Amós es su asistente.
—Sí.
—También él estaba preocupado, como es comprensible.
—Incluso más. Tiene un padre invidente a cargo. ¿Usted no estaría preocupado en nuestra piel? De hecho, la idea partió de Amós. Es un apasionado de la actriz. Tiene cientos de recortes de prensa de Eve bajo llave.
—¿Ah, sí? Tal vez debería conocerlo.
—No diga que se lo he dicho.
—Soy una tumba. Y, volviendo a la señora Paradise, ¿diría que estaba enamorada de usted?
—Qué tontería. La gente se forma una imagen distorsionada y fabulosa de las técnicas de sugestión.
—¿Lo dice por la señora Paradise?
—Por ejemplo.
—Y usted, señor Curtis, ¿cuál es su idea sobre las técnicas de sugestión?
—Mire, la hipnosis ni es pecado, ni magia, ni un arte del demonio, ni una inmoralidad, como, por lo visto, pensaba Mike W. Murdoch. Y existe abundante literatura acerca de ella. Sobre todo, a partir del último tercio del siglo XIX.
—¿Ni siquiera en el caso de que se apodere completamente de la voluntad del otro?
—Depende del uso que se haga de ese privilegio. Recuerde que, antes de nada, el sujeto tiene que consentir y que los mandatos no pueden ir contra sus más íntimos deseos.
—Le aseguro que me resulta fascinante. ¿Es un talento natural?
—Bueno, no todo el mundo posee la misma fuerza psíquica, el mismo fluido vital, como está de moda decir. Suele admitirse que cada individuo nace con sus propias singularidades espirituales, su propio poder, ¿verdad? Sin embargo, en gran medida, es también una cuestión de aprendizaje. Por mi parte, yo he leído y estudiado mucho sobre hipnosis.
—Y, ¿cómo se hipnotiza, señor Curtis? ¿Con la mirada?
—En general. Sin embargo, ciertas voces y sonidos pueden conducir a la persona a un trance hipnótico. Se ha dado la circunstancia a lo largo de la historia de hipnotizadores ciegos que sugestionaban mediante la voz, y que incluso provocaban alucinaciones.
—¿Alucinaciones? —preguntó el detective.
—Sí, trastornos alucinatorios. Tanto visuales como auditivos. Cuando a un hipnotizado se le sugiere la visión de un perro, por ejemplo; o el estrépito de un cañón disparándose.
—Y, ¿en su caso?
—Prefiero la voz, aunque pueda servirme de la mirada.
—¿También hipnotiza mediante la voz? —preguntó el detective.
—Así es.
—Vaya. Y, ¿la hipnosis no tiene efectos secundarios?
—Raramente, algo de insomnio o un ligero dolor de cabeza. Son efectos muy transitorios.
—No, no me he explicado. Pensaba en otra clase de efectos, señor Curtis. Mi duda es, ¿durante cuánto tiempo se puede estar hipnotizado?
—Pues, sólo mientras dura el trance. Comprendo que resulte turbadora la idea de alguien que permanece, al menos parcialmente, en estado de suspensión hipnótica durante horas o días —lanzó una breve carcajada—. Créame, es sólo un argumento de película de terror. Al menos, en lo que a mi experiencia se refiere.
—Su experiencia. Comprendo. Y usted, señor Curtis, ¿hasta qué punto es capaz de hipnotizar?
—Vaya pregunta, O’Tooley. Es difícil saberlo.
—Digamos, ¿podría inducir a alguien en estado de trance a suicidarse?
—Comprenda que nunca se me ha dado un caso tan original —dijo poniéndose la chaqueta.
—Imaginemos.
—Como he dicho, en estado de vigilia, la persona debería prestarse de manera voluntaria a ser hipnotizada. Eso, en primer lugar.
—Que así sea. Sigamos imaginando.
Ambos, frente a frente, se miraban a los ojos. Donovan, impertérrito; O’Tooley jugueteaba con el sello dorado del meñique. De súbito, un amago de sonrisa gravitó en el rostro de Donovan.
—Tiene usted la imaginación osada de un artista —se dirigió a uno de los percheros, cogió una capa negra y se la echó por los hombros—. En segundo lugar, si hubiera un impulso suicida en el sujeto, supongo que, teóricamente, sería posible, a condición de que…
—¿Sí? ¿A condición de…? —Liam O’Tooley se quedó boquiabierto y sinceramente intrigado.
—A condición de que, en tercer lugar, la fuerza mental del hipnotizador fuera suficiente.
—¡Aaah, ya! —dijo como si recordase—. Y usted, señor Curtis, dijéramos, ¿podría hipnotizarme a mí si le diese mi consentimiento?
—En otra ocasión, si le parece. Debo ensayar antes de salir a escena, como recordará —se desplazó hacia una mesita, en donde cogió un sombrero de copa.
—Seguro que podría. Su fuerza mental debe de ser enorme. Ya lo ha demostrado incluso con una estrella de Hollywood.
Donovan torció el gesto.
—Supongo que se refiere a Eve Paradise.
—Sí. Y, a propósito, ya que usted la menciona. No me queda más remedio que preguntarle desde cuándo se dedica a escalar de madrugada las mansiones de las estrellas.
—¿Me está llamando ladrón? —preguntó limpiando la chistera con el reverso de la manga.
—En modo alguno. La pura verdad es que me desconcierta. Y convendrá conmigo en que el procedimiento resulta inusitado. Para los testigos, sobre todo. Lo que es yo, si me lo explica, tal vez podría llegar a entenderlo, señor Curtis.
Donovan se dejó cegar por un aluvión de imágenes. Pensó en los prismáticos de los vecinos de Eve, a los que había visto espiarle. Pensó en Amós trepando a la terraza con la indumentaria del hipnotizador, en el talento innato de su asistente para sugestionar y en su probada, por no decir enfermiza, admiración hacia Eve. Se preguntó si había algún hombre bajo el firmamento, joven o no, incluido su asistente, incluido el detective O’Tooley, incluido el sujeto de los prismáticos y la muchedumbre de rendidos admiradores, que no adorase a Eve. Pensó que O’Tooley sospechaba de ella, que todas las sospechas parecían confluir en su amada y, por puro juego, se preguntó si Amós tendría la capacidad de convertir a una persona sana en un suicida y cómo de fácil o intrincada se le haría la hipnosis.
—¿Señor Curtis?
—Eve y yo estamos enamorados —dijo de forma categórica. Se puso la chistera añadiendo—. Y, por mucho que le cueste creer en mis palabras, soy un caballero.
—¡No me diga! —exclamó entrelazándose los dedos como si acabase de batir palmas—. ¡Enamorados! ¡Menuda suerte!
—Discúlpeme. Amós está al llegar. Le acompaño hasta la puerta.
Ya en la calle, observó el detective:
—Creía que su asistente, su padre y usted compartían vivienda.
—Y así es —replicó Donovan—, pero viene desde el hospital. Su padre permanece ingresado.
—Espero que no sea nada grave. En cuanto a usted, señor Curtis, en lo sucesivo, vaya con cuidado a la hora de trepar. ¿Cuánto tiempo lleva en Chicago?
—Casi tres meses.
—¿Y es la primera vez que nos visita?
—Sí.
—Pues créame, tres meses son suficientes para que haya ojos y oídos al acecho.
—Estimo su advertencia en lo que vale, O’Tooley —dijo Donovan, y le cerró la puerta en las narices.
Liam O’Tooley echó a andar sin rumbo fijo. Consideradas desde todos los ángulos posibles, las palabras de Donovan no habían trastocado el orden de sus inquietudes, excepto en lo relativo al amor entre él y Eve Paradise. Y a saber cuánto había de cierto en el asunto.
Su mente volvió al pasadizo de espejos por el que deambulaba antes de apearse del taxi. Y, como si la perspectiva no fuera suficientemente especular, añadió otro espejo. Valía la pena preguntarse qué cara pondrían algunos si, junto al conocido dato de que la actriz ya residía entre Los Ángeles y Chicago cuando James Bowly, natural de Los Ángeles, fuera acuchillado en un parque de la Ciudad del Viento, él les desvelase este otro: que Eve había asistido al estreno de Leyendas de ensueño, en Nueva York, pocos días antes de que el conde ruso fuese hallado por su antigua institutriz en su ruinoso alojamiento de Palatine, y que, según ella, el chico había estado de viaje durante semanas, visitando Nueva York. ¿Qué dirían del detective O’Tooley si les soltara esa perla? ¿Dirían, como era de prever, que iba a la caza de las sospechosas? ¿Echarían pestes contra sus intuiciones? ¿Le recordarían su único, pero tan memorable, fracaso profesional?
Sin embargo, cómo iba a pasarle inadvertido el pormenor si, con todo el respeto por la filmografía de la actriz, Leyendas de ensueño era, de las suyas, la película que más le gustaba.
2
–¿Desea llamar a algún otro testigo el Ministerio Fiscal? —preguntó el juez Mason pasándose una mano por la calva.
El fiscal Garrett se incorporó tocándose el bigote. La armadura de su traje se hubiera dicho más invulnerable que nunca.
—Con la venia, señoría. Llamo a declarar al señor Donovan Curtis.
Donovan, situado en la última silla de una de las primeras hileras, se levantó y, entre el suspiro más o menos inconsciente de la mayor parte de las damas, recorrió el espacio que lo separaba del estrado.
—Levante la mano derecha, por favor. ¿Jura solemnemente que el testimonio que prestará ante este tribunal es la verdad, sólo la verdad y nada más que la verdad? —preguntó el funcionario.
—Sí, lo juro.
—Tome asiento, por favor.
—¿Nombre y apellidos? —preguntó el fiscal Garrett.
—Donovan Curtis Ponce.
—¿Profesión?
—Showman —el fiscal Garrett levantó la cabeza de los papeles y lo miró con un fulgor extraño en los ojos—. Ese es mi verdadero oficio.
—Bien, señor Curtis, ¿admite, como así testimonió la señorita Paradise y usted mismo señaló en su declaración previa, que las noches del 9 y del 10 de octubre fue usted quien escaló la fachada de la señorita Paradise?
—Sí, lo admito.
—¿Con qué intención, señor Curtis?
—Eve y yo lo habíamos acordado así. Nos hizo gracia, supongo. Nos lo tomamos como un pequeño reto. Nos pareció una idea original y emocionante; sin embargo, la noche del 9 me encontré las puertaventanas cerradas; por eso volví al día siguiente.
—¿Y pudo entrar la noche del 10 de octubre?
—Sí, claro.
—¿Acordó usted con la señorita Paradise que regresaría las noches siguientes?
—Así es.
—¿Por algún motivo en particular?
—Porque le dije que hipnotizándola podría ayudarla a superar sus problemas de dicción —murmullo en la sala—. Y es verdad que habría hecho cualquier cosa por ser de ayuda si hubiera estado en mi mano. ¡Cualquier cosa!
—Señor Curtis, ¿volvió a trepar hasta la terraza de la señorita Paradise las cinco noches siguientes? —Donovan entrelazó sus manos a la altura de los muslos. Miró al fiscal. Miró furtivamente a Eve—. ¿Señor Curtis? ¿Desea que le repita la pregunta?
—No es necesario —se detuvo, miró sus manos, respiró y levantó la vista—. No, no volví a escalar la fachada ni tampoco volví a entrar en su residencia. Nunca más —hubo un «oh» cercano a la superstición entre el público de la sala. Eve, situada en una de las primeras filas, palideció.
—Silencio en la sala. Por favor, silencio en la sala —dijo el juez Mason ayudado por su martillo.
—Protesto, señoría —dijo el abogado Spelling blandiendo una hoja de papel—. El testigo señaló todo lo contrario en su declaración previa ante la policía. Lo hizo sin dejar lugar a dudas, en sintonía con el testimonio de la señorita Eve Paradise y desvirtuando las manifestaciones del testigo Orson Fitzsimmons.
—Señor Curtis —dijo pacíficamente el juez Mason—, está usted rectificando su declaración previa. ¿Es consciente de la gravedad de sus palabras?
—Sí, señoría.
—Bien —dijo el juez Mason—. ¿Volvió o no a entrar en la mansión la señorita Paradise por la terraza?
—No, señoría.
—¿No volvió a entrar en la mansión de ningún modo? —preguntó el juez.
—No, señoría.
—El Ministerio Fiscal puede proseguir.
—Entonces, si no era usted, ¿podría decirnos quién era esa persona? —preguntó el fiscal Garrett.
—Amós Zambrano. Mi asistente.
De nuevo, expresiva sorpresa del público. Donovan y Eve intercambiaron miradas.
—Qué vergüenza —susurró la señora de la pamela amarilla al bizco del bisoñé, que parecía aquejado de Parkinson de tanto afirmar con la cabeza.
—¿Está diciéndonos que durante las cinco noches siguientes fue el acusado, haciéndose pasar por usted, quien trepó hasta la terraza?
—Sí, señor.
—¿Y cómo lo sabe?
—Porque me exigió que le permitiera suplantarme.
Murmullos en la sala.
—Vamos a ver, señor Curtis. ¿Qué quiere decir con que le exigió que le permitiera suplantarle?
Donovan paseó la vista por el público hasta posarla, por un instante, en Eve.
—Me amenazó con revelar a Eve que yo era un farsante si no le permitía ir a su casa haciéndose pasar por mí.
—¿Un farsante? ¿Le importaría explicar esto?
Donovan tomó aire.
—Amós siempre fue el verdadero hipnotista. Yo no tengo ese talento. De los dos, sólo él podía hipnotizar.
Exclamaciones de sorpresa, seguidas de murmullos escandalizados.
—¡Silencio o me veré obligado a suspender la sesión! —ordenó el juez Mason—. Prosiga el Ministerio Fiscal.
—¿También sobre el escenario, señor Curtis?
—Sí, también. Sobre el escenario, en apariencia hipnotizaba yo y él me ayudaba; cuando justamente era a la inversa. Yo únicamente soy la imagen del espectáculo.
—Está bien, señor Curtis. Entonces, ¿cómo lograban que el voluntario alcanzase el estado de sueño hipnótico?
—A través de la voz. Mi asistente era el que hablaba, en susurros, después de que yo hubiera ordenado al voluntario que cerrase los ojos. Yo me limitaba a mover los labios.
—Interesante —replicó el fiscal Garrett—. Y, ¿le dijo el acusado qué intenciones tenía al suplantarlo en la mansión de la señorita Paradise?
—Ayudarla con la hipnosis; eso dijo. Principalmente se refería a los problemas del habla que tiene Eve. Más o menos lo que yo le había prometido a ella.
—¿Y usted lo creyó?
—Claro. Es cierto que me indigné con él; pero me pareció la prueba de que Amós estaba enfermizamente obsesionado con Eve. En cierto modo lo justifiqué por ser quien era. Nunca, nunca se me pasó por la cabeza que fuera un asesino.
—Por otra parte, bien podía suceder que la hipnosis resultara infructuosa; al fin y al cabo, señor Curtis, la señorita Paradise dejó muy claro que nunca llegó a ser hipnotizada en el teatro y que el famoso striptease sólo fue una iniciativa personal de ella, ¿o no?
—Lo que pasó esa noche, la noche del estreno, fue un accidente. Me quedé a solas con ella, sobre las tablas. Mi ayudante se quedó rezagado y, por fuerza, yo tuve que improvisar. Por eso Eve no fue objeto de sugestión. Y naturalmente por eso pudo fingir.
—¿La señorita Paradise nunca le confesó que había fingido, señor Curtis?
—No.
—A su juicio, ¿por qué razón nunca se lo confesó?
—Puede que por delicadeza. Seguramente también porque desconocía que la hipnosis es más que un mito, que es algo real, y que Amós era el verdadero hipnotista. Yo mismo… reconozco que por un tiempo dudé si Eve había caído en trance o no.
—Señor Curtis, ¿por qué mintió en la declaración previa ante la policía?
Pausa.
—Porque temí que Eve dejase de amarme. Temí que me despreciara si descubría que yo no era más que un embaucador, un ilusionista, un mentiroso —silencio sepulcral en la sala—. Pensé que mi declaración no era esencial a la vista de las pruebas que había contra Amós.
—Sin embargo, señor Curtis, la señorita Eve Paradise, desde este mismo estrado, y como testigo de cargo, sostuvo en todo momento, y muy persuasivamente, que fue usted quien escaló la fachada todas las noches y permaneció a su lado.
—Lógico.
—¿Por qué lo considera lógico, señor Curtis?
—Porque durante cinco noches seguidas, Eve fue hipnotizada. Amós la hizo caer en trance. Por eso, en su propia casa, no adivinó que era él y no yo quien estaba a su lado. Por eso, quizá, el señor Fitzsimmons reconoció a Amós vestido con mis propias ropas.
—Y, ¿no consideró que la señorita Paradise podía correr un serio peligro al dejarla a solas con el acusado?
—Entonces, no.
—¿Qué quiere decir con exactitud?
—Echando la vista atrás, me doy cuenta de que fui un irresponsable, y de que Amós era un hombre peligroso, de violentos instintos.
—¿Tiene pruebas de ello, señor Curtis?
—Una tarde, su padre se emborrachó. Era un enfermo crónico, y estaba ciego. Padecía diabetes. La botella le ayudaba a superar la soledad. Esa tarde, Amós fue al dormitorio en donde estaba el anciano y le pegó —consternación entre el público—. Al cabo de unos instantes entré allí, y vi al pobre viejo en el suelo, rodeado de cristales y manchado de sangre.
—¡Silencio en la sala!
Golpes de martillo.
—¿Fue testigo de ello, señor Curtis?
—En cuanto entré, Amós me lo dijo. Ni siquiera tuvo la dignidad de ocultármelo.
—Y, ¿cuál fue la evolución del padre del acusado, señor Curtis?
—Falleció a los pocos días.
—Con la venia, señoría —intervino el abogado Spelling levantándose—. Ante el cambio en la declaración del testigo, la defensa no puede por menos que solicitar un receso de una hora para reconsiderar su estrategia.
El juez se cruzó de brazos, su mirada de san bernardo pareció reposar en el joven con el pelo cortado a cepillo, a continuación se rascó la barbilla y declaró:
—Sea. Receso de una hora. La causa se reanudará a las once en punto.
Un par de agentes de uniforme acompañaron al abogado defensor y a su cliente a una estancia situada al fondo del pasillo. La estancia tenía una mesa redonda. Varias sillas tapizadas de piel marrón circunvalaban la mesa.
El letrado y Amós entraron solos en el despacho y tomaron asiento, el uno frente al otro. Los agentes cerraron la puerta y aguardaron del otro lado.
—Me ha mentido, Amós. ¿Por qué no me dijo que era usted y no Donovan quien escalaba la fachada de Eve Paradise? —Amós se encogió en el asiento mirando la mesa—. ¿Se da cuenta de que ahora las cosas se van a poner muy, pero que muy feas para usted? —Amós no movía un músculo—. El jurado será proclive a verle como un obseso capaz de cualquier cosa. Y lo acusan de cinco asesinatos en primer grado. ¿Sabe lo que eso significa?
—Sí.
—Bien. ¿Y le suena el principio de confidencialidad entre letrado y cliente?
—Sí.
—Entonces, respóndame: ¿hipnotizó usted a Eve Paradise en su propia mansión?
—Sí.
—¿Por qué lo hizo?
—Para estar con ella. Para ayudarla.
—No es lo mismo para estar con ella que para ayudarla. ¿Por qué lo hizo?
—No lo sé. No estoy seguro —gimió.
—¿Hizo algo con Eve Paradise mientras estaba hipnotizada?
—¿Hacer algo? No comprendo.
—¿Se aprovechó de ella? ¿La obligó a hacer algo inapropiado?
—¡Oh, no, no! Sólo preguntas. Yo preguntaba; ella respondía. Durante horas no salimos del salón.
—¿Nada más? ¿La hipnosis no tuvo ningún efecto en ella que yo, como letrado suyo, deba conocer?
—Por favor, por favor. Yo nunca le haría daño a Eve.
—¿Por qué no me dijo lo de su padre, que le había pegado?
—No… no imaginé que fuera importante.
—¿Me ha ocultado o mentido sobre otras cuestiones que puedan tratarse en el proceso? —silencio—. Concretamente, sobre el asesinato de W. Murdoch, la noche del estreno del show. ¿Me está comprendiendo?
—Sí.
—La versión que, a instancia suya, yo he insinuado y defendido se resume en que, con la sala a media luz y la gente aplaudiendo, usted salió por uno de los pasillos laterales y llegó hasta la puerta principal. Que lo hizo de este modo, sencillamente, porque no vio a Eve ni a su madre en sus butacas. Fue así como ocurrió, ¿no es cierto?
—No.
—¿No? ¡Pero si eso mismo fue lo que usted declaró ante la policía!
—Salí por la entrada de artistas. Después de ellas.
—Dios nos asista. ¿Por qué mintió?
—Porque… después tuve miedo.
—¿Miedo? ¿De qué?
—De lo que había visto esa noche.
—¿Y qué fue lo que vio, Amós? Por el amor del cielo, ¿qué fue lo que vio esa noche? —Spelling apretó un puño y se lo mostró—. Deme un buen cabo y tiraré de él con todas mis fuerzas. Amordazaré a Garrett. A ese gallo tramposo y engreído. Lo dejaré sin palabras. ¿No le he demostrado a usted mi compromiso? ¿No contraté a un reportero que tenía cuentas pendientes con Jacke Lingle para que lo desacreditase a voz en grito en plena sala de vistas?
—Habla usted como si odiase a Garrett.
—¿Odio? Soy un profesional de las leyes —relajó las manos—. No trabajo con el odio, sino con la inteligencia. La justicia es desapasionada.
—Es usted un buen abogado, señor Spelling. De veras, le agradezco mucho el interés que se toma.
—No me agradezca nada —dijo terminante—. Es mi trabajo. Como el de Garrett enviarlo a la silla eléctrica. Ese tipo se cree por encima del resto. ¿O no lo ha visto actuar estas semanas? Todo habilidad desplegando tácticas mezquinas. Está en su salsa. Y no dudará, ya lo ha visto, en desconcertar a sus propios testigos con tal de sacarse un conejo de la chistera. En la universidad ya era así. Los alumnos no importaban. Vivía de gestos. Por una de esas anécdotas que sobreviven de promoción en promoción, era capaz de vender a su madre o de humillar a un alumno. ¡El fiscal Garrett! ¡El jurista que conoce todo Chicago por salir en las páginas de la crónica social!
—¿Fue profesor suyo?
—Fue profesor mío —silencio—. No me ha respondido. ¿Qué fue lo que vio esa noche?
Pausa.
—Escúcheme atentamente, Amós. Cuando Garrett lo llame a declarar, ajustará usted sus respuestas a lo planeado, ¿verdad que sí? No me defraudará.
—No estoy seguro.
—No está seguro.
—No soportaría pasar el resto de mi vida en un manicomio. Ciego, en un manicomio. Durante todos estos días, le doy mi palabra de que lo he intentado. He intentado hacerme a la idea; pero no lo resistiría. Sé que no lo resistiría.
—Está echando por tierra toda mi estrategia, ¿lo comprende?
—Sí que lo comprendo.
—Y comprenderá también que, por ética profesional, no voy a permitir que lo ejecuten si tengo alguna opción de salvar su vida. Alegaré locura en toda regla. Lucharé para que lo den por perturbado.
—No lo haga por mí.
—¡No lo hago por usted!
—Entonces, señor Spelling, ¿por quién lo hace?
Silencio.
—¿Los mató usted, Amós? ¿A los cinco? Yo he confiado en su palabra. Dígame la verdad. ¿Mató usted a esos cinco jóvenes a sangre fría? Lo defenderé igualmente. Con más tesón, aun. Es mi trabajo. Y mi responsabilidad. Aquí, ahora, en este momento, como letrado, comprenda que estoy por encima del bien y del mal. Me asiste el derecho a recibir una respuesta sincera. ¿Mató usted a esos cinco jóvenes? Responda.
Él cerró los ojos. Tan sólo su respiración se oía en el despacho.
Pasó un breve espacio de tiempo.
—Es una respuesta como cualquier otra —concluyó Spelling. Amós se dijo que al joven más le valdría, por su propio bien, no persistir en la obstinación de llevar adelante su defensa, y que, por pura ignorancia, se estaba jugando la vida. Pensó que si Richard Villasandino hubiera sospechado que un letrado bisoño iba a ser tan tenaz, no hubiese dado el visto bueno para que sus hombres lo contratasen—. Garrett lo va a hacer pedazos. Lo humillará. Lo rebajará. Hará que se avergüence de ser quien es. Y yo no tendré armas para defenderlo. ¿Está preparado para eso?
—Nadie está nunca preparado para eso, señor —dijo él.