2. LA PRIMERA CARTA
1
Tan sólo tres días después de la quinta y última sesión de hipnosis, la investigación sobre el caso Murdoch tomó un cariz impensable; impensable, al menos, para casi todos, incluido el detective O’Tooley.
Por ello, en la comisaría, a las nueve de la mañana, los teléfonos humeaban. Los nervios atenazaban a unos, la responsabilidad a otros y, al revelarse el porqué del telefonazo que O’Tooley acababa de recibir, la impaciencia general se desató.
Excepto al capitán, O’Tooley no facilitó el nombre del informador a nadie, pero su rostro hacía suponer que se hallaba ante uno de los momentos cruciales de su carrera. Ya se estaba poniendo el gabán para salir con la urgencia que el asunto requería cuando el agente Fink, siempre pulcro y trajeado, entró sin ceremonias en el despacho del capitán, desde donde O’Tooley acababa de telefonear a su jefe.
—Señor, una mujer lo busca.
O’Tooley, consumidor habitual de rapé, inspiró por ambas fosas nasales y se guardó la cajita rococó, adornada con piedras multicolores.
—Gracias, Fink. Despídala.
—Insiste. Alega que es importante.
O’Tooley tenía la última palabra en la boca, pero oyó un torrente verbal que se fue aproximando hasta sofocar su réplica.
—Oiga, habrase… ¡Déjeme! —se oía aun con la puerta del despacho cerrada—. ¡Que no me toque! ¡No me retenga o lo denuncio! ¡Que alguien me quite a esta bestia inmunda de encima!
O’Tooley, tras ojear por los resquicios de la persiana, se ajustó el nudo de la corbata, se abrochó la chaqueta para disimular el estómago y, humedeciéndose las yemas de los dedos con saliva, se las pasó por las sienes para revigorizar el fijador; luego, abrió la puerta de la oficina y se apostó en el umbral.
—¿Señora… Paradise? ¡Por el amor de una madre! Agente, permita pasar a la dama. Por aquí, señora Paradise.
Evelyn entró en la oficina del capitán esperanzadoramente intrigada.
—Así pues, ¿me conocía, detective?
—La duda ofende, señora. Es usted la madre de mi actriz favorita.
—Debí imaginármelo —y recuperó la tensión de un minuto antes—. Con más motivo ha de escuchar lo que tengo que decirle, antes de que sea demasiado tarde.
Hablaba como un personaje melodramático, pensó O’Tooley, que cerró la puerta y dijo:
—Tendrá que excusarme; pero este no es el mejor momento. Debo irme a Highland Park, y debo marcharme ya, en este preciso instante. Créame, es cuestión de vida o muerte.
—Mi hija está en poder de un sátiro. Y esto también es cuestión de vida o muerte.
Alguien llamó a la puerta y abrió.
—Señor, estamos listos.
—Dos minutos —el agente Fink cerró la puerta por fuera. O’Tooley consultó su reloj de bolsillo y Evelyn asintió con el pensamiento: al menos, aquel policía usaba un reloj de hombre, y no esos relojes de pulsera que se habían puesto de moda después de la guerra, y que Evelyn consideraba un complemento más propio de señoritas—. ¿Qué me está diciendo de sátiros, señora?
—Eve recibe visitas en casa, por las noches. Se trata de Donovan Curtis, ese hipnotizador temible donde los haya. Ese joven que está en boca de todos.
El detective O’Tooley se acarició la barba.
—Me atrevo a insinuarle que para cualquiera sería una bendición que su hija le honrase con sus atenciones.
—Conmigo no valen ironías, oiga —Evelyn tomó aliento y prosiguió bajando el tono—. Ese hombre no entra por la puerta, como los demás. Por las noches, trepa como un furtivo hasta la terraza. Entra en nuestro hogar embozado en una capa y tocado con una chistera, ¿me entiende? Una vez allí, hipnotiza a mi hija. Lleva cinco o seis noches en ese plan. Cinco o seis noches seguidas teniéndola a su merced. Ignoro cuántas leyes habrá violado.
—En tal caso, y si no es indiscreción, ¿usted cómo lo sabe, señora?
—Lo he visto por la ventana. He oído cómo la hipnotiza detrás de la puerta. Los pases y todo eso. Tiene usted que actuar antes de que ocurra algo horrible, si es que no ha ocurrido ya.
—¿Dice usted que trepa?
—Vaya si trepa. La primera noche, yo misma le impedí el acceso. Atranqué las puertaventanas, pero volvió a la noche siguiente.
—Hay que admitir que es extraño. ¿Quiere denunciar el hecho, señora?
—No sea ridículo —dijo haciendo un expresivo ademán con la mano—. Haga usted las averiguaciones que quiera, pero ni se le ocurra mezclar mi nombre. ¡Se lo prohíbo! ¿No ve que mi hija está siendo objeto de una campaña de desprestigio?
—Con todo el respeto, señora Paradise —dijo O’Tooley, que acarició el pomo de la puerta—, está yendo usted demasiado lejos.
—Algunos ya hablan de Eve como de una asesina.
—¿Lo dice por el Tribune?
—Y usted mismo sospecha de ella. Me consta que estuvo en casa haciéndole toda clase de preguntas insolentes.
—Señora Paradise, las pesquisas forman parte del procedimiento habitual.
—Mi hija está siendo hipnotizada. Hipnotizada por un seductor, un sátiro, un hombre sin escrúpulos. Sé de qué hablo. Antes lo intentó conmigo.
—Lamento decir que me estoy perdiendo.
—La noche del 1 de octubre, ese hombre me citó en el Sheridan Wave Tournament Club. Pregunte allí, si no me cree.
—Descuide, señora.
—Me utilizó para que llevara a mi hija a su patético espectáculo. ¿Va comprendiendo?
—Me parece que sí, señora.
—Si no le parece suficientemente grave, puede que se lo parezca a sus superiores.
—Mire, le prometo volcar toda mi atención en ello; es más, en confianza, le diré que a partir de hoy las tinieblas del caso Murdoch es muy posible que se vayan disipando.
—Sería muy de agradecer —dijo Evelyn levantándose.
—A su servicio —O’Tooley hizo ademán de besarle la mano. A renglón seguido, abrió la puerta—. Señora Paradise, su hija estaba divina en Leyendas de ensueño. Fue su última película, ¿no?
Evelyn se quedó pensativa, con la mirada oscilando entre la indulgencia y el arrepentimiento.
—Sí, ¿verdad? Mi pequeña estaba preciosa.
Y desapareció con la misma e insatisfecha ansiedad con que había irrumpido.
2
–Causaremos impacto. ¡Vaya si lo causaremos! —dijo Donovan—. ¿Te imaginas? El público agolpado a las puertas y, de repente, un Rolls Royce estaciona delante de la entrada. El hipnotizador y su asistente se apean; a ver, primero, se apea el asistente, que abre al hipnotizador la portezuela y, seguidamente, en medio del maremágnum de admiradores, los dos entran, como si tal cosa, por la puerta principal. ¿No te parece impresionante?
—Tal vez —replicó Amós. Le importaba un comino.
Claro que, en justicia, había que reconocer el encanto de Donovan a la hora de persuadir y lo poco rencoroso que era. O la expectativa de hacerse rico borraba todo atisbo de rencor hacia su fuente de ingresos o, sencillamente, él era así. ¿Estaría realmente enamorado? No hay enamorado rencoroso, y, en apariencia, Donovan había olvidado el enfrentamiento a propósito de la suplantación.
Desde luego, la suplantación había salido a pedir de boca y, al improvisar una terapia de hipnosis para Eve, Amós hasta había beneficiado a su socio, quien, a ojos de ella, había cumplido su palabra. Además, nadie tergiversaba hechos y manipulaba con el encanto de Donovan, a costa incluso de la verdad, sin indicios de remordimiento, como un psicópata.
Ya de chico, cuando lo conoció en Hawai, Donovan había dado muestras de ello, en lo que se refería a su pasado. Era difícil pillarlo en una mentira, como también lo era hacerse una composición de lo que había sido su vida hasta entonces. Lo único seguro es que los libros le aburrían, aunque leyese de corrido. Y, por cierto, ¿no había leído Amós en alguna parte que según Kurt Schneider, el famoso psiquiatra alemán, los psicópatas no sólo están encerrados en prisiones o manicomios, sino viviendo entre nosotros, que incluso son personas con gran éxito social?
A menudo, la impulsividad traicionaba a Donovan, y su estado de ánimo oscilaba de un extremo a otro; pero su impotencia para ponerse en el lugar del otro terminaba por resultarle provechosa. En favor de una buena convivencia, Amós se inclinaba a pasar por alto muchas sombras de su biografía, como las oscuras y no muy desveladas razones por las que el jovencísimo Donovan había sido acusado de cometer un crimen en España, o arrestado sin mayores consecuencias. Y también porque necesitaban dinero.
Tras la experiencia de hipnosis con Eve, a Amós le asaltaba la inquietud de que estas eran sólo las primeras dificultades, y que el dinero le permitiría no sólo afrontarlas, sino procurarle a su padre el costoso tratamiento que sólo por temporadas se podía permitir. Aunque, sin duda, el hecho de que él mismo experimentase un empeoramiento de la vista, lo tenía sobrecogido.
—¡Arriba ese ánimo! —Donovan lo cogió por los hombros con firmeza—. ¡Tú ves donde los otros no ven! ¡Lees sus pensamientos! ¡Tienes los ojos de un mago! Gracias a ti nos haremos de oro, chico —le palpó el chaleco rústico, por debajo de la chaqueta—. Pero ¡si llevas el chaleco del revés! Venga, dale la vuelta —Amós, más compungido de lo que aparentaba, se apresuró a desvestirse ante el espejo. Ni mirándose habría percibido que estaba del revés—. ¿Tú crees que a Eve le habrá servido de algo la hipnosis?
—Eva. Se llama Eva —dijo Amós.
—¿Crees que le ayudará?
—Ya te lo dije. Es muy lento. La hipnosis no hace milagros.
—Vale. Entonces, ¿por qué volviste? ¿Por qué estuviste yendo a su casa cinco noches seguidas?
Donovan había endurecido el tono. Se echó la capa por encima.
—Había que intentarlo —se limitó a replicar Amós. Porque, cómo añadir que su curiosidad hacia ella nunca parecía saciada.
—Y, ¿qué le digo si me pregunta por qué no ha hecho progresos?
—No va a preguntártelo —repuso Amós.
—¿Ah, no? ¿Y tú que sabes?
—Porque no cree en la hipnosis. Para ella no es más que un cuento chino.
—Más vale que me lo expliques. Lo único que saqué en limpio de tus cargantes sesiones con ella es que la orquídea blanca en su flor preferida.
—Sobre el escenario, comprobó que tú eras un embaucador; y conmigo, no recordará nunca haber caído en trance. La hipnosis no existe para ella. Es mentira.
Donovan cogió la chistera. Le dio un par de vueltas mirándola y sonrió.
—Aún me parece más adorable. Ha empezado a tratarme con más confianza, con más ternura. Quería saber todo sobre mí. Francamente, a veces dudaba si decirle o no la verdad. ¿Es una intelectual? No he conocido una mujer que le llegue a la suela de los zapatos. ¿Me estaré obsesionando con ella?
«Para ti todo es un juego; para ella no es ningún juego», estuvo a punto de replicarle Amós que, sin embargo, optó por la mesura.
—Tienes que tratarla bien. Tienes que protegerla —se preguntó si el tono desolado que impregnaba sus palabras era muy evidente.
De pronto, se oyeron en el cuarto del viejo ruidos, farfulleos, un cajón que se abre con violencia, una botella que rueda por el suelo.
—Tu padre, que ha vuelto a empinar el codo —dijo Donovan.
Amós se llegó al cuarto del viejo.
No tenía que haberle impresionado, pues era una actitud propia de él; pero lo hizo. Entró en el cuarto y cerró la puerta.
Su padre, borracho como un cerdo, sentado en el borde de la cama, había cogido las revistas y semanarios de Amós dedicados al mundo del cine y a las estrellas de Hollywood. Estaba destrozándolos.
Una vez más lo veía comportarse como siempre, sólo que ahora estaba más viejo, más borracho, con el alma más deforme y enferma. El espectáculo lo descorazonaba.
Para él, lo que muchos llamaban maldad era el vicio enquistado del miedo, un vicio que la vejez, más que atenuar, robustecía. No había falacia mayor que aquello de que la vejez atesoraba sapiencia y comprensión; por el contrario, solía ser más radical que la juventud porque había encajado más golpes. No eran los años sino el dolor lo que hacía a la vejez más fea, menos luminosa. En cierto sentido, comprendía a Eve, su afecto por los chicos, su obsesión por la juventud, ahora que, por así decir, le había salido al paso de sus pensamientos ocultos.
Cuánto le amargaba pensar que los años fueran a hacer con él lo mismo que habían hecho con su padre. A fin de cuentas, ¿no había heredado de él sus mismas enfermedades y vicios? ¿No era un ser cobarde desde la infancia? ¿No iba a quedarse ciego como él? Entonces, ¿se volvería contra la vida, contra el amor, como su padre había hecho?
—¿En esto te ocupas? ¿Lees revistas y vas al cine, en vez de ganar dinero y sacarme de este asqueroso país? Mira lo que hago yo con tu basura —farfulló el viejo mientras despedazaba una de ellas.
—Padre…
—¡Sé un hombre! —dijo arrastrando las palabras—. ¡Un hombre pelea, jode, cae y se levanta, funda una familia, gana dinero! Quisiera volver a mi país —cogió la botella del suelo, la destapó, echó un largo trago.
—Dame el vino, anda —dijo Amós.
—Yo no quería emigrar, sino quedarme. Por tu culpa tengo que morirme en la tierra de los apaches. ¡Porque le tenías miedo a la guerra! ¡Miedo a defender tu país!
—Volverás.
—No es cierto. Me prohíbes volver —gimoteó.
—Aceptaste acompañarme. No tenías alternativa.
—Te crees alguien porque haces truquitos de magia, pero eres una mierda. No vales nada. Si no fuera por Donovan, íbamos listos. Ni siquiera sabes cómo se folla a una puta —bebió otro sorbo de la botella—. Si tu madre y tu hermana no hubiesen muerto, nunca te habría acompañado.
Estremecidas todas las fibras de su ser, Amós cerró los ojos.
—Deja ya eso —respondió.
—Siempre de un lado para otro.
—Padre, serénate.
—Si, al menos, pudiera ver. Oh, ¡maldito seas!
El viejo se levantó con la botella agarrada por el gollete y echó a andar hacia él, tambaleándose. Amós, sin moverse, recibió el aliento a vinazo de su padre en plena cara.
—Eres un cobarde. Sólo te escondes. Tienes tibia la sangre. ¿Hay algo dentro de ti que se caliente, hijo mío? La culpa fue de tu abuela. Se lo dije tantas veces. Mamá, estás malcriando al chico. Olvida los libros, para lo que le sirven a un pobre. Para lo que me sirvieron a mí. Un pobre ha de soportar el yugo, tiene que olvidarse de leer. Yo lo hice, pero él se volverá un marica de mierda.
—Déjalo, padre.
—Me estoy pudriendo, lo sé. Apesto a ciego, pero, aquí… ¿Me escuchas? Aquí, aquí —dijo dándose puñadas en el tórax— no he envejecido. Estoy más vivo de lo que estaba cuando era joven.
—Sí, padre.
A continuación, pegó sus labios al oído de Amós.
—Las mujeres son la sal de la vida. Folla mucho. Vivirás más. Aún recuerdo cómo eran los pezones de una mujer cuando se ponía caliente. ¿Has visto los pezones de una buena hembra abultados, endurecidos, muchacho? ¿Has mamado alguno que no fuesen los de tu madre?
Amós se mordió la lengua, apretó los párpados, la camisa empapada en sudor. De niño se resistía a emplearse con violencia. Prefería que le pegaran. Su padre lo sabía. En más de una ocasión le habían dado su merecido por cobarde. Hasta que un buen día el chiquillo descubrió su don y no volvieron a ponerle la mano encima.
—Ahora no valgo nada. Con el dinero que me das no puedo follarme más que a viejas. Y sólo cuando a ti te apetece. Tienes que llevarme de putas más a menudo, muchacho.
Era verdad. De tarde en tarde lo llevaba a un burdel, por petición expresa del viejo. Le daba un asco y un pudor ilimitados, pero lo hacía. Se esforzaba en vencer el asco y el pudor que le provocaba la simple idea de acompañar a su padre a un prostíbulo, cuando hasta el alcohol, la camaradería viril y las conversaciones plagadas de chistes verdes lo intimidaban. De modo que iba con él y se quedaba en el bar, tomando un café, o se daba una vuelta para hacer tiempo mientras su padre…
—Pero hubo una época en que era joven —prosiguió—. Y les gustaba. Les gustaba, sobre todo, porque a mí me gustaba hacerlo con ellas. ¿Comprendes? Ahí está el meollo. Lo notan. Ellas notan que te gusta, que lamerías la tierra que pisan y venderías tu alma por eso. ¿Tú no? —su padre alcanzó a sujetarlo por un brazo sin soltar con la otra mano la botella. Tenía saliva blanca en las comisuras, sus ojos muertos parecían rastrear con desesperación el techo—. Eres inofensivo. ¿A que doy en el clavo? ¿A que eres inofensivo?
—Me das asco, padre.
—Y si eres inofensivo, ¿qué haces, entonces? ¿Hablas para que se corran? ¿Las hipnotizas, muchacho?
Ocurrió de repente, sin darse cuenta, un impulso repentino. Lo golpeó con toda la rabia y el rencor acumulados. En pleno rostro.
El viejo, necesariamente frágil por la diabetes y la abusiva ingesta de vino, perdió la consciencia en el acto. Se derrumbó por efecto del golpe mientras la botella estallaba en pedazos contra el suelo.
Antes de que Amós lograse lamentar nada, su padre estaba tendido cuan largo era, rociado de vino y de cristales rotos.
Cuando Donovan acudió, él aún tenía el puño crispado y temblaba como un palúdico. Entre los dos tumbaron al viejo en su cama.
3
Por fin, el Chicago Tribune, en su edición de tarde publicó el bombazo que el detective O’Tooley esperaba desde hacía horas, más exactamente desde que Jake Lingle lo había telefoneado por la mañana.
El artículo, firmado por el propio Lingle, no reparaba en golpes de efecto. Es decir, si el asesino de Mike W. Murdoch buscaba una rápida celebridad, no había escogido mejor heraldo para pregonar sus méritos. Con todo, el notición, publicado en primera plana, era de tal envergadura que seguramente ya tendrían varias ediciones listas para salir a la calle.
Asqueado, O’Tooley fue leyendo por encima.
Nadie hubiera imaginado que en pleno siglo XX un alma tenebrosa seguiría los pasos de Jack el Destripador… La carta, sin franqueo postal, fue recibida en la sede del periódico a altas horas de la madrugada, a nombre de este reportero… Alguien pudo introducirla por debajo de la puerta principal… Carta collage, donde cada palabra está confeccionada a base de… ¿Significa que el asesino o asesina pretende hacernos jugar con él? ¿Confía en nuestra insobornable actitud de informar? Este reportero, responsable y privilegiado, como intermediario entre la colectividad y el monstruo… Alertadas las autoridades por quien esto escribe, verificada por la policía la realidad de su contenido, estamos en condiciones de asegurar que la carta, que se reproduce íntegramente… El derecho a la información… Desde esta tarima, Jake Lingle…
Leyó a la carrera hasta que llegó a la misiva, con diferencia, lo que más interesaba a O’Tooley.
Le llamó la atención la técnica del hipotético autor del crimen para no dejar rastros. La diferencia con el Destripador saltaba a la vista. Mientras el legendario criminal de Whitechapel enviaba manuscritos cuya letra era susceptible de ser identificada, este recortaba letras de imprenta y las pegaba, una tras otra, confeccionando el mensaje. Un procedimiento vulgar pero higiénico.
Señor Lingle:
Dé usted el uso que corresponda a esta información. El cadáver del joven Mike W. Murdoch yace bajo tierra, en un bosquecillo de Highland Park, castrado y con eso, o lo que quede de eso, entre los dientes…
A continuación figuraba el lugar exacto; por otra parte, tan meticulosamente descrito que, merced a ello, por la mañana habían localizado el cadáver a las primeras de cambio. El detective O’Tooley levantó la vista del periódico y revivió mentalmente el instante en que habían exhumado el cuerpo medio desnudo junto al resto de prendas.
El cadáver tenía una coloración pardoverdosa y estaba hinchado y recubierto de ampollas, en particular, el abdomen, las mejillas y los párpados, con algunas uñas despegadas y varias heridas mortales por arma blanca a la altura del pecho.
En concordancia con lo que se explicaba en la misiva, Mike W. Murdoch yacía mutilado de manera truculenta y con los restos de su virilidad encajados en la boca.
Se lo merecía. Y aún quedan cuatro más que le haré llegar, uno tras otro. Firmado: Por qué no dice a la policía que me atrape, si es tan lista como piensa.
Seguidamente, y en lo que, a mayor gloria de Jake Lingle, representaba un desafío y una victoria profesional, el reportero se explayaba sobre las incógnitas que dejaba en el aire la misiva. Sin embargo, Lingle se guardaba muy mucho de ofender al miserable sin nombre a quien, después de todo, debía gratitud.
O’Tooley entró en el despacho del capitán, como casi siempre vacío, tomó asiento, descolgó el teléfono y marcó el número de Lingle. Una duda, por encima del resto, lo devoraba: ¿A qué aludía el autor con esta frase: «Y aún quedan cuatro más que le haré llegar, uno tras otro»? ¿Se refería a las futuras víctimas o a los infelices que ya había asesinado?
—¿Qué opinión le merece todo eso, señor Lingle? —preguntó O’Tooley desde un extremo del hilo telefónico.
—Que se refiere a cinco crímenes consecutivos, y que este es el primero. O sea, que faltan cuatro.
—En tales circunstancias, ¿piensa enfocar todo esto como un circo?
—Quieto ahí, O’Tooley. Piense derecho. Fue él quien me eligió a mí para trasladar sus palabras a la opinión pública.
—Señor Lingle, acabará desencadenando el terror colectivo. Me permito recordarle lo que sucedió con el Destripador y la prensa británica hace cuarenta años. Deberíamos aprender de los errores del pasado.
—Deduzco que ha leído mi artículo.
—Lo tengo delante.
—Bien, entonces, pregúntele al jefe Rusell, a ver qué opina. Pregúntele si es partidario o no de la libertad de prensa —y casi en seguida—. ¿Cómo estaba el cadáver, O’Tooley? Al no telefonearme, di por entendido que se trataba de Murdoch.
O’Tooley se retrepó en la silla con ojos desesperanzados.
—Medio vestido. El resto de ropas, metidas en el hoyo. La documentación en un bolsillo de la chaqueta. El padre lo identificó.
—Hum… Arma blanca, ¿verdad?
—Sí.
—Quiero un hueco en su agenda. Sea buen chico.
—Mejor vaya con pies de plomo, señor Lingle. No se pase de la raya.
—Yo he cumplido. Le avisé con tiempo. Me debe usted una.
—Eso es opinable. Creo, señor Lingle, que usted nos alertó sólo por interés. Para que iniciásemos el procedimiento de identificación del cadáver. Lo hizo para evitar el descrédito, en su caso.
—¿Y qué si es así? Hágase un favor, gran tipo. Háganos un favor a ambos. No se reserve la información importante y obtendrá de mí toda la que reciba, antes de meterla en prensa.
—Ya lo entendí la primera vez que me lo dijo, señor Lingle.
—Entonces, trabajemos juntos. Ese hombre no está en sus cabales. O intenta demostrar lo estúpida que es la policía, o bien desea, inconscientemente, que lo atrapen. En ambos casos, de manual.
—Pero qué astuto es usted.
—No tiene mérito. Impulsos autodestructivos. Cualquier lector aficionado a la crónica negra estaría de acuerdo.
—Astuto de una forma extraordinaria.
—¿Pretende burlarse, amigo?
—Cabe una tercera posibilidad. Que todo sea una argucia, un engaño.
—Adelante. Sorpréndame.
—Una maniobra de distracción.
—¿Cómo una maniobra de distracción?
—Me he aventurado a pensarlo, señor Lingle. Sólo eso —dijo O’Tooley, que llevaba un buen rato con la cabeza en otra parte.
¿Y si le pidiera a sus contactos en los departamentos de Galena y de Palatine que le transmitiesen por radiofax las fotos de aquellos dos jóvenes que habían aparecido con los genitales en la boca? ¿Y si las cotejase con las fotos de Mike W. Murdoch?
—Pues, para ser una argucia o una maniobra de distracción, el cadáver es muy real. No sé qué opinaría el viejo Murdoch de esa ocurrencia.
—Es preciso que nos veamos, señor Lingle.
—Ahora habla usted con la voz de la cordura, amigo, con la voz de la cordura.
4
El periodista que tenía a su cargo los dibujos del proceso, ahora estaba sentado en una de las primeras filas y trazaba con mano ágil los rasgos faciales del doctor Forbes, un hombre de tez rubicunda y mantecosa, con una nariz desproporcionadamente pequeña, gafas y un cabello frágil y recolocado que parecía teñido. Al igual que en las jornadas anteriores, la sala estaba atestada, y la evidente consecuencia de ello, así como de las tensiones acumuladas, era que muchas mujeres entre el público se aliviaban con abanicos y algunos hombres hacían uso de los sombreros.
El fiscal Garrett ponderó el dictamen del doctor Forbes, considerando, dijo, su dilatadísima experiencia como forense psiquiatra.
Doctor Forbes, ¿cómo describiría usted la personalidad del acusado?
—Obsesiva, narcisista y psicopática. Estamos ante alguien que ha desarrollado una personalidad ligada a la obsesión por una mujer. Se enamoró platónicamente de ella. Es un hombre introvertido y que tiende al aislamiento, pero con la facultad de resultar encantador cuando le conviene. Una personalidad susceptible de desembocar en una hostilidad extrema.
La defensa tomaba notas con el convencimiento de que la reputación de los peritos era uno de los ases del fiscal. En su caso, el perito no tenía el mismo renombre.
—Doctor Forbes, ¿opina usted que el acusado podría actuar con hostilidad extrema?
—A mi modo de ver, sí.
—Y, ¿con total responsabilidad de sus actos?
—Por supuesto. Yo no lo definiría como un perturbado, sino como alguien aquejado de un trastorno de personalidad; en modo alguno una patología que afecte a su capacidad de saber lo que hace o que merme su voluntad. Los trastornos de personalidad no suelen alterar la capacidad, pero sí hacen que se ejecute una conducta que otra persona no ejecutaría. Este hombre se mantiene continuamente en la realidad. Es lúcido y consciente de sus actos.
Y, sin embargo, pensaba el joven abogado defensor, su perito diría justamente lo contrario. Diría que su cliente era un perturbado. Que era víctima de una patología que afectaba decididamente a su capacidad para discernir el bien del mal, y que lo real y lo fantástico se confundían en su mente.
—¿Estamos ante un psicópata, doctor Forbes?
—Con certeza. Basta con remitirse a los recientes estudios de Kurt Schneider, para quien las personalidades psicopáticas son aquellas que, debido a su anormalidad, sufren ellas mismas, o hacen sufrir. Estamos ante una psicopatía grave, de carácter criminal.
»El acusado diferencia claramente el bien del mal, pero no experimenta el menor grado de solidaridad por el dolor ajeno. Es más, su estructura psicológica le permite controlar la situación. Planea sus actos y, a la vez, no muestra sentimientos de arrepentimiento ni necesidad de expiar sus malas obras, cualesquiera que estas fueren. Los psicópatas, a mi juicio, son personas incapaces de amar. Son manipuladores y mentirosos. Suelen ser increíblemente encantadores y se mantienen extremadamente fríos en situaciones de estrés. Son impulsivos, no conocen la culpa y no se arrepienten de sus actos. A este dibujo mental obedece, al menos, la personalidad psicopática potencialmente peligrosa para la sociedad.
»En resumen. El acusado es incapaz de ponerse en el lugar del otro, requisito indispensable para entender a una víctima y del que adolecen los psicópatas. Sus reacciones son meditadas, su carácter no es impulsivo, desconoce el remordimiento y responde al arquetipo de manipulador. Faltaría saber si ha tenido problemas anteriores con la ley para completar el círculo. Para el psicópata, todo es un juego. Al igual que para este hombre.
—Doctor Forbes, asuma como hipótesis que el acusado fue objeto de maltratos físicos y psicológicos en su infancia. ¿Variaría esto la opinión sobre su personalidad?
—¡Protesto! —exclamó el abogado Spelling, que levantó la pluma y la vista del papel—. Señoría, se trata de una hipótesis sin fundamento alguno en relación con los hechos ocurridos que constan en autos. La pregunta debe ser considerada improcedente y el perito instruido para que no la responda.
—Se admite —dijo el juez Mason—. Con todas las consecuencias antedichas. ¿Tiene el Ministerio Fiscal más preguntas?
—Una última pregunta, señoría. Doctor Forbes, a tenor de su informe, el acusado, señor Amós Zambrano, se obsesionó con la actriz Eve Paradise. ¿Puede explicar los sentimientos que, en su opinión, experimentaba este hombre hacia la actriz?
El doctor Forbes se lo tomó con cierta calma antes de responder.
—Su amor platónico nada tenía que ver con el amor. Para él, los hombres jóvenes con los que la señorita Paradise mantenía relaciones eran rivales inferiores a él en talento y dones naturales. Tal vez, todo eso lo humillaba. Tal vez ella no fue más que un pretexto para canalizar su instinto asesino.
—No hay más preguntas, señoría —concluyó el fiscal Garrett.