5. EL IRRESISTIBLE ENCANTO DE LA JUVENTUD
*
–No sé, querido, si cabrá en su imaginación, pero voy a explicarle una cosa. De repente, una mañana, te despiertas, te levantas de la cama, te miras al espejo y, así, de golpe y porrazo, descubres que sólo confías en el dinero y en la suerte. No se maraville. Es un hecho, y los hechos son repelentes —dijo Evelyn, aspirando una calada de la boquilla. Expulsó el humo hacia arriba. Las volutas flotaban de un lado a otro—. Mire, por mí, considérelo desde todas las perspectivas, igual le dará. Le aseguro que hay que vivirlo. Mis amigas lo ven de formas muy similares; pero, a diferencia de mí, se lo callan. Por eso me siento especial.
»Dinero y suerte. Eso es lo primero que se me viene a la cabeza. Puede que a usted no le resulte muy fascinante ese binomio. Es usted joven. Todavía ha de confiar en el amor, el éxito, la constancia, la franqueza, tal y cual. En una palabra, debe tener a todas las mujeres rendidas a sus pies.
—¿Debería? —preguntó el joven de los ojos chispeantes.
—Si la mujer es muy joven e incauta, qué duda cabe. Confiará a pie juntillas en usted. Y si se trata de una mujer hecha y derecha, pero sus expectativas pasionales no se ven defraudadas, ¿por qué no? Qué mujer no prefiere ese tipo de fe.
—No estoy seguro de entenderla.
—¡Ay, Donovan, Donovan! Seguimos siendo unas románticas. A pesar del tópico, ¿eso lo entiende? Porque le aseguro que es muy de lamentar.
—Permítame decirle que se equivoca: es usted una mujer fascinante.
—¿Le parece? —preguntó Evelyn. Acarició el largo collar de perlas que la adornaba y empujó sobre el paño el rimero de fichas que tenía delante hasta colocarlo en el quince negro—. Todo al mismo.
El croupier voceó: «Rien ne vas plus». La ruleta giró y giró, y el joven Donovan, como rindiendo tributo a la impulsividad de Evelyn, alzó su copa de champaña y la entrechocó con la de ella.
—Por la suerte —dijo él.
—Por qué no —repuso Evelyn con la súbita pero transitoria percepción de que el joven nunca brindaría con ella por algo distinto—. ¡Y por la fiebre del juego!
El croupier lanzó la bola, que rodó, rebrincó, resbaló, rebotó y acabó deteniéndose.
—¡¡Gana 13 rojo!! —exclamó.
Evelyn aspiró el humo con fruición. Intentó dominar los temblores de la mano que sostenía el cigarrillo.
—Con más razón que nunca, tendrá usted que invitarme a la siguiente copa, querido.
Se instalaron lejos del bullicio. El humo de los cigarros flotaba a modo de bruma azulada sobre las cabezas circunstantes. Un lacayo de librea les trajo aperitivos y una botella de champaña en un cubo de plata. A esas horas de la noche, los clientes afluían alegremente al Sheridan Wave Tournament Club que, inspirado en los casinos de Montecarlo, era uno de los más selectos de la ciudad. La mayor parte de las mesas, todas de caoba, estaban ocupadas. Había extensas alfombras luciendo colores chillones, y lujosas lámparas de bronce y lágrimas de cristal colgaban de los techos de estuco policromados. Además, los arcos de medio punto, parcialmente forrados en pan de oro, daban un tono palaciego al casino. De prestar oídos a lo que contaba la leyenda, todos sabían que el establecimiento funcionaba bajo la protección del gánster Bugs Moran.
—Evelyn, ¿no teme usted que nos vean juntos y llegue a oídos de su hija? —preguntó Donovan.
—Oh, no sea usted tan precavido. Soy demasiado conocida en esta leonera y demasiado ingobernable como para que se fijen en mí, y usted, incluso sin su capa negra y su sombrero de copa, es demasiado guapo —el lacayo descorchó la botella, les sirvió champaña y se desvaneció—. No deja de ser curioso. Antes de que entrara en vigor la Ley Seca, una mujer vista en un local público era señalada como una mujerzuela; hoy día, sin embargo, los locales están a rebosar de mujeres.
—¿Y cuál es su explicación?
—Bueno, no soy ninguna pionera. La mujer bebía antes, bebe ahora y seguirá bebiendo. ¿Quién dice que sólo han de poder emborracharse los hombres? Eso de que somos menos bebedoras es una engañifa, como aquello de que la mujer es menos infiel que el hombre. De ser así, no habría esposas con cuernos, ¿no le parece? —bebió un sorbo de su copa y siguió diciendo—: Pero volvamos a usted, querido. Por su acento, deduje en seguida que era español.
—Así es. Nací y viví en España. Mi madre era española y mi padre inglés.
—Ah, bien. ¿Y lleva mucho fuera de España?
—Llegué a los Estados Unidos en 1918. Conque, más de diez años. En Chicago, tan sólo llevo dos meses.
—También yo viví en España. El Sur. Andalucía. Mi esposo era sevillano.
—Lo recuerdo. Me lo contó en nuestra primera cita.
—Sabe, nunca llegué a acostumbrarme. España es un país supersticioso, un país de brutalidad. A mi marido, sin embargo, lo conocí en La Habana, no en Sevilla. Un católico politeísta. Vírgenes por aquí, Jesucristos por allá, santos por el otro lado. Rezaba, pecaba y se confesaba. Primero fue inversionista, luego terrateniente, por último derrochador. Lástima que terminase arruinándose. Me llevaba veinte años. Era un hombre viejo. Me tenía desatendida.
»Cuando los cristianos vencieron a los moros, el linaje de los Villasandino fue uno de los primeros que repobló Sevilla. En fin, que dejé mi carrera de actriz por él. Quiero, quiero, quiero. Usted ya conoce el lema de esta ciudad; además, tenía un chiquillo al que le hacía falta un padre. Por aquel entonces, mi carrera teatral en América empezaba a ser prometedora.
—Pero ¿no ha dicho usted que lo conoció en Cuba?
—En Cuba… Sí, claro. Porque estaba de vacaciones, querido. Sólo de vacaciones; pero aquí, en Chicago, bueno, yo era una actriz en ciernes, usted sabe, que empezaba a llamar la atención. Los jefes tenían consideraciones conmigo. Estuve a punto de despegar. Eve se parece tanto a aquella Evelyn de entonces…
—Es una actriz irrepetible. No sabía que tuviera un hermano —dijo Donovan, que adoptó una expresión de sorpresa.
—Hermanastro. No sabemos nada de él.
Donovan no quiso insistir.
—De acuerdo. Entonces, ¿logrará que ella acuda al estreno de mi función, Evelyn?
Evelyn bebió otro pequeño trago y siguió fumando.
—¿Significa mucho para usted, Donovan Curtis?
—Su presencia me garantizaría publicidad. Le estaría eternamente agradecido, Evelyn. Necesito a su hija para que mi espectáculo triunfe.
Ella lo miró sin despegar la boquilla de los labios e inclinó la cabeza hacia un hombro. ¿Qué edad tendría? Evelyn, confiando en su ojo experto, no le echaba más de treinta, si bien podría pasar por veinticinco. Su amplia sonrisa revelaba un hoyuelo en cada mejilla, y unos dientes blancos y parejos sobresalían de sus labios exquisitamente perfilados. Tenía la mandíbula cuadrada, el cabello castaño y su aspecto era anglosajón de forma inequívoca, pero su mirada tenía intensidad suficiente como para envolver a cualquiera en la negrura brillante del terciopelo. Y cuando endurecía el rictus, la arruga vertical del entrecejo le concedía una apariencia aún más insinuante a su belleza. Pocas veces Evelyn había convenido en encontrarse con un hombre tan guapo. Alguien capaz de hacerla sentir que estaba encantado de haberla conocido.
—Y, por qué ocultárselo, hay un tema espinoso.
—Dígame lo que quiera. Hábleme de temas espinosos. ¿Qué edad tiene usted?
—Treinta y uno.
—Mi hija le lleva seis años. Seis años son pocos años. Demasiado joven para usted. Lo que usted necesita es una mujer de amplia experiencia.
—Evelyn, hay un tema espinoso.
—¡Ah, sí! —exclamó Evelyn posando juguetonamente la mejilla en un puño—. Veamos, ¿a qué tema se refiere, Donovan Curtis?
—El alquiler del teatro y su acondicionamiento.
—¿El teatro? —replicó Evelyn con expresión contrariada.
—El dueño es un hombre de negocios. Está inválido en una silla de ruedas. Es frío. Alguien sin ideales.
—¿Sólo con fe en el dinero y en la suerte? —el joven se quedó desconcertado—. Sonría, por favor. Tiene usted una sonrisa preciosa. «Alguien sin ideales», decía.
—Pero su único hijo, Mike W. Murdoch, por desgracia, los tiene. Es un puritano fundamentalista. Espero que no le incomode la expresión.
—No soy ninguna fundamentalista, querido —dijo entornando los ojos, y apoyó la barbilla en las manos entrelazadas—. Soy un espíritu libre, un alma emancipada. Adelante.
—Mike W. Murdoch es un republicano radical que considera la hipnosis sacrílega y pecaminosa. Cree que nuestro espectáculo es cosa de magia.
—¡Magia! Me gusta. ¿Y bien?
—Está a punto de convencer a su padre para que inste la anulación del contrato por inmoralidad y nos larguen con cajas destempladas. Después de la inversión que hemos hecho, Evelyn. Llevamos años sobreviviendo con el show por toda América; pero hasta ahora nunca nos habíamos atrevido con una metrópoli como Chicago. Es nuestra oportunidad.
—Su oportunidad —dijo Evelyn soñadoramente. Se pasó los dientes por el labio inferior.
—He invertido todos mis ahorros en esto. Si Mike W. Murdoch nos echa, será la ruina, Evelyn.
—Prosiga. ¿Excepto?
—Excepto si una publicidad inesperada nos garantiza un éxito inesperado. Un éxito que, en las peores circunstancias, nos permita salir a flote.
—Y ahí es donde entra en escena mi hija.
—Lamento decir que sí, Evelyn.
—No lo lamente; pero tendrá que ser un sábado. Con esta película y su endiosado director, Eve goza de más libertad los sábados que el resto de la semana.
—Será un sábado.
—Entonces acudiremos, supongo. Hoy mismo, por la tarde, acabo de tantearla. No creo que le importe hacerlo por mí. Es una buena chica, Eve. Por desgracia, su profesión, en fin, es todo muy complicado. No está atravesando una buena racha.
—Nunca lo diría.
—¿Me inspira usted demasiada confianza, Donovan, o está empezando a hipnotizarme?
—Para alcanzar un estado hipnótico las dos partes deben estar predispuestas —dijo él en tono risueño.
Ella emitió una risotada cara al techo, luego hizo una pausa, insertó otro cigarrillo en la boquilla, permitió que Donovan lo encendiese con una cerilla y prosiguió.
—Por desgracia, mi hija tiene un pequeño problema.
—¿A qué problema se refiere?
—Tal vez haya advertido que apenas si concede entrevistas.
—Bueno, es su condición de diva, ¿no? Su hija tiene una voz que enamora.
—Salvo por un pequeño detalle —atajó Evelyn—. Mi hija es tartamuda.
—¿Tartamuda? —preguntó Donovan, que parecía francamente estupefacto y ligeramente divertido.
Evelyn carraspeó y mojó los labios en el champaña.
—No me haga caso. Dicho así resultaba excesivo —se corrigió bajando la vista—. Tiene un leve defecto de dicción; muy leve, en realidad. A ratos, no siempre, pobre niña, se traba y balbucea un poco. Sobre todo, le ocurre cuando se pone en tensión. Bien, comprenderá, sin necesidad de explayarme, que eso, en estos tiempos, es gravísimo para su carrera.
—No soy buen espectador de cine. ¿Le importa sacarme de dudas?
—El cine mudo está agonizando en beneficio del sonoro. Será una muerte rápida. Esto supone un duro golpe para Eve, que vive para actuar. Es su religión, me temo.
—Pero ¿no podría adaptarse al cine sonoro?
—Mire, en la vida, un defecto como ese no tiene relevancia, hasta puede resultar sensual; en el arte, sólo resulta cómico —se quedó en silencio, absorta en la copa de champaña, con la certeza de que había hablado demasiado con un casi desconocido; pero súbitamente apartó de un manotazo las brumas que la envolvían y dijo—: Bueno, y aunque así fuese, ¿qué? Hay cosas peores que poner el punto y final a una carrera. No hay que rasgarse las vestiduras. Al fin y al cabo, también yo pasé por eso. ¿Y acaso no he sobrevivido?