1. UNA ÚLTIMA PELÍCULA
1
–¡¡Corten!! —exclamó Martin Zimmermann, que resoplaba como un potro mientras un tranvía de la línea 66 cruzaba por Chicago Avenue tocando la campanilla—. ¡¡Corten!! ¡¡Corten!!
Se quitó la visera, se peinó con los dedos las hebras canas y volvió a calársela. Trabajosamente, alzó de la silla una renqueante humanidad que sobrepasaba con mucho las doscientas libras y se aproximó a la pareja protagonista.
Detrás de las vallas de protección, se apiñaba una multitud. Hacía años que los grandes estudios cinematográficos de Chicago, tras cerrar sus puertas para siempre, se habían largado a la costa oeste en busca de más horas diurnas, rehuyendo el férreo control que Edison ejercía sobre sus patentes. Pero cualquier rodaje —y sólo unos meses antes también se había rodado en aquellas mismas calles Chicago After Midnight— hacía concebir entre los ciudadanos la infundada esperanza de que cualquier día volverían a abrirse las puertas de los estudios.
Jack McFinney, galán de unos treinta años, estrella emergente del celuloide, vestía como un labriego en día festivo y llevaba el pelo pegado a las sienes con raya al medio. Liberó de su abrazo a la mujer y midió con expresión consternada el disgusto del director, que le dijo:
—Te robo a tu amante, Jack. Ve a fumarte un cigarrillo.
—Gracias, señor Zimmermann —repuso Jack McFinney alejándose de la fachada de la catedral con alivio.
—¡Quince minutos de descanso! —bramó Martin Zimmermann, y, como si la orden hubiera resonado, no en plena State Street, sino en el mercado de Maxwell Street, los murmullos del público sucedieron a las voces del equipo de rodaje—. Encanto, ¿qué te ocurre? ¿Quieres dejar de ser natural y parecerlo? ¿Quieres fingir como es debido?
—Eso intento, Martin.
—¡Fuego, muñeca! No seas natural; parécelo. Es tu especialidad, ¿recuerdas? —le pellizcó una mejilla—. Eres la actriz del rostro fascinante. Qué modo de expresar cualquier pensamiento, cualquier emoción. Tienes el privilegio del rostro, muñeca. Puede ser hermoso y temible, pero también dulce y amargo. Tú tienes poderío escénico, Eve, no lo olvides.
—Ya. Como Sarah Bernhardt, me dirás ahora.
—Efectivamente, como Sarah Bernhardt, la Divina.
—Oh, Martin. Eso fue en el teatro. Los tiempos c… cambian, y esto es cine. Además, el mudo está muerto.
—¡Bobadas! ¡Bobadas! —exclamó el director haciendo caso omiso de su ligero tartamudeo. Volvió a quitarse la visera de forma maquinal, se pasó la mano por la frente sudorosa, volvió a calársela y, tomando por los hombros a la estrella, dijo mirándola fijamente a los ojos, como tratando de hipnotizarla—. Eve, déjame a mí las reflexiones sobre el negocio y concéntrate. Tuyo es el papel principal. Todos lo saben y te esperan. ¡Tú eres la vamp, la femme fatale! Y vas a demostrárselo al público, ¿estamos?
—Que sí, Martin.
—Quiero que me escuches atentamente. Ese joven palurdo de Jack… Tienes su corazón en la mano. Es la primera vez que el tipo deja el pueblo y abandona a su mujercita. La primera vez que viaja en tren, a través de anchas extensiones de pradera abierta, dejando atrás filas y más filas de postes telegráficos, rumbo a la gran ciudad, que ya divisa en la lejanía, en donde grandes columnas de humo suben hasta el cielo —casi declamó el director, sirviéndose de un brazo extendido.
»Ha venido a la gran capital a divertirse con una mujer de mundo. Es la primera vez que llega a la estación de Park Row, junto al lago. La primera vez que pasea por anchas avenidas como desfiladeros, con los edificios más altos del mundo a los lados, reflejando en sus cristales el último sol de la tarde. ¿De acuerdo? Bien. El pobre mira hacia arriba guiñando los ojos, incrédulo, y sonríe; luego te mira a ti con ojos de vértigo. Le enseñarás a ver los rascacielos desde abajo, y también a verlos desde arriba. Porque los rascacielos rozan las nubes. Como él mismo. Por eso te abraza, por eso te adora.
»Es la primera vez que contempla las dársenas y los muelles de Chicago, los autobuses de dos pisos que se ladean en las curvas, los automóviles que llenan las calles, las luces reflejadas en el río a la luz del crepúsculo. Se está enamorando, Eve. Tú lo has vuelto sabio. Lo has vuelto desesperado.
—¿Has dicho una mujer de mundo? ¿Me estás llamando vieja?
—Qué susceptibilidad.
—Te advierto que es demasiado mayor para mi gusto, Martin. Me van los más jóvenes.
—Continúo —dijo el director irguiendo un dedo admonitorio—. Ya has seducido al palurdo, y ahora, por la memoria de mi santa madre, vas a enseñarle lo que es divertirse en Chicago, rodeado por más de tres millones de habitantes, una de las cinco ciudades mayores del mundo, lejos de la lecherita.
—De su esposa.
—Me da igual. Convéncele de que su vida es un montón de estiércol; enséñale a disfrutar lejos de las vacas —observó apuntándola con el mismo dedo admonitorio—, o te juro sobre la cabeza de mis hijos que renuncio al cine para siempre.
—¡Oh, Martin!
—Nada de «¡Oh, Martin!». Y, por cierto, hablando de convencer. ¿Sabes lo que costó arrancarle al alcalde Thompson su bendición para filmar esta puñetera Catedral del Sagrado Nombre, aquí mismo, delante de este pedazo de zócalo? —dijo acercándose a la piedra blanca. La actriz lo siguió—. ¿Te lo canto en cifras, Eve?
—Big Bill Thompson.
—Sí, Big Bill Thompson —y, en un hilo de voz, como un niño que sopla un secreto a otro—. El alcalde de Al Capone. El mismo que declaró que la policía perseguiría a los ladrones, pero no a los que violaban la Ley Seca.
Martin Zimmermann se agachó a la altura del zócalo a la manera de un arqueólogo y murmuró:
—«Todas las rodillas deben… cielo y tierra». ¿Sabes qué ponía originalmente?
La actriz se agachó a su lado con una mueca de disgusto.
—Estoy esperando que me lo digas.
—«En el nombre de Jesús, todas las rodillas deben hincarse en el cielo y en la tierra». Epístola de san Pablo a los filipenses. Impresionante, ¿verdad?
—Me aburro —replicó ella bostezando.
—Al parecer, Capone tenía entre ceja y ceja eliminar a los cabecillas de la banda del Norte, Hymie Weiss y Bugs Moran. Seis pistoleros montaron guardia durante una semana desde allí —dijo señalando la segunda planta de una pensión situada al otro lado de State Street—. El 11 de octubre de 1926 un chorro de fuego cruzó la calle, acribilló a unos, hirió a otros y dejó hecho cisco este zócalo llevándose media inscripción.
—Me recuerdas a mi doncella —y suspiró mientras se levantaba—. Le fascina el hampa. Parece una agente del FBI infiltrada en el servicio doméstico. Lleva años estudiando la crónica negra del Chicago Tribune.
—La vida, cielo, tiene bastante de crónica negra; y la gente es curiosa. Un viejo dicho de esta ciudad reza que si quieres conservar el respeto por los ediles o el apetito por las salchichas, no presencies cómo se acicalan los primeros y cómo se elaboran las segundas —desde abajo, Martin Zimmermann clavó la mirada en Eve—. Cielo, no podemos permitirnos un fracaso de taquilla. ¿Recuerdas?
—Ajá.
Y, como si al director le viniera a la memoria algo inolvidable, se golpeó la frente con la palma abierta.
—¡Oh, vaya! ¡Discúlpame! ¡Mi querida Eve! —se puso en pie con sobrehumano esfuerzo. La abrazó mientras resollaba—. Soy un zoquete.
—Me estás estrujando.
—¿Cómo se me ha podido pasar? ¡Felicidades, muñeca! No se cumplen treinta y siete todos los días.
Ella lo miró y en sus ojos había tal desvaída mezcla de nostalgia y docilidad, tal negación de sí misma y de sus logros que se diría una vulgar actriz de reparto, no Eve Paradise. La mujer que deslumbraba con su aura, en este instante habría provocado la extrañeza de sus más rendidos admiradores.
—¿Sabes qué? —preguntó Zimmermann, que en el medio era conocido con el sobrenombre del Zorro—. Nos vamos a tomar el día libre. Voy a llamar a tu chófer —dijo buscando con la vista el Packard del estudio que Eve tenía estipulado por contrato—. Te vas al hotel, descansas y celebras el día como te plazca. ¿De acuerdo? Mañana reanudamos el rodaje.
A Martin Zimmermann que los actores de sus películas se alojasen en el mismo hotel le causaba un arrobo al que no sabía resistirse. El alojamiento común durante el rodaje, con la excepción de la noche de los sábados, era una de las cláusulas innegociables, incluso para Eve Paradise, que residía en Chicago y conservaba la primera mansión que había adquirido en los Estados Unidos cuando la Ciudad del Viento aún era la meca del cine. En teoría, el director ansiaba que sus actores principales estrechasen lazos, que se fascinaran y ahondasen en sus respectivos egos; en la práctica, lo que buscaba el Zorro era que acabasen enredados, a la greña o compartiendo lecho. Pero así trabajaba ese estudioso del vértigo y uno de los más laureados directores de cinematógrafo.
En el mundillo del cine, nadie ignoraba sus tretas. Y Eve Paradise, menos que nadie. Le repelía ese modo zorruno de proceder; no obstante, ¿cómo habría podido renunciar a la oportunidad de que Martin la dirigiera de nuevo?
Ya había renunciado a protagonizar El viento y, por consiguiente, a que Victor Sjöström, o Seastrom —como Hollywood había rebautizado al sueco—, la dirigiese. Al parecer, la película ya estaba a punto de estrenarse. Eve se había visto obligada a digerir la humillación de ver cómo la insoportable de Lillian Gish, con sus expresiones de histriónico espanto y aquellos ojos que se le salían de las órbitas, aceptaba el papel protagonista. Y lo peor, su representante acababa de decirle que habían cambiado el final de la película, razón por la que se había pospuesto el estreno hasta finales de noviembre. ¡El final! Cuando resulta que ella había renunciado a El viento sólo por el final. Por eso no podía permitirse frivolidades con las ofertas de Martin Zimmermann.
—¿Por qué rechazaste El viento, Eve? —insistía en preguntarle su agente, Simon Larabee—. ¿No te das cuenta de que el Chico de Oro tiene una jodida memoria?
A la gente del cine le gustaba llamar por su apodo a Irving Thalberg, el omnipotente productor de la Metro-Goldwyn-Mayer. El Chico de Oro no solamente hacía justicia a su juventud, un atributo que Eve Paradise admiraba sin reservas, sino que le confería rasgos casi humanos.
—El final era horrible. Propio del puritano de Seastrom. Si me hubieran dicho que iban a cambiarlo…
—¿Y me lo confiesas ahora, Eve? ¿Por qué no explicaste tus razones entonces, en vez de negarte de plano?
No le gustaba hablar mucho, explicar demasiado. Que ella recordase, nunca le había gustado. Y era una estrella. Odiaba el cine sonoro. Cuánta palabrería.
Sin embargo, Eve amaba su profesión y también su estatus. No tanto por satisfacer una vanidad frívola como porque el público la adorase. Necesitaba ser querida, pero aspiraba a que la amaran desde una remota distancia, en su cielo, como se admira una aurora boreal o una estrella, sin pretensiones de ensuciarla con húmedos besos y abrazos cálidos. Esa regla admitía sólo una excepción: los chicos jóvenes. Y no todos, desde luego.
Le gustaba suscitar deseos babilónicos, y la aspiración de hacer un gran personaje de sí misma representaba, por derecho propio, un desafío; sin embargo, como las estrellas que rigen los destinos legendarios, su cegadora luz emanaba del pasado mucho más que del presente.
No era dócil, odiaba el sentido común y actuaba con más atrevimiento que la mayor parte de las mujeres; en algunas facetas, se sentía casi tan libre como un hombre, una libertad que le reportaba su condición de estrella. Entonces, ¿cómo no desear seguir siendo una diva del cine? ¿Cómo prescindir del éxito en lo sucesivo? Además, para Eve la interpretación no escondía secretos. Incluso alimentaba la idea de no haber hecho más que fingir a lo largo de toda una vida y, a diferencia de lo que rezongaban las voces farisaicas y las mentes amargadas, el éxito era el mejor bálsamo para todas las adversidades.
De camino a su hotel en Michigan Boulevard, en pleno corazón del Loop, se dijo que si amaba tanto el cine como a los chicos jóvenes venía a ser, bien mirado, por lo mismo: el cine era, por ahora, un arte inocente, no hacía daño y ofrecía toda clase de promesas. Con respecto a Zimmermann, aunque hacía de ella su actriz fetiche y se empeñaba en recordárselo, el viejo zorro no se salía del guion. En caso de que esta vez la taquilla no respondiese, el mago del cine mudo sería el primero en saltar del buque y dejarla expuesta a las tempestades. Eve no se engañaba: el séptimo arte estaba dejando de ser joven, se volvía maduro, astuto y retorcido. El tiempo del cine mudo tocaba a su fin, y con él, su propia carrera, por desgracia.
2
Ordenó al chófer que detuviese el automóvil antes de llegar a la mole de granito rosa del hotel Blackstone. Se deslizó bajo los arcos de la entrada y se coló en el vestíbulo desafiando la curiosidad de una pequeña multitud que aún no había aprendido a reconocerla con gafas negras en otoño. Y ello, pese a que las gafas de sol se habían generalizado entre las estrellas del mudo. Una vez en la suite, ordenó a su fiel Mildred que le preparase un baño caliente con sales.
—¡Las once de la mañana! Buena horita —dijo Mildred mirando el reloj de pared con gesto de reprobación.
—¡Cierra el pico y prepárame el baño!
Mildred era natural de Chicago, casi le duplicaba la edad y, después de pasar por muchas casas y muchos amos, estaba al servicio de la estrella desde antes de que fuese una personalidad aclamada. Un buen día, Mildred se tropezó con un anuncio donde «una reputada señorita» solicitaba una doncella limpia y discreta, para labores propias de ese trabajo. Cómo iba a adivinar ella que la futura y célebre actriz Eve Paradise estaba a punto de contratarla. Desde entonces, Mildred, se había vuelto irreemplazable, y su cuerpo globular, dondequiera que estuviese ocupaba su espacio en la vida de Eve Paradise con más derecho que ningún otro.
—¡Pues sí que trabajamos duro, sí! —volvió a la carga Mildred, que llevaba consigo un termómetro mientras se encaminaba hacia el baño.
La suite constaba de baño, vestíbulo, sala de estar y un soberbio dormitorio cuya cama tenía incorporado un dosel de tela damasquinada. Los suelos estaban revestidos de moqueta verde, y las paredes, tapizadas de granate y rosa, parecían dar testimonio de históricas intimidades. La doncella dormía en una habitación contigua con lavabo propio. En total, un gasto en hospedaje de doce dólares al día que pagaba sin rechistar la productora.
—¡A treinta y nueve grados! ¡Ni uno menos o te despido! —dijo Eve.
—¡Tiene usted sangre de reptil! ¡Se congelará en el infierno! —la doncella ahogó con su vozarrón el estrépito del chorro del grifo—. ¡Y es malo para el cutis!
—¡¡Mildred, te juegas el empleo!! —se puso con los brazos en jarras, mirándose de perfil en los espejos del vestidor.
Eve tenía cuatro años más que el cine. Había nacido en el noventa y uno, y los cambios se sucedían para el cine y para ella.
Justo por debajo de los hombros, los músculos de los brazos eran firmes y la piel aún resistía; sin embargo, sólo ella era consciente de los cambios que se habían ido sucediendo desde entonces, cuando la vida era terra incognita, su juventud un misterio fastuoso y la aspirante a estrella aún no había cosechado ningún éxito.
Bien es verdad que nunca se había sentido joven por dentro, y que sólo su carne había sido joven, pero eso bastaba para suscitar las eternas pasiones de los hombres que le gustaban y que no solían sobrepasar los veinte años.
Porque lo que ella amaba en los hombres era su inmadurez. La hechizaba su juventud, el breve camino que va de la inocencia a la esperanza, la supremacía de un vigor que llega y, de pronto, ya no está. Había mujeres, había hombres y, por último, estaban los chicos. Y, aunque por su condición de celebridad y los consiguientes riesgos de escándalo, Eve obrase discretamente, era a los chicos, y sólo a los chicos, a los que adoraba. La candidez de la juventud, ajena a la realidad, sus virtudes románticas y un poco femeninas. Amaba a esos seres indestructibles tocados por la pasión.
La misma pasión que ponía en intentar gozar del presente, sin éxito, hasta que se convertía en polvo del pasado y el tiempo lo transformaba en un recuerdo lírico, melancólico.
Cuando probaba uno de esos hombres jóvenes y heroicos, uno de esos muchachos aún no corrompidos, solía entregarse a él por una temporada. Lo amaba a su modo extraño, excéntrico y, aunque en la cama, llegados a cierto punto, siempre fingía, lo amaba como nunca podría haberlo imaginado el chico, pues no estaba en sus cálculos que una mujer famosa se dejase deslumbrar por un chico joven. Y finalmente, cuando llegaba la ruptura —y siempre rompía ella—, jamás regresaba a sus brazos. Luego entonces, ¿quién excepto ella era testigo de los cambios que la edad infligía a su cuerpo? ¿Mildred? De no ser por los riesgos y las consecuencias trágicas que, en su caso, se derivaron de acostarse con chicos, se habría dejado seducir por un número creciente de jóvenes, pues los miraba con el mismo destello en los ojos con que un viejo amante admira a todas las jovencitas hermosas, pero se contenía. Quién, en su caso, no hubiera tenido miedo después de lo de Jimmy Bowly o lo del conde Alexei Vasíliev… Qué espantosos peligros no estaría corriendo.
Se quitó el tocado, que lucía cinco plumas de marabú, y los guantes blancos de puntillas. Hizo resbalar los tirantes y el vestido de lamé dorado se escurrió hasta los tacones. La combinación blanca de encajes hacía juego con las bragas y hacía resaltar el contorno de sus poco redondeadas caderas. Se pasó las manos desde las axilas hasta los muslos como si tratase de moldearse.
La naturaleza del sexo, en cualquiera de sus variantes, era la voracidad. Algo que había aprendido rápido. Y la voracidad no atendía a razones ni a conveniencias, porque era desesperada. Pero ¿y el amor? ¿Se había enamorado desesperadamente alguna vez? La simple pregunta ya parecía un mal síntoma.
—No ha tenido el buen gusto de fijarse en el ramo, ¿verdad? —voceó Mildred—. ¡Qué vergüenza!
Eve fue directa a la sala de estar y echó una ojeada. Seis o siete docenas de ramos de flores, de variados tamaños, la mayor parte de ellos compuestos de rosas, se repartían por la estancia. Cada uno con sus respectivas tarjetas a la vista.
—¿Cuál? ¿Crees que soy pitonisa?
—El de las orquídeas blancas. Como todos los años, cada uno de octubre. El único que está en la butaca.
Eve tomó la tarjeta con cara afligida y leyó directamente el membrete, con el nombre y el apellido. Cerró los ojos, la rompió y echó los trocitos a un lado. ¿Por qué tendría que firmar con el apellido? ¿No bastaba con el nombre? Si se trataba de orgullo, ¿qué tipo de orgullo era ese? ¿Acaso él no estaba dirigiéndole una suerte de reproche?
—Lo trajeron dos torpedos.
—Deja de utilizar esa jerga barriobajera, Mildred.
El chorro de agua había cesado de repente. La doncella asomó medio cuerpo por la puerta secándose las manos en el mandil. Eve había recompuesto la expresión.
—Los sicarios de los capos se llaman así: torpedos —especificó—. ¿Qué culpa tengo yo? Y el señor Sandino no es un cualquiera. No sólo es el propietario de una gran floristería, sino que también posee los viveros más grandes de Illinois, Villa Sandino, en Riverside. Bueno, dicen que es el florista encargado de los complementos florales en todos los entierros de los gánsteres de la ciudad. Y también se dice que todos los hampones desaparecidos abonan sus cultivos de rosas. Ya ve con quién nos la jugamos.
—¿Cómo que con quién nos la jugamos?
—La prensa dice que es un hombre apuesto de largas patillas. Esta vez podría aceptar la cita, me parece a mí. A él no se le pasa ni uno solo de sus cumpleaños.
—¡Cállate ya! —gritó dirigiéndose al baño precipitadamente—. ¡Siempre la misma monserga! ¿Y por qué ha de ser un gánster ese Villasandino? ¡Gánster! ¡Odio esa palabra!
—¡Los llaman hampones!
—¿Y tú que sabes?
—¡Criminales curtidos! ¡Malhechores de larga trayectoria!
—¡Ay, ay, ay! Pero si ni la policía está segura de quién es quién.
—Policía, no. La pasma, se dice.
—¡Eso es! ¡Pregúntenle a Mildred! ¡Mildred está al tanto! Hasta habla como ellos. Mildred lo sabe todo de ese hombre y de todos los gánsteres de Chicago.
—Muy bien. Conste que por mí puede hacer lo que le venga en gana —se oyó el chapotear de un cuerpo en el baño—. ¿Está el agua a su gusto?
—¡Mildred!
—¡Aquí sigo!
—Esos dos están esperando ahí fuera, ¿verdad?
—¿Los torpedos? Como todos los años.
—Pues coge las orquídeas y ve y diles de mi parte que el tal Villasandino se las puede meter donde le quepan.
—Qué pena da oírle estas cosas vulgares. Sandino, se llama Sandino. Villa Sandino es la floristería.
—No, no les digas eso —su voz sonó como arrepentida—. Diles lo que te dé la gana.
La doncella cogió el ramo y desfiló hacia la puerta. En el espacioso corredor aguardaban los dos hombres. Ambos bien acicalados, corbatas de calidad, sombreros y abrigos oscuros de corte impecable. Claro que el parecido entre ellos terminaba en el atuendo: uno era un tipo sanguíneo con aspecto de masajista de baños turcos, que rebosaba michelines, sudaba y expelía humo por la nariz; el otro era alto como una cigüeña y con un ojo de cristal. Por más que dijera su ama, seguro que no se habrían plantado allí, con esa pasmosa frescura, si no fuesen hampones, rufianes, príncipes de los bajos fondos, asalariados del crimen. ¡Y en el mismísimo hotel en donde se alojaban las estrellas de una gran producción de Hollywood! Nadie que no tuviera una acreditación en regla podría colarse hasta los dormitorios, de no ser por influencias diabólicas.
Viendo a la criada, el gordo arrojó la colilla a un cenicero y le dio un codazo al otro. Se precipitaron a su encuentro.
—Aquí tienen —dijo Mildred haciéndoles entrega del ramo con displicencia—. Les parecerá bonito.
—¿Cómo dice, señora? —dijo el gordo, descubriéndose mientras recogía el ramo de orquídeas.
—Se-ño-ri-ta —dijo Mildred, que entrecerró la puerta a su espalda—. ¿Creen que pueden entrar así en los aposentos de una estrella? Pues se equivocan de medio a medio.
—Disculpe, señorita, si… —volvió a intervenir el gordo.
—¿Se imaginan que ella acepta de buenas a primeras una cita con un ciudadano de a pie?
—El señor Sandino va siempre en coche —dijo el delgado, con el sombrero puesto. Aparte de la palidez monástica, le fulguraba el ojo de cristal.
—Ciudadano de a pie. Es una manera de hablar —matizó la doncella.
—¡«Una manera de hablar», qué! —dijo el escuálido. El gordo lo embistió con la mirada.
—Pues que estaría bueno. La señorita Paradise no se cita con desconocidos. Y ahora van ustedes y cogen camino —chasqueó la lengua—, le llevan de vuelta el ramito de orquídeas al jefe y le dicen que se lo introduzca por donde le quepa —y, así mismo, cerró la puerta por dentro.
Transcurrió un breve intervalo. Inmovilidad y silencio.
—¿Me la cargo? —exclamó el escuálido, llamado Harry Gusick.
—¿Por qué no te quitaste el sombrero, Harry? —preguntó Sam Cormick, que antes de volver a calarse el suyo desplegó un gran pañuelo blanco para secarse el sudor.
—Y, ¿por qué tendría que quitármelo? —preguntó Harry, que parecía adelgazar a ojos vista.
—Escucha.
—Escucho.
—Delante de las damas, a ver si te cabe en la mollera… ¿Entiendes lo que te quiero decir? ¿Y si fue por eso por lo que su señora no quiso aceptar las orquídeas?
—No lo capto; pero al menos le habría dado un buen bofetón.
—El sombrero, Harry. Me refiero al sombrero. Fíjate que yo hasta me lo quito delante de mi madre. Y olvida tu pasado de ladrón y de camorrista. Ya no eres un don nadie, ni birlas carteras. Has promocionado. ¿Entendido?
—Las mujeres son todas unas pájaras.
—Mucho ojito —dijo el gordo, apuntándole con el índice a la prótesis ocular, y tiró el ramo a una papelera—. Mi madre no es una pájara.
—¿Qué demonios haces? —preguntó Harry sin apartar la vista de la papelera. Bajo la pálida tez había un hombre escandalizado. El gordo echó a andar sin remilgos hacia los ascensores.
—Vamos —dijo Sam Cormick—. No le diremos nada a Ritchie. Está enamorado. No rige bien.
Harry Gusick echó a andar tras su compañero.
—Pero, bueno, qué mosca te ha picado. Si llega a oídos del jefe que has tirado las orquídeas, nos rompe los brazos.
—No se enterará de la maldita cosa —dijo el gordo sin detenerse—. Oficialmente hemos entregado las orquídeas.
—¿Sabes qué te digo? Estoy hasta el gorro de seguir a la actriz. ¿Cuánto llevamos? ¿Dos meses? Parecemos guardaespaldas. Y, por si fuera poco, ahora tiras las orquídeas a una papelera.
—Ritchie ya tiene suficientes preocupaciones.
—Me cago en todo. Una mujer no le calienta los cascos al jefe. Él siempre lo dice: el hombre que de verdad ama el dinero, no tiene tiempo para otros amores.
—¡Y dale con eso! Eres terco como una mula —dijo el gordo, que dio la disputa por terminada bajando las escaleras, porque, incluso en horas de trabajo, a Sam Cormick le convenía hacer un poco de ejercicio—. Venga, necesito una copa.
—Nunca bebo en horas de trabajo.
—Me importa un pimiento. Llevo años escuchándote la misma mierda de frase.
3
Eve se hundió suavemente en la espuma hasta la barbilla. Oyó cómo Mildred se acercaba y, a la manera de un santo y seña, exclamaba sin hacerse visible, pero con su correspondiente dosis de sarcasmo:
—¡Ya puede usted quedarse tranquila!
—¡Cierra esa puerta de una vez!
Qué sabía Mildred de los hombres, de las claves para seducirlos, qué sabía de las cuitas amorosas y de los dulces olimpos de la carne. Ni siquiera había llegado al turbador conocimiento de que los hombres hechos y derechos eran, o bien infieles o bien tarados que buscaban desesperadamente una madre adoptiva. Su propia doncella, cuando se prestaba la ocasión, no tenía empacho en referir el episodio de su único amante y pretendiente, un joven enfermizo que soñaba con expirar fundido con ella y que, a las pocas semanas de formalizarse las relaciones, murió de un infarto en las mismas circunstancias del sueño. Traumático.
Por eso Mildred se inclinaba por los hombres zafios y rudos, que su imaginación representaba como fuertes y protectores. Hombres capaces de sobrevivir al hambre, a la miseria, al trabajo duro y a las proles numerosas. Tal vez mitificase a los varones sanos y adultos, pues adoraba su tosquedad, su arrogancia, su salvaje primitivismo, aquellos atributos que surgían de la noche de los tiempos y que ella confundía con salud. Y, como no podía sustraerse a tales impulsos, lo que aún ignoraba sobre los hombres lo compensaba con el escalofrío de sus deseos.
No, definitivamente, nunca hubieran discutido por un hombre. En el fondo, para hacerse entender por su doncella, Eve Paradise habría debido remontarse a sus primeras relaciones con chicos jóvenes, esos seres trágicos, marcados por el agotador destino de la madurez. Relaciones que se fraguaron cuando empezó a ser consciente de que los años la habían revestido de una piel más cínica; pero ella nunca relataba sus aventuras galantes. Eso las hubiera enturbiado. Se consideraba no sólo una libertina, sino una mujer para quien la juventud constituía por sí sola una promesa. Una promesa de eternos besos. Pues bien, si no guardaba el menor recuerdo de su propia infancia desvanecida, si alguien o algo había sellado a cal y canto sus puertas, ¿qué interés podía tener en compartir lo más íntimo de su vida con nadie?
De haber sabido que, sólo tres meses después, sus más inolvidables relaciones con chicos jóvenes serían desmenuzadas en público, empezando por Jimmy Bowly, su joven bohemio, o que el fiscal Garrett y el abogado Spelling iban a examinarlas con lupa en audiencia pública durante semanas de proceso, ¿habría podido soportarlo?
4
La corte penal del condado de Cook se alojaba en una soberbia construcción de estilo neorrománico en Austin Street[1], no muy lejos de la desembocadura del río Chicago. Desde el exterior, aquel edificio tenía algo de castillo medieval o fortaleza inexpugnable, con sus rocosos sillares de piedra caliza y las esquinas rematadas por cuatro torreones. Una vez en el interior, la luz que entraba por los ventanales y espejeaba en los revestimientos de mármol suavizaba esa primera sensación opresiva que tan a menudo habían experimentado los convictos.
La sala de vistas del honorable juez Mason era amplia y espaciosa, aunque en un caso tan célebre como el que se procedía a enjuiciar resultase diminuta. Detrás de la balaustrada de madera, docenas de asistentes al proceso se removían, inquietos y expectantes, en sus sillas. Entre ellos, un caballero bizco, con el bisoñé mal adherido, escrutaba el artesonado del techo. En contraste con la temperatura exterior, el ambiente resultaba sofocante.
El fiscal Garrett se movía por la sala como un caballero andante en busca de su tabla redonda. Caminaba siempre demasiado rígido, enfundado en un traje negro que le encajaba como una armadura, bien cuadrado en los hombros, con una corbata del mismo color, camisa blanca y pañuelo de lunares en el bolsillo de la chaqueta. Era un hombre coqueto, de unos cincuenta, alto y sólido. Tenía unas pocas canas en las sienes, el cabello oscuro, ojos de halcón y un bigote ni fino ni espeso. Había impartido clases en la facultad de Derecho y su cavernosa voz, que acompañaba de una retórica florida, no impresionaba menos que su reputación profesional.
Una dama con una pamela verde, que había tomado asiento junto al caballero bizco, lanzaba hacia el bisoñé de este fugaces miradas de reproche; sobre todo, cuando el fiscal Garrett hizo un breve alto en su exposición de apertura y el bizco siguió pendiente del artesonado del techo.
—Así pues, caballeros del jurado —había dicho el fiscal Garrett inmediatamente antes de hacer la pausa—, Amós Zambrano, el hombre a quien tienen la responsabilidad de juzgar, no es, en rigor, un miembro de nuestra sociedad civilizada, sino, por lo que se desprende de las pruebas incriminatorias que obran en poder de esta fiscalía y de los testimonios que me propongo hacerles conocer, una aberración, una alimaña, un ser sin escrúpulos ni principios morales como no han conocido los tiempos modernos desde Jack el Destripador.
El juez Mason usaba una toga que le quedaba holgadísima. Había llegado a esa edad en que la vida se ve desde el otro lado de la frontera, gozaba de un plácido sobrepeso y lucía una calva perlada de sudor. Miraba por encima de sus gafas de montura metálica con los brazos cruzados sobre la mesa y, de vez en cuando, se pasaba el índice por la frente a la manera de un limpiaparabrisas. Tenía los ojos de un san bernardo y la benevolencia inconfundible de los padres de familia numerosa.
—Con respecto a la primera de las víctimas —siguió diciendo el fiscal Garrett, tras la pausa, a los miembros del jurado—, quiero que piensen, para empezar, en un muchacho inocente, casi un niño, que aún no había cumplido la mayoría de edad. Un chico cumplidor, responsable, un hijo afectuoso y sensible, amigo de sus amigos. Nacido en una familia con muy pocos medios, el muchacho era, pese a todo, un magnífico estudiante, un poeta que tenía la intención de estudiar Derecho para evitar que sus padres y sus tres hermanos pasaran estrecheces en el futuro, pero quiso la mala suerte que se enamorase de la estrella de cine Eve Paradise.
»Quiero que imaginen sus últimos instantes de vida en el Columbus Park de Chicago, de madrugada, a una hora indeterminable entre las cuatro y las seis, abriendo su corazón a las confidencias de su acompañante —se acarició el bigote y bajó la vista una fracción de segundo—. ¿Cómo podía ese chiquillo inocente sospechar que, de pronto, iba a sufrir una violencia extrema a manos de la misma persona que estaba escuchándole? ¿Cómo podía suponer que esa misma persona, amparada en las sombras de la noche, estaba a punto de asestarle ocho cuchilladas mortales y que, seguidamente, con una frialdad inhumana, iba a amputarle los genitales y a introducírselos en la boca?
Silencio sepulcral entre los miembros del jurado. Algún que otro grito se sofocó entre el público. El abogado defensor, un joven con aspecto de estudiante y que se apellidaba Spelling, tomaba notas precipitadamente en su mesa y aguardaba turno para exponer su alegato de apertura. Mientras, el público contenía el aliento para oír la voz de quien iba a revelar el verdadero rostro de la alimaña.
—Pero ¿fue Jimmy Bowly la última víctima de Amós Zambrano? —se preguntó retóricamente el fiscal Garrett—. Ese menor de diecisiete años, respetuoso, sensible, amigo de sus amigos, ante el que se abría un futuro lleno de promesas, ese joven que apareció brutalmente asesinado, con ocho heridas mortales por arma blanca y los genitales metidos en la boca en un parque al oeste de nuestra ciudad de Chicago, ese joven, repito, ¿fue la última de sus víctimas?
Al cabo de una breve eternidad, la voz cavernosa y sin titubeos del fiscal Garrett tronó:
—En absoluto. Por desgracia, Jimmy Bowly fue tan sólo el primero de cinco.
Había llovido mucho desde ese primer crimen. Más de cuatro largos años. Y, aunque nunca se permitiría olvidarlo, Eve ya había comenzado a superar ese primer episodio de horror hasta que el juicio reavivó sus pavores.