Capítulo 27
Fin de la misión
A menudo la señora Curie habla de su muerte. Comenta con aparente calma el acontecimiento fatal y se encara con sus consecuencias prácticas. Pronuncia sin emoción frases como éstas:
—Es evidente que no puedo vivir muchos años más… Me inquieta la suerte del Instituto del Radio cuando yo no esté en este mundo…
Pero, en realidad, no hay en ella ninguna serenidad, ninguna aceptación. Con todas sus fuerzas instintivas rechaza la idea del fin. Los que la admiran de lejos creen que tiene todavía una vida incomparable. A los ojos de Marie esta vida es débil en proporción a la obra emprendida.
Hace treinta años, presintiendo una muerte motivada por el azar, Pierre Curie se entregaba al trabajo con una vehemencia trágica. Marie, a su vez, acepta el obscuro desafío. Para defenderse contra la agresión que temía, construía febrilmente alrededor suyo una muralla de proyectos y de deberes, despreciando la fatiga, cada día más evidente, y los males crónicos que la oprimían: su mala vista, un reumatismo en la espalda y un terrible zumbido en los oídos.
¿Qué importa todo esto? ¡Hay cosas más importantes! Marie acaba de hacer construir en Arcueil una fábrica destinada a los tratamientos masivos de minerales. Desde hacía mucho tiempo deseaba esta fábrica y organiza con entusiasmo sus primeros ensayos. Marie está preocupada también por la redacción de su libro, un monumento científico que, desaparecida la señora Curie, nadie podría continuar escribiendo. Y las investigaciones sobre la familia del actinio no adelantan muy aprisa. Por otra parte, ¿no debe emprender inmediatamente los estudios sobre la «estructura fina» de los rayos alfa? Marie se levanta muy temprano, corre al laboratorio y regresa por la noche, a la hora de cenar…
Trabaja con una precipitación singular y también con la singular imprudencia habitual en ella. Marie ha despreciado siempre las precauciones que impone a sus alumnos: manipular los tubos de cuerpos radiactivos con pinzas, no tocar los tubos desnudos, emplear «escudos» de plomo para evitar las radiaciones nocivas. Apenas consiente en someterse a los exámenes de sangre que son reglamentarios en el Instituto del Radio. Su fórmula sanguínea es anormal. ¡Bah! Hace treinta y cinco años que la señora Curie maneja radio, que respira la emanación del radio. Durante cuatro años de guerra ha estado expuesta a la radiación todavía más peligrosa de los aparatos Roentgen. Una ligera alteración de la sangre, perturbadoras y dolorosas heridas en las manos, que tan pronto se secan como supuran, no son, después de todo, sanciones muy severas por tanto peligros desafiados.
En diciembre de 1933 una ligera enfermedad impresiona a la señora Curie. La radiografía descubre un cálculo bastante grande en la vesícula biliar. ¡La misma enfermedad que se llevó al sepulcro al señor Sklodowski! Para evitar una operación que le da mucho miedo, Marie se pone a régimen y se dispone a cumplir un tratamiento.
Y repentinamente, la ilustre investigadora que durante tantos años ha dejado para futuros tiempos modestos proyectos personales que deseaba ver realizados —construir una casa de campo en Sceaux y cambiar de departamento en París— pasa a la acción inmediata. Examina los proyectos, domina su indecisión y compromete sin dudar grandes sumas. Y se resuelve que la villa Sceaux quedará construida durante la primavera. En octubre de 1934 Marie debería abandonar el departamento del Quai de Bethune para habitar un piso moderno en un edificio nuevo de la Ciudad Universitaria.
Marie se siente fatigada y desea hacerse la ilusión de que no está enferma. Va a patinar a Versalles, se reúne con su hija Irene en los campos de esquí, en Saboya. Se siente dichosa al comprobar que sus músculos se mantienen ágiles y flexibles. Aprovechando el viaje de Bronia, para Pascuas, organiza una excursión automovilística por el Mediodía.
La expedición ha sido un desastre. Marie ha querido mostrar a su hermana hermosos paisajes y ha dado una serie de vueltas extraordinarias. Cuando, tras muchas etapas, llega a la villa de Cavalaire, padece un resfriado y está extenuada. Cuando llegan, la casa está fría y la calefacción, encendida rápidamente, no calienta el hogar. Sacudida por los temblores, se entregará bruscamente a una crisis de desesperación. Llora entre los brazos de Bronia como un niño enfermo. Está obsesionada por su libro y teme que una bronquitis le prive de terminarlo. Bronia la cuida y la tranquiliza. Al día siguiente, Marie ha dominado un desfallecimiento moral que no se repetirá jamás.
Algunas jornadas hermosas la reconfortan y la consuelan. Cuando regresan a París, está mejor. Un médico ha hablado de gripe y —como todos los médicos, desde hace cuarenta años— de exceso de trabajo. Marie no concede importancia alguna a la ligera fiebre, que no la abandonará más. Vagamente inquieta, Bronia vuelve a Polonia. Ante el tren de Varsovia, sobre el andén tantas veces recorrido, las dos hermanas se abrazan y besan por última vez.
Marie fluctúa entre la enfermedad y la salud. Los días que se siente más fuerte va al laboratorio. Cuando se halla aturdida y debilitada, se queda en casa y escribe su libro. Pasa muchísimas horas a la semana en su nuevo departamento, y sigue con atención los planos de la villa de Sceaux.
Cada día que pasa siento la necesidad de un jardín y deseo ardientemente que este proyecto se realice —escribe Marie a Bronia el día 8 de mayo de 1934—. El precio de construcción ha podido ser fijado en una suma que conviene a mis economías. Vamos a poder colocar los cimientos.
Pero su astuta enemiga la gana en velocidad. La fiebre aumenta, los temblores son cada vez más violentos. Eva necesita usar de una paciente diplomacia para que su madre consienta en recibir a un nuevo doctor. Pone el pretexto de que los médicos son molestos y que no hay medio de pagarles, ya que ningún doctor francés ha aceptado jamás honorarios de la señora Curie y no ha podido tener nunca un médico a sueldo. Marie, la ilustre investigadora, la amiga del progreso, es como una campesina cualquiera: reacia a los cuidados.
El profesor Regaud visita amistosamente a Marie y le sugiere la idea de solicitar el consejo de su amigo, el doctor Raveau, y éste, a su vez, señala como médico al profesor Boulin. La primera palabra de éste, al observar el rostro exangüe de Marie, es:
—¡Hay que quedarse en cama! ¡Es necesario descansar!
Ha oído tantas veces estas mismas palabras, que Marie no se siente impresionada ya por esas frases. Sube y baja las pesadas escaleras del Quai de Bethune, trabaja casi todos los días en el Instituto del Radio. Un día soleado del mes de mayo de 1934 permanece hasta las tres y media de la tarde en la sala de física; desflora con cansancio las cápsulas, los aparatos, sus fieles compañeros… Cambia algunas palabras con sus colaboradores:
—Tengo fiebre —murmura—. Me voy a casa…
Todavía da una vuelta por el jardín, salpicado por las flores brillantes. Repentinamente, se detiene ante un rosal enclenque y llama a su mecánico:
—Georges, mire usted este rosal… ¡Hay que cuidarlo inmediatamente!
Una discípula se acerca y le ruega que no permanezca más tiempo al aire libre y que se vaya a casa. Accede, Marie, pero antes de subir al coche aun se vuelve para decir:
—Georges, no se olvide usted… ¡El rosal!…
Esa mirada inquieta hacia una planta débil es su adiós al laboratorio.
Marie no abandona ya la cama. Una lucha agotadora contra un mal impreciso, calificado sucesivamente de gripe y de bronquitis, la condena a fatigosos cuidados. Los soporta con una repentina, una terrorífica docilidad, y consiente en que se la traslade a una clínica, para ser objeto de un examen completo. Dos radiografías, cinco o seis análisis, dejan perplejos a los especialistas que han sido llamados a la cabecera de la ilustre investigadora. Ningún órgano parece atacado, ninguna enfermedad característica se declara. Mas, como las lesiones antiguas y un poco de inflamación velan las radiografías del pulmón, se imponen a Marie ventosas y calor. En vista de que no va ni mejor ni peor, se la traslada nuevamente al Quai de Bethune, y se comienza a pronunciar a su alrededor la palabra «sanatorio».
Temerosamente, Eva le sugiere la idea de este exilio. Marie obedece dócilmente y acepta la partida, poniendo su esperanza en un aire más puro, imaginándose que el ruido y el polvo de la ciudad le privan del restablecimiento total. Se hacen proyectos: Eva acompañará a su madre y se quedará durante unas semanas en el sanatorio; luego, los hermanos de Marie vendrán de Polonia, para hacerle compañía; más tarde, en el mes de agosto, irá su hija Irene. Y en otoño, Marie ya estará completamente restablecida.
En la habitación de la enferma, Irene y Frédéric Joliot conversan con la señora Curie de los trabajos del laboratorio, de la casa de Sceaux, de la corrección de las pruebas del libro que Marie ha terminado. Un joven colaborador del profesor Regaud, Georges Gricouroff, que con un delicado afecto la visita todos los días para saber de su salud, hace el elogio de la eficacia de los sanatorios. Eva, mientras tanto, se ocupa del futuro departamento, escoge el color de los papeles y de las pinturas.
A veces, Marie, con una pequeña sonrisa y observando la mirada de su hija, le dice:
—Me parece que nos estamos preocupando mucho, para nada…
Eva, que tiene preparadas ya las protestas y las bromas para animar a la señora Curie, solicita de los constructores que se den prisa para terminar el departamento. No obstante, no cree poder evitar la desgracia, a pesar de que los médicos no son pesimistas y que en la casa nadie parece inquieto; pero Eva, sin motivos categóricos, tiene la absoluta certidumbre de lo peor.
Durante los días claros de esta primavera radiante, Marie pasa en compañía de su hija largas horas de intimidad, condenada al ocio. El alma intacta de Marie, su corazón vulnerable y generoso, aparecen al desnudo, así como su dulzura sin límites. Marie es la dulce «Me» de años antes, y es, sobre todo, la adolescente que escribía, hace cuarenta y seis años, en una carta de juventud:
Los seres que sienten las cosas tan vivamente como yo y que no están en estado de cambiar esta disposición de su naturaleza deben disimularla cuanto puedan…
Esta es la clave de una naturaleza secreta, sensible en exceso, temerosa y fácilmente herida. A lo largo de una vida gloriosa, Marie se ha prohibido constantemente los impulsos espontáneos, las confesiones de debilidad, y acaso las llamadas de socorro que le subían a los labios.
Todavía ahora no se desahoga ni se lamenta, o tan poco, tan discretamente, que apenas se nota. Marie sigue hablando del porvenir. Del porvenir del laboratorio, del porvenir del Instituto de Varsovia, del porvenir de sus hijos. Marie espera y confía en que Irene y Frédéric Joliot recibirán dentro de algunos meses el premio Nobel. Marie sigue pensando, en fin, en el nuevo departamento, que le esperará en vano; o en la casa de Sceaux, que no se construirá jamás.
Marie se debilita. Antes de intentar su traslado a un sanatorio, Eva pide una consulta a cuatro celebridades de la Facultad, los mejores y más delicados médicos de Francia. Nombrarles aquí podría sugerir, por mi parte, una condena o una injusta ingratitud. Los cuatro médicos examinaron durante media hora a una mujer agotada e inexorablemente condenada por un mal incomprensible. En la duda, han terminado por dictaminar la renovación de las lesiones tuberculosas de la juventud. Creyeron que una temporada en el campo vencería la fiebre, y se equivocaron.
Trágica procesión de preparativos rápidos. Se ahorran las fuerzas de Marie, que sólo recibe la visita de sus íntimos. No obstante, desafía la consigna y hace ir en secreto a su alcoba a la señora Cotelle, colaboradora suya, a quien dicta estas recomendaciones:
—Hay que encerrar cuidadosamente el actinio, guardarlo hasta mi vuelta. Cuento con usted para que se cumpla esta orden mía. Reanudaremos nuestros trabajos después de las vacaciones.
A pesar de una brusca agravación, los médicos aconsejan el viaje inmediato. El viaje es terrible, indescriptible. Ya en el tren, a su llegada a Saint Gervais, Marie se desvanece entre los brazos de Eva y de la enfermera. Cuando queda instalada en la más hermosa habitación del sanatorio de Sancellemoz, se le hacen nuevas radiografías y nuevos exámenes. Los pulmones no están atacados y el viaje ha sido inútil.
La fiebre pasa de los cuarenta grados. No se le puede ocultar a la enferma, que con un cuidado de profesora de laboratorio comprueba siempre personalmente el nivel del mercurio. No dice casi nada, pero sus ojos pálidos reflejan un gran temor. El profesor Roch, de Ginebra, llamado urgentemente, compara los exámenes de la sangre de los últimos días, en que el número de glóbulos blancos y de glóbulos rojos desciende bruscamente. Diagnostica una perniciosa y fulminante anemia. Intenta animar a Marie, que está obsesionada por la idea del cálculo biliar y asegura que no se dejará hacer ninguna operación, emprendiendo un tratamiento de una energía desesperada. Pero la vida huye de ese organismo cansado.
Entonces empieza la lucha jadeante y atroz que se suele llamar «una muerte dulce», y en la que el cuerpo que se niega a morir se defiende con un salvaje furor. Cerca de su madre, Eva mantiene otra lucha: en el cerebro todavía lucidísimo de su madre, la idea de la muerte no ha penetrado. Hay que evitar este milagro; ahorrar a Marie esta pena inmensa que no apaciguaría ninguna resignación. Es necesario, sobre todo, atenuar el dolor físico, tranquilizar el cuerpo al mismo tiempo que el alma. Ni cuidados excesivos, ni tardías transfusiones de sangre, inútiles e impresionantes; ni repentina reunión familiar a la cabecera de la agonizante, que al observar reunidos a los suyos sentiría afectado el corazón por la horrorosa certidumbre.
Siempre estimaré a quienes socorrieron a mi madre en estos días de horror. El doctor Tobé, director del sanatorio, y el doctor Pierre Lowys, no sólo ofrecieron a mi madre su ciencia. La vida del sanatorio parece suspendida y atacada de inmovilidad por la noticia terrible: ¡la señora Curie se muere! La casa es todo respeto, fervor, silencio. Los dos médicos se relevan en la habitación de Marie. La sostienen, la animan. Cuidan también a Eva, ayudándola a combatir, a mentir, y sin que tenga necesidad de rogárselo, prometen adormecer con soporíferos e inyecciones los últimos sufrimientos de Marie.
En la mañana del 3 de julio la señora Curie puede leer por última vez el termómetro, que sostiene su mano vacilante; distinguir la repentina caída de la fiebre, que precede siempre al fin. Tiene una sonrisa de alegría. Y como Eva le asegura que es el signo de la curación, que ahora va a restablecerse, Marie, mirando la ventana abierta, reconquistada la esperanza y con un patético deseo de vivir hacia el sol, hacia las montañas inmóviles, exclama:
—No son los medicamentos los que me han hecho bien… ¡Es el aire libre, la altura!
Durante la agonía, Marie tiene pobres quejidos de dolor y de sorprendidas y soñadoras quejas:
—No puedo expresarme… Estoy ausente…
Marie no pronuncia el nombre de ningún ser viviente. No llama ni a su hija mayor, llegada el día antes con su esposo a Sancellemoz, ni a Eva, ni a sus hermanos. Las pequeñas y las grandes preocupaciones de su trabajo vagan a la deriva en su maravilloso cerebro y se manifiestan por frases sin continuidad:
—Los párrafos de los capítulos será necesario hacerlos iguales… He creído que esta publicación…
Y mirando muy fijamente una taza de té, en donde ella intenta agitar una cucharita —no una cucharita, sino una espátula o algún otro delicado instrumento de laboratorio—, murmura:
—¿Es que se ha hecho con radio o con mesotorio?
Marie se ha apartado de los humanos. Se reúne para siempre con sus «cosas» amadas, a las cuales ha dedicado toda su vida. Ya no tendrá más palabras indistintas y, de pronto, para el médico que va a darle una inyección, este débil grito de cansancio:
—¡No quiero!… ¡Que me dejen tranquila!
Los últimos momentos revelan la fuerza, la resistencia terrible de un ser cuya fragilidad no era más que aparente; de un corazón robusto, emboscado en una carne de donde se evade el calor y que, no obstante, continúa batiendo, incansable, implacablemente. Durante dieciséis horas aun, el doctor Pierre Lowys y Eva sostienen, cada uno, las manos heladas de una mujer de quien no quieren ni la vida ni la nada. A la aurora, cuando el sol haya coloreado de rosa las montañas y empezado su curso hacia un cielo admirablemente puro, cuando la rutilante luz de una gloriosa mañana haya inundado la habitación y la cama y haya acariciado las mejillas ahondadas y los ojos color de ceniza, inexpresivos y vidriados por la muerte, el corazón dejará de funcionar.
Ante su cadáver, la ciencia todavía debe manifestarse. Los síntomas normales, los exámenes de sangre, diferentes de los de las anemias perniciosas conocidas, denuncian el verdadero culpable: el radio.
La señora Curie puede contarse entre las víctimas de los cuerpos radiactivos que su marido y ella descubrieron, escribirá el profesor Regaud.
En Sancellemoz, el doctor Tobé redacta esta cita en el orden del día:
La señora Curie ha fallecido en Sancellemoz, el día 4 de julio de 1934. La enfermedad era una anemia perniciosa aplástica, de marcha rápida, febril. La médula ósea no ha reaccionado, probablemente porque está alterada por una larga acumulación de radiaciones.
El acontecimiento escapa del sanatorio silencioso, propagándose por el universo, y alcanza, aquí y allí, estado de agudo sufrimiento. En Varsovia, Hela; en Berlín, en un tren que corre veloz hacia Francia, José Sklodowski y Bronia, que intentarán llegar a tiempo a Sancellemoz, para ver de nuevo el rostro querido. En Montpellier, Jacques Curie. En Londres, la señora Meloney. En París, Maurice Curie y los amigos fieles.
Ante los aparatos inertes del Instituto del Radio, los jóvenes científicos sollozan. Georges Fournier, uno de los discípulos preferidos de Marie, escribirá: «¡Lo hemos perdido todo!»
La señora Curie descansa lejos de estos dolores, lejos de estas actividades y de los homenajes, sobre la cama de Sancellemoz, en una casa en donde devotos hombres de ciencia, colegas suyos, la han protegido hasta el fin. No se admite que ningún extraño perturbe siquiera con una mirada el descanso de Marie. Ningún curioso será testigo de la gracia con que se ha adornado Marie para este viaje infinito. Vestida de blanco, sus canas descubren la frente inmensa, grave y firme, y Marie, en este instante, es lo más hermoso y lo más noble de la tierra.
Sus manos arrugadas, callosas, endurecidas, profundamente quemadas por el radio, han perdido su tic familiar. Están alargadas, sobre la sábana, tiesas, terriblemente inmóviles…
¡Esas manos que trabajaron tanto!
El viernes, día 6 de julio de 1934, a mediodía, sin discursos, sin cortejo, sin un político, sin un elemento oficial, la señora Curie toma modestamente su plaza en la morada de los muertos. Se la entierra en el cementerio de Sceaux, ante sus íntimos, ante sus amigos y los colaboradores, que la querían. Su ataúd queda depositado encima del de Pierre Curie. Bronia y José Sklodowski tiran, sobre la fosa abierta, un puñado de tierra que trajeron de Polonia. La lápida mortuoria se enriquece con una nueva mención:
MARÍA CURIE-SKLODOWSKA
1867-1934
Un año más tarde, el libro que Marie había terminado antes de morir llevará a los «enamorados de la física» su último mensaje.
En el Instituto del Radio, donde se ha reanudado el trabajo, el enorme volumen ha llegado a la clara biblioteca y se ha reunido a otras obras científicas.
Sobre la cubierta gris, el nombre del autor: «Señora Pierre Curie. Profesora de la Sorbona. Premio Nobel de Física. Premio Nobel de Química».
Y el título es una sola palabra, severa y luminosa:
RADIACTIVIDAD