Capítulo 11
Un matrimonio joven
Marie triunfa siempre en lo que se propone. También en su matrimonio. Ha dudado durante un año antes de casarse con Pierre Curie. Casada, organiza la vida conyugal con una ternura tan clara, que hará de esa existencia una maravilla.
Los primeros días de su vida en común son pintorescos. Ella y él recorren, con sus famosas bicicletas, las carreteras de la Île-de-France. En el correaje de su portamantas han metido algunos vestidos y dos largas capas impermeables, que el verano lluvioso les ha obligado a comprar. Almuerzan sobre el césped de las praderas un poco de pan y de queso, melocotones y cerezas. Todas las noches, a la ventura, duermen en la primera posada que encuentran. Y hallan la sopa espesa y caliente, y una habitación con las paredes empapeladas con papel desteñido, sobre el cual la vela hace danzar sombras mágicas. Quedan solos en el falso silencio de la noche en los campos, lleno de ladridos lejanos, de arrullos de los pájaros, del lamento enloquecido de las gatas y del crujido dramático de los techos.
Cuando quieren explorar los sotos, los peñascos, cortan su viaje con un paseo a pie. Pierre tiene pasión por el campo. Sin duda alguna, los largos paseos silenciosos son necesarios a su genio, favorecen su ritmo exacto, sus meditaciones de hombre de ciencia. No puede permanecer inmóvil, fuera, en el jardín. No sabe «descansar». No le gustan las clásicas excursiones, con los itinerarios previstos de antemano. No tiene ninguna noción del tiempo. ¿Por qué hay que caminar de día, mejor que de noche? ¿Por qué las horas de las comidas deben ser inmutables?
Desde niño se ha acostumbrado a marchar de pronto, lo mismo al alba que en el crepúsculo, sin saber si regresará dentro de tres días o al cabo de una hora. De sus paseos con su hermano ha conservado recuerdos maravillosos.
¡Oh, qué hermoso tiempo pasé allí, en la soledad bienhechora, lejos de las mil pequeñas cosas molestas que en París me martirizan! No; no lamento las noches pasadas en el bosque y las jornadas que corrían solas. Si tuviera tiempo no me cansaría de contar los sueños que hice. También quisiera describir el valle delicioso, embalsamado de aromáticas plantas, el hermoso follaje, tan fresco y tan húmedo que atravesaba el Biebrza, el palacio de hadas de columnas de lúpulo, las rocosas y rojas colinas de brezo, en las que tan bien se estaba. Siempre me acordaré con gratitud del bosque de la Minière. De todos los rincones que conozco, es el que más me gusta y donde he sido más feliz. Me iba, generalmente, de noche y subía por el valle… Volvía con veinte ideas en la cabeza…
Los vagabundeos del verano de 1895, estos «vagabundeos de boda», son mucho más suaves aun: el amor los embellece y los exalta. Por unos cuantos francos, con que se pagan las habitaciones en los pueblos, y miles de golpes de pedal, los recién casados, durante noches y días maravillosos, se ofrecen el lujo de la soledad de ambos.
Hoy, dejan sus bicicletas en una casa de campesinos, se alejan de la carretera y se dirigen, al azar, por un sendero, no llevando más que una brújula y frutas. Pierre va delante, a grandes zancadas, y ella le sigue, sin fatiga. Sacrificando un poco las conveniencias, se ha subido las faldas, para poder caminar más libremente. Marie va con la cabeza descubierta. Lleva un corpiño blanco, muy fresco, bastante bonito, enormes zapatos, y alrededor del talle, un cinturón de cuero, práctico y poco gracioso, en el que guarda, en sus carteritas, un cortaplumas, dinero y un reloj. No viste a la moda, digámoslo francamente, va mal arreglada y, no obstante, tiene cierto encanto.
Sin volverse siquiera para mirar a su mujer, Pierre sigue en voz alta una meditación interior, y habla de un trabajo de cristalografía que le preocupa. Sabe que Marie le escucha y que lo que conteste será inteligente, útil, original. Marie también tiene grandes proyectos: quiere preparar el concurso de agregación, y Pierre esta casi seguro de que el director de la Escuela de física, el señor Schutzenberger, le concederá la autorización para hacer investigaciones en el mismo laboratorio de Pierre. ¡Vivir constantemente juntos! ¡No separarse jamás!
A través de los sotos, la pareja llega a la orilla de un estanque rodeado de rosales. Pierre descubre, con una alegría infantil, la flora y la fauna de esta charca durmiente. Conoce maravillosamente bien los animales del aire y del agua, las salamandras, las libélulas, los tritones… Mientras que la joven esposa se tiende sobre el ribazo, Pierre avanza diestramente sobre un tronco de árbol tumbado, y arriesgando una caída o el baño forzado, tiende las manos para agarrar jóvenes iris y pálidos nenúfares flotantes.
Marie, tranquila, casi adormecida, mira el cielo, por donde pasan las nubes ligeras. De pronto, da un grito, al sentir sobre la palma de su mano una cosa fría y húmeda. Es una rana verde, palpitante, que Pierre ha puesto delicadamente sobre su mano. No ha querido gastarle una broma. La intimidad con las ranas es a sus ojos una cosa absolutamente natural.
—Pierre, ¡por favor!… —dice Marie en son de protesta, con un movimiento de espanto.
El físico se sorprende:
—¿No te gustan las ranas?…
—… pero no en las manos.
—No tienes razón —dice él, sin conmoverse—. ¡Es tan divertido mirar una rana! Abre tus dedos dulcemente. ¡Fíjate qué bonita es!
Agarra el animal que tiene Marie, y ésta, tranquilizada, sonríe. Pone la rana al borde de la charca y le devuelve su libertad. Y cuando del descanso, reanuda su camino por el sendero. Su mujer, que se ha levantado de un salto, le sigue, llevando nenúfares e iris como un adorno salvaje.
Acechado por su trabajo, Pierre se olvida bruscamente del bosque y del cielo, de la rana y del estanque. Sueña en las dificultades inmensas de sus investigaciones, en los inquietantes misterios del desarrollo de los cristales; describe el aparato que quiere montar para una nueva experiencia; y, otra vez, escucha la voz fiel de Marie que le plantea lúcidos problemas, meditadas contestaciones.
En esos días felices se anuda uno de los más hermosos lazos que jamás hayan unido a una mujer y un hombre. Dos corazones laten al unísono, dos cuerpos se han juntado, dos cerebros de genio se han acostumbrado a pensar conjuntamente. Marie no podía casarse con otro hombre que no fuera este gran físico, este ser sereno y noble. Pierre no podía unirse a otra mujer que no hubiese sido esta polaca rubia, suave y vivaracha, que sabe ser, con algunos intervalos, pueril o trascendental, camarada y compañera, amante y profesora.
¡Dulce y maravilloso verano! Hacia mediados de agosto, cansados y encantados, los esposos se instalan cerca de Chantilly, en una granja conocida por La Biche (La Cierva). Un nuevo descubrimiento de Bronia que ha alquilado esta tranquila morada por unos meses. Marie y su marido se reúnen allí con la respetable señora Dluska, Casimiro, Bronia y su hija Helena, a quien conocen por el sobrenombre de Lou, el profesor Sklodowski y su hija Hela, que prolongaron su permanencia en Francia.
Estas vacaciones dejarán a este grupo de seres, que el destino reunirá en muy raras ocasiones, un recuerdo precioso y magnífico. El encanto de la casa poética, aislada en un bosque poblado de faisanes y de liebres, y con la tierra tapizada de hojas de muérdago, y la delicia de una amistad que une dos razas y tres generaciones.
Pierre Curie ha conquistado el cariño de su nueva familia para siempre. Habla de ciencias con el señor Sklodowski, conversa seriamente con la pequeña Lou, que tiene tres años, es hermosa, divertida, alegre y hace las delicias de todos. A veces, el doctor Curie y su esposa se trasladan de Sceaux a Chantilly para hacerles una visita. Se añaden unos cubiertos en la mesa grande, y la conversación, animada, pasa, de la química y la medicina, a la educación de los niños; de las ideas sociales, a la vida general de Francia o Polonia.
No hay en Pierre esa instintiva desconfianza hacia los extranjeros, tan frecuente entre los franceses. Por su parte, le han seducido las maneras de los Dluski y de los Sklodowski. Y para dar a su esposa una prueba más de su amor, se compromete, a pesar de las protestas cariñosas de Marie, a un esfuerzo muy lisonjero: aprender el polaco, la lengua más difícil de Europa y la más inútil, puesto que es la lengua de un país que no existe…
En La Biche, Pierre ha hecho una cura de polonización. En Sceaux, Marie, a su vez, seguirá desde septiembre un curso de francesismo. No pide nada mejor. Ya que ha escogido un francés por esposo, quiere incorporarse lo más posible a su segunda patria.
Marie sabe que al romper su resolución celibataria debe renunciar también a su vida espartana. Alrededor del matrimonio de excepción, fundado sobre la labor «antinatural» de la investigación científica, Marie ha creado una atmósfera humana, y quiere que su esposo tenga, entre sus padres y ella, una suave existencia. Marie ya quiere a su nueva familia, cuyo afecto hará menos cruel su destierro cuando hayan regresado a Polonia el señor Sklodowski y su hermana Hela.
El casamiento de Pierre con una extranjera pobre, encontrada en una buhardilla del Barrio Latino, no ha chocado ni sorprendido a estos ancianos y a estos espíritus de selección que son los padres de Pierre, y que han admirado a Marie desde el instante que la conocieron. No es sólo «el encanto eslavo» lo que impresiona a los padres políticos y al cuñado. Éste la distingue con una gran amistad. El doctor Curie está deslumbrado por la masculina inteligencia de su nuera, por su carácter, recto como una espada. Y su mujer está emocionada por la modestia y la gracia de la estudiante.
Una de las pocas sorpresas que tiene Marie en el ambiente de Sceaux es descubrir el vigor de las pasiones políticas de su suegro y de los amigos de éste. El doctor Curie, influido por las ideas de 1884, está íntimamente unido al radical Henry Brisson y tiene un espíritu batallador. Marie, que fue educada en la lucha contra los opresores extranjeros y la devoción pacífica por un ideal social, empieza a conocer las querellas partidistas, a las que tan aficionados son los franceses. Escucha largas contraofensivas y la exposición de apasionadas teorías, tan combativas como generosas. Cuando se cansa de ellos, se refugia cerca de su marido, que permanece alejado de las discusiones, soñador, silencioso… Si los invitados de los domingos quieren mezclar a Pierre en una de esas discusiones amistosas, suscitadas por los acontecimientos del día, el profesor contestará dulcemente, como excusándose:
—¡No estoy muy fuerte para disgustarme!
Pierre Curie estaba poco inclinado a tomar parte activa en la política —escribirá Marie—. Por educación y por sentimientos, estaba unido a las ideas democráticas y socialistas, pero no estaba dominado por ninguna doctrina de partido. En la vida pública, como en la vida privada, no creía en el empleo de la violencia.
El proceso Dreyfus será una de las raras ocasiones en que Pierre Curie, saliendo de su reserva, se apasionará por una lucha política. Pero, aun en este momento, su conducta no le será dictada por un espíritu sectario, sino que tomará con naturalidad, el partido del hombre inocente y perseguido. Combatirá, porque es un hombre justo, contra una iniquidad que le causa horror.
Las ventanas del departamento de la calle de la Glacière, 24, en donde se instala el joven matrimonio, en el mes de octubre, dan sobre los árboles de un vasto jardín. Es el único encanto que tiene aquel piso, carente de toda comodidad.
Los Curie no han hecho ningún esfuerzo para adornar las tres habitaciones exiguas. Es más, han rechazado los muebles ofrecidos por el doctor Curie. Cada canapé, cada butaca sería un objeto más para limpiar todas las mañanas y para barnizar en los días de limpieza a fondo.
Marie no puede. No tiene tiempo. Además, ¿para qué tener canapés y butacas, si los Curie, de común acuerdo, han acordado suprimir las reuniones familiares y las visitas? El importuno que suba los cuatro pisos y vaya a perturbar al matrimonio, en su guarida, queda definitivamente rechazado al penetrar en el despacho conyugal, de limpias paredes, amueblado, únicamente, por una biblioteca y una mesa de madera blanca. A una punta de la mesa se halla la silla de Marie. En la otra punta, la silla de Pierre. Sobre la mesa, tratados de física, una lámpara de petróleo, un ramillete de flores. Nada más. Ante las dos sillas, ninguna de las cuales es para el impertinente visitante, y las miradas correctamente sorprendidas de Marie y de su esposo, el más audaz no tiene otra salida que huir.
La existencia de Pierre tiene un solo ideal: la investigación científica, al lado de esta mujer bien amada, que también vive para lo mismo. La existencia de Marie es más dura, porque a la importancia de su obra, se mezclan las humildes y pesadas labores de todas las mujeres. Marie no puede descuidar la vida material, como en la época austera y bohemia de sus estudios en la Sorbona. Y su primera compra, al regreso de las vacaciones, ha sido la de un cuadernillo negro que en la cubierta tiene impreso con doradas letras esta enorme palabra: GASTOS.
Pierre Curie gana, en la actualidad, quinientos francos mensuales en la Escuela de Física. En espera del diploma de agregado, que permita a Marie dar clases en Francia, los quinientos francos son la única fuente de ingresos de la pareja.
Con esta suma, un matrimonio modesto puede vivir decentemente, y Marie ha aprendido a ser discreta en los gastos. Lo difícil es lograr que en las veinticuatro horas de un día quepa la pesada labor de una jornada. Marie pasa la mayor parte de su vida en el laboratorio de la Escuela, en donde le han reservado un puesto. ¡El laboratorio es la felicidad! Sólo que en la calle de la Glacière hay una cama por hacer y un piso por limpiar. Es necesario que la ropa de Pierre esté en buen estado y que sus comidas sean apetecibles. ¡Y todo ello sin servicio alguno!
Marie se levanta muy temprano para ir a la compra, y al anochecer, al regresar de la escuela, del brazo de su esposo, entra con éste en el almacén o en la lechería. Por la mañana, antes de salir hacia el laboratorio, monda las legumbres del almuerzo. ¿Dónde están los tiempos en que la indiferente señorita Sklodowska ignoraba los extraños ingredientes con los cuales se compone un caldo? Ahora, la señora Pierre Curie tiene a gala conocerlos bien. Desde que su matrimonio fue decidido, la estudiante ha aprendido, en secreto, algunas lecciones de cocina de la anciana señora Dluska y de su hermana Bronia. Ha aprendido cómo se asa un pollo y cómo se fríen las patatas. Prepara discretamente la comida para Pierre, y éste, a pesar de ser la indulgencia misma, no se da cuenta del gran esfuerzo que esto representa.
Un pueril amor propio estimula a Marie. ¡Qué modificación no sería la suya, si un día, su suegra, francesa, ante una tortilla mal hecha, se preguntara qué clase de educación dan a las niñas en Varsovia! Lee y relee libros de recetarios de cocina y hace anotaciones en los márgenes, describiendo en términos de concisión científica sus ensayos, sus fracasos y sus éxitos.
Inventa platos que piden poca preparación y hace otros que pueden dejarse cocer lentamente, durante las horas que hay que pasar en la escuela. ¡Pero la cocina es algo tan difícil como la química, y tan misteriosa! ¿Qué hacer para que los macarrones no se peguen? ¿Hay que poner en agua fría o en agua caliente la carne de buey hervida? ¿Cuánto tiempo tardan en cocerse las judías verdes? Ante su horno, Marie, con las mejillas sofocadas, lanza profundos suspiros. Era mucho más cómodo antes, alimentarse de pan con manteca y té, rábanos y cerezas.
Poco a poco va convirtiéndose en una discreta dueña de casa. La estufilla de gas, que tantas veces se había permitido calcinar un asado, conoce ahora sus deberes. Antes de salir, Marie deja la llama con una precisión de profesora de física y, luego, tras lanzar una última mirada inquieta a las cacerolas que confía al fuego, cierra la puerta de la escalera, desciende los peldaños se reúne con su marido para llegar juntos a la escuela.
Un cuarto de hora después, inclinada sobre otras retortas, arreglará con el mismo gesto cuidadoso la altura de una llama de un mechero del laboratorio.
Ocho horas de investigaciones científicas, dos o tres de trabajos domésticos. No es bastante. Por la noche, una vez inscriptos en pomposas columnas del cuaderno de cuentas —Gastos del Señor, Gastos de la Señora— los dispendios cotidianos, Marie Curie se sienta en la punta de la mesa de madera blanca y se sume en su preparación para el concurso de agregación. En la otra punta, Pierre, con la cabeza inclinada, atentamente, establece el programa de su nueva clase de la Escuela de Física. A menudo, sintiendo sobre sí la bella y profunda mirada de su marido, Marie levanta los ojos para recibir el mensaje de amor y de admiración. Una sonrisa silenciosa se cambia entre este hombre y esta mujer que se quieren. Hasta las dos o las tres de la mañana hay luz tras los cristales de sus ventanas, y en el despacho con dos sillas se oye el pianísimo ardiente de la página que se devuelve o de la pluma que araña el papel.
El día 25 de noviembre de 1895 Marie escribe a José Sklodowski:
En casa toda va bien. La vida es agradable. Poco a poco, voy arreglando mi piso, pero procuro conservar un estilo que no dé ninguna preocupación y que no reclame gran cuidado, pues tengo muy poco servicio: una mujer, que viene una hora diaria para hacer la limpieza de la cocina y las limpiezas extraordinarias. Yo hago la cocina y el arreglo diario.
Frecuentemente vamos a Sceaux, para ver a los padres de mi marido. Esto no complica nuestro trabajo. Tenemos, en el primer piso, dos habitaciones que contienen lo que necesitamos; estamos como en nuestra casa y podemos hacer allí parte del trabajo que no hacemos en el laboratorio.
Mis trabajos «lucrativos» todavía no se precisan. Creo que esto año conseguiré trabajo, que haré en el laboratorio. Es un trabajo medio científico, medio industrial, pero que yo prefiero a las lecciones.
El día 18 de marzo de 1896 Marie escribe a José Sklodowski:
… Nuestra vida es siempre la misma: monótona. Apenas vemos a nadie, con la excepción de los Dluski y, en Sceaux, a los padres de mi marido. No vamos casi nunca al teatro ni a ninguna diversión. Cuando llegue la Pascua tomaremos unos días de vacaciones y nos iremos de excursión.
Me entristece la idea de no poder asistir a la boda de Hela. Si ninguno de vosotros viviera en Varsovia, acaso, a pesar de las dificultades, reuniría el dinero necesario para el viaje. Pero, felizmente, Hela no estará sola ese día. Es necesario que me prive de esta inmensa alegría, que no podría darme, sin escrúpulos.
Desde hace unas semanas el calor aprieta. El campo está verde. Las humildes violetas, que comenzaron a despuntar en el pasado mes de febrero, llenan ahora los campos de Sceaux. Entre las piedras del jardín hay muchísimas. En las calles de París se venden flores a precios muy accesibles, y siempre tenernos ramilletes en nuestra casa.
El 16 de julio de 1896, Marie escribe a José y a la esposa de éste:
Queridos míos: ¡Me hubiera gustado tanto ir este año, para apretaros entre mis brazos! No he podido, ¡ay!, tanto por falta de dinero, como por falta de tiempo. Los exámenes de los concursos de agregación, que tengo en este momento, pueden prolongarse hasta mediados de agosto…
En el concurso de agregación a la enseñanza secundaria Marie Curie ha sido recibida en primer lugar. Sin decir una palabra, Pierre ha envuelto, con su brazo protector y orgulloso, el cuello de su polaca. Abrazados, han llegado hasta la calle de la Glacière…, y al instante han hinchado los neumáticos de las bicicletas y llenado las valijas, en ruta para la Auvernia. Viaje de exploración.
El matrimonio Curie prodiga sus fuerzas cerebrales y físicas. Sus vacaciones mismas son un desorden de energías.
Un espléndido recuerdo —escribirá más tarde Marie—, nos ha quedado de un día de sol, en que tras una cuesta larga y penosa, atravesamos el prado verde y fresco de Aubrax, entre el aire puro de las altas mesetas. Otro recuerdo vivo es aquel de una noche en que, retardados, a la hora del crepúsculo, en la garganta del Truyère, nos quedamos pendientes por una canción popular que moría a lo lejos y que venía de una barca que descendía a flor de agua. Por no haber previsto muy bien nuestras etapas, no pudimos llegar a la pensión antes de la aurora. Un tropiezo con unos carros, cuyos caballos se asustaron de nuestras bicicletas, nos obligó a caminar, a campo traviesa, por tierras y sembrados. Luego, tomamos la carretera por la alta meseta, bañada por la luz irreal de la luna, mientras las vacas, que pasaban la noche entre cercas, se acercaban, gravemente, para contemplarnos con sus grandes ojos tranquilos.
Segundo año de matrimonio. No se diferencia del primero, más que por el estado de salud de Marie, alterado por su embarazo. La señora Curie ha deseado este hijo, pero está atormentada de encontrarse tan mal y de no poder estudiar, sin fatigarse, la imantación de los aceros, de pie ante sus aparatos. Y se lamenta.
El 2 de marzo de 1897, Marie escribe a Kazia:
Querida Kazia:
He retrasado mucho mi carta de felicitación del año nuevo, pero estos últimos tiempos me he sentido muy delicada, y ello me ha privado de la energía y de la libertad de espíritu necesarias para escribirte.
Voy a tener un hijo, y esta esperanza se manifiesta cruelmente. Desde hace dos meses, tengo continuos aturdimientos, durante todo el día, de la mañana a la noche. Me fatigo y me debilito mucho, y aunque no tengo mal semblante, me siento incapaz para el trabajo.
Mi estado me duele aun más, porque mi madre política está gravemente enferma.
El día 31 de marzo de 1897, Marie escribe a José Sklodowski:
Nada de particular. Todo el tiempo estoy sufriendo, y, lejos de debilitarme, no tengo mal semblante. La madre de mi marido enferma, y como es un mal incurable (un cáncer en un seno), estamos abatidísimos. Temo, sobre todo, que su enfermedad tenga su desenlace al mismo tiempo que mi parto. Si ello fuera así, mi pobre Pierre pasaría muy malas semanas.
En julio de 1897, Marie y su marido, que desde hace dos años apenas se han alejado el uno del otro, se separan por primera vez. El profesor Sklodowski ha venido a pasar el verano Francia y se ha instalado, con su hija, en el Hotel des Roches Grises de Port-Blanc, velando sobre ella, en espera de que Pierre, retenido en París, pueda reunirse con ellos.
En julio de 1897, Pierre escribe a su esposa:
Hijita mía, tan querida, tan gentil y a la que yo quiero tanto. He recibido tu carta hoy y me he sentido felicísimo. Aquí no hay nada de particular, si no es que tú haces mucha falta. Mi alma se ha ido contigo.
Estas líneas están escritas… en polaco; esa lengua bárbara de la que el profesor ha querido conocer las más tiernas palabras. En polaco también y en cortas frases, más fáciles de interpretar para un principiante, Marie le contesta:
Mi querido esposo:
Hace un día hermoso y el sol brilla. Hace calor. Estoy muy triste sin ti. Ven pronto. Te espero de la mañana a la noche y no te veo llegar. Yo estoy bien. Trabajo todo lo que puedo, pero el libro de Poincaré es más arduo de lo que creía. Es necesario que hable contigo y que releamos juntos lo que me ha parecido difícil.
Volviendo al francés, Pierre, en las cartas que empiezan con Mi querida niñita, a la que quiero mucho, describe su vida en Sceaux y los detalles de su trabajo de fin de año. Habla con extrema seriedad de las mantillas, de las ropitas y de las camisitas del niño que ha de nacer:
… Te he enviado hoy una encomienda postal, para ti. Encontrarás dentro dos chambras de punto de malla, que provienen, creo, de la señora P. Es la talla pequeña y la siguiente. La pequeña conviene para las chambras de punto elástico, pero hay que hacerlas un poco más anchas en tela o algodón. Es necesario que tengas chambras de las dos tallas.
Y, bruscamente, halla palabras graves y raras para explicar su amor:
… Pienso en el amor que llena mi vida y quisiera tener facultades nuevas. Me parece que concentrando mi espíritu exclusivamente en ti, como acabo de hacerlo, debería llegar a verte, a seguir lo que tú haces y a hacerte sentir todo lo que yo siento por ti en este momento, pero no llego a poseer la imagen.
A principios del mes de agosto, Pierre vuela hacia Port-Blanc. ¿Es de creer, acaso, que enternecido por el estado de Marie, encinta de ocho meses, va a pasar junto a ella un verano apacible? ¡De ninguna manera! Con una inconsciencia de locos —o, acaso, de sabios—, los esposos parten en bicicleta para Brest, cubriendo etapas tan largas como de costumbre. Marie ha afirmado que no sentía ninguna fatiga, y Pierre lo ha creído. Tiene el vago sentimiento de que su mujer es un ser sobrenatural que escapa a las leyes humanas.
No obstante, esta vez, el cuerpo de la muchacha reclama una gracia. Marie se ve obligada, sintiéndose humillada por ello, a abreviar el viaje y regresar a París, donde, el día 12 de septiembre, da a luz una hija: Irene. ¡Un hermoso bebé y un futuro premio Nobel! El doctor Curie preside el parto, que la señora Curie soporta con los dientes apretados, sin un grito.
El parto no ha sido muy celebrado, costando muy poco dinero. El 12 de septiembre encontramos en el cuaderno de cuentas, a título de gastos: Champaña, tres francos. Telegrama, 1 franco 10. En el capítulo de «enfermedades»: Farmacia y enfermedad: 71 francos 50. El total de gastos en el mes de septiembre del matrimonio Curie —430 francos con 40—, lo encuentra Marie terriblemente aumentado, y por ello subraya la cifra 430 francos, con dos trazos vigorosos y rabiosos.
La idea de optar entre la vida de familia y la carrera científica no atraviesa siquiera el espíritu de Marie. Está dispuesta a enfrentarse con el amor, las maternidades y la ciencia y no hacer trampas en nada. Pasión y voluntad. Y triunfa.
El día 10 de noviembre de 1897, Marie le dice al señor Sklodowski:
Crío a mi pequeña reina, pero en estos últimos tiempos hemos temido seriamente que no pudiera resistirlo. Durante tres semanas, el peso de la niña ha disminuido repentinamente. Irene tenía mal aspecto, estaba abatida y sin vida. Desde hace unos días está mejor. Si la niña aumenta de peso normalmente, seguiré criándola; si no, tomaré una nodriza, a pesar del dolor que ello me causará, y a pesar del gasto. Por nada del mundo quisiera perjudicar el desarrollo de mi hija.
Aun hace buen tiempo, caluroso, soleado. Llevo todos los días a Irene a pasear conmigo o con la criada. La baño en una pequeña cubeta de colada.
Bajo las formales indicaciones del médico, Marie tiene que dejar de dar el pecho a su hija. Pero, por la mañana, a mediodía, por la tarde y por la noche, Marie cambia la ropita, la lava y la viste. La nodriza pasea la niña por el parque Montsouris, mientras la joven madre trabaja ante los aparatos de laboratorio y redacta el trabajo sobre las imantaciones, que se publicará en el Boletín de la Sociedad de fomento de la industria nacional.
El mismo año, con tres meses de intervalo, Marie da a luz su primer hijo y el resultado de sus primeras investigaciones…
A veces, su acrobático régimen de vida parece imposible que se sostenga.
Después del parto, su salud se ha alterado. Casimiro Dluski y el doctor Vauthier, médico de la familia Curie, hablan de una lesión tuberculosa en el pulmón izquierdo. Alarmados por la inquietante herencia de Marie, cuya madre murió tísica, aconsejan que pase algunos meses en un sanatorio. Pero la obstinada Mara les escucha distraída y se niega categóricamente a obedecerles.
Marie tiene otras preocupaciones: el laboratorio, su marido, su hogar, su hija… Los llantos de Irene en el momento de la dentición, una gripe o cualquier otro accidente benigno, perturban frecuentemente la calma del hogar y hacen pasar a los dos profesores de química noches de insomnio y angustia. A menudo, Marie, sobrecogida por un pánico absurdo, abandona la Escuela de Física y corre hacia el parque Montsouris. ¿Habrá perdido a su hija, la nodriza? No… Allí están, lejos, siguiendo el itinerario señalado, la nodriza y el cochecito, dentro del cual duerme la niña.
En su padre político ha encontrado un aliado precioso. El doctor Curie, cuya esposa murió unos días antes de que naciera Irene, quiere, con pasión, a su nietecita. Vigila sus primeros pasos en el jardín de la calle de Sablons. Cuando Pierre y su esposa abandonaran la calle de la Glacière por un modesto pabellón en el boulevard Kellermann, el anciano doctor fue a vivir con ellos. Será el educador y el mejor amigo de Irene.
¡Cuánto camino se ha hecho desde la mañana de noviembre de 1891, en que una joven polaca, cargada de paquetes, llegaba a la estación del Norte, en un vagón de tercera clase! Marie Sklodowska ha descubierto la física, la química y la vida completa de una mujer. Ha vencido todos los obstáculos, pequeños o gigantescos, sin una duda y merced a una tenacidad sin par y un excepcional coraje.
Estas luchas, estas victorias, la han transformado físicamente, dándole un rostro nuevo. Es imposible mirar sin emoción una fotografía de Marie Curie, poco después de cumplidos los treinta años. La muchacha pálida, un poco rechoncha, se ha convertido en un ser inmaterial. Quisiera decírsele:
—«¡Qué mujer más seductora, singular, bonita!…» Pero no se atrevería nadie, debido a su frente inmensa y a su mirada del otro mundo.
La señora Curie tiene cita con la gloria. Y se ha embellecido.