Capítulo 26
El laboratorio
—¿Está ahí la señora Curie? Busco a la señora Curie… ¿Ha llegado? ¿Ha visto usted a la señora Curie? —Jóvenes de ambos sexos, personajes blancos, bajo las blusas de laboratorio, se interrogan en el vestíbulo que la ilustre investigadora debe franquear al llegar al Instituto del Radio. Cinco o diez trabajadores se reúnen por la mañana a su paso. Cado uno quiere, sin molestarla, pedirle un consejo, obtener, al vuelo, una palabra de aliento, una indicación. De esta manera se constituye lo que Marie denomina, sonriente, el soviet.
El soviet no espera mucho tiempo. A las nueve de la mañana el antiguo coche franquea la reja de la calle Pierre Curie y da vuelta a la avenida. Se cierra la puerta. Por la entrada que da al jardín aparece la señora Curie. El grupo de peticionarios se aprieta, alegremente, junto a ella. Acentos respetuosos y tímidos le anuncian que se acaba de hacer tal peso, le comunican noticias de la solución de polonio o insinúan que «si la señora Curie pudiera ver un segundo el aparato Wilson comprobaría un resultado interesante…»
A pesar de que alguna vez se lamente de ello, Marie está contenta de estas ráfagas de energía y de curiosidad con que la saluda el comienzo del día. Lejos de esquivarlas, de precipitarse hacia sus propios trabajos, permanece allí, con su abrigo y su sombrero, de pie, entre sus colaboradores. Cada uno de los idea es buena, pero el procedimiento que sugiere es impracticable. He encontrado otro que pudiera dar resultado. Iré a hablarle. Señora Cotelle, ¿qué total ha sacado usted? ¿Está usted segura de que el cálculo es exacto? Anoche lo rehíce yo y he encontrado una cifra ligeramente diferente… ¡En fin, vamos a ver!
Ningún desorden, ninguna duda en estas observaciones. Durante los minutos que consagra a un investigador, Marie Curie está enteramente concentrada sobre el problema que estudia aquél; problema que ella conoce en sus más mínimos detalles. Un instante después habla de otro trabajo con un nuevo alumno. Su cerebro está magníficamente dotado para esta gimnasia singular. En el laboratorio, en donde tantas jóvenes inteligencias sufren y se excitan, Marie semeja uno de esos campeones de ajedrez que, sin mirar siquiera los tableros, siguen, a la vez, treinta o cuarenta partidas.
Pasan algunos hombres, saludan y se detienen. «El soviet» aumenta. Marie ha terminado por sentarse en un peldaño de la escalera, sin interrumpir la audiencia, tan poco protocolar. Así, encogida, mirando de abajo arriba, los trabajadores de pie, cerca de ella y apoyados en la pared, no tiene la actitud clásica de un jefe. ¡Y, no obstante, lo es!
Marie fue la que escogió, tras minuciosos exámenes de sus capacidades, los estudiantes del laboratorio. Marie es, casi siempre, la que designa sus trabajos. Y a Marie van a consultar los alumnos apurados, con la certidumbre de que la señora Curie encontrará el error experimental a que les ha lanzado una falsa vía…
En cuarenta años de labor científica, la ilustre investigadora, de cabellos blancos, ha amasado un enorme saber. Es la bibliografía viviente del radio. Ha leído, en los cinco idiomas que poseen perfectamente, todas las publicaciones que se refieren a los ensayos en curso del Instituto. Marie descubre los fenómenos de las prolongaciones nuevas e inventa técnicas. Y, por último, inestimable virtud para aclarar las madejas enmarañadas de los conocimientos y las hipótesis, Marie posee sentido común. Las famosas teorías y las suposiciones seductoras, pero fantásticas, que le exponen ciertos discípulos son rechazadas por su clara mirada y por su rotunda razón. ¡Cuánta seguridad da trabajar con un maestro tan prudente y audaz a la vez!
Paulatinamente, el grupo reunido en la escalera se dispersa. Aquéllos a quienes Marie dio las sugestiones del día, huyen, llevándose el botín. La señora Curie acompaña a uno de ellos hasta la «sala de física» o la «sala de química» y continúa la conversación ante un aparato. Por último, libre ya, penetra en su laboratorio particular, se pone su enorme bata de trabajo, negra, y se entrega a sus experiencias personales.
Su recogimiento dura poco. Arañan la puerta. Uno de los investigadores reaparece, llevando en la mano unas hojas manuscritas. Tras él espera otro investigador. Y el lunes, día de sesión semanal en la Academia de Ciencias, los autores de las comunicaciones que deben ser presentadas por la tarde van a someter su redacción a la señora Curie.
Para leer esos papeles la señora Curie entra en una habitación clara, vulgar y estrecha, en donde un profano no reconocería el gabinete de trabajo de una ilustre investigadora científica. Una mesa de ministro, de roble, un clasificador, bibliotecas, una vieja máquina de escribir, un sillón de cuero, semejante a cien sillones de cuero, dan al ambiente una anónima decencia. Sobre la mesa, un tintero de mármol, montones de libros, un cubilete erizado de estilográficas y lápices con puntas afiladas, un «objeto de arte», ofrecido por una asociación de estudiantes… Y —¡oh, sorpresa!— una pequeña vasija, procedente de las excavaciones de Ischia, obscura, graciosa, tenue.
Las manos que tienden a la señora Curie las notas para la Academia tiemblan, a menudo, de emoción. ¡Los autores saben que el examen será severo! A Marie jamás le parece la redacción lo bastante clara y lo bastante elegante. No sólo persigue los errores técnicos, sino que rehace frases enteras y señala las faltas de sintaxis.
—Yo creo que así puede ser —contesta al joven científico, más muerto que vivo, mientras le entrega su borrador.
Pero si el trabajo del alumno ha satisfecho a Marie, ésta sonríe y pronuncia unas palabras: —«¡Está muy bien; es perfecto!», que recompensan las penas del joven físico, dándole alas para volar hasta el laboratorio del profesor Perrin. Este es quien tiene por costumbre presentar a la ilustre corporación las comunicaciones del Instituto del Radio.
EL mismo Jean Perrin repite a quien quiere oírle:
—La señora Curie no es solamente «un físico glorioso». Es, también, el más grande director de laboratorio que he conocido.
¿Cuál es el secreto de esta maestría? Ante todo, por encima de todo, el extraordinario «chauvinismo» del Instituto del Radio que anima a Marie, ferviente servidora y defensora natural del prestigio y de los intereses de la morada bien amada.
Marie se dedica a conquistar las provisiones de cuerpos radiactivos necesarios a las investigaciones de gran envergadura. Existen intercambios de amabilidades y finuras entre la señora Curie y los directores de la fábrica belga de radio, la Unión Minera del Alto Katanga, e invariablemente acaban de esta manera: la Unión Minera expide, gentilmente, a la señora Curie, toneladas de residuos, y Marie, encantada, emprende inmediatamente la extracción de elementos codiciados…
Año tras año enriquece su laboratorio. Se la puede ver, en compañía de Jean Perrin, recorrer los ministerios, reclamar subvenciones y becas de estudio. Así obtendrá en 1930 un excepcional crédito de investigaciones de quinientos mil francos.
A veces, cansada y un poco humillada de estas visitas que se impone, describe a Eva sus esperas en las antecámaras, sus temores excesivos, y termina diciendo, con una sonrisa:
—¡Yo creo que acabarán por echarnos como a los mendigos!
Los trabajadores del laboratorio Curie, guiados por este firme piloto, exploran, uno a uno, los compartimientos insondables de la radiactividad de 1919 a 1934, cuatrocientas ochenta y tres comunicaciones científicas, de las cuales treinta y cuatro tesis, han sido publicadas por los químicos y los físicos del Instituto del Radio. De estos cuatrocientos ochenta y tres estudios, la señora Curie cuenta en su activo treinta y una publicaciones.
Esta cifra, por elevada que sea, necesita un comentario. Durante la última parte de su vida, la señora Curie prepara el porvenir con demasiado espíritu de sacrificio, acaso, y da lo más puro de su tiempo a su papel de directora, de maestra. ¿Cuál no hubiera sido su labor creadora si hubiera podido, como los jóvenes que la rodeaban, dedicar a la investigación cada uno de sus minutos? ¿Y quién dirá jamás la parte de Marie en los trabajos que ha inspirado y guiado, etapa por etapa?
Marie no se plantea estos problemas. Se alegra de las victorias conseguidas por el equipo, por la persona colectiva, que ella no califica, siquiera, de mi laboratorio, sino con un indecible acento de orgullo secreto el laboratorio. Cuando Marie pronuncia estas dos palabras, no existe ningún otro laboratorio sobre la tierra.
Los dones psicológicos y humanos de Marie le han servido para ser una mujer de un impulso extraordinario. La señora Curie, tan poco familiar, sabe ganarse la devoción de sus compañeros de trabajo, a quienes después de largos años de colaboración cotidiana continúa llamando señorita o señor.
Marie, cuando está entregada a alguna preocupación científica, permanece largos ratos sentada sobre un banco del jardín. La voz suplicante de una ayudanta la llama a la realidad.
—Señora, va usted a enfriarse… Señora, entre usted, se lo ruego…
Y unas manos discretas ponen al lado de la señora Curie, que se olvidó de ir a almorzar, un poco de pan y unas frutas…
Los muchachos del laboratorio, los obreros, sienten, como los demás, su seducción escondida, única en el mundo. Cuando Marie ha tomado un chófer particular, se ha visto a Georges Boiteaux, el ujier del Instituto y a la vez hombre de cualquier trabajo mecánico, chófer y jardinero, llorar a lágrima viva ante la idea de que desde aquel momento seria otro quien conduciría a la señora Curie de la calle Pierre Curie al Quai de Bethune.
Marie procura no demostrar externamente el afecto que siente por cuantos luchan con ella; en esa gran familia siéntese unida a las almas más entusiastas y más altas. Pocas veces he visto a mi madre tan abatida como en agosto de 1932, cuando supo la súbita muerte de uno de sus discípulos predilectos:
He tenido un gran disgusto al llegar a París, escribe. El químico Reymond, un muchacho a quien yo estimaba tanto, se ha ahogado en una ribera del Ardèche. Estoy trastornada.
Su madre me ha escrito para decirme que el muchacho había pasado las mejores horas de su vida en el laboratorio. ¿Para qué, si iba a terminar así? Tanta juventud hermosa, tanta gracia, nobleza y encanto; tantos dones intelectuales considerables desaparecidos en un instante por un desatinado baño de agua fría…
Su mirada lúcida discierne los defectos o las cualidades, señala inexorablemente las fallas que impedirán a tal o cual investigador transformarse en un sabio. Más que a los vanidosos, rehúye a los torpes. Las catástrofes materiales en un montaje de una mano inhábil la exasperan. De un experimentador poco dotado dice a sus íntimos, en cierta ocasión:
—Si todo el mundo fuera como él, no se harían grandes locuras en el terreno de la física.
Cuando un colaborador ha presentado una tesis, o ha obtenido un diploma, o ha sido juzgado digno de un premio, se da en su honor un té de laboratorio. En verano estas reuniones tienen lugar bajo los tilos. Y en invierno el ruido de las vajillas perturba bruscamente la paz de la sala mayor del edificio: la biblioteca. ¡Pintoresca vajilla! Los vasos de precipitados sirven de tazas de té o de copas de champaña; los agitadores substituyen a las cucharillas. Los estudiantes se transforman en camareros ofreciendo los dulces a sus camaradas, a sus jefes y a André Debierne, que es el maestro de conferencias en el Instituto del Radio; el jefe de trabajos, Fernando Feolweck, y Marie, una Marie alegre, conversadora, que procura proteger su vaso de té de los movimientos de los grupos.
Repentinamente se hace un silencio… La señora Curie va a felicitar al agasajado. En breves y calurosas frases celebra la originalidad del trabajo y resalta las dificultades que fueron vencidas. Se aplauden vigorosamente las observaciones discretas que ilustran la felicitación: una palabra amable para los padres del héroe de la fiesta o —si se trata de un extranjero— para su patria lejana. «Cuando vuelva usted a su país, que conozco y en donde sus compatriotas me recibieron tan amablemente, confío en que conservará usted un buen recuerdo del Instituto del Radio. Habrá podido comprobar que trabajamos mucho y que lo hacemos lo mejor que podemos…».
Algunos de los «tés» tienen para Marie un valor de emoción particular. En una de esas fiestecitas se celebra la tesis de doctorado de su hija Irene; en otra, la de su hijo político, Frédéric Joliot. La señora Curie ve desplegarse bajo su dirección los dones de estos dos investigadores. En 1934, el joven matrimonio obtiene una magnífica victoria. Tras largos estudios sobre los fenómenos de transmutación de átomos, Irene y Frédéric Joliot descubren la radiactividad artificial. Bombardeando ciertas substancias de aluminio, por ejemplo, con los rayos emitidos espontáneamente por los radioelementos, logran transformar estas substancias en elementos radiactivos nuevos, desconocidos en la naturaleza y que, desde aquel momento, serán fuentes de radio. Las consecuencias de esta sorprendente creación de átomos en química, en biología, en medicina, se adivinan claramente. ¡Se acerca el momento, acaso, en que para responder a las necesidades de la curieterapia se fabricarán industrialmente cuerpos que tengan las propiedades del radio!
En una sesión de la Sociedad de Física en que el matrimonio expone sus trabajos, Marie, atenta y orgullosa, se halla sentada en los bancos del público y encuentra a Albert Laborde, que años atrás fue ayudante suyo y de Pierre Curie, y Marie lo acoge con gran alegría, poco habitual en ella, diciéndole:
—¡Buenos días! ¿Han hablado bien, verdad? ¿No parece que estamos de nuevo en la época brillante del viejo laboratorio?
Marie está demasiado excitada y demasiado despierta para no prolongar el día. Regresa a pie hasta su casa, por las orillas del Sena, acompañada de algunos colegas. Y comentará extensamente el éxito de «sus jóvenes».
AL otro lado del jardín de la calle Pierre Curie los colaboradores del profesor Regaud, que Marie familiarmente califica de «los de enfrente», preparan por la investigación y la terapéutica su lucha contra el cáncer. De 1919 a 1935 han sido atendidos por el Instituto del Radio ocho mil trescientos diecinueve enfermos.
Claude Regaud es otro «chauvinista» del laboratorio. Pacientemente ha reunido en torno suyo las armas que reclama su combate: radio, aparatos, locales y un hospital. Ante el extraordinario número de curaciones obtenidas y la urgencia de las necesidades, ha debido pedir prestada alguna cantidad de radio. ¡La Unión Minera le ha confiado hasta diez gramos!
Y también ha tenido que recurrir a las subvenciones del Gobierno y a las donaciones particulares. El barón Henri de Rothschild y los hermanos Lazard han sido los principales bienhechores, y un anónimo donante, fastuoso y delicado, usando de las precauciones más complicadas para proteger su incógnito, ha ofrecido a la Fundación Curie tres millones cuatrocientos mil francos.
De esta manera se pudo crear paulatinamente el centro de radioterapia y de curieterapia más importante de Francia. Su prestigio es inmenso: más de doscientos médicos procedentes de los cinco continentes solicitan hacer pasantías para aprender la técnica de los tratamientos del cáncer.
La señora Curie, profesora de física y de química, no toma parte alguna en los trabajos de biología y de medicina. Pero sigue apasionadamente sus progresos. Se compenetra perfectamente con el profesor Regaud, colega ilustre, alta conciencia y hombre de un desinterés sin límites. Como Marie, odia el ruido de la gloria. Como Marie también, ha rechazado siempre los beneficios materiales. Si quisiera visitar y hacerse una clientela ganaría grandes fortunas. Ni siquiera lo ha intentado.
Los dos codirectores, a quienes maravilla la excelencia de los tratamientos cuando son practicados por técnicos, tienen el mismo tormento: asisten desesperados, impotentes, a la explotación poco escrupulosa del radio que hace estragos en el mundo entero. Hay médicos ignorantes que cuidan a ciegas a los enfermos con los cuerpos radiactivos, sin concebir siquiera los peligros de esas «curaciones», y hasta llegan a anunciarse medicamentos o productos de belleza a base de radio y que se ofrecen al público, a veces, bajo nombres que recuerdan el de Curie.
No hay necesidad de condenarlos siquiera. Basta decir que mi madre, la familia Curie, el profesor Regaud y el Instituto del Radio han permanecido siempre extraños a esas empresas.
Vea si hay algo importante…
Marie tiene prisa y señala a su inteligente y suave secretaria, la señora Razet, el correo que ha llegado el día anterior.
Los sobres llevan frecuentemente direcciones simplificadas: «Señora Curie. París» o «Señora Curie, savante[9], Francia». La mayor parte del correo contiene peticiones de autógrafos o son cartas de locos.
Una tarjeta impresa se envía a los que piden autógrafos: «La señora Curie, no deseando dar autógrafos, ni firmar retratos, le ruega que la excuse». Para los exaltados que alternan en ocho o diez páginas tintas de colores distintos, los inventores desconocidos, los maniáticos de la persecución, los locos de amor o los locos que amenazan, no hay contestación alguna. Sólo el silencio.
Quedan las otras cartas. Marie, conscientemente, dicta a su secretaria las respuestas para sus colegas extranjeros, las contestaciones a los llamamientos desesperados de aquellos que imaginan que la señora Curie puede curar todas las enfermedades, calmar todos los dolores. También hay que contestar las cartas de los proveedores de aparatos, las propuestas, las facturas, las circulares que envían a la «señora viuda de Curie, profesora de la Facultad de Ciencias» sus jefes jerárquicos… Una interminable correspondencia administrativa, que Marie clasifica metódicamente en cuarenta y siete carpetas…
Marie se somete a las estrictas costumbres universitarias. Su gloria, su cualidad misma de mujer, no cuentan para nada a sus ojos y así termina sus cartas oficiales con las sencillas y humildes fórmulas de subordinada. Los «sentimientos respetuosos» para el señor decano y «la seguridad de su respeto» para el señor rector.
Las cuarenta y siete carpetas no bastan a las relaciones de la señora Curie con el mundo exterior. Se la asaetea con peticiones de visitas y citas. Los martes y los viernes por la mañana, Marie se pone su mejor vestido negro. «Es necesario que me presente bien. Es mi día» —dice.
En el vestíbulo del laboratorio la esperan solicitantes, periodistas —periodistas también—, a quienes la señora Razet advierte fríamente: «La señora Curie le recibirá si tiene usted que hacerle alguna pregunta técnica. La señora Curie no concede interviús de tipo personal».
A pesar de que Marie es la cortesía misma, los interlocutores no se atreven a iniciar una larga conversación. La sala de audiencia, exigua y nada confortable, las sillas duras, el tic impaciente de los dedos de la ilustre investigadora, la mirada astuta de la señora Curie hacia el reloj no les deciden a ello.
El lunes y el miércoles, desde que despierta, la señora Curie está nerviosa y agitada. A las cinco debe dar su clase. Tras el almuerzo se encierra en su despacho del Quai de Bethune. Prepara su lección, escribe sobre una hoja blanca los títulos del capítulo de su exposición. Hacia las cuatro y media llega al laboratorio y se aísla nuevamente en su estrecho salón de descanso. Está angustiada, nerviosa, inabordable. Hace veinticinco años que Marie da clases. No obstante, cada vez que debe aparecer en el pequeño anfiteatro, ante los veinte o treinta alumnos que, cuando entra, se ponen de pie, tiene indefectiblemente el trac[10].
¡Incansable y terrible actividad! Cuando tiene algún «momento perdido», Marie escribe artículos científicos, libros, un tratado sobre La isotopía y los isótopos, una breve y enternecedora biografía de Pierre Curie, un nuevo tratado científico que establecerá de una manera perfecta las lecciones de la señora Curie…
Estos años brillantes y fecundos tienen también sus dramáticos combates: la señora Curie está amenazada de quedar ciega.
El médico le ha hecho saber en 1920 que una doble catarata iba a crear poco a poco la obscuridad. Marie no se ha desesperado. Ha anunciado sin temor su desgracia a las dos hijas y a continuación ha hablado del remedio: la operación podría intentarse dentro de dos o tres años. Desde aquel momento, durante la espera dramática, los cristales que usará serán opacos y pondrán entre el mundo y ella, entre su trabajo y ella, una perpetua niebla.
El día 10 de noviembre de 1920 Marie escribe a Bronia:
Mis mayores molestias proceden de mis ojos y de mis oídos. Mis ojos están muy débiles y no se puede hacer gran cosa. En cuanto a los oídos, me persigue un zumbido casi continuo, a menudo muy intenso. Mucho me inquieta. Mi trabajo puede ser perturbado o acaso hacerse imposible. Seguramente es el radio lo que me ha producido todo esto, pero no se puede afirmar con exactitud.
Estas son mis penas. No digas a nadie esto, sobre todo para que no circule el rumor. Y ahora hablemos de otra cosa…
«No digas a nadie esto»… Tal es el estribillo de sus conversaciones con Irene y Eva, con su hermano y con sus hermanas, los únicos confidentes. Su idea fija es evitar que una indiscreción propague la noticia y que un periódico cualquiera publique un día «La señora Curie está enferma».
Sus íntimos y sus médicos, los doctores Morax y Petit, se transforman en sus cómplices. La enferma ha tomado un nombre prestado: es la señora Carré, una dama anciana y vulgar, la que sufre de una doble catarata y no la señora Curie. Y son las gafas de la señora Carré lo que Eva irá a buscar a casa del oculista.
Cuando la mirada de Marie queda atravesada por una nube que no puede perforar y es el momento de cruzar una calle o subir una escalera, una de sus hijas la agarrará del brazo y con una imperceptible presión le indicará los peligros y los obstáculos. En la mesa se le pasarán los cubiertos o el salero que busca tanteando sobre el mantel, con gestos falsamente seguros…
Pero ¿cómo mantener en el laboratorio esta comedia heroica y atroz? Eva ha sugerido a su madre que comunique su enfermedad a sus colaboradores más íntimos para que coloquen en su lugar los microscopios, los aparatos de medir, pero Mario contesta con sequedad:
—Nadie debe saber que tengo los ojos estropeados.
Y Marie ha inventado para sus trabajos minuciosos mal «técnica de ciega»: emplea lupas gigantescas, coloca bajo los cuadrantes de sus aparatos señales de colores muy visibles, escribe con letras enormes las notas que consulta durante sus cursos y, bajo la pésima luz del anfiteatro, llega a descifrarlas.
Logra esconder su mal con infinitas picardías. Si un discípulo le somete un clisé de experiencias conteniendo finos rasgos, Marie, por medio de un interrogatorio hipócrita y hábil, obtiene por el mismo alumno las noticias necesarias para reconstituir en su pensamiento el aspecto del clisé. Entonces, sólo entonces, toma la placa de vidrio, la observa y simula estudiar las rayas.
A pesar de todas estas precauciones y a pesar de este noble engaño, el laboratorio sospecha el drama. Y el laboratorio calla, simulando a su vez no comprender, aceptando hábilmente el juego a que le invita Marie.
El día 13 de julio de 1923 Marie Curie escribe a Eva:
Querida:
Voy a intentar que se me opere el miércoles, día 18, por la mañana. Bastaría con que llegases aquí la víspera. Hace un calor terrible y temo que estés muy fatigada.
Dirás a nuestros amigos de L’Arcouest que no he podido terminar un trabajo de redacción que hicimos juntas y que tengo necesidad de ti puesto que me lo reclaman con urgencia.
Te Besa, Mé.
¡Diles lo menos posible, querida!
¡Qué días más calurosos aquellos pasados en la clínica donde Eva alimenta con una cucharita a una señora Carré inmóvil, ciega, con rostro de gran herido, enfajada de vendajes! ¡Qué angustia pasada ante el temor de las complicaciones inesperadas y de las hemorragias que, durante semanas y semanas, destruirán las esperanzas de la curación! En marzo de 1924 dos nuevas operaciones, y una cuarta en 1930… En cuanto se libra de los vendajes, Marie se esfuerza en servirse de sus ojos anormales, libres de sus cristales.
Voy tomando la costumbre de circular sin gafas y he hecho algunos progresos —escribirá Marie desde Cavalaire a su hija Eva unos meses después de la primera operación—. He tomado parte en dos paseos por los senderos de las montañas pedregosas y poco accesibles. Lo hago bastante bien, camino bastante de prisa y sin accidentes. Lo que más me molesta es la doble visión, que me priva de reconocer las personas que se me acercan. Todos los días hago ejercicios de lectura y escritura. ¡Hasta ahora es más difícil esto que los paseos! Será necesario que me ayudes para el artículo de la Enciclopedia Británica…
Poco a poco triunfa de su mala suerte. Merced a las gruesas gafas acaba de obtener una vista casi normal y circula sola, conduce personalmente el coche y en el laboratorio realiza de nuevo las medidas delicadas. Último milagro de una vida milagrosa. Marie renace de las tinieblas y encuentra bastante luz para trabajar, para trabajar hasta el fin.
Una breve carta que la señora Curie escribe a Bronia con fecha de septiembre de 1927, relata el secreto de esta victoria:
Algunas veces me falta valor y me digo que debería dejar de trabajar, irme a vivir a mi casa de campo y dedicarme a los trabajos de jardinería. Pero me atan mil lazos y no sé cómo podré resolver este asunto. Es más: no sé si escribiendo libros científicos podría prescindir del laboratorio. No sé si podría prescindir del laboratorio…»
Para comprender este grito, esta confesión, es necesario espiar a Marie Curie ante sus aparatos, cuando, terminadas las labores cotidianas, puede consagrarse a su pasión. No hay necesidad de una experiencia excepcional para dar a su silueta hundida una sublime expresión de éxtasis y de absorción. Un difícil trabajo de «soplador de vidrio» que logre artísticamente una medida perfecta le proporcionará una inmensa alegría. Una colaboradora atenta y sensible, la señorita Chamie, descubrirá los rasgos de esta señora Curie, que ninguna fotografía ha logrado reflejar con exactitud:
Aquí está ante el aparato, haciendo las medidas en la penumbra de una sala carente de calefacción, para evitar las variaciones de la temperatura. La señora Curie efectúa la serie de operaciones —abrir el aparato, preparar el cronómetro, levantar el peso, etc.—, con una disciplina y una armonía de movimientos admirables. Ningún pianista realizaría con mayor virtuosismo lo que logran las manos de la señora Curie. Es una técnica perfecta, que tiende a reducir a cero el coeficiente del error personal.
Tras los cálculos que la señora Curie hace con rapidez, para comparar los resultados, se puede admirar su sincera alegría, no disimulada, porque los errores son muy inferiores al límite admitido, lo cual asegura la precisión de las medidas.
En cuanto trabaja, el resto del mundo desaparece. En 1927 Irene se halla gravemente enferma y Marie está atormentada y desesperada por ello. Un amigo va en su busca al laboratorio para preguntarle por la hija. El visitante recibe una contestación lacónica y una mirada fría. Apenas ha abandonado la habitación, Marie, indignada, dice a su ayudante:
—Pero ¿es que las gentes no pueden dejarme trabajar en paz?
Veámosla ahora, tal como la describe la señorita Chamie, absorta en una experiencia capital: la preparación del actinio X para el espectro de los rayos alfa, el último trabajo que Marie realizó antes de su muerte:
Es necesario que el actinio X sea puro y en un estado químico tal que no pueda desprender su emanación. El día de trabajo no basta para la separación, pues la separación de este elemento es lenta. Se pasará la noche trabajando, a fin de que la fuente intensa que se prepara no tenga tiempo de «decrecer» mucho.
Son las dos de la madrugada y sólo falta la última operación: la centrifugación durante una hora del líquido, por encima de un soporte especial. La centrifuga gira con un ruido que fatiga, pero la señora Curie permanece a su lado, sin querer abandonar la habitación. Contempla la máquina como si su ardiente deseo de obtener la experiencia pudiera provocar, por sugestión, la precipitación del actinio X. Para la señora Curie nada existe en este momento, aparte esta centrifuga: ni su vida de mañana, ni su fatiga. Es una despersonalización completa, una concentración de toda su alma sobre el trabajo que realiza…
Si la experiencia no da el resultado esperado, Marie, repentinamente, parece aplastada por la desgracia. Sentada en una silla, los brazos cruzados, la espalda encorvada, la mirada huida, evoca una vieja campesina, muda y desesperada ante un gran dolor. Los colaboradores que la observan temen vagamente un accidente, un drama y le preguntan qué le ha pasado. Marie pronuncia lúgubres palabras que lo resumen todo:
—¡No se ha podido precipitar el actinio X!
A menos que no acuse a algún enemigo encubierto:
—El polonio me traiciona.
Pero si obtiene un éxito, Marie se transforma en un ser joven y activo. Vaga alegremente por el jardín como si quisiera decir a los rosales, a los tilos y al sol lo feliz que es. Marie está reconciliada con la ciencia y dispuesta a reírse y a maravillarse.
Cuando un investigador, aprovechando su evidente buen humor, le propone mostrarle una experiencia que estudia, le sigue con precipitación, se inclina sobre el aparato en donde se hace la «numeración» de los átomos, admira la irradiación repentina de un metal de willemita por lo acción del radio…
Ante estos milagros familiares, tina felicidad suprema ilumina sus ojos de color ceniza. Se diría, que Marie contempla un Botticelli o un Vermeer o el más hermoso cuadro del mundo.
Y murmura:
—¡Oh! ¡Qué fenómeno más hermoso!