Capítulo 7

La evasión

Han pasado tres años desde que la «señorita Marya» es institutriz. Tres años monótonos: mucho trabajo, poco dinero, algunas breves satisfacciones, un dolor. He aquí como, por sensibles movimientos, la trágica inmovilidad de la existencia de la joven se anima. En París, en Varsovia, en Szczuki, ciertos acontecimientos mínimos en apariencia modifican los juegos de la misteriosa partida donde juega la suerte de Marie.

El señor Sklodowski, tras haber tomado su retiro de funcionario, ha buscado un empleo lucrativo. Quiere probar a ayudar a sus hijas. En abril de 1888 acepta un puesto ingrato, penoso: la dirección de un correccional de niños, situado en Studzieniec, no muy lejos de Varsovia. La atmósfera y las gentes que le rodean, todo es desagradable. Todo, excepto el sueldo, relativamente elevado y del cual el excelente padre descuenta inmediatamente una mensualidad para los estudios de Bronia.

Lo primero que hace Bronia es encarecer a Marie que no le envíe más dinero. Lo segundo es pedir a su padre que retire de los cuarenta rublos que le remite mensualmente, ocho destinados a devolver poco a poco las cantidades que ha recibido de su hermana menor. A partir de este instante la fortuna de Marie, iniciada con cero, aumenta…

Las cartas de la estudiante de medicina dan otras noticias. Bronia trabaja. Se ha examinado con éxito y está enamorada. Enamorada de un polaco, Casimiro Dluski, un compañero de estudios, lleno de encantos y de cualidades y cuya sola particularidad incómoda es la de estar condenado, tener prohibida la entrada en la Polonia rusa y estar amenazado de deportación.

En Szczuki la labor de Marie toca a su fin. En 1889, a partir de San Juan, los Z. no tendrán necesidad de sus servicios. Hay que buscar otra colocación. La joven institutriz sabe de una, en casa de unos grandes industriales que viven en Varsovia, los F. ¡Ella será, por fin, un cambio: el cambio que Marie reclamaba con tanta fuerza!

Marie escribe a Kazia el 13 de marzo de 1889:

Dentro de cinco semanas llegarán las Pascuas… Para mí es una fecha importantísima, pues en ese momento se decide mi suerte futura. Aparte de la colocación en casa de los F., me ofrecen otra. Dudo entre las dos y no sé qué hacer.

… Sólo pienso en las Pascuas. Mi cabeza bulle, toda ella está llena de proyectos. No sé qué será de mí. Tu Marie será hasta su último día un fósforo encima de otros fósforos.

¡Adiós Szczuki y campos de remolacha! Con amables sonrisas —un poco demasiado amables tanto por una parte como por otra— Marie Sklodowska se despide de los Z. y, libre ya, emprende el viaje a Varsovia y aspira con delicia el aire de su villa natal. ¡Ya está en el tren! Ha de juntarse con sus nuevos señores sobre una aburrida playa del Báltico, en Zoppot.

Desde Zoppot Marie escribe a Kazia el día 14 de julio de 1889:

He hecho un buen viaje a pesar de mis trágicos presentimientos. Nadie me ha desvalijado, ni lo han intentado siquiera. No me he equivocado de tren en ninguno de los cinco cambios de línea, y me he comido todos los serdelki. No he podido acabar los panecillos y los caramelos.

Durante el camino he encontrado benévolos protectores que me han facilitado todo cuanto necesitaba. De miedo que no llevaran su amabilidad hasta comerse mis provisiones, no les he mostrado los serdelki.

Los señores F. me esperaban en la estación. Son muy simpáticos y me he encariñado con los niños. Todo irá bien y, sobre todo, es necesario que así sea.

En el Schulz Hotel de esta zona estival, desde donde escribe Marie, «se encuentran constantemente las mismas gentes alrededor de Kurhaus, en donde no se habla más que de trapos y de otras cosas tan interesantes». La vida no es muy divertida.

Hace frío, todo el mundo se queda en casa. La señora F., su esposo, su madre. ¡Y están de tal humor que si pudiera me escondería bajo tierra!

Pero pronto padres, hijos e institutriz regresan a Varsovia.

El año que sigue será para la joven una tregua relativamente dulce. La señora F. es muy hermosa, muy elegante y muy rica.

Tiene pieles y joyas. Tiene vestidos de Worth en sus armarios y en el salón su retrato en traje de noche. Durante esta tregua, Marie conocerá, en espectadora, las cosas frívolas y encantadoras que la fortuna ofrece a una mujer mimada, estas cosas que ella no poseerá jamás.

¡Primero y último encuentro con el lujo!

Se ha hecho simpática a la señora F., quien, seducida por «la exquisita señorita Sklodowska», canta las virtudes de Marie y exige que sea invitada a todas las fiestas y a todos los bailes…

Y repentinamente, un trueno. El cartero llega una mañana con una carta de París. Una pobre carta sobre papel cuadriculado, que Bronia ha garabateado entre dos sesiones en el anfiteatro y en donde la noble muchacha ofrece a Marie para el próximo año la hospitalidad de un nuevo hogar.

Bronia escribe a Marie desde París, en marzo de 1890:

Si todo marcha como esperamos, podré casarme durante las vacaciones. Mi novio ya será doctor y yo no he de hacer más que mi último examen. Nos quedaremos todavía un año en París, durante el cual terminaré mis exámenes, y luego iremos a Polonia. No veo nada en nuestros proyectos que no sea razonable. Dime tú misma si no tengo razón. Recuerda que tengo veinticuatro años —que no son nada—, pero que él tiene treinta y cuatro, lo cual ya es más grave. Sería absurdo esperar más tiempo.

Y ahora tú, querida Marie. Es necesario que hagas algo de tu vida. Si reúnes este año algunos centenares de rublos, el año próximo podrás venir a París y vivir con nosotros, en donde tendrás cama y comida. Es necesario, de todas maneras, que tengas estos centenares de rublos para la inscripción en la Sorbona. El primer año vivirás con nosotros. Para el segundo y tercero, cuando nosotros no estemos, creo que papá podrá ayudarte.

Es necesario que tomes esta decisión. Hace demasiado tiempo que esperas. Te garantizo que en dos años te licenciarás.

Piénsalo y ahorra dinero, ponlo en lugar seguro y no lo prestes. Acaso será preferible que lo vayas convirtiendo en francos, pues el cambio es bueno ahora y más tarde puede bajar.

¿Se creerá que Marie, entusiasmada, va a contestar que está contentísima de lo que ocurre? De ninguna manera. Los años de destierro, en lugar de amargar a esta joven extraordinaria, le han dado la enfermedad del escrúpulo. Su demonio del sacrificio es capaz de hacerle faltar a su destino. Ha prometido a su padre vivir con él, quiere ayudar a su hermana Hela y a su hermano José, y Marie no quiere hacer el viaje. Por eso, Marie contesta a la invitación de Bronia el día 12 de marzo de 1890 con estas líneas:

Querida Bronia:

He sido tonta, soy tonta y seguiré siendo tonta durante todos los días de mi vida, o mejor aún, para decirlo en estilo corriente, no he tenido nunca, no tengo y no tendré jamás suerte alguna.

Había soñado con París como la redención, pero desde hace mucho la esperanza del viaje me había abandonado. Y ahora que esta posibilidad se me ofrece, no sé qué hacer…

Tengo miedo de hablar a papá. Creo que nuestro proyecto de vivir juntos el año próximo le ha llegado al corazón y que está seguro de ello. Quisiera darle un poco de felicidad en su vejez. Por otra parte, se me parte el corazón cuando pienso en mis aptitudes perdidas y que, de todas maneras, algo deben valer. También hay de por medio la promesa que le he hecho a Hela de tenerla en casa dentro de un año y de buscarle una situación en Varsovia. Tú no puedes saber la pena que me da. Siempre será la «pequeña» de la casa, y siento que mi deber es velar por ella; ¡la necesito tanto!

Pero a ti, Bronia, te lo ruego; encárgate con toda energía de los intereses de José, e incluso, si te parece que no es tu papel el de mendigar cerca de esta señora S., que puede sacarle de apuros, domina este sentimiento. Después de todo, el Evangelio dice, textualmente: «Llama y te será abierto». Y si tienes que sacrificar un poco de amor propio, ¿qué puede importarte? Una petición afectuosa no puede ofender. ¡Cómo sabría escribir yo esa carta! Hay que exponer a esta señora que no se trata de una suma considerable, sino, simplemente, unos centenares de rublos, para que José pueda quedarse en Varsovia, estudiar y ejercer, que su porvenir depende de esto, que si falta esa ayuda van a perderse unos magníficos dones… Hay que escribir eso largamente, pues, querida Bronechka, si te limitas a pedir prestado ese dinero a la dama en cuestión, no le importará el asunto. No es ese el medio de triunfar. Incluso, aunque tengas la impresión de ser importuna. Y bien, ¿qué? ¿Qué importa, con tal de que se logre lo que se desea? Además, no es una petición tan abrumadora. ¿Es que las gentes no importunan, a veces, más que eso? Con esta ayuda, José puede ser útil a la sociedad, mientras que si va a una provincia está perdido.

Te molesto con lo de Hela y lo de José y con lo de mi padre, y con lo de mi propio porvenir fracasado. Mi corazón está tan sombrío y tan triste que comprendo que hago mal hablarte así y en envenenar tu felicidad. Tú sola, entre todos nosotros, has sido la que has tenido eso que se llama suerte. Perdóname, pero, ¿ves?, tantas cosas me hacen daño que me es difícil terminar esta carta alegremente.

Te beso tiernamente. La próxima vez te escribiré más largo y con mayor alegría, pero hoy me siento excepcionalmente mal en este mundo. Piensa en mí con ternura y acaso lo sienta desde aquí.

Bronia insiste, discute. Le falta, ¡ay!, el argumento decisivo. Es demasiado pobre para pagar los gastos del viaje de su hermanita y para meterla a la fuerza en el tren. Por último, se decide que, cuando Marie haya cumplido su contrato con la señora F., se quedará todavía un año en Varsovia. Vivirá junto a su padre, recientemente liberado de su empleo en Studzieniec, y completará sus economías dando lecciones. Y, seguidamente, partirá…

Tras el embotamiento de la provincia y la agitación mundana en casa de los F., Marie encuentra el clima que necesita: un hogar propio, la presencia del viejo profesor Sklodowski, conversaciones interesantes que estimulan su espíritu. La «Universidad Volante» le abre nuevamente sus puertas misteriosas. ¡Y alegría, alegría incomparable: por primera vez Marie penetra en un laboratorio!

En el número 66 del arrabal de Cracovia, al fondo de un patio con macetas de lilas, hay un pequeño edificio de un piso, al que penetra la luz del día por liliputienses ventanas. Un primo de Marie, José Boguski, dirige lo que pomposamente ha sido bautizado con el nombre de Museo de la Industria y de la Agricultura. Este título, voluntariamente presuntuoso y vago, es una fachada destinada a las autoridades rusas. ¡Un «museo» no despierta sospechas! Nada priva, tras los cristales del museo, de enseñar las ciencias a los jóvenes polacos.

Poco tiempo tenía para trabajar en ese laboratorio —escribirá más tarde Marie Curie—. No podía ir, generalmente, más que por la noche, después de la cena, o el domingo, y me abandonaba a mí misma. Ensayaba el producir diversas reacciones descritas en los tratados de física y de química, y los resultados, a veces, eran inesperados. De vez en cuando, pequeños éxitos sorprendentes me animaban, otras veces me abatía ante la desesperación, a causa de accidentes y de fracasos debidos a mi inexperiencia. En conjunto, aprendiendo a mis costas que el progreso en estas materias no es ni rápido ni cómodo, desarrollaba en el curso de estos primeros ensayos mi gusto por la investigación experimental.

De regreso a su casa a altas horas de la noche, habiendo abandonado con sentimiento los electrómetros, los tubos de ensayo, las balanzas de precisión, Marie se desnuda y se tiende sobre su estrecho diván. Pero no puede dormir. Una trepidación interior, una exaltación diferente de todas las que hasta ahora ha conocido, la retienen palpitante lejos del sueño. Su vocación, largo tiempo indecisa, la asaetea, la obliga a obedecer una orden secreta. La joven se siente perseguida, acosada. Al tomar entre sus bellas manos hábiles las probetas del Museo de la Industria y de la Agricultura, Marie mágicamente ha juntado los recuerdos emboscados de su infancia, los aparatos de física de su padre, inmóviles en su vitrina, con los cuales, antes, tenía deseos de jugar. Marie ha reanudado el hilo de su vida.

Si sus noches son febriles, si los días son, en apariencia, tranquilos, Marie esconde a los que le rodean la impaciencia insensata que la sostiene. Marie quiere que, durante estos últimos meses de intimidad, su padre esté tranquilo, apaciguado. Se preocupa del casamiento de su hermano, busca una situación para Hela. Acaso, una preocupación más egoísta la priva también de fijar la fecha de su viaje. Cree amar todavía a Casimiro Z. Y, a pesar de que se siente empujada hacia París por una fuerza imperiosa, no es con dolor que Marie se encara con un destierro de muchos años.

En septiembre de 1891, cuando Marie está de vacaciones en Zakopane, en los Cárpatos, en donde debe encontrarse con Casimiro Z., el señor Sklodowski expone a Bronia la situación.

En esa fecha, el señor Sklodowski escribe a Bronia:

Marie se ha quedado en Zakopane. No regresará hasta el 15 debido a un fuerte ataque de tos y a una gripe que, según el médico local, podrían durar todo el invierno si no se cura inmediatamente. ¡La bribonzuela! Debe ser culpa suya, pues siempre se ha burlado de las precauciones y no ha aceptado jamás adaptar su vestido a las condiciones atmosféricas.

Me ha escrito que estaba muy pesimista. Tengo miedo que su dolor y la incertidumbre de su situación la minen. Marie tiene un secreto respecto de su porvenir, del cual me ha de hablar largamente cuando regrese. A decir verdad, ya me imagino cuál es, y no sé si debe alegrarme o inquietarme. Si mis previsiones son exactas, las mismas inquietudes, procedentes de las mismas personas que le han causado otros disgustos, esperan a Marie. Y, no obstante, se trata de edificar una vida según su corazón y de hacer felices a dos seres. Acaso valga la pena, por esto, de enfrentarse con los obstáculos. De todas maneras, yo no sé nada.

Tu invitación para ir a París ha caído sobre Marie de una manera tan inesperada que le ha dado fiebre y ha venido a añadirse a su malestar. Yo siento con qué fuerza desea acercarse a esa fuente de ciencia, en la cual sueña sin cesar. Pero las condiciones actuales son menos favorables, y, sobre todo, si Marie no regresa completamente restablecida me opondré a su viaje, en razón a las duras condiciones en que se encontraría en París durante el invierno. No hablo de todo lo demás y no hago mención de lo penoso que sería separarme de ella, pues esta última consideración es evidentemente secundaria. Le he escrito ayer y he intentado reconfortarla. Si se queda en Varsovia, aunque no encuentre lecciones, tendré durante un año un poco de pan para ella y para mí.

Me entero con gran alegría de que tu Casimiro está bien. ¡Qué original fuera que cada una de vosotras tuviera su Casimiro!

¡Querido señor Sklodowski! En el fondo de su corazón no desea que su Marie, la preferida, parta a la ventura por el vasto mundo. Desearía vagamente que alguna cosa la retuviera en Polonia: el matrimonio con Casimiro Z., por ejemplo.

Pero, en Zakopane, entre dos pasos de montaña, los jóvenes se han dado una explicación definitiva. Por centésima vez, el estudiante le ha confiado sus dudas, sus temores. Marie, cansada, ha pronunciado la frase que ha volado los puentes: «Si usted no ve el medio de aclarar nuestra situación, no soy yo quien ha de enseñárselo».

Al hablar de este largo idilio, en la actualidad bastante tibio, el profesor Sklodowski dirá más tarde que Marie se mostró «altiva y orgullosa».

La joven rompe el débil lazo que la retenía aún. Cesa de contener su prisa. Hace la cuenta de los años de paciencia inquieta que acaba de vivir. Hace ocho años que abandonó el gimnasio, seis que se ha colocado de institutriz. No es una adolescente que ve ante sí la toda vida. Dentro de algunas semanas tendrá veinticuatro años.

Y, bruscamente, pide socorro a Bronia.

El día 23 de septiembre de 1891, escribe Marie a Bronia, desde Varsovia:

… Ahora, Bronia, te pido una contestación definitiva. Decide si verdaderamente puedes tenerme en tu casa, pues estoy dispuesta a ir. Tengo con qué pagar mis gastos. Si, sin privarte de mucho, puedes darme de comer, escríbeme. Será un gran honor, pues, moralmente, esto me daría aplomo, después de las crueles pruebas que he atravesado este verano y que influirán sobre toda mi vida, pero, por otra parte, tampoco quiero ser una carga para ti.

Puesto que esperas un niño, podría ser útil en tu casa. De cualquier manera, escríbeme lo que sea. Si solamente mi ida es una cosa posible, me lo dices, y dime a qué exámenes de ingreso debería someterme, y en qué fecha, lo más tardar, me puedo inscribir como estudiante.

Estoy tan nerviosa ante la perspectiva de mi viaje que no te puedo hablar de nada más antes de tener tu contestación. Te ruego que me escribas inmediatamente, y os envío a los dos mis cariños.

Me podéis colocar donde sea y no os importunaré. Te prometo no daros ningún disgusto, ni produciros ningún desorden. Te imploro una contestación, pero muy franca.

Si Bronia no ha contestado por telegrama, es porque los telegramas son un lujo ruinoso. Si Marie no ha montado en el primer tren es porque necesita, con una parsimoniosa economía, organizar el gran viaje. Tiene sobre la mesa todos los rublos que posee, y a los cuales su padre, en el último momento, ha añadido una modesta suma, para él muy importante. Y ha empezado sus cálculos.

Tanto para el pasaporte, tanto para el billete de ferrocarril… No hay que cometer la locura de tomar una tercera clase de Varsovia a París, la menos cara entre Rusia y Francia. A Dios gracias, existen en el recorrido alemán vagones de cuarta clase, sin compartimientos, casi tan desnudos como los vagones de mercancías. ¡Un banco sobre los cuatro lados, y en el centro un espacio vacío, en donde, sentada sobre una silla plegable, no se está del todo mal!

No hay que olvidar las recomendaciones de la práctica Bronia: llevar de casa lo que es necesario para la vida, para no tener que hacer en París ningún gasto imprevisto. El colchón de Marie, su ropa blanca, las sábanas, sus servilletas, partirán al mismo tiempo en pequeña velocidad. Su ropa blanca de tela fuerte, sus trajes, sus zapatos, sus dos sombreros, ya están reunidos sobre un canapé, cerca del cual, única y fastuosa compra, bosteza, levantada la tapa, un gran baúl, sobre el cual la joven ha hecho pintar, en grandes letras negras, sus iniciales: M. S.

Enviado el colchón y facturado el baúl, sólo le falta a la viajera llevar consigo toda clase de paquetes, poco gráciles, que serán sus compañeros de ruta: la comida y la bebida para tres días de tren, la silla plegable para el vagón alemán, libros, un pequeño paquete de caramelos y una manta.

Después de haber colocado sus paquetes en la red del vagón y retenido su plaza sobre la banqueta estrecha y dura, Marie desciende de nuevo al andén. ¡Qué joven está dentro de su grueso abrigo usado, con sus mejillas sonrosadas y sus ojos grises, en los que brilla una insólita fiebre!

Bruscamente emocionada, nuevamente atormentada por los escrúpulos, abraza a su padre, le colma de palabras tiernas y tímidas que casi son excusas:

—No voy a estar ausente mucho tiempo… Dos años… Tres años, todo lo más. En cuanto haya completado mis estudios y sufrido algunos exámenes, volveré, y viviremos juntos y no nos separaremos nunca más. ¿Verdad?

—Sí, querida Mariusia —murmura el profesor con voz enronquecida, y abrazando a la joven entre sus brazos—. ¡Vuelve pronto! ¡Trabaja mucho! ¡Buena suerte!

En la noche, atravesada de silbatos y de ruidos de herrumbre, el vagón de cuarta clase atraviesa Alemania.

Agazapada sobre su silla plegable, las piernas engualdrapadas, apretando alrededor suyo los paquetes, que de vez en cuando recuenta con esmero, Marie saborea su alegría divina. Sueña en su pasado, en este viaje fantástico tanto tiempo esperado. Intenta imaginar el porvenir. Se figura que pronto estará de vuelta en su villa natal, y que será una modesta profesora.

Lejos —¡oh, tan lejos de ella!— el pensamiento de que, al montar en este tren, ha escogido por fin entre la obscuridad y la antorcha, entre la pequeñez de los días exactos y una vida inmensa.