Capítulo 21

La guerra

Para pasar el verano, Marie ha alquilado una villa en Bretaña. Irene y Eva están ya allí con una institutriz y una cocinera, y su madre les ha prometido reunirse con ellas el día 3 de agosto. El fin del año escolar la retiene en París. Está acostumbrada a permanecer sola hasta la canícula, en el departamento desierto del Quai de Bethune, sin tener siquiera una sirvienta que se ocupe de su limpieza. Pasa los días en el laboratorio, y por la noche, muy tarde, vuelve a su casa, que la portera cuida de una manera bastante vaga.

El día 1 de agosto de 1914. Marie escribe a sus hijas:

Querida Irene, querida Eva…

Las cosas no parece que vayan bien. Esperamos de un momento a otro la movilización. No sé si podré ir a ésa. No asustaros. Estad tranquilas y firmes. Si la guerra no se declara iré a buscaros el próximo lunes. Si no, me quedaré aquí y os enviaré a buscar lo antes posible. Tú y yo, Irene, buscaremos la manera de ser útiles.

El día 2 de agosto, escribe:

Queridas hijas: La movilización ha empezado y los alemanes han entrado en Francia, sin declaración de guerra. No nos podremos comunicar tan fácilmente durante algún tiempo.

París está tranquilo y causa buena impresión, a pesar del dolor de las despedidas.

Y el día 6 de agosto dice:

Mi querida Irene:

Yo también deseo que vuelvas aquí, pero por el momento es imposible. Estad tranquilas.

Los alemanes atraviesan Bélgica librando algunos combates. La heroica y pequeña Bélgica no ha aceptado dejarles pasar sin defenderse. Todos los franceses tienen buenas esperanzas y creen que la lucha, aunque ruda, acabará bien.

El país polaco está ocupado por los alemanes. ¿Qué quedará de él después de su paso? No sé nada de mi familia.

Alrededor de Marie se ha creado una vida extraordinaria. Sus colegas, todos los trabajadores del laboratorio, se han dirigido hacia sus regimientos. A su lado queda únicamente el mecánico, Louis Ragot, un enfermo cardíaco, que por eso no ha podido ser movilizado, y una mujer de servicio, bajita, muy bajita.

La polaca olvida que Francia no es más que su país de adopción. La madre de familia no sueña en reunirse con sus hijas. La criatura enfermiza y frágil desprecia sus males, y la profesora deja para tiempos mejores sus trabajos personales. Marie sólo tiene un pensamiento: servir a su segunda patria. En la terrible oportunidad se revelan, una vez más, su intuición y su iniciativa.

Descarta la solución fácil, que consistiría en cerrar el laboratorio y convertirse, como muchas otras francesas, en valientes enfermeras, de velos blancos. Se documenta inmediatamente sobre la organización de los servicios sanitarios y descubre una laguna, de la cual las autoridades parecen preocuparse poco, pero que a ella le parece trágica: los hospitales de la retaguardia y los del frente apenas están provistos de instalaciones de rayos X.

Sabido es que el descubrimiento de los rayos X por Roentgen, en 1895, permite explorar, sin el socorro de la cirugía, el interior del cuerpo humano, de «ver» y de fotografiar los huesos y los órganos. En 1904, Francia tiene una escasa cantidad de aparatos Roentgen, utilizados por radiógrafos. El Servicio de Sanidad Militar ha previsto para la guerra instalaciones en determinados centros importantes, juzgados dignos de ese lujo. Esto es todo.

¿Un lujo el dispositivo mágico merced al cual, en un instante, se puede descubrir y localizar, por «transparencia», la bala del fusil, los trozos del obús escondidos en las heridas?

Los trabajos de Marie no se han especializado en los rayos X, pero en la Sorbona les ha dedicado todos los años muchas lecciones. Conoce admirablemente el problema. Por una transposición espontánea de sus conocimientos científicos, prevé lo que la horrible carnicería reclamará. Hay que crear, con urgencia, puestos y más puestos de radiología. Y para seguir flexiblemente los movimientos del ejército, serán indispensables las instalaciones ligeras de radiología.

Marie reconoce el terreno e inicia, con impulso, su carrera. En algunas horas hace el inventario de los aparatos que existen en los laboratorios de la Universidad, comprendido el suyo, y hace una ronda de visitas en los dominios de los constructores. Todo el material de rayos X que puede ser utilizado se reúne, y luego se distribuye en los hospitales de la región parisiense. Entre los profesores, los ingenieros y los hombres de ciencia se reclutan los benévolos manipuladores.

Pero ¿cómo socorrer a todos los heridos que afluyen con un ritmo espantoso a las ambulancias, desprovistas de rayos X? Algunas ni siquiera tienen instalación eléctrica donde enchufar los aparatos.

La señora Curie imagina una solución. Crea, con los fondos de la Unión de Mujeres de Francia, el primer «coche radiológico». En un automóvil ordinario dispone un aparato completo Roentgen y una dínamo que, accionada por el motor del coche, produce la corriente necesaria. Este puesto móvil, completo, circula de hospital en hospital, en agosto de 1914. Y con ese único coche asegura el examen de los heridos evacuados en París durante la batalla del Marne.

El avance rápido de los alemanes coloca a Marie ante un caso de conciencia: ¿debe reunirse con sus hijas en Bretaña o permanecer en París? Y si el enemigo amenaza ocupar la capital, ¿deberá seguir en la retirada a las organizaciones sanitarias?

Estudia, tranquilamente, estas eventualidades, y toma una decisión. Se quedará en París, pase lo que pase. No la retiene solamente la obra bienhechora que ha emprendido, sino que piensa en su laboratorio, en los instrumentos delicados que descansan en la calle Cuvier y en las salas nuevas de la calle Pierre Curie. «Si estoy aquí —se dice—, acaso los alemanes no se atreverán a saquearlas. Pero si me voy, todo desaparecerá».

Sin hipocresía alguna, piensa de esta manera, y descubre lógicas razones para el instinto que la guía. Esta Marie, testaruda, tenaz y firme, no siente atracción alguna por la huida. Tener miedo es servir al adversario. Por nada del mundo daría al enemigo triunfante la satisfacción de ocupar un laboratorio Curie desierto.

Confía a su hermano político Jacques las hijas, que Marie misma prepara para la dolorosa separación.

El día 28 de agosto de 1914 Marie escribe a Irene:

… Se empieza a prever la posibilidad de un ataque a París, en cuyo caso quedaríamos separadas. Si esto llega, soportadlo con firmeza, pues nuestros deseos personales no son nada ante la gran partida que ahora se juega. Debes sentirte responsable de tu hermana y velar sobre ella, si hemos de estar separadas durante más tiempo del que preveo.

El día 29 de agosto dice:

Querida Irene:

Nada prueba que podamos quedar separadas, pero me interesa decirte que es necesario estar dispuestas a toda clase de alternativas. París está tan próximo a la frontera, que los alemanes podrían acercarse. Esto no debe privarnos de confiar que Francia obtendrá la victoria final. Hay que tener decisión y confianza. Piensa en tu papel de hermana mayor, que ya es hora de que le tomes en serio.

Y el día 31 de agosto:

Acabo de recibir tu dulce carta del sábado, y he tenido tantos deseos de besarte que he estado a punto de llorar.

Las cosas no marchan muy bien, y todos tenemos el corazón oprimido y el alma inquieta. Tenemos necesidad de mucho coraje, y espero que no nos faltará. Debemos mantener la certidumbre de que tras los días malos, reaparecerá el buen tiempo. Con esta esperanza, queridas hijas, os aprieto sobre mi corazón.

Si decide vivir, serenamente, en un París atacado, bombardeado o acaso conquistado, hay un tesoro que quiere proteger del agresor: el gramo de radio que posee el laboratorio. No confiará a ningún mensajero la parcela preciosa, y decide transportarla, personalmente, a Burdeos.

Marie sube en uno de los trenes repletos de personalidades oficiales y funcionarios. Viste un guardapolvo de alpaca, negro, y lleva un pequeño maletín de mano, y un gramo de radio, es decir, una pesada caja, en la que, al abrigo de su chapa de plomo, se conservan los tubos minúsculos. Marie Curie ha encontrado, milagrosamente, una punta de banco, y ha podido colocar ante ella el pesado paquete. Resueltamente sorda a las conversaciones pesimistas de que se llena el vagón, ella contempla, por la ventana, la campiña soleada. Pero allí todo le habla también de la derrota: sobre la ruta nacional que bordea paralelamente la vía férrea, una ininterrumpida hilera de automóviles huyen hacia el oeste.

Burdeos está invadido por los franceses: los changadores, los taxis y las habitaciones en los hoteles son difíciles de encontrar. Al anochecer, Marie se halla todavía sobre la plaza de la estación, cerca de un fardo, que no tiene fuerzas para trasladar. La masa la empuja, de un lado para otro, sin alterar su humor. Llega a divertirle la situación. ¿Deberá permanecer, hasta el día siguiente, montando la guardia junto a esta caja que vale más de un millón de francos oro? No; un empleado de un ministerio, compañero suyo de viaje, la descubre y va en su auxilio. Este salvador le facilita una habitación en una casa particular. El gramo de radio, que pesa veinte kilos, queda salvaguardado. Al día siguiente, por la mañana, Marie deposita en un cofre del banco su tesoro embarazoso, y librada del mismo, emprende su viaje de vuelta a París.

A la ida pasó inadvertida, pero al regresar a la capital excita los comentarios de la gente. Se reúnen en torno al fenómeno: la mujer que vuelve allá arriba… La dama se guarda muy bien de revelar su personalidad, pero, más locuaz que de ordinario, intenta apaciguar los rumores alarmantes y afirma que París resistirá y que sus habitantes no corren peligro alguno…

El convoy de tropas, en el que ella es la única persona «civil», camina lentamente. Muchas veces se detiene, en pleno campo, durante algunas horas. Marie, hambrienta, acepta un gran pedazo de pan que un soldado ha sacado de su mochila. Desde la víspera, desde la salida del laboratorio, no había tenido tiempo de comer algo.

París, silencioso y amenazado, le parece, en la exquisita luz de este principio de septiembre, de una belleza que no había tenido jamás. ¿Se perderá una joya como ésta?…

Una noticia se esparce por las calles, con la violencia de una marejada. La señora Curie, cubierta de polvo del viaje, se precipita, pregunta, requiere: el avance de los alemanes se ha roto. ¡Ha comenzado la batalla del Marne!

Marie se reúne, Escuela Normal Superior, con sus amigos Appell y Borel. Sin retraso alguno, quiere ofrecer sus servicios a la organización sanitaria que han fundado: el Socorro Nacional. Paul Appell, presidente de la obra, se compadece de esta pobre mujer extenuada. La obliga a que se tienda sobre un canapé, y le pide, insistentemente, que se conceda unos días de descanso. Pero Marie no escucha. ¡Quiere actuar, actuar! «Sobre ese canapé, con su rostro pálido y sus ojos agrandados, no era más que la llama…» —dirá más tarde Appell.

El día 6 de septiembre de 1914 Marie escribe a Irene:

… El teatro de la guerra cambia en este momento. El enemigo parece alejarse de París. Todos tenemos confianza, todos tenemos fe en el triunfo final.

Haz problemas de física para el joven Fernand Chavannes. Si no podéis trabajar para el presente de Francia, trabajad para su futuro. Cuando se acabe la guerra, ¡ay!, faltará mucha gente, y será necesario reemplazarla. Estudia física y matemáticas lo mejor que puedas.

París se ha salvado. Marie ha hecho regresar a sus hijas, que protestaban de semejante exilio. Eva vuelve al colegio, mientras que Irene obtiene un diploma de enfermera.

La señora Curie lo ha previsto todo: que la guerra sería larga, criminal, que cada día sería más necesario operar a los heridos sobre el mismo campo de batalla, y que los cirujanos y los radiólogos deberán permanecer al pie de la obra, en las ambulancias del frente; que sería urgente organizar la construcción intensiva de aparatos Roentgen y, por último, que los coches radiólogos estaban destinados a prestar servicios inapreciables.

Estos coches, conocidos en la zona de guerra con el nombre de pequeños Curie, los va equipando Marie en el laboratorio, sin preocuparse de la indiferencia o la sorda hostilidad de los burócratas. La mujer tímida se ha transformado, bruscamente, en un personaje exigente y autoritario. Marie presiona a los funcionarios indolentes, reclama de ellos los pases, los bonos de petición, los visados… Ofrecen dificultades y enarbolan reglamentos… No es posible que los civiles nos molesten…, será la frase que demuestra el espíritu de muchos de los funcionarios; pero Marie se mantiene en su puesto, discute y triunfa.

Critica duramente a los particulares. A instancias suyas, mujeres generosas, como la marquesa de Ganay, la princesa de Murat, le dan o le prestan sus coches, que inmediatamente transforma en «puestos radiológicos. «Ya les devolveré los coches después de la guerra» —promete, con una seguridad alegre y un tanto burlona—. «Claro que lo haré si no están fuera de uso»…

De los veinte coches que pone en circulación, Marie se queda con uno para su uso personal. Es un Renault chato, con la carrocería de una camión de reparto. En este carro, cuyo exterior, de un gris reglamentario, se adorna con una Cruz Roja y una bandera francesa, pintadas en la misma plancha, Marie inicia una vida aventurera, de Gran Capitán.

Un telegrama o una llamada telefónica advierten a la señora Curie que una ambulancia llena de heridos reclama urgentemente un puesto de radiología. Marie prepara el equipo de su coche, amarra los aparatos y la dínamo. Mientras su chófer militar llena el depósito de esencia, Marie llega hasta su casa para ponerse el manto sombrío y su sombrerito de viaje, redondo y flexible, que ha perdido la forma y el color, y su valijita, un saco de cuero amarillo, rajado, despellejado. Sube al lado del conductor, sobre el asiento expuesto al viento, y en el acto el automóvil rueda vertiginosamente —es decir, a una modesta media de cincuenta kilómetros, que no puede aumentar—, hacia Amiens, hacia Yprés, hacia Verdún.

Tras las detenciones y los diálogos con los centinelas desconfiados, aparece el hospital. ¡A trabajar! La señora Curie escoge rápidamente una pieza como sala de radiología, reúne las piezas desmontables, se desenrolla el cable que unirá el aparato a la dínamo que ha quedado en el coche. Un signo al chófer, que pone en marcha la dínamo, y Marie comprueba la intensidad de la corriente. Antes de empezar el examen de los heridos, prepara aún la pantalla radioscópica, pone a mano los guantes y las gafas de protección, los lápices especiales para marcar los hitos, el hilo de plomo que sirve para localizar los proyectiles. Quita la luz en la habitación, cerrando la ventana con los cortinajes negros que trajo consigo o, a veces, con las colchas mismas del hospital. Al lado, en un gabinete de fotografía improvisado, se colocan los baños en donde serán reveladas las placas. Hace media hora que Marie llegó. Y todo está listo.

Comienza el triste desfile. El cirujano se encierra con la señora Curie en el cuarto oscuro, en donde los aparatos, en pleno funcionamiento, se envuelven en un halo misterioso. Unas tras otras, van llegando las camillas donde reposan los cuerpos dolientes. El herido es colocado en la mesa de radiología. Marie prepara el aparato, asestado sobre las carnes heridas, para obtener una visión limpia. Los huesos y los órganos muestran sus siluetas precisas, y entre ellos aparece un fragmento opaco y sombrío: la bala o el trocito de obús.

Un ayudante inscribe las observaciones del médico. Marie revela un calco de la imagen, del que sacará el clisé que ayudará al cirujano cuando se haga la extracción del proyectil. A veces la operación se hace inmediatamente «bajo los rayos» mismos, y el practicante puede seguir, sobre la pantalla radioscópica, la imagen de sus pinzas avanzando en la herida y contorneando los obstáculos del esqueleto para obtener el trozo de la metralla.

Diez, cincuenta, cien heridos… Pasan horas y horas, días y días. Mientras quedan pacientes, Marie permanece, casi constantemente, encerrada en la cámara negra. Antes de abandonar el hospital, estudia el medio de hacer una instalación de radiología permanente. Por último, cuando ha embalado su material, monta de nuevo sobre el asiento de su coche mágico y regresa a París.

Marie ha removido cielo y tierra para obtener una instalación disponible, y acaba de lograrlo. La acompaña un manipulador, que ha descubierto no sabe dónde y que instruye no sabe cómo. De ahora en adelante el hospital, provisto de una sala de rayos X, no tendrá necesidad de ella.

Además de los veinte coches que ha equipado, Marie ha instalado doscientas salas de radiología. La cifra de heridos examinados por esos 220 puestos, fijos o móviles, puestos creados y montados, personalmente, por la señora Curie, pasa del millón.

Su ciencia, su coraje no bastan para animarla. Marie posee en el más alto grado el don modesto y preciso de «arreglarse las cosas como puede, y practica con maestría este supe método que la guerra bautizó con el nombre del sistema D. Marie se ha impuesto un entrenamiento racional, al mismo tiempo que se ha perfeccionado en el manejo de los aparatos Roentgen y que releía tratados de anatomía, para adquirir la cultura de un perfecto radiólogo médico; aprendía a guiar el coche y se examinaba y se iniciaba en la mecánica. De esta manera evita lo que más odia en el mundo: pedir ayuda y hacerse servir.

¿No está disponible el chófer? Marie monta en el coche y lo conduce ella misma por las lamentables carreteras de entonces. Se la puede ver hacer girar, enérgicamente, la manivela del motor recalcitrante. Se la puede ver mover «el gato» para cambiar una rueda; también, muy severa, con el ceño fruncido, limpiar, con gestos de profesora, un carburador obturado. ¿Lleva los aparatos por ferrocarril? Ella misma los colocará en el furgón. Y a la llegada, ella misma los descargará, y desembalará, a fin de que no se pierda nada…

Indiferente a la falta de comodidades, no reclamará ningún cuidado particular, ni tampoco de favor. Jamás fue menos molesta una mujer célebre. Come no importa cómo, y duerme no importa dónde; ya en una pequeña habitación de enfermera, ya, como en el hospital de Hoogstade, al aire libre, bajo una tienda de campaña. Sin esfuerzo alguno, la estudiante que ayer temblaba de frío en una buhardilla se ha convertido, ahora, en un soldado de la Gran Guerra.

El día 1 de enero de 1915 Marie escribe a Paul Langevin:

… El día de mi partida no se ha fijado aún, pero no puede tardar. He recibido una carta informándome que el coche radiológico, que funciona en la región de Saint Pol ha sufrido una avería. ¡Eso equivale a decir que todo el norte está desprovisto de servicio radiológico! Hago las gestiones necesarias para precipitar mi viaje. Estoy resuelta a poner todas mis fuerzas al servicio de mi patria de adopción, no pudiendo servir en la actualidad a mi desgraciada patria de origen, bañada en sangre tras más de un siglo de sufrimientos».

En París, Irene y Eva viven casi como hijas de combatiente. Su madre no se concede un «permiso» más que cuando una crisis del riñón le obliga a permanecer algunos días tendida. Si Marie se halla en casa, es que está enferma. Si no lo está, se la encuentra en Suipper, en Reims, en Calais, en Poperinghe, en uno de los tres o cuatro hospitales franceses o belgas que visitará durante las hostilidades. Eva enviará las cartas anunciándole sus éxitos en historia y composición francesa, a extrañas y emotivas direcciones:

«Señora Curie, Hotel de la Noble Rosa, Furnes».

«Señora Curie, Hospital Auxiliar II Morvilliers, Haut-Rhin».

«Señora Curie, Hospital 112…».

Se suceden las tarjetas postales, con lacónicas noticias, precipitadamente escritas durante las etapas que la errante recorre. El día 25 de enero de 1915:

Queridas hijas: Hemos llegado a Amiens, en donde hemos dormido. No tuvimos más que dos neumáticos reventados. Saludos a todos. M.

El mismo día:

Hemos llegado a Abbeville. Jean Perrin, con su coche, ha chocado con un árbol. Felizmente, no se ha hecho mucho daño. Continuamos sobre Bologne. Mí.

El día 24 de enero de 1915:

Querida Irene:

Tras diversas peripecias, hemos llegado a Poperinghe, pero no podremos trabajar hasta haber hecho modificaciones en el hospital. Quieren construir un albergue para el coche y unos tabiques para colocar la sala de radiología en una sala grande de enfermos. Todo esto va a retardar mi trabajo, pero es muy difícil hacerla de otra manera.

En Dunkerque los aviones alemanes han dejado caer unas bombas que han matado a algunas personas, pero la población no se ha asustado mucho. En Poperinghe también ocurren esta clase de accidentes, pero menos a menudo. En cambio, se oye constantemente el ruido del cañón. No llueve. Ha helado un poco. He sido recibida en el hospital con extrema cordialidad. Tengo una buena habitación, y me encienden fuego en la estufa. Estoy mejor que en Furnes. Como en el hospital. Te beso tiernamente. M.

En mayo de 1915:

Querida:

He debido esperar en Chalons durante ocho horas, y he llegado a Verdún a las cinco de la mañana. El coche ha llegado también, ¡nos organizamos! Mí.

Una noche del mes de abril de 1915, Marie entra en su casa, un poco más pálida y un poco menos ágil que de costumbre. Sin contestar a las preguntas inquietas de quienes la reciben, se encierra en su habitación. Marie está enojadísima. Marie está enojadísima porque, al regresar del hospital de Forges, el chófer ha dado una violenta vuelta al volante y ha lanzado el coche a un foso. El auto ha dado una vuelta, y Marie, que viajaba en el interior, sentada entre los aparatos, se ha encontrado enterrada bajo las cajas esparcidas. Se ha sentido ofendida. No de sentirse más o menos contusa, sino de pensar —fue su primer pensamiento— que sus clisés radiológicos habían quedado hechos añicos. Pero bajo las cajas, que la aplastaban poco a poco, Marie se ha echado a reír. Su chófer había perdido toda la presencia de espíritu, y corriendo hacia el coche, se informaba a media voz:

—Señora, señora… ¿Está usted muerta?

No cuenta a nadie la aventura; se esconde para curarse las leves heridas. Un artículo en el diario y unos trozos de tela ensangrentados, encontrados en el cuartito de aseo, denunciarán el accidente a su familia. Pero cuando esto ocurre, Marie ya está fuera de su casa, con la valija amarilla, su sombrero redondo y, en su bolsillo, una cartera varonil, de cuero negro, que ha comprado para «hacer la guerra».

En 1918 olvidará esa cartera en el fondo de un cajón, y no volverá a ser tocada hasta 1934, después de su muerte. De esa cartera saldrá una tarjeta que dirá: «Señora Curie, directora de los Servicios de Radiología»; una nota de la Subsecretaría de Artillería y Municiones autorizando a la señora Curie a hacer uso de los automóviles militares; una docena de órdenes de misiones especiales, de la Unión de Mujeres de Francia. Cuatro fotografías: una de Marie, una de su padre, dos de su madre, señora Sklodowska, y dos bolsitas vacías que contenían granos de plantas, enterrados, sin duda alguna, entre dos viajes, en los jardines del laboratorio. Sobre las bolsitas se leían estas palabras: Romero oficinal. Sembrarlo de abril a junio, en planteles.

La señora Curie no ha adoptado ningún traje especial para hacer esta sorprendente vida. Sucesivamente, todos sus viejos trajes se adornan con un brazal de la Cruz Roja. No lleva jamás el velo de las enfermeras. En el hospital trabaja con la cabeza desnuda, y vestida con una simple blusa blanca de laboratorio.

Irene me dijo que está usted en los alrededores de Verdún —le escribe su sobrino Maurice Curie, artillero en Vauquois—. Meto la nariz en todos los automóviles sanitarios que pasan por la carretera, pero no veo más que quepis muy galoneados, y no creo que la autoridad militar haya querido regularizar la situación de su peinado, escasamente reglamentaria…

La nómada no puede cuidar mucho su casa. Irene y Eva, mal que bien, van haciendo sus estudios, confeccionan ropa para sus ahijados de guerra, y sobre un gran mapa, clavado en la pared del comedor, siguen la marcha de las operaciones, poniendo banderitas en los puntos estratégicos. Marie se esfuerza en recomendar a sus hijas que pasen las vacaciones sin ella, pero aquí se detienen sus cuidados. Transige con que Irene y Eva se queden en su cama durante los alertas de los gothas, en lugar de ir a temblar a la bodega; que se alisten en 1916 en un equipo de segadores bretones para substituir a los hombres movilizados y que durante quince días sieguen, engavillen y trabajen en las trilladoras; que en 1918 permanezcan en París a pesar del bombardeo del Bertha. Marie nos hubiera querido ni demasiado prudentes, ni demasiado exigentes.

Eva todavía no puede ser útil, pero Irene a los diecisiete años se ha iniciado en la radiología, sin renunciar a los certificados de licenciatura y a los cursos de la Sorbona, y ha empezado por ser «manipuladora» de su madre y luego ha recibido algunas misiones. Marie la envía a los hospitales y encuentra natural que Irene, cargada de responsabilidades para las cuales es demasiado joven, permanezca en la zona de guerra en Furnes, en Hoogstade y en Amiens. Una camaradería íntima y encantadora une a la señora Curie con la adolescente. La polaca ya no es una mujer sola. De ahora en adelante puede compartir su trabajo o sus preocupaciones personales con una colaboradora, con una amiga.

En los primeros meses de la guerra ha tenido una consulta muy importante con Irene:

—El gobierno pide a los particulares que le lleven todo el oro y muy pronto emitirá empréstitos —dice Marie a su hija—. Yo voy a dar todo el oro que poseo y añadiré las medallas científicas, que son bastante inútiles. Es más: por pereza, había dejado el monto de mi segundo premio Nobel —lo mejor de cuanto poseemos— en coronas suecas en Estocolmo; quisiera repatriarlas y colocarlas en empréstitos de guerra. El Estado tiene necesidad de ello. No me hago muchas ilusiones y creo que ese dinero se perderá. Por lo tanto, no quiero cometer semejante «tontería» sin tu aprobación.

Cambiadas en francos, las coronas suecas se convierten en rentas, subscripciones nacionales, contribuciones voluntarias, y se evaporan paulatinamente, según las previsiones de Marie. Además, entrega todo el oro que posee al Banco de Francia. El funcionario que la atiende acepta las monedas, pero se niega, indignado, a enviar a la fundición las gloriosas medallas. Marie no se siente halagada. Estima absurdo este fetichismo y alza los hombros y devuelve al laboratorio la colección de recompensas.

Cuando tiene una hora de descanso, la señora Curie se sienta a veces sobre un banco en el jardín de la calle Pierre Curie, en donde crecen sus tilos amados. Mira el Instituto del Radio, nuevo y desierto. Piensa en todos sus colaboradores que se hallan en los frentes; en su ayudante preferido, el polaco Jan Danysz, muerto heroicamente. Marie suspira. ¿Cuándo acabará el sangriento horror? ¿Cuándo podrá volver a hacer estudios de física?

No se extiende en sueños estériles y sin dejar de hacer la guerra, lenta, paulatinamente, prepara la paz. Encuentra un medio de mudar el laboratorio de la calle Cuvier y de instalarlo en la calle Pierre Curie. Embala, carga, descarga, conduce en su viejo coche radiológico, de una casa a la otra, el material y realiza un trabajo de hormiga, cuyo resultado aparece pronto: el nuevo laboratorio está a punto de poder ser inaugurado.

Marie completa la instalación protegiendo con una impresionante fortificación de bolsas de arena el anexo que contiene las materias radiactivas. En 1915 ha traído de Burdeos su gramo de radio y lo ha puesto al servicio del país.

El radio, como los rayos X, tiene sobre el cuerpo humano diversas acciones terapéuticas. En 1914 el Estado no ha intentado ningún esfuerzo para organizar los tratamientos médicos, y Marie, una vez más, debe crear e improvisar. Destina su gramo de radio a un «servicio de emanación» cada ocho días; Marie trata el radio del gas que desprende y encierra la emanación en los tubos, que son conducidos inmediatamente al hospital del Grand-Palais y otros centros sanitarios, donde serán empleados para la curación de cicatrices viciosas y otras lesiones de la piel.

Coches radiológicos, puestos radiológicos, servicios de emanación… No es bastante. La falta de manipuladores especialistas preocupa a Marie. Propone fundar y asegurar una enseñanza de radiólogos. Y poco después se reúnen veinte enfermeras en el Instituto del Radio para seguir el primer curso. El programa comprende lecciones teóricas sobre la electricidad y los rayos X, ejercicios prácticos, el estudio de la anatomía, etc. Profesores: Marie Curie, Irene Curie y una mujer encantadora y culta: la señorita Klein.

Las ciento cincuenta técnicas que Marie forma de 1916 a 1918 están reclutadas en todos los medios. Algunas de las alumnas son poco instruidas. El prestigio de la señora Curie las intimida primero; pero fácilmente quedan conquistadas por la acogida cordial y familiar de la profesora. Marie tiene un don prodigioso de poner la ciencia al alcance de los espíritus más simples. El gusto al trabajo bien realizado es en Marie tan fuerte que, cuando una aprendiza —una sirvienta— logra por primera vez realizar en artista una placa de radiografía, se alegra como de un triunfo personal.

Los aliados de Francia, a su vez, apelan a su competencia. Desde 1914 realiza frecuentes viajes a los hospitales belgas. En 1918, a petición del gobierno italiano, realiza una misión en la Italia del norte, en donde estudia las fuentes del país en materia radiactiva. Un poco más tarde acogerá en su laboratorio a veinte soldados del cuerpo expedicionario americano, que iniciará en el estudio de la radiactividad.

Su nuevo oficio la pone en contacto con los seres más diversos. Ciertos cirujanos, que comprenden la utilidad de los rayos X, la tratan en colaboradora magnífica, en ilustre colega. Otros, más ignorantes, miran con desconfianza sus aparatos. Tras algunas radioscopias concluyentes se maravillan de que funcionen y apenas creen lo que sus ojos ven cuando, en el lugar descubierto por los rayos y señalado por Marie, hallan bajo el escalpelo la metralla del obús, vanamente buscada en la carne doliente. Bruscamente convertidos a la nueva religión, comentan con sorpresa el hecho como si se tratara de un milagro.

Mujeres elegantes, ángeles guardianes de los hospitales, señalan con una mirada a esta dama de cabellos grises y traje modesto que olvida decir su nombre, y a veces es tratada por ello como subalterna. Marie se divierte con esos menosprecios. Cuando estas pequeñas manifestaciones de la vanidad la molestan un poco, purifica su alma evocando una enfermera y un soldado silenciosos y tenaces, sus camaradas de trabajo en el hospital de Hoogstade: la reina Elisabeth y el rey Alberto, de Bélgica.

Marie, a menudo tan fría y altiva, es con los heridos de un trato exquisito. Campesinos y obreros se asustan ante los aparatos Roentgen y preguntan si el examen va a producirles algún dolor. Marie les tranquiliza:

—Ya verá usted. Es como un retrato.

Marie posee lo que puede serles dulce: un precioso timbre de voz, manos ligeras, mucha paciencia y un respeto inmenso y religioso para la vida humana. Por salvar un hombre, para ahorrarle algún sufrimiento, una amputación, una enfermedad, está dispuesta a cualquier esfuerzo, por pesado que sea. No abandona la partida hasta que se han agotado todas las posibilidades.

Jamás hablará de las durezas y los peligros a que se expuso en los cuatro años que la guerra duró. No hablará de las fatigas sin cuento, ni de los peligros de muerte, ni del cruel efecto de los rayos X y del radio sobre su organismo hipotecado. Marie mostrará a sus compañeros un semblante despreocupado, casi alegre —más alegre que lo fuera nunca—. La guerra le habrá enseñado ese buen humor que es la más preciosa máscara de la firmeza.

Y, no obstante, ¡qué poca alegría tiene en el alma! A las angustias intimas que la estrujan añade la preocupación por su obra interrumpida; la inquietud por su familia polaca, de la que no sabe nada, y añade su horror por el absurdo frenesí que se ha apoderado del mundo. El recuerdo de miles de cuerpos destrozados que ha visto y de quejas, de gritos que ha oído ensombrecerá su vida por muchos años.

Los cañonazos del armisticio la sorprenden en el laboratorio. Quiere poner banderas en el Instituto, y con su colaboradora, la señorita Klein, corre a una tienda para comprar banderas francesas. En ninguna parte han quedado banderas para la venta y Marie ha terminado por comprar los trozos de tela de los tres colores, y una sirvienta, la señora Bardinet, cose rápidamente las tres franjas y las despliegan en las ventanas. Marie sube con la señorita Klein al antiguo coche radiológico destrozado y maltrecho por cuatro años de aventuras. Un servidor del P. C. N. les sirve de chófer y las lleva a pasear por las calles, al azar, entre las manifestaciones de un pueblo grave y feliz. En la plaza de la Concorde la multitud no consiente que el coche avance más. Algunas gentes suben a los salvabarros del Renault o suben al techo del mismo. Cuando el coche de Marie pueda caminar de nuevo llevará una docena de pasajeros suplementarios que ocuparán esa imperial improvisada durante el resto de la jornada.

Para Marie hay dos victorias, en lugar de una: Polonia renace de sus cenizas tras un siglo y medio de esclavitud y vuelve a ser un país libre.

La que fue señorita Sklodowska revive su infancia oprimida, sus luchas de juventud. Para algo ha servido que desde niña mantuviera una posición astuta ante los funcionarios del Zar, que se reuniera clandestinamente en las pobres habitaciones de Varsovia con sus camaradas de la Universidad Volante, que enseñara a leer a los campesinos de Szczuki… El sueño patriótico en nombre del cual estuvo a punto, hace años, de sacrificar su vocación y hasta el amor de Pierre Curie, se convierte a sus ojos en una realidad.

En diciembre de 1920 Marie escribe a José Sklodowski:

Así nosotros «nacidos en la servidumbre, encadenados desde la cuna»[8], hemos visto esta resurrección de nuestro país en la cual soñábamos. No esperábamos vivir este instante. Pensábamos que acaso podrían vivirlo nuestros hijos. ¡Pero ahí está! Es cierto que nuestro país ha pagado cara su felicidad y que aun lo» tendrá que pagar. Pero ¿se pueden comparar las dificultades de la hora actual con la amargura y el desaliento que nos habrían corroído si, tras la guerra, Polonia hubiera permanecido encadenada y dividida en trozos? Como tú, tengo fe en el porvenir.

Esta esperanza, estos sueños consolaban a Marie Curie de sus preocupaciones personales. La guerra había desorganizado su trabajo científico. La guerra había gastado su salud. La guerra la había arruinado. El dinero que había confiado al país se había fundido como la nieve y cuando ha examinado la situación material tiene cierta inquietud: pasados los cincuenta años, es casi pobre. Para vivir y para que sus hijas puedan vivir, no tiene más que su sueldo de profesora —doce mil francos anuales—. ¿Le permitirán sus fuerzas continuar su clase y realizar durante los años que la separan aún de la edad del retiro su labor de directora de laboratorio?

¡Qué se le va a hacer! Sin abandonar su oficio de guerra (durante dos años más, todavía las aprendizas radiólogas irán al Instituto del Radio para seguir los cursos), Marie se dedica a la pasión de su vida: la física. Se le pide que escriba un libro sobre la Radiología y la Guerra y en él exalta la bondad de los descubrimientos científicos, la eterna investigación, su valor humano. Marie ha encontrado en la trágica experiencia más razones para adorar la ciencia.

La historia de la radiología de la guerra ofrece un ejemplo curioso de la amplitud insospechada que puede tener, en ciertas condiciones, la aplicación de los descubrimientos de orden puramente científico.

Los rayos X no tuvieron más que una utilización limitada hasta la época de la guerra. La gran catástrofe que se ha desencadenado sobre la humanidad, acumulando víctimas en cifra espantosa, ha hecho surgir por reacción el deseo ardiente de salvar todo lo que podía ser salvado, de explorar todos los medios para ahorrar y proteger las vidas humanas.

Inmediatamente vemos nacer un esfuerzo para hacer rendir a los rayos X los máximos servicios. Lo que hubiera podido parecer difícil se convirtió en cosa fácil y recibió una inmediata solución. El material, el personal se multiplicarán como por encanto. Todos los que no comprendían, cedían o aceptaban; todos los que no sabían, aprendían; y todos los que eran indiferentes se apasionaban por la obra. Así, el descubrimiento científico habrá terminado la conquista de su campo de acción natural. Una evolución análoga habrá sido realizada por la radioterapia o aplicación médica de las radiaciones emitidas por los radioelementos.

¿Qué conclusiones podemos sacar de esta inesperada fortuna salida de las nuevas radiaciones que la ciencia nos ha revelado a fines del siglo XIX? Me parece que deben hacer más viva nuestra confianza en la investigación desinteresada y aumentar nuestro culto y nuestra admiración por ella.

Es imposible discernir en esta obra, de sequedad científica, la importancia de las iniciativas de Marie Curie. ¡Qué manera diabólica de buscar fórmulas impersonales! ¡Qué preocupación en apagarse y quedarse en la penumbra! Para Marie el «yo» no es odiable: no es. Su obra parece que ha sido realizada por entidades misteriosas que nombra cuando es necesario, como las organizaciones sanitarias o bien o cuando más nosotros. El mismo descubrimiento del radio lo disimula entre las nuevas radiaciones que la ciencia nos ha revelado a fines del siglo XIX. Y si se ve obligada a hablar de sí misma, la señora Curie intenta incorporarse a la anónima multitud.

Queriendo, como tantas otras, ponerme al servicio de la defensa nacional en los años que acabamos de atravesar, me orienté inmediatamente hacia la radiología…

No obstante, hay un detalle que nos demuestra que tenía conciencia de haber ayudado a Francia de la mejor manera posible. Años atrás rehusó —como más tarde rehusará de nuevo— la Legión de Honor. Pero sus íntimos saben que si, en 1918, hubiera sido propuesta para el grado de caballero a título militar, hubiera aceptado esa cinta única.

Esta ligera derogación de sus principios le fue ahorrada. Muchas mujeres recibieron condecoraciones, rosetas… Mi madre no tuvo nada. Unas semanas después, el papel que ella ha interpretado durante el gran drama se borra de todas las memorias. Y a pesar de sus servicios bastante excepcionales, nadie piensa en colocar una pequeña cruz de soldado sobre el vestido de la señora Curie.