Capítulo 15

Una tesis de doctorado y una entrevista de cinco minutos

¿Qué le importa a la Ciencia que sus servidores apasionados sean ricos o pobres, felices o desgraciados, rebosantes de salud o enfermos? La Ciencia sabe que fueron creados para buscar y para descubrir, y que hasta que sus fuerzas se agoten, investigarán y encontrarán. No hay poder en el mundo que pueda obligar a un sabio a luchar contra su vocación. Es más: en los mismos días de íntima revuelta, de máximas contrariedades, sus propios pasos volverán, fatalmente, a colocarle ante los aparatos de su laboratorio.

No sorprenda, pues, el resultado feliz de los trabajos que los Curie han realizado durante los años difíciles. La radiactividad recién nacida, aumenta o disminuye, agotando poco a poco a los dos científicos que le dieron vida.

De 1899 a 1904, los Curie han publicado, unidos, separados o en colaboración con algunos de sus colegas, treinta y dos comunicaciones científicas. Los títulos de estas notas son ásperos; su texto erizado de fórmulas y de gráficos que asustan a los profanos. Cada una de ellas, no obstante, representa una victoria. Al leer la árida enumeración de las comunicaciones más importantes, dediquemos un pensamiento a lo que encubren de curiosidad, de obstinación, de genio:

  • Sobre los efectos químicos de los rayos del radio. (MARÍA Y PIERRE CURIE, 1899).
  • Sobre el peso atómico del bario. (MARÍA CURIE, 1900).
  • Las nuevas substancias radiactivas y los rayos que emiten. (MARÍA Y PIERRE CURIE, 1900).
  • Sobre la radiactividad instigada, provocada por las sales del radio. (PIERRE CURIE Y ANDRÉ DEBIERNE, 1901).
  • Acción fisiológica de los rayos del radio. (PIERRE CURIE Y HENRI BECQUEREL, 1901).
  • Sobre los cuerpos radiactivos. (MARÍA CURIE Y PIERRE CURIE, 1901).
  • Sobre el peso atómico del radio. (MARÍA CURIE, 1902).
  • Sobre la medida absoluta del tiempo. (PIERRE CURIE, 1902).
  • Sobre la radiactividad instigada y sobre la emanación del radio. (PIERRE CURIE, 1903).
  • Sobre el calor desprendido espontáneamente por las sales del radio. (PIERRE CURIE Y A. LABORDE, 1903).
  • Investigaciones sobre las substancias radioactivas. (MARÍA CURIE, 1903)
  • Sobre la radiactividad de los gases que se desprenden del agua de las fuentes termales. (PIERRE CURIE Y A. LABORDE, 1904).
  • Acción fisiológica de la emanación del radio. (PIERRE CURIE, CH. BOUCHARD Y V. BALTHAZARD, 1904).

Nacida en Francia, la radiactividad conquista rápidamente el ambiente mundial. Desde 1900, de Inglaterra, Alemania, Austria y Dinamarca llegan cartas firmadas por los más ilustres nombres de la Ciencia a la calle Lhomond. Y en todas las cartas, inquietas y atormentadas preguntas, demandas, solicitudes… Los Curie mantienen con sir William Crookes, con los profesores vieneses Suess y Boltzmann; con el explorador danés Paulsen, permanentes correspondencias, en las cuales «los padres» del radio prodigan a sus colegas las explicaciones y los consejos técnicos. En muchos países, los investigadores se lanzan a la persecución de elementos radiactivos desconocidos y esperan lograr nuevos descubrimientos. La caza es fructuosa y en el cuadro de honor se inscriben el mesotorio, el radio-torio, el ionio, el protactinio, el radio-plomo…

En 1903, dos sabios ingleses, Ramsay y Soddy, demuestran que el radio desprende continuamente una pequeña cantidad de gas: el helio. Es el primer ejemplo conocido de una transformación de átomos. Un poco más tarde, siempre en Inglaterra, Rutherford y Soddy, recogiendo una hipótesis iniciada por Marie Curie en 1900, publican una interesante teoría de las transformaciones radiactivas. Afirman que los radioelementos, incluso cuando parecen inalterables, se hallan en estado de evolución espontánea y cuanto más rápida es su transformación, más poderosa es su actividad.

Ello es una verdadera teoría de la transformación de los cuerpos simples, pero no como lo comprendían los alquimistas… —escribirá Pierre Curie—. La materia inorgánica evolucionará necesariamente a través de las edades y siguiendo inmutables leyes.

¡Radio prodigioso! Purificado al estado de cloruro, es un pobre polvo blanco y blando que podría confundirse con la más vulgar de las sales de cocina. Pero sus propiedades, cada día mejor conocidas, aparecen sorprendentes. Su radiación, descubierta por los Curie, traspasa en intensidad todas las previsiones. Es dos millones de veces más fuerte que la del uranio. La ciencia lo ha analizado, disecado, subdividido en rayos de tres clases distintas, que cruzan, modificándolas, es cierto, las materias más opacas. Sólo una espesa pantalla de plomo puede apresar esos rayos insidiosos en su carrera invisible.

El radio tiene su sombra, su fantasma. Produce espontáneamente un cuerpo gaseoso singular, la emanación del radio, asimismo activo, y que, incluso encerrado en un tubo de cristal, se destruye cada día, según una ley rigurosa. Su presencia será descubierta en las aguas de numerosas fuentes termales.

Otro desafío a las teorías que parecen la base inamovible de la física. El radio desprende espontáneamente calor. En una hora produce una cantidad de calor capaz de fundir su mismo peso de cristal. Si se le protege contra el enfriamiento exterior, se calienta y su temperatura puede elevarse a diez grados y más, por encima del medio circundante.

¿De qué no es capaz el radio? Impresiona las placas fotográficas a través del papel negro, convierte la atmósfera en conductora de electricidad y descarga así, a distancia, electroscopios, colorea en malva y en violeta los recipientes de vidrio que tienen el honor de albergarlo; roe, y, poco a poco, reduce a polvo, el papel y el algodón en rama de que se le cubre.

Ya sabemos que es luminoso.

Esta luminosidad no puede ser observada de día —escribirá Marie—; pero se la ve fácilmente en la penumbra. La luz emitida, puede ser lo bastante fuerte para que pueda leerse, con un poco de ese producto, en la obscuridad.

El radio no se contenta, egoístamente, con este don maravilloso. Hace fosforescentes gran número de cuerpos incapaces de emitir luz por sus propios medios. Así el diamante:

El diamante se convierte en fosforescente por la acción del radio y puede ser distinguido así de las imitaciones en strass, cuya luminosidad es muy débil.

Por último, la radiación del radio es contagiosa. ¡Contagiosa como un perfume tenaz, como una enfermedad! Es imposible dejar un objeto, una planta, un animal, una persona cerca de un tubo de radio sin que adquieran inmediatamente una actividad notable. Este contagio, que perturba los resultados de las experiencias de precisión, es para los Curie el enemigo de todos los días:

Cuando se efectúan estudios sobre las substancias poderosamente radiactivas —escribe Marie— hay que tomar precauciones particulares si se quiere continuar para hacer delicadas medidas. Los diversos objetos empleados en el laboratorio de química y aquellos que sirven para las experiencias de física, no tardan en ser todos radiactivos y en actuar sobre las placas fotográficas a través del papel negro. Los polvos, el aire de la habitación, los vestidos, son radiactivos. El aire de la habitación es conductor. En el laboratorio en donde trabajamos, el mal ha llegado a un estado agudo y no podemos tener un aparato perfectamente aislado.

Cuando los Curie no existan, sus carnets de trabajo seguirán manteniendo el recelo de hace treinta o cuarenta años sobre la expresiva y la misteriosa actividad y seguirán impresionando los aparatos de medir.

Radiactividad, desprendimiento de calor, producción de gas helio y de emanación, autodestrucción espontánea… ¡Qué lejos se está ya de las teorías sobre la materia inerte, sobre el átomo inmutable! No hace cinco años, los hombres de ciencia creían nuestro universo compuesto de materias, definidas, de elementos señalados para siempre. Ahora, a cada segundo que pasa, partículas de radio expulsan átomos de gas helio y los proyectan fuera, con una fuerza enorme. El residuo de esta minúscula y terrorífica explosión, que Marie denominara «el cataclismo de la transformación atómica», es un átomo gaseoso de emanación, que por sí mismo se transformará en otro cuerpo radiactivo, el cual se transformará a su vez. Los radioelementos forman extrañas y crueles familias, en donde cada miembro es creado por la transformación espontánea de la substancia madre. El radio es un descendiente del uranio; el polonio un descendiente del radio. Estos cuerpos, logrados a cada momento, se destruyen ellos mismos, siguiendo eternas leyes. Cada radio-elemento pierde la mitad de su substancia en un tiempo que es siempre el mismo y que se denominará su período. Para que disminuyan a su mitad, se precisan algunos miles de años para el uranio, seiscientos años para el radio, cuatro días para la emanación del radio y algunos segundos tan sólo para los descendientes de la emanación.

Inmóvil en apariencia, la materia alberga nacimientos, colisiones, muertes, suicidios; alberga también dramas sometidos a implacables fatalidades; alberga, en suma, la vida y la muerte.

Tales son los hechos que el descubrimiento de la radiactividad ha revelado. Los filósofos no tienen más que comenzar de nuevo la filosofía, y los físicos, la física.

Último y conmovedor milagro: el radio puede hacer algo para la felicidad de los humanos y se convertirá en el aliado de éstos contra el mal atroz: el cáncer.

Los sabios alemanes Walkhoff y Giesel anunciaron en 1900 que la nueva substancia tenía efectos fisiológicos, y Pierre Curie, indiferente al peligro, expuso inmediatamente su brazo a la acción del radio. ¡Con gran alegría surge una lesión! La observa y sigue su evolución, y más tarde, en una nota a la Academia, describe flemáticamente los síntomas observados:

La piel ha tomado un color rojo sobre una superficie de seis centímetros cuadrados. La apariencia es la de una quemadura, pero la piel no se hace, apenas, dolorosa. Al cabo de unos días, el color, sin extenderse, aumenta su intensidad. A los veinte días, se forman costras; luego, una llaga que se ha curado. A los cuarenta días la epidermis ha empezado a cerrarse por los bordes, ganando el centro; y, a los cincuenta y dos días después, de la acción de los rayos queda aún una especie de llaga, en una superficie de un centímetro cuadrado, que toma un aspecto grisáceo, indicando una mortificación más profunda.

Hay que añadir que la señora Curie, al trasladar a un pequeño tubo cerrado algunos centigramos de materia muy activa, ha sufrido quemaduras análogas, a pesar de que el tubito estaba encerrado en una pequeña caja metálica.

Aparte estas acciones vivas, durante las investigaciones realizadas con productos muy activos, hemos sufrido en las manos efectos muy diversos. Las manos tienen una tendencia general a la descamación. Las extremidades de los dedos que han sostenido los tubos o cápsulas conteniendo productos muy activos se hacen duras y, a veces, dolorosas. La inflamación de las extremidades de los dedos en uno de nosotros ha durado quince días y se ha terminado con la caída de la piel; pero la sensibilidad dolorosa no ha desaparecido completamente hasta al cabo de dos meses.

Henri Becquerel, al llevar en un bolsillo de su chaleco un tubo de cristal que contenía radio, se quemó también, sin desearlo, claro. Maravillado y furioso, corrió a casa de los Curie para lamentarse de la hazaña de «su terrible hijo», y declaró en materia de conclusión:

—Quiero a ese radio, pero ¡me las pagará!

… Y luego, anota rápidamente los resultados de su experiencia involuntaria, que se publicará en las comunicaciones del 3 de junio de 1901, junto a las observaciones de Pierre Curie.

Impresionado por el sorprendente poder de los rayos, Pierre estudia la acción del radio sobre los animales. Colabora con doctores en medicina de alto rango, los profesores Bouchard y Balthazard. Pronto adquieren la convicción de que destruyendo las células enfermas, el radio cura lupus, tumores y ciertas formas del cáncer. Esta terapéutica tomará el nombre de curie-terapia. Algunos médicos franceses (Daulos, Wickam, Dominici, Degrais, etc.) aplican, con éxito, los primeros tratamientos a los enfermos. Emplean tubos de emanación de radio prestados por los Curie.

La acción del radio, sobre la piel ha sido estudiada por el doctor Daulos en el hospital de San Luis, escribirá Marie. El radio da, desde este punto de vista, resultados alentadores: la epidermis parcialmente destruida por su acción, vuelve a su estado sano.

¡El radio es útil, extraordinariamente útil!

Se adivinan las consecuencias inmediatas de semejante revelación. La extracción del elemento nuevo no tiene sólo el interés de una experiencia. Se convierte en indispensable y bienhechor. Va a nacer una industria del radio.

Los Curie vigilan los principios de esta industria, que no se hubiera podido crear sin sus consejos. Con sus propias manos han preparado —con las manos de Marie, principalmente— el primer gramo de radio que haya visto la luz pública, realizando el tratamiento de ocho toneladas de residuos de pechblenda en el hangar de la Escuela de Física, según un procedimiento de su invención. Poco a poco, las propiedades del radio excitan las imaginaciones, y el matrimonio encuentra eficaces colaboraciones para organizar la producción en vasta escala.

El tratamiento de los minerales ha empezado bajo la dirección de André Debierne en la «Sociedad central de productos químicos», que consiente efectuar la operación sin buscar beneficio alguno. En 1902, la Academia de Ciencias concede a los Curie un crédito de veinte mil francos para la extracción de materias radiactivas. La purificación de cinco toneladas de mineral comienza inmediatamente.

En 1904, un industrial francés, inteligente y decidido, Armer de Lisle, tiene la idea de fundar una fábrica que producirá radio y lo facilitará a los médicos que curen tumores malignos.

Ofrece a los Curie un local, en espera de esa fábrica en donde podrán llevar a cabo los trabajos que el reducido recinto de su laboratorio hacía impracticables. Los Curie reúnen colaboradores como F. Haudepin y Jacques Danne, a quienes Armer confiara la extracción de la substancia preciosa.

Marie no se separará de su primer gramo de radio. Más tarde, lo legará a su laboratorio. No tiene ni tendrá jamás otro valor que el de sus tenaces esfuerzos. Cuando el hangar haya desaparecido bajo el pico de los peones, y la señora Curie no exista, ese gramo será el símbolo rutilante de una gran obra y de la época heroica de las dos existencias.

Los gramos que sigan tendrán un valor distinto: un valor oro.

El radio, puesto regularmente en venta, se convertirá en una de las substancias más caras del mundo. Se calculará el precio del gramo en setecientos cincuenta mil francos oro.

Una materia tan aristocrática merece toda clase de comentarios. En enero de 1904 se publica el primer número de una revista, Le Radio, que trata exclusivamente de los productos radiactivos.

El radio ha adquirido una personalidad comercial. Tiene su cotización mercantil y su prensa. Sobre el papel con membrete de la fábrica Armer de Lisle se leerá muy pronto en grandes caracteres:

SALES DE RADIO - SUBSTANCIAS RADIACTIVAS

Dirección telegráfica: «RADIO - NOGENT - sur - MARNE».

Si los fecundos trabajos de los hombres de ciencia de muchos países, si esta creación de una industria, si estos primeros ensayos de una maravillosa terapéutica han podido realizarse, se debe al hecho de que una muchacha rubia, atraída por una curiosidad apasionada, ha escogido como tema de tesis, en 1897, el estudio de los rayos de Becquerel, porque esa joven ha sabido adivinar la presencia de un cuerpo nuevo y porque, uniendo sus esfuerzos a los de su marido, ha probado la existencia de ese cuerpo. Es, en fin, porque ha logrado aislar el radio puro.

El día 25 de junio de 1903, esa muchacha se halla ante una pizarra de una pequeña salita de la Sorbona, la «sala de los estudiantes», a la que se llega por una escalera de caracol. Han pasado más de cinco años, desde el día en que Marie inició el tema de su tesis. Arrastrada por el torbellino de un descubrimiento inmenso, había retrasado por mucho tiempo el examen del doctorado, para el cual no había tenido el tiempo material de reunir sus elementos. Hoy se presenta ante el tribunal.

Según la costumbre, la muchacha debe entregar a sus jueces, los señores Lippmann, Boury y Moissan, el texto del trabajo que somete a su aprobación: Investigaciones sobre las substancias radiactivas, por la señora Marie Sklodowska-Curie. Y —¡acontecimiento increíble!— la señora se ha comprado un vestido nuevo, completamente negro, en lana y seda. Mejor dicho, Bronia, que ha llegado a París para la defensa de la tesis, ha avergonzado a Marie por sus trajes lustrosos, llevándola a la fuerza a una tienda. Bronia se ha entendido con la vendedora, ha escogido las telas y decide los arreglos, sin preocuparse de la silueta tosca de su hermana menor.

¿Recordaron las dos hermanas que hace justamente veinte años, en junio de 1883, Bronia visitó a Marie? Fue una solemne mañana, en que la pequeña Mariusia, vestida de negro, como ahora, debía recibir de las manos de un funcionario ruso la medalla de oro del gimnasio del barrio de Cracovia…

La señora Curie se halla de pie, muy firme. Sobre su pálido rostro, bajo su amplia frente abombada, que los cabellos claros, peinados hacia atrás, ponen al descubierto completamente, algunas arrugas marcan el surco del combate que ha sostenido y que ha ganado. Los físicos y los químicos se apretujan en la sala, bañada por el sol. Ha sido necesario añadir muchas sillas, pues los hombres de ciencia, atraídos por el interés excepcional de las investigaciones de que se va a hablar, han llenado el local.

El anciano doctor Curie, Pierre Curie y Bronia han ocupado unos puestos, al fondo de la sala, apretujados entre los estudiantes. Cerca de ellos se halla un grupo de muchachas alegres y vivarachas. Son las señoritas de Sèvres, las alumnas de Marie, que han ido para aplaudir a su profesora.

Los tres examinadores, de frac, se sientan tras una larga mesa de roble. Por turno, plantean algunos problemas a la candidata. Marie contesta con dulce voz y con frases inspiradas y sutiles a las cuestiones que le plantean los señores Bouty y Lippmann (éste fue su primer profesor), y contesta también al señor Moissan, cuya barba impresionante parece que no tiene fin. Con un trozo de tiza en la mano, traza, a veces, en la pizarra el esquema de un aparato o los signos de una fórmula fundamental. Expone los resultados de sus investigaciones con frases de técnica sequedad. Pero en el cerebro de los físicos que la rodean, viejos y jóvenes, pontífices o discípulos, una «transmutación» de otro orden se opera. La palabra fría de Marie se cambia en una imagen encendida y entusiasta: la de uno de los más grandes descubrimientos del siglo.

La elocuencia, los comentarios, son rechazados por los sabios. Para conceder el grado de doctor a Marie Curie, los jueces reunidos en la Facultad de Ciencias emplean, a su vez, palabras sin brillantez y de tan extrema simplicidad que cuando se las relee a treinta años de distancia, conservan un valor de profunda emoción.

El presidente Lippmann pronuncia la fórmula consagrada:

—La Universidad de París le concede el título de doctora en ciencias físicas, con la mención de «muy honorable».

Cuando se acallaron los discretos aplausos, el presidente añadió, simple y amistosamente, con tímida voz de viejo universitario:

—Y, en nombre del jurado, señora, tengo el honor de ofrecerle nuestros parabienes.

Estos exámenes austeros, estas graves y modestas ceremonias, se desarrollan de igual manera, tanto para el investigador de genio como para el trabajador concienzudo, y no destilan ironía alguna.

Tienen su estilo y su grandeza.

Unos meses antes de la exposición de esta tesis y antes, también, que se desarrollara en Francia y en el mundo entero el tratamiento industrial del radio, los Curie han tomado una decisión, a la cual conceden poca importancia, pero que influirá notablemente sobre el resto de su vida.

Marie, purificando la pechblenda y aislando el radio, ha inventado una técnica y creado un procedimiento de fabricación.

Ahora bien; desde que los efectos terapéuticos del radio han sido conocidos, se buscan por todas partes minerales radiactivos. Están en proyecto múltiples exploraciones en muchos países y especialmente en Bélgica y América. Pero las fábricas no podrán producir el «fabuloso metal» hasta que los ingenieros no conozcan el secreto de la preparación del radio puro.

Un domingo por la mañana, y en la casita del boulevard Kellermann, Pierre habla de todas estas cosas a su mujer. De pronto, el cartero les entregará una carta que llega de los Estados Unidos.

—Es necesario que hablemos un poco de nuestro radio —dice con tono apacible—. Su industria va a tomar un incremento extraordinario. Esto es un hecho cierto. Aquí tienes una carta de Buffalo, en la que unos técnicos, deseosos de crear su explotación en América, nos ruegan que los documentemos…

—¿Y qué? —contesta Marie, que no tiene mucho interés en la conversación.

—Tenemos ante nosotros dos soluciones. Describir sin ninguna restricción los resultados de nuestras investigaciones, añadiendo los procedimientos de la purificación…

Marie tiene un gesto mecánico de aprobación y murmura:

—Sí, claro…

—O bien —continúa Pierre—, nos consideramos como los propietarios, los inventores del radio, y en ese caso, antes de publicar qué materias has tomado para tratar la pechblenda, sería necesario patentar esta técnica y asegurarnos los derechos sobre la fabricación del radio en el mundo.

Hace un esfuerzo para precisar de una manera objetiva la situación. No es culpa suya si, al pronunciar palabras que le son poco familiares: «patentar», «asegurar nuestros derechos», su voz adquiere una inflexión de menosprecio, apenas perceptible.

Marie reflexiona unos segundos. Y contesta:

—¡Imposible!… Eso sería contrario al espíritu científico.

El grave rostro de Pierre se ilumina. Luego, conscientemente, insiste:

—También lo pienso yo…, pero no quiero que tomemos esa decisión a la ligera. Nuestra vida es muy dura, parece que está amenazada de serlo siempre. Tenemos una hija, acaso tendremos otros hijos. Para ellos y para nosotros, esa patente representaría mucho dinero, la riqueza. Sería asegurar la comida y la supresión de las necesidades…

Y cita aun, con una pequeña sonrisa, la única cosa a la cual le es doloroso renunciar:

—Podríamos tener también un buen laboratorio…

Los ojos de Marie se abren. Enjuicia serenamente la idea del beneficio y de la recompensa material. Repentinamente rechaza la idea y exclama:

—Los físicos publican siempre íntegramente sus investigaciones. Si nuestro descubrimiento tiene un porvenir comercial, es una casualidad de la cual no hemos de aprovecharnos. Además, el radio servirá para curar a los enfermos. Me parece imposible sacar de ello ningún beneficio.

No intenta inútilmente convencer a su marido. Marie adivina que habló de la patente sólo por un escrúpulo natural. Las palabras que ha pronunciado con entereza y seguridad exponen su sentimiento, el sentimiento de los dos, su infalible concepción del papel del sabio en el mundo.

En medio del silencio, Pierre repite, como un eco, la frase de Marie:

—No… Sería contrario al espíritu científico.

Pierre se ha tranquilizado, y añade como si arreglara una cuestión de detalle:

—Esta noche escribiré a los ingenieros americanos, dándoles los datos que solicitan.

De acuerdo conmigo —escribirá Marie, veinte años más tarde—, Pierre Curie renunció a sacar provecho material del descubrimiento. No patentamos nada a nuestro favor y publicamos sin reserva alguna los resultados de nuestras investigaciones, así como los procedimientos de preparación del radio. Además, hemos dado a los interesados toda clase de noticias solicitadas. Ha sido un bien para la industria del radio, la cual ha podido desarrollarse en completa libertad, primero en Francia, luego, en el mundo, procurando a los sabios y a los médicos los productos que necesitaban. Esta industria utiliza todavía en el día de hoy, casi sin modificarlos, los procedimientos que nosotros indicamos.

… La Buffalo Society of Natural Sciences me ofreció, en recuerdo, una publicación, relativa al desarrollo de la industria del radio en los Estados Unidos, acompañada de las reproducciones fotográficas de las cartas en las cuales Pierre Curie había contestado de la manera más completa a los problemas planteados por los ingenieros americanos (1902 y 1903).

Quince minutos después de esa breve conversación, cruzada un domingo por la mañana, los Curie atravesaban sobre sus queridas bicicletas la puerta de la barrera de Gentilly, y pedaleando a buena marcha, se dirigían hacia el bosque de Clamart.

Han escogido, para toda la vida, entre la pobreza y la fortuna. Por la noche llegaban fatigados, con las manos llenas de hojarasca y ramilletes de flores silvestres.