Capítulo 8

París

Los barrios más hermosos de París no son, precisamente, los que hay que atravesar para ir de la Villette a la Sorbona. El trayecto, además, no es ni rápido ni cómodo.

La calle de Alemania[3], en donde habitan Bronia y su marido, queda unida a la estación del Este por un ómnibus de dos caballos y de dos pisos, con una escalera por la que se sube a la agitada «imperial». En la estación del Este hay que tomar un segundo ómnibus para ir a la calle des Ecoles.

Apretando entre sus manos la cartera de cuero, que ya usaba en los tiempos de la Universidad Volante, Marie viaja en la imperial, expuesta a la intemperie, y porque es más divertido y más económico. Encaramada en este trepidante observatorio, en donde el viento frío endurece sus mejillas, Marie, con el cuello tirante y la mirada ávida, lo observa todo. ¡Qué importa la melancolía de la interminable calle Lafayette, o la aburrida sucesión de tiendas del boulevard Sebastopol! Las tiendas, los olmos mustios, la muchedumbre, el olor polvoriento: todo esto es París. ¡Por fin, París!

¡Qué joven se siente en París! ¡Y poderosa, y ágil, y llena de esperanza! Y, para una polaca, además, ¡qué maravillosa impresión de libertad!

En el instante en que, fatigada por el penoso viaje, Marie descendió del tren sobre el muelle gris de la estación del Norte, la tenaza familiar de la servidumbre, cedió bruscamente, los hombros se ensancharon, los pulmones y el corazón se han sentido libertados. Es la primera vez que Marie respira el aire de un país libre. Y, en su entusiasmo, todo le parece milagroso, Milagroso que los bobos paseen por las veredas y hablen el lenguaje que les plazca; milagroso que las librerías vendan una prohibición alguna las obras del mundo entero; milagroso, sobre todo, que estas avenidas estrechas, inclinadas en suave pendiente hacia el corazón de la villa, la lleven a ella, Marie Sklodowska, a las puertas abiertas de una universidad. ¡Y qué universidad! La más famosa, la que, hace siglos, se describiera como un compendio del universo; aquella de la que Lutero dijo: «¡Es en París donde se halla la más célebre y la más excelente de las escuelas! ¡Le llaman la Sorbona!»

La aventura es digna de un cuento de hadas. Y el lento, traqueteado, glacial ómnibus es la carroza encantada que lleva a la pobre princesa rubia de un piso modesto al palacio de los sueños…

La carroza atraviesa el Sena, y, alrededor de Marie, todo se convierte en admirable: los dos brazos del río perfumado, las islas majestuosas y llenas de gracia, los monumentos, las plazas, y allá abajo, a la izquierda, las torres de Nuestra Señora. Para subir el boulevard de Saint Michel, los caballos frenan su marcha, yendo al paso. Allí está. Ya se llega. La estudiante agarra su cartera, recoge los pliegues de su pesada falda de lana, y, en su precipitación, empuja, sin querer, a una de sus vecinas. Tímidamente pide perdón en un francés dudoso y luego, tras saltar los peldaños de la «imperial», ya en la calle, corriendo hacia las rejas del palacio.

Este palacio del saber ofrece, en 1891, un aspecto singular: la Sorbona, que están reconstruyendo desde hace seis años, semeja una gigantesca serpiente pitón en el momento de cambiar de piel. Tras la larga fachada nueva, demasiado blanca, los edificios vetustos, que datan de Richelieu, se juntan a los talleres, donde resuena el golpe de las azadas. Este escándalo pone en la vida de los estudiantes un desorden pintoresco. Las clases emigran de una sala a otra, a medida que los trabajos avanzan. Los laboratorios provisionales han quedado instalados en las viejas casas desalquiladas de la calle Saint-Jacques.

Todo esto importa poco, porque este año, como los anteriores, se lee sobre la fachada blanca un cartel pegado en la pared, «cerca de la casilla del» portero, que dice:

REPÚBLICA FRANCESA

FACULTAD DE CIENCIAS

LOS CURSOS SE INAUGURARÁN, EN LA SORBONA

EL DÍA 3 DE NOVIEMBRE DE 1891.

¡Palabras mágicas, palabras sugestivas!

Con el poco dinero que ha reunido, rublo a rublo, Marie ha conquistado el derecho de escuchar, entre las muchas clases cuyo horario complicado llena el cartel, las que más le plazcan. Tiene su puesto en la «sala de manipulaciones», en donde, guiada y aconsejada, puede sin titubeos manejar los aparatos, obtener resultados en sencillas experiencias. Marie es, ahora ¡Oh, qué placer!, una estudiante de la Facultad de Ciencias.

Ahora ya no se llama Marie, ni siquiera Maria. En la hoja de inscripción, la nueva estudiante ha escrito, en francés, Marie Sklodowska. Pero, como sus condiscípulos no logran pronunciar las sílabas bárbaras de su apellido —Sklodowska—, y como la polaca no concede a nadie la libertad de que la llame Marie, conserva una especie de anonimato misterioso. A menudo, al cruzar la joven las ruidosas galerías, vestida con una distinción austera y miserable, de rostro firme y voluntarioso y de cabellos suaves y claros, algunos jóvenes preguntan: «¿Quién es?» La respuesta, si así puede considerarse la vaga contestación, no se hace esperar: «Es una extranjera… ¡Tiene un apellido imposible! En la clase de física está siempre en primera fila… No habla con nadie…» Los estudiantes siguen con los ojos la silueta graciosa que desaparece en el pasillo, y añaden: «¡Qué hermosos cabellos!» Entre los estudiantes de la Sorbona la cabellera color ceniza y el rostro eslavo serán, por mucho tiempo, el único estado civil de su salvaje compañera.

Pero los jóvenes son, en este momento, los que menos interesan a Marie. Marie se siente subyugada por algunos graves caballeros, a los cuales quiere arrancar sus secretos, y que se llaman «los profesores de la enseñanza superior». Según el honorable reglamento de la época, dan sus clases con corbata blanca, vestidos de frac negro, eternamente manchado de tiza. Marie vive en la contemplación de estos fracs solemnes y de estas barbas grises.

Anteayer era el curso del señor Lippmann, tan ponderado, tan lógico. Ayer escuchó al señor Bouty, cuya cabeza simiesca alberga tesoros científicos. Marie quisiera escuchar todas las lecciones, conocer los veintitrés profesores cuyos nombres halló inscriptos en el blanco cartel. Le parece que jamás podrá apagar la enorme sed que tiene.

Algunos obstáculos imprevistos se han puesto bruscamente en su camino, en estas primeras semanas. Marie creía conocer perfectamente el idioma francés. Se equivocaba. Frases enteras, dichas rápidamente, se escapan a su conocimiento. Creía poseer un caudal científico suficiente para seguir tranquilamente las clases de la universidad. Los estudios solitarios en el campo, en una habitación de institutriz, allá en Szczuki, por Przasnysz; los conocimientos adquiridos en el cambio de correspondencia con el señor Sklodowski, las experiencias intentadas felizmente en el Museo de la Industria y de la Agricultura, de Varsovia, no pueden reemplazar el sólido bachillerato de los liceos de París. En matemáticas y en física, Marie descubre enormes baches en su cultura. ¡Cuánto deberá trabajar para obtener el título magnífico que codicia toda la vida: licenciada en Ciencias!

Hoy, Paul Appell da clase. Claridad en la exposición y estilo pintoresco. Marie ha llegado de las primeras y ha buscado un puesto bajo, cerca de la cátedra, en el anfiteatro iluminado por una luz decembrina. Prepara metódicamente su pluma y el cuaderno con tapas de tela gris, sobre el cual, dentro de poco, tomará sus notas con su bella escritura regular. Se recoge en sí misma anticipadamente, concentra su atención, sin oír alrededor suyo el murmullo de las conversaciones, que se interrumpen a la entrada del profesor.

¡Es admirable el silencio intenso que ciertos maestros saben crear sin decir una palabra! Appell habla. Los jóvenes, encorvados, de claros rostros, sellados ya por el trabajo intelectual, copian las ecuaciones que traza en la pizarra la mano del sabio. Aquí no hay más que discípulos apasionados. ¡En pie las matemáticas!

Con la voz tranquila del que articula cada sílaba y que entorpece su acento alsaciano, Paul Appell continúa su exposición. Está admirable, vestido con un frac rígido y luciendo una barba cuadrada. Sus demostraciones son tan elegantes, tan claras, que parecen escamotear los peligros y reducir el mundo a su dominio. Poderoso, tranquilo, se aventura en las regiones más delicadas del conocimiento humano y hace malabarismos con las cifras y los astros. Y como las imágenes no le dan miedo, dice, con el tono más natural del mundo y acompañando las palabras con un gesto habitual de gran propietario: «Agarro el sol y lo tiro…»

En su asiento, la polaca tiene una sonrisa de éxtasis. Bajo la amplia frente, sus ojos grises, clarísimos, se iluminan de felicidad. ¿Cómo puede decirse que el estudio de la ciencia es árido? ¿Hay algo más apasionante que las reglas inmutables que gobiernan el universo y nada más maravilloso que la ciencia humana, capaz de descubrirlas? ¿Cómo no han de parecer huecas las novelas y carentes de imaginación los cuentos de hadas, ante estos fenómenos extraordinarios, unidos entre sí por principios armoniosos, de este orden, en el desorden aparente?… Un impulso que sólo puede compararse al amor salta del alma de la muchacha hacia el infinito de saber, hacia las cosas y hacia sus leyes.

«Agarro el sol y lo tiro…»

Para escuchar esta frase, dicha por un sabio pacífico y majestuoso, valía la pena haber luchado y sufrido durante tantos años. Marie es completamente feliz.

Casimiro Dluski, esposo de Bronia, escribe a su padre político, el señor Sklodowski:

92, calle de Alemania.

Consulta de 1 a 3.

Consultas gratuitas, lunes y jueves, de 7 a 8.

Querido y respetable señor:

En casa todo marcha bien. La señorita Marie trabaja nuevamente, pasa casi todo el día en la Sorbona, y sólo nos reunimos a la hora de comer. Es una muchacha muy independiente, y, a pesar de la formal delegación de poderes por la cual la puso usted bajo mi protección, no sólo no me demuestra ningún respeto, ni ninguna obediencia, sino que se burla de mi autoridad y de mi seriedad, como de un zapato agujereado. Tengo la esperanza de reducirla por el convencimiento, pero, hasta ahora, mis talentos pedagógicos no han demostrado su eficacia. De todas maneras, vivimos muy bien y nos entendemos perfectamente.

Espero con impaciencia la llegada de Bronia. Mi joven esposa no se da prisa para regresar al hogar, donde, no obstante, su presencia sería bastante útil y en donde se la aguarda con impaciencia.

He de añadir que la señorita Marie está bien de salud y que tiene muy buen semblante. Reciba usted mis más respetuosos saludos.

Estas son las primeras noticias que el doctor Dluski envía a su padre político de la joven cuñada, a la que ha instalado en el piso de la calle de Alemania, en ausencia de Bronia, retenida en Polonia por algunas semanas. Sería superfluo añadir que Marie ha recibido del joven burlón una exquisita acogida. Entre todos los emigrados polacos que merodean por París, Bronia se ha quedado con el más encantador, brillante y espiritual… ¡Y activo! ¡Qué actividad la suya! Casimiro Dluski ha estudiado en Petersburgo, en Odesa, en Varsovia. Obligado a huir de Rusia por estar acusado de complicidad en el atentado contra Alejandro II, se convirtió en propagandista revolucionario, en Ginebra, y más tarde en París, en donde también fue alumno de la Escuela de Ciencias Políticas, estudiante de medicina, y, por último, doctor. En las fichas del Ministerio de Negocios Extranjeros, de Francia, hay una, deplorable, inspirada en las confidencias de la policía del Zar; ficha que no le permite obtener su naturalización francesa, ni establecerse en París.

A su regreso, Bronia es recibida por las aclamaciones de su esposo y de su hermana. Como lo indicaba la carta de Casimiro, era urgente que la avispada dueña de casa volviera al domicilio conyugal. Algunas horas después de su llegada, nuevamente reinaba el orden en aquel segundo piso, cuyo amplio balcón daba sobre los árboles de la calle de Alemania. La cocina era, otra vez, apetecible; el polvo había desaparecido, y, en algunos jarrones, las flores compradas en la feria adornaban las habitaciones. ¡Y es que Bronia era el genio de la organización!

De ella fue la idea de abandonar el centro de París y alquilar, cerca del parque de Buttes-Chaumont, un departamento en la Villette. Con una pequeña suma prestada hizo misteriosas visitas al Hotel Municipal, y una mañana el hogar estaba provisto de muebles venecianos, labrados y graciosos, un piano vertical y cortinajes de hermoso paño. En suma, había creado la atmósfera. Con el mismo ingenio, la joven esposa había distribuido el empleo del tiempo de cada uno. A ciertas horas, el gabinete médico pertenecía a Casimiro, quien recibía las visitas de enfermos reclutados entre los carniceros de los mataderos; a otras horas, era Bronia la que recibía las primeras consultas ginecológicas. Ambos esposos trabajaban muchísimo, visitando sus enfermos de casa en casa.

Pero, llegada la noche, encendidas las lámparas, alejaban todas las preocupaciones. A Casimiro Dluski le gustaba distraerse. El esfuerzo más penoso y más completo no le hacía perder ni el ánimo, ni su gracia. Tras las laboriosas jornadas, organizaba en algunos instantes dónde pasar la noche: unas veces era en las localidades más baratas de un teatro de los suburbios. Cuando no había dinero, se sentaba ante el piano y ejecutaba alguna pieza musical, pues era un excelente pianista. Otras noches, algunos amigos llamaban a la puerta; en su mayor parte eran jóvenes matrimonios polacos que sabían que siempre se podía llamar a la puerta de los Dluski. Bronia desaparecía y reaparecía. El té humeaba, sobre la mesa, junto a los jarabes y al agua fresca, y había unos platos con dulces y pasteles, que la doctora ha tenido tiempo de hacer, por la tarde, entre dos consultas.

Una noche en que Marie, inclinada sobre los libros, en su pequeña pieza, situada en el extremo del piso, se dispone a trabajar, solitaria, durante gran parte de la noche, su cuñado entra bruscamente en la alcoba y dice:

—¡Vamos, pronto, tu sombrero y tu abrigo! ¡Tengo entradas de favor y vamos a un concierto! …

—Pero…

—¡No hay pero que valga! ¡Es el pianista polaco de quien te hablé! Ha vendido muy pocas localidades y hay que hacerle el favor de llenar la sala como sea. He reclutado unos amigos voluntarios. ¡Vamos a aplaudir hasta rompernos las manos y crear un ambiente de éxito! ¡Si supieran lo bien que toca!

No es posible resistir el ataque convincente de Dluski, de este gran muchacho barbudo, de alegres y expresivos ojos. Marie deja el libro. Se cierra la puerta del piso, y los tres jóvenes saltan de la escalera a la calle y corren para no perder el ómnibus que llega al trote de sus pesados caballos.

Poco después, en la sala Erard, tres cuartas partes vacía, Marie ve aparecer sobre el estrado un hombre alto y delgado, con un rostro extraordinario, y cuyas melenas, sueltas y pajizas, cobrizas, parecen llamas. Se acerca al negro piano. Baja sus dedos sutiles. Liszt, Schumann, Chopin renacen. Su silueta es imponente y noble, sus ojos inspirados miran a lo lejos. Marie escucha, embriagada, a este ejecutante raro, que, dentro de su viejo frac, ante los bancos casi desiertos, no tiene el aire de un debutante, sino de un emperador, de un dios.

El músico, algunas veces llegará, por las tardes, a la calle de Alemania, llevando del brazo a una simpatiquísima mujer, la señora Gorska, de la cual está enamorado y a quien, andando el tiempo, hará su esposa. El concertista habla con amargura de su vida miserable, de sus decepciones, de sus luchas. Bronia y Marie evocarán con la señora Gorska la lejana época en que ésta, con dieciséis años de edad, acompañó a su madre, la señora Sklodokska, durante el viaje que hizo para restablecer su salud.

—Al regresar del viaje —recuerda, sonriendo, Bronia—, mamá nos dijo que no se atrevería nunca más a llevarla a los balnearios, porque era usted demasiado hermosa.

El joven músico interrumpe la conversación, y, súbitamente, siente la necesidad de la música. Se levanta, se acerca al piano y ejecuta algunos acordes…, y como un sortilegio, el piano de Dluski se convierte en un instrumento sublime.

Este artista famélico, encantador; este pianista enamorado, nervioso, feliz y desgraciado, será, un día, un virtuoso genial y, en Polonia libre y reconstruida, presidente del Consejo.

Se llama Ignacio Paderewski.

Marie se ha entregado ardientemente a cuanto le ofrece su existencia nueva. Trabaja febrilmente. Descubre las satisfacciones de la camaradería, de la solidaridad, creada por el trabajo universitario. Pero, demasiado arisca para intimar con los franceses, se refugia entre sus compatriotas: en este pequeño islote de la patria libre, que es la colonia polaca del Barrio Latino, Marie es amiga de dos estudiantes de matemáticas, las señoritas Kraskowska y Dydynska, el doctor Motz, el biólogo Danysz; Stanislas Szalay, que años después entrará en la familia al casarse con Hela; el joven Wojciechowski, ¡nada menos que un futuro presidente de la República Polaca!

Estos muchachos pobres organizan reuniones, cenas de Navidad, en las cuales, benévolos cocineros preparan los platos típicos de Varsovia: caliente barszcz, algunas gotas de vodka, torrentes de té. Se dan algunas representaciones teatrales, en las que actores aficionados representan dramas y comedias. El programa de estos espectáculos —redactado en polaco, naturalmente— está ilustrado con imágenes simbólicas. En la parte alta, una llanura nevada, una choza. Más abajo, una buhardilla, en donde un muchacho soñador se inclina sobre sus libros… Un padre Noel, en fin, que por una chimenea tira manuales científicos en un laboratorio. En primer plano, una bolsa vacía, por las ratas…

Marie colabora en estas fiestas. No tiene tiempo de aprender papeles y de hacer teatro, pero en una fiesta patriótica organizada por el escultor Waszinkowski, en los cuadros vivientes se elige a Marie para que represente el gran personaje de la apoteosis: «Polonia rompiendo sus cadenas».

Esa noche, la severa estudiante se convierte en una mujer desconocida: vestida con una túnica a la antigua, cubren su cuerpo largos velos con los colores nacionales, y sus cabellos, sueltos, caen sobre los hombros. Entre los pliegues de la tela granate, con su piel transparente y su rostro resuelto, de pómulos eslavos, Marie aparece ante los emigrados como la imagen de su raza.

A pesar del destierro, de la lejanía, ni Marie ni su hermana han abandonado espiritualmente Varsovia. Por instinto, escogieron vivir en la calle de Alemania, cerca de la capital, en la cual todavía no se atreven a penetrar, junto a la estación del Norte y de los trenes que las condujeron a Francia. Su patria está con ellas, reteniéndolas por lazos, de entre los cuales, las cartas que cruzan con su padre no son los menos fuertes. Estas hijas, bien educadas, deferentes, que escriben al señor Sklodowski en tercera persona[4] y terminan cada una de las misivas con esta frase: «Beso las manos de mi padrecito», relatan al viejo señor su vida pintoresca y le solicitan toda clase de encargos. No se les ocurre que puedan comprar té en otra parte, como no sea en Varsovia, ni que les sea posible adquirir en Francia, por precio módicos, una plancha.

Así, Bronia escribe al señor Sklodowski:

… Quedaría muy agradecida a mi querido padrecito si pudiera enviarme dos libras de té ordinario, de dos rublos veinte. Aparte de esto, no tenemos necesidad de nada, ni nosotros ni Marie.

Estamos bien, Marie tiene muy buen semblante y me parece que la vida laboriosa que lleva no la fatiga nada.

El señor Sklodowski contesta a Bronia:

Querida Bronia:

Estoy muy contento de que la plancha os haya servido. La escogí yo mismo, y temía que no fuera de tu completo gusto. No sabía a quién encargar la compra, lo mismo de la plancha que de todo lo demás. Aunque se trataba de cosas que son del frívolo dominio de las damas, he tenido que ser yo quien se ocupara de ello.

Naturalmente, Marie relata a su padre la velada en el taller del escultor y su triunfo personal en el papel de «Polonia». Pero al profesor no le entusiasma la cosa.

Querida Marie:

Tu última carta me ha entristecido. Lamento que hayas tomado parte tan activa en la organización de esa representación teatral. Aunque sea una cosa inocente, se llama la atención, y bien sabes que hay en París gentes que espían con suma atención vuestra conducta, que anotan los nombres de las personas que se comprometen, y que envían aquí esas informaciones, para ciertos usos.

Ello puede ser la fuente de muchas molestias, e incluso puede privar a esas personas el acceso a ciertas profesiones. Por eso, todos aquellos que quieran ganarse la vida, más tarde, en Varsovia, sin estar expuestos a determinados peligros, deben tener interés en permanecer tranquilos y en una especie de retiro, y completamente ignorados. Las fiestas, tales como bailes, conciertos, etc., son descritas por algunos corresponsales de periódicos que citan los nombres.

Sería para mí un gran dolor ver tu nombre citado. Por estas razones, he hecho en mis cartas anteriores algunas indicaciones, y te ruego que procures estar alejada de todo esto lo más posible.

¿Se deberá a la firme autoridad del señor Sklodowski o al buen sentido de Marie, que reacciona siempre contra las agitaciones estériles, el hecho de que se aparta de todo al darse cuenta de que esas anodinas distracciones la privan de trabajar en paz? Marie no ha ido a Francia para actuar en cuadros vivientes, y cada uno de los minutos que no consagra al estudio es un minuto perdido.

Se plantea, además, otro problema. En la calle de Alemania la existencia es encantadora y apacible, pero Marie no halla el recogimiento necesario para su labor. No puede privar a Casimiro de tocar el piano, de recibir a los amigos o de entrar en su habitación en el momento en que está resolviendo ecuaciones difíciles; no puede privar, tampoco, a los clientes del matrimonio de doctores que invadan el departamento. Por la noche, las llamadas de la campanilla la despiertan sobresaltada, lo mismo que los pasos de los mensajeros que llegan en busca de Bronia, para el parto de alguna vendedora de carnes.

Sobre todo, es horriblemente incómodo vivir en la Villette, desde donde hay una hora de trayecto para llegar a la Sorbona. Y hay que añadir que el precio de los ómnibus es exagerado.

Tras un consejo de familia, se decide que Marie se trasladará a vivir al Barrio Latino, cerca de la Universidad, de los laboratorios, de las bibliotecas. Los Dluski insisten para que Marie acepte prestados los francos que costará a ésta su cambio de domicilio. Y desde el día siguiente, Marie se pone en campaña y visita todas las buhardillas por alquilar.

Con sentimiento, abandona el estrecho departamento del barrio de los mataderos, perdido en un prosaico paisaje, pero donde existen la ternura, el coraje y el buen humor. Entre Marie y Casimiro Dluski ha nacido un fraternal afecto, que durará toda la vida. Entre Marie y Bronia se desarrollará, años después, una magnífica novela: la novela del sacrificio y de la devoción, la novela de la ayuda mutua.

A pesar de su estado de gracia, Bronia cuida el embalaje de los pobres enseres de su hermana menor, que amontonan en un carrito de mano para el corto traslado. Y, tomando una vez más los famosos ómnibus, pasando de imperial en imperial, Casimiro y su mujer acompañan solemnemente a la «pequeña» hasta su cuarto de estudiante.