Capítulo 19

Sola

Admirábamos a Marie cuando, junto a un hombre genial, lograba dirigir su hogar y, a la vez, cumplir su parte de una gran labor científica. No nos parecía posible que Marie pudiera llevar una vida más ruda o que pudiera realizar un esfuerzo superior.

Comparado a lo que le espera, aquella situación era tranquila. Las responsabilidades de «la señora viuda Curie» asustarían a un hombre robusto, feliz y valiente.

Debe educar a dos niñas, ganar la vida para sus hijas y para sí, mantener con brillantez su puesto de profesora. Además, debe, privada de la aportación magistral de Pierre Curie, continuar las investigaciones emprendidas con aquel compañero. Es necesario que sus ayudantes y sus alumnos reciban órdenes, consejos. Por último, queda todavía una misión esencial: edificar un laboratorio digno de los sueños fracasados de Pierre y en donde los jóvenes investigadores puedan desarrollar la nueva ciencia de la radiactividad.

EL primer cuidado de Marie es dar a sus hijas y a su suegro una vida sana. Alquila una casa sin gracia ninguna, pero que embellece un agradable jardín y que se halla edificada en el número 6 de la calle del Chemin de Fer, en Sceaux. El doctor Curie se instala eh un ala independiente; Irene entra en posesión, con gran contento por su parte, de un cuadrante de tierra que cultivará a su gusto, y, bajo los ojos de la gobernanta, Eva buscará entre las matas de hierba del césped, su tortuga favorita y perseguirá en los estrechos senderos al gato negro o al gato atigrado.

La señora Curie paga el alquiler de esa casa con un suplemento de fatiga: media hora de ferrocarril la separa del laboratorio. Cada mañana se la verá ir a la estación con ese paso ligero que evoca no se sabe qué retraso que hay que reconquistar, qué carrera incansable. Esta mujer enlutada, que sube siempre en el mismo departamento de segunda clase del mismo tren maloliente, se convierte rápidamente, para los viajeros de la línea, en una silueta familiar.

Raras veces tiene tiempo para desayunar en Sceaux. Vuelve a recorrer las lecherías del Barrio Latino en donde años ha entraba sola como hoy —pero joven y llena de inconscientes esperanzas—, o bien, mientras camina de una parte a otra de su exiguo laboratorio, masticará un panecillo o una fruta.

Al anochecer, toma de nuevo el tren de regreso, llega hasta su casa. En invierno, su primer cuidado es inspeccionar el tiro de la gran chimenea del vestíbulo y poner carbón. Se le ha metido la idea de que, a excepción de ella, no hay en el mundo quien sea capaz de dejar bien arreglado un fuego… Cierto es que Marie lo sabe hacer en artista, en profesora de química, disponiendo el papel, las ramitas y, además, la antracita y los troncos. Cuando la estufa tira a su gusto, Marie se tiende sobre el canapé y reposa de la jornada extenuante.

Demasiado callada para dejar entrever su dolor, no llora jamás ante testigos, se niega a ser compadecida o consolada. No confía a nadie sus crisis de desesperación y las pesadillas horrorosas que persiguen sus noches. Pero sus parientes vigilan con inquietud su mirada vaga, que se posa indefinidamente en el vacío, sus manos que empiezan a tener un tic nervioso: los dedos, irritados por las numerosas quemaduras de radio, se frotan los unos contra los otros, en un movimiento obsesionante, irreprimible.

A veces, su resistencia física la abandona repentinamente para que tenga tiempo de apartarse de sus hijas, de aislarse. Uno de mis primeros recuerdos de infancia es la imagen de mi madre caída y desvanecida en el comedor de Sceaux y su palidez, su inercia mortal.

En 1907 Marie escribe a su amiga de infancia Kazia:

Querida Kazia: No he podido recibir a tu recomendado el señor K. El día que vino estaba enferma, lo que suele sucederme frecuentemente, y además tenía que dar una clase al día siguiente. Mi padre político, que es médico, me había prohibido ver a nadie, sabiendo que las conversaciones me fatigan mucho.

De todo lo demás, ¿qué quieres que te diga? Mi vida está trastornada de tal suerte que no tiene remedio. Creo que siempre será así y no intentaré vivir de otra manera. Deseo educar a mis hijas lo mejor posible, pero ni ellas mismas pueden despertar la vida en mí. Las dos son buenas, amables y bastante bonitas. Hago grandes esfuerzos para que se hagan fuertes y saludables. Si pienso en la mayor, hacen falta veinte años para hacer de ella una gran persona. Dudo mucho que yo viva tanto tiempo, pues estoy fatigadísima y el dolor no actúa favorablemente sobre las fuerzas y la salud.

Financieramente no tengo dificultad alguna. Gano lo suficiente para educar a mis hijas, a pesar de que, naturalmente, mi situación es mucho más modesta que en vida de mi esposo.

En los más sombríos momentos de su vida solitaria, dos seres llevan a Marie su socorro. Uno es Marya Kamienska, hermana política de José Sklodowski, una mujer delicada y suave, que, ante los ruegos de Bronia, ha aceptado un puesto de institutriz y de intendente en la familia Curie. Su presencia da a Marie un poco de esa intimidad polaca de la que el exilio le privara. Si el mal estado de salud obligara a la señorita Kamienska a regresar a Varsovia, gobernantas polacas, menos seguras y menos simpáticas, la substituirán para el cuidado de Irene y Eva.

El otro aliado de Marie, el mejor, es el doctor Curie. La desaparición de Pierre ha sido para él una terrible prueba. Pero el anciano busca en su rígido racionalismo una cierta cualidad de fortaleza de la que no es capaz Marie. Desprecia los estériles lamentos y el culto de las tumbas. Después del entierro no ha vuelto al cementerio. Ya que no queda nada de Pierre se niega a ser torturado por su fantasma.

Su estoica serenidad tiene sobre la viuda una acción bienhechora. Ante su padre político, que se esfuerza en llevar una vida normal, en hablar, en reír, Marie se siente como avergonzada del atontamiento en que la hunde su pena. Intenta, a su vez, aparentar una mayor tranquilidad.

La presencia del doctor Curie tranquiliza a Marie y es una alegría para sus hijas. Sin el anciano de ojos azules su infancia hubiera sido ahogada por el luto. Para las niñas, el abuelo es, más que la madre (siempre ausente de la casa, siempre retenida en ese LABORATORIO cuyo nombre zumba eternamente en sus oídos), su compañero de juegos, su maestro. Eva es demasiado joven todavía para que se cree entre ella y su abuelo una verdadera intimidad, pero es un amigo incomparable de la mayor, de esta niña tranquila y brava, tan profundamente parecida al hijo que ha perdido.

No se contenta con iniciar a Irene en la historia natural, en la botánica, con comunicarle su entusiasmo por Víctor Hugo y escribirle durante el verano cartas razonables, instructivas y divertidas, en donde aparece su espíritu burlón y su estilo exquisito: el abuelo orienta su vida intelectual de una manera decisiva. El equilibrio moral de la actual Irene Joliot-Curie, su espanto al dolor, su adhesión implacable a lo real, su anticlericalismo, sus mismas ideas políticas, las heredó, en la línea recta, de su abuelo.

Con devoción extraordinaria, la señora Curie pagará su deuda de gratitud con este hombre excelente. En 1909, a consecuencia de una congestión pulmonar, el doctor guarda cama durante un año entero. Marie pasa todos los instantes de libertad a la cabecera de un enfermo difícil, impaciente, e intentará distraerle.

El 25 de febrero de 1910 muere el venerable anciano. En el cementerio de Sceaux, frío y desnudo en invierno, Marie exige de los sepultureros un trabajo inesperado. Solicita que el ataúd de Pierre sea retirado de la tumba. El del doctor Curie es colocado entonces en el fondo, luego vuelve a descenderse el de Pierre. Encima de su esposo, del que no quiere estar separada ni en la hora de la muerte, queda un puesto libre para Marie; puesto que contemplará, sin conmoverse, durante un largo rato.

Sola queda Marie Curie para cuidar de la educación de sus hijas, Irene y Eva. Sobre la primera educación de sus hijas tiene ideas fijas, que las sucesivas institutrices interpretarán con más o menos acierto.

Cada día de la vida empieza con una hora de trabajo, intelectual o manual, que Marie procurará que sea atrayente. Observa ansiosamente el despertar de los dones de sus hijas y anota en su cuaderno gris los éxitos de Irene en cálculos y la precocidad musical de Eva.

En cuanto se ha terminado la labor cotidiana se deja a las pequeñas al aire libre. En todo tiempo hacen largos paseos a pie y ejercicio físico. Marie ha hecho instalar en el jardín de Sceaux un pórtico en el cual se han suspendido un trapecio, anillas y una cuerda lisa. Después de los ejercicios las dos hermanitas se convertirán en las alumnas apasionadas de un gimnasio, en el cual, por sus proezas en las cuerdas, obtendrán los primeros premios.

Sus manos, sus miembros están a prueba constantemente. Las hermanitas, además, cuidan el jardín, modelan, cocinan y cosen. Marie, por cansada que esté, se esfuerza en acompañarlas en sus largos paseos en bicicleta. Cuando llega el verano entra con sus hijas en los estanques y vigila sus progresos de natación.

No puede abandonar por mucho tiempo a París, y las dos niñas quedan bajo la custodia de tía Hela Szalay, con quien pasan la mayor parte de sus vacaciones. Se las ve en compañía de una o de varias primas, tumbadas sobre las playas menos frecuentadas de la Mancha o del Océano. En 1911 hacen su primer viaje a Polonia con la madre; Bronia las recibe en el sanatorio de Zakopane. Las niñas aprenden a montar a caballo, hacen alpinismo y excursiones de varios días, se albergan en las cabañas de los montañeses. Con la mochila al hombro y calzadas con zapatos de clavos, van por los senderos, precedidas por Marie.

No quiere Marie que sus hijas se lancen a las aventuras acrobáticas o las imprudencias, pero las quiere decididas. No se les hará nunca miedo en la oscuridad, no se las dejará meter la cabeza bajo la almohada cuando haya tempestad; no se las hará temer ni a los ladrones ni a las epidemias. Marie conoció en otros tiempos esos terrores y quiere librar de ellos a sus hijas. Incluso el recuerdo del accidente mortal de Pierre no hace de Marie más que una temerosa celadora. A los once o doce años, las niñas saldrán solas y más tarde viajarán sin escolta.

Su salud moral le preocupa también. Procura evitar a sus hijas los sueños nostálgicos y sentimentales, los excesos de sensibilidad. Ha tomado una decisión singular: de no hablar jamás a las huérfanas de su padre. Esto responde en Marie, antes que nada, a una imposibilidad física. Hasta el fin de sus días, Marie pronuncia con la mayor dificultad la palabra «Pierre» o «Pierre Curie» o «tu padre» o «mi marido», y en su conversación usará de estratagemas increíbles para soslayar los islotes del recuerdo. No considera culpable ese silencio con respecto de sus hijas. Más que de evitarles una atmósfera de tragedia, las priva, privándose ella misma, de nobles emociones.

No habiendo establecido en su casa el culto al hombre de ciencia desaparecido, tampoco establece el culto a la Polonia mártir. Quiere que Irene y Eva aprendan el polaco, que conozcan y amen su país natal, pero deliberadamente quiere hacer de ellas dos auténticas francesas. ¡Ah, no; que no se sientan divididas entre dos patrias, que no sufran en vano por una raza perseguida!

Marie no ha bautizado a sus hijas, ni les ha dado una educación religiosa. Se siente incapaz de enseñarles dogmas en los cuales no cree ya. Sobre todo les evita la amargura que tuvo ella al perder la fe. Tampoco habla de ningún sectarismo anticlerical. Absoluta tolerancia, y Marie afirmará, en diversas ocasiones, que si sus hijas, más tarde, quieren entregarse a una religión, les dejará totalmente libre el camino para ello.

La señora Curie está contenta de que las pequeñas ignoren la infancia desgraciada, la adolescencia necesitada y la juventud miserable de sus primeros años. No obstante, tampoco desea que vivan en el lujo. En muchas ocasiones, Marie ha tenido la ocasión de asegurar a Irene y a Eva una gran fortuna. No lo ha hecho. Ya viuda, tiene que estatuir sobre la atribución del gramo de radio que Pierre y ella han preparado de sus manos y que propiamente les pertenece. Contra el parecer del doctor Curie y de muchos miembros del consejo de familia de las huérfanas, decide en comunidad de criterio con aquel que ya no existe, hacer donación a su laboratorio de la preciosa parcela que vale más de un millón de francos oro.

En su espíritu, si es incómodo ser pobre, es superfluo y chocante ser rico. La necesidad para sus hijas de ganarse más tarde el pan le parece sana y natural.

El programa de la educación, establecido con tanto cuidado por Marie, posee una única laguna: la misma educación, quiero decir, la buena educación. En la casa enlutada no son recibidos más que los íntimos: los Perrin, los Chavannes. El domingo, André Debierne lleva a las niñas libros, juguetes, y durante unas horas, distraerá pacientemente a la taciturna Irene, dibujando para ella, sobre hojas de papel en blanco, figuras de animales, elefantes de todas las tallas. Aparte de estos amigos afectuosos e indulgentes, Irene y Eva no ven a nadie. Si Irene encuentra gente extraña se asusta, se calla y se niega, obstinadamente, a decir «buenos días, señora». Costumbre que Irene conservará.

Irene y Eva desconocerán las sonrisas, la amabilidad, el visiteo, las palabras de afecto, el cumplimiento de los gestos rituales que exige la etiqueta, etc. Dentro de diez o veinte años se darán cuenta de que la vida en sociedad tiene sus exigencias, sus leyes y que «decir buenos días, señora» es, ¡ay!, una necesidad…

YA tiene Irene su certificado de estudios y está en edad de ir al Liceo. Marie estudia el medio de instruir a su hija de toda rutina.

Esa trabajadora incansable se asusta ante la idea de que sus hijas puedan estar condenadas a un trabajo excesivo. Le parece bárbaro encajonar a sus hijitas en las clases mal ventiladas y mantenerlas sometidas a las infinitas y estériles «horas de presencia» en la edad del movimiento y de las carreras. Quiere que Irene estudie poco y bien. ¿Qué hacer?

Marie reflexiona, consulta a sus amigos, profesores de la Sorbona como ella y como ella también padres de familia. Bajo su impulso nace el original proyecto de una especie de cooperativa de la enseñanza, en donde los altos espíritus compartirán la tarea de educar, según nuevos métodos, a los hijos que se reúnan.

Se inaugura una nueva era de excitación y distracción intensa para una docena de pequeñuelos de ambos sexos, que, alejados del liceo, escucharán cada día una sola lección, dada por un maestro de calidad. Una mañana invadirán el laboratorio de la Sorbona, donde Jean Perrin les dará clases de química. Al día siguiente, el pequeño batallón será trasladado a Fontenay-aux-Roses, y Paul Langevin les dará clase de matemáticas. Las señoras Perrin y Chavannes, el escultor Magrou, el profesor Mouton, dan clases de literatura, historia, lenguas vivas, ciencias naturales, modelaje, dibujo… Por último, en un local desalquilado de la Escuela de Física, Marie Curie consagrará la tarde del jueves al curso más elemental de física que se haya oído jamás entre aquellas paredes.

Sus discípulas —algunas de las cuales son futuras profesoras— conservarán un maravilloso recuerdo de aquellas lecciones apasionantes, de su familiaridad, de su gentileza. Gracias a Marie, los fenómenos abstractos y aburridos de los manuales recibirán la ilustración más pintoresca: unas bolas de bicicletas, mojadas en tinta, serán abandonadas sobre un plano inclinado, en donde describirán una parábola y realizarán la ley de la caída de los cuerpos. Un péndulo inscribirá sus oscilaciones regulares sobre papel ahumado. Un termómetro, construido y graduado por los discípulos, aceptará funcionar de acuerdo con los termómetros oficiales, y los niños, al darse cuenta de ello, se llenarán de orgullo.

Marie les transmite su amor a la ciencia y su gusto por el esfuerzo. También les enseña los métodos que una larga carrera ha desarrollado en ella. Virtuosa del cálculo mental, insiste para que sus alumnos lo practiquen: «Hay que llegar a no equivocarse nunca —afirma—; el secreto está en no ir muy de prisa». Si una de las discípulas provoca un desorden o ensucia las cosas cuando construye una pila eléctrica, Marie se enoja y exclama:

—No me digas que lo limpiarás después. No se debe ensuciar una mesa durante un montaje o una experiencia…

La laureada del premio Nobel suele dar lecciones de buen sentido a esos pequeñuelos ambiciosos:

—¿Qué harían ustedes para mantener caliente el líquido contenido en este recipiente? —preguntará un día.

A renglón seguido, Francis Perrin, Jean Langevin, Isabelle Chavannes, Irene Curie —las estrellas científicas del curso—, proponen soluciones ingeniosas: rodear el recipiente de lana, aislarlo por procedimientos refinados e impracticables.

Marie sonríe y dice:

—Pues bien; yo empezaría por poner una tapa.

Y tras estas palabras de ama de casa, termina la lección de aquel día. La puerta se abre, aparece una sirvienta que trae una enorme provisión de medias lunas, tabletas de chocolate y naranjas, que forman la merienda colectiva, y comiendo y discutiendo, los niños se pierden en el patio de la escuela.

Al acecho de los menores gestos de la señora Curie, los diarios de la época hablan de estas lecciones, para burlarse alegremente de la intrusión —muy discreta y cuidadosamente atendida— de los hijos de los maestros en los laboratorios.

Este mundo infantil, que apenas sabe leer y escribir —dirá un egoísta—, tiene autorización para hacer manipulaciones y realizar experiencias, construir aparatos y ensayar reacciones… La Sorbona y el inmueble de la calle Cuvier no han estallado todavía, pero no se ha perdido la esperanza…

La enseñanza colectiva, frágil como todas las empresas humanas, se termina dos años después. Los padres, excesivamente cansados por el trabajo personal, y los niños, a quienes espera la prueba del bachillerato, deben dedicarse al estudio de los programas oficiales. Marie escoge para Irene un establecimiento privado, el colegio Sevigné, en donde el número de horas de curso es bastante restringido. Y será en esa excelente escuela donde la hija mayor terminará su instrucción secundaria y donde Eva, años más tarde, hará sus estudios.

¿Fueron eficaces los esfuerzos enternecedores de Marie y su voluntad de proteger la personalidad de sus hijas? Sí y no. La enseñanza colectiva dio a la mayor una cultura científica de primer orden, que no hubiera logrado en ningún liceo, pero no le dio un bagaje literaria completo. ¿La educación moral? Sería demasiado hermoso que se modificara íntimamente la naturaleza de los seres, y no creo que al lado de nuestra madre nos hayamos convertido en mejores que otras. No obstante, quedaron grabadas en nosotras, y de una manera permanente, otras virtudes: el gusto del trabajo —con éxito mil veces mayor en mi hermana que en mí—, cierta indiferencia por el dinero y un instinto de independencia que nos daba la convicción de que en cualquier circunstancia sabríamos, sin ayuda de ninguna clase, salir de apuros.

La lucha contra la tristeza, tan viva en Irene, tuvo poco éxito en mí. A pesar de la existencia que mi madre me daba, mis primeros años no fueron felices. En un solo sector la victoria de Marie fue completa. Sus hijas le debemos una buena salud, magnífica destreza física y el amor a los deportes. Esta es, entre todas las materias, el mejor éxito de una mujer sorprendentemente inteligente y generosa.

No sin aprensión me esfuerzo en explicar los principios que inspiraron a Marie Curie en sus primeras relaciones con nosotras. Temo que sugieran un ser seco, metódico y endurecido por los hechos reales. La realidad es distinta. La mujer que nos quería invulnerables era, a su vez, demasiado tierna, demasiado delicada, demasiado bien dotada para el sufrimiento. La que nos acostumbró voluntariamente a no ser propicias a la caricia, hubiera deseado, sin confesárselo, que la besáramos y la mimáramos más de lo que lo hicimos. La que nos quería poco sensibles se crispaba de dolor al menor signo de indiferencia. Nunca puso a prueba nuestra «insensibilidad», castigándonos por nuestras travesuras. Los castigos tradicionales, desde la inocente cachetada a la colocación en un rincón o la privación de postre, no fueron conocidos por nosotras. Desconocidos también los gritos y las escenas violentas. Lo mismo en la cólera como en la alegría, nuestra madre no soportaba que se elevara jamás el tono de la voz.

Un día que Irene estuvo muy impertinente, Marie decidió escarmentarla, y acordó no dirigirle la palabra durante dos días. Esas horas fueron, tanto para Marie como para Irene, una terrible prueba, pero, de las dos, la castigada fue Marie, que, impresionada, caminaba vagamente por la casa silenciosa y sufría mucho más que su hija.

Probablemente, como muchos otros niños, éramos egoístas y poco atentas a los matices sentimentales. Y, no obstante, nos dábamos cuenta del encanto, la ternura contenida y la gracia escondida de aquella mujer que, en la primera línea de nuestras cartas, manchadas con borrones de tinta —de esas cartas estúpidas que conservó, atadas con cintas de confitería, hasta su muerte—, llamábamos Mé querida…, «Mi dulce amor», «Mi dulce», o, lo más a menudo, Dulce Mé.

«¡Dulce, demasiado dulce , a quien apenas se oía, la que nos hablaba casi tímidamente y que no quería ser ni temida, ni respetada, ni admirada!… Dulce , que al paso de los años se olvidó completamente de enseñarnos que no era una madre como las demás madres, ni una profesora preocupada por su labor cotidiana, sino una mujer ilustre y extraordinaria.