Capítulo 5
Institutriz
Marie escribe, el día 10 de diciembre de 1885, a su prima Enriqueta Michalowska:
Querida Enriqueta:
Desde que nos separamos, mi existencia ha sido la de una prisionera. Como sabes, me coloqué en casa de los B., la familia de un abogado. Ni a mi peor enemigo desearía que viva en tal infierno. Mis relaciones con la señora B. llegaron a ser tan frías que, no pudiéndola soportar, se lo dije. Y como ella era exactamente tan entusiasta de mí como yo de ella, nos hemos entendido a las mil maravillas.
Es una de esas familias ricas en donde, cuando hay gente, se habla en francés, un francés de rastacueros, y en donde no se pagan las facturas durante seis meses, y, no obstante, se tira el dinero por la ventana, mientras se economiza avaramente el petróleo de las lámparas. Tienen cinco criados, pasan por ser generosos y liberales y, en realidad, están dominados por el más sombrío embrutecimiento. En fin, bajo el tono más relamido, se murmura cruelmente de todo el mundo, no dejando a nadie a salvo.
He ganado algo conociendo un poco mejor la especie humana. He aprendido que los personajes descritos en las novelas existen, en efecto, y que no hay que entrar en contacto con las gentes a quienes la fortuna ha desmoralizado…
El cuadro pintado no es nada indulgente. Viniendo de un ser desprovisto de maldad, nos muestra la inocencia de Marie y sus ilusiones. Colocándose al azar en una familia polaca acomodada, creía encontrar gentes comprensivas, niños encantadores. Estaba dispuesta a interesarse, a querer. La decepción ha sido bastante dura.
Las cartas de la joven institutriz nos hacen apreciar, indirectamente, la distinción de la familia que acaba de abandonar. En su ambiente de intelectuales ha llegado a encontrar criaturas mediocres, pero no ha encontrado casi ninguna que tuviera un alma innoble y egoísta, o carente del sentido del honor estricto.
En su casa jamás oyó una palabra fea o grosera. Las querellas familiares, los diálogos enconados hubieran inspirado horror en la familia Sklodowski. Cada vez que la joven enfrente a la estupidez, a la bajeza, a la vulgaridad, percibiremos su protesta. ¡Curiosa paradoja! La alta calidad de los compañeros de juventud de Marie, su viva inteligencia, nos trae, acaso, el secreto de un enigma obsesionante. ¿Cómo no han descubierto más pronto la vocación extraordinaria de la adolescente y su poder genial? ¿Por qué no la enviaron a hacer sus estudios a París, en vez de consentir que aceptara un empleo de institutriz?
Viviendo entre seres excepcionales, cerca de tres jóvenes que obtienen diplomas y medallas, que eran, como ella, brillantes, ambiciosos y amantes del trabajo, la futura Marie Curie no parecía un ser extraordinario. En un ambiente limitado, los dones sorprendentes se señalan inmediatamente, provocan la admiración y los comentarios. Pero aquí crecían, bajo el mismo techo, José, Bronia, Hela y Marie, que rivalizaban en aptitudes y conocimientos. Y se produce esto: que nadie, ni los viejos, ni los jóvenes, reconocen en una de estas criaturas el signo de un gran espíritu. Nadie sospecha aún que Marie sea de otra esencia que la de sus hermanos. Ni ella misma lo sabe.
Cuando se compara a los suyos, su modestia llega a la humildad. Pero en las familias de la burguesía, donde la introduce su nueva profesión, su superioridad brilla. Brilla incluso a los ojos mismos de Marie, y tiene conciencia de ello, no sin cierto placer. Esta joven, que no cuenta los privilegios de la cuna y de la riqueza, y en quien jamás florecerá la envidia, está orgullosa de sus orígenes y de la formación que ha recibido. A través de los juicios que le veremos hacer de sus «señores» surge, a veces, una punta de desprecio y un orgullo inocente.
De su primer experiencia, Marie, no sólo ha sacado algunas enseñanzas filosóficas sobre la especie humana y sobre las gentes a quienes «la fortuna ha desmoralizado», sino que ha aprendido que el plan que expusiera a Bronia reclamaba ciertas modificaciones serias.
Al aceptar una colocación en Varsovia, confiaba en ganar crecidas sumas sin condenarse a un penoso destierro. Quedarse en la ciudad era, para la reciente institutriz, una pena amortiguada: no permanecer cerca del hogar y poder charlar siquiera un momento, todos los días con su padre. Era menester el contacto con sus amigas de la «Universidad Volante» y, ¿quién sabe?, la posibilidad de instruirse y de asistir a algunos cursos nocturnos.
Pero los seres que llevan en sí el ánimo del sacrificio no pueden sacrificarse a medias. El destino que la adolescente ha escogido no es lo suficientemente árido. No gana bastante dinero y, sobre todo, gasta demasiado. Sus beneficios, desmenuzados en pequeños gastos cotidianos, le dejan, a fin de mes, insignificantes economías. Es necesario que se prepare para socorrer a Bronia, que en París, junto con Marie Rakowska, vive pobremente en el Barrio Latino. Por otra parte, se acerca el retiro del señor Sklodowski. Dentro de poco también éste necesitará una ayuda. ¿Qué se puede hacer?
La heroína no reflexiona mucho. Hace dos o tres semanas se le habló de una plaza de institutriz muy bien retribuida, en el campo. Dicho y hecho. Acepta la nueva colocación en una provincia lejana, que es el salto a lo desconocido. Durante muchos años será la separación de los seres queridos y el aislamiento total. Pero, ¿qué se le va a hacer? El sueldo es elevado, y, en ese pueblo perdido, los gastos serán nulos.
—¡Con lo que me gusta la vida en pleno campo! —exclama—. ¡Cómo no lo había pensado antes!
Y da cuenta de ello a su prima:
No tengo mucho tiempo, pues, tras algunas dudas, he decidido aceptar desde mañana una colocación en el gobierno de Plock, con quinientos rublos anuales, a cobrar desde primero de enero. Es la misma colocación que me habían ofrecido hace algún tiempo y que no había aceptado. Esa gente no está contenta con la institutriz que tenían y me reclaman. Claro que puede ocurrir que, lo mismo que las otras, tampoco les guste yo…
El día 1 de enero de 1886, día de la partida, será una de las fechas más crueles en la existencia de Marie. Se ha despedido valerosamente de su padre y le ha repetido varias veces la nueva dirección:
Señorita Marie Sklodowska
En casa de los Sres. Z.
Szozuki, por Przasnysz.
Ha subido al vagón. Desde la ventanilla a mirarlo todavía un momento más la silueta del profesor, y ha sonreído. Y, súbitamente, al sentarse en el banco del ferrocarril, ha sentido la presión ignorada de la soledad. ¡Sola, sola, completamente sola, por primera vez en su vida!
Un pánico brusco se apodera de la criatura de dieciocho años. En el vagón que la lleva hacia una casa y una familia extraña, Marie tiembla de miedo y de timidez. ¿Y si los nuevos señores se parecían a los anteriores? ¿Y si se ponía enfermo el señor Sklodowski en su ausencia? ¿Lo volvería a ver siquiera? ¿No ha cometido una locura? Diez problemas, veinte problemas torturan y asaltan el ánimo de la adolescente, que, agazapada cerca de la ventana del compartimiento, mientras anochece, contempla a través de sus lágrimas, que seca con el revés de su mano y que se renuevan, el desfile de las vastas llanuras hundidas bajo la nieve…
Tres horas de tren, luego cuatro horas de trineo sobre pistas estrechas en el majestuoso silencio de una noche de invierno. Los señores Z., que son administradores de algunas propiedades, explotan por su cuenta una parte de las tierras de los príncipes Czartoryski, a cien kilómetros al norte de Varsovia. Al llegar en una noche fría ante la puerta de su casa, Marie, quebrada por la fatiga, entrevé como en un sueño la alta estatura del dueño de la morada, la descolorida figura de la esposa y las miradas intensas de los niños.
Acogen a la institutriz las palabras amables de bienvenida y el humeante té. Después sube al primer piso y la señora Z. indica a Marie su habitación, en donde poco después la deja sola en compañía de sus pobres valijas.
Marie escribe a su primo Enrique el día 3 de febrero de 1886:
… hace un mes que estoy en casa de los señores Z. He tenido tiempo pues, de aclimatarme en mi nueva colocación. Hasta ahora estoy bien. Los Z. son excelentes personas. He hecho con la mayor de las hijas, Bronka, amigables relaciones que contribuyen a hacerme agradable la vida. En cuanto a mi discípula Andzia, que pronto tendrá diez años, es una criatura dócil, pero muy desordenada y mimada. Claro que no se puede pedir la pedir perfección.
En este país nadie hace nada. Las gentes sólo piensan en divertirse y como en la casa estamos un poco alejados de la zarabanda, somos el tema de la comarca. Imagínate que una semana después de mi llegada se hablaba de mí sin favor alguno, porque no conociendo a nadie me había negado a ir al baile de Karwacz, centro regional de los chismes. No he tenido ningún sentimiento, pues los señores Z. han regresado de ese baile a la una de la tarde. Estoy contenta de haber escapado a esta invitación, y sobre todo, más contenta aún porque en estos momentos no me siento muy fuerte.
Aquí se celebró un baile la noche de Reyes. He podido observar, divirtiéndome mucho, un cierto número de invitados dignos del lápiz de un, caricaturista. La juventud es muy poco interesante. Las jóvenes son patos que no abren la boca, como no sean provocativas en el más alto grado. Parece ser que hay muchachas más inteligentes, pero hasta ahora mi Bronka (la señorita Z.) me parece una perla rara, tanto por su buen sentido como por la comprensión que de la vida tiene.
Trabajo siete horas al día: cuatro con Andzia y tres con Bronka. Es un poco demasiado, pero ¡qué se le va a hacer! Mi habitación está en lo alto de la casa. Es grande, tranquila, agradable. Hay en esta familia una colección entera de niños: tres hijos están en Varsovia (uno en la Universidad, dos en los pensionados). En la casa, Bronka (18 años), Andzia (10 años), Stas que tiene tres años, y Marychna, una niñita de seis meses. Stas es muy divertido. Su ama le ha dicho que Dios está en todas partes.
Y con una voz angustiosa nos pregunta: «¿Es que va a prenderme? ¿Es que me morderá?» Nos divierte enormemente.
Marie interrumpe la escritura, pone su pluma sobre el escritorio que ha instalado cerca de la ventana y sale al balcón, desafiando el frío con su vestido de lana. La vista que se ofrece a su mirada tiene el poder de hacerle reír.
¿No es cómico partir hacia una casa de campo aislada; imaginarse por adelantado un paisaje agreste, prados, selvas y después, al abrir el balcón por primera vez, descubrir una chimenea fabril, alta, agresiva, que ensucia el cielo con su opaco penacho de humo negro?
En dos kilómetros a la redonda no hay un monte, siquiera un prado. Nada más que remolachas y más remolachas, que cubren estos grandes campos monótonos. En el otoño estas remolachas pálidas y terrosas, amontonadas en las carretas tiradas por yuntas de bueyes, convergen lentamente hacia la fábrica, que es una azucarera. Los campesinos siembran, escardan y recolectan para esa fábrica. Cerca de estos edificios tristes, de ladrillos rojos, se agrupan las chozas del pueblecito de Krasiniec. Y el río mismo es esclavo de la fábrica, adonde llega limpio y sigue sucio, cargado de una espuma turbia y pringosa.
El señor Z., que es un agrónomo reputado y al corriente de la nueva técnica, controla la explotación de las doscientas hectáreas de remolacha. Es un hombre afortunado. Posee una gran parte de las acciones de la azucarera, y en su casa, como en las otras, la fábrica es el centro de todas las preocupaciones.
No hay nada de grandioso en todo esto. La fábrica, por absorbente que sea, no es más que una empresa de importancia mediana, como hay muchas docenas en la provincia. La propiedad de Szczuki es pequeña: doscientas hectáreas, en un país de vastas propiedades, no son nada. Los Z. son ricos, pero no muy ricos. Y si su casa tiene mejor vista que las granjas vecinas es imposible, no obstante, ni con la mejor voluntad del mundo, considerarla como un castillo. Más bien es una villa anticuada, una de esas grandes barracas bajas, de un solo piso, cuyos tejados pendientes dominan los muros blancos descoloridos, las pérgolas cubiertas de parras y los miradores cerrados con vidrieras, y a pesar de ello, con corrientes de aire.
Una sola concesión a la belleza: el jardín, que en el verano es muy bonito, con su césped, sus breñas y su terreno de croquet, que recorta una cerca de fresnos bien cortados. En la otra parte de la casa hay un huerto. Más lejos, los cuatro tejados rojos de las granjas, de las cuadras y de los establos, en donde hay cuarenta caballos, sesenta vacas, y después, hasta el horizonte, la tierra fuerte y glutinosa de las remolachas.
—¡Bah! No he caído en mal sitio —se dijo Marie al cerrar el balcón. La fábrica no es hermosa, es cierto. Pero de todas ti maneras, gracias a ella, este rincón de la provincia es un poco más animado que el resto. Las gentes llegan constantemente de Varsovia y otros vuelven a ella. En la azucarera hay un pequeño centro de ingenieros, de directores, que no es desagradable. Se pueden pedir prestadas revistas y libros. La señora Z. tiene mal carácter, pero no es una mala mujer. Si no me trata con delicadeza es, sin duda alguna, porque a su vez ella fue una institutriz a quien la fortuna sorprendió. Su marido es simpático, su hija mayor un ángel y los niños son insoportables. Debo considerar que soy feliz.
Y después de haber recalentado las manos ante la estufa de loza barnizada, que ocupa del suelo al techo una de las paredes que cortan la habitación, Marie se inclina sobre la carta, en espera de que una llamada imperiosa: «¡Señorita Marie!», le haga saber a través de la puerta que sus señores tienen necesidad de ella.
Una institutriz aislada escribe muchas cartas —acaso para recibir las contestaciones— y con ellas, noticias de la ciudad. Mientras pasan lentamente las semanas y los meses, Marie cuenta a sus parientes las peripecias de su existencia de asalariada en que las humildes labores se unen a las horas de «compañía» y a las obligadas distracciones.
Escribe a su padre, a José, a Hela y a su querida Bronia. Escribe a Kazia, su amiga de la infancia. A su prima Enriqueta, que, casada en Lwow, ha seguido siendo una apasionada «positivista», le confía libremente las reflexiones más graves, sus desazones y sus esperanzas:
El día 5 de abril de 1886, Marie escribe a Enriqueta:
Vivo como se tiene por costumbre vivir en mi posición. Doy mis clases, leo un poco, pero no mucho, ya que la llegada de nuevos invitados altera constantemente el empleo del tiempo normal de mi vida. A veces, esto me irrita mucho, pues mi Andzia es de esa especie de niños que aprovechan con entusiasmo toda interrupción de trabajo y luego no hay ningún medio de volverle a la razón. Hoy hemos tenido una nueva escena por que no quería levantarse a la hora habitual. Por fin, me he visto obligada a agarrarla tranquilamente de la mano y tirarla de la cama. Dentro de mí hervía. No te puedes imaginar lo que me perjudican estas pequeñas cosas. Una tontería semejante me pone enferma horas y horas. Pero era necesario que yo dijera la última palabra.
¿La conversación en sociedad? Chismes y más chismes. Los únicos temas de conversación son los vecinos, los bailes, las reuniones, etc. Por lo que al baile se refiere, habría que ir muy lejos en busca de mejores bailarinas que estas jóvenes. Todas ellas bailan a la perfección. No son malas criaturas; algunas, incluso son inteligentes, pero su educación no ha desarrollado su espíritu y las fletas de acá, insensatas e incesantes, han acabado de disipar sus ideas. En cuanto a los muchachos, hay muy pocos que sean amables y menos aun inteligentes. Para las unas y para los otros, palabras tales como positivismo, cuestión obrera, etcétera, son verdaderas bestias negras, suponiendo que las hayan oído pronunciar alguna vez, lo cual serla una excepción. La familia de Z. es, relativamente, muy culta. El señor Z. es un hombre a la antigua, pero lleno de buen sentido, simpático y razonable. Su mujer es un poco difícil de tratar, pero, en cuanto se sabe conducirla, incluso es simpática. Llego a creer que me estima bastante.
¡Si vieras qué ejemplar conducta tengo! Voy a la iglesia cada domingo y días de fiesta, sin invocar jamás un dolor de cabeza o una «gripe» para quedarme en la casa. No hablo casi nunca de la educación superior de las mujeres. Y, de una manera general, observo en mis propósitos la retención que mi obligada condición me impone.
Por Pascua iré a Varsovia algunos días. Todo salta en mí de alegría ante esta idea, y penosamente retengo salvajes gritos de entusiasmo…
A Marie le gusta describir con ironía su ejemplar conducta, puesto que hay en ella un ser audaz y original que no puede tolerar por mucho tiempo una vida convencional. La idealista positiva está siempre dispuesta a ser útil y a combatir.
Al encontrar cotidianamente en los caminos fangosos a los campesinos, los muchachos de ambos sexos, miserablemente vestidos, rostros desvergonzados bajo sus cabellos de cáñamo, la adolescente ha concebido un proyecto. ¿Por qué no va a poner en práctica, en el minúsculo universo de Szczuki las ideas progresistas que le son tan queridas? ¿El año pasado no soñaba con dar «luces al pueblo»? Pues tiene ante sí una ocasión excepcional, los pocos que van a la escuela aprenden el alfabeto ruso. ¿No sería estupendo crear un curso clandestino de idioma polaco y despertar en estos jóvenes cerebros la belleza de la lengua y la historia nacionales?
La institutriz somete la idea a la aprobación de la señorita Z., y ésta inmediatamente conquistada por ella, decide ayudarla.
—Reflexione bien —dice Marie para calmar su entusiasmo—. Si nos denuncian, seremos deportadas a Siberia…
Pero no hay nada tan contagioso como el valor. En la mirada de Bronka Z., Marie lee el entusiasmo y la decisión. Sólo falta obtener la autorización del jefe de la familia y empezar en las chozas una discreta propaganda.
Marie escribe a Enriqueta, el día 3 de septiembre de 1886:
… Hubiera podido conseguir unas vacaciones veraniegas, pero no hubiera sabido donde ir y he preferido quedarme en Szozuki. No quería gastar dinero para ir a los Cárpatos. Tengo muchas horas de lección con Andzia, leo con Bronka y hago estudiar una hora diaria al hijo de un obrero que estoy preparando para que vaya a la escuela. Además, Bronka y yo, durante dos horas diarias, damos clase a los hijos de los campesinos. Es casi una clase, puesto que tenemos diez alumnos. Trabajan con muy buena voluntad y a pesar de nuestro trabajo, a veces es muy difícil. Lo único que me consuela es que, poco a poco, los resultados mejoran y a veces muy de prisa. Tengo, por tanto, los días bastante ocupados. Y además, me instruyo trabajando sola.
En diciembre de 1886, Marie escribe de nuevo a Enriqueta:
El número de mis discípulos campesinos es, en la actualidad, de dieciocho. Naturalmente, no vienen juntos, porque no podría salir adelante, pero aun así, me ocupan dos horas diarias.
Los miércoles y los sábados me quedo más tiempo con ellos, hasta cinco horas. Esto me es posible porque mi habitación está en el primer piso y tiene una entrada separada por la escalera del patio. Dado que mi trabajo no me impide cumplir con mis obligaciones, no puede molestar a nadie. Grandes alegrías y consuelos me dan estos niños…
No basta a Marie con enseñar a Andzia, anotar sus lecciones, hacer trabajar a Bronka y prohibir a Julek que se duerma sobre los libros (también se lo han confiado en cuanto llegó de Varsovia). Cuando se ha terminado todo esto, la brava muchacha sube a su pieza y espera que un ruido de pequeñas botas en la escalera, mezclado con el de los pies desnudos sobre los peldaños, le anuncie la llegada de los discípulos. Con el fin de que puedan trazar más cómodamente sus palos y palotes, ha pedido prestadas una mesa de pino y unas sillas y ha restado de sus economías el dinero necesario para comprar unos cuadernillos y las plumas, que los dedos entumecidos manejan con mucha dificultad.
Cuando siete u ocho muchachos se han instalado en la gran habitación de paredes blanqueadas, Marie y Bronka Z. no bastan para mantener el orden o para ayudar a los alumnos perdidos, que, sorbiéndose los mocos y respirando con angustia, no pueden pronunciar una palabra difícil.
No siempre llegan muy limpios los hijos de los criados, de los quinteros y de los obreros de la fábrica, que se amontonan alrededor del vestido sombrío y de los rubios cabellos de Marie.
Ni tampoco huelen muy bien. Algunos de los discípulos no ponen atención en las clases. Pero en la mayor parte de las claras miradas aparece un deseo inocente y violento de realizar estas hazañas fabulosas: leer, escribir. Y cuando el humilde propósito se consigue, cuando los gruesos caracteres negros sobre blanco han adquirido bruscamente un sentido, el triunfo vanidoso de los niños, la admiración envanecida de los padres analfabetos, que de pie, en el fondo de la habitación, asisten a veces a las lecciones, emocionan el corazón de la joven maestra.
Y piensa en esa gran voluntad no empleada, en los dones que disimulan acaso estas criaturas frustradas. ¡Ante este océano de ignorancia, Marie se siente tan débil, tan impotente!