Capítulo 23
América
Una mañana del mes de mayo de 1920 penetra una dama en la minúscula salita de espera del Instituto del Radio. La dama en cuestión se llama señora de William Brown Meloney, y dirige, en Nueva York, una gran revista. Es imposible reconocer en ella a una mujer de negocios. Es pequeña, delicada, casi enferma. Tiene cabellos grises y en su hermoso rostro, pálido, poéticos y grandes ojos negros. Al hablar con la criada de servicio, le pregunta, temblorosa, si la señora Curie no habrá olvidado la cita que le diera.
Esta cita la espera la señora de William Brown Meloney desde hace algunos años.
La señora Meloney es uno de tantos seres, cada día más numerosos, a quienes la obra de la señora Curie exalta. La ilustre profesora representa para ellos la más alta imagen de la mujer. Y como esa idealista americana es al mismo tiempo una gran periodista, ha hecho esfuerzos inimaginables para poderse acercar a su ídolo.
Tras múltiples peticiones de entrevistas periodísticas, que quedaron sin respuesta, la señora Meloney logra que llegue a manos de Marie, por conducto de un profesor de física amigo, una carta que dice así:
… Mi padre, que era médico, me decía siempre que es imposible exagerar la escasa importancia de los seres. Pero hace veinte años, señora, que es usted importante a mis ojos, y deseo verla durante unos minutos.
Al día siguiente, Marie la recibía en su laboratorio:
Se abrió la puerta —escribirá la señora Meloney— y apareció una señora pálida y tímida, con el rostro más triste que jamás había visto. Llevaba un vestido negro, de algodón. Su figura magnífica, paciente y dulce, tenía la expresión ausente y desprendida de los seres dedicados al estudio. Repentinamente, tuve la impresión de ser una intrusa.
Mi timidez todavía se hizo mayor que la de la señora Curie. Hacía veinte años yo era una reportera profesional y, no obstante, no llegaba a hacer una sola pregunta a esta mujer indefensa, vestida de negro. Intenté explicarle que las americanas se interesaban por su gran obra, intenté excusarme por mi indiscreción y para calmarme, la señora Curie habló de América.
—América posee alrededor de cincuenta gramos de radio —me dijo—: cuatro en Baltimore, seis en Denver y siete en Nueva York…
Continuó la enumeración, citándome la residencia de cada partícula.
—¿Y en Francia? —pregunté.
—Mi laboratorio posee un poco más de un gramo de radio.
—¿Usted no tiene más que un gramo de radio?
—¿Yo? ¡Oh, yo no tengo nada en absoluto!… Ese gramo pertenece a mi laboratorio.
Le hablé de la patente, de los beneficios que deberían haber hecho de ella una mujer riquísima. Apaciblemente me contestó:
—El radio no debe enriquecer a nadie. Es un elemento. Pertenece a todo el mundo.
—Si usted pudiera designar la cosa de lo que tenga más deseos en el mundo —pregunté impulsivamente—, ¿qué pediría usted?
Era una pregunta estúpida, pero que se reveló fatídicamente.
… Aquella semana me enteré de que el valor comercial de un gramo de radio era de cien mil dólares; aprendí, también, que el laboratorio de la señora Curie, a pesar de que era nuevo, no poseía los medios necesarios para el trabajo, y que su provisión de radio estaba consagrada enteramente a la preparación de tubos de emanación para los tratamientos médicos.
¿Se imaginan la sorpresa de esta americana, culta e inteligente? La señora Meloney conocía, por haberlos visitado, los poderosos laboratorios de los Estados Unidos, el de Edison, semejante a un palacio… Al lado de esas grandiosas moradas, el Instituto del Radio, nuevo y decente, pero construido en la modesta escala de los edificios universitarios franceses, parecía miserable. La señora Meloney conocía también las fábricas de Pittsburgh, en donde se trataba macizamente los minerales de radio. Evocó los penachos de humo negro y las largas filas de vagones cargados de carnotita que contiene la preciosa materia…
La señora Meloney está en París, en una oficina mal amueblada, y frente a la mujer que ha descubierto el radio. La periodista acababa de preguntar:
—¿Qué pediría usted?
Y la señora Curie contesta, dulcemente:
—Tengo necesidad de un gramo de radio para poder continuar mis investigaciones, pero no puedo comprarlo. El radio es demasiado caro para mí.
La señora Meloney concibe un proyecto magnífico: quiere que sus compatriotas ofrezcan un gramo de radio a la señora Curie. A su regreso a Nueva York intentará persuadir a diez mujeres millonarias para que cada una de ellas entregue diez mil dólares para comprar ese gramo. No tiene éxito. No encuentra más que tres mecenas dispuestas para tan bello gesto. «¿Para qué buscar diez mujeres ricas?, se pregunta entonces, ¿por qué no se organiza una suscripción entre las mujeres de América, pobres y ricas?»
Nada es imposible en los Estados Unidos. La señora Meloney crea un comité, cuyos miembros activos son las señoras de William Vaigh Moody, Robert G. Mead, Nicholas F. Brady y los doctores Robert Abbe y Francis Carter Wood. Y lanza, luego, en todos los pueblos del Nuevo Mundo, la campaña nacional Marie Curie Radio Fund. Y apenas ha transcurrido el año de su visita a «la mujer vestida de algodón negro», puede escribir a la señora Curie:
¡Se ha encontrado el dinero, y el radio es para usted!
Las mujeres americanas, generosas, ofrecen a Marie Curie una ayuda inestimable. Pero en cambio, le piden gentil y amistosamente:
—¿Por qué no viene a vernos? ¡Tenemos tantos deseos de conocerla!
Marie duda. Siempre ha rehuido las multitudes. Los fastos y los actos de una visita a América, al país más sediento de publicidad del mundo, le asustan.
La señora Meloney insiste, apartando cada una de las objeciones:
—¿Dice usted que no quiere separarse de sus hijas? También invitamos a sus hijas. ¿Le fatigan las solemnidades? Estableceremos el programa de recepciones más razonable. Venga. Le haremos hacer un viaje agradable, y el gramo de radio le será entregado, solemnemente, por el Presidente de los Estados Unidos en persona, en la Casa Blanca.
La señora Curie se emociona, domina sus temores, y a los cincuenta y cuatro años acepta, por primera vez en su vida, las obligaciones de un viaje oficial.
Sus hijas, encantadas con la aventura, hacen los preparativos del viaje. Eva obliga a su madre a comprarse uno o dos vestidos, y la persuade a dejar en París sus trajes favoritos, los más lustrosos, los más gastados. Alrededor de la señora Curie se agita todo el mundo. Los periódicos describen las ceremonias que esperan a Marie al otro lado del Atlántico, y los poderes públicos buscan las distinciones de que podrían rodear a la ilustre profesora, a fin de que llegue a los Estados Unidos con títulos oficiales dignos de su reputación. Es poco comprensible, para los americanos, que la señora Curie no forme parte de la Academia de Ciencias… ¡Es sorprendente que no tenga la Legión de Honor! Repentinamente, le ofrecen la cruz, pero la rechaza por segunda vez. Más tarde, solicitará que se conceda el grado de caballero a la señora Meloney.
Por iniciativa de la revista Je sais tout se celebra una fiesta de despedida en honor de Marie Curie, en la Opera, de París, el día 27 de abril de 1921, a beneficio del Instituto del Radio.
León Bérard, el profesor Jean Perrin y el doctor Claude Regaud pronuncian discursos. Luego se desarrolla un programa artístico, interpretado por los artistas y los músicos más ilustres que ha podido reunir Sacha Guitry, organizador de la fiesta. Sarah Bernhardt, anciana y enferma, y Lucien Guitry se asocian al homenaje.
Unos días más tarde la señora Curie está a bordo del Olympic. Sus dos hijas viajan con ella. Para las tres mujeres, para sus trajes, un solo baúl, pero ocupan los más suntuosos camarotes del transatlántico. Marie aprecia la comodidad. No obstante, tiene instintivos gestos de campesina desconfiada ante los muebles demasiado lujosos y ante las comidas excesivamente complicadas. Cerrada con doble vuelta de llave, y rehuyendo a los importunos, intenta olvidar su misión oficial evocando los recuerdos humildes y tranquilos de su vida familiar:
El día 10 de mayo de 1921 la señora Curie escribe a la señora Jean Perrin:
Querida Enriqueta:
He encontrado a bordo su amable carta. Me ha hecho mucho bien, pues no sin aprensión he abandonado Francia para este lejano viaje, tan poco de acuerdo con mis gustos y mis costumbres.
No me ha gustado la travesía. El mar ha estado lúgubre, sombrío y agitado. Sin estar enferma, estaba aturdida, y he permanecido en mi camarote la mayor parte del tiempo. Mis hijas parecían estar muy contentas; la señora Meloney, que viaja con nosotros, hace lo que puede para distraerlas. Es tan buena y tan amiga como lo puede ser.
… Pienso en L’Arcouest, en los buenos momentos que pasaremos juntos próximamente, con nuestros amigos, en el jardín, a donde irá usted a buscar algunas horas tranquilas, en el mar azul y dulce, que tanto queremos y que es más acogedor que este océano taciturno y frío. Pienso, también, en el hijito que espera su hija, y que será el miembro más joven de nuestro grupo de amigos, el primero de la nueva generación. Tras él, así lo espero, nacerán muchos otros hijos de nuestros hijos…
Nueva York, esbelta, audaz, encantadora, aparece entre la niebla del buen tiempo. La señora Meloney, que ha hecho la travesía con la familia Curie, advierte a Marie que los periodistas, los fotógrafos y los operadores de cine la esperan. Una inmensa multitud, apretujada en el muelle de desembarco, vigila la llegada de la profesora. Los innumerables curiosos permanecerán durante cinco horas de pie, antes de que puedan divisar a aquella mujer que los diarios, con enormes títulos, califican de la «BIENHECHORA DE LA RAZA HUMANA».
Se distinguen batallones de girls-scouts y de estudiantes, una delegación de trescientas mujeres que agitan sus pañuelos rosa y blanco, y que representan a las organizaciones polacas de los Estados Unidos. Los colores brillantes de las banderas americanas, francesas y polacas flotan por encima de millares de espaldas prensadas y de rostros curiosos.
Sobre el puente superior del Olympic han instalado a Marie en un gran butacón. Le han desposeído de su sombrero y de su valijita. Los gritos imperiosos de los fotógrafos:
—¡Mire acá, señora Curie! ¡Vuelva la cabeza a la derecha! ¡Levante la cabeza! ¡Mire por aquí! ¡Por aquí! ¡Por aquí! —dominan los mecanismos rápidos de cuarenta aparatos de fotografía y de cinema que, colocados en semicírculo, apuntan, amenazadores, su rostro sorprendido y fatigado.
Irene y Eva sirven de guardias de corps durante estas semanas agotadoras y apasionantes. Las dos hijas no podrán hacerse una idea clara de los Estados Unidos a través de los desplazamientos en coches especiales, los banquetes de quinientos cubiertos, las ovaciones de las multitudes y los asaltos de los reporteros. Para penetrar en el encanto de un gran país es necesario más libertad y más calma. La gira Barnum no les dejará apreciar el país, pero en cambio les dará ciertas revelaciones sobre su madre…
Los esfuerzos encarnizados de la señora Curie para permanecer en la sombra han sido en Francia parcialmente coronados por el éxito. La paciente enemiga de la gloria ha logrado convencer a sus compatriotas, y hasta a sus íntimos, de que un sabio eminente no es un personaje importante. Pero a su llegada a Nueva York cae el velo y aparece la verdad. Irene y Eva descubren bruscamente lo que la borrosa mujer, cerca de la cual han vivido, significa para el universo.
Cada discurso, cada movimiento de la multitud, cada artículo de diario, aporta el mismo mensaje. Antes de conocerla, los americanos rodeaban a la señora Curie de un verdadero culto y la colocaban en la primera línea de los mortales. Ahora que la tenían entre ellos, millares de seres admiraban el sencillo encanto de la viajera fatigada, sentían inmediata simpatía por la mujercita tímida y la ilustre figura científica pobremente vestida.
Lejos de mí la pretensión de definir aquí el alma de un pueblo, y no voy a juzgar a América por los títulos de sus diarios. No obstante, el irreprimible empuje de entusiasmo con el cual las mujeres y los hombres de los Estados Unidos acogieron a Marie Curie ¿no tiene un sentido profundo? Los pueblos latinos atribuyen a los americanos el genio práctico, pero, por una singular vanidad, se reservan el monopolio del idealismo, de la sensibilidad. Y, no obstante, es una oleada de idealismo la que se desliza a los pies de Marie. Una señora Curie altiva, enriquecida por sus descubrimientos científicos, hubiera provocado en los Estados Unidos curiosidad, pero no hubiera suscitado esta ternura colectiva. Por encima del personaje científico asustado, los americanos aclamaban una actitud ante la vida que los emocionaba: el desprecio de la ganancia, la devoción a una pasión intelectual y el gusto de servir.
Un consejo de guerra fija el programa del viaje en el departamento de la señora Meloney desbordado por las flores; un horticultor a quien el radio curó de un cáncer cuidaba con amor, desde hacía dos meses, el nacimiento de las rosas magníficas que quería ofrecer a Marie. Todas las ciudades, todos los colegios y todas las universidades de América invitan a la señora Curie. Medallas, títulos honoríficos, doctorados honoris causa le son enviados a montones…
—Habrá traído usted su vestido universitario —se informa la señora Meloney—. Para estas ceremonias es indispensable…
La sonrisa inocente de Marie provoca la consternación general. Marie no ha llevado consigo el vestido universitario por la sencilla razón de que jamás lo poseyó. Los profesores de la Sorbona deben tenerlo, pero Marie, única profesora de su sexo, ha dejado a los hombres el placer de encargarse ese vestido.
Un sastre, llamado urgentemente, confecciona rápidamente el majestuoso vestido de seda con el revés de terciopelo sobre el cual colocarán las brillantes chapas que acompañan los títulos de doctor. En las pruebas Marie se mueve, se agita impaciente, y afirma que las mangas le estorban o que la tela es demasiado pesada y, sobre todo, que la seda irrita sus pobres dedos destrozados por el radio…
Por último, el día 13 de mayo todo está listo. Y tras un almuerzo en casa de la señora Andrew Carnegie y una rápida visita a Nueva York, la señora Curie, la señora Meloney, Irene y Eva parten para el viaje meteórico.
Muchachas vestidas de blanco que forman filas a lo largo de los caminos soleados, muchachas que corren a millares a través del césped para encontrar el coche de la señora Curie, muchachas que agitan banderas y flores, que desfilan en procesión, que gritan y dan vivas, que cantan a coro… Tal ha sido la maravillosa visión de los primeros días consagrados a los colegios de Smith, Vassar, Bryn, Maur, Mount Holyoke. ¡Ha sido excelente la idea de domesticar a la señora Curie mezclándola, antes que con otras gentes, con una juventud entusiasta de estudiantes sin par!
Las delegadas de esos mismos colegios desfilarán unos días más tarde en el Carnegie Hall, de Nueva York, en la manifestación monstruo de la Asociación de Mujeres Universitarias. Se inclinan ante Marie y le ofrecen, alternativamente, una flor de lis y una rosa american beauty. En presencia de la selección de profesores americanos, de los embajadores de Francia y Polonia, de Ignacio Paderewski, que ha ido a aplaudir a la amiga de los lejanos tiempos, Marie Curie recibe títulos, premios, medallas y una distinción excepcional: la Franquicia de la Ciudad de Nueva York.
En las ceremonias del siguiente día y el otro, en que quinientos setenta y tres representantes de las sociedades científicas americanas se reúnen en el Waldorf Astoria para recibirla, Marie vacila ya de fatiga. Entre la masa robusta, escandalosa, ardientemente demostrativa, y una mujer frágil que acaba de abandonar una vida monástica, la lucha es desigual. Marie se halla aturdida por el griterío y las aclamaciones. Las innumerables miradas que sobre ella se ponen la asustan y también la violencia con la cual el público se atropella a su paso. Vagamente teme ser triturada entre estas agitaciones. Una fanática le dejará magullada la mano en un exaltado apretón y la profesora deberá terminar su viaje con un puño oprimido y el brazo en cabestrillo, herida por la gloria.
Llega el gran día.
HOMENAJE AL GENIO…
UNA BRILLANTE ASISTENCIA REUNIDA EN LA CASA BLANCA RINDE HOMENAJE A UNA MUJER ILUSTRE…
El día 20 de mayo, en Washington, el presidente Harding entrega a la señora Curie el gramo de radio, o mejor aún, su símbolo. Un cofrecillo guarnecido de plomo ha sido construido especialmente para albergar los tubos, pero estos tubos son tan preciosos y tan peligrosos también por sus radiaciones, que los han dejado en la fábrica bien seguros. Es un cofrecillo conteniendo un «radio imitación» el que se halla expuesto sobre una mesa en el centro del East Room, en donde se apretujan diplomáticos, altos funcionarios de la magistratura, del ejército, de la marina y representantes de la Universidad…
Las cuatro de la tarde. Se abre una puerta de dos hojas para que entre el cortejo. La señora Harding del brazo del señor Jusserand, embajador de Francia; luego la señora Curie del brazo del presidente Harding. Después la señora Meloney, Irene y Eva Curie y las damas del Marie Curie Committee.
Empiezan los discursos. El último es el del presidente de los Estados Unidos. Se dirige cordialmente «a la noble criatura, a la esposa devota, a la madre ejemplar que, además de su labor agotadora, ha cumplido todas las funciones de la mujer». Entrega a Marie un rollo de pergamino atado con una cinta tricolor y le cuelga del cuello una cinta de muaré de la que pende una minúscula llave de oro: la llave del cofrecito.
Las palabras de gratitud de Marie son escuchadas religiosamente. Luego, tras una gritería alegre, los invitados pasan al Blue Room para desfilar ante la ilustre profesora. La señora Curie, sentada en una silla, sonríe silenciosamente a quienes, uno por uno, se adelantan hacia ella. Sus hijas dan las manos en nombre suyo, y, según la nacionalidad de los interlocutores, que la señora Harding presenta, pronuncian fórmulas de cortesía en francés, inglés o polaco. Ya no queda más que rehacer el cortejo y salir a la gradería exterior donde espera un ejército de fotógrafos.
Los privilegiados que asisten a la fiesta, los periodistas que anuncian con grandes títulos:
LA DESCUBRIDORA DEL RADIO RECIBE DE SUS AMIGOS AMERICANOS UN TESORO INESTIMABLE
Se quedarían bastante sorprendidos si supieran que Marie Curie se ha adelantado a desprenderse de este gramo de radio que le ha entregado el presidente Harding. La víspera de la ceremonia, cuando la señora Meloney ha sometido a su aprobación el pergamino de la donación, ha leído el documento con atención y luego ha dicho tranquilamente:
—Hay que modificar esta acta. El radio que me ofrece América debe pertenecer para siempre a la ciencia. Mientras viva, lo usaré yo, desde luego, únicamente en trabajos científicos, pero si dejáramos las cosas en este estado, el radio, después de mi muerte, se convertiría en el patrimonio de personas particulares, de mis hijas. Esto es imposible. Yo deseo hacer donación de él a mi laboratorio. ¿Puede usted llamar a un notario?
—Pero… claro —contesta la señora Meloney un poco extrañada—. Si a usted le parece, nos ocuparemos de estas formalidades la semana próxima…
—No, la semana próxima, no. Mañana tampoco. Esta noche. El acta de donación va a entrar en vigor y yo puedo morirme dentro de unas horas.
Un notario, encontrado con grandes dificultades, a una hora improcedente, ha redactado ante Marie el acta adicional que la ilustre profesora ha firmado inmediatamente.
La señora Curie debe, antes de abandonar la capital, inaugurar el nuevo laboratorio de baja temperatura de las minas de Washington. Los ingenieros han sido avisados a último momento de que la señora Curie está demasiado cansada para descender a las salas de máquinas, y con gran esfuerzo han creado, para evitarle la menor dificultad, un dispositivo ingenioso: apretará un simple botón eléctrico y se pondrán en marcha todos los motores a la vez. El ceremonial previsto se desarrolla así. El speaker ante el micrófono de la radio pronuncia un discurso y luego dice con voz potente:
—¡Y ahora la señora Curie pondrá en marcha las máquinas de este laboratorio!
Hay unos segundos de espera. Los asistentes hacen signos desesperados a la ilustre profesora sin lograr llamarle la atención.
Marie está absorta contemplando una magnífica muestra de carnotita que le han ofrecido cinco minutos antes y que curiosea entre sus manos para admirarla por todas partes. Y con el pensamiento imagina en qué estantería del Instituto del Radio, de París, colocará aquella rara muestra.
Es necesario un nuevo llamamiento del speaker y algunos codazos respetuosos para hacerla regresar de París a Washington. Confusa, aprieta precipitadamente el mágico botón y tranquiliza con ese gesto a los millares de auditores invisibles que se habían sorprendido de un imprevisto accidente…
Filadelfia. Títulos honoríficos. Doctorados. Se cambian regalos entre la señora Curie y las notabilidades científicas e industriales de la ciudad. El presidente de una fábrica ofrece a la ilustre investigadora cincuenta miligramos de mesotorio. Los miembros de la célebre American Philosophical Society le entregan la medalla John Scott. En signo de gratitud Marie hace donación a esa sociedad de un cuarzo piezoeléctrico «histórico», construido y utilizado por ella durante sus primeros años de investigaciones.
Visita la fábrica de radio de Pittsburgh en donde fue purificado el famoso gramo. En la Universidad, todavía un nuevo grado de doctor. Marie se ha puesto nuevamente su vestido de profesor, que le sienta muy bien y que lleva con holgura, pero se niega a cubrir sus cabellos grises con el tradicional bonete cuadrado. Lo encuentra horroroso y se excusa diciendo que «no se le aguanta». Permanece con la cabeza al aire y el birrete en la mano en medio de una multitud de estudiantes y de profesores cubiertos con aquellos cuadrantes negros y severos. ¡La coqueta más astuta no hubiera hecho un cálculo mejor! Marie no sospecha la belleza inmaterial de su rostro entre las cabezas cubiertas de los demás.
Marie se pone tiesa para no desfallecer durante la ceremonia, recibe ramos de flores, escucha los discursos, los himnos, los cánticos, pero al día siguiente circula la noticia temida: la señora Curie está demasiado débil para continuar el viaje. Bajo la indicación de los médicos, renuncia a la gira por las poblaciones del oeste, en donde se anulan las recepciones preparadas en su honor.
Los periódicos americanos redactan un mea culpa y acusan inmediatamente a su país de haber infligido tan duras pruebas a una anciana enfermiza. Los artículos son encantadores por lo humanos y pintorescos.
¡DEMASIADA HOSPITALIDAD!, proclama un diario con letras enormes—: «Las mujeres americanas han dado pruebas de una inteligencia superior yendo en ayuda de una ilustre investigadora. Pero amargas críticas podrían condenarnos de hacer pagar nuestro regalo a la señora Curie con su propia vida, por la sola satisfacción de nuestro orgullo»». En otro diario se declara netamente que «cualquier director de circo o de music-hall hubiera ofrecido a la señora Curie una suma más elevada del precio del gramo por una mitad de trabajo». Y los pesimistas toman a lo trágico el acontecimiento: «Estuvimos a punto de matar al mariscal Joffre por nuestro exceso de entusiasmo. ¿Vamos a matar a la señora Curie?»
Marie ha sido franca con sus admiradores americanos, y éstos ganaron el primer round. De ahora en adelante, los organizadores del viaje usarán de todos los medios para conservarle el descanso. La señora Curie tiene la costumbre de descender de los ferrocarriles por la vía contraria y eclipsarse, atravesando los rieles para evitar a la multitud excitada que la espera en el andén. ¿Se anuncia su llegada a Buffalo? Pues se detiene en la estación precedente, Niágara Falls, porque quiere visitar en paz las famosas cataratas del Niágara. Pero el comité de recepción de Buffalo no renuncia a recibir a Marie Curie y los automóviles corren hacia Niágara Falls, para alcanzar a la fugitiva.
Irene y Eva, que fueron simples miembros de la escolta, se convierten en lo que en argot teatral se denomina «el doble». Irene, vestida con el traje universitario, recibe en el lugar y puesto de la señora Curie los grados honoris causa. Los graves oradores, dirigiéndose a Eva, una niña de dieciséis años, largan los discursos preparados para la ilustre investigadora, hablándole de sus magníficos trabajos, de su larga vida de labor y esperando de ella una contestación pertinente. En las ciudades donde muchas damas del comité se disputan el honor de albergar a Marie, se desmembra la familia Curie y se entrega a Irene y a Eva a los huéspedes más insistentes.
Cuando no representan a su madre, demasiado célebre, las hijas aceptan diversiones propias de su edad: una partida de tenis o de remo, un elegante fin de semana en Long Island, una hora de natación en el lago Michigan, algunas veladas teatrales, una noche de locas diversiones en el colosal parque de atracciones de Coney Island…
Pero las más embriagadoras jornadas son las del viaje al oeste. La señora Meloney, que ha renunciado a que la señora Curie conozca toda América, quiere, no obstante, mostrarle la más sorprendente maravilla del continente: el gran cañón del Colorado. Marie está demasiado cansada para manifestar su verdadero deseo, pero sus hijas están animadas del mayor entusiasmo. Todo les divierte: los tres días de ferrocarril por la línea de Santa Fe a través de las arenas de Tejas, las comidas exquisitas en las solitarias estaciones bajo un sol de España, el hotel del Gran Cañón, islote lleno de comodidad al borde de esta extraordinaria costra de la corteza terrestre, precipicio de cien kilómetros de largo y quince kilómetros de ancho, cuya primera visión, grandiosa, casi terrorífica, deja sin voz al espectador.
Irene y Eva, cabalgando sobre caballos indios, vagan a lo largo de la cresta del abismo y miran desde lo alto el inmóvil caos de montes, rocas, arenas que pasan del violeta al rojo, del color anaranjado al ocre pálido, para enriquecerse de múltiples sombras. Luego toman el itinerario clásico y descienden sobre sus cabalgaduras al fondo, donde, cargado de cieno y guijarros, avanza el impetuoso río Colorado.
Sólo se han celebrado las ceremonias importantes indispensables; a pesar de ello, han sido tantas que hubieran extenuado al más robusto atleta. El día 28 de mayo, en Nueva York, la señora Curie es nombrada doctor honoris causa de la Universidad de Columbia. En Chicago es nombrada miembro de honor de la Universidad, recibe muchos títulos honoríficos y asiste a tres recepciones. En la primera, una ancha cinta tendida en forma de barrera separa a la señora Curie e hijas de la multitud que desfila ante ella. En la segunda, se han cantado sucesivamente la Marsellesa, el Himno Nacional polaco y el Star Spangled Banner. Marie desaparece casi bajo los montones de flores que sus admiradores han venido a depositar a sus pies. La última recepción sobrepasa en fervor a las otras dos, y se celebra en el barrio polaco de Chicago por un público enteramente polaco. Ya no es la ilustre investigadora la aclamada por los emigrados: es el símbolo de la patria lejana. Mujeres y hombres, con lágrimas en los ojos, intentan besar las manos de Marie o tocar simplemente sus ropas.
El día 17 de junio la señora Curie, por segunda vez, se confiesa vencida e interrumpe su gira. Su tensión sanguínea, terriblemente baja, inquieta a los médicos. Marie toma un descanso, recupera más energías para dirigirse a Boston y a New Haven, a las universidades de Wellesley, Yale, Harvard, Simons, Radcliffe, y el día 28 de junio se embarca, de nuevo, en el Olympic. Su cabina está llena de montones de telegramas y de canastas de flores.
El nombre de una gran «vedette» venida de Francia va a reemplazar su nombre en los títulos de los diarios: el boxeador Georges Carpentier, precedido de una reputación inmensa, acaba de llegar a los Estados Unidos y los reporteros están desesperados por no poder arrancar a la señora Curie el menor pronóstico sobre el combate de Carpentier con Dempsey…
En fin, Marie está muy fatigada y muy contenta. Y en sus cartas manifiesta su satisfacción por haber «ofrecido una pequeña contribución a la amistad de América con Francia y Polonia», cita frases de simpatía para las dos patrias pronunciadas por el presidente Harding y el vicepresidente Coolidge.
A pesar de su firme modestia, se ha dado cuenta de que su éxito personal en los Estados Unidos ha sido enorme y de que ha conquistado el corazón de millones de americanos y el afecto sincero de cuantos se le acercaron. La señora Meloney será hasta el último día de su vida la amiga más tierna y devota.
Marie Curie conserva de su viaje excepcional impresiones confusas y enredadas que algunos recuerdos particularmente vivos jalonan de fiestas brillantes. Está impresionada por la actividad de la vida universitaria americana, por la brillantez y la alegría de las ceremonias tradicionales y, sobre todo, por las excelentes condiciones ofrecidas a los alumnos de los colegios por la práctica deportiva en su desarrollo físico.
Está impresionada también por la potencia colosal de las asociaciones femeninas que la festejaron en el curso de su viaje.
Por último, el equipo perfecto de los laboratorios científicos, el de numerosos hospitales en donde la curieterapia se utiliza para cuidar el cáncer, deja en ella un poco de amargura. Piensa, desilusionada, que en ese mismo año de 1921 ¡Francia no posee todavía un solo hospital consagrado al tratamiento por el radio!
La provisión de radio que ha ido a buscar abandona América en el mismo barco que ella, muy guardado tras las cerraduras complicadas de la caja fuerte del transatlántico. Este gramo simbólico inspira ciertas reflexiones sobre la carrera de Marie Curie. Para comprar la minúscula parcela ha sido necesario organizar sobre toda la extensión de un continente un concurso de mendicidad magnífico. Marie ha debido aparecer en persona en los pueblos bienhechores y dar las gracias.
¿Cómo no sentirse obsesionada ante la idea de que una simple firma puesta tiempo atrás al pie de una patente hubiera tenido otra eficacia? ¿Cómo no pensar que una Marie Curie rica hubiera dotado a su país de laboratorios y de hospitales? Veinte años de luchas y de dificultades que no le han dado más que preocupaciones y dolores, ¿no la han convencido todavía de que al despreciar la fortuna ha sacrificado a una quimera el desarrollo de su obra?
En breves notas autobiográficas, escritas a su regreso de América, la señora Curie se plantea estas cuestiones y se contesta:
… Gran número de mis amigos afirman, no sin razones aceptables, que si Pierre Curie y yo hubiéramos garantizado nuestros derechos, habríamos adquirido los medios financieros necesarios para la creación de un Instituto de Radio satisfactorio, evitando todos las obstáculos que han sido un handicap para los dos y que siguen siéndolo para mí. No obstante, mantengo mi convicción de que nosotros teníamos razón.
La humanidad, evidentemente, tiene necesidad de hombres prácticos que sacan el máximo de su trabajo y, sin olvidar el bien general, salvaguardan sus propios intereses. Pero la humanidad también tiene necesidad de soñadores, para quienes los prolongados desintereses de una empresa son tan cautivadores que les es imposible consagrar cuidados a sus propios beneficios materiales.
Sin duda alguna, esos soñadores no merecen la riqueza, puesto que no la desean. De todas maneras, una sociedad bien organizada debería asegurar a estos trabajadores los medios eficaces de cumplir su labor, en una vida libre de toda preocupación material y libremente consagrada a la investigación.