Capítulo 13
Cuatro años en un hangar
Un hombre cualquiera, sacado de la muchedumbre, que lea esta reseña del descubrimiento del radio no dudará un instante de que el radio existe. Los seres cuyo sentido crítico no ha sido cultivado y al mismo tiempo deformado por una cultura especializada conservan fresca la imaginación. Están dispuestos a admitir un hecho insospechado, por extraordinario que pueda ser, y a maravillarse ante el mismo.
Un poco distinta es la manera que tiene de acoger la noticia un profesor de física, un colega de los Curie. Las particularidades del polonio y del radio derrumban las teorías fundamentales que aceptan los hombres de ciencia desde hace siglos. ¿Cómo explicar la espontánea relación de los cuerpos radiactivos? Este descubrimiento echa abajo un mundo de nociones adquiridas y contradice las ideas más firmemente establecidas sobre la composición de la materia. Por eso el físico se reserva. Está intensamente interesado por el trabajo de los Curie, concibe sus infinitas prolongaciones, pero espera para su convicción que obtengan decisivos resultados.
La actitud de un químico es mucho más categórica todavía. Por definición, un químico no cree nunca en la existencia de un cuerpo nuevo hasta que ha visto ese cuerpo, hasta que lo ha tocado, pesado, examinado, confrontado con ácidos, metido en un tarro, y cuando ha determinado, en definitiva, su «peso atómico».
Pero hasta el momento nadie ha visto el radio. Nadie conoce el peso atómico del radio. Y los químicos, fieles a su principio, sacan esta conclusión:
—Si no hay peso atómico, no hay radio. Muéstrennos el radio y entonces les creeremos.
Para mostrar el polonio y el radio a los incrédulos, para demostrar al mundo la existencia de sus «hijos» y para acabar de convencerse ellos mismos, los Curie deberán padecer todavía durante cuatro años.
EL objeto es obtener radio y polonio puros. En los productos más vigorosamente radiactivos que los sabios hayan preparado, estas dos substancias no figuran más que en el estado de ligeros indicios. Marie y su marido saben por qué procedimiento pueden esperar el aislamiento de los nuevos metales, pero la separación no puede hacerse sin tratar grandes cantidades de materias primas.
Y aquí se plantean tres problemas angustiosos:
¿Cómo procurarse una cantidad suficiente de mineral?
¿En qué local efectuar el tratamiento?
¿Con qué dinero se pagarán los inevitables gastos del trabajo?
La pechblenda, en que se esconde el polonio y el radio, es un mineral precioso que se extrae de las minas de Saint Joachimsthal, en Bohemia, para retirar las sales de uranio que se utilizan en la industria del vidrio. ¡Cuestan muy caras las toneladas de pechblenda! ¡Demasiado caras para el matrimonio Curie! El ingenio suplirá la fortuna. Según las previsiones de los dos sabios, la extracción del uranio deberá dejar intactas, en el mineral, las huellas del polonio y del radio que contiene aquél. Nada se opone, pues, a que se encuentren en los residuos. Si la pechblenda en bruto es muy cara, sus residuos, después del tratamiento, no tienen más que un valor mínimo. Si se pidiese a un colega austríaco una recomendación para los directores de la mina de Saint Joachimsthal, ¿no sería posible obtener a precios factibles una cantidad importante de esos residuos?
La cosa es demasiado fácil. Hay que meditar sobre ello.
Es más, se debe añadir a la compra de la materia prima su transporte a París. Los Curie buscan la cantidad necesaria de sus modestas economías. No cometen la ingenuidad de pedir un crédito oficial. Si dos profesores de física que se hallan sobre la pista de un descubrimiento inmenso solicitaran de la Universidad de París o del gobierno una subvención para comprar residuos de pechblenda, se reirían de ellos en sus propias caras. O en todo caso su carta se perdería en los expedientes de cualquier oficina y deberían esperar meses y meses antes de obtener una contestación, generalmente desfavorable. De las tradiciones y los principios de la Revolución Francesa, que creó el sistema métrico, fundó la Escuela Normal y en muchas ocasiones fomentó las ciencias, el Estado no parece haber retenido, tras un siglo, más que aquellas palabras desagradables, pronunciadas por Fouquier-Tinville, en la audiencia en que Lavoisier fue condenado a la guillotina:
—¡La República no tiene necesidad de hombres de ciencia!
Además, ¿encontrarán los Curie, entre los numerosos edificios que dependen de la Sorbona, un local apto para que puedan realizar su trabajo? También parece que no es posible. Tras algunas gestiones, los Curie vuelven descontentos a su punto de partida. Es decir, a la Escuela de Física en donde Pierre da clases y al pequeño taller bajo el techo del cual Marie realizó sus primeros ensayos. El taller da a un patio, y enfrente del mismo hay una barraca de madera, un hangar abandonado, cuya techumbre de cristales está en estado tan lamentable, que por él pasa la lluvia. En tiempos lejanos, la Facultad de Medicina utilizaba ese recinto como sala de disección, pero desde hace mucho tiempo el lugar no ha parecido digno siquiera de albergar los cadáveres. No hay piso. Una leve capa de betún cubre el suelo. Como mobiliario, algunas vetustas mesas de cocina, una pizarra que está allí no se sabe exactamente por qué, una vieja estufa de hierro con el tubo enmohecido.
Ni un obrero trabajaría con agrado en semejante lugar. Pero los Curie se resignan. El hangar tiene una ventaja: que el recinto es tan poco tentador, tan miserable, que nadie se atreve a negarles su libre disposición. El director de la escuela, el señor Schutzenberger, que constantemente ha demostrado su bondad para Pierre, acaso lamenta no poderle ofrecer nada mejor. Y aun cuando no se lo ofrezca, los esposos están contentísimos de poner su pie con su material en aquel lugar, dándole las gracias y diciendo «que les irá bien y que ya se arreglarán».
Mientras toman posesión de su nuevo dominio les llega una carta de Austria dándoles muy buenas noticias. Los residuos de las recientes extracciones de uranio, cosa extraordinaria, no han sido tirados. La materia inútil ha sido amontonada en un terreno rodeado de pinos que bordea la mina de Saint Joachimsthal. Gracias a la intervención del profesor Suess y de la Academia de Ciencias, de Viena, el gobierno austríaco, que es el propietario de esa mina del Estado, ha decidido poner gratuitamente una tonelada de residuos a disposición de los dos lunáticos franceses que pretenden necesitarla. Si ulteriormente desean recibir mayor cantidad de esa materia, les será cedida por la dirección de la mina en las mejores condiciones posibles. Los Curie momentáneamente no tienen para pagar más que los gastos del transporte de una tonelada de material.
Y una mañana, un pesado carro tirado por caballos, semejante a los que hacen las entregas de carbón, se para en la calle Lhomond, ante la Escuela de Física. Se llama a los Curie. Se precipitan a la calle, con la cabeza descubierta, con las batas de laboratorio. Pierre, que nunca aparece nervioso, conserva su calma, pero ante la escena de las bolsas que descargan unos obreros, Marie, más exuberante, no puede contener su alegría. Es la pechblenda, su pechblenda, que hace unos días le había sido anunciada por una nota de la estación de mercancías. Febril de curiosidad y de impaciencia quiere, sin esperar más, abrir uno de los sacos y contemplar su tesoro. Corta las cuerdas, deslía la basta tela, hunde sus manos en el mineral tierno y pardo, entre el cual aparecen algunas aristas de los pinos de Bohemia.
Es ahí donde se esconde el radio. Es de ahí de donde Marie quiere extraerlo, aunque debe «tratar» una montaña de esta cosa inerte, semejante al polvo de los caminos.
En una buhardilla, Marie Sklodowska ha vivido los momentos más lúcidos de sus años de estudiante. Marie Curie va a conocer de nuevo, en esta barraca destartalada, alegrías maravillosas. Extraña repetición de una felicidad áspera y sutil (que sin duda alguna ninguna mujer antes que Marie había logrado), que escoge por dos veces un decorado tan miserable. El hangar de la calle Lhomond gana el campeonato de la incomodidad. En verano, debido a su techo de vidrio, se está como en un invernáculo. En invierno, no se sabe qué preferir, si la escarcha o la lluvia. Si llueve, el agua cae gota a gota con un dulce rumor molesto, sobre el piso o sobre las mesas de trabajo, en sitios donde los Curie dejan señales para no colocar más un solo aparato. Si hiela, se hielan. No hay remedio. La estufa, incluso llena completamente, no da calor suficiente. Si se acercan y la tocan, perciben un poco de calor, pero en cuanto se alejan un paso, vuelven a la zona glacial.
Acaso, es mejor que Marie y su marido se acostumbren a las crueldades de la temperatura exterior. La mayor parte de los tratamientos deben ser hechos en el patio, al aire libre, pues la instalación técnica, inexistente, no tiene conducciones para echar fuera los gases nocivos. En cuanto cae un chaparrón los dos profesores de física agarran precipitadamente sus aparatos y los trasladan bajo el techo del hangar. Y para poder continuar su trabajo, sin quedar asfixiados, establecen corrientes de aire abriendo las puertas y las ventanas.
Marie no ha podido envanecerse ante el doctor Vauthier de esta particular cura de sus brotes de tuberculosis.
No tenemos dinero, laboratorio, ni ayuda para llevar a cabo esta labor importante y difícil —escribía más tarde—. Era como crear alguna cosa con nada y si mis años de estudiante habían sido calificados por Casimiro Dluski como «los años heroicos de la vida de mi cuñada», puedo decir sin exageración que este período fue, para mi marido y para mí, la época heroica de nuestra existencia común.
… No obstante fue en ese miserable y viejo hangar donde transcurrieron los mejores y más felices años de nuestra vida, enteramente dedicada al trabajo. A menudo prefería comer allí para no tener que interrumpir alguna operación de importancia particular. A veces pasaba el día entero removiendo una masa en ebullición con una barra de hierro casi tan grande como yo. Por la noche estaba rendida de fatiga.
En estas condiciones trabajaron los Curie desde 1898 a 1902.
Durante el primer año se ocuparon conjuntamente del trabajo de separación química del radio y del polonio y estudiaron la radiación de los productos cada vez más activos que obtenían. Pero estimaron más eficaz separar sus esfuerzos. El señor Curie intentaría precisar las propiedades del radio, de hacer más amplio conocimiento con el nuevo metal. Marie continuaría los tratamientos químicos que permitieran obtener sales de radio puro.
En esta división del trabajo, Marie ha preferido el «oficio de hombre». Marie realiza una labor de peón. Bajo el hangar su esposo se hunde en las delicadas experiencias. En el patio, vestida con su viejo capote, cubierto de polvo y de manchas de ácido, los cabellos al viento, rodeada de humo que oscurece sus ojos y su garganta, Marie, sola, ella sola, es una especie de fábrica.
Me he visto obligada a tratar hasta veinte kilos de materia, a la vez —dice—, que tuvo por efecto llenar el hangar de grandes vasos repletos de precipitados y líquidos. Era un trabajo extenuante transportar los recipientes, trasvasar los líquidos y remover durante horas y más horas la materia en una evaporadora de hierro.
Pero el radio quiere guardar su secreto. No pone ninguna buena voluntad para ser conocido por los humanos. ¿Dónde están los tiempos en que, Marie, inocentemente, preveía un uno por ciento de radio en los residuos de la pechblenda? Tan patente es la radiación de la substancia nueva, que una ínfima cantidad de radio diseminada en el mineral es la fuente de fenómenos sorprendentes, que se pueden observar y medir cómodamente. Lo difícil, lo imposible, es aislar la cantidad minúscula, separarla de la ganga a la cual está íntimamente mezclada.
Los días de trabajo se convierten en meses, los meses en años. Pero los Curie no se descorazonan. Esta materia que se les resiste les fascina. Unidos por su ternura y por sus pasiones intelectuales, mantienen, en esa barraca de tabiques de madera, la existencia «antinatural» para la cual fueron creados, tanto ella como él.
En esa época estábamos completamente absorbidos por las perspectivas que se abrían ante nosotros, gracias a un descubrimiento inesperado —escribirá Marie—. A pesar de las dificultades de nuestras condiciones de trabajo, nos sentíamos felices. Nuestros días transcurrían en el laboratorio. En nuestro mísero hangar reinaba una gran tranquilidad. A veces, al atender alguna operación, nos paseábamos de arriba abajo, hablando de la labor presente y futura. Cuando teníamos mucho frío, una taza de té caliente, tomada cerca de la estufa, nos confortaba. Vivíamos en una preocupación única, como en un sueño.
Veíamos muy pocas personas en el laboratorio. Algunos físicos o químicos que venían, ya para ver nuestras experiencias, ya para pedir algún consejo a Pierre, cuya competencia en múltiples ramas de la física era harto conocida. Entonces, se trenzaban, frente a la pizarra, conversaciones de las que conservo un excelente recuerdo, porque actuaban sobre nosotros como un estimulante del interés científico, sin interrumpir el curso de las reflexiones y sin perturbar esta atmósfera de paz y de recogimiento que es la verdadera atmósfera de un laboratorio.
Cuando los Curie, solos en su miserable taller, dejaban por un instante sus aparatos y hablaban tranquilamente de sus ideas sobre este radio, que les atrae, pasaban de lo trascendental a lo pueril:
—Me pregunto cómo será, cuál será su aspecto —dice un día Marie, con la febril curiosidad de un niño al que se le ha prometido un juguete—. ¿Cómo te lo imaginas? ¿Bajo qué forma te lo imaginas?
—No sé… —contesta dulcemente el profesor de física—. Yo quisiera que tuviese muy buen color.
Es curioso que en la correspondencia de Marie Curie no se encuentre, sobre su prodigioso esfuerzo, ningún comentario imaginativo y sensible, como los que no ha mucho aparecían bruscamente, a través de la familiaridad de sus cartas. ¿Acaso los años de exilio han aflojado la intimidad de Marie con los suyos? ¿Es que, cercada por su obra, le ha faltado tiempo para ello?
La razón esencial de esta reserva puede hallarse en otra parte. No es casualidad que las cartas de la señora Curie dejen de ser originales en el momento mismo en que la historia de su vida se convierte en algo excepcional. Niña, institutriz, estudiante, recién casada, Marie podía contar lo que le ocurría… Pero hoy, el secreto y lo inexplicable de su vocación se aíslan. Entre los que quiere no hay interlocutor capaz de comprenderla, de sentir su preocupación, su difícil problema. No sabe compartir su obsesión más que con una sola persona, Pierre Curie, su compañero. Sólo a él confía los pensamientos raros y los sueños. De ahora en adelante, Marie presentará a los demás, por cercanos que estén de su corazón, una imagen suya casi banal. No les explicará más que el aspecto familiar de su vida. Incluso hallará, a veces, acentos emocionados para celebrar su felicidad de mujer. Pero de su trabajo no hablará más que en breves frases lacónicas, inexpresivas. Noticias en tres líneas, que no darán idea siquiera de lo que este trabajo excitante le proporciona.
Siente una voluntad absoluta de no hacer literatura sobre el destino que ha escogido. Por una modestia sutil, por horror también a los vanos propósitos y a lo superfluo, Marie se esconde, se entierra, o acaso, mejor aún, no hace públicos ninguno de sus verdaderos perfiles. Pudor, enojo, razón, la profesora, el ser genial desaparece y se disimula tras «una mujer como las demás».
En 1899, Marie escribe a Bronia:
… Nuestra vida es siempre igual. Trabajamos mucho, pero dormimos bien, y nuestra salud no padece, por ello. Pasamos la noche cuidando a la pequeña. Por la mañana, la visto y le doy de comer. Luego, generalmente, salgo de casa a las nueve de la mañana. Durante todo el año no hemos estado en un teatro, ni en un concierto, y no hemos hecho una visita. De todas maneras, estamos bien. Sólo noto enormemente la ausencia de mi familia y especialmente a vosotros, queridos míos, y a papá. Pienso a menudo, con dolor, en mi aislamiento. No puedo quejarme de nada más, puesto que nuestra salud no es mala, mi hija crece bien y tengo el mejor marido que puedas soñar. Ni yo misma podía sospechar que encontraría un ser así. Es un verdadero don del cielo. Cuanto más juntos vivimos, más nos queremos.
Nuestro trabajo progresa. Pronto podré dar una conferencia sobre el tema. Debía ser el sábado último, pero me ha sido imposible; acaso el próximo, o dentro de quince días.
El trabajo, del que se hace una mención tan seca, progresa magníficamente. En los años 1899 y 1900, los Curie publican una memoria sobre el descubrimiento de la «radiactividad instigada» provocada por el radio; otra, sobre los efectos de la radiactividad, y, todavía, otra, sobre la carga eléctrica transportada por los rayos. Por último, escriben para el Congreso de Física, de 1900, un informe general sobre las substancias radiactivas, que suscita entre los hombres de ciencia de Europa un interés extraordinario.
El desarrollo de la nueva ciencia de la radiactividad se acelera precipitadamente. Los Curie tienen necesidad de colaboradores. Hasta ahora no han tenido más que la ayuda intermitente de un muchacho de laboratorio apellidado Petit, un buen hombre que por entusiasmo personal y casi clandestinamente iba a trabajar con ellos fuera de las horas de servicio.
Pero, ahora, les hacen falta técnicos de selección. Los Curie son más bien físicos que químicos. Su descubrimiento tiene, en el dominio de la química, importantes prolongaciones, que solicitan atentos estudios. Quieren aliarse con competentes investigadores:
El trabajo sobre la radiactividad empezó en la soledad —escribirá Marie—, pero ante la amplitud de la obra, la utilidad de una colaboración se imponía cada día. En 1898, uno de los jefes de trabajos de la escuela, G. Bemont, nos aportó una colaboración pasajera. Hacia 1900, Pierre Curie entra en relaciones con un joven químico, André Debierne, ayudante del profesor Friedel, que le tenía en alta estima. La proposición de Pierre fue graciosamente aceptada por Debierne, para ocuparse en los trabajos sobre la radiactividad. Emprendió, particularmente, la investigación de un radioelemento cuya nueva existencia se sospechaba en el grupo de hierro y de tierras raras. Hizo el descubrimiento de este elemento, denominado actinio. A pesar de que trabajaba en el laboratorio químico-físico de la Sorbona, dirigido por Jean Perrin, venía a vernos con frecuencia a nuestro hangar, convirtiéndose muy pronto en un amigo muy allegado a nosotros, al doctor Curie, y más tarde a nuestros hijos.
Y así, antes que el polonio y el radio fuesen aislados, un hombre de ciencia francés, André Debierne, les descubrió un «hermano»: el actinio.
Hacia la misma época —nos dice Marie—, un físico joven, Georges Sagnac, iniciado en el estudio de los rayos X, venía frecuentemente a conversar con Pierri Curie sobre las analogías que se podían prever entre esos rayos, sus rayos secundarios y la radiación de los cuerpos radiactivos. Hicieron en común un trabajo sobre la carga eléctrica transportada por estos rayos secundarios.
Marie ha continuado el estudio, kilo por kilo, de las toneladas de residuos de pechblenda que le fueron enviadas muchas veces desde Saint Joachimsthal. Con su paciencia inacabable ha sido, durante cuatro años, día por día y a la vez, profesora de física, profesora de química, obrero especializado, ingeniero y peón. Gracias a su cerebro y a sus músculos, los productos, cada vez más concentrados, más ricos en radio, han ocupado las viejas mesas del hangar.
La señora Curie se acerca a su objetivo. Pasaron los tiempos en que, de pie, en el patio, rodeada de acres humaredas, vigilaba pesadas evaporadoras de materia en fusión. Se acerca el momento de la purificación y de la «cristalización fraccionada» de las soluciones considerablemente radiactivas. Pero la pobreza de la instalación casual dificulta más que nunca el trabajo. Ahora sí que sería necesario disponer de un local minuciosamente limpio, con aparatos perfeccionados, protegidos contra el frío, el calor y la suciedad. En el hangar, abierto a todos los vientos, flotan el polvo del hierro y del carbón, que, con desesperación de Marie, se aglomeran a los productos purificados con tanto cuidado. Tiene el corazón oprimido ante estos pequeños accidentes cotidianos, que acaban con sus fuerzas y acortan el tiempo.
Su marido está tan fatigado por la lucha interminable, que estaría a punto de abandonarla. Precisemos: no piensa en abandonar el estudio del radio y de la radiactividad, pero renunciaría voluntariamente, por el momento, a esta operación particular: preparar el radio puro. Los obstáculos parecen inabordables. ¿No se podría reemprender más tarde ese trabajo, en condiciones mejores? Más interesado por la significación de los fenómenos de la naturaleza que por su realidad material, Pierre Curie está cansado de ver los pobres resultados a los cuales se llega tras los agotadores esfuerzos de Marie. Y le aconseja un armisticio.
Pero no ha contado con el carácter de su mujer. Marie quiere aislar el radio y lo aislará. Desprecia la fatiga, las dificultades y hasta las lagunas de su propio saber, que le complican la obra emprendida. Después de todo, ella no es más que una mujer de ciencia, joven. No tiene todavía la seguridad y la gran cultura de su marido, que trabaja desde hace veinte años, y, a veces, Marie duda ante fenómenos o métodos que conoce mal y para los cuales es preciso documentarse con rapidez.
Tanto peor. Con la mirada obstinada bajo su frente amplia, se pone sobre sus aparatos, sobre sus crisoles.
Cuarenta y cinco meses después del día en que los Curie anunciaron la probable existencia del radio, Marie, en 1902, logra la victoria en esta lucha avarienta para obtener un decigramo de radio puro, y hace una primera determinación del peso atómico de la nueva substancia, que es de 225.
Los químicos incrédulos —quedaban algunos— no tienen más remedio que inclinarse ante los hechos y ante la sobrehumana obstinación de una mujer.
El radio existe, oficialmente.
Son las nueve de la noche. Los Curie se hallan en su casa del boulevard Kellermann, 108, en donde habitan desde 1900. Se encuentran bien en esa casa… Del boulevard, donde tres filas de árboles esconden, casi, las fortificaciones, sólo se ve un muro triste y una puerta minúscula. Pero tras el pabellón de un piso se encuentra escondido a los ojos de todo el mundo un estrecho jardín provinciano, bastante agradable y muy silencioso. Y tras la barrera de Gentilly uno puede, en bicicleta, evadirse hacia los alrededores, hacia el bosque.
El anciano doctor Curie, que vive con el matrimonio, se ha retirado a su habitación. Marie ha bañado y acostado a su hija, y ha permanecido largo rato cerca de la cama. Es un rito. Cuando Irene, por la noche, no siente cerca de sí a su madre, la llama incansablemente con esos ¡Mé! que substituyen a la voz de ¡Mamá!. Y Marie, cediendo al dominio implacable de este bebé de cuatro años, sube al piso, se sienta a la cabecera de la niña, y espera, en la obscuridad, a que la vocecita ceda a la ligera respiración. Entonces, sólo entonces, Marie desciende al piso bajo, junto a su marido, que ya se impacienta. A pesar de su dulcedumbre, Pierre es el marido más absorbente y celoso. Está tan acostumbrado a la constante presencia de su mujer, que el menor eclipse le priva de pensar con comodidad. Cuando Marie permanece un instante de más junto a su hija, la recibirá, a su vuelta, con un reproche tan injusto como cómico:
—¡Sólo te ocupas de esa criatura!
Pierre camina lentamente por la habitación. Marie se sienta, hace algunos puntos al dobladillo del nuevo delantal de Irene. Uno de sus principios es no comprar jamás, para la niña, los vestidos completamente hechos, porque los considera demasiado adornados e incómodos. Cuando Bronia vivía en París, las dos hermanas cortaban conjuntamente los vestiditos para sus hijas, según modelos de su invención. Estos modelos todavía servían a Marie.
Pero esta noche no puede fijar su atención en lo que hace. Está nerviosa, y se pone en pie. Bruscamente, dice:
—Y… ¿si fuéramos un momento allí?…
Ha habido en su voz un tono de súplica bastante superfluo, pues el señor Curie, como ella, arde en deseos de volver al hangar, que abandonaron hace un par de horas. El radio, fantástico como un ser viviente, atrayente como un amor, les llama de nuevo a su hogar, al pobre laboratorio.
La jornada de trabajo había sido ruda, y lo más razonable hubiera sido que los dos sabios se tomaran un reposo bien merecido. Pero los Curie, por lo general, no son razonables. Se ponen los abrigos, advierten al doctor Curie de su fuga, y se van. Salen a pie, del brazo; cambian muy pocas palabras. Han pasado las populares calles de este barrio excéntrico, alejándose de los talleres, de las fábricas, de los terrenos deshabitados, las casas modestas… Llegan a la calle Lhomond y atraviesan el patio. Pierre pone la llave en la cerradura. La puerta rechina, como lo ha hecho tantos millares de veces, y de nuevo están ahí, en su dominio, en su sueño.
—No alumbres —dice Marie, en la oscuridad, y luego añade con una leve sonrisa—: ¿Recuerdas el día que me dijiste: «Quisiera que el radio tuviese un buen color»?
La realidad que encanta a los Curie desde hace unos meses es más encantadora aun que el deseo grave e inocente de ayer. El radio tiene algo más que un «buen color». Es espontáneamente luminoso. Y, en el hangar sombrío, en donde las preciosas parcelas, en sus minúsculos recipientes de cristal, están —a falta de armarios— colocadas sobre las mesas y en estantes clavados en la pared, sus siluetas fosforescentes, azuladas, brillantes, aparecen suspendidas en la noche.
—¡Mira! ¡Mira! —murmura Marie.
Se adelanta con precaución, busca, encuentra a tientas una silla enea. Se sienta, en la oscuridad, en silencio. Las dos miradas se tienden hacia las pálidas luces, las misteriosas fuentes de los rayos, hacia el radio: ¡su radio! El cuerpo inclinado, el rostro ansioso, Marie ha vuelto a tomar la posición que tenía una hora antes, a la cabecera de su hija dormida.
La mano de su compañero acaricia sus cabellos.
Marie se acordará siempre de esta noche de gusanos de luz y de este hechizo.