13. Otro muerto
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Otro muerto
El odio intelectual es el peor.
YEATS
Evidentemente, lo primero que debían hacer era correr hacia la carretera por si aún estaban a tiempo de alcanzar a los captores, pero Geoffrey recordó que había oído arrancar un coche y supo que sería inútil. Descubrió entonces unas marcas de ruedas en la gravilla. Aun así, resultó imposible averiguar qué dirección había tomado el vehículo, porque el rastro se perdía en un arcén de macadán contiguo a la carretera. En cuanto al resto, no se veía ni un alma. Como secuestro, no solo había sido audaz, sino también impecable.
El siguiente paso era llamar al inspector. Las palabras con que este recibió la noticia coincidieron con el ánimo de Geoffrey. Prometió usar todos sus recursos para rastrear el coche y sugirió que Geoffrey y Fielding volviesen cuanto antes a comisaría para idear entre todos un plan de acción. Así que los amigos se pusieron en marcha y dejaron al Profesor Emérito de Matemáticas bebiendo solo, con expresión grave y tranquila. No volvieron a saber nada de él.
Durante el camino de regreso Geoffrey comprendió que todas sus pesquisas resultarían inútiles. Fen no les había dicho el nombre del criminal y, por tanto, no podrían descubrir su paradero siguiendo esa pista. La perspectiva de una persecución no le proporcionaba ninguna emoción, tan solo náuseas, una desesperación sorda y un amargo remordimiento. ¡La nota era una trampa perfecta! ¡Qué imbécil había sido por no verlo!
El inspector escuchó con expresión sombría lo que tenían que contarle y no aportó ninguna idea constructiva. Los patanes de Scotland Yard habían regresado a Londres temprano para investigar los antecedentes profesionales de Peace. Fielding preguntó, con cierta irritación, cómo iba a tener algo que ver Peace en el asunto si estaba encerrado en su celda cuando Fen había desaparecido, pero hasta Geoffrey vio la escasa lógica de sus palabras, pues, a fin de cuentas, ya sabían que se estaban enfrentando a una banda organizada. La única débil pista con que contaban, señaló el inspector, era la posible complicidad de Harry James, el dueño del Whale and Coffin. Siempre podían solicitar una orden de registro para inspeccionar el local, pero el enemigo, sin duda, ya lo habría previsto. El inspector tenía un par de novedades desde la última vez que se habían visto, y las dos eran negativas: no habían conseguido localizar el baúl que había estado a punto de aplastar a Geoffrey en el tren ni al hombre que se lo había tirado encima. Tampoco habían identificado al agresor de los grandes almacenes, que, entre la confusión general, había logrado escapar por otro departamento. Sin embargo, en aquel momento la importancia de dichos asuntos era secundaria. Hacía solo un instante el inspector se estaba planteando llamar a James para interrogarlo, pero después del secuestro de Fen no estaba seguro de que fuese lo más inteligente. Si Fen no estaba ya muerto —a Geoffrey se le revolvieron las tripas—, aquello sin duda podía precipitar su asesinato.
Finalmente, Fielding los convenció de que, como huésped del Whale and Coffin, a él le resultaría más fácil curiosear un poco sin levantar sospechas. Ni Geoffrey ni el inspector se mostraban muy dispuestos a dejar el asunto en sus manos, pues, a fin de cuentas, el Whale and Coffin era su única opción. Acabaron por decidir que, mientras Fielding investigaba, Geoffrey se tomaría algo en el bar, formando una especie de segunda línea de defensa, y un agente aguardaría discretamente fuera, en tercera línea, para solicitar refuerzos en caso necesario.
De modo que, quince minutos después, Geoffrey regresó al atestado Whale and Coffin con el corazón acelerado. El plan de acción de Fielding consistía en llevar a cabo una búsqueda relativamente superficial. Habían acordado que si no regresaba al cabo de veinte minutos, procederían al registro exhaustivo del local. Geoffrey se pidió una copa de whisky. El minutero de su reloj se arrastraba por siglos de eternidad del cuatro al cinco, del cinco al seis… A su alrededor, tranquila y ajena a los acontecimientos, la multitud se dedicaba a esa seria ocupación humana que es beber. Era muy improbable que sus enemigos no hubiesen previsto aquella estrategia y que no estuviesen al tanto de lo que ocurría. Geoffrey se sentía cada vez más nervioso y hasta agradecía profundamente que el local estuviese repleto de gente. En cuanto al tabernero, no se le veía por ningún lado. Se preguntó qué estaría haciendo Fielding.
En realidad, Fielding ya había encontrado lo que buscaba. Lo había encontrado muy pronto, y a punto estuvo de costarle la vida. Tras salir de su habitación, recorrió el pasillo estrecho y revestido de madera con la cabeza gacha para no golpearse con las vigas, sintiéndose menos entusiasta respecto al trabajo de agente secreto de lo que era habitual. Aunque se consideraba un hombre valiente, pensaba, como antes Geoffrey, que era muy improbable que pudiese sorprender a quienquiera que buscase, y aquella idea le deprimía profundamente. Probó la primera puerta del pasillo, a la derecha. No esperaba encontrar pruebas incriminatorias desperdigadas en un lugar tan público, pero tenía que ser metódico. Fielding abrió la puerta y entró en una sala revestida de madera blanca, bien iluminada y con agradables muebles de cretona. No había nadie, pero oyó unas voces procedentes de una puerta cerrada que había al fondo. Se acercó de puntillas y pegó la oreja al ojo de la cerradura. Le llegaron fragmentos de una conversación.
—… le digo que en esta costa nunca se ha pescado un congrio de más de seis metros.
—En Cornualles puede pescarlos más grandes.
—El problema es que allí no tienen sardinas para utilizar de cebo. Y se saca tan poca carne de un congrio…
Aquello no sonaba nada prometedor, y Fielding estaba a punto de alejarse cuando cambió de parecer. Si las personas del otro lado eran huéspedes del hotel, podría disculparse fácilmente. Si no… Bajó la manija, entreabrió la puerta y una voz gritó desde el interior:
—¿Hola? ¿Quién anda ahí?
No le quedaba más remedio que seguir. Abrió la puerta y cruzó el umbral. Allí había dos hombres. Uno era Harry James y el otro… Savernake.
Estaban sentados a ambos lados de una mesa, con sendas cervezas ante ellos. La habitación era una réplica más pequeña de la que acababa de abandonar. Aparte de unos pocos libros, que tras un rápido vistazo reconoció como manuales de música sacra, nada indicaba que aquel lugar estuviese habitado. Savernake exclamó, animadamente:
—¡Fielding! ¡Qué agradable sorpresa! Siento que apenas nos hayamos visto desde su llegada.
Y James:
—¡Señor! ¿En que puedo servirle? ¿Lo encuentra todo a su gusto?
—Tómese una cerveza con nosotros —dijo Savernake—. Es algo poco habitual en mí, tengo una reputación que mantener…, pero, de vez en cuando, me gusta hablar de pesca con Harry.
Y entonces Savernake se levantó y se interpuso entre Fielding y la única puerta de la estancia, justo la que acababa de cruzar. La única ventana de la habitación tenía barrotes y daba al abandonado patio trasero del pub. Fielding comprendió que tendría que luchar. Los dos hombres lo miraban de un modo extraño. De pronto se sintió indefenso y trató de decir algo, pero las palabras se le atascaron en la garganta.
Entonces volcó una mesa y, de una patada, arrojó una silla al tabernero. James se tambaleó momentáneamente y luego se enderezó. Ni él ni Savernake se movieron. Fielding retrocedió despacio hacia un rincón, hasta que su hombro rozó la pared.
—Pero, Fielding, ¿qué le ocurre? —Oyó decir a Savernake.
El miedo le atenazó el corazón, que pareció detenerse Y entonces cogió aire para gritar.
De pronto la habitación se tiñó de sangre. Fielding fue vagamente consciente de una detonación y de una súbita sacudida que lo lanzó con violencia contra la pared y luego lo sumergió a brazas de profundidad para acabar en un brusco impacto contra el suelo. Intentó frenéticamente mantener la conciencia y reprimir, mordiéndose la lengua, el pánico atroz que sintió al comprender que una parte de su cuerpo había sido herida. Intuía que debía seguir consciente, por si algo de lo que decían ayudaba a localizar a Fen. Tenía que fingir que estaba muerto. Las luces de mil tiovivos giraban y danzaban ante sus ojos, pero el dolor solo acababa de empezar. Las voces de aquellos hombres llegaron a sus oídos transformadas en un extraño eco que parecía estar atravesando prolongados túneles y laberintos.
—¿Por qué le ha disparado, imbécil? —gruñó James—. Es la segunda vez que sus jueguecitos con esa pistola casi acaban con nosotros. ¿Acaso quiere atraer a todo el vecindario?
—Nadie lo ha oído. Y recuerde que yo soy quien manda aquí. Haré lo que me parezca conveniente.
—¡Entonces no haga nada! ¿Y ahora qué, so listo? ¿Sabe que Vintner está abajo y que hay un poli ahí fuera?
—Tenemos que escapar, desde luego. Destruirlo todo y escapar. Si llegamos a Escocia…
—¡Si llegamos a Escocia! Eso sí que suena bien.
—Eche algo de droga en la bebida de Vintner. Lo dejaremos en la trastienda y diremos que se encontraba mal. Eso nos dará algo más de tiempo.
—Maldito chapucero engreído…
—No tendré el menor reparo en volver a utilizar esta arma… contra usted. De hecho, me facilitaría bastante la huida.
—¿Oye? ¡Viene alguien!
—No, nadie ha oído ese disparo. Vaya a echar la droga en la bebida de Vintner.
—¿Y Fen? ¿Qué hará con él?
—A estas alturas ya estará muerto.
—No lo creo. No con ese hilillo de gas que dejó saliendo de la espita, y con la habitación tan mal sellada todavía aguantará. Su puñetero sadismo nos va a condenar a todos. Tenemos que volver ahora mismo al antiguo manicomio y acabar de una vez con él.
—¡No hay tiempo, miserable canalla! ¡Vaya a arreglar lo de la bebida de inmediato!
Y entonces James se marchó. Fue entonces cuando Fielding, incapaz de resistir por más tiempo y sin poder avisar a Geoffrey de ningún modo, se desmayó. Durante los cinco minutos que el tabernero estuvo ausente, Savernake se dedicó a recorrer la habitación de un extremo a otro, enjugándose el sudor del rostro flaco y alargado, alisándose el pelo color panocha y retorciendo nerviosamente las manos. El fino labio superior le temblaba de miedo y tenía un tic en el rabillo del ojo derecho.
—Se lo ha bebido como un corderito. Ya he dado instrucciones para que se encarguen de él en cuanto se desmaye —dijo James cuando regresó. Se volvió para inspeccionar a Fielding—. No está muerto. Si es usted incapaz de matar a esta distancia, será mejor que no vuelva a usar ese revólver.
Savernake sacó el arma.
—No, déjelo —dijo James—. Hemos tenido suerte la primera vez y nadie ha oído el disparo, pero no vamos a tentarla de nuevo. Hay formas más discretas de acabar con él. Venga, ayúdeme.
Arrastraron a Fielding hasta la estufa de gas. Era un aparato móvil, conectado a la espita de la pared mediante un tubo flexible. James desconectó el tubo de la estufa e insertó el extremo en la boca entreabierta de Fielding. Luego se sacó del bolsillo un rollo de esparadrapo y le selló la nariz y la boca. Abrió la espita. Se quedaron unos instantes escuchando el suave siseo y contemplando la sangre de la herida, que se iba extendiendo de forma irregular por el suelo.
—Eso acabará con él —aseguró James—. Y, ahora, larguémonos. Si conseguimos llegar a Bristol, G. tendrá algún plan para llevarnos hasta Escocia y entonces podremos reírnos a gusto.
—Será mejor que le registre los bolsillos.
—¡Dese prisa, maldita sea! Si no ha bajado dentro de cinco minutos, me largaré sin usted.
—Allí estaré.
James salió dando un portazo. Momento que Savernake aprovechó para inclinarse sobre el cuerpo tendido.
Pero Geoffrey no estaba drogado. Con unas dotes de observación inusuales en él, se había fijado en que el último whisky no se lo habían servido de la botella que se encontraba sobre la barra, sino que lo habían traído de fuera con la excusa de que la marca era mejor. También había notado que alguien lo estaba vigilando por la rendija de una puerta cercana, en la que había un cartel de privado. Geoffrey se volvió de espaldas y, con un gesto ostentoso, fingió que bebía, aunque en realidad se vertió el whisky por debajo del cuello de la camisa. Fue una sensación incomodísima, pero la americana abrochada ocultó la mancha y, afortunadamente, ninguno de los clientes se dio cuenta ni se mostró sorprendido por aquella maniobra tan singular. Geoffrey se limpió la boca, se dio la vuelta para dejar el vaso encima de la barra y, con un comentario gracioso, pidió otro whisky. La camarera salió a buscarlo. Él se quedó acodado en la barra hasta comprobar, observando de reojo, que la puerta entreabierta se cerraba despacio, cosa que le indicó que, de momento, estaba a salvo. Y en ese instante supo que habían atrapado a Fielding, y también lo que debía hacer a continuación.
Se dirigió a la puerta del establecimiento y silbó unos acordes de Widdecombe Fair. En respuesta a la señal acordada, el agente que montaba guardia en la calle se apartó discretamente, pero, una vez lejos de las ventanas, echó a correr. Solo cinco minutos a pie separaban el Whale and Coffin de la comisaría. Geoffrey calculó que el local estaría rodeado en unos diez minutos.
Volvió a entrar y se abrió paso hasta los aseos, pues recordaba que allí había una segunda salida que llevaba a la zona del hotel. Pero, una vez dentro, ¿por dónde empezar a buscar? Aquel sitio era un auténtico laberinto de habitaciones y pasillos en el que los profanos podían perderse con facilidad. Se puso a pensar. Sabía al menos dónde estaba la habitación de Fielding, y era lógico que su amigo hubiese iniciado su inspección partiendo de ese punto. Asimismo, resultaba evidente que no había tenido tiempo de alejarse demasiado de su dormitorio. El resultado fue que, poco después, Geoffrey entraba en la sala que Fielding había cruzado tan solo unos minutos antes.
Se encontraba justo en el umbral de la puerta cuando se abrió la que daba a la sala interior y salió Savernake, que la cerró después con llave. ¡Savernake! Pero Geoffrey no se detuvo a pensar, ni se habría detenido aunque se hubiese tratado del mismísimo arzobispo de Canterbury. Atravesó la sala con una especie de salto volador y aterrizó sobre Savernake antes de que el clérigo advirtiera siquiera su presencia.
Como la mayoría de los forcejeos, este fue confuso, impredecible y nada científico. Pero Geoffrey contaba con la ventaja de la sorpresa, y Savernake, aparte de que no logró sacarse el arma del bolsillo, era más pequeño y enclenque que su contrincante. Al final cayó al suelo, se golpeó la cabeza contra el rodapié y allí se quedó, aturdido y lamentándose.
Geoffrey no esperó a ver su evolución, porque el olor a gas procedente de la otra habitación era demasiado evidente. Entró a toda prisa, cerró la espita, arrancó el esparadrapo de la boca y la nariz de Fielding y le aplicó cuantos métodos de primeros auxilios se le ocurrieron. Fielding todavía respiraba. Entonces oyó el sonido de un motor que arrancaba y se alejaba. Poco después llegaron otros coches y la policía subió por la escalera. Geoffrey trasladó a Fielding a la otra habitación, descubrió que Savernake había escapado y se preguntó si habría sido él el conductor del primer coche. No, eso era imposible; no había tenido tiempo de bajar y salir del local.
El inspector llegó con un médico, que administró reconstituyentes a Fielding y le vendó la herida. Entretanto, Geoffrey contó lo poco que sabía.
—¡Savernake! —exclamó el inspector—. Conque era él… Sigo sin comprender nada… Da lo mismo. Lo atraparemos.
—Creo que James ha huido en un coche.
—También lo atraparemos. Llamaré a la policía del condado y a las autoridades militares y acordonaremos la zona.
El inspector se marchó precipitadamente.
—Vuelve en sí —dijo el médico, apoyando la cabeza de Fielding en sus rodillas—. ¡Que alguien llame al hospital para que envíen una ambulancia!
Fielding abrió los ojos y vomitó con violencia, gimió e intentó hablar.
—No hable, se pondrá bien —indicó el médico, que luego le dijo a Geoffrey—: Creo que la herida no es grave, aunque la bala ha estado a punto de alcanzarle el pulmón derecho…
—James… Savernake… —Fielding hablaba despacio. Unas arcadas prolongadas y violentas interrumpían sus palabras. Tenía la cara y las uñas azuladas—. Fen… Gas… En…
Sus palabras se volvieron incoherentes. Geoffrey se acercó aún más. Se moría de impaciencia.
—¿Sí? ¿Sí?
Fielding lo intentó de nuevo, pero solo consiguió tener un nuevo acceso de náuseas. Luego echó la cabeza hacia atrás y cerró los ojos.
—¡Por Dios, haga que vuelva en sí como sea! ¡Sabe dónde está Fen! La vida de Fen depende de ello, ¡tiene que hacer que vuelva en sí!
—Mi estimado señor, lo que me pide es imposible —dijo el médico, con cierta irritación—. Es decir, puedo intentarlo, pero sería extremadamente peligroso. Podría matarlo.
—Él querría que usted lo intentara.
—Quizá, pero eso no tiene nada que ver.
—Yo diría que tiene todo que ver.
El médico miró fijamente a Geoffrey y luego dijo:
—De acuerdo. Me expulsarán de la profesión y seguramente me acusarán de homicidio. Mi esposa y mis hijos morirán de hambre, pero lo intentaré. Deme ese maletín.
Fen había despertado de un sueño en que una gigantesca mantis religiosa lo perseguía por la empinada zanja de una vía ferroviaria. Se descubrió inmovilizado por un artilugio blanco que acabó identificando como una camisa de fuerza.
Tras intentar esclarecer las implicaciones de aquella situación inusual, se dedicó a vomitar discretamente. Luego alzó la vista y vio que Savernake y James lo observaban en silencio.
—¡Hola! —saludó, con toda la animación de la que fue capaz—. Tienen ustedes un aspecto ridículo.
—No tanto como el suyo —se burló Savernake—. Está en un lugar de lo más apropiado, ¿sabe? Se encuentra usted en el viejo manicomio.
—Lo sabía.
Fen quiso mover las piernas y descubrió que también se las habían atado.
—No se moleste en intentar soltarse. Sería una pérdida de energía.
—¿Por qué me han secuestrado?
—Para poder matarlo cómoda y tranquilamente.
—Muchas gracias. Disculpen, caballeros, pero voy a vomitar una vez más. Es el maldito cloroformo.
—Adelante.
Cuando hubo terminado, Fen preguntó:
—¿Y ahora, qué?
—Mucho me temo que nos veremos obligados a prescindir de usted.
—¡Explíquese y deje de imaginarse que está en un libro!
—Mi querido profesor, yo soy la última persona con quien va a hablar. Podría, al menos, dirigirse a mí con educación.
Fen se echó a reír.
—¿Cuántos años tiene, Savernake?
—¿Por qué?
—Pura curiosidad.
—Veintiséis.
Fen volvió a reírse y Savernake preguntó:
—¿Qué le hace tanta gracia?
—Que conozco muy bien a los alumnos como usted. Siempre han existido tipos de su calaña en Oxford: va de listo, pero es incapaz de concentrarse ni de pensar. Es afectado y pedante, pero carece de alma y de moral, aunque sí tiene un inmenso complejo de inferioridad.
Savernake avanzó y le propinó una patada en la cara.
—Eso ha dolido —dijo Fen, débilmente—, y he perdido un diente. —Lo escupió al suelo—. ¿Por qué conspiran ustedes contra su país?
—Es un detalle que ahora carece de relevancia y no estoy dispuesto a discutirlo. No obstante, le veo cierto encanto al hecho de que el nazismo acalle a los estúpidos, a los que se las dan de listos en la barra de un pub y a los imbéciles democráticos.
—El nazismo mata a mucha gente.
—Eso es lo de menos.
—Ya, para usted lo es. Pero no lo será cuando le liquiden. Le resultará de lo más desagradable y en ese momento dará su alma a cambio de pasarse el resto de su vida escuchando a los que se las dan de listos en la barra de un pub.
—Como todos los demócratas, es usted un sentimental.
—Creo que matar está mal, eso es todo —Fen suspiró—. Y bien, ¿qué van a hacer entonces conmigo?
—Abrir el gas.
—¿El gas? —preguntó Fen, sorprendido—. Creía que este sitio estaba abandonado. Habrán cortado el suministro.
—Pasado mañana, a más tardar, se instalarán aquí las autoridades militares —dijo James. Era la primera vez que intervenía—. Han vuelto a dar el gas, lo que nos viene como anillo al dedo.
—¿Dónde estamos?
—A ocho kilómetros de Tolnbridge y a dos de la carretera o de la casa más cercana. Si pierde los nervios y se pone a gritar, lo que probablemente será el caso, nadie lo oirá. Pero aún así lo amordazaremos antes de irnos, por si acaso.
Fen reflexionó unos instantes.
—Creo que prefiero una muerte más rápida.
—Muy bien —dijo Savernake, con total indiferencia—. Dispárele, James.
James desenfundó el revólver, sacó el cargador y volvió a colocarlo en su sitio.
—Apresúrese, no podemos quedarnos aquí toda la noche —dijo Savernake, con el mismo tono apagado—. Y póngase las gafas, por Dios. A ver si esta vez acierta a la primera, que no quiero dejarlo todo perdido.
James asintió sin decir nada. Sacó un estuche del bolsillo, lo abrió, cogió sus gafas, las limpió cuidadosamente y se las puso. Luego amartilló el arma, apuntó a la cabeza de Fen y colocó el dedo sobre el gatillo.
Fen cambió súbitamente de parecer.
—Creo que prefiero el gas —dijo muy rápido, y añadió, mientras James bajaba el arma—: Plutôt souffrir que mourir, c’est la devise des hommes.
—De acuerdo, intentaremos que sufra —dijo Savernake.
Se dirigió a la espita de gas que había en la pared y la abrió un poco, para probar. Se oyó un siseo agudo.
—Admirable, pero así todo iría demasiado deprisa —añadió. Dejó la espita abierta al mínimo—. Veamos ahora… Las ventanas están cerradas pero la habitación no está sellada, por lo que habrá escapes. Yo diría que, con el gas al mínimo, tardará una hora y media en morir.
—Eso me parece una soberana tontería —gruñó james—. ¿Y si alguien lo encuentra antes?
—Nadie lo encontrará. ¿Cómo iban a encontrarlo? Y tenemos que dejarle algo de tiempo para meditar, ¿verdad? Mucho me temo que ahora nos veremos obligados a amordazarle —le dijo a Fen—. Intentaremos que le resulte tan cómodo como sea posible.
Cuando terminó su tarea, dijo:
—Adiós. No diré que siento tener que hacer esto, porque la verdad es que estoy encantado. Venga, James.
Incapaz de articular palabra, Fen se despidió con un movimiento de cabeza. Los otros dos salieron y cerraron con llave.
El silencio fue un alivio para Fen. Ladeó la cabeza hacia el otro extremo de la habitación, donde estaba la espita, pero como apenas salía gas no oyó ningún sonido. Luego forcejeó un poco, pero lo único que consiguió fue acentuar los calambres y que unos espasmos de dolor agudo le recorrieran las extremidades. Además, la camisa de fuerza le daba mucho calor, por lo que pronto desistió. La habitación tampoco resultaba muy prometedora como fuente de ayuda, pues era grande y no tenía muebles. Debía de estar en el despacho del celador. Los alemanes, reflexionó vagamente, padecían una obsesión neurótica con los manicomios: ahí estaban El gabinete del doctor Caligari, por ejemplo, y El testamento del doctor Mabuse. Pero quienes lo habían dejado allí eran agentes de los nazis, y los nazis habían expulsado a Wiene y a Lang… Fen intentó concentrarse en el presente; aquellas digresiones no le servían de nada. Le asaltó una insistente tristeza al pensar que iba a morir.
* * *
Fielding seguía con los ojos cerrados. El médico guardó su instrumental en el maletín y miró a Geoffrey.
—Lo siento. No ha funcionado. No puedo despertarlo.
—Ay, Dios… No habrá empeorado, ¿verdad?
—No, se repondrá. ¿Es eso la ambulancia? ¡Ya era hora! Le avisaré en cuanto su amigo sea capaz de hablar.
Geoffrey se quedó impotente e indeciso.
—Si atraparan a James o a Savernake… No serviría de nada. Fen ya estará muerto para entonces.
—Son unos canallas, ¿verdad? —se limitó a decir el médico. Aquello fue más reconfortante que unas prolongadas muestras de preocupación.
Se llevaron a Fielding, que parecía muerto, en una camilla. El médico lo acompañó. Una vez solo, Geoffrey maldijo con saña e hizo cuanto podía por concentrarse. ¿Dónde estaría Fen? ¿Cómo podía averiguarlo? Necesitaba una pista desesperadamente, pero no se le ocurría nada. Gas…, una espita en la pared… Gas, gas…, gasómetros… La compañía del gas…
—¡Idiota! —chilló de pronto a la habitación vacía.
«¡Idiota!», respondió un eco sorprendido y algo burlón.
Geoffrey corrió como un demente escaleras abajo y se cruzó con el inspector, que acababa de colgar el teléfono.
—Todo bien, de momento —le informó el inspector con voz insulsa sin percatarse de que Geoffrey intentaba decirle algo—. Ya han acordonado la zona y no creo que el del coche consiga escapar. Savernake irá a pie o en bicicleta. Voy tras él…
—¡Eso da lo mismo ahora! —le interrumpió Geoffrey, histérico—. ¡Vuelva a ese teléfono!
El inspector lo miró sin comprender.
—¡La compañía del gas! ¡La compañía del gas! —gritó Geoffrey.
Cinco minutos después, el gas que ardía debajo de unos cuatro mil almuerzos en su última fase de preparación vaciló y se apagó. Habían cortado el suministro de todo el distrito.
Fen ya había vomitado violentamente tres veces y había estado a punto de desmayarse dos más. Para entonces, la concentración de gas en la habitación se había incrementado tanto que le impedía pensar con claridad. Tampoco sabía qué hora era ni cuánto tiempo había pasado desde que James y Savernake lo dejaron allí. Le molestaba mucho la cara, aunque el efecto anestésico del gas había amortiguado un poco el dolor. Descubrió que ya no podía enfocar la vista. Suspiró para sus adentros y se dedicó a meditar sobre las cosas primeras y últimas.
Al cabo de quince minutos, descubrió sorprendido que seguía meditando sobre las cosas primeras y últimas. La impresión bastó para despejarle un poco la cabeza y permitirle observar que el sol estaba considerablemente más alto desde la última vez que había mirado. Volvía a ser capaz de enfocar la mirada y la cara le dolía cada vez más. Sintió una leve curiosidad. Quizá sus pulmones tenían algo especial que los inmunizaba frente al gas. La idea le divirtió tanto que la risa le provocó un nuevo acceso de náuseas, y las náuseas con la boca amordazada no son una experiencia agradable. Intentó calmarse un poco.
Dos horas después, cuando Geoffrey, el médico y dos policías entraron en la habitación, Fen se sentía muy vivo, irritable y curiosamente ofendido. Lo primero que dijo, en cuanto le quitaron la mordaza y obligó a su mandíbula a ponerse de nuevo en movimiento, fue:
—¡Soy inmune al gas!
—No sea bobo —dijo Geoffrey—. Han cerrado el suministro hace un par de horas. ¡Por cierto, viejo amigo, cuánto me alegro de verle!
Mientras ayudaban a Fen a entrar en el coche, Geoffrey le explicó lo sucedido.
—Finalmente —concluyó—, recordé que cuando estábamos en ese pub de las afueras señaló un punto del mapa y me explicó que había muchas posibilidades de que ese fuera el centro de operaciones de la banda. Aunque Fielding le interrumpió y no llegó a concretar más, me dio tiempo a leer un nombre cerca del lugar que señalaba. Al principio no conseguía recordarlo porque me había quedado en blanco, pero sabía que guardaba alguna relación con la historia de fantasmas y el diario de Thurston. Corrí a casa de Dallow y volví a leer el diario del obispo. Allí estaba: «La he visto en secreto en el soto donde acaba el sendero de Slatter». ¡Claro, el bosque de Slater! La policía me informó de que en los alrededores solo había un edificio vacío, precisamente este. Y aquí estamos.
—¡Ah! —dijo Fen, inusualmente lacónico—. Se trataba de una simple conjetura por mi parte, pero menos mal que fue afortunada. Sí, ha sido una suerte para todos. —Guardó silencio y luego dijo, grandilocuente—: ¡He salvado el país!
Seguiría repitiendo esta última frase durante varias semanas más, pero, como nadie le hacía caso, al final desistió.
Y entonces regresaron a la comisaría de Tolnbridge.
Allí no había prácticamente nadie. El inspector y casi todos sus hombres habían salido a buscar a James y Savernake. El nervioso sargento que había quedado al mando, que a todas luces tenía la cabeza llena de hazañas heroicas y elevadas responsabilidades, les informó de que Fielding se estaba recuperando tan favorablemente como cabía esperar, de que estaban segurísimos de que James seguía en la zona ya que la habían acordonado con suma rapidez y de que no había ni rastro de Savernake, que supuestamente se ocultaba en algún lugar de la población. Decidieron quedarse allí a esperar, por si llegaban novedades. Era casi la hora del té, y un agente les sirvió un brebaje espeso y oleaginoso. Fueron a ver a Peace —que seguía en su celda, leyendo el Tratado de sociología general— y le contaron todo lo sucedido. Se quedó perplejo.
—A mí nunca me gustó Savernake, pero tampoco lo hubiera creído psicológicamente capaz de organizar algo así.
Y se lanzó a una explicación de los tipos psicológicos a la que nadie prestó demasiada atención.
Entretanto, el inspector seguía con su plan establecido. Iba solo y estaba indignadísimo. Había organizado a sus hombres de modo que cubrieran todos los lugares donde pudiera encontrarse Savernake pero él había decidido regresar a casa del doctor Butler. Savernake solía alojarse allí, así que cabía la posibilidad de que hubiera ido a recoger dinero o algunas pertenencias. No se equivocaba. Frances, pálida y asustada, salió a su encuentro en el jardín.
—¡Gracias a Dios que ha venido! —exclamó, antes de explicarle precipitadamente—: Es July… Savernake. Ha estado aquí, iba armado… ¿Qué está ocurriendo? ¿Geoffrey está bien? ¿Es July el asesino de mi padre? Ha desconectado el teléfono por si acaso se nos ocurría llamar a alguien y no nos atrevíamos a salir de casa por si seguía en los alrededores. Se ha llevado todo el dinero que teníamos.
—¿Cuánto hace de eso?
—Unos diez minutos.
—¿Sabe por dónde se ha ido?
—No, no lo hemos visto. Mamá está en un estado de nervios terrible.
—Oiga, ¿puede hacerme un favor? —El sosiego habitual del inspector había sido sustituido por una frialdad enérgica y formidable.
—¿Qué?
—Yaya a comisaría y cuénteles lo sucedido. Ellos sabrán qué hacer.
—Yo… No me atrevo. Estoy asustada —vaciló—. Me da miedo dejar a mi madre aquí sola.
—Llévesela con usted. No tiene nada de qué preocuparse. Savernake está demasiado atareado intentando huir para molestarse con ustedes. —La miró fijamente—. ¿Irá?
—Yo… De acuerdo.
—Estupendo.
El inspector corrió a su bicicleta. Cuando ya estaba en la puerta del jardín, gritó:
—¿Savernake iba a pie?
—Sí, eso creo.
Garratt se marchó, dejándola azorada y algo desvalida, en el camino.
Savernake había podido tomar tres rutas. Una era la que llevaba de regreso a la villa —una idea temeraria que no valía la pena plantearse, ni siquiera como farol—; la segunda era la que bajaba hasta la costa, que, sin duda, ya sabría que estaba vigilada; y la tercera consistía en seguir el estuario y tratar de llegar a Tolnmouth atravesando los acantilados. Por esta última sí era posible que un hombre a pie eludiese los controles, así que el inspector decidió que se trataba de la mejor opción. Yendo en bicicleta, sería un blanco fácil si Savernake le disparaba desde detrás de un soto o desde los arbustos del camino, pero tenía que arriesgarse. El inspector, que por lo general era un hombre cordial y pacífico, amable con su familia y sus amigos, amante de los libros, afable en su trabajo y muy apreciado en Tolnbridge, se había transformado ahora en una máquina extraordinaria, prácticamente insensible al miedo común. Aunque consideró la idea, no sin cierta ironía, de que sería mucho menos audaz si él fuese el perseguido y no el perseguidor, recordó también las numerosas características desagradables de su presa y reprimió deliberadamente esa lástima por los vencidos tan propia de la mentalidad inglesa. Le gustaba Inglaterra, aunque no pensara demasiado en ello, y aborrecía, con más intensidad de la que estaba dispuesto a admitir, a las personas que intentaban perjudicar a su país. Además, le agradaba la idea de Inglaterra como un bloque compacto que se enfrenta a sus enemigos, y la sola presencia de traidores entre sus conciudadanos ofendía su sentido de la simetría. «Je hais le mouvement qui déplace les ligues», habría dicho, de haber conocido el poema de Baudelaire y de haber sabido el suficiente francés.
Se alegraba de ir armado. Era una persona que solo se dejaba llevar por el rencor y el odio cuando hacía prácticas de tiro. En tales ocasiones, imaginaba que su objetivo era destruir algún indefinido eje del mal: el blanco se convertía en su enemigo personal y le disparaba como si representase una amalgama de las fuerzas opresoras —capitalismo, fascismo, bolchevismo… Casi nunca particularizaba más— encarnadas en figuras indefinidas, insustanciales e infinitamente amenazadoras. Era la única forma de ensoñación que se permitía, pero lo volvía singularmente peligroso cuando tenía un arma en su poder y un blanco legítimo al que disparar.
Apretaba el calor. Quince minutos después ya había llegado al punto más alto de los acantilados, cerca de la cantera abandonada que Geoffrey y Frances habían visto durante su paseo matinal. Puede que Savernake le hubiera pasado desapercibido y lo hubiese adelantado sin darse cuenta. En cualquier caso, como sabía que un kilómetro más adelante había guardias, decidió subir por las matas hasta un montículo para otear los alrededores desde allí. Y entonces, cuando se estaba apeando de la bicicleta, que ya no podía avanzar por aquel terreno escarpado, lo vio.
Savernake corría nervioso entre los arbustos, a menos de quince metros de distancia, y solo por pura suerte no había reparado en el inspector, que incluso desde el montículo podía distinguir el sudor que le perlaba la frente y el cabello color panocha, enmarañado y lacio. Garratt suspiró de satisfacción mientras se agachaba para esconderse. Aquello estaba resultando demasiado fácil. Aguardó a que Savernake, que no dejaba de lanzar miradas inquietas a su alrededor, llegase al claro y avanzara hasta darle la espalda. Luego se le plantó detrás y lo apuntó con el revólver.
—¡Alto! ¡Arriba las manos!
El clérigo se detuvo y tensó el cuerpo, pero no se volvió. A continuación, presa de una súbita desesperación por huir, echó a correr volviendo sobre sus pasos y alejándose de los guardias. El inspector corrió tras él, pero era más corpulento, y Savernake, impulsado por el pánico, avanzaba a toda velocidad. Entonces Garratt se detuvo y apuntó.
Les separaban casi veinte metros y el tiro era difícil, pues el objetivo era un blanco rápido que avanzaba en zigzag. Savernake se tambaleó un instante con el impacto de la primera bala, pero siguió corriendo, ahora más despacio, tropezando con las piedras y los arbustos de tojo, apoyándose en los espinos. El inspector volvió a disparar y falló. El tercer disparo derribó a Savernake, que siguió arrastrándose, todavía vivo, igual que un pollo decapitado corriendo por una granja. Quizá estuviese recordando lo que Fen había dicho sobre su propia muerte, hacía apenas tres horas… Eso nunca se sabría. El inspector también recordaba cosas: el asesinato de dos hombres y la espantosa blasfemia de la misa negra, entre otras. Disparó una cuarta vez, y la bala destrozó la columna vertebral de Savernake, que dejó de arrastrarse, intentó ponerse en pie y luego se desplomó boca abajo, ya inmóvil. Estaba muerto.
Fen y Geoffrey se dirigían a la rectoría. Hartos de esperar en comisaría, cuando Frances apareció para anunciar que el inspector estaba persiguiendo a Savernake, habían decidido volver. Geoffrey había sentido una gran emoción al ver de nuevo a Frances. Comprendió, entonces, que no se esperaba volver a encontrarse con ella tan pronto. Pero solo fue capaz de darle un apretón de manos y esbozar una sonrisa.
De momento nada se sabía de James. Los guardias estaban convencidos de que le resultaría imposible atravesar el cordón policial en coche, y veían muy improbable que lo hubiese conseguido a pie. Pero Geoffrey estaba más que dispuesto a dejar en manos de la policía la tarea de encontrarlo, y lo mismo pensaba Fen. Aunque el doctor lo había medicado y remendado, Fen estaba cada vez más malhumorado, irritable y abatido. Se negó a dar más explicaciones y se limitó a anunciarle a Geoffrey:
—Voy a acostarme en mi habitación hasta la hora de cenar. Me encuentro mal. Piense solo.
Acto seguido subió a su dormitorio, y Geoffrey se fue a pensar a la sala.
Harry James se levantó de la butaca que había en la habitación de Fen en cuanto este abrió la puerta y entró. Sus ojos, pequeños y negros como los de un cerdo, centellearon tras las gruesas lentes de las gafas, y la mano que sostenía el revólver le tembló un poco. Su ropa estaba llena de polvo y arrugada.
—Adelante, profesor. Le esperaba —dijo en voz baja—. Cierre la puerta despacio y no grite.
Fen hizo lo que le decía. Estaba muy cansado.
—Haberse escondido aquí es una locura. No conseguirá escapar.
La mano del tabernero tembló más aún.
—Lo sé. Pero he decidido que primero quería saldar cuentas con usted. Si no se hubiese mezclado en esto, maldita sea, lo habríamos conseguido. No, no baje las manos.
—¡Es una postura muy incómoda! —protestó Fen.
—Da lo mismo. Serán solo unos minutos.
Fen agradeció al cielo, quizá con más fervor del habitual, que hubiese una butaca entre ellos y que James no pudiese verle las piernas ni los pies. También agradeció la torpeza del tabernero, que había dejado a su alcance un guijarro que a Fen se le había caído el día anterior, mientras sacaba del bote en que la había atrapado lo que había tomado por una mantis religiosa pero que resultó ser un saltamontes deforme. Tan solo debía procurar que la parte superior de su cuerpo no traicionase el movimiento de su pierna; eso, y lanzar el guijarro en la dirección adecuada sin apartar la vista del hombre armado. Las probabilidades de éxito eran tan escasas que aquello rozaba el absurdo, pero no le quedaba otra opción, y al menos contaba con la ventaja de que James estaba al borde de una crisis nerviosa. Miró de reojo el armario empotrado, que, al no tener ojo de cerradura en la puerta, tan útil le había resultado para sus experimentos. Esperaba que esas puñeteras criaturas no se hubiesen aniquilado entre sí. Era una lástima que la distancia que lo separaba de James no le permitiera saltar en el momento oportuno, pero nada podía hacerse al respecto.
Dijo en voz alta:
—Lo que no acabo de entender es por qué diablos un hombre como usted acaba involucrándose en algo así.
—No intente ganar tiempo, no le servirá de nada. —El dedo de James se colocó sobre el gatillo.
—¡Por Dios, deme al menos unos minutos!
—¿Quiere saber por qué me uní a los nazis?
De pronto, Fen comprendió que también para James cada minuto de su vida era precioso, y aquella idea le dio ánimos.
—Entonces se lo contaré, maldito señor profesor sabelotodo. Me uní a los nazis porque pagan bien, ¿comprende? Me importa un carajo quien gobierne; eso no afecta a los hombres como yo. Pero sí le aseguro algo: si hubiera sido yo quien dirigía este asunto, todo habría acabado de una forma muy distinta.
«Ahora —pensó Fen—. Ahora, de nada sirve aplazarlo». Dio una patada al guijarro sin apartar los ojos de James. Su corazón dejó de latir hasta que oyó el impacto de la piedra contra la puerta del armario. Para sus adentros, prometió libaciones a los dioses; de puertas afuera, dio un leve respingo y fingió exageradamente que no había oído nada. De ahora en adelante, todo dependía de sus dotes para la actuación.
James lo había oído. Retrocedió enseguida para poder mantener tanto a Fen como el armario dentro de su campo de visión. Luego lo señaló con la cabeza.
—¿Qué hay ahí?
—Nada —dijo Fen rápidamente—. Es solo un armario, ¿por qué? (¡Ay, la dificultad de no sobreactuar cuando se actúa…!).
—Creo que sabe muy bien por qué. Ahí dentro hay alguien.
(¡El truco había funcionado!).
—No hay nada más que mis trajes, se lo aseguro.
Fen echó un vistazo rápido al armario, fingiendo una esperanza mal disimulada. James estaba cada vez más nervioso y no podía apartar la vista de aquella puerta. Ahora, lo importante era que el tabernero no pensara en la situación real. En el fondo, era absolutamente indiferente si detrás de aquella puerta aguardaba toda la policía de Devon: James ya había decidido no escapar y estaba a tiempo de cumplir su propósito de matar a Fen a toda costa. Por otra parte, era evidente que no deseaba morir de inmediato, lo que sin duda sería el caso si hubiera habido alguien detrás de aquella puerta, y, además, no se puede olvidar que la curiosidad es un motivo poderosísimo. Fen confiaba en estos dos factores y, por tanto, fue con profundo pesar que oyó decir a James:
—En fin, ¿qué más da? Eso no influye para nada en nuestra pequeña rencilla.
Al parecer, el plan había fallado. Pero la curiosidad y el miedo perduraban, a la espera de avivarse una vez más. James desconocía el origen del ruido, porque el guijarro era diminuto y había rebotado hasta perderse de vista. Fen notó, con una leve satisfacción, que si James se desplazaba hacia la puerta, quedaría a su alcance; lo difícil era llevarlo hasta allí.
—Me pregunto si le molestaría que sacara algo de ese armario… En un bolsillo del traje…
—No me venga ahora con esas… y no se mueva.
El dedo del gatillo volvió a tensarse.
—Quizá podría alcanzármelo. Es una fotografía…
—Y quizá no.
Los ojos de James volvieron a escrutar la habitación, inquietos. El sudor le resbalaba por las mejillas y le empañaba las gafas… «Una ventaja añadida», pensó Fen, ya que no se atrevería a quitárselas para limpiarlas. De pronto, el tabernero gritó:
—¡Deje en paz ese maldito armario! ¿Cómo sé que detrás de esa puerta no se oculta uno de sus amiguitos?
La furia y el miedo habían triunfado al fin, y Fen albergó nuevas esperanzas… que se evaporaron a toda velocidad. El tabernero se serenó. Había estado a punto de perder los nervios, pero había conseguido contenerse. Ahora jadeaba rápidamente, como un hombre cuyo corazón late demasiado rápido.
—¡Ya me he hartado! —gruñó—. Acabemos con esto antes de que me enrede con alguno de sus trucos.
Volvió a tensar el dedo en el gatillo. Fen estaba desesperado. Si no conseguía atraer de nuevo la atención del hombre sobre el armario, este le mataría allí mismo. ¿Dar un respingo mirando en esa dirección? Debería calcularlo meticulosamente. Si era demasiado discreto, no serviría de nada; si se pasaba de la raya, cabía la posibilidad de que a James se le quebrasen unos nervios ya destrozados y apretase el gatillo sin más. Pero tenía que arriesgarse.
Durante una fracción de segundo, Fen se resignó a la eternidad. No se produjo ninguna detonación. Sin embargo, James ya no aguantaba más: cascadas de sudor resbalaban de su frente y apenas controlaba el temblor de la mano.
—¿Cómo sé que no es un puñetero truco? —gritó de pronto—. ¿Cómo puedo saberlo? ¡No hay nadie ahí dentro!
¡Y lo demostraré! ¡Le juro que después le dejaré hecho un colador!
Se acercó a la puerta del armario. Fen cerró los ojos, agradecido. Había hecho todo cuanto estaba en sus manos, el resto dependía de aquellas criaturas. Le asaltaron nuevas dudas. ¿Y si se habían matado entre sí? Puede que la oscuridad las hubiera aletargado. Quizá… Calculó las distancias y se preparó para saltar.
El aire se llenó de un zumbido apacible, el zumbido de los campos de heno en verano. James retrocedió hacia el armario, con la espalda pegada a la pared. Buscó el pestillo a tientas, lo levantó y, tras un momento de vacilación, entreabrió la puerta.
Fue más que suficiente. Como un ejército infernal, el interminable enjambre de abejas, avispas y avispones que Fen había reunido para sus experimentos y que había enloquecido por el oscuro y prolongado encierro salió en tromba del armario. Como James era el objeto animado más cercano, se abalanzaron sobre su cara con ferocidad. Solo un superhombre habría conseguido mantener la calma en semejante situación, y para entonces James ya tenía los nervios destrozados. Su atención se desvió el tiempo suficiente para que Fen diese una patada al arma que sostenía en la mano derecha, que se disparó y le destrozó tres dedos de la izquierda. Pero la horda de insectos reparó entonces en Fen. Cuando Geoffrey subió corriendo, sobresaltado por el disparo, se encontró a James balbuceando y gimiendo en el suelo mientras Fen luchaba con brío, aunque en vano, contra su vengativa colección.
Como los insectos también se habían cebado con Fen —aunque no tanto como él hacía creer—, le obligaron a acostarse. El profesor pedía whisky a gritos y no dejaba de proferir terribles maldiciones.