10. Meditaciones nocturnas

10

Meditaciones nocturnas

El odio y la venganza, mi eterna sombra,

apenas pueden sufrir ya más demora.

COWPER

Para Geoffrey, la tarde consistió primero en ensayar con el coro y después en tocar en el servicio vespertino. El coro era muy disciplinado y el órgano excelente, como cabía esperar, por lo que no se topó con ninguna dificultad en especial. Las lecturas y las colectas le proporcionaron ciertos momentos de descanso que ocupó en darle vueltas a lo que Fen le había contado de Josephine. Hasta narrado de forma indirecta, aquel asunto resultaba espantoso. Y, para colmo, Fen aseguraba que solo habían actuado así por pura maldad, y que aquello no guardaba relación alguna con los asesinatos —aunque Geoffrey no sabía cómo podía estar tan seguro de ello—. Aún les quedaba interrogar a Dallow, el pequeño canciller episcopal, afectado y algo afeminado, que era todo un experto en brujería. Frances ya le había comentado que aquel hombrecillo mostraba un interés por el tema que sobrepasaba lo puramente académico. Sí, había algo interesante, e importante, en todo aquel asunto.

Acabaron de cenar antes de partir hacia casa de Dallow. Fen se había pasado la tarde vagando por el campo en busca de insectos y estaba animadísimo. Caminaba a su agotador paso habitual y hablaba sin cesar. Se habían llevado a Josephine de Tolnbridge para que recibiese tratamiento sin exponerla a ningún peligro.

—Se recuperará, aunque las primeras semanas no le resultarán muy agradables. Me interesa descubrir quién, de entre todos ellos, es capaz de verle la gracia al hecho de drogar sistemáticamente a una niña de quince años.

Sir John Dallow vivía en una de las lujosas mansiones nuevas que daban al estuario. En cuanto el criado les abrió la puerta, el interior de la casa les hizo partícipes del deprimente carácter maniático del canciller. También había algo más: la decoración del estudio al que les condujeron daba cuenta de unos gustos tan morbosos y tristes que parecían casi inimaginables fuera de un manicomio. En una pared colgaba el repelente esbozo de un vampiro, de Fuseli. Un poco más lejos, alcanzaron a distinguir un elaborado dibujo de Beardsley del quinto círculo del infierno dantesco y, dominando toda la estancia, encima de la chimenea, estaba la pintura detallista y retorcida de una escena de tortura, obra de un maestro del renacimiento alemán. Por último, una mala reproducción de la Melancolía, de Durero, conseguía, no obstante, dar a aquella pequeña cámara de los horrores un aire respetable y hasta convencional. Como la biblioteca estaba repleta de libros y sir John seguía sin aparecer, Fen y Geoffrey inspeccionaron sus estantes a fondo, embargados por una creciente sensación de depresión. Había allí, en efecto, una incomparable colección de libros de brujería: la Daemonolatreia, de Nicholas Rémy, en su edición original de 1595; una impresión privada moderna del Malleus Maleficarum; Las maravillas del mundo invisible, de Cotton Mather; el Sadducismus Triumphathus y, cómo no, los típicos manuales sobre el tema. Encontraron también varias obras que delataban un interés por estudiar el lado oscuro de la Naturaleza: Monsieur du Paur, el escabroso tratado de sadismo de Toulet; Justine, de Sade, y muchos otros volúmenes recónditos de semipornografía pervertida. Fen los observó con aire pensativo.

—Al menos no los esconde en la alacena. Y siempre he creído que las personas que disfrutan con esta clase de obras nunca hacen mucho daño en la vida real. El hecho de que acudan a los libros ya sugiere algo parecido a la impotencia. Pero, en fin, nunca se sabe…

Poco después, Dallow se presentó en el estudio con el lacio cabello blanco caóticamente despeinado.

—¡Mi quee-erido profesor! ¡Y el señor Vintner! ¡Pero qué encantadora sorpresa! ¡Nunca, nunca podré perdonarme el vergonzoso descuido de no haber salido a recibirles! Estaba to-onteando, tonteando, con el suflé de queso más deprimente que hayan visto en la vida. ¡Como si fuese lo más importante del mundo! Mi e-esposa no me ha avisado de que estaban aquí. Pero pónganse cómodos, se lo ruego.

Los muebles eran modernos y lujosos. Geoffrey se hundió, con cierto alivio, en un sillón. Dallow siguió parloteando:

—No tienen ustedes ni idea de la vida que llevo aquí… ¡Tan solitaria! Las visitas son un auténtico placer. Señor Vintner, ¿qué le ha parecido el coro?

—Admirable, muchas gracias. No he encontrado ninguna dificultad.

—Bien, bien. —Dallow entrelazó remilgadamente los dedos—. Aunque los niños no son como en la época de la escolanía, desde luego.

«Con un director que lee a Sade, seguramente no», pensó Geoffrey. Aunque quizá Dallow había sido diferente en otros tiempos.

Fen despertó de una especie de letargo para decir:

—Estamos llevando a cabo una investigación extraoficial sobre la muerte de Butler. ¿Le importaría cooperar con nosotros?

—Cómo no… ¡enca-antado! —Sin embargo, el tono de Dallow se había vuelto más cauteloso—. ¿En qué puedo ayudarle?

—Contándonos sus movimientos.

—¡Mis movimientos! —Dallow soltó una risita nerviosa, cruzó y descruzó las piernas y se enderezó innecesariamente la corbata—. El bueno del inspector ya me ha interrogado al respecto, así que tengo mi versión bien preparada. Y no me falta coartada, mi quee-erido profesor, para las seis en punto. Estaba aquí, hablando con mi criado, justo a esa hora. Pero para las diez y cuarto… no tengo ninguna. Dejé esa tonta reunión y me fui a resolver unos asuntos con un contratista local. Por desgracia, no estaba en su casa, por lo que di un largo paseo por nada. Supongo que a y media ya estaba de vuelta.

—¿De qué hora?

—Las diez, por supuesto. —Dallow retorció los labios en un amago de sonrisa—. Cené a eso de las siete, aquí solo. Aunque antes, a las cinco y cuarto, había ido al hospital para visitar a Brooks, pero no me dejaron verlo. Debió de coincidir con el momento en que recuperó la razón. Por cierto, fue justo entonces cuando ese excelente inspector de policía me dio la llave de la catedral para que la devolviese a la rectoría.

—¡Ah, sí, eso es importante! ¿A quién se la entregó?

—En eso sí puedo ser exacto: a la que-erida Frances. Y ella la devolvió a su sitio en el gancho del vestíbulo. Yo mismo lo vi con mis propios ojos.

—Bien, entonces aclarado. ¿Tiene usted alguna teoría sobre el asesinato de Butler?

—Ninguna, salvo que ha sido una be-endición que nadie se había atrevido a desear.

—¿Bendición? ¿No le gustaba el chantre?

—Si vamos a ser sinceros, mi quee-erido profesor, le diré que lo detestaba con todas mis fuerzas. Ese hombre no era ni un erudito ni un artista ni un sacerdote. Simplemente era un completo estúpido. Para ser más precisos, no era nada de nada, solo un ser carente de talento, sin el menor interés. Y, además, se permitía el lujo de despreciar mis estudios. Atendiendo a la vanidad humana, este último motivo es el más evidente para justificar que abo-orreciera a nuestro difunto amigo.

Dallow, sin mucho sentido, estaba rojo de indignación.

—¿Y Brooks?

—Ah, Brooks me gustaba. Era un gran músico. Hacía cantar a esos muchachos como nunca antes había oído cantar a un coro. ¡Él, mi quee-erido profesor, sí que era un Artista, con mayúsculas! —Dallow se levantó y empezó a declamar, mientras andaba por la habitación—: O ces voix d’enfants, chantant dans la coupole!

Gervase Fen rechazó este éxtasis mallarmeano con cierta brusquedad.

—¿Por qué iba a querer alguien matar a Brooks?

El canciller se detuvo para acariciar una de las inmensas orquídeas que conservaba en un jarrón chino.

—Me atrevería a apuntar… que Butler fue el responsable de su muerte.

—No.

—Como usted dice, a Brooks no se le conocían enemigos. Butler, en cambio, tenía muchos, incluido yo. Pero no sé quién los mató.

«Al menos parece sincero», pensó Geoffrey. Pero ¡ay, las permutaciones de la sinceridad y el engaño! ¡Eran posibles tantos dobles, triples e incluso cuádruples faroles! Además, Dallow era lo bastante inteligente como para fingir. El poseur oculta con tal perfección su verdadero ser que dificulta la detección de la falsedad. Donde no hay una verdad clara, tampoco hay mentiras evidentes.

Fen, que carecía de la tradicional persistencia del investigador, se estaba aburriendo. Movió los pies mostrando su impaciencia y cambió de tema.

—¿Se ha aparecido alguna vez el fantasma de san Ephraim? —preguntó.

Dallow se lo quedó mirando con cara de perplejidad.

—¿San Ephraim?

—Creo que ha habido rumores sobre el curioso método del asesinato de Butler… Ya sabe, la tumba que se derrumba.

Dallow comprendió y empezó a aplaudir con entusiasmo infantil.

—¡Ya le entiendo! No, por lo yo que sé; san Ephraim nunca ha osado importunar la paz de los vivos. El espíritu más activo de los alrededores es, por supuesto, el del obispo John: un fantasma excelente.

Empezaba a caer una cálida lluvia. Las gotas se reunían, se separaban y volvían a unirse en el cristal de la ventana. Fen permanecía absorto contemplando el jardín.

—Me gustaría conocer algún detalle más del asunto —intervino Geoffrey, desorientado.

—Spitshuker nos dijo que usted podría facilitarnos información sobre el obispo —dijo Fen—. Ya sabemos que quemó en la hoguera a muchas jóvenes desgraciadas. Pero, al parecer, su espíritu no descansa en paz en su extraña tumba y, ahora que la han profanado, imagino que estará aún más inquieto, si cabe.

Quedaba claro que a Dallow le encantaba el giro que había tomado la conversación.

—Eso cree la gente. Ya había o-oído rumores…, y posiblemente sea verdad. La historia de por qué quiso que lo enterraran en la galería es curiosa. Al parecer, no podía soportar la idea de estar totalmente encerrado, pues padecía una especie de cla-austrofobia postuma. —Dallow soltó una risita—. La galería le proporcionaba una salida al mundo y no ha sido solo una persona, sino muchas, quienes afirman haberlo visto detrás de la balaustrada. A él… y a u-una mujer.

Los nubarrones oscurecieron el cielo y la habitación quedó en penumbra. Geoffrey cambió de posición, incómodo. Aquello era una pérdida de tiempo y, sin embargo… Sin embargo, por nada del mundo se habría perdido la historia del obispo John Thurston. Presentía que ocultaba un misterio. Y no se equivocaba.

—Es una leyenda interesante —siguió Dallow—. El obispo solo tenía veinticinco años cuando llegó aquí, en 1688. Como era habitual en aquella época, tales cargos se conseguían mediante influencias, y la idoneidad o la experiencia del candidato apenas contaban para obtener el puesto. Ese debió de ser su caso, sin duda. Aquel hombre tenía un curioso problema, pues era una mezcla incongruente de libertino y puritano. Su padre, admirador de Cromwell, se había casado ya mayor con una mujer de una buena familia monárquica, y su hijo heredó algo de ambos: la severidad y el moralismo del padre y el carácter disoluto de la madre. Estudió en Eton y en el Kings College, en Cambridge, y se ordenó a los veintitrés años. Nunca se casó, como era normal en aquellos tiempos, pero tras la muerte de sus padres heredó una considerable fortuna que le permitió comprar placeres sexuales de un mercado surtidísimo, por lo que nada hace suponer que se refrenase en modo alguno. Esta era, en resumen, su historia cuando llegó aquí. Quizá debería añadir que el obispo no tenía un pelo de tonto… Era un erudito y un hombre de talento.

Dallow estaba tan concentrado en el relato que su afectación y su inseguridad iniciales habían desaparecido. Geoffrey pensó que probablemente sería un fabulador nato…, pero lo que contaba no era ficción.

—Lo curioso es que no fue Thurston quien inició la caza de brujas, sino los mismos vecinos, que veían, o creían ver, magia negra por doquier. Y sí que parece indudable que en el distrito solían celebrarse aquelarres. ¿Por qué? ¿Por qué en aquel momento y en este lugar en concreto? ¿Por qué en Salem? ¿Por qué en Bamberg? ¿Por qué en Tolnbridge? Sin embargo, así fue. Se dijo que varios sacerdotes renegados de la diócesis participaban en las misas negras, lo que llevó a las autoridades eclesiásticas, sobre todo a Thurston, a comandar la persecución. Y como la mejor defensa ante las sospechas era acusar a otro, las acusaciones se multiplicaron. No hay pruebas de que, al principio, el obispo fomentase o disfrutase con los procesos. Pero no tardó demasiado en producirse un cambio.

Dallow hizo una pausa. Fen encendía el tercer cigarrillo con lo que le quedaba del segundo. Parecía más pensativo de lo habitual.

—Como ya sabrán —prosiguió Dallow—, aunque muchas veces confesaban sin más, torturar a las brujas para obtener la confesión era una práctica de lo más habitual. Y para condenarlas era necesario que dicha confesión se ratificase al menos una vez sin tortura. Las mujeres eran sometidas a distintos tormentos: flagelaciones lentas y metódicas, sillas calientes, aplastamiento de los pulgares, y hasta les rompían las piernas y las suspendían con pesos en las extremidades. Se tiene noticia de que el obispo John Thurston asistía (si bien discretamente) a estas escenas cada vez con más frecuencia de la que justificaba su cargo. También estaba presente en las ejecuciones, e incluso se llegó a decir que fue él quien instituyó la costumbre de la hoguera en lugar del ahorcamiento. De haber sido así, supone un detalle extraordinario desde el punto de vista legal, porque en el resto del país el castigo para las brujas era la horca, no la hoguera. Tampoco hay forma de saber si esta imputación es cierta. En cualquier caso, el obispo John empezó a leer a Glanvill y el Malleus. Es evidente que esta oportuna y consagrada corriente moral haría aflorar a la superficie su puritanismo subyacente, pero los métodos utilizados para implantarla también atraerían su sensualidad. Porque muchas de aquellas mujeres eran jóvenes, y algunas muy hermosas. Así estaban las cosas en 1704, un año antes de su muerte.

Dallow se dirigió a un armario y sacó varios libros gruesos, encuadernados en cuero. Abrió uno con reverencia y pasó las páginas.

—Este es el diario personal del obispo, de sus últimos meses de vida.

Hasta Fen dio muestras de interés.

—Se trata de uno de los documentos más completos jamás conocidos, escritos en primera persona, sobre un caso de brujería. No cabe duda de su autenticidad. El obispo dio órdenes de que destruyeran el diario tras su muerte, sin que nadie lo leyese. Pero la curiosidad humana es tan fuerte, y tan extraordinaria es su narración de aquellos últimos meses, que el diario quedó al cuidado del entonces canciller y fue pasando por diferentes manos hasta acabar en las mías. —Dallow se acercó al sillón de Geoffrey—. Señor Vintner, quizá desee usted echarle un vistazo…, e incluso leérnoslo. Es una historia que nunca me canso de escuchar. Y el mismo diario lo explica todo, sin necesidad de más comentarios. ¿Tiene usted prisa, señor Fen?

Fen negó con la cabeza y Dallow le entregó el libro a Geoffrey. Era un volumen pesado, escrito con una caligrafía pulcra, grande y meticulosa. Dallow se inclinó sobre el hombro de Geoffrey y fue pasando páginas hasta señalar una entrada.

—Podría empezar por aquí…

Y Geoffrey leyó las páginas gruesas y rígidas mientras la lluvia acariciaba el jardín y la velada luz amarilla del sol iba y venía, impulsada por las nubes.

27 feb, año 1705. En uno de esos Sermones del doctor Donne de la catedral de San Pablo que tan justamente se reverencian como cabal Doctrina, se nos dice que es correcto hacer uso de los placeres de los Sentidos siempre y cuando no interpongan un velo entre el alma y su Creador; o dicho de otro modo, con moderación. El mismo Donne, empero, fue un conocido disoluto en la primera parte de su vida —la que precedió a su acogida en el seno de la Iglesia de Cristo—, un libertino con muchas extravagancias, un acompañante habitual de las furcias y los embaucadores de Londres. Si un hombre puede, en su Juventud, sobrepasar los límites de la moderación y, no obstante, gracias al Arrepentimiento y a la Caridad, desafiar después las penas del Infierno, ¿por qué yo, en la flor de la vida y rebosante de energías naturales, tengo que evitar, debido al ejercicio de mi Santo Oficio, las distracciones de las que en todas partes goza el común de los mortales? Está escrito que hasta los Hijos de Dios deseaban a las hijas de los hombres. Verdad es que su Deseo era Impío por la disparidad de Naturalezas entre la Sustancia Angelical y los cuerpos de aquellas mujeres judías, pero, si no existiera tal disparidad, ¿dónde está el pecado? Si tenemos Fe, nuestros crímenes se expían nada más cometerse.

Cuando mi cabeza reposa en la almohada, recuerdo con frecuencia mi juventud en Londres, los Teatros y aquellas comedias del señor Wycherley, y la oscuridad y el aroma del cabello de las mujeres, y el resplandor de sus cuellos desnudos. Asimismo, en ocasiones vuelvo al Ars amatoris para leer el Pasaje que habla del cortejo a una mujer en el Teatro —parafraseado sin exactitud por el señor Dryden—. Son cosas que ahora pertenecen al pasado, aunque sigo deseándolas. Y heme aquí, entre Ignorantes carentes de Ingenio y Elegancia, en cuerpo y en pensamiento. Sus mujeres son como sacos.

Asegurarme de poner esto a buen recaudo, una vez repasado.

4 mar. Esta semana la he visto dos veces en el Servicio Matinal, vestida con suma modestia. Pero he podido percibir la extraordinaria textura y exquisitez de su Cabello.

6 mar. He averiguado que se llama Elizabeth Pulteney y que es sobrina de una mujer a la que el año pasado condené a la hoguera por Bruja. La perfección de su cuerpo y la Elegancia de su porte dan fe de un origen más elevado que la baja posición a la que me aseguran que pertenece. Es devota. Ha habido, empero, acusaciones contra ella. Esta semana han ardido Cuatro Mujeres en la hoguera. El público es cada vez menos numeroso.

21 mar. Acabo de asistir a la flagelación de una mujer para arrancarle la confesión. No se ha prolongado mucho. La han desnudado y azotado con correas de tripe nudo. Los gritos han sido más desgarradores de lo habitual. No he sentido el menor placer, como habría sido de rigor de haber estado interesado en castigar a Satán para someterlo. Mis pensamientos se encontraban en otra, parte.

26 mar. Esta mañana he hablado con ella por primera vez. Tiene una Piel notablemente suave y refinada. Es dócil y respetuosa. Le he ofrecido Orientación espiritual y ahora acudirá a mí más a menudo. ¡Someter esa docilidad para transformarla en dolor activo! Pero estas son vanas Fantasías.

Aquí Geoffrey omitió una serie de entradas que trataban de asuntos de la diócesis. La siguiente referencia a Elizabeth Pulteney está fechada el 23 de abril.

Esta noche, su cuarta visita. Le he subrayado la necesidad de su absoluta sumisión ante la Autoridad y, como prueba, le he pedido que se desnude ante mí. Ha puesto numerosos reparos y he pasado mucho tiempo intentando persuadirla —por diferentes Medios— hasta conseguirlo. Su Recato me ha excitado de forma temeraria. He averiguado que apenas tiene diecisiete años, aunque está notablemente bien formada y unas largas trenzas de Cabello dorado le caen sobre el cuerpo… Milton, en su gran Poema religioso, describe la belleza desnuda de Eva y de su cabello. También Donne, en una Elegía.

Ella se ha percatado de mis intenciones y parecía asustada. Le he retorcido el Cabello alrededor del cuello y he fingido que iba a matarla. Es una niña estúpida, que se traga toda esa palabrería sobre que es la Novia de Cristo. Como le he dicho, ¿no es eso mismo la Iglesia? Pero la amenaza de acusarla de Brujería la ha silenciado.

Me siento extrañamente abatido. El silencio de la casa es sepulcral y no me gusta estar solo. Debo acostarme y que el recuerdo del Placer gozado me haga olvidar los escrúpulos que siento. Pero primero tengo que bajar para guardar este diario bajo llave. La casa está llena de ecos y siempre he aborrecido la oscuridad. No me atrevo a dejarlo aquí. Los criados se han retirado hace tiempo.

13 ago. Todo sigue en orden y no he encontrado ni un momento de asueto para escribir antes. Ya que aquí debo sincerarme, trataba de evitar tener que enfrentarme a las dudas que albergo. Pero he reflexionado y no veo motivo alguno para temer mis actos. Si he sometido el cuerpo de ella, hay Autoridad y Precedentes más que suficientes en la temprana historia de la Iglesia.

Ella está cada día más callada e impasible, y mi interés decrece. No volveré a verla. ¿Por qué siento constantemente la enormidad de mis actos cuando la misma Razón no los condena?

15 ago. Ha pasado lo peor. La he dejado preñada. Pero la amenaza de la hoguera la mantendrá callada.

16 ago. La he visto en secreto en el soto donde acaba el sendero de Slatter. Está empeñada en reconocer al padre de su hijo. Al parecer, ni la Amenaza de torturarla por Bruja puede disuadirla. No hay otro camino. Sus desvarios en contra de mi persona actuarán como prueba de su Posesión diabólica. Ella parece resignada a la penitencia y la Expiación. ¡Los Disparates que llegan a cometer estas mujeres religiosas…! Escupiría sobre su aborrecible Piedad.

23 ago. Ha pasado el Peligro. Como ya había previsto, sus acusaciones contra mí han contribuido a condenarla. ¡Qué Locura por mi parte, temer que alguien fuera a creerla! Hoy le han aplastado lentamente los pulgares para arrancarle la Confesión. Cuando eso ha fracasado, la han dejado suspendida con pesos en las extremidades. Tras su Detallada Confesión, no puedo más que pensar que es, en verdad, una Bruja. ¿Y no es probable que el Diablo hubiera utilizado sus Artes para debilitar mi lealtad? Estoy convencido de que esa es la Verdad.

Entretanto, ella no apartaba sus ojos de mí, aunque ya no hablaba en mi contra. No me agrada ese Recuerdo.

29 ago. Deus misericorde me. Hoy la han quemado. Creía que no acabaría nunca. Primero le han afeitado el cabello, que han quemado aparte. Corrían Murmuraciones y Protestas entre la multitud y los guardias han tenido que hacer uso de su autoridad para mantener el debido silencio y respeto. Cuando la han instado a que confesara en público, ha mantenido un obstinado silencio, que solo ha roto cuando, al pasar a mi lado, ha dicho: «Mantén tus puertas cerradas para protegerte de quienes quieran visitarte». Luego la han conducido apresuradamente al Poste, la han atado y han encendido los haces de Leña. Parecía poco más que una Niña.

A qué se refería, lo desconozco, pero la casa está fría y me encuentro mejor en la cama. He actuado correctamente, sin duda. Y ella, a fin de cuentas, era una Bruja.

4 sep. Somos cruelmente castigados por nuestras Locuras, y yo, el más miserable pecador, sufro el peor de los flagelos. Yacía anoche en mi cama, con las cortinas del dosel echadas por tres lados y una descorrida para que penetrase la luz de las velas que había depositado en la mesa, cuando esta cuarta cortina —sin haber Persona alguna en la habitación— se cerró súbitamente y quedé a oscuras. Y entonces una Criatura Nocturna que se desplazaba al otro lado pareció arrastrarse por debajo de las cortinas y tirar de las sábanas, haciendo que gritara con todas mis fuerzas, hasta que uno de los Sirvientes acudió a toda prisa. No encontró nada. Le ordené que permaneciese en mis aposentos lo que quedaba de noche, con gran espanto y perturbación por mi parte y dejando las velas encendidas. Procuraré que todas las puertas estén bien cerradas, pero mucho me temo que no servirá de nada. No confío en nadie. Ruego a Cristo Nuestro Señor que me proteja de las consecuencias de mi Maldad.

5 sep. Hoy he recorrido toda la casa colocando el Pentagrama en puertas y ventanas, después de repetir el ritual del Exorcismo. Con estas precauciones, viviré feliz durante muchos años. Ella no me robará tiempo para que expíe mis pecados. Aunque el Otoño es frío y borrascoso, un calor desagradable impregna la casa. Cuando he regresado del Servicio Matinal, he preguntado a uno de los sirvientes si se había percatado de ello y me ha respondido que no. Al verle sorprendido por mi aparición, he querido saber las razones de su perplejidad. «Creía que su Excelencia estaba en el Estudio, pues hace apenas un momento he oído a alguien que lo recorría de extremo a extremo». Cuando he subido, no había nadie.

10 sep. Lo he visto por primera vez y ruego a Dios no volver a verlo nunca más. Ruego al Señor que se apiade de mi Alma y me salve del horror, pues el Infierno no es la Angustia, sino un Miedo como este. Esta noche me dirigía a mis Habitaciones cuando al pasar ante la puerta del Estudio he visto a una de las criadas —creía yo— inclinada para avivar el fuego. Entraba a regañarla por no haberse retirado a sus aposentos cuando, de pronto, el Ente se ha enderezado y me ha rodeado con sus brazos. Me he desvanecido, pero uno de los sirvientes que andaba cerca ha acudido a socorrerme. Él no ha visto nada. No puedo seguir escribiendo. ¡Cristo, apiádate de mí!

13 sep. Corren Rumores en la población de que sucede algo extraño y corren Rumores sobre mi propia Persona. Siete de los sirvientes se han marchado. He hallado carbones incandescentes desperdigados por la biblioteca, pese a que nadie había encendido la chimenea. El calor se ha vuelto insufrible.

19 sep. Hoy un sirviente ha encontrado los cortinajes de mi armario en llamas. Ha sido muy difícil apagar el fuego.

2 dic. ¡Alabado sea el Señor por toda su Misericordia! Han transcurrido dos meses sin Incidentes y el calor se ha disipado. Esa Secuaz del Diablo, Elizabeth Pulteney, se ha ido allá donde se merece. La Virtud puede dominar los Poderes del Infierno. Por fin descansa mi ánimo y puedo dedicarme con vigor renovado a los asuntos de la diócesis. Dios ha permitido que sufra como una Prueba de Fe, de la que he salido triunfante. Los Fantasmas malignos se han ido evaporando.

3 dic. No veré la Navidad. Esta mañana, uno de los Sacristanes ha entrado para decirme que una mujer quería verme en el Transepto norte de la catedral. El pobre desgraciado desconocía la naturaleza de Aquello que lo había mandado llamarme. Buscaba yo a la Mujer cuando Lo he visto, agachado bajo la sombra de un contrafuerte. La piel era como pergamino y caía en pellejos del Cráneo, que asomaba en manchas blancas. No tenía Ojos. El Cabello seguía siendo hermosísimo, hermosísimo. Pero no debo verlo de nuevo…

La caligrafía se iba borrando. Geoffrey volvió la página, pero el resto del libro estaba en blanco. Se hizo un prolongado silencio. Luego Geoffrey dirigió una mirada inquisitiva al canciller.

—La noche del 24 de diciembre había sido fría y borrascosa, y el día de Navidad amaneció nevado —susurró Dallow—. Encontraron al obispo John Thurston acostado en su cama. Presentaba quemaduras en la cara y había muerto de asfixia. No había señales de lucha, pero tenía la boca llena de cabello.

Geoffrey cerró el libro y lo dejó sobre una mesa cercana. No dijo nada.

—Un relato ciertamente desagradable y espantoso —comentó Fen, mientras encendía de nuevo el cigarrillo que se le había apagado—. La historia de la catedral de Tolnbridge es más escabrosa de lo que suponía. ¿Siguen practicándose rituales satánicos en Tolnbridge? —preguntó a Dallow—. Tengo mis razones para creer que es así.

Para sorpresa de Geoffrey, Dallow asintió.

—Aún se mantiene un singular culto al demonio, pero de una forma bastante pueril. No es en ningún sentido una continuación de la tradición, sino un ritual totalmente inventado y artificial. Al parecer, proporciona emociones a la vida de algunas personas.

—Creo que tales ritos podrían guardar una lejana relación con el asesinato de Butler —dijo Fen, que empezaba a revolverse demostrando cierta inquietud—. ¿No será usted mismo el impulsor? Aunque por el desprecio de su tono, supongo que no.

—Y supone bien, mi quee-erido profesor. Asistí un par de veces a las misas negras, pero eran tan incompletas y, si se me permite usar el término, tan poco canónicas, que perdí el interés y dejé de acudir.

—¿Y no se le ha ocurrido denunciarlo a la policía? Como bien sabe, se trata de unas prácticas ilegales.

—Pero ¡tan inofensivas! Si viese a esos Pobrecillos… —Dallow se detuvo, miró la hora y sonrió—. Las ocho y media, y ayer era jueves. ¿El viernes viene antes o después del jueves? Después, ¿verdad?

—¿Por qué? —A Geoffrey toda aquella afabilidad le resultaba excesiva.

—Porque creo que adoran al diablo los viernes. Todos los viernes, como si fuese una reunión de capilleros, mis queridos señores. Si fuéramos al lugar donde se congregan, allá los encontraríamos. ¿Les apetece?

Dallow hablaba como si les estuviera dando un premio después de una catequesis.

—Me parece una buena idea. Vayamos —dijo Fen—. Pero primero cuéntenos más. ¿Quién dirige el cotarro?

—Mi quee-erido profesor, no tengo ni la más remota idea.

—¿No lo sabe? —exclamó Geoffrey.

—Puede que hasta sea el mismo obispo. —Dallow soltó una risita irritante y se balanceó, lo que le hizo parecerse bastante a un dibujo de Edward Lear—. Tanto los oficiantes como los participantes van enmascarados, como comprenderá. Resulta prácticamente imposible identificar a nadie. Y eso me recuerda que nosotros también debemos llevar máscaras. —Se dirigió a un armario y sacó tres artilugios rarísimos—. Máscaras de animales, como ven. Un diseño precioso; son de origen hindú. Nos servirán.

Eran las máscaras de un cerdo, una vaca y una cabra.

Fen se puso la de la vaca. Sus ojos color azul claro escrutaron el mundo, de forma desconcertante, desde detrás de las aberturas de la máscara. Geoffrey se puso la de cerdo y Dallow la que representaba a una cabra. Se observaron sin el menor entusiasmo.

—Tienen ustedes un aspecto de lo más estúpido —dijo Fen. Acto seguido, mugió, a modo de prueba, y luego, satisfecho con el sonido que había emitido, lo repitió una vez más. Continuó mugiendo durante todo el camino hasta llegar a su destino. A veces, Fen podía resultar de lo más irritante.

La misa negra ya había empezado cuando llegaron al viejo refugio de boy scouts que se encontraba en un paraje desierto, algo apartado de la carretera que unía Tolnbridge con Tolnmouth. La cabaña todavía conservaba indicios de sus antiguos ocupantes: de las paredes colgaban castores y nutrias de cartón, así como otros animales de aspecto amorfo que se les quedaron mirando cuando entraron. La cabra, el cerdo y la vaca se quedaron en la parte de atrás. Tenían un aspecto de lo más absurdo, pero nadie reparó en ellos.

Se habían reunido allí bastantes personas enmascaradas, la mayoría mujeres. Dos figuras también enmascaradas, vestidas con hábitos negros, se desplazaban erráticamente por un altar improvisado. Nadie hablaba. La ceremonia resultó aburridísima. Por lo que Geoffrey pudo ver, consistía en la misa latina habitual con la omisión del Confiteor y del Gloria. Geoffrey, Dallow y Fen no intentaron comunicarse durante el ritual y nadie parecía esperar nada de ellos. No se produjeron éxtasis diabólicos de ningún tipo, pero Geoffrey pensó que tampoco abundaban en la misa divina. Tampoco hubo sacrificios humanos ni prácticas obscenas. Geoffrey no había pasado una media hora tan insulsa en toda su vida. Fen se impacientaba por momentos y apenas podía contener las ganas de escabullirse. Geoffrey se preguntó cómo terminaría todo aquello, y si quizá interpretarían Dios salve al rey o una doxología, empezando por el final.

Por fin, mal que bien, la ceremonia llegó a su fin. El oficiante y el acólito se retiraron a una habitación trasera y los participantes, después de murmurar un rato y soltar cuatro risitas, se dispersaron bajo la luz crepuscular.

—Y yo que creía que siempre había una orgía después de la misa —protestó Fen, quitándose la máscara.

—¡Una orgía! —Dallow, señalando las paredes de la cabaña, dijo en tono burlón—: No parece el entorno adecuado, ¿verdad? Habría que tener mucho entusiasmo para celebrar una buena orgía aquí.

No había nadie más en la sala. Geoffrey se acercó al altar para examinar el cáliz y la hostia. Descubrió que esta última era un trozo de rábano pintado de negro, al parecer con creosota.

—Eso es tradicional —explicó Dallow. Y añadió, despectivo—: Supongo que lo habrán sacado de algún libro.

En el cáliz había un brebaje asqueroso con una base probablemente de quinina.

—Al menos los mantendrá sanos —dijo Fen, animado—. Voy a entrevistarme con los sacerdotes de esta pantomima.

Se dirigió a la puerta que conducía a la habitación trasera.

—Les dejaré con sus investigaciones, aunque no creo que se lo pongan fácil —dijo Dallow—. La regla de la confidencialidad se cumple estrictamente, sobre todo, por razones obvias, en lo que atañe al oficiante. En cualquier caso, espero que tengan suerte. Quizá me alcancen de nuevo, camino muy despacio. Si no es así, les deseo buenas noches y un asesinato detrás de cada puerta.

Soltó una risita y salió de la cabaña después de dirigirles un gesto desabrido con la mano.

Fen bajó la manija y empujó la puerta, que no encajaba bien y arañó el suelo al abrirse. Pasó a una habitación estructuralmente idéntica a la que acababan de dejar, solo que mucho más pequeña. Los únicos muebles que había eran una mesa y una silla baratas.

El acólito se había ido, pero el sacerdote que había oficiado la misa estaba de espaldas, quitándose los hábitos. Cuando los oyó entrar, volvió a ponerse tranquilamente la máscara antes de darse la vuelta.

—¿Y bien, caballeros? —La voz estaba claramente distorsionada, por lo que Geoffrey no pudo identificarla.

—Esperábamos poder conocerle —dijo Fen.

—Me temo que eso es imposible. Debemos mantener el más absoluto anonimato. Ustedes también deberían llevar sus máscaras.

—Eso es absurdo.

El oficiante hizo un gesto que podría haber sido de cómica resignación. En realidad se estaba sacando una pistola automática de debajo de los hábitos con la que, a continuación, disparó a Fen.