12. El laúd del amor

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El laúd del amor

¡Oh, el laúd del amor que se oye en las tierras de la muerte!

SWINBURNE

El día siguiente amaneció envuelto en un calor intenso y cegador. Geoffrey había dormido mal, presa de unos sueños que casi se podían considerar pesadillas. Se había desvelado, había vuelto a dormirse y se había vuelto a despertar. Cuando, ya de mañana, consiguió conciliar por fin un sueño más profundo, unos golpecitos en la puerta de su habitación —o eso le pareció— hicieron que se sobresaltara. Entreabrió los ojos, percibió sin entusiasmo que ya era de día y emitió ese sonido ahogado y miserable que usan quienes acaban de recobrar la conciencia para indicar que comprenden lo que ocurre a su alrededor. Al otro lado de la puerta, la voz de Frances le decía: —Ya he salido del cuarto de baño. ¡Vamos, apresúrese o no nos dará tiempo a hacer nada antes de desayunar!

Geoffrey miró el reloj, vio que eran poco más de las seis, meneó la cabeza ante la falta de formalidad de las mujeres y finalmente consiguió salir de la cama.

Cuando llegó a la planta baja, Frances, vestida con una camisa de cuadros y un pantalón azul oscuro, ya lo estaba esperando. Geoffrey volvió a maravillarse ante la oscura belleza de su cabello, el inmaculado cutis blanco que un toque carmesí, aquí y allá, salvaba de la palidez y la asombrosa perfección de su cuerpo. Aquella mañana parecía una niña, una impresión que acentuaban el brillo de sus ojos y su impaciencia por irse. Se preguntó cómo se sentiría Frances tras la muerte de su padre, y ella, como si le estuviese leyendo el pensamiento, dijo:

—Le extrañará que salga a divertirme cuando acaban de matar a mi padre.

—Ni se me había pasado por la cabeza.

Ella esbozó una triste sonrisa.

—Supongo que es extraño, sí. Pero…, bueno, una no puede forzarse a sentirse mal si no se siente así.

—¿Acaso no lo quería?

—Sí, eso es lo curioso: lo quería, pero solo de un modo distante. O sea… —De pronto se echó a reír—. ¡Qué absurdo debe de sonar eso! La verdad es que no sé cómo expresarlo. Claro que fue horrible cuando… me lo contó, pero, a saber por qué, esa sensación no ha perdurado. Ninguno de nosotros lo conocía bien… Se pasaba el día encerrado, trabajando.

Salieron de la rectoría, cruzaron el jardín y tomaron el camino que subía a los acantilados que separaban Tolnbridge de Tolnmouth.

—Espero que nadie nos vea. Yo no debería estar paseando por aquí tan tranquilamente… —dijo Frances.

—De todos modos, nadie en sus cabales estará levantado a estas horas.

Ella lo miró, sonriendo.

—Es usted un remilgado, en efecto.

—¿A que sí? Creo que esa es la razón de que no tenga éxito con las mujeres. A ellas les gustan los hombres masculinos: grandes, peludos y dominantes, como un minero o un jardinero de D. H. Lawrence.

—Pero ¡qué tontería! A las mujeres les gustan cosas distintas de los hombres… No generalice así. Lo único que demuestran los hombres que generalizan sobre las mujeres es que no saben nada de ellas.

—Yo no sé nada de ellas.

—Ya lo he notado. En parte, por eso me resulta tan agradable estar con usted. Un hombre verdaderamente tímido con las mujeres es encantador, para variar.

—¿Savernake es tímido?

—¿Por qué lo menciona?

—Porque estoy celoso.

—¿De veras? ¡Qué bonito! Pues bien, él no es tímido en absoluto, si quiere saberlo. Es, más bien, un engreído.

—¿Sigue comprometida con él?

—Sí —respondió Frances con sequedad, casi apresuradamente.

—Frances… Ayer hablaba en serio…

Ella le puso rápidamente una mano en el brazo.

—Por favor, Geoffrey, no quiero hablar de eso. Ahora, no. Quizá más adelante.

Geoffrey sintió una punzada irracional de resentimiento, que al parecer ella percibió.

—Hablaremos más adelante —repitió Frances.

«A fin de cuentas —pensó él— no hace ni cuarenta y ocho horas que la conozco. No tengo ningún derecho a inmiscuirme así en su vida personal. Quizá nunca tenga derecho. O quizá yo ni siquiera lo desee. El matrimonio implicaría abandonar muchas cosas que no quiero abandonar».

Geoffrey sintió que tenía que haber rechazado la invitación a pasear. Frances era hermosa, Frances era deseable, pero si él se comprometía… Necesitaba más tiempo para pensar. Luego se maldijo por idiota y por cobarde, pero, de repente, su sentido del humor hizo acto de presencia y se echó a reír.

—¿De qué se ríe?

—De mi propia absurdidad.

—Sí, imagino que es muy absurdo. Estemos un rato callados.

Caminaron en silencio. Aunque todavía estaba bajo, el sol ardía con bastante intensidad, bordeado por un halo de fuego. Abandonaron el camino polvoriento y caluroso para subir por un sendero empinado que cruzaba un bosque encaramado en la ladera. Cuando se adentraron en la espesura, sintieron un frescor verde y líquido. Las zarzas y los helechos muertos se retorcían entre los árboles, y también había un par de rosales silvestres y pequeñas moreras cuyos frutos aún no parecían maduros. El sendero, que llegaba hasta lo alto de la colina, era estrecho y se curvaba en los extremos, como un canal. El centro, todavía húmedo por el agua que había bajado por el cauce, estaba recubierto de piedras y de un lodo amarillo, por lo que resbalaron varias veces durante el ascenso.

Salir del bosque fue como salir de una caverna. De repente, se encontraron en una amplia planicie salpicada de piedras y rodeada de aulagas que las gaviotas sobrevolaban con las alas extendidas planeando a toda velocidad. Sus roncos chillidos eran el único sonido que se oía, además del distante murmullo del mar. Las crías de aquellas aves eran feas y parduzcas.

Una de ellas voló tan bajo que hasta llegaron a ver cómo le palpitaba la garganta al chillar.

Poco después estaban sobre la desembocadura del estuario, mirando el mar. A sus pies se extendían unos acantilados marrones, rematados por una franja de arena salpicada por los desechos de una cantera clausurada: un embarcadero de madera podrida, dos camiones volcados y gran cantidad de vías oxidadas, rotas y retorcidas que no llevaban a ninguna parte. La falta de agua había hecho que la hierba que allí crecía fuera corta, dura, áspera y amarronada. Una suave brisa peinaba ondas diminutas en la superficie del mar y jugaba con sus caras. Frances se desperezó con un gesto de puro placer animal.

—¡Precioso!

Siguieron caminando por el sendero que bordeaba el acantilado en dirección al mar. Abajo, escoltadas por las gaviotas, avanzaban renqueando unas diminutas barcas pesqueras, azules, marrones y rojas, con pequeñas velas triangulares en la popa. Frances atrajo a Geoffrey al borde del precipicio. A sus pies se extendía una cala de arena limpia y casi blanca, cuyas aguas cristalinas llegaban hasta donde alcanzaba la vista.

—¡Qué bonito! —comentó Geoffrey, de un modo bastante prosaico.

—Vamos.

—¡Cielo santo! Yo no puedo bajar hasta ahí. Menuda locura, ¡nos partiríamos la crisma!

—Conozco un camino. Por allí le resultará bastante más fácil bajar.

—No lo creo.

—Nadie lo conoce, o muy poca gente. Seguro que no nos encontraremos con un alma por allí.

—Quiero que mi ataúd sea de plomo, si quedan restos reconocibles con los que llenarlo.

Tant bien que mal, tras una serie de escalofriantes proezas atléticas consiguieron bajar hasta el fondo del acantilado.

—¡Dios, espero que podamos volver a subir! —jadeó Geoffrey en cuanto llegaron a la cala.

—El ascenso es mucho más fácil. —Frances dio unos pasitos de baile sobre la arena—. ¿No es maravilloso? Y estamos solos. Vamos a bañarnos.

—Pero… no me he traído bañador.

—Da lo mismo. Yo tampoco.

Asombrado, Geoffrey preguntó:

—¿Cree que nos conocemos lo bastante para…?

Frances soltó una carcajada contagiosa.

—Geoffrey, no sea puritano. ¿No le apetece nadar un poco?

—Sí, pero…

Demasiado tarde. Ella ya había empezado a desnudarse y, aunque con bastantes reparos, Geoffrey acabó imitándola. Cuando terminaron, se contemplaron un momento, en silencio, antes de echarse a reír a la vez.

—¡No me mire así, es muy grosero! —exclamó ella, fingiendo indignación.

Corrieron al agua, que a Geoffrey le pareció helada.

Frances se adentró en el mar con brazadas veloces y competentes. Geoffrey la siguió, resoplando levemente.

—Es una sensación placentera, pero me siento muy inmoral —dijo él. En las aguas cristalinas, a varias brazas de profundidad, un par de pececillos se dedicaban a sus esotéricos asuntos.

Una vez fuera, mientras se secaban en las rocas, Geoffrey intentó pasarle el brazo por los hombros, pero ella lo apartó.

—No, hasta que me haya puesto algo de ropa.

Geoffrey se ruborizó y, cuando ya estaban vestidos, dijo:

—¿Frances?

—¿Qué?

—¿Sabe que estoy enamorado de usted?

—Sí. Creo que yo también estoy enamorada de usted —dijo ella con una sinceridad que casi preocupó a Geoffrey.

—Me gustaría que nos casásemos.

Tras un prolongado silencio, Frances respondió:

—Lo siento, Geoffrey, pero… no puedo.

—¿Por qué? —Él la agarró del brazo casi con violencia.

—Déjeme, me hace daño.

—¿Por qué?

—Por mi padre. He estado pensando, y después de lo que ha pasado no puedo dejar sola a mamá. ¿Lo comprende, querido?

—Sí, pero tiene que vivir su propia vida. Y, además, todo tiene solución. Su madre puede vivir con nosotros… y Josephine también —propuso Geoffrey, con escaso entusiasmo.

—Eso es muy amable por su parte, pero no puedo prometerle nada… Al menos de momento. —Se echó a reír—. ¡Como si con una promesa estuviese concediendo una especie de privilegio! Suena de lo más presuntuoso.

—¿Me está rechazando por Savernake?

—¡No, no! —La negación fue rápida y vehemente—. No me casaré con él, en ningún caso.

—Pero acaba de decir que me apreciaba.

—Y es verdad. Es verdad, querido, le quiero tanto… Pero ¿acaso no se ha dado cuenta? Estoy confundida, todo ha ocurrido tan deprisa… ¿No podemos esperar un poco?

—Yo no quiero esperar.

—Pues no nos queda más remedio. Dígame, querido, ¿qué le sucedió a mi padre? ¿Fue un accidente? Tiene que haber sido un accidente. No creo que ni siquiera ese Peace…

—Lo han arrestado.

—Lo sé. —Una sombra se interpuso entre ambos—. ¿El profesor Fen ha descubierto algo?

Geoffrey la abrazó.

—No se preocupe, otras personas se encargarán de eso. —Intentó besarla, pero ella apartó la cabeza. Geoffrey retrocedió, y Frances lo miró, al borde del llanto.

—Volvamos.

Pero cuando estaban de nuevo en lo alto del acantilado, ella se volvió, tiró de Geoffrey y lo besó fugazmente. Luego siguieron andando, en silencio.

Y así empezó el tercer día.

Cuando hablase sobre aquella jornada más tarde, Geoffrey la denominaría «el día» pues, de pronto, como en respuesta a una señal, se acabó la charla y empezó la acción. Hasta entonces habían estado tratando con personajes independientes, aislados entre sí, simples figuras de cera alineadas para someterse a sus respectivos interrogatorios. Cuando les dieron la espalda, una de esas figuras se había movido para cometer un asesinato. Sin embargo, una especie de sexto sentido le decía que por fin se acercaba el desenlace, que aquel engaño no seguiría manteniéndose en pie mucho más tiempo. Se sentía ante la boca de una caverna, como si estuviese esperando a que una criatura se abalanzase sobre ellos desde la oscuridad, pero sin saber qué tipo de criatura podría ser. La hora de las conjeturas había acabado: llegaba, por fin, el momento de actuar.

Después de tocar en el oficio matinal, partió con Fen y Fielding hacia un pequeño pub de las afueras, donde Fen tenía la intención de proponerles un plan de acción. En aquel lugar, a diferencia del Whale and Coffin, era menos probable que les interrumpiesen o que les espiasen. Fen llevaba un gran mapa de la zona que insistió en ir desplegando y plegando constantemente de cualquier manera mientras andaban, y que, por lo tanto, acabó arrugadísimo y roto.

—No creo que estas personas operen únicamente desde el centro del pueblo, sería demasiado peligroso. Me he propuesto descubrir sus posibles escondrijos en los alrededores, lo que constituye casi una tarea imposible.

—¿Ha descubierto algo sobre esos mensajes transmitidos por radio? —preguntó Fielding.

—Voy a llamar al departamento de criptografía, pero no creo que los hayan descifrado aún; estas cosas llevan su tiempo. El problema es que todo es demasiado impreciso. Estoy convencido de que no sacarán nada en claro.

Y entonces se produjo una interrupción. Estaban bajando por un estrecho sendero flanqueado por los altos setos de tejo que rodeaban el cementerio cuando, de pronto, oyeron una voz.

Con dedales y cuidado se le busca, con esperanza y algún que otro tenedor

Fen se detuvo en seco.

—Sé quién es —dijo consternado.

Amenazarlo con acciones ferroviarias y encandilarlo con sonrisas y jabón

—¡Charlemagne! —gritó Fen. La voz calló y oyeron arañazos al otro lado del seto—. Supongo que es usted el Profesor Emérito de Matemáticas —añadió abatido.

Un ancianito peludo y asilvestrado asomó la cabeza por encima del seto.

—¿Qué hace aquí, Charlemagne? —preguntó Fen con tono amenazador.

—Estoy de vacaciones —respondió la cabeza—, y es muy desconsiderado por su parte interrumpir a un absoluto desconocido de esta forma tan poco caballerosa.

Fen se indignó tanto que soltó un gritito.

—¿No me reconoce? —dijo, irritado—. ¿Es que no me reconoce, viejo estúpido?

—Claro que sí. Es usted el lechero de la universidad. —Y desapareció.

Fen corrió furioso al siguiente espacio libre de maleza del seto. El Profesor Emérito de Matemáticas llegó al mismo tiempo.

—Pero ¡oh, rutilante sobrino! —recitó, señalando a Fen con el dedo—. ¡Guárdate del día en que tu snark sea un bujum! Porque entonces desaparecerás de forma súbita y sutil, y nunca te volverán a ver…

—¡Basta! —le ordenó Fen—. Eso es pura afectación. Sabe perfectamente quién soy. ¡Gervase Fen!

—Es posible, pero creo recordar que Gervase Fen era mucho más joven.

—Es inútil hablar con usted. ¡Vámonos!

—¿Adónde? —preguntó el profesor de Matemáticas con un tono tan severo que todos se sobresaltaron.

—Eso no es de su incumbencia, pero, para que lo sepa, vamos a tomar una copa.

—Les acompaño.

—No, ni hablar. No le queremos con nosotros.

—Les recitaré La caza del Snark.

—Nos lo puede ahorrar, gracias.

—¡Les acompaño! —repitió el profesor con tal firmeza que intimidó hasta al mismo Fen.

—¿Está seguro? —preguntó Fen con voz débil.

—Yo nunca estoy seguro de nada, salvo del cálculo diferencial. Y ni siquiera se me da tan bien como antes.

Fen gimió y, con un gesto de impotencia, indicó a sus acompañantes y al profesor que se pusieran en marcha.

—Un buen tipo —susurró Fen a Geoffrey—, pero no es honrado. Roba cosas. Aunque no creo que nos dé problemas si nos acompaña… Y tampoco veo —añadió con más inquina— cómo podríamos librarnos de él, aunque quisiéramos.

A su lado, el profesor continuaba recitando plácidamente a Lewis Carroll.

Salvo por el dueño, que secaba los vasos con esa actitud absorta y distante tan propia de la gente de su profesión, el pub The Three Shrews estaba vacío. Pidieron cerveza, que Fen insistió en que pagara el profesor de Matemáticas. Se sentaron alrededor de una mesa y, tras escuchar pacientemente la conclusión del espasmo séptimo de La caza del Snark, empezaron la charla que les había llevado hasta allí.

—Creo que nuestra estrategia general tiene que ser (a) intentar encontrar el cuartel general de esa gente y (b), una vez descubierto, averiguar cuáles son sus planes —dijo Fen.

—¿Así de fácil? —se burló Geoffrey.

Fen lo fulminó con la mirada.

—Bueno, sugiera algo mejor, si puede. Quizá no resulte tan complicado como parece. Lo que no podemos hacer es detenerlos sin estar al corriente de los planes que tienen ante tal eventualidad.

—No.

—Pues eso.

Fen abrió el mapa, señaló una zona determinada y Geoffrey se fijó, vagamente, en las palabras «bosque de Slater».

—He estado buscando edificios vacíos en los alrededores —continuó Fen— y he llegado a la conclusión de que, quitando la cabaña de los scouts, solo hay uno que…

Entonces Fielding lo interrumpió. Una interrupción que, tan solo unas horas después, Geoffrey lamentaría amargamente.

—No comprendo cómo sabe que ese sitio está en las afueras.

—Lo sé, o creo saberlo, porque he estado investigando discretamente las actividades habituales de la principal persona involucrada, y el sujeto en cuestión tiene la costumbre de salir a pasear por las afueras, siempre en la misma dirección. Puede que se trate de simples excursiones de placer, desde luego, pero lo dudo.

El tabernero, que había desaparecido para cumplir alguna misteriosa misión, volvió con un sobre en la mano.

—Disculpen, ¿alguno de ustedes es un caballero llamado… —miró el sobre— Gervase Fen?

Mí mismo —dijo Fen, con una escasa corrección gramatical.

—Acabo de encontrar esta nota sobre la alfombrilla. La he oído caer por la ranura del buzón.

Tras esta breve declaración, el tabernero volvió a su barra para seguir secando vasos. Fen abrió la carta, que estaba escrita a máquina.

Muy listo, descubrir mi identidad. Pero no me arrestará, ¿verdad? Le faltan pruebas. Cuento con sustitutos que, llegado el caso, se harán cargo del asunto. ¿Por qué no hablamos? Esta tarde saldré a pasear, como tengo por costumbre. (Y mis disculpas por ese estúpido tiroteo en la misa: no fue cosa mía, por supuesto). Cordiales saludos.

—Pero ¡esto es fantástico! —exclamó Fielding—. ¡Los criminales no escriben cartas así!

—Coincido en ese punto —dijo Fen, pensativo—. Hay algo falso en la carta, pero el impulso de fanfarronear es auténtico, creo yo. Me pregunto… ¡Dios, ojalá supiera qué hacer! El problema es que la carta dice la verdad: no tenemos suficientes pruebas materiales, como ceniza o huellas, para acusar a la persona en cuestión. Solo me baso en la hora y en el singular método del asesinato.

—No parecen muy preocupados por lo que pueda hacer usted —opinó Geoffrey.

—No, ¿verdad? Y, a fin de cuentas, ¿qué puedo hacer? ¿Amenazarlos con un revólver? Jamás confesarían, y encima yo acabaría arrestado.

—Siempre podemos secuestrarlos y torturarlos —propuso Fielding, entusiasmado.

—Intuyo que, si lo intentásemos, acabaríamos con sendas balas en la espalda.

—¡Madre mía! —dijo el profesor.

—¡Usted cállese! —exclamó Fen—. Lo que sí puedo hacer es llamar al Ministerio de Guerra para averiguar si saben algo de unos mensajes de radio. McIver, ese es el responsable. ¿Cuál es el número? Whitehall algo…

—Búsquelo en el listín telefónico.

—No consta, ni tampoco me lo darán en Información. ¡Es secreto de Estado! Pero tiene un cinco y un seis y un ocho y un siete. 5-8-6-7; 7-6-8-5; 7-8-6-5… No, no me suena.

—Será mejor que anotemos todas las combinaciones posibles y vayamos probando —propuso Fielding.

—Eso llevará su tiempo.

—Yo calcularé las combinaciones —dijo, animadísimo, el Profesor Emérito de Matemáticas. Cogió papel y lápiz.

—¿No podría probar con otro hombre? —dijo Geoffrey.

—Es que solo conozco a ese. Nadie más me escucharía.

—En tal caso, adelante.

El profesor trabajó durante cinco minutos y luego entregó la lista de posibles combinaciones. Geoffrey echó un vistazo y comentó:

—Ha olvidado el 5687.

—Es imposible, lo he calculado con el factorial de cuatro.

—¡Y qué: ha olvidado el 5687!

El profesor miró la lista con suma concentración.

—Curioso —admitió.

—Oh, vamos, ya lo haré yo —dijo Fen, impaciente—. Es así, se escribe primero cada número y…

—¡Pruebe primero con los que ya tiene! —exclamó Geoffrey—. Mírelos, ¿le suena alguno?

Fen estudió la lista un buen rato.

—No.

—Vamos. Hay un teléfono fuera, en la antesala. Lo he visto al entrar.

Fen apuró la cerveza con cara de ofendido y todos salieron tras él. El pub seguía desierto. Fen entró en la cabina y llamó a las oficinas de un manicomio, a una funeraria, a un teatro, al primer ministro y al señor James Agate del Café Royal —en este punto, el mecanismo tenía que haberse estropeado— sucesivamente. Mientras tanto, los demás se revolvían los bolsillos en busca de monedas y corrían de aquí hacia allá para conseguir cambio en el pub. Por fin, y para sorpresa de todos, Fen acertó con el número al que quería llamar.

—Hola, ¿es usted, McIver? Soy Fen. Me da lo mismo que esté ocupado. ¡Tiene que escucharme un momento…! No, no estoy borracho. ¡Atienda!

Le explicó las circunstancias del caso. Entonces se oyó un prolongado chisporroteo al otro extremo de la línea.

—Información sobre posiciones militares y navales —dijo Fen—. Sí, eso me temía. ¡Bueno, pues si perdemos esta guerra será culpa suya! Si se despierta mañana con Himmler en el orinal… —Se volvió hacia los demás—. Lárguense, que voy a chismorrear.

Todos regresaron, obedientes, al bar.

Pidieron otra ronda de cerveza y se la bebieron. El día se amodorraba y Geoffrey se recostó en la butaca, envuelto en un agradable estupor. Las moscas zumbaban en la ventana. A lo lejos, se oyó el sonido de un coche que arrancaba y se alejaba. El tabernero sacaba brillo a los vasos con fatigosa persistencia y resultados imperceptibles. Geoffrey miró la nota que Fen acababa de recibir. La afabilidad de aquellas palabras resultaba odiosa. Y en ese preciso instante recordó que quienquiera que la hubiese escrito había drogado a una chiquilla de quince años, había hecho enloquecer a un hombre para después envenenarlo y había espachurrado a otro… Pese a la calidez del día, le recorrió un escalofrío de asco. Tendió la carta al Profesor Emérito de Matemáticas, que bebía cerveza con la mirada perdida.

—No tengo ni la menor idea de qué trata este asunto, pero coincido en que hay algo raro en esta carta —dijo el profesor—. El tono es tan indiferente… Casi como si pretendiera engañar a alguien, dándole una falsa sensación de seguridad.

Geoffrey y Fielding se incorporaron. Los dos pensaron lo mismo, al mismo tiempo.

«Fen tarda una barbaridad con esa llamada».

Y en un santiamén ambos estaban en la puerta, con el corazón encogido. Cuando llegaron a la antesala no había nadie. La cabina estaba abierta y vacía, pero el cable del auricular se mecía suavemente y un leve olor a cloroformo endulzaba el ambiente.

El profesor, que los había seguido fuera, se detuvo ante la cabina vacía.

—Ha desaparecido de forma súbita y sutil —dijo, muy serio—. Así que snark era en realidad un bujum, como ven.