9. Tres sospechosos y una bruja

9

Tres sospechosos y una bruja

No me dejo cautivar,

como las tontas Leda y Europa,

ni por cisne ni por toro,

sino, igual que Dánae,

por el resplandeciente oro.

JONSON

Pobre Brooks, es como si su muerte hubiera quedado totalmente fuera de la investigación —dijo Fen mientras se dirigían a casa de Butler—. Pero su caso ha arrojado incluso menos pistas que el del chantre.

—¿No le parece raro que Spitshuker limpiase la catedral sin consultarlo con la policía?

—Puede. O puede que no. Depende de ciertos tecnicismos médicos que desconozco.

Aunque arreciaba el calor, se había levantado una refrescante brisa. «Una pequeña villa episcopal es un sitio encantador, la más perfecta combinación práctica de Iglesia y laicismo que existe», pensó Geoffrey. Aquella estaba cómodamente arropada por la tradición y la realidad del culto, pero sin duda el entorno también daba cierta emoción a los pequeños vicios y deslices. Y solo entonces se le ocurrió preguntarle a Fen para qué había ido a Tolnbridge.

—Oh, vine para hacerle una visita al deán, a quien conozco de Oxford —respondió Fen con amargura—. Pero no está aquí, lo que me parece escandalosamente desconsiderado por su parte. Supongo que, dadas las circunstancias, no tardará en volver. Yo regresaré dentro de unos días, pues el curso empieza a principios del mes que viene. Además, todavía tengo que preparar una conferencia sobre William Dunbar. La verdad es que me siento perdido fuera de Oxford —suspiró.

—Pues no lo parece.

—Me pregunto cómo será el nuevo curso. Los estudiantes se vuelven más tontos cada día que pasa. Pero creo que se va a estrenar en Oxford la nueva obra de Robert Warner…[4] Lo malo es que, entretanto, con estos asesinatos, no estoy adelantando nada con mis experimentos con los insectos. Entraré en esta tienda y compraré un manual de entomología.

Dicho y hecho.

—¡Insectos! —gritó Fen a un dependiente, dirigiendo gestos de impaciencia a los clientes y al personal. Por suerte, encontraron un ejemplar destrozado de Costumbres de los insectos, de Fabre.

Ya en la calle se cruzaron con Fielding, que vagaba en busca de su particular e ilusorio fantasma del heroísmo. Había analizado todos los aspectos del caso sin llegar a ninguna conclusión satisfactoria, les dijo. Le explicaron todo lo que habían averiguado desde la noche anterior, pero tampoco aquello le sirvió de mucho. Expresó la imprecisa determinación de que reflexionaría al respecto y de que trataría de hacer algún progreso con el dueño del Whale and Coffin. No le gustó que lo hubieran excluido de las entrevistas de aquella mañana, pero Fen le explicó, con más contundencia que tacto, que ya le fastidiaba andar siempre acompañado de un inútil para encima añadir otro. Fielding partió en pos de su misión indefinida, que en la práctica acabó convirtiéndose en jugar a los dardos en un pub.

La casa de Butler resultó ser una construcción enorme de la que brotaban pequeñas extensiones, además de casetas y cobertizos que se desparramaban por un jardín amplio y descuidado. En la puerta, Fen y Geoffrey se cruzaron con el inspector, una triste figura que se iba arrastrando de entrevista en entrevista con patética desesperanza. Los miró receloso, preguntándose, evidentemente, si a ellos les irían mejor las cosas. Era como uno de esos juegos, pensó Geoffrey, en los que tienes que volver a esconder las pistas después de haberlas descubierto, y cuando alguien más aparece en escena, debes intentar despistarlo con una cortina de humo.

—Vamos avanzando —dijo Fen, con premeditada malicia—. El problema está prácticamente resuelto. ¿Cómo le va a usted?

—No me creo ni una palabra. No consigo que nadie me diga nada de utilidad. ¿De qué sirve ir por ahí preguntando por el móvil y la coartada si ni siquiera sabemos cómo se cometió el crimen? Pero yo no tendría que estar aquí, hablándoles de esto.

—¿Ha aterrizado ya Scotland Yard? ¡Qué mal suena eso! Pero gramaticalmente es correcto.

—Llegarán después del almuerzo —respondió el inspector, abatido—. Y luego, gracias a Dios, podré librarme de toda responsabilidad en este maldito asunto.

—Inspector, inspector, ¿es esa la actitud adecuada? —preguntó Fen, burlón.

—No, no lo es. Pero si estuvieran tan confundidos como yo, no estarían ahí, criticando.

—¿Criticando? —Fen parecía ofendido—. ¿Quién está criticando? Yo solo intentaba averiguar si había novedades, nada más.

—Pues no hay novedades, salvo el asunto de que el señor Peace y el doctor Butler se viesen en la catedral. Pero ni siquiera debería estar hablando de esto con ustedes. Y esa cría, Josephine, tan testaruda como siempre, sigue diciendo que fue un policía quien le entregó el mensaje. Ha contado tres versiones contradictorias de cuándo y dónde se lo entregaron, pero en cuanto al hecho esencial de quién se lo entregó, no se baja del burro. No me gusta un pelo su aspecto ni el brillo febril de sus ojos. La señora Butler tampoco ha sido de ayuda, es como si no existiera. Parece tan probable que sepa algo del asesinato como que ustedes hayan subido al Everest.

—Yo he subido al Everest.

—Eso es mentira. Nadie lo ha conseguido. Solo lo dice para impresionar, ¿verdad? Savernake tampoco ha resultado muy útil, a decir verdad.

—¿Está en casa de los Butler?

—Está pasando unos días allí, sí, antes de volver a su parroquia, pero no creo que podamos vincularlo al caso. Para empezar, estaba en Londres la noche que atacaron a Brooks. He hecho mis comprobaciones, en la medida de lo posible, y, al parecer, tanto él como Peace y la señora Garbin se encontraban en la capital en ese momento. También he indagado en el hospital, por si ayer, a eso de las seis, hubiesen visto a alguno de los principales sospechosos, pero todo ha sido inútil. Aunque he descubierto que es muy fácil acceder a él por la puerta trasera, sin que nadie te vea.

—¡Vaya! —Fen estaba pensativo—. Quería preguntarle una cosa: ¿sabe a qué hora exacta dejaron los agentes la catedral sin vigilancia?

—Pues resulta que sí. Los muy bobos al menos se acordaron de anotarlo. A las nueve menos cinco de la noche.[véase nota 4]

—¡Gracias a Dios!

—¿Por qué le ha dado ahora por involucrar al Hacedor en este asunto? —preguntó el inspector para hacerse el gracioso, sin conseguirlo.

—Porque si hubiese sido mucho antes, todas mis teorías se habrían ido al Hades.

—¿Tiene usted teorías? —Por el modo de hacer la pregunta, más que a teorías parecía que estuviese refiriéndose a una enfermedad.

—Muchas, mi buen y querido inspector. Toda una… ¿Cuál es el nombre colectivo para las teorías? Una bandada de aves, un rebaño de ovejas, un enjambre de abejas… Claro, infinidad de teorías. —Fen sonrió, entusiasmado—. Sí, eso me gusta. Un nombre expresivo: cambiante, insustancial y escurridizo como el infinito. —Hizo una pausa, abrumado por su exhibición—. Y, a cambio de su información, le daré un consejo.

—Consejos vendo y para mí no tengo.

—No me venga con tópicos. Cuando el terreno esté despejado, quiero que registre la habitación de Peace.

—¿La habitación de Peace? —El inspector estaba perplejo—. ¿Y qué diantres tengo que buscar allí?

—La llave de la rectoría para entrar en la catedral, quizá. Ah, y una aguja hipodérmica, y también un vial con una solución de atropina. Creo que con eso bastará. Lo encontrará todo allí.

—¡Que Dios se apiade de nosotros! —dijo el inspector, sinceramente impresionado—. Si me está tomando el pelo, Fen, le juro que lo meteré entre rejas.

El inspector hizo amago de volver a la casa.

—¡Ahora no! Primero déjenos ir a dar un poco la lata.

—Pero ¡no hay tiempo que perder! ¿Y si Peace lo esconde todo en otro sitio?

—Lo entretendremos y procuraremos que no toque nada.

—No, tengo que volver ahora mismo.

—Francamente, inspector, si llego a saber que se pondría usted tan pesado, no se lo habría contado aún. Además, no tiene ninguna orden de registro.

—No, pero me arriesgaré —repuso el inspector, guiñando un ojo.

—Le advierto que, si da un paso más hacia esa casa, avisaré a sus ocupantes de que se dispone a llevar a cabo un allanamiento ilegal y, entre todos, conseguiremos echarlo.

—¡Será malvado…!

—¡Qué injusto! —se lamentó Fen—. Le doy a la policía un consejo de lo más sensato, casi una pista, y así es como me lo agradece…

El inspector sonrió fugazmente.

—De acuerdo, de acuerdo, como quiera. Además, supongo que será una tontería. Puede esperar. —Dio media vuelta para irse—. Pero si se trata de una broma…

—No amenace a los testigos —dijo Fen—. Y una cosa más, muy importante: ¿han encontrado en la autopsia restos de veneno o balas o heridas de arma blanca?

—Nada de nada.

—Espléndido. Eso encaja a la perfección con mi teoría.

—Es una lástima que no le quede nada más por descubrir —dijo el inspector, con ironía—. Avíseme cuando quiera proceder con el arresto.

—¡Ah, ahí está el problema! Medios, móvil, ocasión…, ¡lo sé todo! El único inconveniente es que, por ahora, no tengo ni la menor idea de quién es el culpable.

Encontraron a Peace en el jardín, echado en una tumbona cuan gordo era. Sus ronquidos se elevaban hacia las veteadas hojas de castaño que permanecían suspendidas sobre su cabeza. Apenas se había hecho notar desde su charla en el tren, pensó Geoffrey. En la cena de la noche anterior se había mostrado curiosamente reservado, sin hacer ni decir nada que llamase la atención. Y, sin embargo, era el único que podría haber estado en la catedral cuando Butler fue asesinado, y probablemente en su «charla de negocios» se podía encontrar el móvil adecuado. Geoffrey frunció el ceño. Pero no era un móvil lo que buscaban, a menos —lo cual era muy posible— que ese radiotransmisor fantasma no tuviese nada que ver con el asesinato en la catedral. Asesinato en la catedral. Ahora que había muerto, ¿canonizarían a Butler, como a san Thomas y a san Ephraim? O Asesinato ex cathedra. Peace habría tenido tiempo de ir de la estación al hospital y matar a Brooks. Aunque Savernake y la señora Garbin tampoco tenían coartada. Pero, al parecer, el asesinato de Brooks se había planeado teniendo en cuenta la hora a la que le administraban su medicina, algo que no podía saber ninguna de aquellas personas, ya que al organista lo habían descubierto y trasladado al hospital la mañana anterior. Podía utilizar aquello como un posible método de eliminación. También era cierto que, al haber más de una persona involucrada en el asunto, una llamada anticipada a Londres habría facilitado la información pertinente al interesado, aunque se trataba de un método demasiado complicado e innecesario para que fuese plausible.

Peace exudaba un aire próspero y profesional hasta cuando se estaba echando la siesta. Dormía a pierna suelta con una expresión serena e infantil. No roncaba atronadoramente, sino con un gemido leve y casi agradable, como el rumor del viento en una chimenea. Su traje bien cortado, ahora arrugado y aplastado, se le ceñía totalmente al cuerpo, y sus regordetas manos reposaban sobre su barriga. A su lado, sobre la hierba, estaba el Tratado de sociología general, junto a un vaso de tubo y dos botellas de cerveza, una de ellas vacía. Esta feliz e idílica escena no transmitía la menor sensación de tragedia; ni de una ya concluida ni tampoco de ninguna en ciernes. En realidad, daba hasta pena despertarlo.

No obstante, la consideración y la sensibilidad hacia las situaciones cotidianas no eran el fuerte de Fen. Avanzó haciendo un ruido formidable. Peace se despertó con un sobresalto y luego, al advertir el origen del alboroto, se puso en pie y comenzó a alisarse, inútilmente, el traje, parpadeando con cara de sueño y sin ningún entusiasmo.

—¡Despierta, lira eolia, despierta, y extasíanos con tus trémulas cuerdas! —dijo Fen.

—¿Lirón? ¿Extasiarles? Eso me parece algo improcedente —repuso Peace, aún confuso.

Fen se sentó sobre la hierba.

—Como también lo es sentarse en el suelo… ¿No hay sillas? A los bucólicos Coridón y Filida quizá les gustasen estas cosas, pero a mí, no. —Hurgó en una raíz de diente de león—. ¡Hormigas!

—Sabrá que los mitos arcadios —soltó el pedagogo que Peace llevaba dentro— tienen un origen claramente sexual. Siempre tratan el tema de la persecución. Pan es la encarnación del deseo masculino y Siringa el fugitivo objeto de su deseo. Casi podría decirse que el mito engloba toda la contradicción y la antítesis de las características masculinas y femeninas. O no…, puede que no sea así —concluyó, pensativo.

—¿Nunca se cansa de buscar paralelismos psicológicos?

—Sí. Muchísimo. Pero si me lo tomo como un juego divertido y absurdo, me ayuda a sortear las tardes aburridas. El material que me proporciona la leyenda de Fausto, por ejemplo, es interminable: una recopilación de las fantasías oníricas de toda una división étnica de la humanidad. Y los principios del juego son tan simples que, como solía decirse de las máquinas que tanto trabajo prometen ahorrarnos, hasta un niño podría participar. El agua siempre es el inconsciente, no tengo ni la menor idea de por qué. Si soñamos que caemos al mar y nadamos bajo la superficie, eso significa que el inconsciente ha triunfado o… —vaciló— que somos dispépticos. Lo redondo o hueco es el útero, el principio femenino. —Cogió la botella vacía de cerveza y dio unos golpecitos en la base—. Esto, por ejemplo, simboliza el mandala. Todo lo demás es un principio masculino, probablemente. También nos topamos con ancianos primigenios de largas barbas.

—Me parece que nos encontramos ante una crisis de fe radical —diagnosticó Fen con gravedad.

—Fe, precisamente eso. No se trata de dudas intelectuales, sino de una crisis de fe. El hechicero ya no confía en sus pinturas ni en sus tocados ni en sus amuletos.

Peace guardó silencio. Geoffrey intentó entonces dirigir la conversación a temas más relevantes.

—¿La charla de ayer con Spitshuker le sirvió de algo? —preguntó con cautela.

Peace le dirigió una mirada penetrante. La maniobra había sido algo descarada.

—Ofreció sustituir su fe por la mía. Dijo que era mucho más y mucho menos racional a la vez y que, por tanto, sería más satisfactoria por partida doble.

—¿Y usted qué cree?

—Supongo que tiene razón. Confieso que la Iglesia me atrae de un modo que nunca había sentido antes. La transición no debería resultarme difícil. Lo importante no es aquello en lo que creemos, sino la necesidad emocional que intentamos satisfacer con ello. Es evidente que soy una de esas personas que necesita creer en algo… En qué, es lo de menos. El patriotismo también me serviría.

Aquel hombre era más fuerte en el plano intelectual de lo que parecía a simple vista. De momento solo les estaba dejando ver la superficie de su capacidad mental. Pero ¿dónde se ubicaba su epicentro emocional? ¿En una mujer? Era posible. ¿En una pasión científica? Lo que decía no daba esa impresión. ¿En el dinero? ¿En alguna modalidad creativa? La vida de un hombre puede girar en torno a su pasión por la cestería… Pero ¿y si no existía ese epicentro? ¿Y si la concha estaba tan vacía como parecía cuando la agitabas? Peace era un enigma desconcertante. Le faltaba introspección, le faltaba personalidad… Tal vez fuese el resultado de tanto esfuerzo infructuoso por tratar de comprender el inconsciente y las personalidades ajenas.

Fen, que estaba jugueteando con una de las botellas de cerveza, dijo con delicadeza:

—Las «mentes» de los demás, como tales, son siempre menos interesantes, por ser más uniformes, que la fachada que muestran al mundo. El doctor Butler, por ejemplo. —Hizo una pausa deliberada para asentar el cambio de tema—. ¡Qué poco sabíamos en realidad de él!

Peace se resignó.

—Era un hombre curioso, la verdad. Apenas lo conocía, porque no nos veíamos mucho. Él desaprobaba mi profesión de un modo arbitrario y bastante desconsiderado por su parte… Y, en realidad, tal vez ese fuera precisamente uno de los motivos de que yo persistiera en su ejercicio. En cuanto al resto, créanme (o no, eso es lo de menos) si les digo que Butler era un absoluto egoísta. Su vocación le exigía dar muestras de un talante caritativo que nunca sobrepasó el mínimo de bienséance. Esa fue la razón de mi visita.

—¿Ah, sí? —dijo Fen con deliberada apatía.

Peace se acercó y les habló de forma lenta y decidida.

—Mi padre murió rico. Dejó dos hijos, y como a mí no me falta el dinero, e Irene, mi hermana, no tenía nada a su nombre, le legó su fortuna a ella, con la única condición de que, en caso de que nuestras suertes cambiasen, la mitad de la herencia volviera a mí, para que la recibieran mis hijos. Nosotros no podíamos tocar el capital.

Hizo una pausa y se toqueteó la corbata.

—Cuando Butler se casó con Irene, le quitó de la cabeza esa idea. La convenció de que toda la herencia debía ir a parar a sus propios hijos, y la pobre Irene, que nunca ha tenido mucha personalidad, se vio obligada a aceptar. Ese hombre era un completo tirano y no creo que le resultara muy difícil lograr que ella accediera.

Geoffrey advirtió que ahora Peace hablaba de corazón.

—Como es lógico, yo deseo lo mejor para mis hijos, y tengo que confesar que últimamente las cosas no me han ido del todo bien. La gente gasta menos y la guerra también ha hecho que se miren menos el ombligo; cosa que, por otro lado, me parece estupenda. Sin embargo, últimamente Butler estaba presionando a Irene para que le transfiriera el dinero a él alegando «motivos de seguridad». —Peace hizo una mueca de desprecio—. Yo sabía que, en tal caso, ya no quedaría esperanza para mi familia. Como escribirle no serviría de nada, vine aquí con la intención de hablar con él cara a cara. Por eso fui a verlo anoche a la catedral. Habíamos cruzado unas pocas palabras antes, a mi llegada, y Butler se había mostrado bastante frío. Me dijo que me comunicaría su decisión después. ¡Su decisión! —Peace, agitado, se levantó y echó a andar de un lado a otro—. Pues bien, nunca llegó a compartirla conmigo. Pero ustedes comprenderán la injusticia, la vil impertinencia y la absoluta falta de decencia de ese hombre. No era que yo lo quisiera todo, ni tampoco que la condición que pesaba sobre la herencia fuese una invención mía, porque tengo cartas que prueban que mi padre así lo dispuso. Y él, sin embargo, ¡él!, que llevaba casi veinte años viviendo cómodamente de ese dinero, se disponía a «comunicarme su decisión», ¡como si yo fuera un mendigo, un pariente pobre que hubiese llegado a su puerta pidiendo limosna!

«He aquí un hombre con un motivo de venganza», pensó Geoffrey. Cada una de sus palabras transmitía sinceridad: una sincera sensación de justicia ultrajada, un sincero afecto por su familia y, huelga decirlo, un móvil sincero y plausible para asesinar a alguien.

—¿Sabían aquí cuál era la razón de su visita? —preguntó entonces Fen.

—Él había divulgado su propia versión, de eso no les quepa duda: yo soy el pariente gorrón que viene a mendigar.

—¿Y conseguir el dinero era muy importante para usted? —dijo Fen, pensativo.

De pronto, Peace sonrió.

—Mucho. No tengo tanto éxito como aparenté ante usted, señor Vintner. No me ha ido del todo mal, pero siempre he sido un verso suelto. Casi todos los hombres encajan en su profesión, pero no es mi caso. No sé a qué podría haberme dedicado si no… A veces pienso que habría sido un buen actor…

Fen se estremeció.

—¡Qué espanto!

—Ya saben, de haber encontrado mi lugar en el mundo, no creo que este asunto me hubiese molestado de veras, por muy pobre que fuese…

Fen hizo vagos gestos para mostrar su conformidad.

—El descontento vital siempre nos lleva a engendrar exigencias, aunque estas no se dirijan a compensar esa insatisfacción en concreto —declaró, muy orgulloso de su frase.

—Comprenderán por qué les cuento todo esto. —Tras haber recobrado parte de su afabilidad habitual, Peace volvió a sentarse—. Por lo que sé, yo soy quien tiene más motivos para haber asesinado a Butler y, evidentemente, de nada me sirve ocultarlo. Asimismo, era la única persona que podría haber estado en la catedral cuando lo mataron. Salta a la vista que las cosas no pintan demasiado bien para mí. —Vaciló—. Personalmente, señor Fen, le conozco solo como crítico literario, pero me han contado que tiene usted experiencia en estas lides: este es el motivo de que le haya revelado toda esta información. No intento probar mi inocencia a toda costa, pero tengo la esperanza de que pueda usted ayudarme a encontrar al verdadero culpable.

Aquel hombre no tenía un pelo de tonto. Reconocía claramente su situación. Por otra parte, sin embargo, aquella sinceridad y aquella disposición a colaborar quizá fueran solo una farsa excelente. En realidad, podía tratarse de una maniobra para llamar la atención hacia un móvil y desviarla de otro.

Fen carraspeó prolongada y ruidosamente.

—¿Le ha contado todo esto a la policía?

—Por supuesto.

—Desde luego, desde luego… Siempre hay que ir con la verdad por delante, en cualquier circunstancia. Supongo que es usted consciente de que lo arrestarán.

Peace se incorporó.

—¡Santo cielo! ¿Tan mal están las cosas?

—Seguro que lo arrestarán, tarde o temprano —dijo Fen con malicioso placer—. Hábleme de sus movimientos.

—¿Movimientos? Ah, comprendo… En las horas relevantes. El tren llegó más o menos puntual y vine directamente aquí. No había nadie para recibirme, pero Irene y Butler aparecieron al cabo de unos diez minutos, digamos que a las seis y cuarto. Como ven, no tengo coartada para el asesinato de Brooks. En teoría, Butler y yo íbamos a cenar en la rectoría, pero él se echó atrás en el último momento. No soportaba mi presencia, supongo. Después de la cena, mientras celebraban su reunión, me senté en la terraza, pero, como me aburría, regresé con ellos poco antes de las nueve. Fue entonces cuando Butler me pidió que nos viésemos más tarde en la catedral, en privado, a eso de las nueve y veinte. Me puse a hablar con Spitshuker y, aunque me di cuenta de que se me estaba haciendo tarde, pensé que esperar no le haría ningún daño. Además, Frances estaba preocupada por su padre, me dijo que quería ir a buscarles a ustedes al Whale and Coffin y que le esperase, porque quería acompañarme a la catedral para asegurarse de que su padre se encontraba bien. La pobre muchacha parecía asustada de verdad. Pero como tardaba muchísimo en regresar, poco antes de las diez, algo más de cinco minutos después de que llegaran ustedes, decidí subir solo, y estaba deambulando por allí, buscando una puerta abierta, cuando oí ese estruendo. Ya saben el resto.

—Conveniente —murmuró Fen—. Extraordinariamente conveniente. El problema es que resulta imposible comprobar esos minutos de más, aquí y allá, que tanto cuentan. Aunque tampoco importa demasiado, al fin y al cabo.

—Me importa a mí —protestó Peace.

—¿Y cuál es la situación actual de ese dinero?

—Supongo que ahora, con Butler muerto, no me costará acceder a él. Lo que no hace sino empeorar las cosas. ¿Cree que si renunciase a mis derechos…?

—¡Renunciar a una fortuna! —gritó Fen, indignado—. ¡Claro que no, no sea tonto! A mí, pese a mis desesperados esfuerzos con las viejas ricas, nadie me ha legado nunca nada. Es extraordinario que aquellos que realmente se merecen el dinero… —De pronto perdió el interés en lo que estaba diciendo y se levantó—. En fin, qué más da… Tengo que ir a ver a Savernake y a la muchacha. ¿Están en casa?

—Por ahí andan. Pero no me ha aconsejado qué debo hacer.

—¡Hacer! —exclamó Fen—. ¡Si bastara con hacer lo que tiene que hacerse, más valdría hacerlo cuanto antes!

—¿Y eso qué quiere decir?

—No quiere decir nada. Es una cita de nuestro gran dramaturgo inglés, Shakespeare. A veces me pregunto si, cuando Hemings y Condell lo publicaron, no meterían la pata en esta frase… Es un trabalenguas de lo más absurdo.

* * *

Frances y Savernake se encontraban en otra zona del laberíntico jardín, hablando rápida y acaloradamente. Geoffrey se preguntó si Dutton llevaría razón y ahora encontrarían el camino libre para casarse. El amor conlleva cierta ansia de posesión y, aunque Geoffrey no tenía derecho alguno sobre Frances, le molestaba profundamente ese aire de confianza que Savernake mostraba cuando estaba con ella. La belleza jamás debía tratarse, bajo ningún concepto, con aquella familiaridad. Como señaló el doctor Johnson: la belleza es una cualidad difícil de encontrar, y debe tratarse como tal. Geoffrey descubrió además que aborrecía a Savernake, y no solo por una cuestión de celos: le molestaba su afectación, su nerviosismo, su carácter esquivo. Savernake llevaba el ralo cabello color panocha meticulosamente peinado hacia atrás y, en cuanto los vio, empezó a retorcer sus largos y finos dedos, mientras sus ojos grises saltaban a toda velocidad de una persona a otra. Era la viva imagen de la astucia.

Inició la conversación con una desafortunada referencia al cazamariposas de Fen. Geoffrey respondió con un débil sarcasmo, ya que Fen estaba momentáneamente concentrado en la caza de una libélula. La tensión en el ambiente empeoró de forma ostensible, aunque seguía sin aparecer la menor muestra de tristeza por parte de ninguno de los presentes. En un alarde de sinceridad, Frances admitió que aunque había estado muy unida a su padre, su muerte la había afectado más por lo espantoso del suceso que por su trasfondo melancólico. Pero lo dijo con un deje de lo que solo podía definirse como irritación, una reacción más neurótica que emocional. Todos estaban con los nervios a flor de piel.

—¡Pobre mamá! Aunque mi padre la tenía sometida, creo que es la más afectada por su muerte. ¿No es siempre así?

Llevaba un ligero vestido negro de cuello y puños blancos que modelaba las curvas de su esbelta figura. Hasta Fen, que al estar felizmente casado había dejado de mirar a las mujeres —más por notar que perdía el tiempo que por posibles escrúpulos morales—, estaba bastante impresionado. «Oh, América mía, mi continente recién descubierto», murmuró, y pese a la mirada indignada de Geoffrey, que conocía aquel poema de Donne, siguió contemplando a Frances con franca admiración. Fue Savernake quien interrumpió la inspección sin ningún miramiento, preguntando con ese acento insultante e irritante que, por desgracia para él, no siempre recordaba adoptar:

—A ver, ¿hay algo en concreto que podamos hacer por ustedes?

Aquello fue un error. Fen se volvió hacia él con una vehemencia turbadora.

—¡Pues sí, besugo! —le espetó, olvidando el respeto que se le debe mostrar al clero—. Por mí, se puede ir a bailar un rigodón al fondo del jardín. Muy bonito, tratar con semejante frialdad a alguien que, rebosando simpatía, aparece para tenderle la mano y ofrecerle su ayuda. —Tras conseguir parecer adecuadamente excesivo, exclamó como conclusión—: ¡Discúlpese!

—Mi estimado señor, no puedo más que suponer que está usted loco.

—¡Petimetre! —dijo Fen con enorme desprecio. Disfrutaba de lo lindo con la escena. Cuando no estaba ocupado en hablar, no podía parar de sonreír con entusiasmo—. ¡Majadero!

—Oiga…

—¡Ni hablar! —zanjó Fen—. ¡O responde a mis preguntas o no!

—Pues no.

—Vaya. —Fen se quedó desconcertado—. Bueno, en tal caso…

—¡Vamos, los dos! ¡Basta de peleas! —exclamó Frances con impaciencia—. Por supuesto que responderemos a todas sus preguntas, señor Fen. ¿A que sí, July?

Frances no despegó sus ojos del joven hasta que él asintió.

—Lo siento.

—Y yo… también —dijo Fen sin demasiada convicción.

—Caminemos un poco —propuso Frances—. No soporto estar parada.

Cruzaron un prado en el que se estaba construyendo un minigolf y se dirigieron hacia la zona de los árboles frutales.

La conversación que siguió, no obstante, no fue de mucha utilidad. Respecto al monótono problema de las coartadas, se demostró que Savernake tenía una para las seis de la tarde, que, salvo en caso de que se hubiera confabulado con los demás implicados, era absolutamente irrebatible: había acompañado a la señora Garbin a la casa donde iba a jugar al bridge y se había quedado con ella un rato. Luego fue directamente a cenar a la rectoría, aunque se había detenido un momento en casa del chantre para dejar el equipaje. Después de cenar había salido a dar un paseo, aunque no había dejado claro adónde ni con qué propósito. Sin embargo, se había cruzado con alguna ilustre personalidad local, con quien había hablado desde las 21.45 hasta las 22.20. Volvió a la casa justo cuando daban la noticia de la muerte de Butler.

En cuanto a Frances, estuvo haciendo unas compras en el pueblo hasta poco después de las seis y luego regresó a la rectoría, donde se encontró con el final de la bronca de Josephine y conoció a Geoffrey y a Fielding, que acababan de llegar en el tren. Se había ido a tomar algo con ellos, como bien sabían, antes de volver a la casa para preparar la cena y luego subir a su habitación a leer. Cuando acabó la reunión, bajó a la cocina para solucionar un asunto doméstico. Luego, preocupada por su padre, salió a buscar a Fen, a Geoffrey, a Fielding y al inspector, con quienes había regresado. Cuando ellos se fueron a la catedral, se quedó esperando en la cocina hasta que Geoffrey volvió para comunicarle la muerte de su padre.

—Aclaremos los movimientos de la familia —dijo Fen—. ¿Qué hizo su madre entre las cinco y las siete?

—Salió a tomar el té con una amiga. Volvió a las seis y cuarto, se encontró con papá en la puerta y luego se percataron de que el señor Peace ya había llegado. Para entonces, papá había descubierto lo de Josephine y su manuscrito, la había perseguido por la rectoría y le había dado unos azotes antes de volver a casa.

—¿Significa eso que su padre estaba en la rectoría cuando nosotros llegamos? —preguntó Geoffrey.

—Sí. Supongo que se marcharía poco después de que nos fuésemos al Whale and Coffin.

—¡Ah! —dijo Fen, misteriosamente—. ¿Josephine está por aquí? Me gustaría verla, si es posible.

—Andará por la casa, sí.

—Bien. —Fen cogió una manzana de uno de los árboles, le dio un mordisco y dijo crípticamente—: Todo en orden, de momento. Su versión confirma la de Peace.

Geoffrey advirtió que Frances y Savernake cruzaban una fugaz mirada. Fen también se dio cuenta.

—No se lo callen —dijo amenazadoramente, con la boca llena de pedazos de manzana—. Les he visto.

Frances dijo:

—¿No cree usted, señor Fen, que Peace habría debido de tener la decencia de irse después de lo ocurrido? Sobre todo porque él y mi padre se llevaban tan mal…

—Comprendo —repuso Fen, cauteloso—. Un asunto de negocios, ¿verdad?

—¡Negocios! —Los ojos de Frances brillaron de indignación—. Quería gorronear a mi padre.

—Sea más realista, querida. Eso era de esperar —dijo Savernake con una sonrisita sarcástica—. El dinero atrae a ese tipo de hombres como abejas a la miel.

Fen dio otro mordisco a su manzana.

—Creo que hay más de una versión al respecto…, pero no hablemos de eso ahora —dijo con suavidad. Su impaciencia por cambiar de tema era evidente—. Lo que importa de verdad es que, con la excepción de Dallow, ahora sabemos dónde estaban todos, o dónde dicen que estaban, a las seis de la tarde de ayer, a saber:

»Spitshuker estaba solo en su habitación, trabajando. No se ha comprobado y además es imposible que lo hagamos.

»Garbin estaba solo en su habitación. Idem.

»Dutton había salido a dar un paseo. Ídem.

»Peace estaba merodeando por aquí. Ídem.

»Usted, Savernake, y la señora Garbin estaban juntos.

»El doctor Butler estaba pegando a Josephine en la rectoría.

»Usted, Frances, volvía de la compra.

»Su madre estaba tomando el té en casa de una amiga.

»Geoffrey y Fielding se dirigían a la rectoría desde la estación.

»¿Y yo? ¿Qué estaba haciendo yo? —Fen se concentró—. ¡Sí, ya lo tengo! Iba de camino al pub. Sabía que había algo familiar en lo de las seis de la tarde. Si todo el mundo tuviera el sentido común de irse al pub en cuanto abren, esto no habría sucedido. Una interesante ausencia de coartadas, ¿verdad? —Fen acabó de comerse la manzana y arrojó el corazón a un pájaro—. Bueno, basta de cháchara, aún tengo que ver a la señorita Josephine. Está en casa, ¿no es así?

—Sí. July, haga el favor de acompañar al señor Fen y ayúdele a encontrar a Josephine.

Savernake accedió a regañadientes y los dos se marcharon juntos. Geoffrey y Frances entraron en el huerto. Geoffrey supo que había llegado su momento.

Soltería estaba haciendo un recorrido por las defensas, pero sin confiar demasiado en su eficacia. Aquello parecía más un último paseo sentimental por la mansión familiar que iba a abandonar para siempre. Geoffrey meditaba sobre la mejor forma de plantear el tema con sutilidad mientras contemplaba con exagerado interés una hilera de rábanos. Fue su incapacidad para que se le ocurriese alguna, más que una sensación de seguridad, lo que le llevó a preguntar:

—¿Ha sido ya usted solicitada en matrimonio?

Frances negó con la cabeza. La pregunta había resultado de lo más natural.

—Entonces…, ¿querría usted casarse conmigo?

Ella se detuvo en seco, sorprendida.

—Pero señor Vintner… Geoffrey… Si apenas nos conocemos.

—Lo sé —reconoció él, con tristeza—. Pero es que no lo puedo evitar. Estoy completamente enamorado de usted.

Aquella admisión había sonado tan lamentable que ella no pudo contener la risa. Geoffrey clavó más aún la vista en los rábanos. ¡Toscas raíces! ¿Qué sabían ellas de las agonías de un soltero de mediana edad que pedía a su amada en matrimonio? Dijo «lo siento» no tanto porque quisiese disculparse, como porque no se le ocurría nada más que decir.

Frances dejó de reír rápidamente.

—Eso no ha sido muy educado por mi parte. No pretendía ofenderle —dijo con una mirada dulce—. Bueno, ¿considera que este era el momento oportuno para pedírmelo?

—Por supuesto que no. ¡Vaya falta de tacto! No tendría que haberle dicho nada.

—Es tan imprevisto… Eso es lo gracioso. Yo… Me ha cogido totalmente desprevenida.

—¿Se lo pensará?

—Sí —respondió Frances con seriedad—. Sí, me lo pensaré. Y… —vaciló un poco— creo que es usted encantador.

—No, no soy encantador, para nada. Y es mejor que vaya conociendo la clase de ganga que se llevaría. —Soltería había planeado un ingenioso contraataque—. Soy quisquilloso, remilgado y egoísta, de costumbres fijas, muy desagradable a la hora del desayuno, y…

—¡No! —Rio ella, casi sin aliento—. A fin de cuentas, yo tampoco es que sea un premio de la lotería. Tenemos que hablar con calma…, y pronto.

—¿Y Savernake?

—Bueno, ya se sabe. A veces nos dejamos llevar por algo que, en el fondo, no queremos. Pero no se preocupe, eso es…, sería… solo asunto mío. Escuche, ahora tengo que ir a ver a mi madre, pero mañana, antes de desayunar, podemos ir a dar un paseo y a bañarnos en el mar. ¿Qué le parece?

—Estupendo.

—Pasaré la noche en la rectoría. En cuanto me despierte, llamaré a su puerta. Como saldremos muy temprano, no habrá mucha gente en los alrededores, y luego… —sonrió—. Bueno, ya veremos.

Se miraron unos instantes en silencio. Cabello oscurísimo, profundos ojos azules, labios rojos y el cuerpo de una diosa. Pero ¡banal! Nuestros amores, tan distintos e incomunicables… Ningún poeta ha conseguido esbozar siquiera los verdaderos sentimientos. Y, sin embargo, es algo tan placentero y sencillo… Además, no nubla la vista, pues si no ¿cómo podría ver las hojas de los rábanos que, mecidas por una súbita brisa, le daban su diminuto consentimiento? Esa misma simplicidad era parte de su éxtasis. ¡Oh, América mía, mi continente recién descubierto!

Un segundo después ella ya no estaba, la gloria había partido. Hasta los rábanos volvieron a su estado vegetativo, convertidos de nuevo en aburridas raíces. Raíces comestibles, no obstante… Geoffrey arrancó uno, lo limpió y se lo zampó.

Fen y Josephine estaban sentados uno frente a otro en la inmensa y sombría biblioteca; él serio y hablando más bien poco, ella huraña y hablando menos aún. El cabello despeinado le caía a la muchacha sobre unos ojos de pupilas dilatadas y brillo antinatural. Debajo del vestido negro se intuía un cuerpo flaco que se estremecía de vez en cuando y se agazapaba en la butaca como si le alegrase notar en la espalda la presión del respaldo.

—¿Por qué quemó el manuscrito? —preguntó Fen en voz baja.

—No sé por qué tendría que decírselo a usted.

—Tampoco yo, la verdad. Pero, si me lo cuenta, tal vez pueda ayudarla.

Josephine reflexionó. Si aquello era cierto, parecía razonable, pero bien podía no serlo.

—¿Y cómo pretende ayudarme?

—Podría conseguirle las cosas que le gustan.

—No sé… No sé si es una de las cosas que me está permitido contar. Yo estaba mareada, todo me daba vueltas, después…, después de… Notaba la cabeza rara, no sabía lo que hacía. Luego él me pegó. Habría preferido morirme antes que dejar que me pusiera la mano encima.

Se enjugó la nariz con el dorso de la mano.

—Y ¿quién le dio el mensaje?

La respuesta fue automática:

—Un policía.

—Eso no es cierto.

—Un policía. —Le dirigió una sonrisa bobalicona—. Fue un policía.

—¿Quién se lo dio?

—No puedo decirlo, o no me darán lo que quiero.

—¿Qué es?

—No puedo decirlo.

Fen suspiró y volvió a intentarlo con infinita amabilidad y paciencia.

—¿Por qué le molestó tanto que su padre le pegara?

—No era justo. Yo me encontraba mal, no sabía lo que hacía.

Josephine ocultó la cara entre las manos.

—Pobrecita —dijo Fen. Se inclinó para tocarle el hombro, pero ella se revolvió.

—¡No me toque!

—De acuerdo. Si no se encuentra bien, llamaremos a un médico.

—Me dijeron que no tenía que dejar que mamá llamase al médico. Tenía que fingir que me encontraba bien.

—¿Quién se lo dijo?

—Fue… —De pronto, sus ojos brillaron con picardía infantil. Por un momento, las pupilas dilatadas parecieron enormes—. Quiere pillarme, ¿eh? No se lo diré.

—Muy bien —dijo Fen indiferente—. Pero todavía no me ha contado por qué le disgustó tanto que le pegara su padre.

—Fue una… —le costó encontrar la palabra— profanación. Solo hay un hombre a quien le está permitido hacer esas cosas.

Un estremecimiento le recorrió, una vez más, el cuerpo.

—¿Y quién es ese hombre?

—El Caballero Negro.

Fen se incorporó. Empezaba a comprender.

—Apolión.

—Lo sabe.

—Sí, lo sé. Maledico Trinitatem sanctissimam nobilissimamque, Patrem, Filium, et Spiritum Sanctum. Amen. Trinitatem, Solher, Messias, Emmanuel, Sabahot, Adonay, Athanatos, Jesum, Pentaqua, Agragon…

Ischiros, Eleyson, Otheos —siguió ella, en voz más alta y aguda que la de Fen—. Tetragrammaton, Ely Saday, Aquila, Magnum Hominem. Visonem, Florem, Originem, Salvatorem maledico… Pater noster, qui es in coelis, maledicatur nomen tuum, destruatur regnum tuum

Y así continuó la monótona retahila de blasfemias, hasta que por fin, en una pausa, Fen dijo:

—¿Ve? Soy uno de los suyos. Puede confiar en mí. —Se sacó una pitillera del bolsillo. Josephine la miró con avidez y Fen captó su expresión—. ¿Quiere uno?

—Sí, deme uno. ¡Deprisa!

Josephine le arrebató el cigarrillo y se lo llevó a la boca. Él se lo encendió y observó en silencio mientras ella fumaba, inhalando profundamente. Sin embargo, un momento después, Josephine tiró el cigarrillo con un grito de rabia, casi de desesperación.

—¡No es de los buenos!

Fen se levantó.

—No, no lo es —dijo con voz severa—. El Caballero Negro le da de los buenos, ¿verdad? —Ella asintió—. Solo he venido a probar su fe. In nomine diaboli et servorum suorum.

—Mi fe es fuerte. —La niña habló con seguridad, aunque con un deje de histeria—. Mi padre murió en la mala fe.

Ya en la puerta, Fen se volvió.

—Soy uno de los suyos. Dígame quién es su director.

Por un momento todo pendió del más fino de los hilos. Josephine vaciló y volvió a estremecerse. Luego miró a Fen y sonrió.

—No puedo decirlo.

Fen se encontró con Geoffrey en la puerta.

—¿Ha visto a Josephine?

Fen asintió. Estaba furioso.

—La han estado drogando sistemáticamente, supongo que con marihuana, una variante del hachís. En cualquier caso, con algo administrado en forma de cigarrillo. Hay que trasladarla enseguida al hospital y ponerla en tratamiento. Voy a llamar al inspector ahora mismo. —Se detuvo—. Y lo que voy a decir no tiene nada que ver con los asesinatos, salvo que la misma persona es la responsable. Se trata de maldad gratuita, de corromper por el placer de corromper. Y no es solo su cuerpo, sino también su mente. Hay algo más.

—¿Qué?

—Josephine es una bruja.

Geoffrey lo miró, sorprendido.

—¡Una bruja!

—Al parecer, las tradiciones perduran en Tolnbridge. Sí, según la definición habitual, Josephine es una bruja. Quemó el libro de teología cristiana que escribía su padre. Quería mantenerse pura, lejos de las manos paternas, reservarse para alguna bestialidad que espero que nunca lleguemos a conocer. Me ha dicho que su padre murió en la mala fe. Josephine ha visto al diablo, y eso no es todo… ¡Ha participado en una misa negra!