6. Asesinato en la catedral

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Asesinato en la catedral

Que esta noche hereda

el vasto salón de la muerte.

ARNOLD

Salieron del Whale and Coffin y regresaron a la rectoría.

Eran las diez menos diez y una bruma crepuscular acariciaba los tejados de la villa, suavizaba el contorno de la costa y dibujaba cauces de plata entre las casas blancas dispersas por la distante orilla del otro lado del estuario. Ya ni siquiera las gaviotas emitían sus melancólicos gritos. Como en un gesto de despedida antes de sucumbir al asalto de la oscuridad, el cielo era del más pálido y frágil azul. El ambiente estaba impregnado del sosiego, singular e inexplicable, del anochecer, interrumpido tan solo por los graznidos de una bandada de grajos que regresaba a sus nidos, en las copas de unos abetos. La catedral, con su orgullosa aguja alzada al cielo, dominaba la población.

Geoffrey cojeaba. Estaba convencido de que a la sazón el moratón producido por el golpe ya habría adquirido unas dimensiones considerables, y además un segundo malestar, más temible si cabe, estaba arraigando en su cuerpo. El paso rápido de Fen no ayudaba en absoluto. El profesor daba zancadas a un ritmo desenfrenado e innecesario mientras parloteaba sin cesar sobre insectos, catedrales, crímenes y también sobre la Universidad de Oxford, y se quejaba, de forma distante y maliciosa —era su modo habitual de manifestar su buen humor— de la gestión de la guerra, de su situación personal, de la ingratitud de sus contemporáneos y de la calidad de ciertas marcas comerciales de whisky. No obstante, Geoffrey se sentía más feliz de lo que había estado el resto del día. Había encontrado a Fen, se había esclarecido parte del misterio, y él —Geoffrey— sabía ahora con total seguridad que era el objeto de una malicia incidental y no específica. De pronto se le ocurrió un modo de combinar el tema por inversión y el tema por disminución y cantó alegremente por lo bajo incluso después de que Fen, hasta entonces enfrascado en una descripción deprimente de las costumbres del escarabajo pelotero común, le llamase la atención al respecto. El inspector caminaba casi en silencio. Era evidente que no escuchaba a Fen, pero insertaba monosílabos anodinos siempre que se producía una pausa conveniente, como si estuviese arrojando cerillas a un arroyo.

Poco después se cruzaron con Fielding, que volvía de su paseo con los bajos del pantalón salpicados de agua marina. Los saludó abatido, todavía muy afectado por el calor, y Geoffrey le presentó a Fen y al inspector.

—¿No será usted… —preguntó Fen, antes de que pudieran detenerle— el autor de Tom Jones?

Mientras seguían andando, Geoffrey le informó de la situación en la medida en que fue capaz, lo que aumentó el desaliento de Fielding. Sabía que la ineptitud en los procesos deductivos que había demostrado hasta el momento no le auguraba precisamente un futuro prometedor como agente secreto. Sin embargo, le consoló un poco reconocer que él no había estado al corriente de los datos relevantes.

—Parece que el caso se ha aclarado un poco —le dijo a Geoffrey, con expresión ansiosa—. ¿Cuál es el siguiente paso?

Geoffrey le resumió entonces los planes que tenían, y Fielding asintió.

—Muy bien —dijo, como si creyese que esperaban un comentario de él—, pero ¿quién está detrás de todo este asunto? Eso es lo que tenemos que averiguar cuanto antes.

Geoffrey, más que dispuesto a superar a Watson en este aspecto, soltó una serie de gruñidos para mostrar su desacuerdo y declaró, dogmático:

—Lo mejor que podemos hacer es no molestar y no hacer preguntas idiotas. Ya hay dos personas a cargo del caso… ¡Que Dios ayude a la ley —añadió con sentimiento— si es gente como nosotros quien tiene que acabar defendiéndola!

—Pues yo creo que lo haría bastante bien —protestó Fielding, tozudo. Tras una pausa, preguntó—. ¿Geoffrey?

—¿Sí?

—¿Cree que esta gente podría ayudarme a entrar en el Servicio Secreto?

—¡Santo cielo! ¿Todavía sigue con eso? No está capacitado, se lo repito… ¡No está capacitado…!

—No veo por qué voy a estar menos capacitado que cualquier otro. Usted no se da cuenta de mi situación.

—Claro que me doy cuenta. ¡Es usted un romántico trasnochado y, además, está loco! El Servicio Secreto no es todo armas, espías guapas y códigos, ¿sabe? —continuó severamente Geoffrey, que por lo demás no sabía nada del tema—. Es solo rutina, trabajo de oficina y… —su imaginación acudió rauda en su ayuda— acodarse en pubs para escuchar las batallitas de los soldados.

—¿Y eso por qué? —preguntó Fielding.

—Acabará defendiendo que hay espías en Tolnbridge…

—Y eso nos lleva al otro asunto —se quejó el inspector, que se encontraba a la izquierda de Geoffrey—: hay espías en Tolnbridge, agentes enemigos. Se ha filtrado cierta información… Nada importante, afortunadamente, pero sí sintomático…

Fue una suerte que Fielding no lo oyese. Geoffrey se detuvo un instante para asimilar la monstruosa información y verificar que el inspector hablaba en serio antes de desviar apresuradamente la conversación a otros asuntos. Fen apenas escuchaba. Atento a su particular obsesión, había empezado a buscar insectos entre la maleza y los arbustos.

—¿Qué tal el paseo por los acantilados? —preguntó Geoffrey.

—Alambradas por todas partes —respondió Fielding, sombrío—. Tampoco veo que eso vaya a detener una invasión… —De pronto, perplejo, hizo una pausa—. Por cierto, ¿se ha descubierto algo del manuscrito que quemó esa niña?

—¡Por Dios santo, no! —respondió Geoffrey, sorprendido—. Pero supongo que no guarda ninguna relación con el caso.

Fielding meneó la cabeza. Por la gravedad de su expresión, quedaba claro que consideraba que el incidente revestía la mayor de las importancias. Y, además, las autoridades lo habían pasado por alto. Lo archivó mentalmente con la ingenua ilusión de un inversor que conserva acciones sin valor esperando que un día lo hagan inmensamente rico.

—¿Ha visto usted por ahí al tabernero?

—No. No estaba.

Fielding le dirigió una mirada de leve reproche.

—¡Ha estado bebiendo todo este rato!

—Pues sí, he estado bebiendo —dijo Geoffrey con la majestuosidad imaginaria que induce el alcohol.

—… pone sus huevos en una especie de burbuja blanquecina que refracta la cabeza —decía Fen—. Luego, en mayo, la burbuja estalla…

—Por cierto, señor —interrumpió bruscamente el inspector—, no hemos comentado el asunto de la tumba… Ya sabe, la losa desplazada.

—¡Por mi pelo y mis bigotes! —exclamó Fen—. Es cierto. ¿Cree que Brooks se refería a la tumba de ese viejo réprobo de Thurston? Pero me ha dicho que nadie ha tocado el tabique y allí no hay ninguna losa, en cualquier caso. Losa, losa… —Chasqueó los dedos—. ¡Ya lo tengo! Debe de ser la enorme tumba de san Ephraim que está encastrada en la pared justo debajo de la galería del Obispo. Es la única que, en lugar de estar enyesada, se mantiene cerrada gracias a seis grandes candados. Supongo que las llaves estarán en algún sitio. Pero me preguntó por qué… Hmmm… ¿Buscaría un escondrijo? Quizá Brooks vio uno de los candados sueltos… Inquietante, como El conde Magnus.[3] Tenemos que localizar esas llaves, Garratt, y echar un vistazo a ese nicho.

—Puedo afirmar con rotundidad —dijo el inspector agresivamente, como si lo estuvieran acusando de algo— que, por lo que yo he visto, no se ha tocado nada y no se han realizado obras de albañilería en ninguna de las tumbas. —De pronto pensó en algo que lo hundió de nuevo en el desaliento—: A lo mejor Brooks deliraba, sin más.

Doblaron una curva y pasaron ante un estanco de aspecto siniestro. Dos soldados, sentados en el estribo de un camión militar, fumaban y contemplaban absortos el asfalto. Una pareja de dependientas de faldas cortas pasaron por el otro lado, riendo y echándoles miraditas coquetas. Los soldados emitieron ruidos jocosos como prueba de su libidinosa atención. Las muchachas chillaron de excitación nerviosa y se marcharon. El inspector suspiró. Fen intentaba en vano introducir un saltamontes dentro de una caja de cerillas. Y a lo lejos apareció Frances, un modelo de belleza. Geoffrey también suspiró: aquella perfección grácil y elegante no podía estarle destinada. A la luz del anochecer, su cabello era de un negro aún más oscuro y exquisito.

—¿Ya ha terminado la reunión? —le preguntó Geoffrey cuando Frances estuvo cerca.

—Hace siglos —dijo ella, alegremente—. Todos se han ido… O, más bien, casi todos.

Hizo una pequeña pirueta en la calle.

—Parece usted feliz… —aventuró Geoffrey.

—Estoy animada.

—¿Por qué?

—No lo sé. No debería, supongo, con todas las cosas horribles que están pasando. —Lo observó con cierta timidez—. Siempre es agradable conocer a gente nueva…, ya me entiende. ¿Por qué quería saber si ya había terminado la reunión?

—Tengo que hablar con su padre sobre las piezas que voy a interpretar, y sobre cuándo podré ver el coro y probar el órgano, y…

Frances se echó a reír.

—¡Ah, trabajo…! Pues no encontrará a mi padre en la rectoría, eso se lo aseguro. Ha subido a la catedral en cuanto ha terminado la reunión, hará una media hora, como mínimo.

Geoffrey interceptó el fugaz cruce de miradas entre Fen y el inspector.

—¿Sabe cuáles eran sus intenciones, señorita? —preguntó el inspector.

El rostro de Frances se ensombreció.

—Ha dicho… que no averiguaríamos lo que le había sucedido a Brooks a menos que alguien hiciese lo mismo que él había hecho: quedarse solo en la catedral. —Vaciló—. Lo cual me parece una solemne tontería.

—No será de la menor utilidad, señorita, si es a eso a lo que se refiere —pontificó el inspector con vaguedad—. Pero tampoco hará daño alguno a nadie. Doy por sentado que la llave de la rectoría les habrá sido restituida.

Frances asintió.

—Sir John me la ha dado justo después de la cena. ¿Se alojará en la rectoría esta noche? —le preguntó a Fen.

—Sí —respondió Fen con tristeza, como si fuese lo más ofensivo que hubiese oído en la vida—. Tenía la intención de hacer un experimento interesantísimo con polillas, pero al parecer ya no me será posible.

—¿Quiere que le prepare la cena? ¿Vuelve a la rectoría ahora mismo? Es que estoy un poco nerviosa por papá… Por eso he salido a buscarles.

—Acompañaremos a la rectoría al inspector, que tiene que interrogar a los presentes sobre sus movimientos de esta tarde. Entretanto, Geoffrey y yo subiremos a la catedral para echar un vistazo y tratar de charlar con su padre…

—Eso me alegra —dijo Frances—. Me asusta un poco que se quede solo en la catedral, después de todo lo que ha pasado… Bueno, supongo que estoy exagerando. —Sonrió—. Además, lleva un trébol de cuatro hojas para atraer la buena suerte, así que no tengo de qué preocuparme.

—Su padre no corre ningún peligro, señorita —dijo el inspector automáticamente—. Mis hombres siguen allí montando guardia, así que no puede sucederle nada. —Silbó unas pocas notas, desafinadas y sin brío.

Cruzaron la cerca de la rectoría, atravesaron la jungla de maleza y entraron en la casa. Ya en el vestíbulo se encontraron con el canónigo Spitshuker, tan pequeño, rollizo e inquieto como siempre, que estaba intentando ponerse una gabardina mientras tarareaba el Benedicite por lo bajo.

—¡Frances, querida! —gritó en cuanto los vio entrar—. Me temo que encontrarás la casa vacía: todos los invitados se han ido ya. Solo quedo yo y, por supuesto —agitó las manos, nervioso—, el bueno de Dutton, que se ha retirado a sus aposentos con un ejemplar de Anatomía de la melancolía y unas pastillas de fenobarbital. No es que sea la lectura más alentadora para un sujeto nervioso como él, diría yo, pero quizá produzca un efecto tranquilizador en algunas personas. ¿Cómo van esos insectos, Gervase? Me parece que el obispo no está muy dispuesto a olvidar su última débâcle. —Hizo una pausa y se volvió hacia el inspector con expresión sombría—. ¡Qué curioso!, casi me había olvidado…, el pobre Brooks… Sin duda querrá que le prestemos toda la ayuda que podamos, señor inspector, para esclarecer este nuevo… acontecimiento.

El inspector asintió.

—Se lo ruego, caballero. Es principalmente un asunto de rutina, como comprenderá. ¿Tenía prisa por llegar a casa?

—¡No, no! Puedo demorarme cuanto haga falta. Mi único compromiso pendiente es el que tengo con mi vaso de leche caliente con ron antes de acostarme. —Spitshuker volvió a quitarse la gabardina con suma dificultad, ayudado inútilmente por Geoffrey. Finalmente emergió de la prenda con la brusquedad de un corcho que sale disparado de una botella y se los quedó mirando, jadeante.

—¿Debo asumir, señor, que en la casa solo quedan usted y el señor Dutton? —preguntó el inspector.

—Así es. El señor Peace, el cuñado de Butler, estaba hablando conmigo hasta hace cinco minutos, pero luego se ha ido a no sé dónde. Es extraño que no se hayan cruzado con él. Hemos mantenido una conversación interesantísima. Parece que le afligen ciertas dudas de naturaleza decisiva sobre la validez de su vocación, pero, como he procurado explicarle, cuando uno trata con doctrinas sobre la mente que, comparadas con las del cristianismo, son tan confusas y poco científicas…

Frances acudió al rescate.

—¿Sabe si se dirigía a la catedral?

—Mi querida joven, es posible. Peace no ha mencionado adónde iba exactamente. Quizá solo quería disfrutar de esta noche tan agradable.

Fen, que merodeaba por el vestíbulo enderezando unos cuadros que le parecían algo torcidos, intervino:

—Debo conocer al señor Peace de inmediato. —Se volvió hacia Frances—. ¿Se aloja en casa de su padre?

Frances asintió.

—¿Una visita de cortesía?

—Creo que está aquí por un asunto de negocios —dijo Frances, encogiéndose de hombros—. Yo no lo conocía… Nunca lo visitamos cuando vamos a la capital.

Fen hizo unas distraídas señales de afirmación y enderezó otro cuadro.

—¿Me necesita para algo? —preguntó Frances al inspector—. Es que tengo cosas que hacer en la cocina…

—No la necesitaré hasta dentro de media hora, señorita.

—Pues búsqueme allí o en mi habitación —indicó Frances antes de irse.

—Vamos, Geoffrey, subamos a la catedral antes de que la oscuridad no nos deje ver nada —dijo Fen, inquieto. Después se volvió hacia Spitshuker—: ¿No sabrá, por casualidad, si, desde el día que se tapió, alguien ha entrado o ha accedido, del modo que sea, a la galería del Obispo?

Spitshuker le dirigió una fugaz mirada taimada que contrastaba enormemente con la máscara de bonachón inútil que presentaba al mundo.

—¿La galería del Obispo? Mi querido amigo, no lo creo. No, entiendo que no. Al menos, no hay constancia de ello. Supongo que sería posible escalar con una cuerda desde el presbiterio, pero desconozco si alguien lo ha intentado alguna vez. Nunca se ha celebrado una apertura pública de la tumba del obispo Thurston, y si eso llegara a plantearse, los supersticiosos de la localidad no tardarían en oponerse. El obispo no fue, digamos, un ejemplo de la Iglesia a la que servía, y es inevitable que corran sobre él… ciertas leyendas. Con una galería aislada que guarda tan solo el cadáver de un hombre, la menor ilusión óptica puede hacernos creer que hay alguien asomado arriba… —Se detuvo.

Fen parecía interesado; un espectáculo nada habitual.

—¿Y usted cree haber visto algo así?

—Una ilusión óptica, como le he dicho. Pero no se nos prohíbe creer en los demonios.

—¿Hace poco?

—Creo que no.

El interés de Fen se esfumó visiblemente.

—Conque el obispo se asoma desde su galería al presbiterio. ¿Nunca ha tomado otras iniciativas?

El canónigo soltó una risita brusca y áspera.

—Se dice que son dos, un hombre y una mujer, pero yo no perdería el tiempo con esos cuentos. Hable con Dallow: él le pondrá al tanto de las pintorescas creencias locales. Es un experto en estos temas. No sé si su duda estaba enfocada a una posible caza de fantasmas…

Fen respondió a la pregunta implícita.

—Si queremos entrar en esa galería, necesitaremos el permiso del deán y del cabildo. Lamentablemente, no podemos esperar. ¿Cree que si escalamos por el antepecho las autoridades harán la vista gorda?

—Mi querido amigo, la Iglesia es experta en hacer la vista gorda. Entre los jesuitas eso se conoce como sofisma. Pero ¿cómo se propone conseguirlo?

—Geoffrey escalará con una cuerda —declaró Fen con absoluta seguridad.

—Ni hablar —dijo Geoffrey.

—Pues que lo haga cualquier otro. Claro que nos queda el problema de dónde atar la cuerda. ¿Hay alguien en la población que sepa manejar el lazo?

Spitshuker vaciló.

—Harry James, el dueño del Whale and Coffin, trabajó de ganadero en Argentina… —Geoffrey y Fielding intercambiaron sendas miraditas triunfales— y quizá para un ganadero sea imprescindible saber manejar el lazo… O quizá no. —Spitshuker pareció afligirse ante la ausencia de información precisa al respecto—. Además, creo que es una habilidad que puede adquirirse rápidamente y perderse con la misma celeridad.

Geoffrey admitió para sí que a Spitshuker no le faltaba razón. Como prueba incriminatoria contra el dueño del Whale and Coffin, era endeble, sobre todo porque plantear que alguien hubiese escalado hasta la galería del Obispo era, hasta el momento, una pura especulación. Pero le costaba dejar pasar el menor detalle sobre aquel hombrecillo robusto, siniestro y algo ridículo que conocía su nombre de pila y se había mostrado tan asombrado al verlo en Tolnbridge.

—… Veremos lo que puede hacerse —decía Fen en un tono amenazador—. Probablemente esta noche será imposible, en cualquier caso, pero al menos estudiaremos el terreno. Otro asunto: las llaves de la tumba de san Ephraim.

Spitshuker lo miró sin comprender.

—¿Las llaves…? ¡Oh, ah, sí, desde luego, las llaves de los candados! ¿No se estará usted planteando una exhumación general? —preguntó con ironía—. Las llaves se destruyeron o se perdieron, no lo recuerdo bien, hará unos ciento cincuenta años. Antes san Ephraim estaba enterrado en la capilla dedicada a él. La tumba actual se erigió en el siglo XVII y fue entonces cuando trasladaron allí sus restos (o lo poco que quedaba de ellos). Lo de los candados no es lo habitual, aunque tampoco se trata de un método desconocido. Pero se ha empleado más, desde luego, en los sarcófagos. Las llaves las iban guardando los sucesivos deanes… ¡Sí, ahora lo recuerdo! La residencia del deán se incendió a finales del siglo XVIII y seguramente las llaves se perdieron entonces. De nuevo, es a Dallow a quien debería preguntar.

—Sería más fácil sacar un duplicado directamente del candado —propuso el inspector.

—Pero ¿por qué, mi querido inspector? ¿Por qué? No hay nada de valor detrás de esa inmensa losa. Un ataúd de plomo con algo de polvo y cabello, eso es todo. En el pasado se hicieron valiosas ofrendas al sepulcro, pero Enrique VIII las confiscó y después, salvo muy localmente, el culto al santo cesó.

—Tenemos nuestras razones, señor —dijo el inspector con su habitual brusquedad—. Pero, si me lo permite, de momento prefiero guardármelas para mí.

Unas razones muy insustanciales, pensó Geoffrey, que se abstuvo de hacer comentarios.

Fen llevaba más de un minuto removiendo con irritación los paraguas y los bastones del paragüero.

—¡Vámonos de una vez, por Dios! ¿Por qué seguimos aquí, perdiendo el tiempo?

Y antes de que alguien pudiese añadir nada más, se marchó. Geoffrey y Fielding lo siguieron. Geoffrey vio de soslayo que Spitshuker y el inspector se dirigían a la sala.

Rodearon la casa y cruzaron el jardín trasero entre las profusas e incoherentes excusas de Fielding, que se disculpaba por si su presencia les estorbaba de algún modo. La verja que separaba la rectoría de los terrenos de la catedral estaba cerrada, pero Fen había cogido la llave de Dutton. El profesor se mostró inusualmente preocupado y solemne durante el ascenso a la colina. La tierra estaba seca y dura, y la quietud del aire era sobrenatural. Geoffrey buscó con la mirada a los policías que supuestamente debían estar custodiando la catedral, pero ya había oscurecido y, además, los árboles y la maleza dificultaban la visión de la parte baja del edificio. Solo alcanzaba a vislumbrarla fugaz y esporádicamente, y al paso siguiente volvía a desaparecer de su campo de visión. Le pareció ver una figura que se movía a lo largo de la fachada norte de la catedral, pero no pudo asegurar que no se tratase de una jugada de su imaginación.

Se detuvieron ante la hondonada donde antaño se solía quemar a las brujas. El terreno estaba descuidado, invadido por la maleza y cubierto de hierbajos y zarzas. El poste de hierro se recortaba, adusto, contra la luz crepuscular. Descubrieron las anillas por las que habrían pasado cuerdas y cadenas. La desolación de aquel lugar resultaba casi insoportable, pero Geoffrey fue capaz de imaginar la ladera atestada de hombres y de mujeres cuyos ojos brillaban de deseo, miedo y placer morboso ante el espectáculo que se les iba a ofrecer. Cuando vieran aparecer el carro, un susurro recorrería la multitud, las cabezas se mecerían como un campo de maíz despeinado por los dedos del viento y todos se inclinarían para ver mejor: los jueces con sus togas, el deán y el cabildo, los terratenientes y, detrás, la bestia de muchas cabezas: el vulgo. En el carro siempre habría una mujer que habían conocido —la vecina de al lado, quizá—, un rostro familiar transformado en una máscara del miedo, en cuya presencia se santiguarían y murmurarían el Confiteor. ¿Quién sería la siguiente? Y ¿qué éxtasis de terror, de vano arrepentimiento o de certeza absoluta anidaría en el pecho de aquella mujer? ¿Qué gritos destinados a Apolión y al Señor de las Moscas proferiría? No hacía falta mucha imaginación para escuchar el eco de aquellas escenas, incluso ahora. Aquí se habían congregado, semana tras semana, mes tras mes, año tras año, hasta que el mismo pueblo acabó harto y asqueado de los gritos y el olor a carne y pelo quemados. Ciertos miembros de las autoridades se veían obligados a presenciar el fin de aquellas desdichadas. El resto de la gente se quedaba en casa, preguntándose si no habría sido mejor enfrentarse al maligno como ser vivo y tangible en lugar de a los sepulcros amontonados de tantos malignos e intangibles muertos.

—Esta fue la última zona del país donde dejaron de celebrarse juicios y quemas de brujas —dijo Fen—. En el resto del territorio, la práctica había cesado cincuenta o sesenta años atrás, y el ahorcamiento, no la hoguera, era el método habitual de ejecución. Los procesos de Tolnbridge adquirieron una fama tan abominable que una Comisión Real se presentó aquí para investigar qué estaba pasando. Pero todo acabó con la muerte del obispo Thurston. Al menos en teoría. Uno de los últimos juicios por brujería celebrados en estas islas fue el caso Weir, en Edimburgo, en 1670. Pero en Tolnbridge esas prácticas se prolongaron durante cuarenta años más, hasta bien entrado el siglo XVIII; el mismo de Johnson, de Pitt y de la Revolución francesa. A un paso de nuestra época, vamos. Una barrera vergonzosamente frágil…, y lo cierto es que la naturaleza humana no ha cambiado tanto desde entonces.

Continuaron subiendo la colina.

—Estará demasiado oscuro para hacer nada, y defensa antiaérea prohíbe encender las luces. —Fen se sacó una linterna del bolsillo de la gabardina y probó a encenderla—. Es muy posible, desde luego, que andemos muy errados en nuestras conjeturas, aunque por lo visto el buen chantre es de la misma opinión.

—¿Qué cree que estará haciendo? —preguntó Geoffrey.

—Mi querido amigo, ¿cómo voy a saberlo? Seguramente lo que ha dicho que iba a hacer, esperar un fantasma y… ¡Caray!

Habían llegado a la cima. Ante ellos se cernía la catedral, que ahora parecía altísima, sombría y poderosa como una bestia acechando en la penumbra. Se detuvieron en una parcela de césped donde la nave se encontraba con el transepto sur. Desde allí, alcanzaban a ver tres puertas: ninguna estaba vigilada.

Fielding agarró a Geoffrey del brazo.

—¡Geoffrey! ¿Dónde está la policía?

En ese preciso instante, en la sala de la rectoría, el canónigo Spitshuker le estaba comentando al inspector:

—… y entonces, cuando vi que les había ordenado a sus hombres que dejasen de vigilar la catedral, supuse…

El inspector se levantó.

—¿Cuando vio qué?

—Que se iban en un coche patrulla, hará cosa de una hora. Los vimos varios de nosotros.

El inspector se lo quedó mirando unos instantes, sin comprender. Luego susurró: «¡Dios mío!», y corrió al teléfono.

Después del comentario de Fielding, los tres se quedaron un momento inmóviles, mirando. Luego notaron que la tierra temblaba bajo sus pies y, a continuación, oyeron un estruendo en el interior del edificio. Después, se hizo el silencio.

Gervase Fen fue el primero en reaccionar. Se abalanzó sobre la puerta más cercana e intentó abrirla, pero estaba cerrada. También lo estaban las otras dos. Corrieron al otro lado de la catedral y allí, para su sorpresa, se toparon con Peace, que caminaba apresuradamente en dirección opuesta.

—¿Qué ha sido ese ruido? —gritó nervioso—. ¿Qué ha sido ese ruido?[véase nota 6]

—No haga preguntas idiotas —zanjó Fen, mientras probaba las puertas de la zona sur. Geoffrey encontró una abierta y soltó un grito triunfal.

—¡Esa no nos vale, estúpido! —gritó Fen—. Solo lleva a la tribuna del órgano, y por ahí no se puede acceder a la catedral. Es inútil, todas las malditas puertas están cerradas a cal y canto.

Corrieron de nuevo al lado norte, no sin intentar, de camino, abrir la puerta que daba al oeste, pero fue en vano. Allí divisaron al inspector, que subía a toda prisa por la colina, agitando los brazos como un loco y gritando de forma incomprensible. Dos policías en bicicleta, a los que el inspector había convocado por teléfono entre blasfemias, le seguían a duras penas pendiente arriba.

Fen miró la hora.

—Las diez y dieciséis. Habrá pasado un minuto desde que hemos oído ese ruido. A las diez y cuarto, digamos.

—¿Echamos abajo una de las puertas? —preguntó Fielding, animado.

—Inténtelo si quiere, pero no servirá de nada —advirtió Fen—. Necesitamos una llave, o una cuerda, para que Geoffrey baje al presbiterio desde la tribuna del órgano.

—De eso ni hablar —dijo Geoffrey.

—Sospecho que descubriremos que la llave de la rectoría ha desaparecido de nuevo, pero todos los canónigos tienen una —concluyó el profesor.

El inspector y los agentes llegaron al mismo tiempo, todos sin aliento. Con una rapidez y una concisión de las que hacía gala cuando le interesaba, Fen le explicó lo sucedido al inspector.

—Se han tragado una condenada patraña —dijo el inspector, jadeando sonoramente—. Son tan tontos que hasta un niño podría engañarlos. ¡Que Dios se apiade de nosotros! ¿Adónde han ido? ¿Adónde han ido?

—Eso ahora es lo de menos. Lo más urgente es entrar en la catedral —repuso Fen.

Un agente partió apresuradamente colina abajo con la misión de conseguir unas llaves.

—Voy a subir a la tribuna del órgano, por si se ve algo desde allí —dijo Fen.

Todos le siguieron por la escalera de caracol. No tardaron demasiado en llegar a lo alto de la tribuna.

La catedral estaba en penumbra. Unos pocos rayos de luz tardía se filtraban por las ventanas del triforio y descansaban en los capiteles de tiesa vegetación. Y unas sombras enormes se desplazaban y revoloteaban por su interior con aterradora rapidez. Geoffrey vislumbró los cuatro grandes teclados del órgano, la estructura que soportaba los altos tubos pintados y, a la izquierda, un gran armario que separaba la tribuna de la galería del Obispo. Se acercó, junto con Fen y el inspector, a la alta balaustrada de madera que daba al presbiterio y todos miraron hacia abajo. La potente linterna de Fen cortó la oscuridad; las motas de polvo resplandecieron y flotaron en el haz de luz, que creó un nuevo mundo de sombras a su alrededor.

Y así estaba Geoffrey, mirando hacia abajo y un poco a la izquierda, justo debajo de la galería del Obispo, cuando reparó en que la gran losa de piedra se había desplomado y se mecía lenta y suavemente sobre el suelo. Pudo distinguir parte de la gran cavidad —la tumba de san Ephraim— que había descubierto al caer y, cuando la luz se movió, vio que de debajo de la inmensa piedra asomaba el negro zapato de un hombre.

El inspector contuvo una exclamación.

—¡Allí abajo hay alguien! Es…

Se detuvo. Y de pronto oyeron algo: el mecanismo de una cerradura y una puerta que se abría en el extremo más alejado del presbiterio. Era el policía, que como había vuelto sin encontrar a nadie, había decidido entrar en la catedral. Sorprendido por la luz de la linterna, se detuvo, alzó la vista hacia la tribuna del órgano y, con la mano suspendida sobre la porra, avanzó unos pasos.

—¡Potter! ¡Quédese en la puerta! —gritó el inspector—. ¡No se mueva de ahí y no deje salir a nadie!

Su voz despertó mil ecos burlones en el edificio vacío. El agente se cuadró y volvió a la entrada.

Al cabo de tres minutos se encontraban junto a la losa y a pocos pasos de quien yacía debajo. Las puertas de la catedral estaban vigiladas: nadie podía salir. El esfuerzo conjunto de todos los hombres apenas consiguió desplazar la losa unos centímetros.

—Es muy extraño —susurró Fielding a Geoffrey—. La catedral vacía y, de pronto, esta condenada losa se desprende de la pared como si…

Se interrumpió bruscamente y los dos miraron hacia la fea cavidad negra que había quedado abierta en la pared. Dadas las circunstancias, los comentarios sobraban.

El inspector se enjugó la frente.

—Necesitaremos una grúa para levantar esta losa. Es imposible que el hombre que se encuentra debajo siga con vida. La piedra tiene que haberle aplastado todos y cada uno de los huesos del cuerpo. Supongo que no cabe duda de que…

Fen negó con la cabeza.

—No mucha, por desgracia. Primero Brooks y ahora Butler, el chantre…