8. Dos canónigos
8
Dos canónigos
ITAMOR: Mirad, mi amo, se acercan dos orugas religiosas.
BARRABÁS: Las he olido en cuanto han entrado.
MARLOWE
—Una mañana de lo más agradable… —El inspector los saludó cuando bajaban por el camino de la rectoría, en dirección a la carretera principal.
En su voz había un deje de satisfacción, como si quisiera decir que la mañana era agradable gracias a él. Y es que hacía un día precioso, que auguraba calor e incomodidad en horas venideras, pero que por el momento era tan perfecto como cabía desear. Tolnbridge se desperezaba bajo un sol espléndido y sus colores habían cobrado una nueva intensidad. El estuario, donde se escuchaban las explosiones del motor de las barcas pesqueras, resplandecía surcado por hilos de plata sobre el vivido azul. Algo más lejos permanecía anclado un diminuto buque de guerra gris. Bajo aquella luz, la catedral se alzaba tan elegante y luminosa que daba la sensación de que en cualquier instante fuese a transmutarse en un palacio fantástico que se alejaría flotando rumbo a la Arcadia o al maravilloso país de Poictesme. En efecto, era una mañana de lo más agradable.
Pronto se comprobó, no obstante, que el comentario del inspector no era tanto fruto de la satisfacción como de una estrategia apaciguadora en el curso de una partida que se complicaba por momentos. Salpicando su discurso de enrevesadas y farragosas explicaciones, les contó que había llamado a Scotland Yard, que iban a enviar a un hombre ese mismo día y que… —aquí la incomodidad del inspector pareció agudizarse— consideraban que toda persona no autorizada debía quedar excluida de las subsiguientes investigaciones.
—¡Despedido! —dijo Fen—. Anathema sumus.
—Ya ve en qué situación me encuentro, señor. —El inspector lo miró con expresión apesadumbrada. Era evidente que lo lamentaba tanto como él—. Supongo que no les parece bien que usted esté al corriente de todo. No tendría que haberle informado del asunto del radiotransmisor…
El inspector observó al aludido con una expresión de auténtico disgusto.
Sin embargo, en lugar de desmoralizarlo, las circunstancias adversas solían animar a Fen.
—Inspector, hagamos pues una apuesta —dijo con una alegría no exenta de picardía—. Apuesto a que encontraré al asesino antes que ustedes.
El inspector respondió con un patético asentimiento.
—Eso es muy probable, señor. Es imposible que esté más lejos que yo de averiguarlo. Y, por supuesto —le hizo un guiño fugaz—, no puedo impedirle que haga preguntas si la gente está dispuesta a responderlas.
—¿Puede contarnos alguna novedad antes de que la prohibición se haga efectiva? ¿O ya se ha hecho efectiva?
Tras mirar nervioso a su alrededor, como si buscase indicios de una emboscada, el inspector bajó espectacularmente la voz y susurró:
—Esta mañana he ido a ver a la niña, a Josephine. Es increíble, pero ese diablillo insiste en que fue un policía quien le entregó ese mensaje.
—Quizá sea verdad.
—No, está claro que miente. ¡Pero no tengo ni idea de cómo sonsacarle la verdad! Por lo que veo, si ella ha decidido ceñirse a esa versión, nada puede hacerse al respecto.
—¡Qué extraño! Me pregunto por qué… —Fen negó vigorosamente con la cabeza—. ¿Algo más?
—Nada. La autopsia está prevista para las once de esta mañana y sin duda el juez de instrucción ordenará que se lleve a cabo una investigación. A saber cuál será su veredicto. No conozco otra forma de muerte violenta que no sea el homicidio, un accidente o el suicidio, y todas parecen igual de imposibles.
—Al chantre lo asesinaron, eso está clarísimo —dijo Fen con una exuberancia no justificada por la naturaleza de la declaración—. Por cierto, ¿han localizado ya ese radiotransmisor? Habrán necesitado un vehículo para trasladarlo… También he pensado que la operación tiene que haberles llevado su tiempo. Eso de meter y sacar radiotransmisores de catedrales tiene que suponer un lío tremendo. ¿No llevan antenas o algo así?
—Pues no, aún no lo hemos localizado. —El inspector estaba hundido en las insondables profundidades del pesimismo—. Ni tampoco hemos encontrado a nadie en la catedral cuando la hemos registrado esta mañana. Y, ahora, tengo que irme —anunció, forzándose a regañadientes a pasar a la acción.
—¿Adónde irá en primer lugar? Será mejor que no coincidamos en las entrevistas… ¡Qué estúpido desperdicio de energía, tener que entrevistar a todos dos veces! —se lamentó Fen—. Nosotros vamos a casa de Garbin.
—Bien, entonces yo iré a ver a la señora Butler. Me parece que el orden de las entrevistas es lo de menos.
—¡Ojalá pudiese hacer algo con el dueño del Whale and Coffin! —intervino Geoffrey.
—¿«Hacer» algo, señor? ¿Qué? ¿Arrestarle porque resulta que conocía su nombre? Por Dios, la de cosas que la gente espera de nosotros… —protestó el inspector, indignado.
—Adiós, inspector, y que Dios lo acompañe. Nos veremos en Filipos —dijo Fen con grandilocuencia.
—En el manicomio de Colney Hatch, más bien —repuso el inspector.
Sin embargo, no les había llegado el momento de separarse. La súbita llegada del canónigo Spitshuker retrasó las partidas.
—Quería ver al señor Vintner —jadeó, falto de aliento—. Música…, organista…, servicios… —Hizo una pausa para recuperarse y prosiguió con más coherencia—: Desde los terribles acontecimientos de anoche, las responsabilidades del chantre han recaído provisionalmente sobre mí. —Siguió otra pausa, que aprovechó para enjugarse la frente con un gran pañuelo morado—. Señor Vintner, en vista de las circunstancias, el servicio de esta mañana…
El inspector le interrumpió.
—¡Por el amor de Dios! ¿No estará diciendo que celebrarán el servicio como si nada?
—Mi querido Garratt, por supuesto…
—Pero, señor, después de lo sucedido…
—La Iglesia no suspende el culto a Dios bajo ningún pretexto —repuso el canónigo con un deje de impaciencia—. Y si ha habido un momento que requiera nuestras plegarias y alabanzas, sin duda es este.
—¡Alabanzas! —El tono del inspector sonó inesperadamente amargo.
—Mi querido inspector, no tengo tiempo para discutir sus ridículas nociones sobre un Dios que tolera el mal. Bien, señor Vintner…
—Pero, oiga, con todo ese desorden y confusión… —El inspector parecía enfurecido.
—Lo han limpiado todo.
—Pero ¡qué dice!
—Nuestras mujeres de la limpieza se han ocupado de todo. Solo queda devolver la losa a su sitio.
—¡Que Dios se apiade de nosotros! ¡Lo que la gente es capaz de hacer a nuestras espaldas!
El canónigo estaba perplejo.
—Me temo que se ha llevado a cabo bajo mi autoridad. No habré…, ¿no habré hecho nada malo?
—Tal vez haya destruido pruebas valiosas, señor.
—Pero no podíamos dejar la catedral así…, ¿verdad, inspector? —Spitshuker parecía perturbado—. ¡Santo cielo, nunca se me habría pasado por la cabeza…! En cualquier caso, lo hecho, hecho está.
—A lo hecho, pecho —intervino Fen.
—Pues bien, señor Vintner, el oficio vespertino cantado se celebrará a las tres y media, y el coro estará a su disposición a las dos. El pobre Brooks solía ensayar en la antigua sala capitular, allí tiene a su disposición un buen piano. —Spitshuker se sacó del bolsillo un manojo de papeles, que desordenadamente hojeó hasta encontrar el que buscaba—. Veamos, para esta tarde tenemos Noble en si menor y Come, My Way, de Sampson. La música para los siguientes servicios está anotada aquí. Haga usted los cambios que considere necesarios.
Ya se disponía a marcharse cuando el inspector dijo:
—¡Ah, un momento, señor! ¿Ha dicho que ya lo ha dispuesto todo para que devuelvan la losa a su sitio?
El rubicundo rostro de Spitshuker mostró perturbación y alarma.
—En efecto, aunque si considera que así se destruirán pruebas…
«¿Había un deje de sarcasmo en su voz?», se preguntó Geoffrey.
—Oficiar el servicio con la tumba abierta no parece una gran idea, ¿verdad? —Sonrió con inocencia.
—En tal caso, me gustaría estar presente cuando la coloquen. Quiero hacer algunas comprobaciones —declaró el inspector con un rígido tono oficial.
—Faltaría más, faltaría más… He prometido que yo mismo supervisaría el trabajo. —Spitshuker parecía inquieto, y miró la hora—. Pero debemos apresurarnos, el servicio empezará en menos de una hora.
En la catedral, un grupo de hombres observaba sin demasiado entusiasmo la losa, bajo la atenta mirada del sacristán. Por primera vez, Geoffrey pudo examinar la tumba de san Ephraim con tranquilidad. Justo debajo de la aguja, donde los transeptos se unían a la nave principal, había un breve tramo de peldaños que subía hasta el presbiterio. Los bancos del coro y de las dignidades episcopales se ubicaban algo más al este, bajo la tribuna del órgano. La tumba se encontraba justo debajo de la galería del Obispo, en un nicho que normalmente estaba cubierto por la losa que ahora yacía en el suelo. En el muro había unas anillas de hierro que se correspondían con otras situadas en los cantos de la losa, de manera que, cuando esta se encontraba en posición vertical, simplemente colocando un gran candado por cada par de anillas se conseguía fijar la losa al muro. El nicho era poco profundo, medía unos tres metros de longitud por casi dos metros de altura, y la losa tenía un grosor proporcional. Los hombres consiguieron levantarla en vertical entre gruñidos premonitorios y, al final, con un esfuerzo titánico, la alzaron del suelo para tapar la cavidad. Geoffrey advirtió que no había quedado bien encajada: el extremo inferior estaba entre sesenta y noventa centímetros por encima del suelo, y el superior unos dos metros más arriba. El inspector hizo que le trajeran una silla y se subió encima. Con una mano indicó a los hombres que se apartaran, mientras sostenía la losa en su sitio con la otra. Luego, con una lentitud y una precaución infinitas, apartó la mano. Como todavía no habían colocado los candados, la losa, en delicado equilibro sobre su estrecha base, se meció levemente, pero no dio muestras de que fuera a caerse. El inspector gruñó.
—No costaría mucho derribarla —dijo, bajándose de la silla.
Fen se había mostrado inusitadamente callado y atento durante toda la operación. Geoffrey se apartó y le dijo:
—¿Una carga explosiva en el interior del nicho? Aunque la losa no encaje a la perfección, la tumba debía de ser bastante hermética.
Fen negó con la cabeza.
—Habrían dejado algún rastro. Cualquier otra clase de mecanismo queda descartada, por los mismos motivos.
Geoffrey alzó la vista a la galería del Obispo.
—¿Podrían haberla empujado desde arriba con una pértiga o algo similar?
Fen volvió a negar y le señaló:
—Con ese resalte es imposible. Además, piensa en las complicaciones. Muy improbable. Tampoco sabemos cómo salió de la catedral la persona implicada. El tabique que separa la galería del Obispo del órgano es de ladrillo macizo, ¿recuerda?
—Creo que sé cómo pudo salir de la catedral.
Geoffrey acarició mentalmente su querida idea. Fen lo miró con ternura.
—Se refiere a Peace, por supuesto. Justo después del estruendo, lo encontramos corriendo por el otro lado de la catedral. ¿No es posible que acabase de salir? ¿Que hubiese cerrado la catedral y luego hubiese tirado la llave, por si a alguien se le ocurría registrarlo? ¿Por qué no? El único inconveniente es que no encaja con el resto de lo que sabemos del caso.
A Geoffrey le molestó que le hubiesen robado su jugada maestra y, reacio a permitir que su idea se despachase sin más, trató de interponer sus obstinadas reservas mentales. Pero no llegó a comentar nada, pues el inspector se disponía a hacer otro experimento. El grupo de hombres que habían levantado la losa y que desde entonces se habían quedado merodeando por allí, demostrando ese amable e inane interés en los tejemanejes ajenos que constituye uno de los pilares del carácter inglés, escuchaban entre estupefactos y abatidos los planes del inspector. Este les estaba proponiendo que dejasen caer la losa una vez más.
No obstante, la operación era mucho más compleja de lo que parecía a simple vista, sobre todo porque la losa no sobresalía del nicho en ningún punto y, por tanto, no ofrecía resaltes de los que poder tirar. Finalmente, el inspector insertó una especie de regla de acero por un lado y, alejándose cuanto pudo, la utilizó como palanca. La piedra se balanceó despacio y se inclinó. Todos observaron en un pétreo silencio. Al principio la caída fue lenta, pero la losa no tardó mucho en coger impulso. Justo antes de alcanzar la posición horizontal, Geoffrey vio que la base de la losa se salía del borde donde descansaba. ¡Y qué quietud tan furtiva y terrorífica! En cuestión de segundos, la losa yacía en el suelo y la silla en la que se había subido el inspector había quedado reducida a astillas.
El ruido del impacto había sido impresionante y, sin embargo, Geoffrey pensó que era distinto del que había oído la noche anterior. Quizá el efecto amortiguador de los muros y las puertas explicase la disparidad entre ambos sonidos, pero no era exactamente eso.[véase nota 7] Perplejo, observó una vez más los hercúleos esfuerzos y los jadeos para devolver la losa a su sitio, y perplejo, vio cómo colocaban los seis candados y se llevaban los restos de la silla. El inspector, al parecer satisfecho, se marchó solo. Fen y Spitshuker iban charlando mientras se dirigían hacia la puerta. Tras echar un último vistazo, Geoffrey los siguió.
—… tengo unas pocas preguntas, que espero que no considere impertinentes —dijo Fen cuando salieron al exterior. La disculpa era tan convencional como parecía—. Y creo que debería saber que ya no colaboro con la policía —añadió, en un inesperado despunte de sinceridad.
Spitshuker emitió un sonido que indicaba consternación y aprobación a un tiempo.
—Por supuesto, amigo mío. ¿La policía ha rechazado su oferta de ayuda? Escandaloso, ciertamente escandaloso… —Ahí tampoco pareció del todo sincero—. Responderé a sus preguntas, desde luego. Si le parece, le acompañaré hasta la casa de Garbin. Ahora estoy «en activo», por lo que me toca a mí oficiar el servicio de la mañana, pero aún nos queda media hora para ello.
Se ciñó la chaqueta corta a su grueso cuerpo y bajó con ellos la colina de la catedral.
—Lo que me interesa son, sobre todo, las horas —dijo Fen—. Las seis de la tarde y el período entre las diez y las diez y cuarto de la noche de ayer.
Spitshuker lo miró, intrigado.
—¡Intenta usted establecer coartadas! —exclamó con evidente placer—. Pues yo no tengo ninguna para las seis. A esa hora estaba solo en mi habitación, trabajando. Mi ama de llaves se encontraba en casa, pero no creo que pueda responder por mí. —Por lo visto, aquello le parecía un motivo de orgullo—. Entre las diez y las diez y cuarto estuve hablando con el inspector en la sala de la rectoría. Había llegado allí, acompañado por Garbin, sobre las siete, justo a la hora de la cena. Y después de que Butler nos diera la terrible noticia de la muerte de Brooks, celebramos nuestro pequeño cónclave: Dallow, Garbin, Butler y un servidor.
—¡Ah, sí! Me interesa esa reunión —dijo Fen, pensativo.
—Fue un asunto no oficial. Hemos informado al deán y al obispo, por supuesto, y van a regresar de inmediato. —El paréntesis confundió al canónigo, que se interrumpió, vacilante—. La reunión se convocó cuando todavía no sabíamos que se había cometido un asesinato, cuando aún pensábamos que lo de Brooks… había sido un accidente, así que tuvimos que alterar un poco el orden. Nuestra intención era despejar el terreno antes de que volviese el deán, pero mucho me temo que no sacamos nada en claro. Una discusión entre Dallow y Butler sobre el estado legal y financiero del organista residente y los vanos intentos de Garbin de hacer de detective acapararon gran parte de la reunión.
—No fue un encuentro muy fraternal, entonces.
—Digamos que durante la reunión fluyó una leve corriente de antipatía. —Spitshuker guardó silencio, sorprendido por aquel flagrante eufemismo—. No llegamos a ninguna conclusión. —Sonrió un poco—. Así que Butler anunció que subiría a la catedral para quedarse allí a solas. Si los demás no hubiésemos estado de tan malas pulg… Si hubiésemos pensado un poco, no le habríamos dejado ir solo.
—¿A qué hora acabó la reunión?
—A las nueve menos diez, diría yo. Sí, a esa hora.
—¿Y alguien más conocía las intenciones de Butler?
—Oh, sí, todos los que estábamos en la rectoría, supongo. En el vestíbulo se cruzó con Frances, que estaba charlando con Peace de asuntos triviales, y se lo dijo. Creo que Dutton también andaba por allí.
—Creía que Dutton se había acostado temprano —intervino Geoffrey.
—Dutton no se acuesta jamás sin hacer antes un extenso reconocimiento preliminar. —Spitshuker asintió para aprobar este críptico comentario—. En cualquier caso, allí estaba. Recuerdo haberlo visto cuando Butler se estaba citando con Peace en la catedral.
—¿Cuándo qué?
Spitshuker era todo inocencia.
—¿Ah, no lo sabía? Para discutir un asunto de negocios, me parece. Butler sugirió a Peace que fuese a verlo a la catedral al cabo de veinte minutos, y Peace accedió, pero creo que pasamos tanto tiempo hablando que ya eran cerca de las diez cuando él…
—¡Ay, mis patitas queridas! ¡Por mi piel y mis bigotes! Lo sabía. Sabía que algo así… —Se contuvo y preguntó con urgencia—: ¿Y qué hicieron los demás después de la reunión?
Spitshuker reflexionó.
—Por lo que yo sé, Dallow y Garbin se fueron directamente a casa, y Butler, a la catedral. Creo que Frances se retiró a su habitación para leer. Dutton, a saber cómo, se esfumó. Yo acompañé a Butler hasta la puerta del jardín, donde empieza la colina de la catedral. Me pareció que estaba malhumorado, deprimido y un poco nervioso. Recuerdo que, mientras hablábamos junto a la cerca, se agachó para coger un trébol de cuatro hojas que se puso en el ojal, cosa que me sorprendió, porque él siempre despotricaba contra ese tipo de supersticiones. Pero, como digo, parecía algo nervioso. Luego yo regresé a la rectoría para hablar con Peace.
—Eso ya lo sabemos. ¿Y Savernake?
—Ni idea. Creo que desapareció inmediatamente después de cenar. —Spitshuker miró la hora—. Discúlpenme, pero ahora tengo que volver. Espero haberles sido de utilidad.
Esbozó una leve sonrisa y desapareció.
Siguieron andando. Fen no estaba muy hablador; puede que fuera reflexionando sobre lo que acababa de escuchar. Geoffrey también iba sumido en sus pensamientos, pero sin llegar a ninguna conclusión, y acabó preguntándose por la ausencia generalizada de muestras de tristeza ante la muerte del chantre. Si Spitshuker estaba embargado por la emoción mientras hablaba con ellos, no se le había notado en absoluto.
—Es curioso que la familia de Butler viviese en Alemania antes de la guerra —dijo Geoffrey.
—Tiene cierto interés, sí —repuso Fen—. Pero, por lo que sabemos, cualquiera podría haber vivido en Alemania. Spitshuker nos ha revelado mucha información sustanciosa, ¿no cree?
Geoffrey meditó un buen rato.
—Puede —dijo con cautela judicial—. Se ha marchado a toda prisa. ¿Iba a preguntarle algo más?
—Un par de cosas —respondió Fen, sin especificar—. Si es un músico consumado, por ejemplo.
—¡Cielo santo! ¿Por qué?
Fen sonrió.
—¿Le sorprende? Es un tiro a ciegas, así que no me extrañaría en absoluto que lo fuera. Por cierto, tendría usted que ir anotando lo que la gente afirma que estaba haciendo en las horas cruciales, porque luego nos resultará útil. No creo que nos sirva de mucho intentar averiguar las coartadas de la noche que atacaron a Brooks en la catedral. Si no estuvieron toda la noche solos cada uno en su cama, tendrían que haberlo estado —sentenció haciendo alarde de puritanismo.
La casa y el jardín de Garbin estaban sumidos en una humedad y una melancolía absolutas. Aquel día era especialmente luminoso y la humedad era difícil de apreciar, pero ningún otro término podría haber descrito mejor la impresión lánguida y acuosa que transmitían los parterres descuidados y la vegetación marchita que Fen y Geoffrey vieron en cuanto cruzaron la cerca. Sin duda, Níobe habría vagado hecha un mar de lágrimas por aquella espesura desmandada entre la que ocasionalmente una flor desorientada y débil intentaba acceder a la luz. Hasta los pájaros entonaban un gorjeo abatido sin ánimo alguno.
La casa no estaba mucho mejor que el jardín. Las grises paredes parecían transpirar humedad. Grande, fea y victoriana, sus ventanas miraban al mundo con franca misantropía. Si no hubiese formado parte de su prebenda, Garbin jamás se habría instalado en un lugar como aquel. Sin embargo, existía una sutil afinidad entre la casa y el hombre, una sensación intrínseca de gravedad aburrida superpuesta a una resignación complaciente, aunque melancólica, de que las cosas eran tal y como deberían ser. O, al menos, esa era la impresión que daba, pero Geoffrey se acordó de que no había que fiarse de las apariencias.
La señora Garbin, ataviada con un vestido de color chocolate desvaído, les abrió la puerta. Si le sorprendió reconocer a Geoffrey como su compañero de viaje del día anterior, no lo demostró. Su tono les insinuó que su marido estaba trabajando en algo que no iba a tener la mínima utilidad para nadie, ni siquiera para sí mismo. Sin duda estaría encantado de recibirles. De hecho, una de las penitencias de la vida clerical era que debían atender a cualquiera que pasara por allí. Afortunadamente, su esposo no tenía nada mejor que hacer en aquellos momentos.
Aunque Fen respondió con monosílabos a esta solapada serie de ataques en cadena, antes de entrar en el estudio de Garbin se detuvo para decir:
—Considerará usted que la muerte del doctor Butler es una gran pérdida.
La mujer también se detuvo.
—Por supuesto que es una inmensa pérdida para nosotros —respondió—. No creo que a los demás les afecte tanto como a mí marido y a mí.
—Supongo que era un hombre popular.
—Un hombre con una gran personalidad, profesor. Y comprenderá usted lo que quiero decir: una obstinada ceguera y una absoluta falta de consideración hacia el prójimo. Había, claro está, ciertas discrepancias…
—¿Discrepancias graves?
—Eso no es asunto mío. —Guardó silencio—. Las prácticas casi católicas del canónigo Spitshuker…
—Y la rivalidad erudita con su marido…
La señora Garbin se apoyó en la barandilla. Puede que la palidez de su rostro se hubiera acentuado un poco.
—Será mejor que entren.
El estudio de Garbin era una habitación amplia desagradablemente revestida de pino oscuro cuya penumbra se veía acentuada por los inmensos muebles y estanterías de caoba. Una moqueta marrón cubría el suelo. Había butacas raídas, una colección de pipas y, en un nicho encima de la puerta, un pálido busto de Palas…, o quizá fuese de algún eclesiástico difunto, pues los rasgos y el género eran inapreciables bajo aquella luz crepuscular. Y, ¡santo cielo! —a Geoffrey le embargó la sensación de irrealidad que se experimenta al despertar de un vivido sueño—, también había un cuervo, que deambulaba por el escritorio con esa torpeza tan peculiar de las aves al caminar. Cuando vio a los intrusos, el pájaro ahuecó las plumas y les dirigió una mirada malévola.
—Veo que se han fijado en mi mascota. —Garbin se levantó para recibirlos y su figura alta y sombría descolló sobre el escritorio—. Un capricho poco común, piensan algunos. Pero lo encontré por pura casualidad.
—¿De veras?
Garbin les indicó que se sentaran.
—Un marinero extranjero con una historia trágica me lo vendió hace dos años. En teoría puede hablar, pero nunca le he oído articular palabra. Admito que no es una criatura lo que se dice «amigable» y que a veces su presencia me resulta francamente deprimente. Le he dado muchas oportunidades para que escape, pero él solo muestra apatía ante la perspectiva.
Alargó la mano y le acarició las plumas. El cuervo le respondió con unos suaves picotazos.
Fen no se inmutó ante sus palabras.
—Hemos venido para hablar de la muerte de Butler —dijo con firmeza—. Quedan algunos detalles extraños por esclarecer y estoy llevando a cabo, por mi cuenta, una especie de investigación extraoficial. —Miró al pájaro y apartó la vista de inmediato—. ¿Estaría usted dispuesto a colaborar?
Garbin se sumió en un silencio desconcertante. Luego cambió de posición en la silla, para indicar que estaba a punto de hablar.
—¿Considera prudente inmiscuirse en este tipo de asuntos? —preguntó despacio con su voz grave—. Seguro que las autoridades son más que capaces de hacerse cargo.
—Probablemente —admitió Fen con desgana—, pero yo no confío del todo en ellas.
—Sé que para usted esto es una especie de deporte, señor Fen. Pero lo cierto es que yo soy incapaz de verlo así. La muerte de un hombre me parece la más pobre de las excusas para exhibir un talento personal como el suyo, si me perdona la franqueza.
Fen lo miró, pensativo.
—Y usted me permitirá la misma libertad, sin duda. Yo diría que el asesinato de un hombre es un asunto tan grave que atañe a cualquiera que esté en posición de ayudar, y sobre todo a aquellos que, como yo, tienen cierta experiencia en el tema.
—¿Su vanidad no tiene nada que ver en este asunto? —preguntó Garbin.
Fen hizo un gesto de impaciencia.
—Como señaló Rochefoucauld, nuestra vanidad siempre tiene algo que ver. La acción derivada de motivos puros simplemente no existe.
—Hay grados de pureza, sin embargo.
Fen se levantó.
—Creo que esta conversación no nos va a conducir a ninguna parte.
—Por favor, por favor —dijo Garbin moviendo la mano—. Si le he ofendido, le ruego que me disculpe. Debe recordar que pertenezco a una generación, y a una vocación, que se rige por ciertos criterios estrictos. Rochefoucauld no era cristiano. La cristiandad afirma que es posible que un hombre actúe por motivos totalmente desinteresados. Si eliminase tal posibilidad, todo el entramado sobre el que se sustenta la moralidad cristiana se desmoronaría por completo.
—¿Consideró una acción desinteresada que Butler le robase sus ideas?
—La Inquisición ha empezado ya, por lo que veo —dijo Garbin secamente—. No, claro que no. Pero se le podía disculpar, porque Butler no era un erudito, no tenía carácter para serlo. Si un poseur no plagia, jamás producirá nada.
—¿No le parece un juicio demasiado severo?
—Tal vez. Que Dios me perdone si juzgo a alguien. Tendría que haber dicho que… Bueno, que las aspiraciones de Butler sobrepasaban sus capacidades. Una vela demasiado grande para su barco.
—Aun así, ¿consideraba sus robos moralmente censurables?
—Naturalmente —sonrió Garbin—, pero no creo que haya venido aquí para preguntarme por mi moralidad. No le guardaba rencor eterno, si es a eso a lo que refiere.
Con un aleteo que sonaba como una segadora escacharrada, el cuervo alzó el vuelo y se acomodó en el busto que había sobre la puerta. Fen y Geoffrey lo contemplaron, fascinados.
—Un ave literaria —murmuró Fen. Luego, con cierto esfuerzo, volvió al asunto que se traía entre manos—. Principalmente me gustaría conocer sus movimientos de ayer.
—¡Ah, sí! —Garbin juntó las yemas de los dedos—. A las seis, la hora en que murió el pobre Brooks, yo estaba aquí, solo. Lenore había salido a cenar y a jugar al bridge…
—¿Quién? —exclamó Geoffrey, sin poder contenerse.
—Lenore, mi mujer. Así que no tengo coartada para esa hora. Entre las diez y las diez y cuarto…
—¿Y entre las nueve y las diez? —le interrumpió Fen.
La pregunta sorprendió a Garbin tanto como a Geoffrey. El canónigo vaciló un poco, pero de forma evidente, antes de responder.
—Salí de la rectoría poco antes de las nueve, después de que Butler anunciase su intención de subir a la catedral. Me fui a pasear por los acantilados.
—¿Escuchó a Butler cuando quedó con Peace en reunirse en la catedral?
—Era casi imposible no haberlo oído. Creo que todos estábamos al corriente.
—¿Puedo preguntarle de qué hablaron en la reunión?
—No creo que eso guarde la menor relación con la muerte de Butler.
—Como guste. Pero ¿escuchó usted a Butler afirmar, por casualidad, que tenía datos precisos sobre la muerte de Brooks?
—Ahora que lo dice… no.
Fen asintió.
—Podría haber sido necesario —dijo medio para sí—, pero eso depende del momento exacto en que se marcharon los agentes que estaban de guardia… Tengo que averiguarlo.
El cuervo volvió a ahuecar las alas. La rama de un árbol arañó el cristal de la ventana. Fen sucumbió de pronto a la tentación que lo obsesionaba.
—Sin duda será algo que golpea su postigo —recitó.
Garbin miró por encima de su hombro.
—Es el árbol. Siempre me digo que tengo que talarlo, porque le quita luz a la habitación.
Estaba claro que no había captado la alusión a Poe. Geoffrey, rojo como la grana, ocultó discretamente la cara detrás de un pañuelo.
—¿Puedo preguntarle cuánto duró su paseo? —dijo Fen, retomando el asunto con patentes dificultades.
—Hasta las diez y media, aproximadamente. Cuando volví a casa me preparé una taza de chocolate y me senté a leer delante del fuego.
—Y cada ascua agonizante forjaba su espectro en el suelo —dijo Geoffrey.
—Exactamente —repuso Garbin, algo sorprendido—. Poco después de las once, Spitshuker vino a darme la noticia. Estuvimos un rato charlando.
Fen suspiró.
—Gracias. Está siendo usted más amable de lo que su recibimiento dejaba entrever. ¿No será que le inquieta todo este asunto y que desea que se esclarezca cuanto antes?
Una sombra evasiva cruzó el rostro de Garbin.
—Inquietarme… Deseo ayudar a la ley en la medida de lo posible, desde luego, pero no puedo ignorar el hecho de que alguno de nosotros…, alguien vinculado a la catedral, está implicado en un acto criminal.
—¿Qué le hace pensar así?
—Es una cuestión de llaves, ¿verdad?
—¡Ah, sí! Y, por lo que sé, todos tenían llave para acceder a los terrenos de la catedral.
—En efecto.
—Resulta algo extraño que todos dispongan de una llave para entrar en el recinto, pero no la tengan del edificio en sí.
—En absoluto. Imagine que me he citado con alguien en la catedral —Garbin guardó silencio—, como hizo Butler con Peace. Yo abriría la puerta del cercado y luego la cerraría de nuevo con llave para evitar la entrada de intrusos al recinto. Luego subiría a la catedral y dejaría abierta la puerta del edificio. Cualquiera que me siguiese hasta allí necesitaría la primera llave, pero no la de la catedral.
—Está claro. Entonces supongo que Peace tendría esa primera llave. Me pregunto a quién se la pediría.
—En eso me temo que no puedo ayudarle.
—Y también Josephine debería tenerla, probablemente.
—¿Josephine? —preguntó Garbin, receloso.
—Llevó un mensaje falso a la policía que montaba guardia ante las puertas. ¿A qué hora cierran los terrenos de la catedral?
—A las siete en punto. Se encarga el sacristán. Solo hay tres puertas: la del norte, la del sur y la que da al jardín de la rectoría.
—¿Es del todo imposible acceder si no es por una de esas puertas?
—Imposible no. De hecho, si alguien quisiera entrar, no le resultaría muy difícil. La llave solo es una medida preventiva…, moral.
—Claro, para prevenir que los jóvenes incontinentes se besuqueen en público en la ladera catedralicia.
Garbin se levantó con un gesto de impaciencia. Este brusco movimiento alteró al cuervo, que emitió un graznido ronco y dispéptico y empezó a volar nerviosamente por el estudio. Garbin batió las manos para apaciguarlo, en vano. Finalmente, el ave se posó en el alféizar de la ventana.
—Les pido disculpas en nombre de mi mascota.
—Ancestral y torvo cuervo que vaga por las riberas nocturnas.
Garbin lo observó, algo perplejo.
—Quizá expresado de un modo algo pintoresco, pero… sí. Y, ahora, si no desean nada más…
—Una última pregunta. ¿Le interesa la música?
—Apenas sé de música, y me interesa todavía menos —respondió Garbin con una sonrisa burlona—. Siempre me ha parecido que ocupa demasiado tiempo de nuestro servicio: hay veces en que el culto a Dios acaba degenerando en un concierto organizado. —Dedicó una leve inclinación a Geoffrey—. Por favor, no me considere descortés. ¿Algo más?
—¿Hay… —dijo Geoffrey— bálsamo en Galaad?
Fen se apartó apresuradamente y corrió a examinar una estantería.
—También veo que tiene aquí —vaciló, y siguió con voz débil y temblorosa— varios singulares volúmenes de arcaico saber.
Y entonces la entrevista se les fue de las manos. Geoffrey apenas podía contenerse y a Fen tampoco le resultaba nada fácil. La gravedad y la incomprensión del canónigo empeoraban aún más las cosas. Era imposible saber cómo estaba interpretando Garbin la situación: puede que imaginara que Geoffrey y Fen se estaban desquitando enigmáticamente por su franqueza inicial. En cualquier caso, el canónigo no hizo ningún comentario al respecto. Se despidieron con celeridad y, ya en la puerta, Fen se volvió para mirar al cuervo.
—¡Retira tu pico de mi corazón y tu imagen de mi puerta! —exclamó.
—Parecen sus ojos los de un demonio que sueña —añadió Geoffrey, antes de salir a toda prisa.
En el portal, Fen recobró la suficiente compostura para hacerle una última pregunta a Garbin.
—¿Conoce la poesía de Edgar Allan Poe?
—Me temo que no. Ni me interesan los versos.
—¿Tampoco su poema El cuervo?
—Ah, ¿tiene un poema sobre un cuervo? ¿Es bueno? No sé nada de esas cosas.
—Es buenísimo —dijo Fen con expresión grave—. Le resultara de lo más interesante. Buenos días.