4. Los dientes de una trampa

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Los dientes de una trampa

Estaban en una de las muchas bocas del infierno

no vistas por augures, sino solo intuidas,

como los dientes de una trampa.

OWEN

La sala de la rectoría era grande, algo anticuada, pero en cualquier caso confortable. Estaba bien iluminada y la habían decorado no con vírgenes prerrafaelitas, sino con caricaturas de Spy de difuntas dignidades eclesiásticas que parecían aguardar la transfiguración. Escondido en un rincón había también un grabado original de Rowlandson. Representaba a dos clérigos obesos, uno de los cuales arrojaba, con desdén, pan a una muchedumbre igual de desdeñosa, mientras el otro abrazaba furtivamente a una prostituta grande y sonriente cuyo escote dejaba ver buena parte de su pecho. Al fondo se distinguía la catedral de Tolnbridge. Unos pocos libros dispersos por toda la estancia mostraban unas preferencias nada alejadas de lo mundano: ficción de Huxley, Isherwood y Katherine Mansfield; teatro de Bridie y Congreve, y en un registro distinto, aunque igual de noble, John Dickson Carr, Nicholas Blake, Margery Allingham y Gladys Mitchell. Los clérigos de la catedral eran grandes lectores; no tenían mucho más que hacer.

Geoffrey y Frances habían dejado a Fielding deshaciendo el equipaje en el Whale and Coffin y se encontraban en la sala de la rectoría, hablando algo cohibidos. Ahora que estaban solos, Geoffrey se sentía aún más atraído por Frances, quien trataba de apaciguar sus recelos de soltero —que, sin duda, había notado— mostrando una reserva que rayaba en la mojigatería. Los rayos de sol del atardecer reflejaban destellos verdes y morados en la amplia extensión de césped visible desde los ventanales, y los densos macizos de rosas amarillas y greñudos crisantemos resplandecían bajo aquella luz. Por el gris muro exterior trepaba una planta que despedía un tenue aroma a verbena.

Al parecer, desde el ingreso de Brooks en el hospital apenas habían recibido noticias de su estado. La naturaleza y la causa de su delirio seguían siendo una incógnita, salvo quizá para los médicos que le atendían y que habían prohibido las visitas. Su único pariente cercano era un hermano con quien no podía llevarse peor. Aunque le habían enviado un telegrama, el hermano no se había molestado siquiera en presentarse, pero, en cualquier caso, resultaba muy improbable que hubiese sido de ayuda para nadie. Eso era todo lo que Frances sabía.

Entretanto, Fen seguía sin dar señales de vida.

Geoffrey preguntó quién cenaría en la rectoría esa noche.

—Mi padre, los canónigos Garbin y Spitshuker, y el pequeño Dutton, por supuesto. ¡Ah!, y sir John Dallow pasará a tomar café… Tienen una especie de reunión después. ¿Ha oído hablar de él? Es el mayor experto en brujería del país.

Geoffrey negó con la cabeza.

—¿Está casado el canónigo Garbin?

—Sí. ¿Por qué?

—Había una señora Garbin en nuestro vagón. La acompañaba un joven clérigo.

—Sería July Savernake. Ahora que lo pienso, dijo que volvería hoy. Supongo que también cenará con nosotros.

—¿Qué puede contarme de él?

—¿A qué se refiere?

—¿Qué clase de persona es el tal Savernake?

Frances vaciló.

—Bueno… Es el vicario de Maverley, que está a unos veinte kilómetros de aquí. Le destinaron a esa parroquia prácticamente en cuanto fue ordenado. —Tras aquel recital de información Geoffrey intuyó una deliberada reserva y se preguntó cuál sería el motivo—. Se pasa la mitad del año comprando libros y vinos caros y representando el papel del típico curé bon viveur, y la otra mitad se ve obligado a economizar y se dedica entonces a representar el papel de pobre. Una existencia llena de altibajos. Supongo que eso no le aclara demasiado —se disculpó Frances, riendo—, pero no pasa nada, lo conocerá dentro de poco.

Justo entonces apareció Fielding y Frances se marchó a supervisar los preparativos de la cena.

—Mi habitación es diminuta, además de espantosa, pero algo es algo —dijo Fielding, desplomándose en una butaca—. ¿Cómo se siente?

—Como en una pesadilla.

—Es que se parece bastante. Me he estado planteando si esos ataques que ha sufrido no serán una farsa de principio a fin y se habrán tramado para ocultar los verdaderos motivos de otro incidente, probablemente el ataque a Brooks. Todas esas absurdas advertencias le convertían de inmediato en el centro de atención, que es justo lo que querían. Supongo que no les importaba demasiado si al final acababa muerto o solo herido. Quienquiera que sea el artífice de todo esto, e independientemente de lo que persiga, parece que no le importa en absoluto desperdiciar vidas en el camino.

Geoffrey encendió un cigarrillo y se lo fumó sin disfrutarlo.

—Suena plausible, pero quizá haya otra explicación.

—El único modo de averiguarlo es guardar silencio al respecto —subrayó Fielding—. Si les dejamos entrever que conocemos sus intenciones, se olvidarán del asunto. Pero si siguen creyendo que han conseguido despistar a la gente, entonces cabe la posibilidad de que intenten matarle de nuevo, por ejemplo.

Geoffrey se incorporó, claramente molesto.

—Me parece de lo más enternecedor —exclamó con amargura— que me pida que guarde silencio sobre una teoría espantosa para animarlos a que me asesinen. Seguro que el culpable es de aquí, por cierto. El matasellos de la carta era de Tolnbridge y solo alguien relacionado con la catedral sabría que me habían mandado llamar…

Unos pasos que se acercaban por el jardín y dos voces masculinas —una aguda y locuaz, la otra grave y lacónica— enzarzadas en una disputa le interrumpieron. Por debajo de los tropos de una discusión educada, se intuía cierta acritud y resentimiento.

—Pero mi querido Spitshuker, al parecer no repara en que al adoptar esa visión universalista está, en efecto, rechazando la existencia de la libertad humana para decidir entre el bien y el mal. Si todos vamos a ir al cielo independientemente de lo que hagamos, esa elección no tiene validez alguna. Es como si dijéramos que un invitado a tomar el té puede elegir entre bollos y magdalenas cuando solo hay bollos.

—Me resulta difícil de creer, Garbin, que no haya entendido el punto esencial, y perdone que se lo diga. Reconocerá, por supuesto, que nuestra Divinidad es un dios de Amor.

—Desde luego, desde luego. Pero no ha respondido…

—Bien. Por tanto, su propósito será la perfección de toda su Creación. Y coincidirá conmigo en que, hasta en el caso del más santo de los santos, en los apenas setenta años que tenemos a nuestra disposición, la perfección resulta imposible de alcanzar. Por tanto, me inclino a creer que tiene que haber un estado intermedio, una especie de purgatorio…

En ese momento la puerta se abrió y el canónigo Spitshuker entró en la habitación, seguido de cerca por el canónigo Garbin. Spitshuker era un hombre pequeño, rollizo y excitable de cabello blanco como un cisne y cara sonrosada. Por el contrario, Garbin era alto, moreno, taciturno y, por lo general, lacónico. Andaba con sobriedad y con sus grandes manos huesudas hundidas en los bolsillos de la chaqueta, mientras que el primero saltaba y gesticulaba a su alrededor como un caniche acompañando a un san bernardo. Su yuxtaposición como canónigos anglicanos de la misma catedral era sumamente desafortunada, ya que Spitshuker era un convencido seguidor del movimiento tractario y Garbin se declaraba afín a la Iglesia no ritualista y rechazaba el acercamiento a los principios católicos que esta defendía. Siempre andaban enzarzados en furiosos altercados sobre diversos aspectos de la doctrina y el ritual que nunca se resolvían. A diferencia de las líneas paralelas, era inconcebible que sus diferentes perspectivas se encontrasen jamás, ni siquiera en un punto del infinito.

La inesperada presencia de Geoffrey y de Fielding interrumpió el discurso del canónigo Spitshuker. Farfulló unos instantes como un motor defectuoso y luego se recompuso y corrió a estrechar la mano de Geoffrey.

—¿Cómo está? Yo soy Spitshuker y él —señaló al otro, que observaba la escena con un leve aunque inequívoco fastidio— es mi colega, el doctor Garbin.

Garbin les dedicó una casi imperceptible inclinación de cabeza, tras la cual una sonrisa tímida y burlona apareció fugazmente en su cara. Geoffrey murmuró las presentaciones.

—¿Henry Fielding? —sonrió el canónigo Spitshuker, encantado—. ¿No será el autor de To…?

—No —dijo Fielding, lacónico. Spitshuker pareció abochornarse un poco.

—¿Y usted… —vaciló Spitshuker, como si tantease la pertinencia de la pregunta— se aloja aquí?

Geoffrey explicó la situación, mientras Spitshuker afirmaba vigorosa e innecesariamente con la cabeza. El canónigo Garbin se acercó a una butaca con discreción y se dejó caer en ella cuan largo era.

—Recordará usted, Spitshuker, que el profesor Fen mencionó el nombre del señor Vintner tras el accidente del pobre Brooks, y Butler le pidió que le escribiese. —Garbin hizo una prolongada pausa. Luego añadió, anticipándose por los pelos a la siguiente perorata de Spitshuker—. Nos alegramos mucho de verle. Nos alegramos muchísimo. Su ayuda será muy bien recibida.

—Muy bien recibida —repitió Spitshuker en un canto antifónico.

—Conociendo a Fen, temía que me hubiese llamado de forma extraoficial —comentó Geoffrey.

—Estará al corriente de lo de Brooks, supongo —dijo Spitshuker—. Pobre hombre, pobre hombre… ¡Un suceso terrible y de lo más misterioso! Esperemos que a usted no le ocurra nada similar…

«Ya me ha ocurrido», iba a responder Geoffrey, pero se lo pensó mejor y se contuvo.

—¿No sabrá dónde está Fen?

—No tengo ni la menor idea. ¿No ha venido a recibirle? Mal hecho, muy mal hecho. Pero tampoco lo he visto demasiado desde que llegó; no se prodiga por esta casa. Tener invitados alojados aquí no es habitual. No hay claustros y las casas de los prebendados están dispersas por la villa. También está la casa del deán, desde luego, y una especie de palacio episcopal, pero el obispo no pasa mucho tiempo allí. No le culpo, porque es realmente incómodo. La rectoría es una especie de cajón de sastre donde suelen alojarse tanto los canónigos menores como el segundo organista o cualquier otro miembro de la diócesis que tenga que pasar aquí un par de noches. No comprendo por qué Fen no se aloja en la casa del deán… Ni usted, ahora que caigo. ¡Una lástima! En cualquier caso, en la rectoría estarán bien. Frances, es decir, la señorita Butler, es una excelente ama de llaves. Yo mismo les habría hospedado en mi casa, pero mi ama de llaves está enferma y cualquier tipo de invitados, por muy agradables que fuesen, supondrían una auténtica complicación.

Se detuvo para recobrar el aliento, mientras Geoffrey profería una serie de sonidos que expresaban simultáneamente desaprobación, cortesía, gratitud, absoluta comprensión, solidaridad y triste sorpresa.

—Encontrará el coro en buenas condiciones —prosiguió el incontenible Spitshuker— y, en cuanto al órgano, me han dicho que es excelente. —Su mente cambiaba de tema con la misma celeridad con la que un guardavías cambia las agujas—. Por lo que sé, el chantre acaba de recibir la visita de su cuñado, que le acompañará esta noche. ¡La pobre Frances tendrá una boca más que alimentar! —Soltó una risita—. Pero ella puede organizar un auténtico banquete de la nada… Es una persona de lo más competente. Creo que el cuñado del chantre es psicoanalista —continuó sin respirar—. ¡Interesante, interesantísimo! Ya veremos qué podemos hacer para desafiar su interpretación secular del funcionamiento de la mente humana.

Garbin, que durante este monólogo había seleccionado y abierto un libro de forma ostentosa, alzó la vista.

—No seas insensato, Spitshuker —dijo con énfasis—. Peace ha venido para hacer una visita social, no para que lo obliguen a participar en debates de aficionados sobre temas serios. Creo que mi esposa y él, por cierto, cogieron el mismo tren en Londres y han hecho el viaje juntos.

—¿La señora Garbin ha vuelto? —preguntó Spitshuker—. Savernake habrá regresado con ella, supongo.

Garbin asintió con expresión lúgubre.

—Ese joven pasa demasiado tiempo lejos de su parroquia. Ya sé que hoy en día es muy difícil pedirle a cualquier clérigo que haga algo más aparte de celebrar los servicios, pero Savernake descuida a sus feligreses hasta extremos intolerables. Creo que Butler se ha quejado al obispo al respecto.

—¿No querrás decir… —intervino Spitshuker, nervioso— que Butler está intentando librarse de Savernake? ¿Tal vez trasladarlo a otra diócesis? Sabía que no le gustaba, pero…

—Por lo que a mí respecta, estoy totalmente de acuerdo con el chantre —declaró Garbin, dogmático—. Aunque considero que una sanción disciplinaria sería suficiente.

—Volviendo al tema de Brooks —intervino Geoffrey—, ¿alguien tiene una explicación de lo que pudo sucederle?

—Pueden barajarse diferentes posibilidades, pero considero que lo más prudente es no mencionarlas por ahora —dijo Garbin con lentitud.

—Lo pregunto porque me afecta personalmente. Hoy han intentado acabar dos veces con mi vida.

Siguió un súbito silencio. Nadie habló durante lo que pareció una eternidad. Finalmente el canónigo Spitshuker tomó aire y dijo:

—Mi estimado amigo…

No encontraba las palabras. Y se hizo de nuevo el silencio.

—Yo sé lo que le pasó a Brooks, y me parece que no es el momento para falsas reservas —dijo Geoffrey—. Por supuesto, no estoy al corriente de los asuntos de esta parroquia, que, en circunstancias normales, tampoco me incumbirían. Pero es más que evidente que mi visita ha sido la causa de estos ataques y, tarde o temprano, o nosotros o la policía tendremos que empezar a investigar.

Garbin alzó la vista. Tamborileó con los dedos en el brazo de su butaca mientras sopesaba con cuidado sus palabras.

—Usted o ellos —dijo por fin— encontrarán que la investigación resulta particularmente difícil. No hay vocación que cuide tanto su reputación como la eclesiástica. Entre nosotros también suceden cosas reprobables, desde luego, pero se mantienen en secreto, en el más estricto de los secretos. Y no me refiero a las infracciones graves, sino a las pequeñeces, que quizá resulten más incriminatorias a los ojos del mundo. —Se detuvo, absorto en algún oscuro esfuerzo emocional—. Brooks ha enloquecido por completo y delira. Espero y rezo con devoción para que ninguno de nosotros haya sido el responsable de su estado. Creo —sonrió con ironía— que hasta Spitshuker coincidirá en que a la persona que lo hizo le aguarda el infierno.

»¡Porque un ser humano es el responsable, señor Vintner! Mientras Brooks estaba inconsciente, alguien le administró una dosis elevada de cierta sustancia, por mí desconocida, que lo ha convertido en un maníaco inválido durante lo que le queda de la vida que Dios se digne a concederle. Un acto de pura maldad, ¿no cree? ¿O se tratará de un error? ¿Tendrían la intención de matarlo y lo dieron por muerto?

»Y Brooks sabía algo, señor Vintner. Algo relativo a la catedral que no debía saberse. En sus delirios, llama con frecuencia a la policía y, aunque intenta hablar coherentemente, es en vano. La policía no abandona la cabecera de su cama. Anotan todo lo que dice.

Garbin se levantó bruscamente de su silla y se dirigió a la ventana con sus grandes manos huesudas embutidas en los bolsillos. Se volvió hacia los otros tres antes de volver a hablar.

—¿Qué fue lo que vio cuando se quedó solo en la catedral? ¿Qué encontró allí que nadie más ha encontrado?

La cena había concluido. Desde un punto de vista social, no había sido lo que se dice un éxito. Los acontecimientos de los dos días anteriores pesaban demasiado en el ánimo de los presentes para permitir que aparecieran más que ciertos retazos de una conversación esporádica y tibia, siempre ajena al asunto que los obsesionaba. Hasta Peace —que era de naturaleza jovial y que había ido a cenar desde la casa del chantre, donde se alojaba— pareció contagiarse del ambiente y, aunque al principio estaba hablador, poco a poco fue sumiéndose en un silencio del que solo salía cuando le sobresaltaban con alguna pregunta a la que debía responder. Frances se ocupó de que la cena marchase a un ritmo que evitó que la desazón y el malestar se hicieran demasiado evidentes.

El chantre no había aparecido, por lo que al final solo fueron ocho comensales a la mesa: Frances, Garbin, Spitshuker, el joven clérigo Savernake —al que habían visto en el tren—, Geoffrey, Fielding, Peace y el segundo organista, Dutton, un joven sumamente cohibido con una inmensa cara blanca salpicada de pecas anaranjadas y una mata pelirroja de cabello por el que se pasaba una y otra vez los rechonchos dedos. Al parecer, después de cenar los miembros del cabildo iban a celebrar una reunión informal —sin el deán, que la habría presidido de no haberse ausentado— para hablar de las repercusiones del caso Brooks, por supuesto, aunque el motivo real de la asamblea no se había mencionado de forma explícita en ningún momento. También iban a asistir el padre de Frances y chantre de la catedral, a quien Geoffrey deseaba conocer, así como el canciller episcopal, sir John Dallow. Geoffrey recordó de pronto el asunto de Josephine y la quema del manuscrito, y se preguntó por qué la niña no estaba con ellos. Decidió plantearle la cuestión con naturalidad a Frances, que le confirmó que Josephine había sido enviada de vuelta a casa.

Geoffrey estaba sentado junto a Savernake, pero su relación no progresaba como debería. Se había sobresaltado levemente al reconocer al músico cuando se lo presentaron, y ahora el joven clérigo parecía nervioso en su presencia. Geoffrey aventuró una referencia directa a la situación:

—La policía habrá registrado meticulosamente la catedral, supongo.

—De cabo a rabo. —Savernake hablaba con el clásico acento pomposo que muchas veces se considera, erróneamente, típico de Oxford—. Pero no ha servido de nada, desde luego. Nadie encontrará… lo que hay que encontrar, a menos que se quede allí solo, como hizo Brooks.

—¿Y luego…? —Geoffrey no acabó la frase. Pero Savernake solo se encogió de hombros, hizo crujir de forma alarmante sus flacos dedos y sonrió.

Garbin y Spitshuker se habían enzarzado en una controversia privada sobre alguna oscura cuestión teológica que se prolongó hasta después de la cena. Peace, Frances —que, lamentablemente, estaba bastante lejos de Geoffrey— y Fielding charlaban a tres bandas sobre una obra de teatro que se acababa de estrenar en Londres. Dutton guardaba silencio, salvo por algunos desesperados intentos de unirse a la conversación que llegaba a sus oídos. Decididamente, no fue lo que se dice una comida estimulante.

El café se servía en la sala. Allí se levantó para recibirlos —mientras Garbin y Spitshuker seguían discutiendo por lo bajo— un hombrecillo de una delgadez exagerada, nariz afilada, ojitos brillantes que nunca se estaban quietos y una rala corona de canas en la cabeza: sir John Dallow, el canciller episcopal. Hablaba alternando los balbuceos y la voz cansina típica de las clases altas con unos manierismos que se parecían y sin embargo eran distintos de los de Spitshuker. Ninguno de los dos paraba de gesticular ni de hacer aspavientos, e incluso estaban en la misma postura, pero mientras que en Spitshuker todo esto se interpretaba como una señal de energía, en Dallow recordaba más a una euforia neurótica. A Geoffrey no se le ocurrió mejor comparación que pensar que Dallow era un ángulo y Spitshuker una curva; probablemente, pensó divertido, cuadraba tanto con sus diferencias físicas como con su personalidad.

Dallow se levantó con afectación en cuanto los vio entrar, apartándose una invisible mota de polvo de la solapa. No vestía hábitos clericales, sino un traje elegante y una corbata de un rojo algo estridente. Se apresuró a salir al encuentro de Frances, que iba delante, para cogerle la mano, que sostuvo en una prolongada parodia de caballerosidad.

—Mi que-erida Frances, espero que me disculpe por haber entrado así en esta casa y por habe-erme instalado de un modo tan poco convencional. —Dallow tenía la desconcertante manía de acercar demasiado su cara a la de la persona con la que hablaba—. He visto que era un poco temprano y no me he atre-evido… —se demoró en la palabra y luego siguió a toda velocidad— a interrumpir su cena. —Sus ojillos miraron rápidamente a los allí presentes—. Garbin, Spitshuker, Dutton… ¿Cómo se encuentra, querido amigo? ¿Y…? —Pero su escrutinio se detuvo al llegar a Peace, a Geoffrey y a Fielding. Se hicieron las presentaciones de rigor—. Encantado de conocerles, encantado.

Con unos movimientos que recordaban a un pequeño pájaro, Dallow condujo a Frances a una butaca y se sentó a su lado.

—¿Butler no está aquí? —preguntó—. Espero que llegue a tiempo para la reunión. Se trata de un asunto muy urgente… ¡Urgentísimo! —De pronto empezó a palparse los bolsillos y finalmente sacó una gran llave—. Por cierto, he estado en el hospital y la policía me ha pe-edido que te devuelva… esto.

Dallow dejó con delicadeza la llave en la mesa que tenía al lado.

Tras un momento de silencio, Frances preguntó:

—¿Es…?

Dallow asintió con una mueca.

—En efecto. La llave de la catedral. O, para ser exactos, debería decir que es la llave de la puerta del transepto norte; la que normalmente —hizo énfasis en la palabra— cuelga del porche delantero de esta rectoría para que la usen los que en ese momento se alojen aquí.

—Mi querido Dallow —intervino Spitshuker, de pronto muy nervioso—, ¿nos está diciendo que esa, ¡esa!, es la llave que Brooks…?

—Ni más ni menos. ¿Sabía que había desaparecido? —le preguntó a Frances.

—¿Yo? No tenía ni idea. Nunca la uso. ¿Y usted, señor Dutton?

El segundo organista cambió de posición, inquieto.

—Ya no voy nunca a la catedral. Ordenes del médico. ¿Quizá uno de los otros dos…?

—Llevan tres días fuera. Nadie ha podido echar esa llave en falta. Y, peor aún, cualquiera podría haber entrado para llevársela.

—Justo lo que le he explicado a la policía —dijo Dallow—. La «R» grabada en la llave no deja dudas de su procedencia. Probablemente la policía querrá interrogarnos al respecto. Pero, entretanto, ya no la necesitan, y me han pedido que se la devuelva. No habrán encontrado huellas dactilares, supongo.

—Lo que no acabo de comprender es por qué Brooks no utilizó su propia llave para entrar —intervino Garbin—. Desde que nos autorizaron a cerrar la catedral a las siete de la tarde, tenía su propia copia.

—Mi quee-erido Garbin, no lo ha entendido bien —dijo Dallow—. Brooks sí que entró con su propia llave. Pero quienquiera que estuviese en la catedral con él… ¡usó esta! —Le dio unos golpecitos—. Cuando encontraron a Brooks, él tenía su llave encima. Esta otra, ya se ha comentado, la encontraron entre la hierba, cerca del transepto norte.

—Eso es curioso —comentó Fielding.

—Muy curioso, señor Fielding. ¿Por qué, se preguntará, no devolvió nuestro intruso la llave al lugar de donde la había cogido después de haber cerrado la puerta de la catedral?

—A nuestro intruso se le pasó por alto. Y debe recordar que, probablemente, daba a Brooks por muerto.

—Menos razones para encerrarlo, entonces —dijo Dutton, haciendo un inmenso esfuerzo por participar en la conversación. Todos lo miraron con esa unánime sorpresa que las personas de naturaleza tímida siempre despiertan en los demás. Cualquiera hubiese dicho que estaba a punto de salirle un ratón blanco de la boca.

—¡Pero había una razón, por supuesto! —gritó Spitshuker, animadísimo—. Es decir, suponiendo que nuestro intruso quisiera mantener su crimen en secreto el mayor tiempo posible. Aquella noche, la policía intentó abrir todas y cada una de las puertas de la catedral tres veces como mínimo. Si hubiesen encontrado alguna abierta, habrían entrado de inmediato para investigar. Por lo que sé, cuanto más se tarda en descubrir un cadáver, más difícil es determinar con precisión la hora de la muerte para poder investigar partiendo de las coartadas de los sospechosos. —Y entonces dio la sensación de que temía que su declaración demostrase un conocimiento demasiado íntimo de la criminología, porque añadió—: O al menos eso me han dicho.

—Muy cierto, muy cierto, mi quee-erido Spitshuker —confirmó Dallow con benevolencia.

—Pero sigue sin explicar por qué tiraron la llave en lugar de devolverla a su sitio —intervino Peace.

—Eso puedo explicarlo yo —dijo Frances con voz grave—. A las diez de la noche en punto se cierra con llave la puerta de esta casa. A partir de esa hora, solo podemos entrar en la rectoría los cuatro que tenemos nuestra propia llave: Notewind y Filts, los dos canónigos menores que viven aquí, Dutton y yo misma. El criminal no iba a arriesgarse a forzar la puerta solo para devolver una llave.

—Y eso significa —los sobresaltó la voz grave de Garbin— que estos cuatro están, por ahora, libres de toda sospecha.

Frances hizo un gesto de indiferencia.

—Si lo que acabamos de concluir tiene algún sentido, que es lo más probable, supongo que sí.

—Es un descubrimiento importantísimo —dijo Geoffrey—, porque, por lo que había oído hasta ahora, parece que el ataque podía haberse producido en cualquier otro momento. Por cierto, ¿a qué hora termina exactamente el ensayo del coro?

—A las nueve menos cuarto como muy tarde, porque los muchachos tienen que estar de vuelta en sus casas a las nueve. Si no recuerdo mal, uno de los decani, el último en irse, me contó que había llegado a su casa a las nueve y diez. Al parecer, Brooks le había dicho que se quedaría a ensayar un poco más… Y debió de hacerlo. Sin embargo, cuando lo encontraron, no estaba cerca del órgano. —Spitshuker se dirigió al canciller episcopal—. ¿Cómo está Brooks, por cierto?

—Muerto.

La respuesta provenía de una nueva voz. Todos se volvieron inmediatamente hacia la puerta. El doctor Butler, el chantre, los miraba con los ojos más fríos que Geoffrey había visto jamás en un ser humano. Su corpulencia y su altura eran las de un gigante, y tenía el pelo del color del hielo sucio. Su cara, de huesos prominentes, estaba tan bronceada que el tono de su piel era casi marrón oscuro. Andaría alrededor de los cincuenta años, aunque prematuramente grises.

Frances se levantó de un salto.

—¡Papá…!

El chantre avanzó hacia Geoffrey.

—¿Señor Vintner? Ha sido muy amable por su parte venir hasta aquí. —Se volvió hacia los demás—. Sí, Brooks acaba de morir. Pero hará unas tres horas recuperó la razón.

—¡Se recuperó!

—Sí. Despertó de un largo y piadoso sueño y, con bastante coherencia, solicitó ver a la policía. Un agente se presentó allí de inmediato, pero, debido al cansancio, Brooks solo fue capaz de pronunciar unas pocas palabras ininteligibles antes de volverse a dormir. Poco después tenía que tomar su medicina: una solución de cafeína, creo. Una de las enfermeras se la preparó en el dispensario y la depositó, junto con otros medicamentos destinados a diversos pacientes, en un carro. Pero la muy insensata lo dejó en el vestíbulo del hospital mientras iba a atender a otro enfermo. Y en el vestíbulo no hay vigilancia, así que cualquiera podría haber accedido a él.

Hizo una pausa y sus fríos ojos observaron de nuevo a los allí presentes. Su serenidad era casi intolerable.

—La enfermera regresó y le llevó la medicina al paciente. ¿No se puede considerar negligencia criminal haber dejado ese vaso sin vigilancia? Y entonces despertaron a Brooks para que, delante de dos enfermeras y un policía, ingiriese lo que en realidad era una solución de cafeína alterada con una cantidad fatal de atropina. Murió diez minutos después, hará unas dos horas, tras una agonía lenta y atroz. —Butler hizo otra pausa y volvió a mirar a su alrededor—. Lo irónico del asunto es que todos lo interpretaron como una recaída en su delirio. Durante cinco minutos, sin comprender la gravedad de la situación, lo mantuvieron acostado, de manera que el veneno pudo actuar rápidamente.

Se hizo un silencio sepulcral. Nadie movió ni un músculo.

—Y ahora, caballeros —dijo el chantre, sin la menor emoción en su voz—, demos comienzo a nuestra reunión.