5. ConjeturasConjeturas
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Conjeturas
He aquí un loco.
SHAKESPEARE
Después de la segunda pinta, Geoffrey empezó a ver las cosas con más optimismo. Hasta llegó a abandonar momentáneamente sus pensamientos morbosos y echó un vistazo a su alrededor. La barra del Whale and Coffin estaba atestada; atestada de gente, pensó, que nada sabía de lo que él acababa de oír en la rectoría hacía apenas media hora. Los parroquianos charlaban con estoica resignación sobre la evolución de la guerra, la calidad de la cerveza y los pequeños inconvenientes de seguir con vida. Bebían y, aunque no parecían entusiasmados, al menos sí tenían aspecto de estar divirtiéndose. Casi todos eran hombres, pero también divisó en un rincón a una rolliza mujer de mediana edad, maquillada y bien vestida, que daba tragos de una aceitosa cerveza negra con aires de señora displicente, y en otro, a una dependienta pálida, anémica y anodina que bebía en silendo acompañada de un joven tan pálido, anémico y anodino como ella. No se respiraba un gozo desenfrenado, pero al menos había algo de paz.
Apariencia de paz, pensó Geoffrey. ¿Qué es en realidad la «paz»? ¿Un cucurucho de helado al sol? No había paz en Tolnbridge, ni tampoco serenidad. Bajo el plácido y cotidiano ritual de la villa episcopal, unas fuerzas desconocidas ascendían lenta e inexorablemente hacia la superficie. El odio y el asesinato podían estar ocultos bajo la máscara habitual de cualquiera de aquellas personas. Geoffrey no había vuelto a ver al tabernero, lo que lo había enojado y aliviado a partes iguales: enojado porque había regresado al pub con la intención de exigirle una explicación por su conducta anterior, y aliviado porque no las tenía todas consigo sobre el desenlace de aquel encuentro. ¡La postergación obligada era una bendición! A su izquierda, un soldado contaba una interminable historia sobre algún incidente menor de la vida castrense.
—Y ahí estaba yo, dentro de ese camión, avanzando por una colina con más agujeros que un colador, sin parar de botar, arriba y abajo, como una condenada marioneta…
La voz se fundió en la narración de un recuerdo manido. Un hombre alto y corpulento se abrió paso hasta la barra. Evidentemente, se trataba de alguien importante porque se interrumpieron las conversaciones y los que bebían observaron al recién llegado con curiosidad e interés, como si aguardasen una suerte de declaración oracular. Pero como el hombre se limitó a pedir una bitter y un paquete de Player, las conversaciones se reanudaron sin más.
—Pues eso, que allí estaba yo, botando como un monigote, mientras por todas partes llovían granadas como guisantes en una sartén…
La gente civilizada reacciona de un modo extraño ante las muertes violentas, pensó Geoffrey, recordando lo sucedido en la rectoría. Nadie había gritado, nadie había reprimido un jadeo alarmado, apenas habían hablado y los allí presentes se habían marchado casi de inmediato para permitir que el cabildo continuase su reunión. Frances había rechazado la invitación para tomar una copa y se había retirado a su habitación con un libro. Fielding, cuyas reacciones ante la proximidad del mar eran de lo más convencionales, había anunciado su intención de ir a pasear por los acantilados. Dutton se había acostado y Peace había desaparecido, nadie sabía adonde había ido. Geoffrey se sentía irritado consigo mismo porque era el único que había necesitado beber alcohol tras enterarse de la noticia, por lo que se juzgaba a sí mismo moralmente débil. Si bien había resistido la tentación durante diez minutos, mientras llevaba a cabo un examen superficial y anodino del jardín, al final la necesidad de tomarse una copa había sido más fuerte. La necesidad… y el deseo perentorio de encararse con el tabernero del Whale and Coffin, se apresuraba a añadir como un atenuante nada convincente. Pero James no estaba en el local, o puede que se encontrara atendiendo en otra zona de su establecimiento.
La noche era cálida y enturbiaba las ideas. Los clientes del pub espantaban en vano las moscas que revoloteaban ante sus narices. No tenía datos suficientes para poder someter a examen lo sucedido. El primer pensamiento de Geoffrey fue el de salir huyendo, pero luego, aburrido con la idea como los artistas se aburren de sus obras, archivó mentalmente la fuga y se puso a pensar en Frances. La cerveza lo condujo lenta e inexorablemente al borde de una ciénaga de sensiblería. El Intelecto se apartó un poco y lo informó de tal hecho.
Geoffrey no le hizo ni caso y se abandonó al sentimentalismo, ayudado por otra jarra de cerveza. Comparándolos con anteriores experiencias, se dedicó a analizar los encantos de su adorada, su verdadero amor, su bienamada. «“Bienamada” me parece una palabra preciosa, es una lástima que ya no se utilice», dijo el Intelecto, intentando sin éxito atraerlo a una conversación sobre la degeneración del lenguaje. Labios como… ¿como qué? ¿Coral? ¿Cerezas? No, no… Demasiado trillado, demasiado convencional. «Esa clase de epítetos se acabaron con la literatura jacobina», dijo el Intelecto, que intentó capear el temporal citando a Shakespeare: «No son soles los ojos de mi amada; el coral es más rojo que sus labios; si blanca es la nieve, pardo es su pecho, y hebras renegridas tiene por cabello…». A su vez, la Emoción replicó indignada con: «¿A un día de verano habré de compararte?», pero no estaba segura de cómo continuaba el poema, así que se vio obligada a retirarse entre balbuceos enojados.
No obstante, la victoria del Intelecto fue solo temporal. «¿Y si le pido que se case conmigo?», pensó Geoffrey. La Soltería, confiada en su inexpugnable ciudadela, dio un respingo sobresaltado y empezó a asomarse, inquieta, desde detrás de sus fortificaciones. «¡Qué incomodidad! —susurró, persuasiva—, ¡cuántos inconvenientes! Si te casaras, echarías por la borda de un plumazo todos tus pequeños caprichos, tu serenidad tan meticulosamente organizada. Las mujeres desprecian esas cosas y, aunque no fuera así, ¿para qué casarse, en cualquier caso? ¿Para qué quieres un espejo que refleje tus manías, que adule tu cara? Inútil y estúpido. Seguirás mejor tal y como estás. Y, además, tu obra… Una esposa insistiría en salir cuando tú estás trabajando en una idea particularmente buena. ¿Y qué sería de tu Concierto de violín con un bebé berreando por la casa? Eres un artista, y los artistas no deberían casarse. Tal vez coquetear un poco, eso sí, pero nada más».
Ante el inapelable sentido común de estos argumentos, lo único que pudo hacer la Emoción fue murmurar, triste pero empecinadamente: «La amo». Y fue entonces cuando de verdad cundió el pánico en la ciudadela. Cerraron todas las ventanas, bajaron el rastrillo y el puente levadizo…
—¿Le importaría darme lumbre?
Geoffrey volvió sobresaltado a la realidad. El hombre alto que acababa de entrar blandía inquisitivamente un cigarrillo.
—Desde lo de Noruega, las cerillas escasean cada vez más —dijo el hombre.
Era un hecho incuestionable que no daba mucho pie a ningún comentario. Geoffrey sacó su encendedor y frotó varias veces la rueda estriada con el pulgar. Tras el duodécimo intento, el hombre sonrió con cierta tristeza.
—Unos artilugios complicados.
—Lo he rellenado esta misma mañana, creo incluso que demasiado. —Geoffrey agitó el encendedor y un chorro de líquido salpicó el suelo—. Lo intentaré una vez más.
La enorme llamarada estuvo a punto de quemarles la cara. Y justo en el momento en que el hombre alto acercaba inseguro su cigarrillo sucedió lo otro.
Algo apartadas de la barra había tres puertas que llevaban a unos reservados donde se podía beber en relativa intimidad. De pronto, desde detrás de una de esas puertas les llegó el sonido de unos ruidos desconcertantes de lo que parecían unos golpes tremendos, muebles volcados, maldiciones, gruñidos, jadeos y movimientos apresurados, seguidos de más golpes. Todos en el bar se quedaron escuchando, boquiabiertos y estupefactos. El hombre que le había pedido fuego a Geoffrey se dirigió hacia la puerta con autoridad y la abrió. Geoffrey lo siguió y el resto de los clientes se arremolinaron detrás de ellos.
Al principio, lo único que vieron fue una pequeña habitación con los muebles dispersos por todos los lados. No obstante, al fijarse un poco más, descubrieron a alguien que maldecía en diferentes lenguas en un rincón donde se desplegaba una intensa actividad. Geoffrey y el hombre alto entraron al reservado. La multitud, expectante y con los ojos como platos, se quedó en el umbral.
El motivo de la bagarre era bien distinto del que habían supuesto. En una esquina había un hombre, alto y larguirucho, arrodillado. En una mano sostenía un gran vaso de whisky y en la otra un bastón con el que intentaba golpear a un pequeño objeto móvil que planeaba a cierta altura del suelo. No tardaron demasiado en descubrir que se trataba de una mosca común que esquivaba las acometidas con facilidad y evidente placer. Es imposible saber cuánto habría durado esta escena si no hubiera sido porque la mosca, cansada de la diversión, alzó el vuelo y decidió marcharse. Su agresor, claramente fuera de sí por esta inesperada maniobra, le arrojó el contenido del vaso, pero falló. La mosca voló a toda velocidad hasta chocar con su nariz y después puso la marcha atrás. A continuación, con lo que hasta el menos imaginativo de los hombres hubiera definido como un grito de felicidad, se largó por la ventana.
El hombre se levantó parsimoniosamente y se sacudió el polvo de las rodillas con un gesto convencional. Unos erizados mechones de su cabello negro, que había tratado de mantener peinado sin éxito, sobresalían en la zona del cogote. Sus mejillas, resplandecientes como manzanas, daban fe de una energía y una buena salud casi intolerables. Aunque la noche era más bien cálida, llevaba puestos una gabardina enorme y un sombrero extraordinario.
—¡Por Dios! —exclamó Geoffrey, bastante conmovido.
Gervase Fen, profesor de Lengua y Literatura Inglesa en la Universidad de Oxford, miró plácidamente a su alrededor.
—El problema de las moscas —dijo sin más preámbulos— es que nunca aprenden. Lo lógico, si eres un ser minúsculo y aterrizas sobre un gigantesco objeto animado que te golpea y te grita, es que decidas largarte y encerrarte en un armario por siempre jamás. Pero las moscas no lo hacen. Siguen sobrevolando en círculos impasiblemente y se empecinan en volver al mismo lugar una y otra vez. Les pasa lo mismo con las ventanas. Incontables generaciones de estúpidas moscas se han estrellado contra los cristales sin haber descubierto todavía que es imposible atravesarlos.
Los parroquianos del bar volvieron con indiferencia a sus sitios. El hombre alto que le había pedido fuego a Geoffrey le dijo a Fen:
—He estado buscándolo por todas partes, señor.
Fen asintió vagamente.
—El inspector Garratt, ¿no es así? ¿Novedades de Brooks?
Geoffrey, conteniendo a duras penas su fastidio, declaró:
—Y yo soy Geoffrey Vintner.
—Eso ya lo sé, Geoffrey —dijo Fen.
—Y bien, ¿no va a darme la bienvenida?
—¿Por qué? ¿Le pasa algo?
—¡Me ha llamado para que viniera a tocar el órgano en los servicios!
—¿Ah, sí? ¿De veras? Creía que se lo había pedido al viejo Raikes, de St. Christopher. Aunque no habría servido de nada, lleva años postrado en la cama… —añadió, pensativo.
Geoffrey se sentó. La furia lo había dejado sin habla.
—Y pensar que he venido hasta aquí, que me han atacado tres veces en el trayecto…
—¿Qué acaba de decir, señor? —preguntó el inspector, súbitamente interesado.
—Que me han atacado.
Fen gimió.
—Más complicaciones. Y yo que pretendía pasar un verano tranquilo… Bueno, bebamos y pongámonos al día.
Y se pusieron al día. Primero el inspector, que les hizo un sucinto resumen de lo que sabía del asesinato de Brooks, y luego Geoffrey, que hizo un resumen mucho menos sucinto —en realidad, fue más bien prolijo— de los ataques que había sufrido a lo largo de los últimos días. Geoffrey se sentía justificado por la naturaleza insatisfactoria, y esencialmente poco convincente, de aquellas agresiones. Sin embargo, su relato no pareció perturbar demasiado ni a Fen ni al inspector, por lo que el fastidio de Geoffrey aumentó sobremanera.
—Colaboraré —dijo Fen con decisión cuando por fin Geoffrey cerró la boca.
—Bien. Scotland Yard ya nos advirtió que no podríamos detenerlo —dijo el inspector. Fen lo fulminó con la mirada—. Creo que todavía le recuerdan por ese asunto de Caxtons Folly, antes de la guerra.
—¡Ah, Caxtons Folly! —dijo Fen, complacido—. Ese sí que fue un verdadero caso… —De pronto, una idea inquietante asaltó su mente—. ¿Scotland Yard? ¡No les habrá transferido usted el caso!
El inspector suspiró.
—No hemos avanzado mucho por nuestra cuenta, señor. Y el reciente fallecimiento de Brooks no ha hecho sino empeorar las cosas. Hemos interrogado a todos los implicados, de eso puede estar seguro, aunque es cierto que tras la muerte de Brooks no lo hemos vuelto a hacer. Eso está pendiente —dijo con voz lúgubre, como un general examinando un terreno particularmente inadecuado antes de la batalla—. Pero ¿para qué? Ni siquiera sabemos por dónde empezar a preguntar… ¡Brooks no tenía un solo enemigo en el mundo! Nuestra única pista es ese improbable «algo» que parece que vio. Por tanto… El jefe de policía se ha puesto en contacto con Scotland Yard. Creo que nos enviarán a uno de sus mejores hombres, un tal Appleby.[1]
—¡Appleby! ¡Appleby! —aulló Fen, indignado—. ¿Para qué quieren a Appleby si yo estoy aquí? —Se calmó un poco—. Admito que es bueno…, muy bueno —concluyó con cierta tristeza—, pero no veo por qué…
Geoffrey se incorporó, no sin cierto esfuerzo, con la esperanza de dar así mayor énfasis a sus palabras.
—Mi querido Gervase: en un asunto tan grave como un asesinato, si hay alguien que pueda ayudar…
—¡Ni se le ocurra sermonearme! —repuso Fen, malhumorado.
—Bien, tenemos carta blanca durante un día más —continuó el inspector, inmune a las interrupciones—. Si para entonces no hemos descubierto nada, entonces habrá que dejar el caso en manos de Scotland Yard.
—Por supuesto que descubriremos algo —declaró Fen, magnánimo, para luego preguntarse, con cierta perplejidad—: Pero ¿qué? Tenemos tres frentes abiertos, ¿verdad? Primero, los ataques a Geoffrey; segundo, el ataque a Brooks en la catedral; y tercero, el asesinato de Brooks. Lo aconsejable es abordarlos por separado y ver qué sacamos en claro. A ti, Geoffrey, te han atacado tres personas distintas, muy probablemente matones a sueldo. Me pregunto qué le habrá ocurrido al tipo de la tienda. ¿Crees que habrá escapado? —Se volvió hacia el inspector—. No habrá oído usted nada, supongo.
El inspector negó con la cabeza.
—No hay ningún motivo para que en Londres lo relacionen con nosotros. Pero puedo llamar y averiguarlo.
Tomó nota en un sobre mugriento.
—Bien, pues ya está. No creo que tenga mucho sentido seguirles la pista a los otros dos. ¿Qué fue del baúl que le echaron encima, Geoffrey?
—Se quedó en el tren, creo. Sí, estoy seguro de que fue así.
—Quizá encontremos huellas —dijo el inspector—. Es muy probable que el hombre que intentó acabar con usted sea un expresidiario cuyos antecedentes consten en alguna parte. No creo que atraparlo sirva de mucho, porque seguro que desconoce los detalles de la trama. Rutina, ya sabe. «Quizá la policía carezca del brío y de la genialidad del detective privado, pero solo mediante su investigación paciente y metódica de los detalles más insignificantes, del criminal, etcétera, etcétera, etcétera…». —Rescató de nuevo el sobre e hizo otra anotación—. Era el tren de las 17.43, ¿verdad?
—Y también están las dos cartas amenazadoras —siguió Fen—. ¿Por qué cree que alguien querría evitar que viniese aquí?
—Creo —dijo Geoffrey, plagiando descaradamente a Fielding— que todo el asunto es una cortina de humo para ocultar el verdadero motivo del ataque a Brooks, para tratar de concentrar nuestra atención en el hecho de que los atacados son precisamente organistas…
—¡Tonterías! —interrumpió Fen con grosería—. Nadie se complica la vida con algo así solo para usarlo como tapadera. —A Fen le gustaba echar mano de lo último en argot especializado—. ¿Por qué no pensar en la explicación más lógica? A lo mejor no quieren que nadie toque el órgano durante unos días.
—Eso es una estupidez.
—No, no lo es —replicó Fen, irritado—. Es más que evidente que Brooks vio en la catedral algo que incriminaba a cierta persona. Supongo que estaría relacionado con el órgano. Brooks lo descubre, ellos saben que lo ha descubierto e intentan despacharlo.
Geoffrey soltó un débil gemido de protesta.
—Muy bien —continuó Fen—. Creen que lo han conseguido y que están a salvo. A la mañana siguiente, reciben la desagradable noticia de que Brooks sigue vivo y que aún es capaz de dar el chivatazo a la policía…
Geoffrey volvió a gemir.
—… por lo que intentan acabar con él por segunda vez, y en esta ocasión lo consiguen. Pero también comprenden que, a estas alturas, todos supondrán que la catedral oculta algo importante (si simplemente hubiesen encontrado a Brooks muerto, nadie habría sospechado) y quieren sacarlo del edificio a toda costa. Primera dificultad: la catedral está muy bien vigilada —Fen miró al inspector, que asintió—, y nadie no autorizado puede entrar en ella, salvo cuando está abierta para el servicio. Segunda dificultad: quieren acceder a la tribuna del órgano o a sus inmediaciones, y dicha tribuna, pese al deceso de Brooks, estará ocupada durante los servicios por un tal Geoffrey Vintner, a quien se ha emplazado para esa función. Moraleja: ¡quitamos de en medio al señor Vintner y así mantenemos el órgano despejado!
—Suena plausible —dijo el inspector—. De hecho, es la única explicación que se me ocurre.
—No se le ha ocurrido a usted, se me ha ocurrido a mí —murmuró Fen.
—Pero ¿qué será ese misterioso «algo»? —prosiguió el inspector, abatido.
—Supongo que ya habrán registrado la catedral.
—Por supuesto —dijo el inspector, muy serio—. Aunque sin resultados, desde luego… Pero tampoco sabemos qué estamos buscando exactamente… Hemos registrado hasta las tripas del órgano…
—Las tripas… —gimió Geoffrey.
—… pero no hemos encontrado nada.
—¿Y las tumbas? —sugirió Fen.
—No las hemos abierto, como se puede imaginar. Pero no creo que Brooks lo hiciera.
Geoffrey intervino.
—Dice usted que ninguna persona no autorizada ha podido entrar en la catedral, salvo durante los servicios, desde que encontraron a Brooks. Eso no incluye a ninguno de los miembros del clero, supongo.
—¿Los caballeros de hábitos sagrados? No, señor, pero le aseguro que hemos mantenido una discreta vigilancia sobre todos los que han tenido ocasión de entrar.
—Puesto que la catedral está bajo sospecha, también lo están sus moradores —apuntó Fen.
—En efecto. Y eso dificulta aún más las cosas. Fisgar en los hábitos de un canónigo resulta bastante violento. —El extraño efecto que había producido su verborrea sobresaltó al inspector, que guardó silencio durante unos instantes—. Bueno, ¿y ahora, qué?
—El segundo frente es el ataque a Brooks en la catedral —dijo Fen—. ¿Alguna pista?
—Casi ninguna. Le golpearon en la cabeza y le administraron una inyección de atropina. Intravenosa, en el antebrazo izquierdo.
—Creía que la atropina era soporífera —dijo Fen.
—No, es irritante…, afrodisíaca… No, no es eso. ¿Cuál es el término?
—¿Era una dosis letal?
—La quinta parte de un grano. Tendría que haber sido fatal, pero la acción de esa sustancia aún no se conoce. La dieciseisava parte de un grano se considera la dosis máxima segura. El diagnóstico fue rápido: falta de transpiración y salivación, etcétera. Lo trataron con ácido tánico, morfina, éter, cafeína…, con todo lo que tenían a mano. De hecho, se habría recuperado si no…
Al inspector se le quebró la voz. De pronto Geoffrey comprendió la gran responsabilidad que recaía sobre los hombros de aquel hombre y cuánto le pesaba.
—No han encontrado la aguja hipodérmica, supongo.
—No.
—¿Era muy pequeña?
—Eso depende de la solución. El sulfato de atropina es soluble en una proporción de uno a tres en alcohol de noventa grados y de uno a quinientos en agua. Pero, aun así, la aguja podría ser diminuta.
Fen se revolvió, inquieto, absorto en sus reflexiones. Apuró el whisky y pulsó un timbre, a todas luces averiado, para pedir otra copa.
—Un extraño método para asesinar a alguien. Un disparo habría sido demasiado ruidoso, desde luego, pero ¿y el apuñalamiento? ¿O la estrangulación? Demasiado aparatosos. Quizá eso indique la mano de una mujer. O de un hombre de mentalidad femenina. —Volvió a pulsar el timbre, que se desprendió ruidosamente de la pared. Fen se quedó mirándolo un buen rato y luego se volvió hacia el inspector—. ¿Es difícil conseguir atropina?
—Supongo. No lo sé.
—¿No lo sabe? Si es usted inspector, ¿qué es que lo inspecciona? ¿Estufas?
Fen se carcajeó sonoramente. Los otros lo miraron con frialdad. Cuando se calmó, el inspector dijo:
—Si lo adquirieron en una farmacia, constaría en el registro de sustancias tóxicas. Hemos hablado con todos los farmacéuticos locales pero no hemos encontrado nada sospechoso. No podemos investigar todos los registros del país y, además, estoy convencido de que no tratamos con un loco de atar. No en el sentido habitual del término, al menos —añadió, meditabundo—. No, creo que por ese camino no llegaremos a nada. A Brooks lo golpearon en la cabeza con un objeto contundente en una zona cuidadosamente elegida para que requiriese el mínimo de fuerza. Todo indica que el agresor tenía conocimientos médicos. Y también que su acto era premeditado. La gente no va por ahí armada con agujas hipodérmicas cargadas de atropina, como si fueran pistolas.
Llegados a este punto, Geoffrey propuso una hipótesis, aunque con escasa convicción.
—Quizá Brooks ya sabía que pasaba algo, y ellos sabían que él lo sabía y decidieron silenciarlo para siempre después del ensayo del coro.
Fen asintió en señal de aprobación.
—Muy bien. ¿Medios? ¿Móvil? ¿Ocasión?
—¿Móvil? ¿Podemos concretar un poco? —Como era evidente que tanto Geoffrey como Fen estaban más que dispuestos a concretarlo y la pregunta era más bien retórica, el inspector se apresuró a añadir—: Nuestra única pista son los delirios de Brooks. Cuando el sacristán que abre la catedral por la mañana lo encontró… —Se detuvo con brusquedad—. Por cierto, supongo que querrá interrogar al sacristán.
—No especialmente —dijo Fen.
—¡Ah! —repuso el inspector, desanimado—. Pues bueno, cuando lo encontraron, Brooks no paraba de hablar. Y en el hospital siguió con sus delirios. Anotamos casi todo lo que dijo. Hay muchos detalles que por supuesto no guardan ninguna relación con el caso… Por ejemplo, que estaba prendado de esa descarada de Helen Dukes, de la estafeta de correos…
—Estafeta de correos, estafeta de correos… ¿Por qué tenemos que entretenernos en eso?
—Y también le preocupaban ciertos asuntos relacionados con la música de la catedral, por supuesto —prosiguió el inspector, imperturbable—. Resulta que había discutido con uno de los bajos cantori por un solo, pero eso no parece suficiente como para constituir el móvil de una agresión.
Fen acomodó su larguirucho cuerpo en la silla con suma irritación.
—¿Cuándo iremos al grano? —protestó.
—Y, finalmente, están las cuatro cosas que mencionó sobre la catedral. Esta parte le resultó muy dolorosa y se le veía bastante asustado, pero tampoco nos reveló mucho. ¿Recuerdan ese personaje de La piedra lunar que completa los delirios del médico con sus propias palabras creando así una pieza gramaticalmente bellísima? A mí nunca me pareció plausible, los delirios no funcionan así. El único defecto que se le puede encontrar a una obra de Wilkie Collins por lo demás excelente, aunque considero que como novela policíaca está sobrevalorada, al igual que los cuentos de Poe…
—¡Vamos, vaya de una vez al grano! —se impacientó Fen—. ¿Qué dijo Brooks?
El inspector se quedó en silencio durante unos instantes y luego se sacó otro sobre del bolsillo.
—Bien, señor, aquí va. —Leyó en voz alta—: «Cable. Hombre colgado…, soga. Losa… desplazada».
Siguió otro silencio. Geoffrey recordó las circunstancias en que había oído por primera vez aquellas palabras. Ahora le afectaron en igual medida. «Una catedral vacía no es un buen lugar para pasar la noche». Hasta para el menos imaginativo… Le vinieron a la cabeza las palabras que había leído tiempo atrás en un relato de M. R. James: «En sus días de inocencia había leído acerca de encuentros en tales lugares que ahora ni se atrevía a recordar». Por mucho que el encuentro no hubiera tenido para nada un componente sobrenatural, el hecho de que se hubiese producido en aquel entorno podría trastornar hasta a un hombre de nervios bien templados. Y eso fue lo que dijo Geoffrey.
Fen asintió. Se le veía bastante apagado, pero quienes lo conocían sabían que eso indicaba que estaba enfrascado en esclarecer algunas dudas. Recogió los vasos vacíos sin mediar palabra y, tras dirigir una mirada desdeñosa al timbre, se marchó a buscar otra ronda. Al volver, dejó sonoramente las bebidas sobre la mesa, se desplomó en la silla y preguntó:
—¿Y bien?
—Sumidos en meditaciones nocturnas… —empezó el inspector.
Fen contuvo un bufido.
—Parece que el destino me ha condenado a relacionarme con policías literarios. —Alzó su vaso para brindar de forma mecánica, le dio un buen trago a su whisky, se atragantó y siguió quejándose con amargura—: ¿Por qué nadie se toma las cosas literalmente? «Cable»: radio, electricidad. —Dirigió una mirada de odio al difunto timbre que yacía en el suelo—. ¿Timbres? «Hombre colgado-soga». Un hombre puede colgar de una soga sin estar necesariamente ahorcado. Puede, por ejemplo, subir y bajar por una cuerda con claros motivos criminales. «Losa desplazada». ¿Se ha movido por sí sola o alguien la ha cambiado de posición? —Hizo una pausa—. Me parece de lo más evidente. ¿Qué zona de la catedral resulta inaccesible a menos que se llegue a ella escalando con una cuerda? ¿Dónde no hay escalera?
Un destello en los ojos del inspector indicó que había comprendido. Se incorporó. Fen asintió.
—¡Exacto! La galería del Obispo.
Geoffrey miró sin comprender.
—¿La qué?
—Claro, tú no conoces la catedral. La tribuna del órgano está justo encima de la sillería del coro, en la zona sur del presbiterio. De allí parte una estrecha galería que se dirige al oeste, hacia la nave, y llega hasta la gran columna que da inicio al transepto sur. Desde ese extremo, la galería del Obispo es inaccesible. En teoría, solo se puede acceder a ella desde dos sitios: el primero es una entrada que lleva tapiada desde el siglo XVIII y se encuentra en la tribuna del órgano; el segundo, una escalera de caracol que conduce a una pequeña habitación y de allí a una puerta exterior que también está tapiada. En esa pequeña estancia descansa el difunto John Thurston, obispo de 1688 a 1705 y último cazador de brujas de Inglaterra. La galería elevada lleva su nombre. De modo que, a menos que bajen una tonelada de cascotes, el único modo de acceder a la galería es escalando por la balaustrada. —Se volvió hacia el inspector—. Supongo que nadie ha agujereado esos tabiques de ladrillo, ¿verdad?[Plano de la catedral]
El inspector negó con un gesto. Una indefinible inquietud estaba comenzando a apoderarse de él.
—Ese era el acceso más probable, pero no, nadie ha manipulado esos tabiques y, si alguien lo hubiera intentado, habría sido imposible disimularlo. Aunque tampoco resultaría difícil, el tabique no es demasiado grueso y parece que se levantó a toda prisa. En cuanto al asunto de la soga, admito que el único modo de subir y bajar de esa galería sería mediante una cuerda. Justo debajo se encuentra el nicho de san Ephraim, encastrado en la pared, aunque como no sobresale, no hay donde apoyar el pie. Tampoco las columnas que lo enmarcan sirven de apoyo, pues resbalan como si fueran de cristal. Pero ¿dónde podrían haber atado la cuerda, antes de ponerse a escalar?
Fen soltó un bufido desdeñoso y tomó un trago de whisky.
—Está asqueroso —se quejó, y luego añadió—: Un experto en manejar el lazo podría haberlo conseguido sin la menor dificultad usando una cuerda ligera de cáñamo. La galería tiene una balaustrada calada.
—Pero después la cuerda se habría quedado colgando y nosotros la habríamos visto —insistió el inspector.
—No. No, si la cuerda hubiese sido lo bastante larga para cubrir el doble de la longitud que separa la galería del suelo. Solo hay que hacer un nudo especial —Fen no especificó más—, subirlo por un lado de la cuerda y tirar del otro extremo al llegar abajo. Entonces el nudo se deshace y se puede retirar la cuerda.
Se recostó en su silla, sumamente complacido.
—¡Caray! —dijo el inspector con desconfianza—. ¿Y qué nudo es ese?
—Se le llama «el anzuelo».
—¿Y por qué se le llama así?
—Porque el lector tiene que tragárselo —repuso Fen plácidamente.[2]
—Pero lo esencial es: ¿qué demonios pretende esa gente bajando y subiendo por cuerdas? —intervino Geoffrey, incapaz de contenerse por más tiempo—. ¡Así no vamos a ningún lado!
—Cables —dijo Fen misteriosamente. Se levantó y empezó a deambular por la habitación, al parecer inspeccionando su decoración—. Tenemos que ir a la catedral y visitar, sea como sea, la galería del Obispo. ¿Es posible? —preguntó al inspector, antes de añadir, quejumbroso—: Es un fastidio porque esta noche iba a hacer un experimento interesantísimo con unas polillas… —De pronto se interrumpió—. Y eso me recuerda: ¿me ha traído el cazamariposas, Geoffrey?
Geoffrey asintió. El simple recuerdo del artilugio despertó en él un odio instantáneo hacia la vida.
—Está en la rectoría. Diecisiete con seis.
Fen hizo caso omiso al último comentario.
—Hay algo más: el asesinato de Brooks —prosiguió el inspector—. De nuevo atropina, aunque esta vez por vía oral. Negligencia criminal. —Se le ensombreció el rostro—. Creo que el personal del hospital no está implicado y que alguien introdujo la atropina en su medicamento cuando lo dejaron sin vigilancia en el vestíbulo.
Fen interrumpió sus idas y venidas.
—Eso es curioso. Parece una posibilidad tan remota…
—Nada de eso, señor. La enfermera a cargo del dispensario es una cabeza de chorlito y había hablado del caso de Brooks… a cualquiera que le preguntaba por él. Medio Tolnbridge debía de estar al tanto de que tomaba ese medicamento cada media hora, con la implacable regularidad propia del destino. Esta tarde, mientras la enfermera sacaba el carro al pasillo, ha sonado el timbre de una de las habitaciones y ella ha acudido a la llamada. Pero el paciente en cuestión estaba profundamente dormido y en la habitación no había nadie más. Cuando regresó al carro, el daño ya estaba hecho.
—¡Por mis orejas y mis bigotes! —gimió Fen—. Atrevido, ¿verdad? ¿No se ha visto a nadie por los alrededores?
—Se ha visto a mucha gente. Era hora de visita.
—Podría haberse tratado de los medicamentos de otro paciente, pero supongo que a ellos esas pequeñeces les traen sin cuidado.
A Geoffrey le vino a la cabeza otra frase: «Parece que no les importa en absoluto desperdiciar vidas en el camino».
Fen reanudó su paseo y el inspector su logomaquia:
—Esta noche me entrevistaré con todas las personas relacionadas con el caso; es decir, con todas las personas vinculadas de algún modo a la catedral: la señorita Butler, el doctor Butler, el doctor Garbin, el doctor Spitshuker, el señor Dutton, sir John Dallow y el señor Savernake, ahora que ya ha regresado… —Recitó la lista con la melancólica fruición de un satanista que enumera los círculos del infierno—. Pero seguro que no aclararemos nada, nada de nada —añadió, dejando de fingir y cayendo de nuevo en una patética desesperación.
—Vamos, vamos, inspector… —dijo Geoffrey mecánicamente.
—Le agradecería que echase un vistazo a la catedral y a la galería del Obispo mientras yo me entrevisto con todas esas personas —dijo el inspector, más sereno, a Fen—. El chantre tendrá que darnos su autorización para entrar en la galería, pero supongo que no nos pondrá trabas. Avisaré a los policías que están de guardia para que le ayuden en todo lo que necesite.
Fen asintió y apuró el whisky. Todos se levantaron, el inspector suspirando y Geoffrey algo confuso y envalentonado por el alcohol.
—Bueno, al menos no estamos tan perdidos como antes, aunque nos basemos principalmente en conjeturas. Ahora comprobaremos qué es lo que esconde esa galería infernal.
Sin embargo, eso era algo que no estaban destinados a ver.