PREFACIO

[…] durante un tiempo dejé de escribir: ya se han dicho demasiadas verdades en el mundo, ¡una superproducción que, al parecer, no se puede consumir!

OTTO RANK[1]

La perspectiva de la muerte, decía el doctor Johnson, concentra la mente de forma asombrosa. La tesis principal de este libro es que hace mucho más que esto: la idea de la muerte, el miedo que ocasiona, acosa al animal humano como ninguna otra cosa. Es causa principal de la actividad humana, diseñada, en su mayor parte, para evitar la fatalidad de la muerte, para superarla negando de algún modo que es el destino final de la persona. El célebre antropólogo A. M. Hocart argumentaba en cierta ocasión que a los primitivos no les inquietaba el temor a la muerte, y que una sagaz muestra de datos antropológicos revelaría que lo más frecuente era acompañar la muerte con regocijo y festejos. La muerte parecía tomarse como una ocasión de celebración más que de miedo, al estilo del velatorio tradicional irlandés. Hocart quería erradicar la noción de que los primitivos fueran infantiles (comparados con el hombre y la mujer modernos) y que estuvieran aterrorizados por la realidad. Hoy en día, la mayoría de los antropólogos ha llevado a cabo esta rehabilitación del primitivo. Además, esa argumentación deja intacto el hecho de que el miedo a la muerte es, evidentemente, un universal de la condición humana. Los primitivos celebran con frecuencia la muerte para sentirse seguros —como han demostrado Hocart y otros— justo porque creen que la muerte es el postrer ascenso, el último ritual de elevación hacia una forma de vida superior, al disfrute de una eternidad de algún tipo. La mayoría de los occidentales tienen dificultades para seguir creyendo en estas cosas. Esto hace que el miedo a la muerte sea una parte tan importante de nuestra estructura psicológica.

En estas páginas trato de demostrar que el miedo a la muerte es un universal que reúne datos de distintas disciplina, de las ciencias humanas, y que convierte las acciones humanas, que hemos sepultado bajo una montaña de datos y obscurecido con inacabables argumentos, en un sentido u otro, sobre los “verdaderos motivos” humanos, en algo admirablemente claro e inteligible. El estudioso de nuestro tiempo se encuentra doblegado bajo un peso que nunca hubiese imaginado tener que aguantar: la superproducción de verdades que no pueden consumirse. Durante siglos, el hombre vivió en la creencia de que la verdad era sutil y escurridiza, y que una vez que la encontrase se acabarían los problemas de la humanidad. Ahora nos encontramos a inicios del siglo XXI y nos estamos atragantando con la verdad. Se han producido tal cantidad de escritos brillantes, de descubrimientos geniales, semejante expansión y elaboración de esos descubrimientos… y, sin embargo, la mente permanece en silencio mientras que el mundo gira en su milenaria carrera demoníaca. Recuerdo haber leído cómo en la famosa Exposición Universal de Saint Louis, en 1904, el orador de una prestigiosa reunión científica tenía problemas para hacerse oír por el ruido de unas armas nuevas con las que hacían una demostración cerca de allí. Dijo algo en un tono condescendiente y tolerante acerca de ese juego molesto e innecesario, como si el futuro perteneciera a la ciencia y no al militarismo. La Primera Guerra Mundial nos enseñó a todos cuál era la prioridad en este planeta, qué bando jugaba con fuego, y cuál no. En la actualidad, el orden de prioridades ha podido verse de nuevo en un presupuesto armamentista de miles de millones de dólares en una época en que las condiciones de vida en el planeta han sido de las peores.

¿Para qué, puede que se pregunte el lector, añadir todavía una pesada tonelada más de superproducción inútil? Hay, por supuesto, razones personales: hábito, instinto, optimismo contumaz. Y está Eros, la necesidad interna de unificar la experiencia, de crear, de un sentido más pleno. Creo que una de las razones por las que el conocimiento se halla en una situación de superproducción inútil es porque se encuentra diseminado por todos lados, transmitido por mil bocas que compiten entre ellas. Sus más insignificantes fragmentos se magnifican de forma desproporcionada, mientras que sus principales visiones profundas, de valor histórico mundial, quedan en el olvido reclamando atención. No existe ningún latido, ningún centro vital. Norman O. Brown ya advirtió que el gran mundo necesita más Eros y menos antagonismo y que al mundo intelectual le ocurre lo mismo. Queda por revelar la armonía que aúne muchas actitudes desacordes de forma que la «polémica estéril e ignorante» amaine[2].

He escrito este libro fundamentalmente a modo de estudio de la armonización de la Babel existente de puntos de vista sobre el ser humano y la condición humana, en la creencia de que ha llegado el momento adecuado para una síntesis que albergue lo mejor del pensamiento en muchos campos, desde las ciencias humanas hasta la religión. He tratado de evitar ir a contracorriente y negar ningún punto de vista, sin tener en cuenta lo contrario que me pueda resultar, si me ha parecido que podía encerrar algo de verdad. A lo largo de estos últimos años he aprendido que el problema del conocimiento del ser humano no es rebatir y destruir las opiniones contrarias, sino incluirlas en una estructura teórica más amplia. Una de las ironías del proceso creativo es que nos inhabilita parcialmente para funcionar. Quiero decir que, en general, para producir, el autor tiene que exagerar la importancia de lo que produce y confrontarlo, de forma competitiva, con otras versiones de la verdad; es así como se ve arrastrado por su propia exageración, ya que su imagen diferenciada se ha construido sobre este hecho. Pues, cada pensador honrado, que en lo básico es un empirista, tiene que mantener algo de verdad en sus posiciones, cualquiera que sea la radicalidad con que las ha formulado. El problema consiste en encontrar la verdad que subyace en la exageración, reducir la elaboración o la distorsión excesivas e incluir esa verdad donde mejor se acomode.

Una segunda razón para escribir este libro es que, en los últimos años, he tenido algo más que mi ración de problemas en esta cuestión de conjugar verdades válidas. He tratado de acabar de entender las ideas de Freud y sus intérpretes y herederos con lo que podríamos llamar la destilación de la psicología moderna. Creo que, por fin, lo he conseguido. En este sentido, el libro es una propuesta de paz para mi espíritu erudito, una ofrenda para mi absolución intelectual. Tengo la sensación de que es mi primera obra madura.

Una de las cosas más importantes que he tratado de hacer en este libro es presentar una recapitulación de la psicología después de Freud, enlazando el conjunto del desarrollo de la psicología con la todavía imponente cumbre de Kierkegaard. Argumento a favor de una fusión de la psicología y de una perspectiva mítico-religiosa. Para ello, me baso en gran medida en la obra de Otto Rank. He llevado a cabo un intento importante de transcribir la relevancia de la magnífica construcción de su pensamiento. Entrar a fondo en la obra de Rank es algo que había demorado durante largo tiempo. Si lo he logrado, probablemente en ello consiste el valor principal de este libro.

Rank tiene tanta relevancia en estas páginas que quizás serviría de ayuda dedicarle unas palabras introductorias. Frederick Perls comentó en una ocasión que el libro de Rank Arte y artista estaba «más allá de toda alabanza[3]». Recuerdo que me impresionó tanto ese juicio que cogí el libro de inmediato: no podía imaginar que algo científico estuviese «más allá de toda alabanza». La misma obra del propio Freud me parecía digna de alabanza, esto es, como algo que uno puede esperar de la mente humana. Pero Perls tenía razón: Rank era, como dice la gente joven, «otra cosa». No se puede ensalzar gran parte de su obra simplemente porque con brillo abrumador es con frecuencia fantástico, gratuito, superlativo; sus visiones interiores aparecen como un don más allá de lo necesario. Supongo que en gran parte se debe a que, además de su genio, el pensamiento de Rank siempre abarcó varios campos del conocimiento. Cuando, por ejemplo, suministraba datos antropológicos y se esperaba una visión antropológica, se encontraba uno otra cosa, algo más. Viviendo como vivimos en una era de hiperespecialización, hemos perdido la expectativa de este tipo de placer. Los expertos nos dan emociones razonables, si es que nos dan alguna.

Algo que sí que espero de mi encaramiento con Rank es que los lectores vayan después directamente a sus libros. No existe un substituto de la lectura de Rank. Mis ejemplares de lectura de sus libros tienen las tapas llenas de un número poco frecuente de notas, subrayados, puntos de exclamación dobles; es una abundante fuente de años de introspecciones y reflexión. Mi tratamiento de Rank no es más que un esbozo de su pensamiento: su fundamentación, muchas de sus visiones profundas y sus implicaciones globales. Este sería el Rank empalidecido, no el pasmosamente rico de sus libros. También el esbozo de presentación de Ira Progoff y su valoración de Rank es tan correcto, de un discernimiento tan sutilmente equilibrado, que difícilmente puede superársele como una revalorización breve de su obra[4]. Rank es muy difuso, difícil de leer, tan rico que casi es inaccesible al lector general. Era tan consciente de esto que, durante un tiempo, mantuvo la esperanza de que Anaïs Nin le reescribiera sus libros de modo que estos tuvieran el efecto que deberían haber tenido. Lo que ofrezco en estas páginas es mi propia versión de Rank, rellenado a mi manera, una especie de “traducción” breve de su sistema, con la esperanza de hacerlo accesible en su conjunto. Este libro sólo comprende su psicología individual; en otro, trazaré su esquema de la psicología de la historia.

Hay diversas maneras de aproximarse a Rank. Algunos le ven como un colaborador brillante de Freud, un miembro del primer círculo del psicoanálisis que ayudó a ponerlo en marcha en sectores más amplios con la aportación de su vasta erudición, alguien que mostró cómo el psicoanálisis puede iluminar la historia de la cultura, el mito y la leyenda, como, por ejemplo, en su temprana obra El mito del nacimiento del héroe y en el Motivo del incesto. Estos añadirían que, puesto que a Rank no se le había analizado nunca, su represión logró sacar lo mejor de él, a la vez que se alejaba de la vida estable y creativa que tenía con Freud. En sus últimos años, su inestabilidad personal le fue sobrepasando poco a poco y murió de forma prematura en plena frustración y soledad. Otros ven a Rank como a un más que entusiasta discípulo de Freud que intentó ser original prematuramente, lo que le llevó a exagerar el reduccionismo psicoanálitico.

Este juicio se basa casi exclusivamente en su libro El trauma del nacimiento y, en general, se detiene ahí. Por último, quedan los que ven a Rank como un miembro brillante del círculo más próximo a Freud, un entusiasta favorito de Freud cuya educación universitaria sugirió y financió este. Rank devolvió acrecentada su deuda con el psicoanálisis con visiones profundas en muchos campos: historia cultural, desarrollo del niño, psicología del arte, crítica literaria, pensamiento primitivo y otros. En resumen, fue una especie de ser polifacético, un niño prodigio no demasiado organizado o autocontrolado, un Theodor Reik al que podemos considerar intelectualmente superior.

Pero todas estas maneras de recapitular a Rank son erróneas. Sabemos que proceden en gran parte de la mitología del propio círculo de psicoanalistas, que nunca le perdonaron su alejamiento de Freud, lo que conllevó una mengua de su símbolo de inmortalidad (para utilizar la forma en que entendió Rank la amargura y bajeza que mostraron). Hay que reconocer que El trauma del nacimiento ofreció a sus detractores una excusa contra él, una razón justificada para empequeñecer su estatura. Fue un libro exagerado y funesto que envenenó su imagen pública, aun después de haberlo reexaminado él mismo e ir mucho más allá de esta obra. Al dejar de ser un mero colaborador de Freud, un servidor del psicoanálisis para su mayor divulgación, Rank logró su propio y único sistema de ideas, que elaboró cuidadosamente. Supo por dónde quería empezar, con qué sistema de datos contaba y lo que pretendía hacer con todo ello. Conoció todas estas cosas específicamente por lo que se refiere al psicoanálisis, al que quería trascender, y lo logró. En cuanto a las implicaciones filosóficas de su propio sistema de pensamiento, las conoció en líneas generales, pero no tuvo tiempo para llegar a obtener resultados ya que su vida fue corta. Fue, desde luego, un creador de sistemas tan completo como Adler o Jung. Su sistema de pensamiento es tan brillante como el de ellos, incluso más en algunos aspectos. Respetamos a Adler por la solidez de sus juicios, por la franqueza de sus visiones profundas, por su humanismo intransigente. Admiramos a Jung por su coraje y la apertura mental con que abarcó la ciencia y la religión. Pero el sistema de Rank tiene, además, implicaciones para un desarrollo más profundo y amplio de las ciencias sociales que en Adler y Jung, implicaciones que acaban de empezar a destaparse.

Cuando Paul Roazen escribió “The Legend of Freud[5]”, hizo la acertada observación de que: «cualquier escritor, cuyos errores se ha tardado tanto tiempo en corregir es […] una figura a considerar en la historia intelectual». Sin embargo, todo el asunto es muy raro, porque Adler, Jung y Rank corrigieron muy pronto la mayoría de los desaciertos de Freud. La cuestión que concierne al historiador es más bien qué ocurría en la historia del pensamiento psicoanalítico, las ideas mismas, el público y la mentalidad erudita que conservaron esas correcciones tan en la ignorancia o tan aparte del movimiento más importante de pensamiento científico acumulativo.

Incluso un libro de amplio alcance ha de ser muy selectivo en las verdades que escoge de entre la montaña de verdades que nos ahoga. A muchos pensadores importantes se les menciona sólo de pasada. El lector, por ejemplo, puede preguntarse acerca de mi gran inclinación por Rank y lo poco que menciono a Jung en un libro cuyo principal objetivo es el dar por terminada la cuestión del psicoanálisis y la religión. Una de las razones es lo destacado que ha sido Jung, y los muchos intérpretes notables que ha tenido, mientras que a Rank apenas se le conoce, y casi nadie ha hablado de él. Otra razón es que, aunque el pensamiento de Rank es difícil, siempre acierta en los problemas clave, Jung no lo es, y una gran parte de su obra deambula por esoterismos innecesarios; el resultado es que a menudo obscurece por una parte lo que descubre por otra. No veo que todos sus tomos sobre alquimia añadan un ápice al peso que tiene su visión profunda del psicoanálisis.

Mucha de la buena fraseología sobre la visión profunda de la naturaleza humana se la debo a Marie Becker, cuya fineza y realismo en estas cuestiones están fuera de lo común. Quiero expresar mi agradecimiento (con las abstenciones de costumbre) a Paul Roazen por su amabilidad al pasar el capítulo 6 por el cedazo de su gran conocimiento sobre Freud. También a Robert N. Bellah, que leyó el manuscrito entero; le estoy muy agradecido por sus críticas, en general, y por sus sugerencias específicas. A cuantos han colaborado activamente les debo, sin duda alguna, el enriquecimiento del libro. En cuanto a los restantes, temo que me plantean una tarea de vasto y largo alcance: la de cambiarme a mí mismo.