5. KIERKEGAARD: EL PSICOANALISTA

El orden total de las cosas me embarga con una sensación de angustia, desde el mosquito hasta los misterios de la encarnación; todo es totalmente ininteligible para mí, y en especial mi propia persona. Grande es mi pesar, no tiene límites. Nadie lo sabe, salvo Dios en el Cielo, y Él no puede sentir lástima.

SOREN KIERKEGAARD[1]

En la actualidad, podemos llamar a Kierkegaard “psicoanalista” sin temor a que se rían de nosotros —o al menos con la esperanza de que los sarcásticos no se enteren—. Últimamente se ha producido un nuevo descubrimiento de Kierkegaard, hecho que es de suma importancia porque le vincula con toda la estructura del conocimiento de las humanidades de nuestro tiempo. Antes pensábamos que existía una clara diferencia entre la ciencia y las creencias y que la psiquiatría y la religión eran opuestas. Sin embargo, ahora nos damos cuenta de que las visiones de la psiquiatría y de la religión están íntimamente relacionadas. Por una parte, en el plano histórico la una surge de la otra, como veremos más tarde en esta sección. Pero ahora lo más importante es que se refuerzan entre ellas. La experiencia psiquiátrica y religiosa no se pueden separar subjetivamente de la propia visión de la persona, ni objetivamente en la teoría del desarrollo del carácter.

Donde mejor se refleja esta fusión de las categorías psiquiátrica y religiosa es en la obra de Kierkegaard. Él nos ha legado algunos de los mejores análisis empíricos de la condición humana jamás diseñados por la mente de una persona. Pero, irónicamente, no fue hasta la época del ateísta Freud que pudimos ver la talla científica de la obra teológica de Kierkegaard. Sólo entonces tuvimos las pruebas clínicas que la respaldaban. El eminente psicólogo Mowrer lo resumió a la perfección en los años cincuenta: «Freud tenía que haber vivido y escrito antes de que se publicaran los primeros trabajos de Kierkegaard para que estos hubieran podido ser comprendidos y apreciados correctamente[2]». Ha habido varios intentos serios demostrar cómo Kierkegaard adelantó datos de la psicología clínica moderna. La mayoría de los existencialistas europeos han dicho algo al respecto, así como teólogos de la talla de Paul Tillich[3]. El sentido de este trabajo es que traza un círculo en tomo a la psiquiatría y la religión; nos muestra que el mejor análisis existencial de la condición humana conduce de manera directa a los problemas de dios y de la fe, que es justamente lo que arguyó Kierkegaard.

No voy a intentar repetir ni descifrar su impresionante, profundo y con frecuencia difícil de entender análisis de la condición humana. Lo que pretendo es presentar un resumen del principal argumento que encierra su trabajo psicológico, de la forma más concisa y breve posible, de modo que el lector pueda ver en “pocas palabras” lo que Kierkegaard quiso decir. Si lo consigo sin extenderme demasiado debido a mi fascinación por la genialidad del autor, el lector quedará sorprendido por el resultado. La estructura de la comprensión del ser humano que tenía Kierkegaard es casi una recapitulación del cuadro clínico moderno del ser humano que hemos esbozado en los cuatro primeros capítulos de este libro. El lector podrá juzgar por sí mismo la coherencia de ambas imágenes en los puntos básicos (aunque no presente a Kierkegaard con todo detalle), la razón por la que hoy estamos comparando la talla de Kierkegaard en la psicología con la de Freud, y por la que yo mismo y otros estamos dispuestos a considerarle un gran estudioso de la condición humana a semejanza de Freud. Lo cierto es que a pesar de haber escrito en la década de 1840, en realidad fue un postfreudiano que transmitió una genialidad eterna y asombrosa.

La paradoja existencial como el comienzo de la psicología y la religión

La piedra angular de la visión del ser humano en Kierkegaard es el mito de la Caída, la expulsión de Adán y Eva del Jardín del Edén. En este mito, encontramos, como ya hemos visto, la idea esencial de la psicología de todos los tiempos: que el ser humano es una unión de opuestos, de autoconciencia y de cuerpo físico. El ser humano emergió de la acción instintiva irreflexiva de los animales inferiores y llegó a reflexionar sobre su condición. Se le dio una conciencia de su propia individualidad y de su divinidad parcial en la creación, la belleza y exclusividad de su rostro y su nombre. Al mismo tiempo, recibió la conciencia del terror al mundo y a su propia muerte y desintegración. Esta paradoja es lo verdaderamente constante respecto al ser humano en todos los períodos de su historia y sociedad; es, pues, su verdadera «esencia», como dijo Fromm. Como ya hemos visto, los psicólogos modernos más destacados lo han convertido en la piedra angular de su interpretación. Pero Kierkegaard ya les había aconsejado: «La psicología no puede llegar más lejos […] y además puede ratificar este punto una y otra vez en su observación de la vida humana[4]».

El descenso a la autoconciencia, salir de la confortable ignorancia de la naturaleza, supuso una gran penalización para el ser humano: el miedo o la ansiedad. La bestia no tiene miedo, dice Kierkegaard, «justamente por que, por naturaleza, la bestia no está dotada de espíritu[5]». Por “espíritu” entiéndase “yo” o identidad simbólica interna. La bestia no tiene. Es ignorante, dice Kierkegaard, por consiguiente, inocente; pero el ser humano es una «síntesis de almedad y de corporeidad[6]» y por eso experimenta ansiedad. Por “almedad” léase “autoconciencia”.

Si el ser humano fuera una bestia o un ángel, no sería capaz de tener miedo. [Es decir, si fuera totalmente no-autoconsciente o totalmente no-animal.] Puesto que es una síntesis, puede tener miedo […] el propio ser humano produce temor[7].

La ansiedad del ser humano es una función de su propia ambigüedad y de su total impotencia para superar dicha ambigüedad, y ser directamente un animal o un ángel. No puede vivir sin pensar en su destino, tampoco puede controlar con toda seguridad ese destino y triunfar sobre él estando fuera de la condición humana:

El espíritu no puede autoeliminarse [es decir, la autoconciencia no puede desaparecer] […]. Tampoco puede el ser humano abandonarse a una vida vegetativa [es decir, ser completamente un animal] […]. No puede huir del miedo[8].

Pero el verdadero centro del miedo no es la ambigüedad en sí misma, sino el resultado del juicio del ser humano: es decir, si Adán se come el fruto del árbol del conocimiento Dios le dice: «Tú morirás». En otras palabras, el terror máximo de la autoconciencia es el conocimiento de la propia reino animal. Este es el significado del mito del Jardín del Edén y del redescubrimiento de la psicología moderna: que la muerte es la mayor ansiedad del ser humano y que sólo es propia de su especie[*].

La caracterología de Kierkegaard

Kierkegaard concibe el carácter del ser humano como una estructura construida para evitar la percepción del «terror, de la perdición [y] de la aniquilación [que] en todo ser humano moran codo a codo[9]». Él comprendió la psicología como lo haría un psicoanalista contemporáneo: su tarea es la de descubrir las estrategias que una persona utiliza para evitar la ansiedad. ¿Qué estilo emplea para funcionar de manera automática y acrítica en el mundo y de qué modo este estilo perjudica su propio crecimiento y libertad de acción y elección? En palabras que serían casi las de Kierkegaard: ¿cómo queda esclavizada una persona a causa de su propia mentira caracterológica sobre sí misma?

Kierkegaard describió estos estilos de una manera tan brillante que aún hoy en día resulta inexplicable y con un vocabulario que resume gran parte de la teoría psicoanalítica de las defensas del carácter. Mientras en la actualidad hablamos de los “mecanismos de defensa”, como la represión y la negación, Kierkegaard habló de las mismas cosas con términos diferentes: se refirió al hecho de que la mayoría de los seres humanos viven en una «semioscuridad» en lo que respecta a su propia condición[10], están en un estado de «cerrazón» en el que bloquean sus propias percepciones de la realidad[11]. Él comprendió el carácter compulsivo y la rigidez de la persona que ha tenido que construirse unas defensas extrafuertes para protegerse de la ansiedad, una pesada coraza del carácter, y la describió del siguiente modo:

Partidaria de la más rígida ortodoxia […] lo sabe todo, se inclina ante lo sagrado, la verdad es para ella un conjunto de ceremonias, habla de presentarse ante el trono de Dios, del número de veces que uno se ha de inclinar, lo sabe todo del mismo modo que un alumno que es capaz de demostrar una proposición matemática con las letras ABC, pero cuando estas cambian a DEF, está perdido. Se asusta cuando oye algo que no está expuesto en el mismo orden[12].

No cabe duda de que por “cerrazón” Kierkegaard se refiere a lo que ahora denominamos represión; es la personalidad cerrada, con la que uno se ha cercado a sí mismo en la infancia, en la que no ha probado sus propios poderes en acción, que no se ha permitido descubrirse a sí mismo ni a su mundo de una forma relajada. Si el niño, o la niña, no tiene la carga de una acción bloqueante excesiva por parte de los padres, podrá desarrollar sus defensas de un modo menos monopolizado y disfrutará de un carácter algo más fluido y abierto. Estará preparado para probar la realidad, basándose en su propia acción y experimentación, en lugar de hacerlo en los de la autoridad delegada, los prejuicios o las ideas preconcebidas. Kierkegaard comprendió esta diferencia e hizo una distinción entre cerrazón «altanera» y cerrazón «equivocada». Prosiguió con un mandato rousseauniano para educar a los niños con la orientación de carácter adecuada:

Es de suma importancia que una persona en su infancia sea educada con un concepto de cerrazón altanera [reserva] y se la salve de la equivocada. Externamente, es fácil percibir cuándo ha llegado el momento en que se ha de dejar que ande sola; […] es un arte de estar siempre presente sin que se note, dejar que ella se desarrolle a sí misma, a la vez que uno mantiene claramente una constante supervisión. Es el arte de dejar al niño a su aire en la mayor medida y escala posible y de expresar una aparente indiferencia, de modo tal que, sin que se note, uno lo sepa todo […]. Y el padre que educa, o hace todo lo que haga falta por el hijo que está a su cargo, pero que no puede evitar que este se cierre, incurre en una gran responsabilidad[13].

Al igual que Rousseau y Dewey, Kierkegaard está advirtiendo a los padres que el niño o la niña han de realizar su propia exploración del mundo, desarrollar y afianzar sus propios poderes experimentales. Él sabe que se ha de proteger al niño y que la vigilancia de los padres es de vital importancia, pero no quiere que ellos trasladen sus propias ansiedades a la escena, para reprimir la acción del niño antes de que sea absolutamente necesaria. En la actualidad sabemos que sólo este tipo de educación proporciona autoconfianza al niño ante la experiencia que no llegaría a tener si estuviera demasiado bloqueado: le ofrece un «apoyo interno». Es precisamente este apoyo interno el que permite que el niño desarrolle una cerrazón «altanera» o reserva, es decir, una valoración ego-controlada y autoconfiada del mundo a cambio de una personalidad que se puede abrir con mayor facilidad a la experiencia. La cerrazón «equivocada», por otra parte, es el resultado de demasiados bloqueos, demasiada ansiedad, demasiado esfuerzo como para que un organismo que ha sido sobrecargado y debilitado por sus propios controles haga frente a la experiencia: significa, pues, más represión automática por parte de una personalidad esencialmente cerrada. Para Kierkegaard, el “bien” es la apertura hacia una nueva posibilidad y elección, la capacidad para enfrentarse a la ansiedad; lo cerrado es el mal, eso que te aparta de la novedad y de percepciones y experiencias más amplias; impone un velo entre la persona y su propia situación en el mundo[14]. En teoría, este debería ser transparente, pero para la persona cerrada es opaco.

Es fácil ver que la cerrazón es precisamente lo que hemos denominado «la mentira del carácter» y Kierkegaard lo llama del mismo modo:

Es fácil ver que la cerrazón eo ipso significa mentira o, si se prefiere, negación de la verdad. Pero la negación de la verdad es justamente la falta de libertad […] la elasticidad de la libertad se consume al servicio de la reserva total […]. La reserva total fue el efecto de la negación de la racionalización del ego en la individualidad[15].

Esta es una descripción psicoanalítica perfectamente contemporánea de la personalidad global. He omitido el análisis más profundo y detallado de Kierkegaard sobre cómo la persona se fragmenta dentro de sí misma mediante la represión, acerca de cómo la percepción de la realidad mora bajo la superficie, al alcance de la mano, lista para acabar con la represión, sobre cómo la represión deja a la personalidad en apariencia intacta, funcionando como un conjunto, en continuidad —pero cómo esa continuidad es interrumpida, cómo la personalidad se encuentra en realidad a merced de la discontinuidad expresada por la represión—.[16] Para una mente moderna y con formación clínica semejante análisis ha de resultar maravilloso.

Kierkegaard comprendió que la mentira del carácter se forja porque el niño se ha de adaptar al mundo, a los padres y a sus propios dilemas existenciales. Se crea antes de que el niño tenga la oportunidad de conocerse a sí mismo de una manera abierta o libre, y por eso las defensas del carácter son automáticas e inconscientes. El problema es que el niño se vuelve dependiente de ellas y se queda encasillado en su propia armadura de carácter, incapaz de ver con libertad más allá de su prisión o dentro de sí mismo, de las defensas que está utilizando, de las cosas que están determinando su esclavitud[17]. Lo único que el niño puede esperar es que su cerrazón no sea de la clase «equivocada» o del tipo masivo, por lo que tendrá un carácter con demasiado temor al mundo como para abrirse a las posibilidades de la experiencia. Pero eso depende en gran medida de los padres, de las circunstancias del entorno, como bien sabía Kierkegaard. La mayoría de las personas tienen padres que han «incurrido en una gran responsabilidad» y, por lo tanto, se ven obligadas a desconectarse de la posibilidad.

Kierkegaard nos ofrece algunos bocetos de retratos de los estilos de negación de la posibilidad, o de las mentiras del carácter, que es lo mismo. Está resuelto a describir lo que hoy en día llamamos personas «no auténticas», que evitan desarrollar su carácter único; que siguen los estilos de una forma de vida automática y sin sentido de crítica en la que fueron condicionadas durante su infancia. Estas personas «no son auténticas» porque no se pertenecen a ellas mismas, no son su «propia persona», no actúan desde su propio centro, no ven la realidad como es; son personas unidimensionales totalmente inmersas en los juegos ficticios que se juegan en la sociedad, incapaces de trascender sus condicionamientos sociales: los hombres y las mujeres de negocios occidentales, los burócratas orientales, los pueblos tribales encerrados en la tradición —el ser humano sea cual sea su procedencia que no comprende lo que significa pensar por sí mismo y que, si lo hiciera, se echaría atrás ante la idea de semejante audacia y riesgo—. Kierkegaard nos da una descripción:

La persona inmediata […] su yo o ella misma es un algo incluido en “el otro” en el perímetro de lo temporal y de lo mundano […]. Por consiguiente, el yo se adhiere inmediatamente a “el otro”, anhelando, deseando, disfrutando, etc., pero pasivamente; […] se las arregla para imitar a los demás, observando cómo viven y de este modo también intenta vivir como ellos. En la comunidad cristiana, también es cristiana, va a la iglesia los domingos, escucha y comprende al pastor; sí, se comprenden bien mutuamente; muere, y el pastor le conduce a la eternidad por el precio de 10 dólares —pero a un yo que no fue y a un yo que nunca llegó a ser […] pues la persona inmediata no reconoce a su yo, sólo se reconoce a sí misma por su atuendo […] reconoce que tiene un yo sólo por lo externo[18].

Esta es una descripción perfecta del “ser humano cultural automático” —el ser humano confinado por la cultura, esclavo de ella, que se imagina que tiene una identidad porque paga su prima a la Seguridad Social, que tiene más control sobre su vida si aprieta el acelerador de su deportivo o usa un cepillo de dientes eléctrico—. Hoy en día, las personas inmediatas, o que no son auténticas, son tipos familiares, tras décadas de marxismo y de análisis existencialista sobre la esclavitud humana respecto a su sistema social. Pero en los tiempos de Kierkegaard debió haber supuesto un shock ser un ciudadano europeo moderno y ser considerado un filisteo. Para Kierkegaard el “filisteísmo” significaba trivialidad, la persona que vive embaucada por las rutinas cotidianas de su sociedad, contenta con las satisfacciones que esta le ofrece en nuestro mundo actual: el coche, el centro comercial, las dos semanas de vacaciones. El ser humano está protegido por las alternativas seguras y limitadas que su sociedad le ofrece y, si no levanta la mirada de su camino, puede vivir toda su vida con una monotonía asegurada:

Carente de imaginación, como siempre sucede con el filisteo, vive en cierta provincia trivial de la experiencia en cuanto a cómo son las cosas, lo que es posible, lo que suele ocurrir […] el filisteísmo se autotranquiliza en lo trivial[19]

¿Por qué acepta el ser humano lo trivial? Por el peligro de todo un horizonte de experiencia, por supuesto. Esta es la motivación más profunda del filisteísmo, que celebra el triunfo sobre la posibilidad, sobre la libertad. El filisteísmo conoce a su verdadero enemigo: la libertad es peligrosa. Si la sigues de buen grado, amenaza con la incertidumbre; si la abandonas por completo, te conviertes en un prisionero de la necesidad. Lo más seguro es conformarse con lo que es socialmente posible. Creo que esto es lo que significa la observación de Kierkegaard:

Pues el filisteísmo piensa que tiene el control de la posibilidad, que, cuando ha atraído con un señuelo a esta prodigiosa elasticidad al campo de la probabilidad o al manicomio que la retiene prisionera, la lleva de un lado a otro, cual prisionero en la celda de lo probable, hace alarde de[20]

Kierkegaard como teórico de la psicosis

Pero ahora aparece algo nuevo en nuestra discusión. Kierkegaard habla de atraer a la prodigiosa elasticidad de la libertad “al manicomio” donde está prisionera. ¿Qué quiere decir con esa imagen tan condensada? Yo lo interpreto como que uno de los grandes peligros de la vida es demasiada posibilidad y que el lugar donde hallamos a las personas que han sucumbido a este peligro es el manicomio. Aquí Kierkegaard demuestra que era un maestro teórico no sólo de la “patología cultural normal”, sino también de la patología anormal o psicosis. Él entiende la psicosis como la neurosis llevada a un extremo. Al menos, así, es como yo interpreto muchas de sus observaciones en la sección de su libro denominada «La desesperación vista bajo los aspectos de la finitud/infinitud[21]». Vamos a detenemos en esto porque, si mi interpretación es correcta, nos ayudará a comprender mejor de qué modo las formas más extremas de los trastornos mentales son torpes intentos de afrontar el problema básico de la vida.

Kierkegaard nos está dibujando un amplio e increíblemente elaborado retrato de los tipos del fracaso humano, las formas en que el ser humano sucumbe y es derrotado por la vida y el mundo; derrotado porque no es capaz de afrontar la verdad existencial de su situación —la verdad de que es un yo simbólico interior, que implica cierta libertad y que está limitado por un cuerpo finito, que limita esa libertad—. El intento de pasar por alto cualquier aspecto de la situación del ser humano, de reprimir la posibilidad o negar la necesidad, significa que la persona vivirá una mentira, que no podrá realizar su verdadera naturaleza, será «la más miserable de todas las cosas». Pero el ser humano no siempre tiene tanta suerte, no siempre puede salir del paso sencillamente lamentándose. Si la mentira que intenta vivir hace demasiado alarde de la realidad, puede perderlo todo durante su vida, y esto es precisamente lo que queremos decir con psicosis: el colapso total y absoluto de la estructura del carácter. Si hemos de considerar a Kierkegaard como un maestro del análisis de la situación humana, nos ha de demostrar que comprende los extremos de la condición humana, así como del medio cultural cotidiano.

Esto es justamente lo que hace en su exposición de los extremos de exceso o defecto de posibilidad. El exceso de posibilidad es el intento de la persona de sobrevalorar los poderes del yo simbólico. Refleja el intento de exagerar una mitad del dualismo humano a expensas del otro. En este sentido, lo que denominamos esquizofrenia es un intento del yo simbólico de negar las limitaciones del cuerpo finito; con ello, la persona en su totalidad es despojada de su equilibrio y destruida. Es como si el cuerpo no pudiera contener la libertad de la creatividad que surge desde el interior del yo simbólico, y la persona quedara dividida. Así es como entendemos la esquizofrenia hoy en día, como la división del yo y del cuerpo, una división en la que el yo no está anclado, es ilimitado, no está lo suficientemente vinculado con las cosas cotidianas, no se encuentra en las conductas físicas habituales[22]. A sí es como Kierkegaard entiende el problema:

El yo es una síntesis en la que lo finito es el factor limitador, y lo infinito es el factor expansivo. La desesperación de la infinitud es, por lo tanto, lo fantástico, lo ilimitado[23][*].

Por «desesperación de la infinitud» Kierkegaard quiere decir la enfermedad de la personalidad, lo opuesto a la salud. Así la persona enferma va sumiéndose en lo ilimitado, el yo simbólico se vuelve “fantástico” —como sucede en la esquizofrenia— cuando se aparta del cuerpo, de una base sólida en la experiencia real del mundo cotidiano. El esquizofrénico declarado es abstracto, etéreo, irreal; se eleva por encima de las categorías terrenales del espacio y del tiempo, flota por encima de su cuerpo, mora en un eterno presente, no está sujeto a la muerte ni a la destrucción. Las ha vencido en su fantasía o, lo que es mejor, en el hecho real de que ha abandonado su cuerpo, ha renunciado a sus limitaciones. La descripción de Kierkegaard no sólo es elocuente, sino que también es de precisión clínica:

En general, lo fantástico es aquello que conduce a un ser humano de tal manera hacia lo infinito, que simplemente le aparta de sí mismo, y de ese modo también le impide que regrese a su centro. Así, cuando el sentimiento se vuelve fantástico, el yo simplemente se volatiliza más y más […]. El yo, pues, vive una existencia fantástica en una empresa abstracta en pro de lo infinito, o en un aislamiento abstracto, en el que constantemente está ausente de sí mismo, y gracias al cual se aparta cada vez más.

Esto es al más puro estilo de El yo dividido de Ronald Laing, hace aproximadamente un siglo. De nuevo:

Si la posibilidad supera a la necesidad, el yo se aleja de sí mismo, de modo que no exista necesidad adonde esté obligado a retornar —entonces esto es la desesperación [enfermedad] de la posibilidad—. El yo se convierte en una posibilidad abstracta que se pone a prueba [sic: ¿“se cansa”?] forcejeando de forma inútil con lo posible, pero sin moverse del sitio, ni llegar a ninguna parte, pues justamente lo necesario es el sitio; convertirse en uno mismo es, por tanto, un movimiento en el lugar[24].

Lo que Kierkegaard quiere decir aquí es que el desarrollo de la persona es un desarrollo profundo desde un centro fijo de la personalidad, un centro que une los dos aspectos del dualismo existencial —el yo y el cuerpo—. Pero este tipo de desarrollo necesita un reconocimiento de la realidad, la realidad de los propios límites:

Lo que ahora le falta al yo es, sin duda, la realidad —como se diría comúnmente, al igual que se diría de un ser humano que se ha vuelto irreal—. Pero cuando lo miramos más detenidamente, lo que en realidad le falta al ser humano es la necesidad […] lo que realmente le falta es el poder de […] someterse a lo necesario en uno mismo, a lo que se podría denominar el propio límite. Por consiguiente, la desgracia no consiste en el hecho de que dicho yo no se equipare a nada en el mundo; no, la desgracia es que el ser humano no sea consciente de sí mismo, consciente de que ese yo que es, es algo perfectamente definido y, por tanto, necesario. Por el contrario, se ha perdido a sí mismo, debido a que este yo se ha visto fantasiosamente reflejado en lo posible[25].

Por supuesto, esta descripción se puede aplicar tanto a la persona normal y corriente como al extremo del esquizofrénico, y esa es justamente la contundencia del análisis de Kierkegaard, de que ambas se pueden colocar en el mismo continuo:

En lugar de reunir de nuevo la posibilidad con la necesidad, el ser humano persigue la posibilidad —y al final no puede hallar su camino de regreso hacia sí mismo[26].

Esta es la misma generalidad que se puede aplicar a lo siguiente, lo que podríamos describir como la persona media que vive en un mundo simple de energía y fantasía interna inflada, como Walter Mitty, o lo que hoy denominaríamos «esquizofrénicos de ambulatorio» —aquellas personas cuyo yo y cuerpo mantienen una relación muy tenue, pero que a pesar de ello pueden funcionar sin dejarse llevar por las energías internas y las emociones, las imágenes fantásticas, los sonidos, los miedos y las esperanzas que no pueden contener:

Pero, a pesar del hecho de que un ser humano se ha vuelto fantástico de esta manera, puede, sin embargo […] ser perfectamente capaz de vivir, de ser una persona, aunque parezca estar ocupada en cosas temporales, estar casada, engendrar hijos, conseguir honores y estima —y quizás nadie se dé cuenta de que en un sentido profundo carece de yo[27].

Es decir, que le falta un yo y un cuerpo bien unificados, centrados en sus propias energías de control egotistas y que se enfrenten realísticamente a su situación y a la naturaleza de sus limitaciones y posibilidades en el mundo. Pero esto, como veremos, es la idea de Kierkegaard de la salud consumada, que no es fácil de alcanzar.

Si la psicosis esquizofrénica se encuentra dentro de un continuo como una especie de inflación normal de fantasía interna, de posibilidad simbólica, entonces algo similar debería suceder con la psicosis depresiva. Este es el retrato que nos hace Kierkegaard. La psicosis depresiva está en el extremo del continuo de exceso de necesidad, es decir, demasiada finitud, demasiada limitación por parte del cuerpo y de las conductas de la persona en el mundo real, y no bastante libertad del yo interior, de la posibilidad simbólica interna. A sí es cómo entendemos hoy en día la psicosis depresiva: como un sentimiento de desbordamiento ante las exigencias de los demás —familia, trabajo, el estrecho horizonte de las rutinas diarias—. En dicho desbordamiento, el individuo no siente o ve que tenga otras opciones, no puede imaginar ninguna elección o forma de vida alternativa, no puede liberarse de la red de obligaciones aunque estas ya no le proporcionen un sentido de autoestima, de valor primario, de ser un contribuidor heroico a la vida mundana, incluso aunque cumpla con sus obligaciones familiares y laborales diarias. Como ya sugerí[28] una vez, el esquizofrénico no está lo suficientemente asentado en su mundo —que es lo que Kierkegaard llamó la enfermedad de la infinitud; por otra parte, el depresivo está demasiado afirmado en su mundo, hasta el punto de que este le supera—. Kierkegaard lo expuso del siguiente modo:

Pero mientras un tipo de desesperación se sume irremediablemente en el infinito y se pierde a sí misma, existe otra que se permite, por así decirlo, ser defraudada “por los otros”. Al ver la multitud de personas a su alrededor, al involucrarse en todo tipo de asuntos mundanos, al ser consciente de cómo funcionan las cosas en este mundo, esa persona se olvida de sí misma […] no se atreve a creer en sí misma, encuentra demasiado arriesgado ser auténtica, es mucho más seguro y fácil ser como los demás, convertirse en una imitación, en un número, en una cifra dentro de la masa[29].

Es una soberbia caracterización del individuo “culturalmente normal”, que no es capaz de defender su propio sentido de las cosas porque eso supone demasiado riesgo, demasiada exposición. Mejor no ser uno mismo, mejor vivir al abrigo de los demás, protegido por un contexto seguro de obligaciones, deberes sociales y culturales.

De nuevo, este tipo de caracterización se ha de comprender dentro de un continuo, donde en uno de sus extremos hallamos la psicosis depresiva. La persona deprimida tiene tanto miedo de ser ella misma, de ejercer su propia individualidad, de insistir en lo que podría ser su propio sentido de las cosas, sus propias condiciones de vida, que literalmente parece estúpida. Da la impresión de no comprender la situación en la que se encuentra, no puede trascender sus temores, no puede entender por qué está desbordada. Kierkegaard lo expresa magníficamente:

Si uno compara la tendencia a dar rienda suelta a la posibilidad con los esfuerzos de un niño para pronunciar palabras, la falta de posibilidad es como ser mudo […] pues sin posibilidad una persona no puede respirar, por así decirlo[30].

Esta es precisamente la condición de la depresión, que uno apenas puede respirar o moverse. U na de las tácticas inconscientes a la que recurre la persona para intentar dar sentido a su situación, es considerarse como algo despreciable y sentirse culpable. Este es, en realidad, un maravilloso “invento”, porque le permite salir de su condición de mudez y realizar algún tipo de conceptualización de su situación, darle algún sentido —aunque eso implique cargar con toda la responsabilidad, ser culpable de causar mucho dolor innecesario a los demás—. Puede que Kierkegaard se estuviera refiriendo sencillamente a dicha táctica imaginativa cuando hizo esta observación de manera informal:

A veces, la inventiva de la imaginación humana basta para proporcionar posibilidad[31]

En cualquier caso, la condición depresiva puede permitir una invención que cree la ilusión de la posibilidad, del sentido, de la acción, pero no ofrece ninguna posibilidad real. Como Kierkegaard lo resume:

La pérdida de posibilidad significa: que todo se ha vuelto necesario o que todo se ha vuelto trivial para el ser humano[32].

De hecho, en el extremo de la psicosis depresiva parece que se pueda ver la fusión de estas dos: todo se vuelve necesario y trivial al mismo tiempo, lo cual conduce a la desesperación total. La necesidad con la ilusión de un sentido de la existencia sería el mayor logro de una persona, pero cuando se vuelve trivial, la vida carece de sentido.

¿Por qué preferiría una persona las acusaciones de culpa, de desmerecimiento, ineptitud —incluso de deshonra y traición— a la posibilidad real? No parece que esta sea la solución, pero lo es: retraimiento total, supeditación a los “demás”, negación de cualquier dignidad o libertad personal, por una parte; y, por la otra, libertad e independencia, alejamiento de los demás, prescindencia de sí mismo y de los vínculos familiares y deberes sociales. Esta es la opción a la que la persona deprimida se enfrenta, y que evita parcialmente mediante su autoacusación de culpabilidad. La respuesta no es muy difícil de encontrar: la persona deprimida evita la posibilidad de la independencia y de tener más vida, porque esto es lo que la amenaza con la destrucción y la muerte. Se aferra a las personas que la han esclavizado en una red de obligaciones aplastantes, en interacciones donde es menospreciada, pero porque son precisamente esas personas las que suponen su refugio, su fortaleza, su protección contra el mundo. Como la mayoría de los deprimidos, esa persona deprimida es una cobarde que no será capaz de mantenerse sola en su propio centro, que no podrá sacar de su interior la fuerza necesaria para hacer frente a la vida. De modo que se ampara en los demás; se cobija en lo necesario y lo acepta voluntariamente. Pero ahora su tragedia es evidente: su necesidad se ha vuelto trivial y su vida esclavizada, dependiente y despersonalizada ha perdido su sentido. Es aterrador encontrarse en semejante encrucijada. Se elige la esclavitud porque es segura y tiene sentido; luego pierde el sentido, pero se tiene miedo de salir de ella. Uno literalmente ha muerto para la vida, pero ha de seguir físicamente en este mundo. Esta es la tortura de la psicosis depresiva: permanecer inmerso en tu propio fracaso y, sin embargo, intentar justificarlo, seguir intentando darle un sentido[*].

La neurosis normal

Por supuesto, la mayoría de las personas evitan la muerte psicótica y están fuera del dilema existencial. Son lo bastante afortunadas como para estar en el punto medio del “filisteísmo”. La ruptura se produce o por exceso o por defecto de posibilidad; el filisteísmo, como hemos visto antes, conoce a su verdadero enemigo e intenta protegerse con la libertad. A sí es como Kierkegaard resume las tres alternativas de las que disponen las personas, las dos primeras corresponden a los síndromes psicóticos de la esquizofrenia y la depresión:

Pues con la audacia de la desesperación esa persona se eleva y da rienda suelta a la posibilidad; pero está destrozada por la misma lucha contra la existencia porque para ella todo se ha vuelto necesario. Pero el filisteísmo celebra el triunfo sin demasiada convicción […] se imagina que es el maestro, no se da cuenta de que él mismo se ha hecho prisionero para ser esclavo del desaliento y convertirse en la más lastimosa de las cosas[33].

En otras palabras, el filisteísmo es lo que podríamos denominar “neurosis normal”. La mayoría de las personas intentan descubrir cómo vivir seguras dentro de las posibilidades de ciertas reglas sociales establecidas. El filisteo confía en que manteniéndose en un nivel de intensidad personal bajo podrá evitar que la experiencia le haga perder su equilibrio; el filisteísmo funciona, como dijo Kierkegaard, «tranquilizándose con lo trivial». Su análisis lo escribió casi un siglo antes de que Freud hablara de la posibilidad de las «neurosis sociales», la «patología de comunidades culturales enteras[34]».

Otras razones que impulsan a la libertad

La triple tipología de Kierkegaard no abarca todo el carácter del ser humano. Él sabe que no todas las personas son tan “inmediatas” o superficiales, están tan automáticamente moldeadas en su cultura, se apoyan tanto en las cosas y en los demás, ni son un reflejo tan fiel de su mundo. Por otra parte, tampoco hay tantas personas que terminan en los extremos psicóticos del continuo de la derrota humana; algunas consiguen un grado de autorrealización sin rendirse por completo a la apatía o a la esclavitud. Aquí es donde el análisis de Kierkegaard se vuelve de lo más significativo: está intentado hacer ver a las personas cuya vida no parece una mentira, que parecen haber conseguido ser sinceras, completas y auténticas, la falsedad de su existencia.

Existe un tipo de persona que siente un gran desdén por la “inmediatez”, que intenta cultivar su interioridad, que basa su orgullo en algo más profundo e interno, que crea una distancia entre ella y una persona corriente. Kierkegaard denomina a este tipo de persona «introvertida». Le preocupa algo más lo que significa ser una persona, con individualidad y carácter único. Le gusta la soledad y se retira de vez en cuando para reflexionar, o quizás para alimentar ideas sobre su yo secreto, como quiera que este sea. Al fin y al cabo, esto es dicho y hecho, es el único problema real de la vida, la única preocupación de la persona que realmente vale la pena: ¿Cuál es su verdadero talento, su regalo secreto, su auténtica vocación? ¿De qué modo uno es verdaderamente único y cómo puede expresar este carácter exclusivo, darle forma, dedicarlo a algo que sea superior a ella? ¿Cómo puede la persona recurrir a su ser interno privado, el gran misterio que siente en lo más hondo de su corazón, de sus emociones, de sus anhelos, y utilizarlo para vivir de un modo más distintivo, para que con la peculiar calidad de su talento la enriquezca a ella y a la humanidad? En la adolescencia, la mayoría vibramos con este dilema, lo expresamos ya sea con palabras o con un simple dolor y anhelo paralizador. En general, la vida nos absorbe en actividades estandarizadas. El sistema social del héroe en el que hemos nacido nos marca las sendas hacia nuestro heroísmo, caminos con los cuales hemos de conformamos, a los que hemos de adaptamos para complacer a los demás, para convertirnos en lo que ellos esperan de nosotros. En lugar de trabajar nuestro secreto interior, poco a poco lo vamos cubriendo y lo olvidamos, a la vez que con ello nos convertimos en personas puramente externas, que representan satisfactoriamente el estandarizado juego del héroe en el cual participamos por accidente, por conexión familiar, por patriotismo reflejo o por la pura necesidad de comer y el impulso de procrear.

No pretendo decir que el «introvertido» de Kierkegaard mantenga esta búsqueda interna viva o consciente, sólo que es más representativa, dentro de un problema del que apenas somos conscientes, que la persona inmediata y reprimida. El introvertido de Kierkegaard siente que es distinto del mundo, que hay algo en él que el mundo no puede reflejar, en su inmediatez y superficialidad; y por eso se mantiene separado de él. Pero no demasiado, no del todo. Sería maravilloso ser el yo que quiere ser, realizar su vocación, su auténtico talento, pero es peligroso, puede trastornar su mundo por completo. Al fin y al cabo, básicamente es débil, se encuentra en una posición de compromiso: no es una persona inmediata, pero tampoco real, aunque aparente serlo. Kierkegaard la describe así:

[…] externamente es totalmente “una persona real”. Universitaria, casada y con descendencia, funcionaría civil raramente competente, incluso padre o madre respetable, muy gentil con su cónyuge y la atención personificada respecto a sus hijos o hijas. ¿Y también cristiana? Pues sí, también lo es de mala gana, sin embargo, prefiere evitar hablar del tema […]. Rara vez va a la iglesia, porque piensa que la mayoría de los pastores no saben de lo que están hablando. Hace una excepción en el caso de uno de ellos en particular, al cual le hace la concesión de creer que sabe de qué habla, pero no quiere escucharle porque teme que este pueda llevarla demasiado lejos[35].

«Demasiado lejos» porque en realidad no quiere llevar el problema de su carácter único a una confrontación total:

Eso que como esposo o esposa le hace tan gentil y como padre o madre tan cuidadoso es, aparte de su buen carácter y de su sentido del deber, la concesión que se ha hecho en lo más profundo de sí respecto a su debilidad[36].

Así vive en una especie de “incógnito”, contenta de jugar —en sus soledades periódicas— con la idea de quién puede ser realmente; de insistir en una “pequeña diferencia”, para enorgullecerse de una superioridad que siente vagamente.

Pero no se encuentra en una posición fácil de mantener, con ecuanimidad. No es habitual, dice Kierkegaard, poder mantenerla. Una vez que se plantea el problema de lo que significa ser una persona, aunque sea en silencio, débilmente o con un aparente orgullo en lo que se refiere a su diferencia imaginaria respecto a los demás, puede que tenga problemas. La introversión es impotencia, pero una impotencia consciente de sí misma en cierto grado, y puede llegar a ser; problemática. Puede conducir al enfado ante la propia dependencia en su familia y en su trabajo, a una úlcera voraz como reacción al propio arraigamiento, a una sensación de esclavitud de la seguridad. Para una persona fuerte, puede resultar intolerable e intentar acabar con ello, unas veces mediante el suicidio, otras sumiéndose desesperadamente en el mundo y en la urgencia de la experiencia.

Esto nos conduce a un último tipo de persona: la que se reafirma a sí misma mediante el reto de su propia debilidad, que intenta ser una diosa para sí misma, la dueña de su destino, una persona autocreada. No será el peón de los demás, de la sociedad; no será una sufridora pasiva y una soñadora secreta, alimentando su propia llama interior en el olvido. Se meterá de lleno en la vida,

[…] en las distracciones de las grandes empresas, se convertirá en un espíritu incansable […] que quiere olvidar […]. O buscará el olvido en la sensualidad, quizás en el libertinaje[37]

En su aspecto extremo, la autocreación desafiante se puede volver demoníaca, una pasión que Kierkegaard denomina «rabia demoníaca», un ataque a todo aquello que la vida ha osado hacerle, una rebelión contra la propia existencia.

Hoy en día, no tendríamos problemas para reconocer estas formas de autocreación provocadora. Podemos ver sus efectos con toda claridad en el plano personal y social. Somos testigos del nuevo culto a la sensualidad que parece repetir el naturalismo sexual del antiguo mundo romano. Es un vivir al día, desafiando al mañana; una inmersión en el cuerpo y con sus experiencias y sensaciones inmediatas, en la intensidad del tacto, de la carne hinchada, del sabor y del olfato. Su finalidad es negar la falta de control sobre los acontecimientos, su impotencia, su vaguedad como persona en un mundo mecánico que se precipita hacia la desintegración y la muerte. No estoy diciendo que este redescubrimiento y reaserción de la vitalidad básica como animal sean negativos. Al fin y al cabo, el mundo moderno ha querido negar a la persona, incluso su propio cuerpo, la emanación de su naturaleza animal; ha querido hacer de ella una abstracción completamente despersonalizada. Pero el ser humano conservó su cuerpo de simio y descubrió que podía usarlo como base para la aserción de la carne y el pelo —y maldecir a los burócratas—. Lo único que puede ser indecoroso al respecto es su desesperada reflexión, un desafío que no es reflexivo y no totalmente dueño de sí mismo.

En el ámbito social, también hemos visto un sentido prometeico desafiante que es básicamente inocuo: el poder de la seguridad que puede catapultar al ser humano a la Luna y liberarlo de algún modo de su total dependencia y confinamiento a la Tierra, al menos en su imaginación. La parte desagradable del sentido prometeico es que este también es imprudente, una inmersión impulsiva en las delicias de las técnicas sin pensar en las metas o los significados; de modo que el ser humano se mueve por la Luna golpeando pelotas de golf que no se desvían por la ausencia de atmósfera. El triunfo técnico de un simio versátil, como los productores de la película 2001 Odisea en el espacio nos transmitieron de un modo tan escalofriante. En planos más ominosos, que desarrollaremos más adelante, el desafío de la persona moderna del accidente, del mal y de la muerte adopta la forma de la producción desenfrenada de artículos de consumo y de armamento militar. Llevado a su extremo más demoníaco este desafío nos dio a Hitler y Vietnam: una rabia contra nuestra impotencia, un reto de nuestra condición animal, de nuestras patéticas limitaciones como creaturas. Si no tenemos la omnipotencia de los dioses, al menos podemos destruir como ellos.

El significado de la humanidad

Kierkegaard no tuvo necesidad de vivir en nuestro tiempo para comprender estas cosas. Al igual que Burckhardt ya las vio prefiguradas en su época porque comprendió cuál era el coste de mentirse a uno mismo. Todos los caracteres que ha esbozado hasta ahora representan grados de mentira respecto a uno mismo en relación con la realidad de la condición humana. Kierkegaard se ocupó de este sutil asunto extraordinariamente difícil e increíble por una sola razón: ser capaz de decir con autoridad cómo sería una persona si no mintiera. Kierkegaard quería demostrar las múltiples formas en que la vida se atasca y fracasa cuando una persona se cierra a la realidad de su condición. En el mejor de los casos, qué indecorosa y patética creatura puede llegar a ser la persona cuando imagina que viviendo encerrada en sí misma está realizando su naturaleza. Ahora Kierkegaard nos ofrece el fruto dorado de todas sus tortuosas labores: en lugar de los callejones sin salida de la impotencia humana, del egocentrismo y de la autodestrucción, nos muestra cómo sería la verdadera posibilidad para el ser humano.

A fin de cuentas, Kierkegaard apenas fue un científico desinteresado. Ofreció su descripción psicológica porque vislumbró la libertad del ser humano. Fue un teórico de la personalidad abierta, de la posibilidad humana. En este objetivo, la psiquiatría actual va muy atrasada. Kierkegaard no tenía una idea sencilla de lo que era la “salud”. Pero sabía lo que no era: no era una adaptación normal, cualquier cosa menos eso, como nos ha demostrado a través de sus esfuerzos por realizar arduos análisis. Para Kierkegaard, ser una “persona cultural normal” es estar enfermo, tanto si uno lo sabe como si no: «existe la salud ficticia[38]». Nietzsche, posteriormente expresó el mismo pensamiento: «¿Existen quizás —una pregunta para los psiquiatras— neurosis de la salud?». Pero Kierkegaard no sólo planteó la pregunta, sino que también la respondió. Si la salud no es “normalidad cultural”, entonces ha de ser otra cosa, ha de apuntar a algo que trascienda la situación usual de la persona, sus ideas habituales. La salud mental, en una palabra, no es típica, sino típico-ideal. Es algo que trasciende al ser humano, algo que se ha de alcanzar, por lo que se ha de luchar, algo que le conduce mucho más allá de sí mismo. La persona “sana”, el individuo verdadero, el alma autorrealizada, el ser humano “real”, es aquel que se ha trascendido a sí mismo[39].

¿Cómo se trasciende uno a sí mismo; cómo se abre a una nueva posibilidad? Al realizar la verdad de su situación, al disipar la mentira de su carácter, al sacar a su espíritu de su prisión condicionada. El enemigo, tanto para Kierkegaard como para Freud, es el complejo de Edipo. El niño ha creado estrategias y técnicas para mantener su autoestima ante el terror de su situación. Estas técnicas se convierten en una coraza que le tienen prisionero. Esas mismas defensas que necesita para moverse con confianza y autoestima se convierten en su trampa de por vida. Para trascenderse a sí mismo ha de romper aquello que necesita para vivir. Al igual que el rey Lear, ha de despojarse de todos sus “préstamos culturales” y permanecer desnudo en la tormenta de la vida. Kierkegaard no se hacía ilusiones respecto al deseo de libertad del ser humano. Sabía lo cómoda que se sentía la gente en su prisión de las defensas de su carácter. Al igual que muchos prisioneros se sienten a gusto en sus limitadas y protegidas rutinas, y la idea de una libertad bajo fianza en el vasto mundo de la casualidad, el accidente y la elección les aterra. Basta con recordar la confesión de Kierkegaard en el epígrafe de su capítulo para saber la razón. En la prisión del propio carácter uno puede fingir y sentir que es alguien, que puede controlar el mundo, que la propia vida tiene sentido, que existe una justificación a punto para las propias acciones. Vivir de manera automática y sin prejuicios es tener garantizada al menos una mínima parte del heroísmo cultural programado —lo que podríamos denominar “el heroísmo de la prisión”: la presunción de los “enterados” que están dentro.

El tormento de Kierkegaard fue el resultado directo de ver el mundo como realmente es en relación con su situación como creatura. La prisión del propio carácter se construye con esfuerzo para negar una cosa, sólo una: nuestra creaturabilidad. Esa creaturabilidad es lo que causa el terror; cuando admites que eres una creatura que defeca e invitas a que el océano primordial de la ansiedad de las creaturas te inunde. Pero es algo más que la ansiedad de la creatura, es también la ansiedad del ser humano, la ansiedad que procede de la paradoja humana de que la persona es un animal consciente de su limitación como tal. La ansiedad es el resultado de la percepción de la verdad de la propia condición. ¿Qué significa ser un animal autoconsciente? La idea es absurda, cuando no monstruosa. Significa saber que uno es pasto para los gusanos. Este es el terror; haber surgido de la nada, tener un nombre, ser consciente de uno mismo, tener sentimientos internos profundos, un insoportable anhelo por la vida y expresarse y, a pesar de todo esto, morir. Parece una trampa, que es la razón por la que un tipo de persona cultural se rebela abiertamente contra la idea de Dios. ¿Qué tipo de deidad crearía semejante pasto tan complejo y rebuscado para los gusanos? Deidades cínicas, dijeron los griegos, que utilizan los tormentos del ser humano para divertirse.

Pero ahora Kierkegaard parece habernos conducido a un callejón sin salida, a una situación imposible. Por una parte, nos ha dicho que al realizar la verdad de nuestra condición podemos trascendernos a nosotros mismos. Por otra, nos dice que la verdad de nuestra condición es nuestra completa y abyecta creaturabilidad, que parece empujamos todavía más hacia abajo en la escala de la autorrealización, alejarnos de cualquier posibilidad de autotrascendencia. Pero esto no es más que una contradicción aparente. La inundación de ansiedad no es la meta del ser humano. Es, más bien, una “escuela” que le proporciona la educación de grado superior, la madurez final. Es mejor maestra que la realidad, dice Kierkegaard[40], porque se puede mentir sobre la realidad, tergiversar y dominar mediante los trucos de la percepción cultural y la represión. Pero no se puede mentir sobre la ansiedad. Una vez te enfrentas a ella, te revela la verdad de tu situación y, sólo viendo esa verdad, puedes abrirte a una nueva posibilidad.

Aquel que está educado en el miedo [ansiedad] está educado en la posibilidad […]. Por tanto, cuando esa persona sale de la escuela de la posibilidad y conoce mejor que un niño conoce el alfabeto, que no le exige nada a la vida, y que el terror, la perdición, la aniquilación son vecinas de todo ser humano, y ha aprendido la provechosa lección de que todo temor que alarma, al momento siguiente se puede convertir en un hecho, entonces interpretará la realidad de modo diferente[41]

No nos confundamos: el currículo en la “escuela” de la ansiedad es el desaprendizaje de la represión, de todo lo que el niño se ha enseñado a sí mismo a negar, para poderse mover con una ecuanimidad animal mínima. De este modo, Kierkegaard se sitúa directamente en la tradición agustiniana-luterana. Para una persona, la educación significa afrontar su impotencia natural y la muerte[42]. Como nos instó Lutero: «Digo muere, es decir, saborea la muerte como si estuviera presente». Sólo si “saboreas” la muerte con los labios de tu cuerpo vivo, podrás saber emocionalmente que eres una creatura que va a morir.

Lo que Kierkegaard nos está tratando de decir, con otras palabras, es que la escuela de la ansiedad conduce a la posibilidad sólo si destruimos la mentira vital del carácter. Parece la última autoderrota, lo único que uno no debe hacer, porque entonces ya no le queda nada. Pero ten por seguro —dice Kierkegaard— que «la dirección es bastante normal […] el yo se ha de romper para convertirse en un yo…»[43]. William James resumió magníficamente esta tradición luterana con las siguientes palabras:

Esta es la salvación a través de la autodesesperación, la muerte para nacer de verdad, de la teología luterana, el pasaje a la nada sobre la cual escribe Jacob Behmen (Boehme). Para llegar a ella, se ha de superar un punto crítico, se ha de doblar una esquina en el interior. Algo ha de ceder el paso, se ha de derrumbar y licuar la dureza innata[44]

De nuevo —como vimos en el capítulo anterior—, es la destrucción de la coraza del carácter emocional del rey Lear, de los budistas Zen, de la psicoterapia moderna y, de hecho, de las personas autorrealizadas de cualquier época.

Ese gran espíritu, Ortega, lo ha expresado de un modo particularmente poderoso. Su afirmación es casi como la de Kierkegaard:

La persona de cabeza clara es la que se libera de esas “ideas” fantasmagóricas y mira de frente a la vida, y se hace cargo de que todo en ellas es problemático, y se siente perdida. Como esto es la pura verdad —a saber, que vivir es sentirse perdido—, el que lo acepta ya ha empezado a encontrarse, ya ha comenzado a descubrir su auténtica realidad, ya está en lo firme. Instintivamente, lo mismo que el náufrago, buscará algo a que agarrarse, y esa mirada trágica, perentoria, absolutamente veraz, porque se trata de salvarse, le hará ordenar el caos de su vida. Estas son las únicas ideas verdaderas: las ideas de los náufragos. Lo demás es retórica, postura, íntima farsa. El que no se siente de verdad perdido se pierde de forma inexorable; es decir, no se encuentra jamás, no topa nunca con la propia realidad[45].

Así se llega a una nueva posibilidad, a una nueva realidad, mediante la destrucción del yo al enfrentarse a la ansiedad del terror de la existencia. El yo ha de ser destruido, reducido a la nada, para que comience la trascendencia del yo. Entonces, el yo puede empezar a relacionarse con los poderes que le superan. Ha de revolcarse por los suelos en su finitud, para poder ver más allá de ella. ¿Para qué? Kierkegaard responde: para la infinitud, para la trascendencia absoluta, para el Poder Ultimo de la Creación que nos hizo criaturas finitas. Nuestra visión moderna de la psicodinámica confirma que esta progresión es muy lógica: si admites que eres una creatura, cumples con algo básico, demueles todos tus vínculos o apoyos de poder inconsciente. Como vimos en el capítulo anterior —y vale la pena repetirlo aquí—, todo niño se aferra a algún poder que lo trasciende. Generalmente, es una combinación de sus padres, grupo social y los símbolos de su sociedad y nación. Esta es la irreflexiva red de apoyo que le permite creer en sí mismo, mientras actúa en la seguridad automática de los poderes delegados. Por supuesto, no admite que vive con poderes prestados, pues ello le llevaría a cuestionarse su propia acción segura, esa misma confianza que necesita. Ha negado su condición como creatura, justamente imaginando que posee un poder seguro, que ha conseguido apoyándose de manera inconsciente en las personas y las cosas de su sociedad. Una vez expuesta la debilidad y el vacío básicos de la persona, su impotencia, entonces nos vemos forzados a reexaminar todo el problema de los vínculos de poder. Hemos de pensar en volverlos a forjar en una fuente real de poder creativo y regenerador. Llegados a este punto, podemos empezar a proponer la creaturabilidad frente a un Creador que es la Causa Primera de todas las cosas creadas, no como meros intermediarios y creadores secundarios de la sociedad, de los padres y de la panoplia de héroes culturales. Estos son los progenitores culturales y sociales que a su vez también han sido causados, que también están dentro de la red de poderes de otra persona.

En cuanto la persona empieza a contemplar su relación con el Poder Último, con la infinitud, y a remodelar todos sus vínculos, empezando por quienes le rodean hasta terminar en ese Poder Último, se abre a un horizonte de posibilidad ilimitada, de libertad real. Este es el mensaje de Kierkegaard, la culminación de todo su argumento sobre los callejones sin salida del carácter, el ideal de la salud, la escuela de la ansiedad, la naturaleza de la posibilidad real y de la libertad. Se pasa por todo ello para llegar a la fe, la fe de que nuestra propia creaturabilidad tiene algún sentido para un Creador; que a pesar de nuestra verdadera insignificancia, debilidad y muerte, nuestra existencia tiene un sentido en algún plano último, porque existe dentro de un esquema eterno e infinito de cosas causadas y mantenidas según algún tipo de diseño por una fuerza creativa. Kierkegaard, una y otra vez, en sus escritos, repite la fórmula básica de la fe: somos creaturas que nada podemos hacer, pero existimos frente a un Dios vivo para el cual «todo es posible».

Todo su argumento se vuelve diáfano cuando el puntal de la fe corona la estructura. Podemos comprender por qué la ansiedad «es la posibilidad de la libertad», por qué la ansiedad acaba con «todas las metas finitas» y así la «persona que está educada por la posibilidad está educada de acuerdo con su infinitud[46]». La posibilidad no conduce a ninguna parte, si no es a la fe. Es una etapa intermedia entre el condicionamiento cultural, la mentira del carácter y la apertura a la infinitud con la que uno se puede relacionar a través de la fe. Pero sin saltar a la fe, la nueva impotencia de despojarse de la coraza del carácter nos hace permanecer aterrados. Significa que vivimos indefensos sin la armadura, expuestos a nuestra soledad e impotencia, a la constante ansiedad. En palabras de Kierkegaard:

Ahora, el temor de la posibilidad le tiene preso, hasta que pueda liberarlo en las manos de la fe. En ningún otro lugar, halla reposo […] el que ha pasado por el currículo del infortunio que ofrece la posibilidad lo ha perdido todo, absolutamente todo, de un modo en que nadie lo ha perdido en la realidad. Si en esta situación no se comportara con falsedad respecto a la posibilidad, si no intentara eludir hablar del temor que le salvaría, entonces se le devolvería todo de nuevo, pues en la realidad nadie lo hizo incluso aunque lo hubiera recibido todo multiplicado por diez, pues el alumno de la posibilidad ha recibido la infinitud[47]

Si ponemos toda esta progresión en términos de nuestra argumentación sobre las posibilidades del heroísmo, sería del siguiente modo: el ser humano se abre camino a través de las ataduras del heroísmo meramente cultural; destruye la mentira del carácter que le había hecho actuar como un héroe en el esquema social de las cosas cotidianas; y con ello se abre a la infinitud, a la posibilidad del heroísmo cósmico, al mismísimo servicio de Dios. A través de eso, su vida adquiere un valor último en lugar de tener un valor meramente social, cultural e histórico. Vincula su yo secreto interno, su auténtico talento, sus más profundos sentimientos de exclusividad, su anhelo interno de un sentido absoluto, a la misma base de la creación. Lejos de las ruinas del yo cultural destrozado, se encuentra el misterio del yo privado, invisible interno que anhela el significado último, el heroísmo cósmico. Este misterio invisible en lo más profundo de toda creatura, alcanza ahora un significado cósmico afirmando su conexión con el misterio invisible que reside en el corazón de la creación. Este es el sentido de la fe. Al mismo tiempo es el sentido de la fusión de la psicología y la religión en el pensamiento de Kierkegaard. La persona verdaderamente abierta, la que se ha despojado de la coraza de su carácter, de la mentira vital de su condicionamiento cultural, está más allá de cualquier “ciencia”, de cualquier regla social estándar de salud. Está totalmente sola y temblando al borde del olvido —que al mismo tiempo es estar al borde de lo infinito—. El nuevo apoyo que necesita el «valor para renunciar al temor sin temor […] sólo la fe puede dárselo», dice Kierkegaard. No es una salida fácil para la persona, ni la solución para la condición humana —Kierkegaard nunca es sencillo—. Nos da una idea sorprendentemente bella:

[…] eso no [fe] aniquila el temor, sino que siempre permanece joven, alimentándose a sí misma constantemente en la agonía del miedo[48].

Dicho en otras palabras, mientras el ser humano sea una creatura ambigua, nunca podrá acabar con su ansiedad; lo que puede hacer en su lugar es utilizarla como una fuente eterna de inspiración para crecer en nuevas dimensiones de pensamiento y de confianza. La fe plantea una nueva tarea en la vida la aventura abierta a una realidad multidimensional.

Podemos entender la razón por la que Kierkegaard sólo tuvo que concluir su gran estudio sobre la ansiedad con las siguientes palabras, que tienen el peso de un argumento apodíctico:

El verdadero autodidacta [es decir, aquel que ingresa solo en la escuela de la ansiedad para llegar a la fe] se encuentra precisamente en el mismo grado que un teodidacta […]. Tan pronto como la psicología termina con el temor, nada le queda por hacer salvo entregarlo al dogmatismo[49].

En Kierkegaard, la psicología y la religión, la filosofía y la ciencia, la poesía y la verdad se fusionan de forma indistinguible en el anhelo de la creatura[50].

Vamos ahora a examinar al otro gigante de la psicología que tuvo el mismo anhelo, pero para quien estas cosas no se fusionaban de manera consciente. ¿Cómo es que con toda probabilidad los dos mayores estudiosos de la naturaleza humana pudieran tener opiniones tan diametralmente opuestas sobre la realidad de la fe?