7. EL HECHIZO QUE EMITEN LAS PERSONAS: EL NEXO DE LA FALTA DE LIBERTAD

¡Ah, mon cher!, para quienquiera que esté sólo, sin Dios y sin maestro, el peso de los días es temible. Por eso se ha de elegir un maestro, Dios ya no está de moda.

ALBERT CAMUS[1]

[…] los seres humanos, incapaces de libertad —que no pueden soportar el terror de lo sagrado que se manifiesta ante sus ojos—, han de recurrir al misterio, han de ocultar… la… verdad.

CARLO LEVI[2]

Durante siglos, los seres humanos se han reprochado su estupidez —por haber concedido su lealtad a uno o a otro, por haber creído tan a ciegas y obedecido de tan buen grado—. Cuando las personas escapan de un hechizo que casi ha llegado a destruirlas y reflexionan sobre ello, no parece tener sentido. ¿Cómo puede una persona madura estar tan fascinada y por qué? Sabemos que a lo largo de la historia las masas han seguido a los líderes debido al aura mágica que proyectaban, porque parecían estar más allá de la realidad. A simple vista, esta explicación parece suficiente porque es razonable y se ajusta a los hechos: las personas adoran y temen el poder y, por ello, le conceden su lealtad a quienes lo dispensan.

Sin embargo, esto no es más que el aspecto superficial, que además es demasiado práctico. Las personas no se vuelven esclavas por un mero interés propio calculado; la esclavitud reside en el alma, como reivindicó Gorky. Lo que debe explicarse en las relaciones humanas es justa mente la fascinación de la persona que ostenta o representa el poder. Hay algo en ella que parece irradiar hacia los demás e incluirles dentro de su aura, el «efecto fascinación», como Christine Olden lo denominó, de «la personalidad narcisista[3]» o, como Jung prefirió llamarle, la «mana-personalidad[4]».. Pero las personas no irradian auras azules o doradas. La mana-personalidad puede intentar crear un destello en su mirada, una mistificación especial de signos pintados en su frente, un traje y una forma de controlarse, pero sigue siendo un Homo sapiens, típico, casi indistinguible de los demás, salvo porque alguien esté especialmente interesado en esa persona. La mana de la mana-personalidad se encuentra en los ojos del observador; la fascinación es para quien la experimenta. Esto es lo que en realidad se ha de explicar: si todas las personas son más o menos iguales, ¿por qué ardemos en devoradoras pasiones por algunas de ellas? ¿Qué hemos de pensar del siguiente relato de una ganadora del concurso de Miss Maryland que describe su primer encuentro con Frank Sinatra (cantante y estrella de cine que ganó una gran fortuna y notoriedad a mediados del siglo XX en Estados Unidos)?:

Tenía una cita con él. Me dieron un masaje y creo que tomé como cinco aspirinas para calmarme. En el restaurante, le vi desde el otro lado de la sala y tuve una sensación de que se me encogía el estómago y un no-se-qué que me recorría todo el cuerpo desde la cabeza hasta los pies. Tenía como un halo de estrellas alrededor de su cabeza. Proyectaba algo que jamás había visto hasta entonces […] cuando estoy con él, estoy fascinada, no sé por qué pero no puedo escapar de esa fascinación, no puedo pensar. ¡Es tan fascinante…![5]

Imaginemos que hubiese una teoría científica que pudiera explicar la esclavitud humana llegando a su nexo; imaginemos que tras siglos de lamentaciones respecto a la necedad humana las personas pudieran llegar a comprender exactamente por qué quedan fascinadas de ese modo; imaginemos que pudiéramos detallar las causas concretas de la servidumbre humana con la misma frialdad y objetividad que un químico separa los elementos. Cuando imaginemos todas estas cosas, podremos damos cuenta mejor que nunca de la importancia histórico-mundial del psicoanálisis, que fue el único que reveló este misterio. Freud vio que un paciente analizado desarrolló un apego peculiarmente intenso hacia la persona del analista. El analista, literalmente, se convertía en el centro de su mundo y de su vida; le devoraba con la mirada, su corazón se inflamaba de dicha ante su visión; el analista llenaba sus pensamientos incluso en sus sueños. La fascinación, en general, contiene los elementos de un intenso romance amoroso, pero no está limitado a las mujeres. Los hombres muestran el «mismo apego al terapeuta, la misma sobrestimación de sus cualidades, adoptan el mismo interés, los mismos celos contra quienes se relacionan con él[6]». Freud se dio cuenta de que esto era un fenómeno inexplicable, y para explicarlo lo denominó «transferencia». El paciente transfiere los sentimientos que tenía hacia sus padres de pequeño a la persona del terapeuta. Idealiza al terapeuta, hasta el punto de trascender la realidad, del mismo modo que un niño ve a sus padres. Depende de él, busca protección y poder en él, de la misma manera que un niño une su destino al de sus padres. En la transferencia, vemos a la persona adulta que en el fondo es como un niño, que distorsiona el mundo para aliviar su indefensión y temores, que ve las cosas como quiere verlas por su propia seguridad, que actúa de manera automática y sin criterio, al igual que lo hizo en el período pre-edípico[7].

Freud vio que la transferencia era sólo otra forma de la sugestibilidad humana básica que hacía posible la hipnosis. Era la misma entrega pasiva a un poder superior[8], y en esto consiste su verdadera inexplicabilidad. Al fin y al cabo, ¿qué es más “misterioso” que la hipnosis, ver a adultos que caen en estupores instantáneos y obedecen como autómatas las órdenes de un extraño? Parece como si realmente estuviera actuando algún poder sobrenatural, como si alguna persona de verdad poseyera un mana que pudiera hacer caer a los demás bajo el efecto de un hechizo. Sin embargo, parece ser de ese modo sólo porque la persona ha olvidado la esclavitud de su propia alma. Quiere creer que si pierde su voluntad es a causa de otra persona. No está dispuesta a aceptar que esta pérdida de voluntad era algo que ya llevaba consigo como una rendición secreta, una predisposición a responder a la voz de alguien y al chasquido de sus dedos. La hipnosis ha sido un misterio hasta que el ser humano ha admitido sus propios motivos inconscientes. Nos ha desconcertado porque hemos negado que era algo innato. Quizás hasta podríamos decir que las personas estábamos demasiado ofuscadas voluntariamente por la hipnosis, porque teníamos que negar la gran mentira sobre la que se basa toda nuestra vida consciente: la mentira de la autosuficiencia, de la libre autodeterminación, del juicio independiente y de la elección. La persistente moda de las películas de vampiros puede ser la clave para lo cercano a la superficie que están nuestros miedos: la ansiedad de perder el control, de caer por completo bajo el hechizo de alguien, de no ser capaces de dirigir nuestras vidas. Una mirada profunda, una canción misteriosa, y nuestras vidas pueden irse al traste para siempre.

Ferenczi presentó todo esto estupendamente en 1909, en un ensayo básico que todavía nadie ha conseguido mejorar de forma significativa en medio siglo de trabajo psicoanalítico[9][*]. Ferenczi destacaba lo importante que era para el hipnotizador ser una persona que impone, de clase social alta, con una actitud de confianza en sí misma. Cuando él daba sus órdenes, el paciente a veces entraba en trance como si hubiera sido alcanzado por un rayo. No podía hacer más que obedecer, como si por su imponente y autoritaria figura el hipnotizador ocupara el lugar de los padres. Conocía «esos días de temor y de ternura, cuya eficacia había sido probada durante miles de años en las relaciones padre-hijo[10]». Vemos que esta misma técnica la emplean los predicadores mientras arengan a su audiencia alternando entre levantar el tono de voz con insolencia y seguir inmediatamente con uno suave. Con un grito de agonía y éxtasis que desgarra el corazón, uno se entrega a los pies del predicador para conseguir la salvación.

Como la mayor ambición del niño es la de obedecer al omnipotente padre, creer en él e imitarle, ¿qué puede ser más natural que un reto mo instantáneo e imaginario a la infancia a través del trance hipnótico? La explicación de la facilidad de la hipnosis, decía Ferenczi es que: «En lo más profundo de nuestra alma, seguimos siendo niños y seguimos siéndolo durante el resto de nuestra vida[11]». De este modo, con un escobazo teórico. Ferenczi pudo destruir el misterio de la hipnosis demostrando que el sujeto lleva dentro de sí la predisposición para ella:

[…] no existe el hecho de “hipnotizar”, de “dar ideas” en el sentido de incorporar psíquicamente algo bastante ajeno desde fuera, sino sólo procedimientos que pueden activar mecanismos inconscientes, ya existentes y de autosugestión […]. Según este concepto, la aplicación de la sugestión y la hipnosis consiste en el establecimiento deliberado de condiciones, bajo las cuales la tendencia a la fe ciega y a la obediencia indiscriminada están presentes en todos, pero que en general están reprimidas […] pueden inconscientemente ser transferidas a la persona que está hipnotizando o sugestionando[12].

Me estoy entreteniendo en cómo descifró Ferenczi el secreto de la hipnosis por una razón muy importante. Al descubrir una predisposición universal en el corazón del ser humano, la psicología freudiana consiguió la clave para una psicología histórica subyacente universal. Puesto que no todo el mundo es hipnotizado formalmente, la mayoría de las personas pueden ocultar y disfrazar su necesidad interna de fusionarse con figuras de poder. Pero la predisposición a la hipnosis es la misma que da lugar a la transferencia, y nadie es inmune a ella, nadie puede discutir las manifestaciones de la transferencia en los asuntos humanos cotidianos. No se puede ver a simple vista: los adultos se pasean aparentando bastante independencia, interpretan el papel de padres y parecen bastante adultos, y lo son. No podrían funcionar si todavía llevaran consigo el sentimiento de la infancia de temor a los padres, la tendencia a obedecerles automáticamente y sin rechistar. Pero, según Ferenczi, aunque estas cosas suelan desaparecer, «la necesidad de estar sujeto a alguien permanece; sólo la parte del padre es transferida a los profesores, superiores, personalidades que impresionan; la lealtad sumisa a los que mandan que está tan difundida es también una transferencia de esta clase[13]».

El gran trabajo de Freud en la psicología de grupo

Con unos antecedentes teóricos que habían desvelado el problema de la hipnosis y el mecanismo universal de la transferencia, Freud estaba casi obligado a proporcionar las mejores ideas sobre la psicología del liderazgo; y así escribió su gran obra Psicología de las masas y análisis del yo, un libro de menos de cien páginas que, en mi opinión, probablemente sea el opúsculo potencialmente más liberador diseñado por el ser humano. En sus últimos años, Freud escribió unos pocos libros que reflejaban las preferencias personales e ideológicas; pero Psicología de las masas fue un trabajo científico serio que se situó conscientemente dentro de una larga tradición. Los primeros teóricos de la psicología de grupo habían intentado explicar por qué los seres humanos eran tan borregos cuando actuaban en grupo. Desarrollaron ideas como «contagio mental» e «instinto de rebaño», que se hicieron muy populares. Pero como Freud pudo ver muy pronto, estas ideas nunca llegaron a explicar qué es lo que las personas hacían con su criterio y sentido común cuando quedaban atrapadas en grupos. Freud vio enseguida lo que les sucedía: sencillamente volvían a convertirse en niños dependientes, que seguían a ciegas la voz interna de sus padres, que ahora llegaba bajo el hechizo hipnótico del líder. Abandonaban sus egos y se los entregaban, se identificaban con su poder, intentaban funcionar con él como un ideal.

El ser humano no es un animal de manadas, dijo Freud, sino un animal de hordas guiado por un jefe[14]. Sólo esto puede explicar las «inexplicables y coercitivas características de la formación de grupos». El jefe es «una personalidad peligrosa, hacia la cual sólo es viable una actitud pasivo-masoquista y ante la cual se ha de entregar la voluntad, —mientras que estar a solas con él, “mirarle a la cara” parece una acción arriesgada—». Esto, dice Freud, es lo único que explica la «parálisis» que existe en el vínculo entre una persona con un poder inferior respecto a otra con un poder superior. El ser humano posee «una pasión extrema por la autoridad» y «desea ser gobernado por una fuerza sin restricciones[15]». Esta es la característica que encama hipnóticamente el líder en su propia persona dominante. Como Fenichel expuso más tarde, las personas tienen el «anhelo de ser hipnotizadas» justamente porque desean volver a la protección mágica, a participar en la omnipotencia, al «sentimiento oceánico» del que gozaban cuando eran amadas y protegidas por sus padres[16]. De este modo, como arguye Freud, no es que los grupos aporten algo nuevo a las personas; es sólo que satisfacen los anhelos eróticos profundamente arraigados que las personas siempre llevan consigo de forma inconsciente. Para Freud, esta fue la fuerza vital que mantenía unidos a los grupos. Actuaba como una especie de cemento psíquico que encerraba a las personas en una interdependencia mutua y absurda: los poderes magnéticos del líder se ven correspondidos con la delegación culpable de la voluntad de todos hacia él.

Nadie que honesta mente recuerde lo incómodo que podría ser mirar a ciertas personas a la cara o lo beatífico de gozar de manera confiada en el resplandor del poder de otro, puede acusar a Freud de retórica psicoanalítica. Al explicar el poder exacto que mantenía unidos a los grupos, Freud también demostró por qué estos no temían al peligro. Sus miembros no sienten que estén solos con su propia pequeñez e impotencia, pues cuentan con los poderes del líder-héroe con el que se identifican. El narcisismo natural —el sentimiento de que la persona que tienes al lado es la que va a morir en tu lugar— se ve reforzado por la dependencia de confianza en el poder del líder. No es de extrañar que cientos de miles de hombres salieran de las trincheras para afrontar el fuego de los cañones en la Primera Guerra Mundial. En parte, estaban medio hipnotizados, por así decirlo. Nada tiene de particular que los hombres imaginen victorias prácticamente imposibles: ¿no cuentan acaso con los poderes omnipotentes de la figura paterna? ¿Por qué son tan necios y ciegos los grupos? —se han preguntado siempre los seres humanos—. Porque exigen ilusiones, respondió Freud, «constantemente dan prioridad a lo que es irreal frente a lo que es real[17]». Y sabemos el porqué. El mundo real es sencilla mente demasiado terrible para aceptarlo; le dice al ser humano que es un animal insignificante y tembloroso que morirá y se descompondrá. La ilusión cambia todo esto, hace que el ser humano parezca importante, esencial para el universo, inmortal del algún modo. ¿Quién transmite esta ilusión sino los padres al impartir la macro-mentira de la causa-sui cultural? Las masas recurren a los líderes para que les den la mentira que necesitan; el líder prolonga las ilusiones que triunfan sobre el complejo de castración y las magnifica hasta convertirlas en la victoria verdadera mente heroica. Además, facilita una nueva experiencia, la expresión de impulsos prohibidos, deseos secretos y fantasías. En la conducta grupal, todo lo que se hace es bajo el beneplácito del líder[18]. Es como ser de nuevo un niño omnipotente, animado por el padre a darse gusto plena mente, o como estar en una terapia de psicoanálisis donde el analista no te censura por nada de lo que sientes o piensas. En el grupo, cada persona se cree un héroe omnipotente que puede dar rienda suelta a sus apetitos bajo el ojo aprobador del padre. De ese modo, podemos comprender el aterrador sadismo de la actividad grupal.

Hasta aquí, el gran trabajo de Freud en la psicología de grupo, en la dinámica de la obediencia ciega, de la ilusión, del sadismo comunal. En escritos más recientes, en especial Erich Fromm ha visto el valor duradero de las introspecciones de Freud, como parte de una crítica continuada y todavía en desarrollo del vicio y la ceguera humana. Desde uno de sus primeros trabajos, El miedo a la libertad, hasta su reciente El corazón del hombre, Fromm ha desarrollado las ideas de Freud sobre la necesidad de un ayudante mágico. Ha mantenido viva la idea básica de Freud del narcisismo como característica primaria del ser humano: cómo infla a la persona con la importancia de su propia vida y crea la devaluación de las vidas de los demás; cómo ayuda crear claras divisiones entre «aquellos que son como yo o me pertenecen» y los que son «extraños y ajenos». Fromm también ha insistido en la importancia de lo que él denomina «simbiosis incestuosa»: el miedo a salir de la familia para incorporarse al mundo de las propias responsabilidades y poderes; el deseo de permanecer arropado dentro de una fuente de poder más amplio. Estas son las cosas que forman la mística del “grupo”, “nación”, “sangre”, “patria” y similares. Estos sentimientos están incrustados en las primeras experiencias de una fusión acogedora con la madre. Como expuso Fromm, te mantienen «en la prisión de la fijación materna racial-nacional-religiosa[19]». Fromm resulta fascinante de leer, y no tiene sentido que yo repita o desarrolle lo que él tan bien ha expresado. Uno ha de recurrir directamente a sus obras y estudiar lo imponentes que son sus ideas, lo bien que desarrollan lo que era esencial de Freud y aplicarlas a los problemas actuales de la esclavitud, el vicio y la locura política. A mi entender, esta es la auténtica línea de pensamiento crítico acumulativo sobre la condición humana. Lo sorprendente es que esta línea central de trabajo sobre el problema de la libertad desde la Ilustración, ocupa un lugar muy irrelevante en el pensamiento y la actividad de los científicos.

Debería formar el cuerpo más extenso de trabajo teórico y empírico de las ciencias humanas si estas ciencias han de tener algún significado humano.

Novedades después de Freud

En la actualidad, no aceptamos sin más todos los argumentos de Freud sobre la dinámica de grupo, ni forzosamente los consideramos completos. Uno de los puntos flacos de la teoría de Freud fue que estaba demasiado apegado a su propio mito filogenético de la «horda primaria», el intento de Freud de reconstruir los comienzos de la sociedad, cuando el proto-ser humano —como los babuinos— vivía bajo el tiránico gobierno de un macho dominante. Para Freud, esta atracción de las personas por una personalidad fuerte, su fascinación y temor hacia esa persona, fue el modelo para el funciona miento básico de todos los grupos. Fue Redl, quien, en su importante ensayo, demostró que el intento de Freud de explicarlo todo mediante la «personalidad fuerte» no coincidía con los hechos. Redl, que estudió muchos tipos de grupos diferentes, descubrió que la dominación por parte de una personalidad fuerte sucedía en algunos de ellos pero no en todos[20]. Pero sí descubrió que en todos los grupos existía lo que llamó una «persona central» que mantenía unido al grupo gracias a ciertas cualidades. Este cambio en el énfasis no es demasiado notable y deja básica mente intacto a Freud, pero nos permite realizar análisis más sutiles de la verdadera dinámica de los grupos.

Por ejemplo, Freud se dio cuenta de que el líder nos permite expresar impulsos prohibidos y deseos secretos. Redl vio que, en algunos grupos, se producía lo que él llama la «infecciosidad de la persona sin conflictos». Hay líderes que nos seducen porque no tienen los conflictos que nosotros tenemos; admiramos su ecuanimidad en situaciones en las que nosotros sentimos vergüenza y humillación. Freud vio que el líder erradica el miedo y permite a todos sentirse omnipotentes. Redl redefinió esto de alguna manera demostrando lo importante que normal mente era el cabecilla por el mero hecho de que era él quien realizaba el «acto de iniciación», cuando nadie más se atrevía a hacerlo. Redl lo denomina con acierto la «magia del acto de iniciación». Este acto de iniciación puede ser cualquier cosa, desde un juramento de sexo hasta de asesinato. Como indica Redl, según esta lógica, sólo el primero que comete el asesinato es el asesino; todos los demás son seguidores. Freud en Tótem y tabú dijo que los actos que son ilegales para el individuo se pueden justificar si todo el grupo comparte la responsabilidad. Pero también se pueden justificar de otra manera: el que inicia el acto asume el riesgo y la responsabilidad. El resultado es verdadera mente mágico: cada miembro del grupo puede repetir el acto sin sentirse culpable. Ellos no son responsables, sólo el líder lo es. Redl llama a esto, oportuna mente, «magia prioritaria». Sin embargo, hace algo más que redimir de la culpa: en realidad, transforma el hecho del asesinato. Este aspecto crucial nos inicia de forma directa en la fenomenología de la transformación que hace el grupo de la vida cotidiana. Si alguien mata sin sentirse culpable, a imitación del héroe que corre el riesgo, ¿por qué entonces ya no es asesinato?: porque es «agresión sagrada. Pues la primera no lo fue[21]». En otras palabras, la participación en el grupo redestila la realidad cotidiana y le otorga un aura sacra —al igual que en la infancia el juego creaba una realidad ensalzada.

El vocabulario trascendente de los «actos de iniciación», «la infecciosidad de la persona sin conflictos», «la magia prioritaria» y demás términos nos ayudan a comprender más sutilmente la dinámica del sadismo grupal, la ecuanimidad sublime con la que mata un grupo. No es sólo que el «padre lo permita» o lo «ordene». Es mucho más: la transformación heroico-mágica del mundo y de uno mismo. Esta es la ilusión que anhela el ser humano, como dijo Freud, y que hace que la persona central suponga un vehículo tan eficaz para la emoción del grupo.

No voy a intentar repetir o resumir las sutilezas del ensayo de Redl. Vamos sólo a subrayar lo más importante de su argumento, que el «hechizo que emiten personas» —como nosotros lo hemos llamado— es muy complejo, e incluye muchas más cosas de las que ve el ojo. De hecho, puede incluirlo todo salvo un hechizo. Redl señaló que los grupos utilizan a los cabecillas para varios tipos de exculpación o alivio de conflictos, por amor o incluso por lo opuesto —son blanco de agresiones y odio que unen al grupo en un vínculo común—. (Como el anuncio de una popular película: Le siguen con valor hasta el infierno sólo por el placer de matarle y vengarse). Redl no pretendía substituir las ideas básicas de Freud, sino ampliarlas y matizarlas. Lo instructivo respecto a sus ejemplos es que la mayoría de las funciones de la «persona central» tienen relación con la culpa, la expiación y el heroísmo sin ambigüedad. Para nosotros, la conclusión importante es que los grupos a veces “utilizan” al líder con poca consideración hacia su persona, pero siempre con la intención de satisfacer sus propias necesidades e impulsos. W. R. Bion, en un excelente artículo[22], amplió esta línea de pensamiento de Freud, arguyendo que el líder es una criatura del grupo, tanto como el grupo lo es de él, y que siendo el cabecilla pierde su «distintivo individual», tanto como lo pierden sus seguidores. No posee más libertad para sí mismo que cualquier otro miembro del grupo, justa mente porque él tiene que ser un reflejo de sus anhelos a fin de poder asumir el liderazgo[23].

Todo ello nos conduce a reflexionar con nostalgia sobre lo poco heroico que es el ser humano corriente, incluso cuando sigue a un héroe. Sólo le traspasa su propia carga; le sigue sin reservas, con un corazón deshonesto. El eminente psicoanalista Paul Schilder ya había observado que el ser humano entra en trance hipnótico por sí mismo sin reservas. Él dijo agudamente que fue este hecho el que desproveyó a la hipnosis de la «profunda seriedad que distingue a cada gran pasión verdadera». Por eso la llamó «tímida» porque le faltaba «la gran entrega desinteresada e incondicional[24]». Creo que esta caracterización es estéticamente apta para describir los “heroísmos” tímidos de la conducta grupal. No hay nada de desinteresado ni de varonil en ellos. Incluso cuando alguien fusiona su ego con el padre autoritario, el «hechizo» lo crean sus propios intereses limitados. Las personas utilizan a sus líderes casi como una excusa. Cuando se someten a las órdenes de un líder, siempre se pueden reservar el sentimiento de que estas órdenes son ajenas a ellas, que la responsabilidad es del cabecilla, que los actos terribles que están cometiendo son en su nombre, no en el suyo propio. Esto es, pues, otra razón por la que la gente no se siente culpable, como indica Canetti: se pueden imaginar como víctimas temporales del líder[25]. Cuanto más se rinden a su hechizo, más terribles son los crímenes que cometen, más pueden sentir que esas acciones no son propias. Esta utilización del líder es muy clara; nos recuerda el descubrimiento de James Frazer de que en las remotas tribus de antaño, a menudo, utilizaban a sus jefes como chivos expiatorios y que, cuando ya no les servían para satisfacer las necesidades de su pueblo, los mataban. Estas son las múltiples formas en que los seres humanos pueden jugar a ser héroes, mientras eluden la responsabilidad de sus propias acciones de una manera cobarde.

Muy pocas personas, por ejemplo, se han dejado impresionar con el reciente “heroísmo” de la “familia” Manson[*]. Cuando los contemplamos con la visión de la dinámica de grupo de la que hemos estado hablando, podemos entender mejor por qué nos quedamos horrorizados, no sólo por los asesinatos sin sentido que cometieron, sino por algo más. Cuando las personas intentan alcanzar el heroísmo desde la posición de la esclavitud voluntaria, no hay nada que admirar; todo es automático, previsible, patético. Aquí está el grupo de jóvenes, hombres y mujeres, que se habían identificado con Charles Manson y que vivían en sumisión masoquista con él. Le entregaron su devoción total y le veían como a una especie de dios humano. De hecho, él cumplía con la descripción de Freud de «padre primario»: era autoritario, muy exigente con sus seguidores y tenía mucha fe en la disciplina. Tenía unos ojos profundos y, para quienes cayeron bajo su hechizo, no había duda de que proyectaba un aura hipnótica. Era una figura muy segura de sí misma. Incluso poseía su propia “verdad”, su visión megalómana de conquistar el mundo. Para sus seguidores, su visión era como una misión heroica en la que ellos tenían el privilegio de participar. Les había convencido de que sólo siguiendo su plan se salvarían. La “familia” estaba muy unida, no existían las inhibiciones sexuales, y sus miembros tenían todos libre acceso los unos a los otros. Incluso utilizaban el sexo para atraer a nuevos miembros a la familia. En todo esto, parece evidente que Manson combinó el «efecto fascinador de la personalidad narcisista» con la «infecciosidad de la personalidad sin conflictos». Todo el mundo podía dar rienda suelta a sus represiones siguiendo el ejemplo y las órdenes de Manson, no sólo en lo que al sexo se refería, sino también respecto al asesinato. Los miembros de la “familia” no parecían dar muestras de remordimiento, culpa o vergüenza por sus crímenes.

Las personas se quedaron atónitas ante esta ostensible “falta de sentimientos humanos”. Pero desde la dinámica que hemos estado revisando, nos enfrentamos ante la conclusión todavía más sorprendente de que las comunidades homicidas, como la de la “familia” Manson, en realidad no carecen de la humanidad básica. Lo que las hace tan terribles es que exageran las disposiciones que hay en todos nosotros. ¿Por qué han de sentir culpabilidad o remordimiento? El líder asume la responsabilidad del acto destructor, y los que destruyen en su nombre ya no son asesinos, sino “héroes sagrados”. Se mueren por servir al amparo de la poderosa aura que este proyecta y por llevar a cabo la ilusión que les proporciona, una ilusión que les permite transformar heroicamente el mundo. Bajo su hechizo hipnótico y con toda la fuerza de sus propios impulsos para lograr una autoexpansión heroica, no han de tener miedo; pueden matar con ecuanimidad. De hecho, parecían sentir que estaban haciendo un “favor” a sus víctimas, lo que parece indicar que las santificaron al incluirlas en su propia “misión sagrada”. Como hemos podido ver en la literatura antropológica, la víctima que es sacrificada se convierte en una ofrenda sagrada para los dioses, para la naturaleza o para el destino. La comunidad obtiene más vida a través de la muerte de la víctima, y esta tiene el privilegio de servir al mundo de la manera más elevada posible, mediante su propia muerte expiatoria.

Una forma directa de entender las comunidades homicidas, como la de la familia Manson, es verlas como transformaciones mágicas, donde las personas pasivas y vacías, cargadas de conflictos y de culpas, consiguen su heroísmo barato, sintiendo que verdaderamente pueden controlar su destino e influir en la vida y la muerte. “Barato” porque no es bajo su mando, ni con su coraje, ni afrontando sus propios miedos: todo se realiza con la imagen del líder grabada en su psique.

La visión más amplia de la transferencia

Desde esta argumentación sobre la transferencia, podemos ver una gran causa para las venganzas a gran escala que el ser humano ejecuta en el mundo. No es sólo un animal destructivo y lujurioso por naturaleza que deja desperdicio a su alrededor porque se siente omnipotente e inexpugnable. Más bien, es un animal estremecido que reduce al mundo para ponérselo alrededor de sus hombros en una desesperada búsqueda de protección y apoyo e intenta afirmar cobardemente sus débiles poderes. Así, las cualidades del líder y los problemas de la gente encajan en una simbiosis natural. Me he detenido en algunos de los razonamientos de la psicología de grupo para demostrar que los poderes del líder surgen de lo que él puede hacer por la gente, independientemente de la magia que posea. Las personas proyectan sus problemas en él, lo que le concede su papel y talla. Los líderes necesitan a los seguidores, tanto como estos últimos les necesitan a ellos: el líder proyecta en sus seguidores su propia incapacidad de estar solo, su propio miedo al aislamiento. Hemos de decir que si no hubiera líderes naturales que poseyeran un carisma mágico, el ser humano tendría que inventarlos, al igual que los líderes han de crear seguidores si estos no existen. Si acentuamos este aspecto simbiótico natural del problema de la transferencia, llegamos a un mayor entendimiento de este, que supone la parte principal del tema que ahora quiero abordar[*].

Freud ya había revelado casi tanto sobre los problemas de los seguidores como sobre el magnetismo del líder, cuando nos habló del anhelo por la transferencia y lo que esta cumplía. Pero es justo aquí donde se encuentra el problema. Como siempre, nos mostró dónde mirar, pero cerró demasiado el objetivo. Tenía un concepto, como Wolstein expuso sucintamente: «de por qué el ser humano se metía en conflictos[26]», y sus explicaciones de los problemas casi siempre estaban relacionadas con los motivos sexuales. El hecho de que la gente fuera tan propensa a la sugestión en la hipnosis, para él, era una prueba de que dependía de la sexualidad. La atracción de transferencia que sentimos hacia las personas no es más que una manifestación de las primeras atracciones que sentimos en la infancia hacia quienes estaban a nuestro alrededor, pero ahora esta pura atracción sexual está tan enterrada en el inconsciente que no nos damos cuenta delo que realmente motiva nuestras fascinaciones. En las inconfundibles palabras de Freud:

[…] hemos de llegar a la conclusión de que todos los sentimientos de simpatía, amistad, confianza y demás, de los que hacemos uso en la vida, están genéticamente conectados con la sexualidad y que se han desarrollado de deseos claramente sexuales mediante un debilitamiento de su finalidad sexual, por puros y asensuales que puedan parecer en las formas que adoptan en nuestra percepción consciente de nosotros mismos. Al empezar no conocíamos más que objetos sexuales; el psicoanálisis nos muestra que esas personas a las que en la vida real tan sólo respetamos o apreciamos, pueden ser todavía objetos sexuales en nuestras mentes inconscientes[27].

Ya hemos visto cómo este tipo de reduccionismo al motivo sexual puso en peligro al propio psicoanálisis ya en sus primeros tiempos y cómo ha sido necesaria una serie de pensadores de gran talla para liberar al psicoanálisis de esta obsesión de Freud. Pero en su último trabajo, el propio Freud ya no estaba demasiado preocupado por su obsesión cuando tuvo que explicar algunas cosas de manera más amplia; lo mismo sucede con el poco énfasis que puso en la entrega de la transferencia. En 1912, dijo que el hecho de que la transferencia pudiera conducir a una sumisión total era para él una prueba «inequívoca» de su «carácter erótico[28]». Pero en su último trabajo, cuando hizo cada vez más hincapié en el terror de la condición humana, habló de nuestro anhelo infantil de tener un padre poderoso como «protección contra poderes superiores extraños», a raíz de la «debilidad humana» y de la «indefensión infantil[29]». Sin embargo, esta fraseología no representa un abandono absoluto de sus explicaciones anteriores. Para Freud, «Eros» no sólo cubría impulsos sexuales específicos, sino también nuestro deseo de omnipotencia, del sentimiento oceánico que surge de una fusión con los poderes de los progenitores. Con este tipo de generalización, Freud pudo mantener su visión amplia y estrecha al mismo tiempo. Esta complicada mezcla de error específico y generalización correcta ha hecho que separar lo verdadero de lo falso en la teoría psicoanalítica resultara una difícil y larga tarea. Como hemos dicho antes, cuando hemos citado a Rank, parece bastante decisivo que si acentúas los terrores de la naturaleza externa —como hizo Freud en su último trabajo—, es que estás hablando de la condición humana general y no de impulsos eróticos específicos. Podríamos decir que en la infancia buscaríamos, entonces, fusionamos con la omnipotencia de los padres no por deseo, sino por cobardía. Y ahora nos hallamos en un terreno completamente nuevo. El hecho de que la transferencia puede conducir a una sumisión total no prueba su «carácter erótico», sino algo bastante distinto: su «verdadero» carácter, por así decirlo. Como Adler vio con completa claridad mucho antes de que Freud publicara su último trabajo: la transferencia es fundamentalmente un problema de valor[30]. Como hemos visto de manera concluyente con Rank y Brown, es en el móvil de la inmortalidad, y no en el sexual, donde ha de recaer el peso demuestra explicación de la pasión humana. ¿Qué supone este cambio crucial para nuestra comprensión de la transferencia? Una visión verdaderamente fascinante y amplia de la condición humana.

La transferencia como control fetichista

Si la transferencia está relacionada con la cobardía, podemos comprender por qué se remonta a la infancia; refleja todo el intento del niño de crear un entorno que le proporcione seguridad y satisfacción; aprende a actuar y a percibir su entorno de manera tal que elimina la ansiedad que le produce. Pero, ahora, veamos la fatalidad de la transferencia: cuando creas tu mundo de percepción-acción para eliminar lo que es básico en él (ansiedad), entonces lo estás falsificando. Esta es la razón por la que el psicoanálisis siempre ha entendido la transferencia como un fenómeno regresivo, sin criterio, deseable, una cuestión de control automático del propio mundo. Silverberg da una definición clásica psicoanalítica:

Transferencia indica la necesidad de ejercer el control completo sobre las circunstancias externas […]. En todas sus variaciones y multiplicidad de manifestaciones […] la transferencia puede ser considerada como un monumento duradero de la rebelión profunda del ser humano contra la realidad y su tozuda persistencia en la forma de inmadurez[31].

Para Erich Fromm, la transferencia refleja la alienación del ser humano:

A fin de superar su sensación de vacío interno e impotencia, [el ser humano] […] elije un objeto sobre el que proyectar sus propias cualidades humanas: su amor, inteligencia, valor, etc. Al someterse a ese objeto, siente que está en contacto con sus propias cualidades; se siente fuerte, sabio, valiente y seguro. Perder el objeto supone el riesgo de perderse a uno mismo. Este mecanismo, esta adoración idolátrica de un objeto, basada en el hecho de la alienación individual, es el dinamismo central de la transferencia, lo que le da su fuerza e intensidad[32].

La visión de Jung era similar: estar fascinado por alguien es básicamente una cuestión de

[…] intentar siempre entregamos al poder de una pareja que parece tener todas las cualidades que nosotros no hemos conseguido realizar en nuestro interior[33].

Como lo era la de Adler:

[la transferencia] […] es básicamente una maniobra o táctica mediante la cual el paciente intenta perpetuar su modo familiar de existencia que depende de un prolongado intento de despojarse del poder y del lugar para depositarlo en las manos del «Otro[34]».

Estoy citando ampliamente a estas autoridades por dos motivos: para mostrar la verdad general de sus visiones y también para después poder mencionar los inmensos problemas que suscitan estas cuestiones. Podemos ver ya que la transferencia no es una cuestión de cobardía inusual, sino más bien parte de los problemas básicos de una vida orgánica, problemas de poder y de control: la fortaleza para oponerse a la realidad y mantenerla en orden para nuestra propia expansión y realización como organismos.

¿Qué es aún más natural que elegir a una persona con la que entablar un diálogo con la naturaleza? Fromm utiliza la palabra «ídolo», que es otra forma de hablar sobre lo que tenemos más cerca. A sí es como entendemos la función de la transferencia «negativa» o de «odio»: nos ayuda a asentarnos en el mundo, a crear una meta para nuestros propios sentimientos, incluso aunque estos sean destructivos. Podemos forjar nuestro equilibrio básico como organismos tanto con el odio como con la sumisión. De hecho, el odio nos da más vida, que es la razón por la que en las etapas más débiles del ego nos parece que el odio es más intenso. Lo único es que el odio también hace que la otra persona cobre más importancia de la que en realidad merece. Como dijo Jung, la «forma negativa de la transferencia en el aspecto de resistencia, desagrado u odio concede a la otra persona una gran importancia desde el principio…»[35]. Necesitamos un objeto concreto para nuestro control y procuramos conseguirlo como podamos. Cuando no hay personas para entablar nuestro diálogo de control, incluso podemos utilizar nuestro propio cuerpo como objeto de transferencia, como ha demostrado Szasz[36]. Los dolores que sentimos, las enfermedades reales o imaginarias nos dan algo con qué relacionarnos, evitan que pasemos inadvertidos por el mundo, que nos quedemos atascados en la desesperación de la soledad y el vacío total, una palabra, la enfermedad es un objeto. La transferimos a nuestro propio cuerpo como si de una amiga se tratase, a quien podemos recurrir para conseguir fuerza o protegemos de la amenaza de un enemigo. Al menos nos hace sentimos reales y que tenemos algún poder sobre nuestro destino.

De todo esto podemos extraer una importante conclusión: que la transferencia es una forma de fetichismo, una forma de control estrecho que asegura nuestros propios problemas. Tomamos nuestra indefensión, nuestra culpa, nuestros conflictos y los fijamos en un lugar en el entorno. Podemos crear cualquier locus para proyectar nuestras preocupaciones en el mundo, incluso el locus de nuestros propios brazos y piernas. Se trata de nuestras preocupaciones; y si contemplamos los problemas básicos de la esclavitud humana siempre las estamos viendo. Como dijo Jung en bellas palabras: «[…] a menos que prefiramos dejarnos engañar por nuestras propias ilusiones, mediante el cuidadoso análisis de cada una de nuestras fascinaciones deberemos extraer una porción de nuestra personalidad, como si de una quintaesencia se tratase, y poco a poco reconocer que nos estamos encontrando con nosotros mismos una y otra vez en mil disfraces diferentes en la senda de la vida[37]».

La transferencia como el miedo a la vida

Este debate nos ha llevado aún más lejos de un enfoque simple y clínico del fenómeno de la transferencia. El hecho es que la fascinación es un reflejo de la fatalidad de la condición humana; y como vimos en la primera parte de este libro, la condición humana es demasiado para que un animal pueda asimilarla; es abrumadora. Este es el aspecto de la transferencia que ahora voy a tratar. De todos los pensadores que han hablado sobre ella, ninguno ha escrito con mayor alcance y profundidad sobre sus significados que Rank.

Ya hemos visto en diferentes contextos cómo el sistema de pensamiento de Rank se basa en el hecho del miedo humano, el temor a la vida y a la muerte. Aquí quiero destacar lo global o la totalidad de este temor. Como dijo William James, con su infalible franqueza, el miedo es «el miedo al universo». Es el miedo de la infancia, de salir al universo, de realizar la individualidad independiente, la propia vida y experiencia. Y como dijo Rank: «El adulto puede tener miedo a la muerte o miedo al sexo, el niño teme a la propia vida[38]». Fromm difundió mucho esta idea, en varios de sus libros, como el «miedo a la libertad». Schachtel lo expresó bien al hablar del miedo a salir del «confinamiento». A sí es cómo comprendemos el «incesto» de la simbiosis con la madre y con la familia: la persona permanece «arropada» en un útero protector, por así decirlo. Esto es lo que Rank quería decir cuando habló del «trauma del nacimiento» como paradigma de todos los demás traumas de emergencia. Es lógico: si el universo es fundamental y globalmente aterrador para las percepciones naturales de un joven animal humano, ¿cómo puede este atreverse a salir a él con confianza? Sólo aliviando su terror.

De este modo, podemos comprender la esencia de la transferencia: como una doma del terror. Si somos realistas, el universo contiene un poder abrumador. Más allá de nosotros mismos sentimos el caos. En realidad, no hay mucho que podamos hacer respecto a este increíble poder, salvo una cosa: podemos dotar a ciertas personas con él. El niño enfoca su estremecimiento y terror naturales en otros individuos, lo que le permite encontrar el horror y el poder reunidos en un mismo lugar, en vez de que estén difusos por todo un universo caótico. ¡Mirabile! El objeto de transferencia, al estar dotado con los poderes transcendentes del universo, posee ahora el poder para controlarlos, ordenarlos y combatirlos[39]. En palabras de Rank, el objeto de la transferencia llega a representar para el individuo «las grandes fuerzas biológicas de la naturaleza, a las cuales el ego se vincula emocionalmente y que entonces pasan a formar la esencia del ser humano y de su destino[40]». Por este sistema, el niño puede controlar su suerte. Puesto que el poder último significa el poder sobre la vida y la muerte, el niño puede ahora emerger sin temor respecto al objeto de la transferencia. El objeto se convierte en su locus de funcionamiento seguro. Lo único que ha de hacer es adaptarse a él en los modos que aprende; conciliarlo si se vuelve terrible; utilizarlo con serenidad para las actividades automáticas cotidianas. Por esta razón, Angyal pudo decir, y con razón, que la transferencia no es un «error emocional», sino la experiencia del otro en la totalidad del propio mundo, del mismo modo que el hogar es, para el niño, todo su mundo[41].

Esta totalidad del objeto de la transferencia también ayuda a explicar su ambivalencia. De formas diversas y complejas, el niño ha de luchar contra el poder de los padres con su sorprendente capacidad de obrar milagros. Ellos son tan abrumadores como el fondo de la naturaleza del cual emergen. El niño aprende a naturalizarlos mediante técnicas de acomodación y manipulación. Sin embargo, al mismo tiempo, ha de enfocar en ellos todo el problema del terror y del poder, convirtiéndoles en centro de estos para limitar y naturalizar el mundo que les envuelve. Ahora vemos por qué el objeto de la transferencia plantea tantos problemas. El niño controla en parte a través de ella su destino mayor, pero esta se convierte en su nuevo destino. Se ata a una persona para controlar el terror automáticamente, para mediar la maravilla y para derrotar a la muerte a través de la fortaleza de esa persona. Pero luego experimenta el «terror a la transferencia»; el terror de perder el objeto, de desagradarle, de no ser capaz de vivir sin él. El terror de su propia finitud e impotencia sigue acechándole, solo que ahora en la forma concreta del objeto de la transferencia. ¡Qué implacablemente irónica es la vida humana! El objeto de la transferencia siempre amenaza con desbordar a la realidad, porque lo representa todo en la vida y, con ello, también representa todo nuestro destino. El objeto de la transferencia se vuelve el centro del problema de la propia libertad, porque uno depende compulsivamente de él; contiene todas las otras dependencias y emociones naturales[42]. Esta cualidad se puede aplicar tanto a los objetos de transferencia positivos como a los negativos. En la transferencia negativa, el objeto se convierte en la focalización del terror, sólo que ahora experimentado como el mal y la coacción. También es la causa de gran parte de los recuerdos amargos de la infancia y de nuestras acusaciones a nuestros padres. Intentamos hacer de ellos los únicos recipientes de nuestra infelicidad en un mundo que es básicamente demoníaco. Actuamos como si el mundo no contuviera terror y mal, sino solo nuestros padres. En la transferencia negativa, también vemos un intento de controlar nuestro destino de una forma automática.

No es de extrañar que Freud pudiera decir que la transferencia era un «fenómeno universal de la mente humana» que «domina la totalidad de todas las relaciones de la persona con su entorno humano[43]». O que Ferenczi pudiera hablar de la «pasión neurótica por la transferencia», la «emoción estímulo-hambre del neurótico[44]». No hemos de hablar sólo de los neuróticos sino del hambre y de la pasión generalizadas por un estímulo localizado que se da en todas partes. Más bien podríamos decir que la transferencia prueba que todo el mundo es neurótico, puesto que es una distorsión universal de la realidad mediante la fijación artificial de esta. De ahí se deduce, por supuesto, que cuanto menos poder y más miedo se tenga, más fuerte será la transferencia. Esto explica la peculiar intensidad de la transferencia esquizofrénica: la focalización total y desesperada del horror y el asombro en una persona, la abyecta sumisión a ella y su completa adoración de una forma deslumbrante e hipnótica. Basta con escuchar su voz, tocar un trozo de una de sus prendas de vestir, o que se te conceda el gran privilegio de besar y lamer sus pies, eso supondría el mismísimo cielo. Este es el destino lógico para una persona tremendamente indefensa: cuanto más temes a la muerte y más vacío estás, más llenas tu mundo de figuras paternas omnipotentes, de ayudantes supermágicos[45]. La transferencia esquizofrénica nos ayuda a comprender de qué modo tan natural permanecemos aferrados al objeto incluso en una transferencia “normal”: todo el poder para curar las enfermedades de la vida, los males del mundo, están presentes en el objeto de la transferencia. ¿Cómo evitar estar bajo su hechizo?

Recordemos que hemos dicho que la transferencia no probaba el “erotismo”, como había dicho anteriormente Freud, pero sí una cierta “verdad” respecto al terror a la condición humana. El extremo esquizofrénico de la transferencia también nos ayuda a comprender esta afirmación. Al fin y al cabo, una de las razones por las que su mundo le resulta tan aterrador es porque, en general, lo ve sin el velo amortiguador de la represión. De este modo, también ve el objeto de la transferencia humana en todo su poderío y esplendor, algo de lo que ya hemos hablado en un capítulo anterior. El rostro humano es en realidad un milagro primario sorprendente; te paraliza de forma natural con su esplendor si te rindes a él por lo fantástico que es. Pero, principal mente reprimimos este aspecto milagroso para poder funcionar con ecuanimidad y poder usar los rostros y los cuerpos para nuestros fines rutinarios. Puede que recordemos que cuando éramos niños había personas con las que no nos atrevíamos a hablar, o ni siquiera osábamos mirarlas, algo que apenas podemos seguir manteniendo en nuestra vida de adultos, sin que ello nos provoque serios problemas. Sin embargo, ahora, también podemos señalar que este miedo a mirar al objeto de la transferencia a la cara no es necesariamente lo que dijo Freud que era: el miedo al aterrador padre primordial. Más bien, es el miedo a la realidad de la focalización intensa del asombro y el poder natural; el temor a sentirse abrumado por la verdad del universo como es, pues dicha verdad se plasma en el rostro humano. No obstante, Freud tenía razón en cuanto a los padres tiránicos: cuanto más aterrador es el objeto, más fuerte es la transferencia; cuanto más encarna el poderoso objeto los poderes naturales del mundo, más aterrador puede ser, en realidad, sin imaginación por nuestra parte.

La transferencia como miedo a la muerte

Si el miedo a la vida es un aspecto de la transferencia, el compañero de ese miedo está justo a su lado. A medida que el niño que está creciendo se vuelve consciente de la muerte, tiene una doble razón para refugiarse en los poderes del objeto de la transferencia. El complejo de castración hace del cuerpo un objeto de horror y se vuelve entonces el objeto de transferencia que lleva el peso del abandonado proyecto causa-sui. El niño lo utiliza para asegurarse su inmortalidad. ¿Qué es más natural? No puedo evitar citar otro escrito del famoso sentimiento de Gorki sobre Tolstoi, porque resume muy bien este aspecto de la transferencia: «No estoy desvalido en esta Tierra, mientras este anciano viva en ella[46]». Esto surge desde el fondo de la emoción de Gorki; no es un simple deseo o un pensamiento reconfortante: más bien es como una creencia compulsiva de que el misterio y la solidez del objeto de la transferencia te proporcionará refugio mientras viva.

Esta utilización del objeto de la transferencia explica la necesidad de la deificación del otro, la continuada colocación de ciertas personas seleccionadas en pedestales, el ver en ellas ciertos poderes extraordinarios: cuantos más tengan, más se nos pegarán. Nosotros participamos de su inmortalidad y, de este modo, creamos inmortales[47]. Como Harrington expresó gráficamente: «Yo estoy causando una impresión más profunda en el cosmos porque conozco a esta persona famosa. Cuando zarpe el arca yo estaré en ella[48]». El ser humano siempre tiene sed, como dijo Rank, de material para su propia inmortalidad. Los grupos también lo necesitan, lo que explica la constante sed de héroes:

Todo grupo, por pequeño o grande que sea, posee semejante impulso «individual» de eternización, que se manifiesta en la creación y en el cuidado de héroes nacionales, religiosos y artísticos […] el individuo prepara el camino para este impulso colectivo hacia la eternidad[49]

Este aspecto de la psicología de grupo explica algo que de otro modo dejaría atónita a nuestra imaginación: ¿nos han sorprendido los fastuosos despliegues de dolor por parte de pueblos enteros cuando ha muerto alguno de sus líderes? Los discursos emotivos descontrolados, las aturdidas masas apiñadas en las plazas de las ciudades a veces durante días enteros, personas adultas arrastrándose histéricamente y angustiándose, pisoteadas al salir al encuentro del ataúd o de la pira funeraria, ¿cómo hallar sentido a semejante «vodevil masivo y neurótico de desesperación[50]»? Sólo de una manera: esto muestra un profundo estado de shock ante la pérdida del baluarte contra la muerte. La gente comprende en algún plano oculto de su personalidad: «Nuestro locus de poder para controlar la vida y la muerte también puede morir; por tanto, nuestra propia inmortalidad está en tela de juicio». Todas las lágrimas y la angustia son a fin de cuentas por uno mismo, no por el fallecimiento de una gran alma, sino por nuestro propio fallecimiento inminente. Las personas empiezan de inmediato a renombrar las calles, las plazas y los aeropuertos de las ciudades con el nombre de la persona fallecida: es como declarar que será inmortalizada físicamente en la sociedad, a pesar de su muerte física. Comparemos el duelo de los Kennedy, el de los franceses por Charles de Gaulle y especialmente el de los egipcios por Nasser, que se trataba de una manifestación más primitiva y elemental: al momento, el llanto se transformó en una petición de renovar la guerra con Israel. Como hemos visto, sólo los chivos expiatorios pueden liberamos de nuestro propio miedo a la muerte: «Me veo amenazado por la muerte, voy a matar sin reservas». En la defunción de una figura de inmortalidad, la necesidad de buscar un culpable debe ser especialmente intensa. Como también lo es la susceptibilidad al pánico puro, como demostró Freud[51]. Cuando muere el líder, el instrumento que uno ha utilizado para negar el terror del mundo se desvanece al instante; ¿qué hay todavía más natural que experimentar el mismísimo pánico que siempre nos ha estado acechando?

El vacío de la inmortalidad-substancia que quedaría tras el abandono absoluto del líder es, sin duda, demasiado doloroso como para poder aguantarlo, sobre todo si el cabecilla poseía una notable mana, o había reunido en sí mismo algún proyecto heroico que el pueblo llevaba a cabo. Uno no puede dejar de pensar cómo es posible que una de las sociedades científicas más avanzadas del siglo XX recurriera a adelantos basados en las antiguas técnicas de momificación egipcias para embalsamar al líder de su revolución. Parece como si los rusos no pudieran deshacerse de Lenin ni siquiera muerto y, por eso, le enterraron como un símbolo permanente de la inmortalidad. Ahí tenemos una sociedad supuestamente “secular” que realiza peregrinaciones a una tumba que encierra figuras heroicas en la “pared sagrada” del Kremlin, un lugar santificado. No importa cuántas iglesias se hayan cerrado, o lo humanista que reivindicara ser un líder o movimiento, nunca habrá nada del todo secular en el miedo humano. El terror del ser humano siempre es un «terror sagrado» —lo cual es una frase popular sorprendentemente apropiada—. El terror siempre está relacionado con los extremos de la vida y la muerte[52].

Los motivos ontológicos gemelos

Gran parte de lo que hasta ahora se ha dicho respecto a la transferencia coloca a la humanidad en un punto de vista poco halagüeño; ha llegado el momento de cambiar el tono. La verdadera transferencia es un reflejo de la cobardía ante la vida y la muerte, pero también es un reflejo de la necesidad de heroísmo y de autodesarrollarse. Esto sitúa nuestra discusión sobre la transferencia en otro plano diferente, y es bajo esa nueva perspectiva que voy a proseguir.

Una de las cosas que siempre ha sorprendido al ser humano es su anhelo por ser bueno, una sensibilidad interna respecto a la «forma en que deberían ser las cosas» y una insoportablemente cálida atracción de fusión hacia la “rectitud” de la belleza, el bien y la perfección. A esta sensibilidad interna la denominamos «conciencia». Para el gran filósofo Immanuel Kant fue uno de los dos misterios sublimes de la creación, esta «ley moral dentro» del ser humano, que no halló manera de explicarla —sencilla mente era algo innato—. La naturaleza lleva el sentimiento justo en su propio “corazón”, en los interiores de los organismos que luchan. Este sentimiento personal de la naturaleza es más fantástico que cualquier hecho de ciencia ficción. Cualquier filosofía o ciencia que hable inteligentemente sobre el sentido de la vida ha de tenerlo en cuenta y tratarlo con el mayor respeto —como hicieron, en el siglo XIX, pensadores como Vincenzo Gioberti y Antonio Rosmini—.[53] Curiosamente, esta ontología vital del sentimiento personal de un organismo —que fue fundamental para pensadores como Thomas Davidson y Henri Bergson— apenas se dejó oír en la ciencia moderna hasta la aparición de la nueva “psicología humanística”. Sólo este hecho para mí ya explica la increíble esterilidad de las ciencias humanas de nuestro tiempo y, más especialmente, su voluntad de manipular y negar al ser humano. Creo que la verdadera grandeza de la contribución de Freud aparece cuando la vemos relacionada de manera directa con esta tradición de pensamiento ontológico. Freud demostró de qué manera las reglas particulares para el bien o la conciencia nos eran inculcadas en la infancia dentro de la sociedad, cómo aprendemos las normas para sentirnos bien. Al mostrar la artificialidad de estas reglas sociales para sentirse bien, Freud especificó el sueño de libertad de la Ilustración: exponer las restricciones morales artificiales sobre el sentimiento personal expansivo de fuerza vital.

Pero el reconocimiento de tales restricciones sociales sigue sin explicar el impulso interno del ser humano de sentirse bien y de ser bueno, esa misma cosa que fascinó a Kant parece existir con independencia de cualquier regla, lo único que podemos decir —como ya he dicho— es que «a todos los organismos les gusta “sentirse bien” respecto a sí mismos[54]». Se esfuerzan por maximizar este sentimiento. Como los filósofos han observado desde hace mucho tiempo, es como si el corazón de la naturaleza estuviera latiendo en su gozosa expansión de sí misma. Cuando llegamos al plano del ser humano, por supuesto, este proceso adquiere su máximo interés. Es más intenso en el ser humano y también relativamente indeterminado, puesto que puede vibrar y expandirse tanto en el plano orgánico como simbólico. Esta expansión asume la forma del tremendo afán de la persona de sentir el “bien” total respecto a sí misma y su mundo. Esta forma de hablar, aunque quizás sea torpe, me parece que resume lo que el ser humano está intentado hacer realmente, y la razón por la que la conciencia es su destino. El ser humano es el único organismo en la naturaleza destinado a descifrar lo que de verdad significa sentirse “bien”.

Pero además de esta carga especial, la naturaleza ha dispuesto que es imposible para la persona sentirse “bien” de una manera sencilla. Aquí hemos de introducir una paradoja que parece llegar al fondo de la vida orgánica y que está especialmente agudizada en el ser humano. La paradoja adopta la forma de dos motivos o impulsos en direcciones opuestas. Por una parte, la creatura se ve impelida por un poderoso deseo de identificarse con el proceso cósmico, de fusionarse con el resto de la naturaleza. Por otra, quiere ser única, sobresalir como algo diferente y separado. El primer motivo —fusionarse y perderse a sí mismo en algo más grande— procede del horror que siente por el aislamiento, de ser obligado a depender de sus propias débiles energías; se siente pequeño e indefenso ante la naturaleza trascendente. Si cede a su sentimiento natural de dependencia cósmica, el deseo de formar parte de algo mayor le devuelve la paz y la unidad, le concede un sentido de autoexpansión en un más allá superior, y eso ensalza su existencia, le concede un verdadero sentimiento de valor trascendente. Este es el verdadero móvil cristiano del ágape: la fusión natural de la vida creada en la “Creación del a mor” que la trasciende. Como dijo Rank, el ser humano anhela un «sentimiento de afinidad con el Todo». Quiere ser «liberado de su aislamiento» y convertirse en «parte de un todo más grande y superior». La persona por naturaleza intenta alcanzar un ser que trascienda al suyo propio para conocer su propia identidad, para sentir que pertenece al universo. Mucho antes de que Camus escribiera las palabras del epígrafe de este capítulo, Rank dijo: «Pues sólo viviendo en estrecha unión con un dios-ideal que ha sido erigido fuera de nuestro propio ego somos capaces de vivir[55]».

La fuerza del trabajo de Rank, que le permitió hacer semejante retrato psicológico del ser humano dentro del círculo, residía en relacionar la visión psicoanalítica clínica con los motivos ontológicos básicos de la creatura humana. De este modo, se adentró en la motivación humana tanto como pudo y creó una psicología de grupo que en realidad era una psicología de la condición humana. Por una parte, pudimos ver que lo que los psicoanalistas denominan «identificación» es una necesidad natural de unirse a los abrumadores poderes que la trascienden[56]. La identificación en la infancia es, pues, un caso especial de esta necesidad: el niño se fusiona con los representantes del proceso cósmico —lo que hemos denominado la «focalización de la transferencia» del terror, la majestuosidad y el poder—. Cuando alguien se funde con los padres autotrascendentes o con el grupo social, de alguna manera muy real, está intentando vivir con algún tipo de significado más expandido. Nos perdemos la complejidad del heroísmo si no comprendemos este punto, no llegamos a captar la magnitud de la persona; una comprensión no sólo de ese apoyo del poder que su autotrascendencia le confiere, sino de toda su existencia en la dicha y el amor. El afán de la inmortalidad no es un simple reflejo de la ansiedad por la muerte, sino una extensión de toda nuestra existencia hacia la vida. Quizás esta expansión natural de la creatura baste para explicar por qué la transferencia es una pasión tan universal.

Desde esta perspectiva, también podemos comprender la idea de Dios como realización lógica del aspecto ágape de la naturaleza humana. Freud parece haber criticado el ágape tanto como criticó la religión que lo predicaba. Pensaba que la sed de un Dios celestial del ser humano representaba todo aquello que era inmaduro y egoísta en el ser humano: su indefensión, su temor, su celo por la mayor protección y satisfacción posible. Pero Rank compendió que la idea de Dios nunca ha sido un simple reflejo de un miedo supersticioso y egoísta, como han reivindicado los cínicos y los “realistas”. Por el contrario, es el resultado de un genuino anhelo por la vida, de una búsqueda de una plenitud de sentido, como nos enseñó James[57]. Según parece, el elemento de la sumisión en la pertenencia heroica es algo inherente en la propia fuerza vital, uno de los misterios verdaderamente sublimes de la vida creada. Parece que la fuerza vital llega de forma natural más allá de la propia Tierra, que es una de las razones por las que el ser humano siempre ha situado a Dios en los cielos.

Hemos dicho que para el ser humano resulta imposible sentirse “bien” de una manera directa y ahora podemos ver el porqué. Podemos expandir este sentimiento personal no sólo mediante la fusión del ágape, sino también a través del otro móvil ontológico Eros, la necesidad de más vida, de una experiencia excitante, para el desarrollo de los propios poderes, para desarrollar la exclusividad de la creatura individual, el impulso de sobresalir en la naturaleza y brillar. La vida es, al fin y al cabo, un reto para la creatura, una fascinante oportunidad para expandirse. En la psicología representa el deseo de la individuación: ¿cómo realizo mis dones distintivos, cómo hago mi contribución al mundo a través de mi propia expansión?

Ahora, vemos lo que podríamos denominar la tragedia ontológica o de la creatura, tan característica del ser humano: si se rinde al ágape, se arriesga a no conseguir desarrollarse, a no realizar su contribución activa para el resto de la vida. Si expande demasiado a Eros, se arriesga a aislarse de la dependencia natural, del deber con una creación más extensa; se aparta del poder sanador de la gratitud y la humildad que está obligada a sentir por haber sido creada, por habérsele concedido la oportunidad de la experiencia de la vida.

El ser humano padece, pues, la tensión absoluta del dualismo. La individuación significa que la creatura humana ha de oponerse a sí misma frente al resto de la naturaleza. Esto precisamente crea el aislamiento que uno no puede soportar y que, sin embargo, necesita para desarrollarse de manera distintiva. Crea la diferencia que se convierte en una enorme carga; que acentúa la propia pequeñez y al mismo tiempo la necesidad de destacar. Esto es la culpabilidad natural La persona experimenta esto como “indignidad” o “maldad” y como una insatisfacción interna silenciosa[58]. La razón para ello es realista. En comparación con el resto de la naturaleza, el ser humano no es una creación muy satisfactoria. Está cargado de miedo e impotencia.

Ahora, el problema es cómo deshacerse de la maldad, de la culpabilidad natural, que en realidad es una cuestión de invertir nuestra posición frente al universo. Se trata de conseguir clase, importancia, duración; de cómo ser más grande de lo que en realidad se es. La necesidad del bien se basa sólo en ser algo que tenga valor, que dure[59]. Parece que intuitivamente lo sepamos al consolar a nuestros hijos cuando han tenido pesadillas u otros temores. Les decimos que no se preocupen, que son “buenos” y que nada puede dañarles, y cosas similares: bondad equivale a seguridad e inmunidad especial. Podríamos decir que el ansia de moralidad se basa por completo en la situación física de la creatura. El ser humano es moral porque siente su verdadera situación y lo que está reservado para él, mientras que los otros animales, no. Utiliza la moralidad porque intenta conseguir un lugar de pertenencia y de perpetuación especial en el universo, de dos maneras. Primero vence la maldad (pequeñez, insignificancia, finitud) al conformarse con las reglas creadas por los representantes del poder natural (los objetos de la transferencia); de este modo se asegura sin riesgo su pertenencia. Esto también es natural: de pequeños nos dicen que si somos buenos, nada hemos de temer. Segundo, intentamos superar la maldad desarrollando un don realmente heroico, convertimos en algo superespecial.

¿Nos preguntamos por qué una de las principales características del ser humano es su tormentosa insatisfacción consigo mismo, su constante autocrítica? Es la única forma que tiene de superar su sensación de limitación desesperada inherente a su verdadera situación. Los dictadores, los predicadores y los sádicos saben que a las personas les gusta ser fustigadas con acusaciones de su propia indignidad, porque ello refleja cómo se sienten realmente respecto a ellas mismas. El sádico no crea al masoquista; ya lo encuentra así. Por consiguiente, a las personas se les ofrece una forma de superar esa falta de dignidad: la oportunidad de idealizar al yo, de elevarlo a niveles auténticamente heroicos. De este modo, el ser humano establece el diálogo complementario consigo mismo natural a su condición. Se critica a sí mismo, porque no llegamos a los ideales heroicos que necesita para ser una creación imponente.

Podemos ver que el ser humano busca lo imposible: quiere perder su aislamiento y mantenerlo a un mismo tiempo. No puede soportar la sensación de separación, ni puede permitir la represión total de su vitalidad. Quiere expandirse fusionándose con el poderoso más allá que le trasciende, no obstante, a la vez que se une a él también quiere permanecer independiente y separado, desarrollando su autoexpansión privada y a pequeña escala. Pero esta hazaña es imposible porque contradice la verdadera tensión del dualismo. Es evidente que no se puede conseguir una fusión en el poder de otra cosa, mientras a un mismo tiempo se pretende el desarrollo del propio poder personal, aunque, de todos modos, no sin ambivalencia y cierto grado de autodecepción. Pero se puede sortear el problema de una forma: se podría «controlar el deslumbramiento de la contradicción». Puedes intentar elegir el más allá que te encaje, el que encuentres más natural para practicar la autocrítica y la autoidealización[60]. En otras palabras, intentas mantener a salvo a tu más allá. El uso fundamental de la transferencia, de lo que sería más acertado llamar “heroicidad de la transferencia”, es la práctica de un heroísmo seguro. En ello vemos el alcance del dualismo ontológico de los motivos, justo en el problema de la transferencia y del heroísmo; y ahora ya podemos resumir este asunto.

La transferencia como el deseo del heroísmo sublime

El objetivo de nuestro breve discurso sobre los motivos ontológicos es dejar bien claro de qué modo la transferencia está relacionada con los cimientos de la vida orgánica. A hora podemos comprender, perfectamente, lo erróneo que sería contemplar la transferencia de una forma derogatoria cuando en realidad satisface tales impulsos vitales hacia la plenitud humana. El ser humano necesita infundir su vida de valor, de modo que pueda considerarla “buena”. El objeto de la transferencia es, pues, una fetichización natural de los anhelos y esfuerzos superiores del ser humano. De nuevo, vemos el maravilloso “talento” que supone la transferencia. Es una forma de fetichismo creativo, es el establecimiento de un locus a partir del cual nuestras vidas pueden conseguir los poderes que necesitan y desean. ¿Qué se puede desear más que el poder de la inmortalidad? ¡Qué maravilloso y qué fácil es ser capaz de tomar todo nuestro esfuerzo por lograr la inmortalidad y hacer que forme parte de un diálogo con un sólo ser humano! En este planeta, no sabemos lo que el universo quiere de nosotros, o lo que nos tiene preparado. No tenemos una respuesta para la pregunta que preocupaba a Kant sobre cuál es nuestro deber, qué es lo que deberíamos hacer en la Tierra. Vivimos en una gran oscuridad respecto a quiénes somos y por qué estamos aquí, sin embargo, sabemos que ha de tener algún sentido. Qué puede ser más natural, entonces, que tomar este misterio inefable y disiparlo enseguida al dirigir nuestros actos de heroicidad hacia otro ser humano y conocer de ese modo, día a día, si esas actuaciones son lo bastante buenas como para ganamos la eternidad. Si no son buenas, sabemos que son malas por sus reacciones y así podemos cambiarlas al instante. Rank resume este asunto vital en un párrafo especialmente rico y sintetizado:

Aquí, nos encontramos con el antiguo problema del bien y del mal, que en un principio designaba la elegibilidad para la inmortalidad, en su significado emocional de agradar o desagradar a las otras personas. En este plano […] la personalidad se forma y moldea de acuerdo con la necesidad vital de agradar a la otra persona de la que hacemos nuestro “Dios” y no incurrir en su rechazo. Todas las tergiversaciones del […] yo, con su esfuerzo artificial por la perfección y las inevitables “recaídas” en la maldad, son el resultado de estos intentos de humanizar la necesidad espiritual del bien[61].

Como veremos en los siguientes capítulos, podemos nutrir y expandir nuestra identidad con todo tipo de “dioses”, en los cielos y en los infiernos. La forma en que una persona resuelva sus necesidades naturales de autoexpandirse y de encontrar un sentido determinará su calidad de vida. La heroicidad de la transferencia ofrece al ser humano justo lo que necesita: cierto grado de individualidad claramente definida, un punto de referencia para su práctica del bien, y todo ello dentro de cierto grado de seguridad y control.

Si la heroicidad de la transferencia fuera un heroísmo seguro, podríamos pensar que es denigrante. El heroísmo es por definición un desafío de la seguridad. Pero lo que estamos intentando transmitir es que todos los esfuerzos por conseguir la perfección, las tergiversaciones y cambios para agradar al otro, no necesariamente son un acto de cobardía o artificiales. Lo que denigra a la heroicidad de la transferencia es que se trata de un proceso inconsciente y reflejo, que no se halla del todo bajo nuestro control. El psicoanálisis apunta directamente hacia este problema. Allende esto, la otra persona es el destino del ser humano y un destino natural. Se ve obligado a dirigir sus actos a sus compañeros para merecer el bien, puesto que estos suponen el entorno más inmediato y evidente, no en el sentido físico o evolutivo en que las creaturas se agrupan, sino más en un sentido espiritual. Los seres humanos son las únicas cosas capaces de mediar el significado, que es como decir que ofrecen el único significado humano que podemos conocer. Jung ha escrito algunas páginas especialmente brillantes y profundas sobre la transferencia y ha comprobado que el deseo es tan fuerte y natural que ha llegado a llamarle «instinto» —un «pariente de la libido»—. Este instinto —nos dice— no puede satisfacerse de forma abstracta:

Precisa la conexión humana. En eso radica todo el fenómeno de la transferencia y es imposible rebatirlo, porque la relación con el yo es al mismo tiempo la relación con nuestros compañeros humanos[62]

Un siglo antes, Hermann Melville había expresado el mismo pensamiento en boca de Ahab:

¡Cerca! Permanece cerca de mí, Starbuck; voy a mirar en el ojo humano; es mejor que contemplar el mar o el cielo; mejor que contemplar a Dios. ¡En las verdes tierras; en el brillante fuego del hogar! Este es el vaso mágico, el ser humano; veo a mi esposa y a mi hijo en tu ojo[63].

El significado de esta necesidad de que otras personas nos ayuden a afirmamos fue expresado bellamente por el teólogo Martin Buber. Lo llamó «imaginar lo real»: ver en la otra persona el proceso de la vida autotrascendente que proporciona a nuestro yo el mayor alimento que necesita[64]. De acuerdo con lo que ya hemos mencionado, podríamos decir que el objeto de la transferencia encierra su propia magia, su propia milagrosidad, que nos contagia con el significado de nuestras propias vidas si cedemos ante él. Entonces, paradójicamente, la entrega de la transferencia a la «verdad del otro», aunque sólo sea a su existencia física, nos confiere un sentimiento de autoaprobación heroica. No me extraña que Jung dijera que es «imposible de rebatir».

Tampoco me extraña que, para un momento final, esa transferencia sea una pasión universal. Representa el intento natural de ser sanados y de lograr la plenitud, a través de la autoexpansión heroica en el “otro”. La transferencia representa la realidad más extensa que necesitamos, que es la razón por la que Freud y Ferenczi pudieron decir ya en su tiempo que esta simbolizaba la psicoterapia, los «intentos autodidactas por parte del paciente de curarse a sí mismo[65]». La gente crea la realidad que necesita para descubrirse a sí misma. Las implicaciones de estas observaciones quizás no sean evidentes de inmediato, pero son inmensas para una teoría de la transferencia. Si la transferencia representa el esfuerzo heroico natural de alcanzar un “más allá” que ofrezca autoaprobación, y si las personas necesitan esta aprobación para vivir, entonces la visión del psicoanálisis sobre la transferencia como una simple proyección irreal queda destruida[66]. La proyección es necesaria y deseable para la autorrealización. De lo contrario, el ser humano se ve superado por su soledad y separación y negado por la carga de su propia vida. Como Rank vio sabiamente, la proyección es una descarga necesaria del individuo, el ser humano no puede vivir encerrado en sí mismo y para sí mismo. Ha de proyectar el significado de su vida hacia afuera, su razón de ser, incluso su culpabilidad respecto a ella. Nosotros no nos hemos creado, pero estamos unidos a nosotros mismos. Técnicamente decimos que la transferencia es una distorsión de la realidad. Pero ahora vemos que esta distorsión posee dos dimensiones: la distorsión debida al miedo a la vida y a la muerte y la distorsión debida al intento heroico de asegurar nuestra autoexpansión y la conexión íntima con nuestro propio yo interior, con la naturaleza que le rodea. En otras palabras, la transferencia refleja la condición humana en su totalidad y plantea la mayor pregunta filosófica respecto a esa condición.

¿Qué tamaño ha de tener el pedazo de “realidad” que tome el ser humano para que no lo limite con sus distorsiones? Si Rank, Camus y Buber están en lo cierto, el ser humano no puede estar solo, sino que necesita ayuda externa. Si la transferencia es una función natural del heroísmo, una proyección necesaria para soportar la vida, la muerte y a uno mismo, surge la pregunta: ¿Qué es la proyección creativa? ¿Qué es la ilusión que ensalza la vida? Estas son las preguntas que nos llevan más allá del alcance de este capítulo, pero que veremos al final de este libro.