3. LA REMODELACIÓN DE ALGUNAS IDEAS PSICOANALÍTICAS BÁSICAS
Del niño de cinco años que fui a lo que soy no hay más que un escalón. Del recién nacido al niño de cinco años hay una distancia sobrecogedora.
LEÓN TOLSTOI
Ahora que ya hemos bosquejado el argumento en los dos primeros capítulos, ha llegado el momento de completar los detalles. ¿Por qué es el mundo tan pavoroso para el animal humano? ¿Por qué tiene la gente tantos problemas para encontrar recursos que le ayuden enfrentarse a ese terror abierta y valerosamente? Hablar de estas cosas nos conduce de manera directa al corazón de la teoría psicoanalítica y a lo que es hoy el renacimiento existencial en psicología. La naturaleza humana queda al descubierto con una claridad y amplitud realmente sorprendentes.
El conflicto existencial del hombre
Siempre se supo que existía algo distintivo en el ser humano, algo que, en el fondo, le caracterizaba y le hacía diferente de otros animales. Era algo que tenía que ir a afectarle en lo más hondo, algo que le hacía sufrir su destino singular y que le imposibilitaba escaparse. Durante siglos, cuando los filósofos hablaban de lo más profundo en el ser humano, se referían a ello como la “esencia”, algo que estaba inscrito en su naturaleza y que en el fondo era de una cualidad o substancia especial. Sin embargo, nunca pudo hallarse nada similar: lo característico del ser humano continuó siendo un dilema. La razón por la que no se encontró, según explicó Erich Fromm en un excelente debate, era porque no había tal esencia del ser humano, es en realidad, su naturaleza paradójica, el hecho de ser mitad mal, mitad simbólico[1]. Como veremos en el capítulo 5, fue Kierkegaard quien introdujo a la fuerza la paradoja existencial en la psicología moderna con su brillante análisis del mito de Adán y Eva, que había transmitido históricamente esta paradoja al pensamiento occidental. Más tarde, cada psicólogo que ha realizado un trabajo substancial ha convertido esta paradoja en el principal problema de su pensamiento. Otto Rank (a quien dedicaré algunos capítulos más adelante) lo ha hecho de forma más sistemática y brillante que nadie desde Kierkegaard, Carl Jung, Erich Fromm, Rollo May, Ernest Schachtel, Abraham Maslow, Harold F. Searles, Norman O. Brown, Laura Perls y otros.
Podríamos denominar existencial esta paradoja: la condición de la individualidad dentro de la finitud. La persona posee una identidad simbólica que la separa tajantemente de la naturaleza. Es un “yo” simbólico, una creatura con un nombre y una historia vital. Es una creadora con una mente que se eleva para hacer conjeturas sobre los átomos y el infinito. Con la imaginación puede volar a cualquier punto del espacio y contemplar con perplejidad su propio planeta. Esta tremenda expansión emocional, su pericia, su capacidad etérea y su autoconciencia, literalmente otorgan al ser humano el statu quo de un diosecillo de la naturaleza, como bien sabían los pensadores del Renacimiento.
Sin embargo, como también conocían los sabios orientales, el ser humano es a la vez gusano y alimento para los gusanos. He aquí la paradoja: está fuera y asimismo irremediablemente dentro de la naturaleza. Es ambivalente; se eleva a las estrellas, pero se aloja en un cuerpo con un corazón que bombea, un cuerpo que jadea para aspirar aire, que en tiempos ocupó un lugar entre los peces y que aún lleva en sí los restos de agallas que lo prueban. Su cuerpo es una cubierta carnosa ajena a él en muchos sentidos, de los que los más extraños y repugnantes son los de que padece dolencias, sangra, se deteriora y muere. El ser humano se encuentra literalmente partido en dos: tiene conciencia de su propia y magnífica unicidad, en cuanto destaca en la naturaleza con majestad catedralicia y, no obstante, volverá a la tierra cuando lo entierren a unos pocos metros para corromperse sordo y mudo y desaparecer para siempre. Se encuentra en un conflicto aterrador con el que tiene que convivir. Claro está que los animales inferiores se ahorran esta dolorosa contradicción, ya que carecen de identidad simbólica y de la autoconciencia que la acompaña. Simplemente actúa y se mueven de manera refleja al tiempo que sus instintos les guían. Si hacen un alto, se trata sólo de un pararse físico: en su interior son anónimos, e incluso sus rostros no tienen nombre. Viven en un mundo sin tiempo, palpitando, por así decirlo, como en un estado de estupidez. Ello ha hecho que fuese tan sencillo derribar a tiros manadas enteras de búfalos o de elefantes. Los animales no saben que la muerte sucede junto a ellos y continúan pastando plácidamente mientras otros se derrumban a su lado. El conocimiento de la muerte es un acto reflexivo y conceptual, y los animales están a resguardo de él. Viven y desaparecen con el mismo descuido; unos minutos de miedo, unos segundos de angustia y ya ha pasado todo. Pero vivir toda una vida con el sino de la muerte acosándonos en sueños, incluso en los mejores días, es algo muy distinto.
Sólo dejando que la propia mente y los sentimientos se impregnen del peso que tiene esta paradoja, puede uno llegar a darse cuenta de hasta qué punto es imposible para un animal verse involucrado en ella. Creo que los que consideran que la comprensión total de la condición humana nos volvería locos están en lo cierto. A veces, hay recién nacidos que tienen agallas y colas, aunque no se le da publicidad, sino que se silencia. ¿Quién quiere aceptar por completo a estas creaturas que arañan y jadean en un universo que se sale de nuestro alcance? Creo que estos fenómenos ilustran el significado de la escalofriante consideración de Pascal: «Los seres humanos han de estar necesariamente locos, pues no estarlo equivaldría a otra forma de locura». Necesariamente, porque el dualismo existencial crea una situación imposible, un conflicto intolerable. Locos, porque como veremos todo lo que hace el ser humano en su mundo simbólico es un intento de negar y superar su grotesco destino. El ser humano, literalmente, se sume en el ciego olvido mediante juegos sociales, engaños psicológicos, preocupaciones personales tan alejadas de la realidad de su situación que son formas de locura, locura acordada, locura compartida, locura disfrazada y dignificada, pero locura de todos modos. «Los rasgos del carácter», dijo Sandor Ferenczi, una de las mentes más brillantes del círculo íntimo de los primeros psicoanalistas de Freud, «son psicosis secretas». No se trata de una ocurrencia petulante que suelta como de paso un joven borracho de ciencia con su propio poder explicativo y su éxito; es un juicio científico maduro, de la índole más devastadora y autorreveladora que jamás haya formulado el ser humano al tratar de comprenderse a sí mismo. Ferenczi ya había descubierto lo que se ocultaba tras las máscaras herméticas, las sonrientes, las serias, las satisfechas, y cómo la gente se marcaba un farol ante el mundo y ante sí misma sobre sus psicosis secretas. Más recientemente, Erich Fromm[2] se preguntaba por qué mucha gente no enloquecía ante la contradicción existencial entre un yo simbólico, que parece darle a la persona un valor infinito en un esquema intemporal de las cosas, y un cuerpo que no vale un duro. ¿Cómo reconciliar ambos aspectos?
Para entender el peso del dualismo en la condición humana hace falta saber que en la infancia no podemos realmente manejar ninguno de los dos. Lo que nos caracteriza es ser precoces y prematuros: nuestro mundo se amontona sobre nosotros, y nosotros nos amontonamos sobre nosotros mismos. Desde la más tierna infancia poseemos un exquisito sistema sensorial que se desarrolla rápidamente para asimilar todas las sensaciones de nuestro mundo con extrema sutileza. Añádase a ello el rápido desarrollo del lenguaje y el sentido del yo y póngase todo sobre el cuerpo indefenso de un bebé que intenta en vano asir el mundo de forma atinada y segura. El resultado es ridículo. Nos hallamos abrumados por las experiencias del dualismo del yo y del cuerpo a partir de ambas partes, ya que no dominamos ninguna de las dos. No somos un yo social confiado, manipulador avezado de las categorías simbólicas de las palabras, pensamientos, nombres y lugares, o específicamente del tiempo, ese gran misterio; ni siquiera sabemos qué es un reloj. Tampoco somos un animal adulto en funcionamiento que pueda crear y procrear, llevar a cabo las cosas serias que ve a su alrededor; no podemos, en modo alguno, actuar “como papá”. Somos un prodigio en el limbo. Nos sentimos desposeídos en las dos mitades de nuestra experiencia, sin embargo, las impresiones continúan invadiéndonos, y las sensaciones brotan desde nuestro interior anegando nuestro cuerpo. Necesitamos encontrar un sentido a partir de todo esto y establecer algún tipo de poder sobre todo ello. ¿Predominarán los pensamientos sobre el cuerpo o el cuerpo sobre los pensamientos? No es tan fácil saberlo. Puede que no haya una victoria clara o una solución directa al dilema existencial en el que estamos inmersos. Desde el principio, es prácticamente el gran problema de nuestra vida, pero aún somos demasiado pequeños para tratarlo. De pequeños nos acosan símbolos que no entendemos para qué se necesitan, peticiones verbales insignificantes, más reglas y códigos que nos apartan del placer y de la expresión directa de nuestras energías naturales. Y cuando tratamos de controlar nuestro cuerpo, hemos de hacer como si no estuviese allí, actuar “como personitas”, el cuerpo nos apabulla, nos sumerge en vómitos o excrementos: entonces, quebramos en lágrimas desesperadas, diluida por completo nuestra pretensión de ser puramente un animal simbólico. Con frecuencia, en la infancia, nos ensuciamos o continuamos mojando la cama para protestar contra la imposición de esas reglas simbólicas artificiales; en un intento de querer decir que el cuerpo es la realidad primordial y que lo que quiere es permanecer en un Edén físico más sencillo, y no que se le arroje al mundo del “bien o del mal”.
De este modo, nos damos cuenta directa y punzantemente de que lo que llamamos el carácter infantil es un modus vivendi logrado después de la más desigual lucha que ningún animal haya librado: una lucha que el niño nunca puede entender del todo porque no sabe lo que le sucede, por qué reacciona como lo hace, o qué es lo que realmente está en juego en esa batalla. La victoria en este tipo de batalla es, por supuesto, pírrica: el carácter es una cara que uno pone ante el mundo, pero oculta una derrota interna. El niño crece con un nombre, una familia, un mundo de juegos en su vecindario, todo ello claramente hecho para él. Pero su mundo interior está lleno de recuerdos de pesadillas, de batallas imposibles, de ansiedades terroríficas de sangre, dolor, soledad y oscuridad. Todo ello se halla entremezclado con deseos ilimitados, sensaciones de belleza inexplicables, majestuosidad, pasmo, misterio, fantasías y alucinaciones y mezclas de ambas cosas. Es el intento imposible del compromiso entre cuerpos y símbolos. Veremos en unas pocas páginas cómo la sexualidad penetra con su enfoque definitivo para crear aún más confusión y complicar el mundo infantil. Crecer es ocultar la masa de tejido interno cicatrizado que palpita en nuestros sueños.
Vemos, pues, que las dos dimensiones de la existencia humana —el cuerpo y el yo— no pueden reconciliarse a la perfección, lo que explica la segunda parte de la reflexión de Pascal: «no estar loco equivaldría a otra forma de locura». Pascal es una prueba de que los grandes estudiosos de la naturaleza humana podían ver lo que había detrás de las máscaras de los seres humanos mucho antes de existir el psicoanálisis científico. Carecían de documentación clínica, pero supieron ver que la represión más distante, la ecuanimidad más convincente o la autosatisfacción más cálida eran perfectas mentiras de cara al mundo y a uno mismo. Con la documentación clínica del pensamiento psicoanalítico, conseguimos una imagen bastante global de los estilos del carácter humano, lo que en la actualidad denominamos “estilos de locura”, siguiendo la línea de Pascal. Podríamos decir que el psicoanálisis nos revela el complejo castigo que conlleva negar la verdad de la condición humana; lo que podríamos llamar el coste de hacer como si no se estuviese loco. Si tuviésemos que ofrecer una breve explicación de todo el mal que las personas se han causado a sí mismas y a su mundo desde el principio de los tiempos hasta el día de hoy, no lo haríamos en términos de la herencia animal del ser humano, de sus instintos y evolución, sino, simplemente, como el precio que ha de pagar debido a su presunción de cordura al tiempo que trata de negar su verdadera condición. Más adelante desarrollaré extensamente esta idea vital.
El sentido de la analidad
En tiempos de Freud, un pensador sensible debía vivir atormentado intelectualmente, al menos esta es mi reflexión autobiográfica. Parece haber mucho de verdad en la visión freudiana del mundo, y, a la vez, gran parte de ella nos resulta mal encaminada. Las ambigüedades del legado de Freud no se encuentran en sus ideas erróneas, ya que ha sido bastante fácil dejarlas de lado. El problema ha recaído sobre sus visiones interiores genialmente ciertas, ya que las formuló de modo que atacó sólo una cara de la realidad: se necesitaba una inmensa cantidad de trabajo y clarificación para acoplar las dos. En realidad, lo que necesitábamos era un marco en el que pudiésemos adecuar el corpus de la visión interior psicoanalítica para que emergiese cuanto de verdadero hay en ella con toda claridad y sin ambigüedades, liberada del reduccionismo del siglo XIX y del instintivismo y biologicismo con que Freud la encadenó. Este marco es el existencial. Las reinterpretaciones de Freud dentro de un contexto existencial suministran a sus visiones interiores toda su talla científica. Este es un objetivo que ha logrado Norman O. Brown[3] en su reinterpretación de la idea de “analidad” y su papel central en la teoría psicoanalítica. Es probable que el valor principal de su libro, desde un punto de vista histórico, sea que ha reivindicado las más esotéricas y subvertidas de las ideas freudianas y las ha convertido en propiedad de las ciencias humanas.
Siento la tentación de citar profusamente el libro de Brown por su riqueza analítica, pero no tiene sentido repetir lo ya escrito y publicado. Me limito a la observación de que la clave del problema de la analidad reside en que refleja el dualismo de la condición humana, el yo y el cuerpo. La analidad y sus problemas se originan en la infancia, puesto que es cuando el niño realiza ya un descubrimiento alarmante: su cuerpo es extraño y vulnerable. Además, el cuerpo tiene un claro predominio sobre él, con sus exigencias y necesidades. Aunque trate de hacer volar su fantasía, siempre vuelve a encontrarse con lo mismo. Lo más extraño y degradante de todo es el descubrimiento de que el cuerpo tiene, situado en la parte trasera más baja, en un lugar invisible, un agujero que emite olores fétidos, y más aún; una substancia pestilente que desagrada a todo el mundo y, con el tiempo, al propio niño.
Al principio, al niño le divierten su ano y sus heces; mete alegremente los dedos en el orificio, lo huele, embadurna las paredes con las defecaciones, juega a tocar objetos con el ano y cosas por el estilo. Se trata de una forma de jugar que es universal y que refleja la seriedad del trabajo de todo el juego que realiza: el descubrimiento y la ejercitación de las funciones corpóreas naturales, el dominio sobre una zona novedosa, el poder y el control sobre las leyes deterministas del mundo natural, y lo hace con símbolos e imaginación[*]. Con el juego anal, el niño se está convirtiendo ya en un filósofo de la condición humana. Pero, como todos los filósofos, no puede desprenderse de él, su principal tarea en la vida se convierte en negar lo que representa el ano, es decir, que, en realidad, él no es sino un cuerpo en lo que respecta a la naturaleza. Los valores de la naturaleza son valores corpóreos, los valores humanos son valores mentales y, aunque se eleven a lo más alto, están construidos sobre excrementos; nada es posible sin esto, siempre se vuelve a lo mismo. Como lo expresó Montaigne, cuando el ser humano se sienta en el trono más elevado del mundo, lo hace sobre el culo. Habitualmente, este epigrama hace reír porque rescata al mundo del orgullo artificial y del esnobismo y es un retomo a los valores igualitarios. Pero si llevamos esta observación más allá y decimos que los seres humanos no sólo se sientan sobre el culo, sino sobre sus propios excrementos, el chiste ya no tiene gracia. La tragedia del dualismo humano, su ridícula situación se torne demasiado real. El ano y su producto incomprensible y repulsivo representan no sólo el determinismo físico y la dependencia, sino el destino, así como todo lo que es físico: la degeneración y la muerte.
Ahora entendemos que lo que los psicoanalistas han denominado “analidad” o rasgos de carácter anales son, en realidad, formas de la protesta universal contra el accidente y la muerte.
Si lo vemos así, una gran parte del corpus de las visiones interiores psicoanalíticas más esotéricas adquiere una nueva vitalidad y sentido pleno. Decir de alguien que es “anal” significa que esa persona trata de protegerse de una manera fuera de lo corriente contra los accidentes de la vida y el peligro de la muerte. Intenta utilizar los símbolos de la cultura como un medio seguro de triunfar sobre el misterio natural, tratando de hacerse pasar como sea menos por un animal. Cuando hurgamos en la bibliografía antropológica encontramos que en todas partes las personas han sido anales en algún nivel básico de sus forcejeos culturales. Descubrimos que los primitivos han mostrado frecuentemente la analidad más descarada de todas. Han sido más inocentes con su problema real y, por así decirlo, no han enmascarado bien el disfraz que tapa la falibilidad de la condición humana. Leemos que los hombres de la tribu chagga llevan puesto un tapón anal toda su vida, fingen así que han sellado el ano y no necesitan defecar. Es un triunfo obvio sobre la mera condición física. Otro ejemplo es la extendida práctica de segregar a las mujeres en chozas especiales durante la menstruación y todos los tabúes que rodean esta. Queda claro que el ser humano busca el control de los misteriosos procesos de la naturaleza cuando se manifiestan en su propio cuerpo. No puede permitir que el cuerpo tenga predominio sobre él[4].
La analidad explica por qué las personas anhelan librarse de las contradicciones y ambigüedades y por qué les gustan los símbolos puros y la Verdad con “V” mayúscula. Por otra parte, cuando quieren protestar de verás contra la artificialidad, cuando se rebelan contra el simbolismo cultural, recurren a lo físico. Invocan los pensamientos que les devuelven a la realidad, los gestos que les devuelven la química básica. Un ejemplo de esto ha sido la reciente película “anal” Brewster McLoud, donde discursos, insignias oficiales y superficies brillantes eran lanzadas desde el cielo como una lluvia de excrementos olvidados. El mensaje era el que los modernos cineastas están transmitiendo audazmente: sacar al mundo de su hipocresía acentuando lo primario de la vida y del cuerpo. Stanley Kubrick infligió una buena sacudida al público cuando mostró en su película 2007, Odisea en el espacio cómo el ser humano caminaba por el espacio al igual que un simio, bailando al son de los románticos valses de Strauss. En La naranja mecánica repitió de nuevo la naturalidad y satisfacción con que un hombre puede asesinar y violar al compás de la trascendencia heroica de la Novena de Beethoven.
Lo inquietante de la analidad es que revela que toda la cultura, todas las formas de creatividad humana, son, en algunos aspectos básicos, una protesta elaborada contra la realidad natural, una negación de la realidad de la condición humana y un intento de olvidar la creatura patética que es el ser humano. Una de las partes más pasmosas del estudio de Brown era su presentación de la analidad en Jonathan Swift. El máximo horror para Swift era el hecho de que lo sublime, lo bello y lo divino eran inseparables de las funciones animales primarias. En el cerebro del macho adorador se encuentra la ilusión de que la belleza sublime «es todo cabeza y alas sin un culo que la traicione[5]». En uno de los poemas de Swift, un joven explica la contradicción grotesca que le desgarra[6]:
No me asombra haber perdido el juicio;
¡Oh!, Celia, Celia, ¡Celia caga!
En otras palabras, en la mente de Swift existía una contradicción absoluta «entre el estado de enamoramiento y la conciencia de las funciones excrementales de su amada[7]».
Así mismo, Erwin Straus demostró, en su brillante monografía sobre la obsesión[8], la repulsión que sentía Swift por la animalidad del cuerpo, su suciedad y descomposición. Straus emitió un juicio más clínico sobre la repugnancia de Swift al considerarla como una parte de la típica visión obsesiva del mundo: «para todos los obsesivos, el sexo está escindido de la unificación y la procreación […]. Debido a la separación de los genitales del conjunto del cuerpo, las funciones sexuales se experimentan como evacuaciones y descomposición[9]». Tal grado de fragmentación es excesivo, aunque es cierto que todos vemos el mundo con ojos obsesivos, al menos en parte y hasta cierto punto. Como dijo Freud, no sólo los neuróticos se ofenden por haber nacido “entre orinas y heces[10]”. Sumido en el horror de la incongruencia humana, el poeta Swift expresa sus más íntimos pensamientos sobre el dilema que nos acosa a todos y que vale la pena resumir una vez más; expulsar excrementos es la maldición que nos amenaza con la locura porque nos muestra nuestra finitud abyecta, nuestra condición física, la plausible irrealidad de nuestras esperanzas y sueños. D e un modo más inmediato, representa nuestro completo desconcierto ante el evidente sinsentido de la creación: dar forma al milagro sublime de la faz humana, al mysterium tremendum de la radiante belleza femenina, a las verdaderas diosas que son las mujeres hermosas. Sacar todo esto de la nada, del vacío y hacer que reluzca a mediodía; tomar el milagro y crear nuevos milagros en su seno, allá en lo profundo de los ojos que atisban, unos ojos que estremecieron incluso al seco Darwin. Poder hacer todo esto y tener que compaginarlo con un ano que caga, ¡es demasiado! La naturaleza se burla de nosotros, y los poetas viven en medio de la tortura.
He tratado de reproducir mínimamente el impacto de la discusión científica y poética sobre el problema de la analidad. Si lo he conseguido aunque haya sido de un modo tan a la ligera, podremos entender lo que significa la paradoja existencial: lo que realmente incomoda a la gente es la incongruencia, la vida como es. Esta visión nos conduce a una revisión total de la teoría freudiana, no sólo del problema de la analidad sino de la idea central de Freud, del complejo de Edipo. Nos extenderemos en ello utilizando de nuevo la espléndida reformulación de Brown.
El proyecto edípico
Freud solía comprender las motivaciones humanas de una forma que podemos denominar “primitiva”. A veces, tanto que, cuando sus discípulos Rank y Ferenzci se apartaron de él, le acusaron de ingenuo. No cabe duda de que la acusación es risible, pero algo hay de cierto en ella y es a lo que ellos apuntaban: la obstinación con la que Freud se agarró a sus estrictas fórmulas sexuales. Pese a lo que fue cambiando a lo largo de su vida, siempre mantuvo vivo el dogma psicoanalítico y luchó contra la posibilidad de que los motivos que había descubierto se fuesen descafeinando. Lo entenderemos mejor en capítulos posteriores.
Tomemos ahora el complejo de Edipo. En sus primeros trabajos, Freud había dicho que este complejo era el detonante de la vida psíquica. Desde su punto de vista, el varón en la infancia tenía impulsos sexuales innatos e incluso deseaba poseer a su madre. Al mismo tiempo, sabía que su padre era su competidor, por lo que albergaba una agresividad asesina contra él. La razón era que sabía que su padre era más fuerte físicamente que él y que, si se peleaban abiertamente, el resultado sería la victoria paterna y su propia castración. De ahí el horror a la sangre, a la mutilación y a los genitales femeninos que parecían haber sido mutilados ya que testificaban que la mutilación era un hecho.
Freud fue modificando sus teorías a lo largo de su vida, pero nunca se distanció del todo. Nada tiene de particular: pues la gente a la que estudiaba se las “confirmaban” de manera intrínseca. Desde luego existía algo relacionado con el ano y los genitales, la condición física de la familia y sus copulaciones que pesaban en la psique de los neuróticos como una piedra milenaria. Freud pensó que un peso tan enorme debía remontarse a tiempos inmemoriales, a la primera aparición de los seres humanos a partir de nuestros antepasados los primates. Creyó que la culpa que sentimos en nuestro interior estaba relacionada con un crimen primordial de parricidio e incesto cometido en los obscuros recovecos de la prehistoria. La culpa se halla profundamente arraigada, se confunde con el cuerpo, el sexo, los excrementos y los padres. Freud no abandonó nunca sus creencias porque en esencia eran correctas en lo que sugerían sobre la condición humana, pero no exactamente en el sentido que él pensó ni en el marco que él brindaba. Hoy en día, nos damos cuenta de que todo lo dicho sobre la sangre y los excrementos, el sexo y la culpa es cierto, pero no porque estimule el parricidio, el incesto y el temor a una verdadera castración física, sino porque todas estas cosas reflejan el horror del ser humano a su condición animal básica. Es esta una condición que, especialmente de pequeño, no consigue entender y que de adulto no puede aceptar. La culpa que siente respecto a los procesos corporales y sus impulsos es culpa “pura”; culpa como inhibición, como determinismo, como insignificancia y límite. Nace de la compulsión de la condición animal básica, del misterio incomprensible del cuerpo y el mundo.
Los psicoanalistas se ocuparon de las experiencias de la infancia desde finales del siglo XIX. Sin embargo, aunque parezca extraño, total “hace dos días”, como quien dice, que hemos podido unificar una imagen con sentido común, completa y plausible de por qué la infancia es un período tan crucial para la persona. Debemos esta imagen a mucha gente, en especial al olvidado Rank, aunque, en mi opinión, es Norman O. Brown quien la ha resumido con más mordacidad y más categóricamente que ningún otro. Como argumentaba en su propia reorientación sobre Freud, el complejo de Edipo es el proyecto edípico, un proyecto que resume el problema básico de la vida infantil: esto es, si seremos objetos pasivos del destino, un apéndice de los otros, un juguete del mundo, o si la actividad nacerá de nosotros mismos y podremos controlar nuestro destino con nuestras facultades y energía. Como dijo Brown:
El proyecto edípico no es, como sugieren las formulaciones más tempranas de Freud, el amor natural por la madre, sino, como reconoce en sus escritos posteriores, el producto de la ambivalencia y del intento de superar ese conflicto con un aumento del narcisismo. La esencia del complejo de Edipo es el proyecto de convertirse en Dios causa-sui, según la fórmula de Spinoza […]. Por la misma razón, exhibe explícitamente el narcisismo infantil distorsionado por la huida de la muerte…
Si la tarea más importante del niño es escapar de la impotencia y el aniquilamiento, entonces las cuestiones sexuales son secundarias y derivadas. Como dice Brown:
De nuevo nos encontramos con que la organización sexual, la pregenital y la genital no se corresponden con la distribución natural de Eros en el cuerpo humano: representan una hipercatexia, una sobrecarga de zonas y funciones corporales específicas inducida por el narcisismo humano en su huida de la muerte[11].
Tomemos esas joyas técnicas y extendámolas ante nosotros. El proyecto edípico es la huida de la pasividad, del aniquilamiento y de la contingencia. El niño quiere vencer a la muerte constituyéndose en su propio padre, creador y sustentador de su propia vida. Vimos en el capítulo 2, que el niño adquiere la idea de la muerte hacia los tres años, pero ya mucho antes ha comenzado a trabajar para fortalecerse contra la vulnerabilidad. Este proceso empieza de forma natural en una etapa muy temprana de su vida, conocida como el estadio “oral”. Atraviesa esta etapa antes de saberse diferente de su madre, antes de conocer todo su cuerpo, sus funciones, o, como solemos decir con términos técnicos, antes de que su cuerpo se haya convertido en un objeto de su campo fenomenológico. En ese momento, la madre representa literalmente la vida y el mundo del niño. Sus esfuerzos se encaminan a la gratificación de sus deseos, al alivio automático de sus tensiones y dolores. El niño, en esa etapa, está simplemente “lleno de sí mismo”. Vive bañado en su propia omnipotencia, controlando cuanto necesita para nutrirla. No tiene más que llorar y consigue comida y calor; pide la Luna, y suenan sonajeros encantadores a su alrededor. No hay duda de que ese período se caracteriza por el “narcisismo primario”; el niño domina el mundo con sentimientos de triunfo a través del control de su madre. Su cuerpo es un proyecto narcisista; lo usa para “comerse el mundo”. La etapa “anal” es otra manera de denominar el período en el que el niño empieza a dirigir su atención a su propio cuerpo como un objeto del campo fenomenológico. Lo descubre y trata de controlarlo El proyecto narcisista se convierte en la habilidad de dominar y poseer el mundo a través del autocontrol.
En cada etapa de la evolución del descubrimiento de su cuerpo y de los problemas que ello plantea, el niño está absorto en modelar el mundo para su propio engrandecimiento. Necesita conservar el sentimiento de que tiene poderes y controles absolutos y, para lograrlo, ha de cultivar algún tipo de independencia; la convicción de que está configurando su vida. A esto se debe que Brown, como Rank, dijera que el proyecto edípico «se autogenera inevitablemente y se dirige en contra de los padres cualquiera que sea su comportamiento». Lo paradójico es que «los niños se entrenan para el retrete ellos solos[12]». Todo esto significa que no existe una manera “perfecta” de educar a un niño, ya que es él quien se educa al intentar convertirse en el perfecto controlador de su destino. Como esto es imposible, cada personalidad es, de alguna manera, asombrosamente irreal, básicamente imperfecta. Como muy bien lo resumió Ferenczi: «La personalidad, desde el punto de vista del psicoanalista, es una anormalidad, una especie de mecanización de una forma singular de reaccionar, bastante similar al síntoma obsesivo[13]».
El complejo de castración
En otras palabras, el proyecto narcisista de autocreación, que utiliza el cuerpo como base primaria de operaciones, está destinado al fracaso. Y el niño lo descubre. Entendemos la intensidad y el sentido de lo que se conoce como “complejo de castración”, como llegó a concebirlo Freud en sus últimos escritos, y como Rank[14] y Brown lo han descrito de manera detallada. En esta última concepción del complejo de castración, el niño no reacciona ante las amenazas del padre. Como dice Brown, el complejo de castración aparece sólo en confrontación con la madre. El fenómeno es realmente crucial. Nos detendremos para ver qué sucede.
Todo se centra en el hecho de que la madre monopoliza el mundo infantil; en sus inicios, ella es el mundo. El niño no puede sobrevivir sin ella; sin embargo, para controlar sus propios impulsos tiene que librarse de ella. Por tanto, la madre representa dos cosas para el niño. Ello nos ayuda a entender por qué los psicoanalistas dicen que la ambivalencia caracteriza todo el período de crecimiento. Por otro lado, la madre es pura fuente de placer y satisfacción, un poder seguro en el que apoyarse. Al niño, debe aparecérsele como la diosa de la belleza y de la bondad, de la victoria y el poder. Podríamos decir que esta es su cara “luminosa”, de lo más atractiva. Por otra parte, el niño debe esforzarse contra esta dependencia, si no, pierde el sentimiento de que tiene su propio poder sobre sus impulsos. Es otra manera de decir que la madre, al representar la dependencia biológica segura, también es la amenaza fundamental.
El niño llega a percibirla como una amenaza, lo que supone ya el principio del complejo de castración en confrontación con ella. Se da cuenta de que el cuerpo materno es diferente del masculino, increíblemente distinto. Esta diferencia provoca que se sienta incómodo. Freud no trató nunca de amainar el impacto de la revelación de esta teoría. Denominó este malestar como «el horror de la creatura mutilada», la «madre castrada», la visión de los genitales «carentes de pene». A mucha gente le pareció que el efecto chocante de lo dicho por Freud era como compartir una caricatura. El horror de las percepciones infantiles parecía algo demasiado fraguado, demasiado ajustado a la teoría, demasiado diseñado para encajar en la propia adicción de Freud a las explicaciones sexuales y al reduccionismo biológico. Otros vieron el pensamiento freudiano como un reflejo de su propio arraigado patriarcalismo, su fuerte sentido de la superioridad masculina que, por definición, hacía aparecer a la mujer como inferior por carecer de los atributos masculinos.
De hecho, el “horror de la creatura mutilada” es una elucubración, pero es el niño quien la realiza. Los psicoanalistas nos han informado acerca de lo que sus pacientes neuróticos les han contado, cuidando de que el vocabulario fuese el adecuado a lo expresado. Lo que altera a los neuróticos —y a la mayoría de la gente— es su propia impotencia: tienen que encontrar algo a lo que oponerse. Si la madre representa la dependencia biológica, entonces se puede luchar contra ella centrándose en la diferencia sexual. Si el niño tiene que realizarse causa-sui, tiene que desafiar con algo de agresividad a sus padres, sobrepasarles e ir más allá de las amenazas y tentaciones que encarnan. Los genitales son algo muy pequeño desde la percepción del niño, prácticamente insuficientes como para traumatizarle porque carecen de protuberancia. Como dice Brown, el horror es «la propia invención infantil; una urdimbre imaginada inseparable de su propio proyecto fantástico de convertirse en su propio padre (como fantasía, sólo se conecta muy lejanamente con la visión real de los genitales femeninos[15])». Digámoslo de otro modo: el niño “fetichiza” el cuerpo materno como objeto de peligro global para sí mismo. Es una manera de reducirlo a su medida, despojándola de su lugar primordial en la creación. Utilizando la fórmula de Erwin Straus, podemos decir que el niño escinde los genitales maternos de su totalidad como objeto amado y pasa a concebirlos como amenaza y putrefacción.
Envidia del pene
La amenaza auténtica de la madre está relacionada con su pura condición orgánica. Sus genitales suponen un punto de referencia conveniente para la obsesión del niño con el problema de la condición física. Si la madre es una diosa de la luz, también es una bruja de la oscuridad. El niño la ve ligada a la Tierra, ve sus secretos procesos corporales que la ligan a la naturaleza, el pecho con su misteriosa leche pegajosa, los olores menstruales, la sangre, la casi continua inmersión de esa fecunda madre en su corporeidad y, lo que no es menos, el carácter neurótico y a menudo inerme de esa inmersión. Después de que el niño capta indicios de que su madre da a luz a sus hermanos o hermanas, ve cómo los alimenta, contempla el inodoro lleno de sangre menstrual —cosa que parece dejar a la bruja intacta y despreocupada—, no le cabe duda sobre su inmersión en significados y errores corporales oscuros. La madre ha de rezumar determinismo y el niño expresa su horror ante esta completa dependencia de lo que es físicamente vulnerable. Así, se comprende no sólo la preferencia del niño por la masculinidad, sino también la «envidia del pene» de las chicas. Tanto los chicos como las chicas sucumben al deseo de huir del sexo representado por la madre[16]; necesitan poco para identificarse con el padre y su mundo. El padre parece más neutro físicamente, más limpiamente potente, menos inmerso en determinismos corporales. Aparece más «libre simbólicamente», representa el vasto mundo fuera del hogar, el mundo social con su triunfo organizado sobre la naturaleza, el auténtico escape de la contingencia que busca el niño[*].
Tanto el niño como la niña se alejan de su madre como si obedeciesen a un reflejo automático de sus propias necesidades de crecimiento e independencia. Ese “horror, terror, rebeldía[17]” que sienten es, como dijimos, parte sus propias percepciones fantásticas de una situación que no pueden aguantar. Esta situación no sólo es la dependencia biológica y física que representa la madre, sino también la revelación terrorífica del problema del propio cuerpo del niño o de la niña.
El cuerpo de la madre no sólo revela un sexo que amenaza vulnerabilidad y dependencia, sino que representa mucho más: muestra el problema de los dos sexos y, de este modo, enfrenta al niño con el hecho de que su propio cuerpo es arbitrario. No se trata sólo de que el niño vea que ni el sexo es “completo” en sí mismo, ni que comprenda que la particularidad de cada sexo es una limitación de potencialidad, una estafa a la plenitud de la vida en cierta manera; pues no puede saber todo esto o sentirlo plenamente. De nuevo, no se trata de un problema sexual, es algo más global que se ha experimentado como la maldición de la arbitrariedad que representa el cuerpo. El niño se encuentra en un mundo en el que tanto podría haber nacido varón como hembra, o incluso perro, gato o pez, puesto que todo ello parece no importar en relación al poder y al control y a la capacidad de soportar el dolor, la aniquilación y la muerte. El horror de la diferencia sexual es el horror del “hecho biológico”, como acertadamente señala Brown[18]. Es la caída del velo de la ilusión que nos hace aterrizar en la cruda realidad, el horror de asumir un nuevo e inmenso peso, el del sentido de la vida y el cuerpo, de la fatalidad de la propia imperfección, indefensión y finitud.
En definitiva, es el terror sin esperanza del complejo de castración lo que hacer temblar a los hombres en sus pesadillas. Expresa la conciencia del niño de que lleva la carga de un proyecto imposible, de que la búsqueda causa-sui en la que se ha embarcado no puede lograrse mediante la sexualidad corporal[19], ni siquiera reclamando un cuerpo distinto al de su madre. La fortaleza del cuerpo, la base primordial para las operaciones narcisistas contra el mundo a fin de asegurarse los propios poderes ilimitados, se desmorona como la arena. Este es el destronamiento trágico del niño, la expulsión del paraíso que representa el complejo de castración. Hubo un tiempo en que usaba cualquier zona o apéndice para su proyecto edípico o autogeneración; ahora los mismos genitales se burlan de su autosuficiencia. Ello plantea toda la cuestión de por qué la sexualidad es un problema universal de tanta importancia. Nadie ha escrito sobre el problema de la sexualidad mejor que Rank en su abrumador ensayo sobre «La iluminación sexual[20]». No tiene sentido repetir esta discusión aquí ya que me detendré en ella más detalladamente en el capítulo 8. Pero podemos anticiparla mostrando cómo la sexualidad es inseparable de nuestra paradoja existencial: el dualismo de la naturaleza humana. La persona es al mismo tiempo un yo y un cuerpo. Desde el principio tenemos la confusión sobre dónde “existe” en realidad, si en el yo simbólico interno o en el cuerpo físico. Cada área fenomenológica es diferente. El yo interno representa la libertad de pensamiento, la imaginación y el alcance infinito del simbolismo. El cuerpo representa determinismo y sujeción. El niño aprende gradualmente que su libertad como un ser único está lastrada por el cuerpo y sus apéndices que dictan lo que es. Por esta razón, la sexualidad es tan problemática para el adulto como para el niño. La solución física al problema de quiénes somos y por qué hemos surgido en este planeta no sirve: de hecho, supone una terrible amenaza. No nos aclara lo que existe en el fondo de nuestro mundo interno, con qué clase de don específico ha de enfrentarse al mundo. Por ello es tan difícil practicar el sexo sin culpa: la culpa aparece porque el cuerpo arroja una sombra sobre la libertad interna de la persona, sobre su “yo real” que, a través del acto sexual, se encuentra por fuerza en un papel biológico estandarizado y mecánico. Aún peor, al yo interior no se le toma en absoluto en consideración: el cuerpo se adueña por completo de la persona. Este tipo de culpa hace que el yo interior se retraiga y le amenaza con desaparecer.
Esta es la causa por la que la mujer quiere asegurarse de que el hombre: me quiere “a mí” y “no sólo mi cuerpo”. Es dolorosamente consciente de que se puede prescindir de su peculiar personalidad interna en el acto sexual. Si se puede prescindir, es que no cuenta. La cuestión es que el hombre por lo general sólo, desea el cuerpo y la personalidad total de la mujer se ve reducida a una mera función animal. La paradoja existencial se desvanece y ya no hay una humanidad característica que pueda reclamarse. Una forma creativa de hacerle frente es, sin duda, permitir que suceda y aceptarlo: es lo que los psicoanalistas denominan «regresión al servicio del ego». Durante un tiempo, la persona se convierte en su yo físico y así queda libre de la paradoja existencial y de la culpa que acompaña al sexo. El amor es la gran clave para este tipo de sexualidad porque permite la caída del individuo en la dimensión animal sin temor ni culpa, sino al contrario, con la confianza y la seguridad de que su libertad interior característica no quedará anulada por una abdicación animal.
La escena primordial
Ha llegado el momento de discutir otra idea psiconalítica que siempre me ha parecido que bordeaba la credulidad: el llamado «trauma de la escena primordial». La noción ortodoxa psicoanalítica era que cuando el niño presenciaba el acto sexual de sus padres (la escena primordial) le quedaba un profundo trauma porque él no podía participar. Freud hablaba literalmente de «la estimulación de la excitación sexual al contemplar el coito de los padres[21]». Planteada de una forma tan contundente, la idea nos parece increíble, pero hay que recordar que, ante todo, Freud se enorgullecía del descubrimiento de la sexualidad infantil. Otros psicoanalistas aceptan esta idea con un giro ligeramente diferente. Así, Roheim considera que la escena primordial representa la satisfacción de los deseos de reconciliación del niño con su madre. Sin embargo, también ve que su padre ocupa su lugar, de modo que, en lugar de sentir una identificación completa con la madre protectora, contempla el «ejercicio violento» de una lucha[22]. Por último, Ferenczi, que fue un gran estudioso de la influencia de los padres sobre los hijos, trata este asunto dándole otro giro ligeramente imprevisto y distinto de la estricta formulación de Freud:
Si el niño contempla la relación íntima sexual entre los padres durante el primer o segundo año de su vida, cuando su capacidad de excitación ya existe, pero carece aún de salidas apropiadas para sus emociones, puede producirse una neurosis infantil[23].
En realidad, Roheim y Ferenczi hablan de cosas completamente distintas en relación al tema de Freud. Roheim se refiere a la identificación con la madre, que representa el apoyo total del niño y su incapacidad para comprender la relación de su objeto amado con otros objetos, como su padre. Lo que dice Ferenczi es que el niño se encuentra abrumado por emociones en las que todavía no puede poner orden. Aquí es precisamente donde se introduce una interpretación más existencial del problema. El niño utiliza su cuerpo como su proyecto causa-sui y sólo lo abandona cuando comprende la imposibilidad de realizarlo. Cada una de estas alternativas se convierte para él en un asunto de vida o muerte. Si hablamos de trauma, tiene que ser porque existe una confusión en estas cuestiones de vida y muerte. Incluso cuando ya somos adultos, la mayoría de nosotros siente desagrado y desilusión ante la idea del acto sexual de sus padres; no nos parece que, en ellos, sea algo correcto. Creo que la razón de nuestro desagrado es que su imagen resulta confusa ante nuestros ojos. Lo que representan los padres más que nada es el desaliento del cuerpo como un proyecto causa-sui: representan el complejo de castración, desilusión y miedo del cuerpo. Más aún, ellos encaman la visión cultural del mundo que el niño ha de interiorizar para librarse del punto muerto en el que se halla con su cuerpo. El niño debe experimentar cierta confusión ansiosa cuando ellos son los primeros en no transcender sus cuerpos en sus relaciones íntimas. ¿Cómo puede manejar su ego forcejeante los dobles mensajes y darles sentido? Más aún, uno de los mensajes le llega en forma de gruñidos, gemidos y movimientos que debe percibir como abrumadores, sobre todo porque es el horror al cuerpo precisamente lo que el niño trata de superar. Si se refugia en el papel corporal imitando a sus progenitores, estos se enfurecen y les provoca ansia. Se siente traicionado: reservan sus cuerpos para sus relaciones más íntimas y a él se lo niegan. Le desaniman al contacto físico con todas las fuerzas a su alcance, pero, sin embargo, ellos lo practican como una vindicación totalmente absorbente. Si reunimos todo esto, vemos que la escena primordial puede ser un verdadero trauma, no porque el niño no pueda participar del acto sexual y expresar sus propios impulsos, sino, más bien, porque la escena primordial es un símbolo complejo en sí mismo que combina el horror por el cuerpo, la cultura del superego y el bloqueo completo de cualquier acción que pudiera realizar el niño en esa situación, o cualquier comprensión directa que pudiera tener de todo ello. Es el símbolo de un doble vínculo ansioso.
El cuerpo es el destino del animal que somos y contra el que hay que luchar de varias maneras. Al mismo tiempo, ofrece experiencias y sensaciones, placeres concretos de los que carece el mundo simbólico interior. No es de extrañar que el ser humano esté atrapado entre la espada y la pared por los problemas sexuales, ni que Freud descubriera que el sexo es tan importante en la vida humana, especialmente en los conflictos neuróticos de sus pacientes. El sexo es un componente inevitable de la confusión del hombre sobre el sentido de la vida, que está sin remedio escindido en dos: los símbolos (la libertad) y el cuerpo (el destino). No hay que extrañarse de que la mayoría de nosotros no acabemos de abandonar los intentos iniciales de nuestra infancia de usar el cuerpo y sus apéndices como una fortaleza o una máquina para presionar al mundo. Tratamos de responder al misterio trascendente de la creación con las experiencias de un producto físico y parcial de ella. A ello se debe la extendida práctica de la mística del sexo, como en la Francia tradicional, y, al mismo tiempo, el que produzca tanta desilusión. Es puerilmente reconfortante con su lenidad y placer, sin embargo, derrota a la conciencia y al crecimiento auténtico si se utiliza para dar respuesta a cuestiones metafísicas. Entonces se transforma en una mentira sobre la realidad, en una pantalla que oculta la plena conciencia[24]. Si el adulto reduce el problema de la vida al área de la sexualidad, no hace más que repetir la fetichización del niño que concentra el problema de la madre en los genitales de esta. El sexo deviene esa pantalla contra el terror, la fetichización de la conciencia completa sobre el problema real de la vida.
Esta discusión no agota las razones por las que el sexo ocupa una parte tan destacada. El sexo constituye también una forma positiva de trabajar el propio proyecto de libertad. Al fin y al cabo, es una de las pocas áreas realmente íntimas que posee una persona en una existencia que es casi del todo social, moldeada por completo por los padres y la sociedad. En este sentido, el sexo como proyecto representa apartarse de la estandarización y monopolización de la sociedad. No es de extrañar que la gente se entregue a él con tanta fruición y, con frecuencia, desde la infancia, con masturbaciones secretas que representan la protesta y el triunfo del yo. Como veremos en la segunda parte de este libro, Rank llega a decir que este uso del sexo explica todos los conflictos sexuales del individuo, «desde la masturbación hasta las perversiones más variadas[25]». La gente trata de utilizar el sexo de forma totalmente individual para controlar y mitigar el determinismo. Es como si se quisiera trascender el cuerpo despojándole por completo de su carácter original, recreándolo y reinventándolo en lugar de lo que la naturaleza propuso. Las “perversiones” infantiles lo muestran inequívoca y claramente. Los niños son los verdaderos artistas del cuerpo, lo usan como barro para hacer valer su poder simbólico. Freud lo observó y lo registró como «perversidad polimórfica», una manera de denominarlo. Pero da la impresión de que no se dio cuenta de que este juego constituye ya un intento serio de trascender el determinismo, no simplemente una búsqueda animal de una diversidad de áreas corporales placenteras.
Cuando el niño crece, la búsqueda inversa en pos de una existencia personal se consolida como un patrón individual aún más secreto. Tiene que ser secreto porque la sociedad no tolera ese intento de individualizarse totalmente[26]. Si ha de darse una victoria sobre la imperfección y la limitación humanas, será con un proyecto social, no individual. La sociedad quiere ser quien decida cómo se ha de trascender la muerte; tolerará el proyecto causa-sui sólo si se acopla al proyecto social estandarizado. De lo contrario, saltará la alarma. ¡Anarquía! Esta es una de las causas de la intolerancia y la censura de cualquier clase de moralidad personal. Existe el temor de que la moralidad convencional se socave, lo que es otra forma de expresar el temor a no poder seguir controlando la vida y la muerte. Se dice de una persona que ya esta “socializada” precisamente cuando acepta sublimar el carácter sexo-corporal del proyecto edípico[27]. Hoy en día, estos eufemismos normalmente significan que la persona acepta la tarea de convertirse en su propio padre al abandonar su proyecto traspasándoselo a “los Padres”. El complejo de castración ha realizado su trabajo cuando se somete a la “realidad social”. Ahora ya puede, desvalorizar los deseos y pretensiones propios y moverse sin riesgos en el mundo de los poderosos mayores. Incluso puede entregar su cuerpo a la tribu, al Estado, al paraguas mágico y protector de los mayores y sus símbolos. Es así como deja de suponerle una peligrosa negación de sí misma. No existe, sin embargo, una diferencia real entre la imposibilidad infantil y la de un adulto; lo único que logra el adulto es la experiencia del autoengaño, lo que denominamos el carácter “maduro”.