4. EL CARÁCTER HUMANO COMO MENTIRA VITAL
Observad a los que os rodean y […] los oiréis hablar en fórmulas taxativas sobre sí mismos y sobre su entorno, lo cual indicaría que poseen ideas sobre todo ello. Pero si analizáis someramente esas ideas, notaréis que no reflejan ni mucho ni poco la realidad a que parecen referirse, y si ahondáis más en el análisis hallaréis que ni siquiera pretenden ajustarse a tal realidad. Todo lo contrario: el individuo trata con ellas de interceptar su propia visión de lo real, de su vida misma. Porque la vida es por lo pronto un caos donde uno está perdido. El hombre lo sospecha; pero le aterra encontrarse cara a cara con esa terrible realidad y procura ocultarla con un telón fantasmagórico, donde todo está muy claro. Le trae sin cuidado que sus “ideas” no sean verdaderas; las emplea como trincheras para defenderse de su vida, como aspavientos para ahuyentar la realidad.
JOSÉ ORTEGA Y GASSET[1]
El problema de la analidad y del complejo de castración contribuirá a contestar a la pregunta que a todos nos intriga: si la cualidad básica del heroísmo es el auténtico valor, ¿por qué hay tan poca gente con auténtica presencia de ánimo?, ¿por qué es tan excepcional encontrar a alguien que se mantenga en pie por sí mismo? Incluso el gran Carlyle, que atemorizó a tanta gente, decía a los cuatro vientos que se apoyaba en su padre como si lo hiciera sobre un pilar enterrado bajo sus pies. La implicación tácita es que, si intentara mantenerse en pie por sí mismo, la tierra se hundiría bajo sus pies. La pregunta va derecha a la esencia de la condición humana, y la abordaremos desde varios ángulos a lo largo de todo el libro. En cierta ocasión, escribí[2] que pensaba que la razón por la cual el ser humano era cobarde por naturaleza era porque sentía que no tenía autoridad, y que la razón por la que no tenía autoridad radicaba en lo que caracterizaba al animal humano: todo cuanto tiene significado se incorpora a nosotros desde el exterior, a partir del trato con los otros. Esto es lo que nos confiere un “yo” y un superego. Todo nuestro mundo de aciertos y errores, lo bueno y lo malo, nuestro nombre y, aún más exactamente, quiénes somos, se nos ha injertado; nunca nos sentimos con autoridad suficiente como para ofrecer cosas propias. ¿Cómo podría ser de otro modo? —argumentaba y o—, puesto que nos sentimos culpables y bajo la mirada de los otros, como una creación suya inferior, en deuda con ellos por nuestro mero nacimiento.
Sin embargo, todo esto es sólo parte del asunto. Existen razones más profundas para nuestra falta de coraje; si queremos entenderlas, tendremos que escarbar para encontrarlas. El psicólogo Abraham Maslow tenía un sentido muy fino para las ideas importantes. Poco antes de su muerte empezó a abordar el problema del miedo a la soledad[3]. Maslow utilizaba una amplia perspectiva humanística en sus obras y le gustaba usar conceptos como «actualizar el propio potencial» y «humanización plena». Veía todo esto como necesidades naturales del desarrollo y se preguntaba qué era lo que las atascaba y bloqueaba. Respondió a la pregunta con un lenguaje existencial, usando términos como «el temor a la propia grandeza» y «la evasión del propio destino». Su enfoque ofrece una nueva visión sobre el problema de la valentía. En sus propias palabras:
Tememos a nuestras más altas posibilidades (como también a las más bajas). En general, nos asusta llegar a ser lo que vislumbramos en nuestros mejores momentos […]. Disfrutamos, e incluso nos emocionamos, ante las posibilidades de divinidad que notamos en las experiencias cumbre. Y, sin embargo, temblamos de debilidad, temor reverencial y miedo ante las mismas posibilidades[4].
Maslow utilizó un término muy adecuado para esta huida del crecimiento, este miedo a culminar nuestras máximas potencialidades. Lo denominó «el síndrome de Jonás». Entendió este síndrome como la evasión de la plena intensidad de la vida.
¡No somos lo suficientemente fuertes para soportar nada más! La gente suele decir en momentos de exaltación cosas como: «¡Es demasiado!», «¡No lo aguanto!», «¡Estoy que me muero!» […]. Los delirios de felicidad no se soportan mucho tiempo. Nuestros organismos son demasiado débiles para dosis extraordinarias de grandeza.
Desde este punto de vista básico, el síndrome de Jonás es «en parte, un miedo justificado al desgarro, a la pérdida de control, a que nos hagan pedazos y a desmoronamos, incluso al temor de que la experiencia nos aniquile». El efecto del síndrome es el que cabría esperar de un organismo débil: reduce la intensidad plena de la vida.
Para algunas personas, esta evasión del propio crecimiento, poniendo sus aspiraciones a un nivel bajo, el miedo a hacer lo que se es capaz de hacer, la automutilación voluntaria, la pseudoestupidez y la falsa humildad son, de hecho, defensas contra la grandiosidad[5][*]…
Todo se reduce a una simple carencia de energía para aguantar lo superlativo, la apertura de uno mismo a la totalidad de la experiencia, a una idea que ya percibía William James y que, más recientemente, se ha desarrollado en términos fenomenológicos en la clásica obra de Rudolf Otto. Otto hablaba del terror al mundo, del sentimiento de admiración reverente, asombro y miedo ante la creación —del milagro que supone, del mysterium tremendum et fascinosum emphasis que encierra cada una de las cosas existentes, el mero hecho de la existencia de las cosas—.[6] Lo que hizo Otto fue captar de forma descriptiva el sentimiento natural de inferioridad ante la trascendencia masiva de la creación; el auténtico sentimiento de creatura frente al aplastante y negador milagro del Ser. Ahora entendemos cómo la fenomenología de la experiencia religiosa se vincula con la psicología, precisamente, en el asunto del problema del valor.
Podríamos decir que de pequeños somos cobardes “por naturaleza”. Carecemos de fortaleza para soportar el terror a la creación. El mundo como es, la creación desde el vacío, las cosas como son, las cosas como no son, es demasiado para nosotros. Mejor dicho, sería demasiado soportarlo todo sin desfallecer, temblando como hojas, permaneciendo en un trance como respuesta al movimiento, a los colores y olores del mundo. Digo “sería” porque, para cuando abandonamos la infancia, la mayoría de nosotros ya hemos reprimido nuestra visión del milagro primordial de la creación. La hemos clausurado, cambiado, y ya no percibimos el mundo como es para la experiencia directa. A veces, podemos recuperarla recordando algunas percepciones que nos impresionaron de manera especial, cómo nos inundaron de emoción y asombro el aspecto del abuelo preferido o del primer amor en la temprana adolescencia. Transformamos todas esas percepciones de gran carga emocional sobre todo porque necesitamos movernos por el mundo con cierta ecuanimidad, fuerza y franqueza: no podemos seguir boquiabiertos con el alma en vilo, succionando ávidamente con la mirada todo lo espléndido y poderoso que nos impresiona. El gran beneficio de la represión es que nos permite vivir con decisión en un mundo abrumadoramente milagroso e incomprensible, un mundo tan lleno de belleza, majestad y terror que si los animales lo percibieran, se quedarían paralizados de pánico.
La naturaleza ha protegido a los animales inferiores dotándoles de instintos. Un instinto es una percepción programada que activa una reacción programada. Es muy sencillo: los animales no se conmueven por algo ante lo que no pueden reaccionar. Viven en un mundo reducido, un pedacito de la realidad con un programa neuroquímico que les hace caminar con el morro por delante y excluir todo lo demás. ¡Miremos, en cambio, al ser humano, esa creatura increíble! Da la impresión de que la naturaleza ha lanzado toda precaución por la borda junto con los instintos programados. Creó un animal sin defensas contra la percepción plena del mundo externo, un animal completamente abierto a la experiencia, y no sólo a lo que tiene delante de sus narices, en su Umwelt (entorno), sino en muchos otros Umwelten. Tiene capacidad para relacionarse no sólo con animales de su propia especie, sino, de alguna manera, con todas las otras especies. Puede contemplar no sólo lo que es comestible para él, sino también todo cuanto crece. No sólo vive el momento presente, sino que también extiende su y o al ayer, a su curiosidad por siglos anteriores, a sus temores de que dentro de 5000 millones de años el sol se enfríe, a sus esperanzas de eternidad desde ahorra. No vive únicamente en un pequeño territorio ni en un planeta entero, sino en una galaxia, en un universo y en dimensiones más allá de los universos visibles. Sobrecoge pensar en el peso que lleva a cuestas el ser humano, la pesada carga de la experiencia. Como vimos en el capítulo anterior, el ser humano ni siquiera puede dar por hecho su cuerpo como hacen otros animales. No se trata sólo de unas patas traseras, de una cola que ha de arrastrar, miembros que están “ahí”, para usarlos, considerarlos normales, o arrancárselos a mordiscos cuando caen en una trampa, causan dolor o impiden el movimiento. El cuerpo supone un problema que debe resolver. No sólo le es extraño, sino también su paisaje interior, sus recuerdos y sus sueños. El auténtico interior del ser humano, su yo, le es ajeno. No sabe quién es, por qué nació, qué hace en el planeta, qué se espera que haga, qué es lo que él puede esperar. Su propia existencia le resulta incomprensible, es un milagro, como el resto de la creación, más cercano a él, junto a los latidos de su corazón, pero, por esta razón, más extraño que nunca. Cada cuestión es un problema, y el hombre no excluye ninguna. Como bien dijo Maslow: «Es precisamente acerca de lo divino que hay en nosotros sobre lo que somos ambivalentes, estamos fascinados por ello al tiempo que temerosos, motivados y a la defensiva. Este es un aspecto de la situación humana básica: somos simultáneamente dioses y gusanos[7]». De nuevo, dioses con anos.
El valor histórico de la obra de Freud es haber entendido que el ser humano era un animal singular, un animal que no está programado por instintos para cerrarse a la percepción y asegurarse una ecuanimidad automática y una acción contundente. Tuvo que inventar y crear por sí mismo las limitaciones a la percepción y la ecuanimidad para vivir en este planeta. Por tanto, el meollo de la psicodinámica, la formación del carácter humano, es el estudio de la autolimitación humana y del terrible coste de esa limitación. La hostilidad contra el psicoanálisis en el pasado, hoy y en el futuro será siempre una actitud beligerante para no admitir que el ser humano vive porque se miente a sí mismo sobre sí mismo y su mundo y que el carácter, según Ferenczi y Brown, es una mentira vital. Me gusta especialmente la forma en que Maslow ha resumido esta contribución al pensamiento freudiano:
El mayor descubrimiento de Freud, el que se halla en la raíz de la psicodinámica, es que la gran causa de muchas enfermedades psicológicas es el miedo al conocimiento de uno mismo, de las propias emociones, impulsos, recuerdos, aptitudes y potencialidades de nuestro destino. Hemos descubierto que el miedo al conocimiento de uno mismo es frecuentemente isomórfico y paralelo al miedo al mundo exterior.
¿Qué es este miedo sino el miedo a la realidad de la creación en relación a nuestros poderes y posibilidades?
En general, este tipo de miedo es defensivo, en el sentido de que supone la protección de la autoestima, del amor y respeto por nosotros mismos. Solemos asustarnos de cualquier conocimiento que pudiera causamos desprecio hacia nosotros mismos, o hacer que nos sintiésemos inferiores, débiles, despreciables, malvados y avergonzados. Nos protegemos y protegemos nuestra imagen ideal con la represión y otras defensas similares, que, básicamente, son técnicas con las que evitamos ser conscientes de verdades desagradables y peligrosas[8].
El individuo tiene que reprimirse globalmente, en todo el espectro de su experiencia, si quiere notar el agradable sentimiento de poseer valores interiores y una seguridad básica. El sentido del valor y del apoyo es algo que la naturaleza le da a cada animal a través de la programación instintiva automática y del palpitante proceso vital. Pero el humano, una inmaculada creatura desnuda, tiene que construirse y ganarse sus valores interiores y su seguridad. Tiene que reprimir su pequeñez en el mundo adulto, sus fracasos para vivir acorde con los mandatos y códigos de los adultos. Ha de reprimir también sus propios sentimientos de inadecuación física y moral, no sólo la falta de adecuación de sus buenas intenciones, sino también su culpa y sus malas intenciones y los deseos de muerte y los odios que provienen de sentirse frustrado y bloqueado por los adultos. Reprime la incompetencia de sus padres, sus terrores y ansiedades porque le dificultan sentirse seguro y fuerte. Asimismo, ha de reprimir su propia analidad, sus comprometedoras funciones corporales que conjuran su mortalidad, su prescindibilidad fundamental. Con todo esto, y más cosas que silenciamos, tiene que reprimir las intimidaciones fundamentales del mundo exterior.
En sus últimos años, Freud, evidentemente, se dio cuenta, como le ocurrió antes a Adler, de que lo que en realidad preocupaba al niño era la naturaleza de su mundo, y no sus impulsos interiores. Hablaba menos del complejo de Edipo y más de «la perplejidad humana y de la impotencia frente a las temibles fuerzas de la naturaleza», «del doloroso enigma de la muerte», «nuestra ansiedad ante los peligros de la vida», y «la gran necesidad del destino, contra el que no hay remedio[9]». Y cuando trató el problema central de la ansiedad, dejó de hablar del anonadamiento interno del niño por sus necesidades instintivas, como lo había hecho en su obra más temprana. Las formulaciones de Freud se volvieron existenciales. Dejó de considerar la ansiedad como una reacción a la impotencia global, al abandono, al destino:
En consecuencia, mantengo que el miedo a la muerte ha de contemplarse como algo análogo al complejo de castración, y que la situación ante la que reacciona el ego es consecuencia del rechazo o abandono del superego protector —los poderes del destino— que termina con la seguridad contra todo peligro[10].
Esta formulación indica una gran ampliación de la perspectiva. Añádase una generación o dos de trabajo clínico psicoanalítico, y habremos alcanzado una comprensión notablemente fiel de lo que en realidad desazona al niño, dé que la vida es en realidad demasiado para él, de cómo tiene que evitar excesivos pensamientos, demasiada percepción, demasiada vida. Al mismo tiempo, de cómo ha de evitar la muerte, que retumba detrás y bajo cada una de las despreocupadas actividades, que aparece tras sus hombros mientras juega. El resultado es que ahora sabemos que el animal humano se caracteriza por dos grandes miedos, de los que otros animales se encuentran protegidos: el miedo a la vida y el miedo a la muerte. En las ciencias humanas, fue sobre todo Otto Rank quien destacó esos miedos, basó totalmente su sistema de trabajo en los ellos y mostró que eran fundamentales para comprender al ser humano. Casi a la vez que Rank escribía estas cosas, Heidegger reintroducía esos temas en el centro de la filosofía existencial. Mantenía que la ansiedad humana básica es la ansiedad respecto a estar en el mundo, así como la ansiedad de estar en el mundo. Es decir, el miedo a la muerte y el miedo a la vida, a la experiencia y a la individuación[11]. La persona se resiste a salir y mudarse a su abrumador mundo, a sus verdaderos peligros: se echa atrás por temor a perderse en los apetitos incombustibles de los demás, a ir rodando fuera de control entre los ávidos agarrones y zarpazos de sus congéneres, de las bestias y de las máquinas. Como organismo animal, intuye la clase de planeta al que ha ido a parar, la pesadilla, el frenesí demoníaco en el que la naturaleza ha dado rienda suelta a millones de apetitos de toda clase de organismos individuales, por no hablar de los terremotos y huracanes, que parecen tener sus propias bramantes apetencias. Cualquier cosa que se desarrolle placenteramente ha de estar siempre engullendo a otros. Los apetitos pueden ser inocentes, puesto que aparecen de forma natural, pero cada organismo atrapado en los muchos miles de cosas distintas de este planeta es una víctima potencial de esa misma inocencia y se retira de la vida por miedo a que esta pierda la suya propia. La vida puede succionarle, debilitar sus energías, anegarlo, desposeerle de su autocontrol, producir gran cantidad de experiencia con tal rapidez que le hará estallar; puede hacerle destacar entre los demás, llevarle a terrenos delicados, cargarle con nuevas responsabilidades que exigen una gran fortaleza para poderlas soportar, exponerle a nuevas contingencias, nuevas oportunidades. Sobre todo, existe el riesgo de equivocarse, de un accidente, de la posibilidad de una enfermedad y, por descontado, de la muerte que es la succión definitiva, la absoluta inmersión y negación.
La gran simplificación científica del psicoanálisis es el concepto de que la globalidad de las primeras experiencias es un intento del niño de negar la ansiedad que le produce su nacimiento, su temor a perder apoyos, a quedarse solo, indefenso y asustado. El carácter del niño, su estilo de vida, es la manera de usar el poder de los demás, el sostén que le proporcionan los objetos e ideas de su cultura para hacer desaparecer de su conciencia el hecho real de su impotencia primordial. No sólo su impotencia para evitar la muerte, sino la de permanecer solo, firmemente arraigado en sus propios poderes. Ante el terror al mundo, al milagro de la creación y al poder aplastante de la realidad, ni siquiera el tigre tiene un poder seguro y sin límites; mucho menos lo tiene el niño. Su mundo es un misterio trascendente; incluso sus padres, con los que mantiene una dependencia natural y segura, son milagros de primer orden. ¿De qué otra manera pueden aparecérsele? La madre es el primer pavoroso milagro que hechiza al niño durante toda su vida, tanto si vive en el entorno de su poderosa aura como si se rebela contra ella. La superordenación de su mundo se introduce en él en forma de semblantes fantásticos que le sonríen de cerca a través de unos dientes enormes y unos espantosos ojos en blanco que le atraviesan desde lejos con miradas incendiarias y amenazadoras. Vive en un mundo de máscaras kwakiutl[*] de su misma sangre que se burlan de su autosuficiencia. La única forma de estar seguro de contrarrestarlas sería sabiendo que es tan parecido a los dioses como ellas, pero no llega a saberlo nunca directa y claramente. No existe una respuesta cierta al pavoroso misterio de la faz humana que se escudriña en el espejo; ninguna respuesta, a cualquier precio, que provenga de la propia persona, de su propio centro. La propia cara puede ser divina por su apariencia milagrosa, pero carecemos de poderes para conocer su significado y de la divina energía que nos hubiese hecho responsables de su creación.
En este sentido, entendemos que, si el niño cediera ante el carácter todopoderoso de la realidad y la experiencia, no podría actuar con la ecuanimidad que necesitamos en nuestro mundo no instintivo. Por lo tanto, una de las primeras cosas que debe hacer el niño es aprender a “abandonar el arrobamiento”, actuar sin temor, olvidarse del miedo y los estremecimientos. Sólo entonces puede actuar con una cierta autoconfianza inconsciente, cuando ya se ha naturalizado con el mundo. Decimos “naturalizado”, pero lo que queremos decir es desnaturalizado, falseado tras una verdad opaca y turbia, con la desesperanza de la condición humana escondida, una desesperanza que el niño atisba en sus terrores nocturnos y en sus fobias y neurosis diurnas. Huye del desaliento construyendo defensas que le permitan tener un sentimiento básico de autoestima, de sentido pleno y de poder. Le dejan sentir que controla su vida y su muerte, que realmente vive y obra como un individuo libre y con voluntad, que posee una identidad irrepetible que ha construido a su medida, que es alguien, no simplemente un accidente tembloroso que ha germinado en un planeta invernadero al que Carlyle denominó para siempre «el vestíbulo de la muerte». Hemos llamado a nuestra manera de vivir una mentira vital y ahora podemos entender mejor por qué dijimos que es vital: es una necesaria y deshonestidad básica sobre uno mismo y la propia situación. Es en esta revelación donde realmente culmina la revolución del pensamiento de Freud; también es la razón fundamental por la que todavía nos afanamos contra Freud. No queremos admitir que somos poco honrados con la realidad, que la verdad es que no controlamos nuestras propias vidas. No queremos admitir que la verdad es que no estamos solos, que siempre confiamos en algo que nos transciende, algún sistema de ideas y poderes en que nos hallamos incrustados y nos sirve de apoyo. Este poder no siempre es evidente. No hace falta que sea un dios o una persona indiscutiblemente más fuerte: puede ser el poder de una actividad que nos absorba por completo, una pasión, la dedicación a un juego, una forma de vivir que, como una confortable tela de araña, nos mantiene con ánimos, alejados de nosotros mismos, del hecho de que no descansamos en nuestro propio centro. Todos tendemos a recibir apoyo de una forma que consigue que nos olvidemos de nosotros mismos, sin conocer cuáles son las energías que realmente utilizamos, la clase de mentira que hemos inventado para vivir seguros y serenos. San Agustín fue un maestro en el análisis de estas cuestiones, como lo fueron Kierkegaard, Scheler y Tillich en nuestros días. Todos vieron que el ser humano podía pavonearse y jactarse todo lo que quisiera, pero que, en realidad, sacaba su “valor para existir” de un dios, de una serie de conquistas sexuales, un líder político, una bandera, el proletariado, el talismán del dinero y el saldo de la cuenta bancaria.
Las defensas que constituyen el carácter de una persona son la base de un grandioso espejismo; cuando lo captamos, entendemos toda la dinámica humana. El ser humano se aparta de sí mismo, de su autoconocimiento y autorreflexión. Se siente impulsado hacia aquellas cosas que sostienen la mentira de su carácter, su ecuanimidad automática. Sin embargo, sus impulsos le llevan precisamente hacia esas cosas que le producen ansiedad, como si fuera una manera magistral de eludirlas; se pone a prueba enfrentándose a ellas, controlándolas al desafiarlas. Como nos enseñó Kierkegaard, la ansiedad es como un señuelo que se convierte en el acicate de gran parte de nuestra actividad energética: coqueteamos con nuestro propio desarrollo, pero, de nuevo, con deshonestidad. De ahí provienen muchas de las fricciones de nuestras vidas. Establecemos relaciones simbióticas para obtener la seguridad que necesitamos, para remediar nuestra ansiedad, nuestro aislamiento e impotencia. Estas relaciones, no obstante, también nos sujetan, nos esclavizan más aún porque sostienen la mentira que nos hemos labrado. Nos mantenemos crispados y en su contra para sentirnos más libres. Lo irónico del caso es que estamos sometidos a esta tensión sin cuestionarnos nada, luchando, dentro de nuestra propia coraza, por así decirlo, de este modo, intensificamos nuestra compulsión, la cualidad secundaria en nuestra lucha por la libertad. Incluso en nuestros flirteos con la ansiedad no somos conscientes de nuestros motivos. Buscamos estrés, forzamos nuestros límites, pero lo hacemos con nuestra mampara de protección contra la desesperanza, no con la propia desesperación. Lo hacemos jugando en Bolsa, comprando coches deportivos, lanzando misiles atómicos, ascendiendo por la escala del éxito en la competición universitaria. Lo hacemos en la prisión de nuestra pequeña familia, bien casándonos contra sus deseos, o eligiendo un modo de vida que les disgusta, o cualquier otra cosa similar. De ahí la complicada cualidad secundaria de toda nuestra compulsión. Hasta en nuestras pasiones somos niños de guardería que se entretienen con juguetes como si fuesen el mundo real. Aun cuando los juguetes se estrellan y nos cuestan nuestras vidas o nuestra cordura, se nos engaña con el consuelo de que estábamos en el mundo real en lugar de en un parque donde juegan los niños. Todavía no nos hemos encontrado con nuestro destino en nuestros propios términos varoniles en contienda con la realidad objetiva. Es desafortunado e irónico, el que la mentira que necesitamos para vivir nos condene a una vida que nunca es realmente nuestra.
Hasta la llegada del psicoanálisis moderno no hemos podido entender lo que los poetas y los sabios religiosos sabían desde hacía mucho tiempo: que la coraza de nuestro carácter es tan vital para nosotros que despojamos de ella podía significar arriesgarnos a morir o volvernos locos. No es difícil encontrar una explicación: si el carácter es una defensa neurótica contra el desaliento, y nos despojamos de esa defensa, admitimos la desesperación desbordante, la plena comprensión de la condición humana, lo que de verdad temen los seres humanos, aquello contra lo que luchan y hacia lo que son conducidos, o de lo que son alejados. Freud lo resumió maravillosamente cuando comentó en alguna ocasión que el psicoanálisis curaba el infortunio humano sólo para insertar al paciente en la vulgar mezquindad de la vida. Neurosis es otro término que describe una complicada técnica para eludir la desdicha, pero la realidad es la desdicha. Por ello, los sabios han insistido desde tiempos remotos en que para ver la realidad es necesario morir y renacer. La idea de la muerte y la reencarnación se planteó en la época chamanística, en el pensamiento Zen, en el estoico, en El Rey Lear de Shakespeare, así como en el judeocristianismo y en el pensamiento existencial contemporáneo. Pero hasta que no comenzó la psicología científica no lográbamos entender cuánto había en juego en la muerte y la reencarnación: el hecho de que el carácter de la persona era una estructura neurótica penetró directamente en el corazón de la humanidad. Como lo planteó Frederick Perls: «Sufrir la propia muerte y renacer no es fácil». Y no es fácil precisamente porque gran parte de uno mismo tiene que morir.
Me gusta cómo concibió Perls la estructura neurótica, como si fuera un edificio construido en cuatro estratos. Los dos primeros estratos son los cotidianos, las tácticas que aprende el niño para convivir en sociedad mediante el uso fácil de términos para ganarse una pronta aprobación, apaciguar a los demás y avanzar con ellos: son los estratos elocuentes, los de la vacua charlatanería de “clichés” y simulaciones sociales. Hay mucha gente que pasa el resto de su vida sin mirar lo que hay debajo. El tercer estrato es de difícil acceso; se trata del “impasse” que esconde nuestros sentimientos de vacuidad y soledad, los sentimientos auténticos que intentamos desterrar al construir nuestras defensas del carácter. Bajo este estrato, se encuentra el cuarto, el más desconcertante: es el de la muerte y el miedo a la muerte. Como ya hemos visto este es el estrato de nuestra verdad y de nuestra ansiedad animal básica, el terror que llevamos con nosotros en el fondo de nuestro corazón. Solamente cuando exploramos ese cuarto estrato, según Perls, llegamos al que podríamos llamar el de nuestro auténtico yo: lo que somos sin imposturas, sin disfraces, sin defensas contra el miedo[12].
A partir de este esquema de intrincados círculos de defensas que componen nuestro carácter, del escudo que protege nuestro palpitante temor a la verdad, podemos hacernos una idea del difícil, penosísimo y doloroso proceso del “todo o nada” que es la reencarnación psicológica. Y cuando hemos terminado con lo psicológico comienza lo humano: lo peor no es la muerte, sino la propia reencarnación. Ahí está el truco: ¿qué significa “volver a nacer” para un ser humano? Significa que por primera vez se está supeditado a la terrorífica paradoja de la condición humana, puesto que no se nace como un dios, sino como un ser humano, un dios gusano, o un dios que caga. Sólo que ahora sin el escudo neurótico que oculta toda la ambigüedad de la propia vida. Sabemos, pues, que cada auténtica reencarnación es una expulsión del paraíso, como lo atestiguan las biografías de Tolstoi, Péguy y otros. Asalta a personas duras como el granito, que se encuentran en los engranajes del poder, “seguras de su empuje”, y les hace temblar y llorar como a Péguy, cuando se quedó parado en el andén de una estación de autobuses de París con lágrimas amargas cayéndole por las mejillas mientras musitaba plegarias.
Fue Rank quien pronto reconoció que no se podía vencer la ansiedad terapéuticamente. Lo que nos quiso decir es que es imposible resistirse al horror de la propia condición sin ansiedad. Fue Andras Angyal quien llegó al fondo de la cuestión de la reencarnación psicoterapéutica cuando dijo que el neurótico al que se ha tratado terapéuticamente es como un miembro de Alcohólicos Anónimos: no puede dar por sentada su curación, y el mejor signo de la autenticidad de su curación es vivir con humildad[13].
Plenamente humanos y parcialmente humanos
Esta discusión saca a la luz una contradicción fundamental de la empresa terapéutica que no hemos ventilado lo suficiente. Nos detendremos en ella al final del libro, pero ahora hemos llegado al punto adecuado para introducir el tema. Se trata tan sólo de lo siguiente: ¿qué sentido tiene hablar de “disfrutar de la plenitud de la propia humanidad”, como Maslow y otros nos instan a hacer, si “la plenitud de la propia humanidad” significa una semi-adaptación primaria al mundo? Si uno puede liberarse de las cuatro capas del escudo neurótico, de la coraza que envuelve la mentira caracteriológica sobre la vida, ¿cómo puede hablarse de “disfrutar” esta victoria pírrica? Es cierto que la persona abandona algo restrictivo e ilusorio, pero sólo le sirve para encontrarse cara a cara con algo aún más terrible: la auténtica desesperación. La plenitud humana significa temor absoluto y estremecimiento, al menos durante una parte del tiempo en que se está despierto. Cuando se consigue que una persona se abra a la vida, se aleje de sus dependencias, de su seguridad automática camuflada en el poder de algún otro, ¿qué alegría se le puede ofrecer junto a la pesada carga de su soledad? Cuando se logra que una persona mire al Sol que cuece la carnicería diaria que se produce en la Tierra, los accidentes ridículos, la completa fragilidad de la vida, la impotencia de los que creía poderosos, ¿qué consuelo puede dársele desde un punto de vista terapéutico? A Luis Buñuel le gustaba introducir un perro loco en sus películas como contrapunto a la seguridad de la rutina diaria de nuestra represión vital. El significado de este símbolo es el de que sea lo que sea lo que los hombres pretenden, son sólo mordiscos accidentales a una falibilidad total. El artista disfraza la incongruencia, que es latido de la locura, pero es consciente de ello. ¿Qué haría la persona corriente si tuviese conciencia plena de lo absurdo? Ha moldeado su carácter con el propósito de que le sirva de pantalla protectora frente a los acontecimientos de la vida. Se trata de su tour-de-force específico que le permite pasar por alto las incongruencias, nutrirse de cosas imposibles, medrar en su ceguera. Culmina así una extraña victoria humana: la aptitud para estar orgulloso del terror. Sartre llamó al ser humano «pasión inútil» porque es un chapucero sin remedio, por lo engañado que vive sobre su verdadera condición. Quiere ser un dios con los pertrechos de un animal, y así proliferan sus fantasías. Como escribió Ortega en el epígrafe que hemos utilizado para ese capítulo, el ser humano usa sus ideas para la defensa de su existencia y para ahuyentar la realidad. Se trata de un juego serio, el de la defensa de la propia existencia, ¿cómo se le puede quitar a la gente y dejarla contenta?
Maslow habla muy convincentemente de «autorrealización» y del éxtasis de las «experiencias cumbre», en las que la persona llega a ver el mundo en todo su esplendor y sobrecogimiento y de cómo siente su propia expansión interna y el milagro de existir. Denomina a este estado «el proceso del conocimiento del ser», la apertura de la percepción a la verdad del mundo, una verdad oculta por las distorsiones neuróticas las ilusiones de protegerse a sí mismo contra experiencias abrumadoras. La idea es buena y correcta; se trata de la enseñanza para desarrollar la capacidad del «proceso del conocimiento del ser» con el fin de escapar de la unidimensionalidad de nuestras vidas, de la caverna de la seguridad que nos tiene prisioneros. Sin embargo, como la mayoría de las cuestiones humanas, es un triunfo paradójico. Maslow lo vio ya con claridad al hablar de «los peligros del proceso del conocimiento[14]». Maslow era demasiado abierto y claro de mente como para no darse cuenta de que el proceso de conocimiento del ser no tenía una cara oculta, pero no fue lo suficientemente lejos como para señalar cuál era esa peligrosa cara oculta que podía socavar nuestra posición en el mundo. Una vez más, repito que ver el mundo como en realidad es, resulta algo devastador y horrible. Con ello se consigue justo el resultado que el niño que va construyendo penosamente su carácter a lo largo de los años quiere evitar: convierte la actividad rutinaria automática, firme y segura de sí misma en un imposible. Hace que el hecho de vivir de forma despreocupada en el mundo de los humanos sea imposible. Deja a un animal tembloroso a merced del cosmos y del problema de su significado.
Hagamos un breve inciso para demostrar que esta opinión sobre el carácter no es algo que postularon unos existencialistas morbosos, sino que representa la nueva fusión acordada entre la psicología freudiana y postfreudiana. Se ha producido un cambio muy sutil y profundo en cuanto a la comprensión del desarrollo temprano del niño. Es un cambio que puede resumirse brevemente en la evolución de posiciones desde la psicología freudiana a la postfreudiana y, de nuevo, de vuelta a un freudianismo formal. Freud vio al niño como a un antagonista de su mundo, como alguien con impulsos agresivos y una sexualidad que quiere volcar en el mundo. Pero, al no conseguirlo, tiene que desarrollar frustraciones y satisfacciones que la substituyan. La frustración de esos impulsos en su infancia le conduce a tener tales residuos de amargura y antisociabilidad que el mundo se ha ido poblando de un tipo de animal al que le parece injusto lo que se le ha hecho y de lo que se le ha privado. En el fondo es un animal mezquino que se siente estafado por haber albergado sentimientos y deseos que se le han quedado atragantados. Aparentemente, puede que sea muy agradable, responsable y creativo, pero bajo todo ello no hay más que un residuo de basura que amenaza con estallar de repente; un residuo que, por cualquier circunstancia, de un modo u otro, puede agredir a los otros o a sí mismo.
La teoría freudiana de los instintos innatos pronto se vio minada en el ámbito de la psicología social y muy tardíamente en el del propio psicoanálisis. Se puso de moda una nueva visión de la infancia que se inclinaba a verla como neutral, libre de instintos y, sobre todo, maleable. Excepto en relación a algunos factores de constitución y de temperamento heredados, se consideró que el niño era una creatura totalmente configurada por su entorno. Desde esta óptica, se creía que los padres eran los responsables de las represiones infantiles, de las defensas del carácter que desarrollaba y del tipo de persona en que se convertía, puesto que le habían proporcionado un entorno al que le habían amoldado. Más aún: puesto que los padres se habían opuesto a la libre expansión natural y activa y le habían exigido que se rindiese al mundo, se les podía considerar básicamente culpables de cualquier deformación de su carácter. Si el niño no tenía instintos, al menos sí que tenía una enorme cantidad de energía libre y de inocencia corporal. Buscaba actividad y diversiones constantes, quería moverse a menudo en la plenitud del mundo, doblegarlo al máximo para su uso y placer. Buscaba expresarse con espontaneidad, sentir la mayor satisfacción en sus procesos corporales, obtener el mayor consuelo, entusiasmo y placer de los otros. Como esta expansión ilimitada es imposible, había que controlar al niño; los padres eran los controladores de su actividad. Cualquiera que fuesen las actitudes del niño hacia sí mismo, su cuerpo o su entorno, se consideraba que habían sido puestas en práctica a través de la experiencia con sus preparadores y con su entorno inmediato.
Esta fue la visión postfreudiana del desarrollo del carácter, la reacción contra el instintivismo freudiano. En realidad es prefreudiana y se remonta a la Ilustración, a Rousseau y a Marx. En los últimos años, la crítica más mordaz y elaborada de esta visión la proporcionó Norman O. Brown[15]. Los epítetos que utilizó contra Fromm y los neofreudianos eran verdaderamente amargos para tratarse de un libro que nos reconduce a Eros. Sin embargo, el gravamen de la crítica de Brown ha sido serio, a saber: que la situación del niño es imposible, que tiene que crear sus propias defensas contra el mundo, y hallar un modo de sobrevivir en él. Como vimos en el capítulo 3, los propios dilemas existenciales del niño le conducen a ello con independencia de sus padres. Sus “actitudes” provienen de su necesidad de adaptarse a la desesperada condición humana, no sólo de ponerse en sintonía con los caprichos de sus padres.
El estudioso de las ideas tiene derecho a preguntarse qué tipo de libro hubiese producido Brown con su brillantez si hubiese estudiado y asimilado a Adler y a Rank con el mismo rigor que tuvo por Freud. Al fin y al cabo, fueron Adler y Rank quienes comprendieron la situación desesperada del niño sin caer en la trampa freudiana de los instintos interiores o en el medioambientalismo facilón. Como lo planteó Rank de una vez por todas, para todos los futuros psicoanalistas y estudiosos del hombre:
[…] cada ser humano tiene […] la misma carencia de libertad, es decir, nosotros […] creamos […] una prisión a partir de la libertad[16]…
Lo que Rank criticaba era la visión rousseauniana de la persona nacida en libertad y posteriormente encadenada por la educación y la sociedad. Rank entendió que, ante la fuerza abrumadora del mundo, el niño no podía conseguir por sí mismo la resistencia y la autoridad necesarias para vivir una comunicatividad plena de horizontes ilimitados de percepción y experiencia.
Hemos llegado a una fase excepcional en el desarrollo del pensamiento psicoanalítico. Al equiparar plenamente la obra de Adler y Rank con la de Freud, el psiconálisis moderno ha podido conservar la redondez y sobriedad del maestro sin los errores, las formulaciones extremistas y el dogma del freudianismo estricto. A mi parecer, el libro de Brown constituye la afirmación de que el círculo entre los fundadores del psicoanálisis y el trabajo clínico y teórico más reciente se ha acabado de cerrar sin que se haya perdido nada esencial. Ocurre incluso en relación a la esquizofrenia, el síndrome que más podría justificar la acusación contra los padres de fracasar en la educación de un ser humano. Se ha producido un notable cambio de énfasis, una nueva conciencia de la dimensión trágica de la vida humana. Nadie lo ha resumido mejor que Harold Searles. Me gustaría citar extensamente su fidedigno testimonio personal, lleno de sensibilidad, y que considero de gran importancia desde el punto de vista histórico:
En Chestnut Lodge, la sesión de presentación de casos de una hora de duración dos veces a la semana normalmente tiene que ver con pacientes esquizofrénicos […]. Cuando este autor fue allí hace casi 12 años, los terapeutas que presentaban los casos —incluido el autor— tendían a dar una imagen totalmente negra, o casi negra, de las relaciones familiares en la infancia del paciente; la atmósfera que se respiraba en las presentaciones era la de la culpabilización de los padres más que ninguna otra cosa. Transcurridos los años, este autor se ha encontrado con que las presentaciones transmiten cada vez menos esa culpabilización y más la tragedia de la vida de los pacientes. Esta tragedia está tan relacionada con la vida de todos nosotros que, con frecuencia, las presentaciones son una experiencia profundamente cargada de dolor, tanto para el presentador como para la audiencia. Uno siente que la presentación de los profesionales proporciona en la actualidad una imagen más verdadera de la vida de los pacientes, una imagen que nos sacude con mayor profundidad que aquella teñida de culpa que se nos presentaba anteriormente[17].
La tragedia de la vida señalada por Searles es la que hemos discutido: la finitud humana, su horror a la muerte y el peso aplastante de la vida. El esquizofrénico siente todo esto más que nadie porque no ha logrado construir las defensas seguras que usa habitualmente una persona para negarlas. La desgracia del esquizofrénico es que se ha encontrado con una carga extra de ansiedades extras, culpabilidades e impotencias, lo que supone un entorno aún más impredecible y falto de apoyo. No está verdaderamente asentado en su cuerpo, ni tiene una base segura desde la que negociar el desafío y la negación de la naturaleza real del mundo. Los padres le han hecho un organismo sólidamente inepto. Tiene que arreglárselas con formas de vivir en el mundo especialmente ingeniosas y desesperadas que evitarán que la experiencia le desgarre por completo, puesto que ya se encuentra casi desgarrado. Confirmamos, pues, de nuevo, el punto de vista de que el carácter de una persona es una defensa contra la desesperanza, un intento de evitar la insania debida a la naturaleza real del mundo. Searles contempla la esquizofrenia en concreto como el resultado de la incapacidad para excluir al terror, como un estilo desesperado de convivir con este. Con franqueza, no conozco nada más convincente que pueda decirse sobre este síndrome; es un fallo en la humanización, lo que significa un fallo en negar con seguridad la situación real del ser humano en el planeta. La esquizofrenia es el test del caso límite para la teoría del carácter y de la realidad que hemos expuesto aquí: el fracaso en construir defensas dignas de confianza hace patente en la persona la verdadera naturaleza de la realidad. Es algo científicamente apodíctico. La creatividad de las personas situadas en el extremo esquizofrénico del continuo humano es una creatividad que surge de la incapacidad para aceptar la negación estandarizada de la naturaleza real de la experiencia. El precio de esta creatividad casi “extrahumana” es el de vivir al borde de la locura, algo que los humanos saben desde hace mucho tiempo. El esquizofrénico es sumamente creativo en un sentido casi extra humano porque está más allá del animal. Carece de la programación instintiva de los organismos inferiores y de la programación cultural estable de la persona media. No es asombroso que la persona normal y corriente le vea como a un “loco”: no pertenece a ningún mundo[*].
Conclusión
Vamos a cerrar esta larga discusión sobre la función del carácter yuxtaponiendo dos trozos de escritura poética y de visión interior separados por casi tres siglos. El primero, de Thomas Traheme, nos proporciona una preciosa descripción del mundo como se le aparece al niño antes de poder crearse reacciones automáticas. Traheme describe las impecables reacciones del infante:
Al principio todo parecía nuevo y extraño, indescriptiblemente singular, delicioso y bello […] El grano era trigo inmortal de Oriente que nunca debía recogerse, ni se había sembrado jamás. Pensaba que había estado desde toda la eternidad. El polvo de las piedras de la calle era tan precioso como el oro: las puertas eran el fin del mundo. Cuando vi los verdes árboles por vez primera a través de una de las verjas, me extasiaron y embelesaron. Su dulzor e inusual belleza hicieron saltar mi corazón y casi me enloquecieron de éxtasis: tan extrañas y maravillosas eran aquellas cosas. ¡Los Hombres! ¡Cuán venerables e ilustres creaturas parecían los ancianos! ¡Querubines inmortales! ¡Los jóvenes, relucientes y brillantes ángeles, y las doncellas raras figuras seráficas de vida y belleza! Los muchachos y las muchachas retozando y jugando en la calle eran joyas en movimiento. No sabía que eran nacidos y habían de morir […]. La ciudad parecía estar detenida en el Edén…
Podríamos llamarlo el paraíso de la prerrepresión. Pero Traherne continúa describiéndonos su caída del Edén con el desarrollo de las percepciones culturales y la negación del carácter impoluto de la realidad; y, como psicoanalista moderno en su primera época de, por ejemplo, Chestnut Lodge, acusa a los padres de la caída y entabla un proceso contra ellos:
Los pensamientos son la cosa más presente para los pensamientos y la mayor de las influencias. Mi alma sólo estaba presta y dispuesta para las grandes cosas; pero las almas son para las almas lo que las manzanas para las manzanas; si una está podrida, pudre a la otras. Cuando empecé a hablar y caminar nada tenía fuerza en mí, más que lo que estaba presente para mí en sus pensamientos. Nada se me presentaba tampoco de otro modo que del modo que lo era para ellos […]. De lo que no hablaban sólo existía la ausencia. Así es que entre mis compañeros de juego comencé a apreciar un tambor, un buen abrigo, un penique, un libro dorado […]. En cuanto a los Cielos, el Sol y las Estrellas, desaparecieron y no eran para mí más que desnudos muros. Tanto, que la rara riqueza de la invención humana, aprendida con más laboriosidad y en segunda instancia, venció por completo a la riqueza de la Naturaleza[18].
¿Qué falta en esta espléndida descripción de la caída del niño desde su percepción natural a la artificialidad del mundo cultural? Nada menos que lo que hemos citado como la gran fusión postfreudiana de la personalidad: la propia complicidad de Traheme en el proceso, su necesidad de la caída del estado de gracia para crecer, experimentar cambios sin ansiedad, protegerse contra el Sol, las Estrellas, los Cielos. Traherne no anota, por ejemplo, sus restantes reacciones iniciales a los gritos desgarradores de sus «compañeros de juego» mientras se cortaban las manos, o se daban golpes en las narices y en la boca y se salpicaban con extrañas gotas rojas que le llenaban las entrañas de terror. Dice que no sabía que habían de morir, que todos parecían inmortales: pero ¿fueron sus padres quienes trajeron la muerte al mundo? Esto era lo que le roía el alma, no por causa de sus padres, sino por la «riqueza del mundo». La muerte avanzaba en su percepción como un símbolo de formas complejas enfriando su espíritu. Así es que, para prohibir los hechos de la vida, Traheme tuvo que remodelar su paraíso, incluso dejándolo por ahí, en su memoria, como hacemos todos. Cierto es que la Tierra era el lugar de la belleza mística que describió, y que posteriormente Carlyle estuvo de acuerdo en que era «un templo místico», pero, al mismo tiempo, era «el vestíbulo de la muerte» que Traheme prefirió negar en sus memorias de infancia.
La totalidad de la condición humana es ese algo muy difícil de recuperar para el ser humano, que quiere un mundo seguro para su placer y culpar a los demás por su destino u Comparemos la conciencia del recorrido completo de la condición humana de un poeta moderno a la de Traherne. Marcia Lee Anderson nos cuenta brillantemente cómo se ha de vivir en «el vestíbulo de la muerte» y lo que hemos de hacer para protegemos.
Multiplicamos las enfermedades por gusto,
inventamos un horrible deseo, una vergonzosa duda,
nos entregamos al lujo del libertinaje, que propicia la noche,
La armamos buena en nuestro interior, y no lo remediamos.
¿Por qué hacerlo? Despojados de sutiles complicaciones,
¿Quién podría mirar al Sol si no es con miedo?
Este es nuestro refugio contra la contemplación,
Nuestro único refugio contra lo obvio y claro.
¿Quién se arrastraría afuera desde la más honda oscuridad
para mantenerse en pie indefenso a pleno sol?
No hay terror a la desviación tan seguro
Como el más lúcido terror de la desesperación
De saber cuán simple es nuestra más íntima necesidad,
cuán aguda e imposible de nutrir[19].
La ironía de la condición humana consiste en la necesidad más profunda de verse libre de la ansiedad de la muerte y la aniquilación, pero es la propia vida la que la despierta. Por ello, es mejor retraerse de estar plenamente vivos. Marcia Lee Anderson traza un círculo no sólo alrededor de Traherne, sino de Maslow, del psicoanálisis humanístico e incluso sobre el freudiano Norman O. Brown. ¿Qué demonios significa no estar nada reprimido, vivir en plena comunicación corporal y psíquica? Sólo puede significar renacer en la locura. Brown nos previene de la absoluta radicalidad de su lectura de Freud haciendo hincapié en que se ajusta decididamente a la visión de Ferenczi de que: «Los rasgos de carácter son, por así decirlo, psicosis secretas[20]». Se trata de una verdad científica que hace temblar; la subscribimos con Brown. Resultaba difícil llegar a un acuerdo sobre tal verdad en la época de Freud: algún día será algo seguro.
Sin embargo, la fría realidad que subyace a esta verdad es aún más inquietante y nos da la impresión de que no podemos hacer gran cosa con ella, ni que nunca vayamos a poder hacerlo. Quiero decir, que sin los rasgos de carácter tiene que haber una pura y manifiesta psicosis. Al final de este libro quiero resumir las contradicciones básicas de la argumentación de Brown sobre los nuevos humanos sin las defensas del carácter, su esperanza de un renacimiento de la humanidad en una «segunda inocencia». Por el momento es suficiente acogerse a la fórmula completamente científica de Marcia Lee Anderson: «Despojados de complicaciones sutiles (por ejemplo, de todas las defensas del carácter, como la represión, la negación y la defectuosa percepción de la realidad), ¿quién podría mirar al Sol si no es con miedo?».