6. EL PROBLEMA DEL CARÁCTER DE FREUD: NOCH EINMAL[*]
La sexualidad en general, no el mero erotismo anal, se ve amenazada con ser víctima de la represión orgánica debida a la adopción de la postura erecta por parte del ser humano y de la consiguiente disminución del sentido del olfato […]. Todos los neuróticos, y también muchos otros, se oponen al hecho de que «ínter urinas et faeces nascimur…»[*]. De modo que, mientras la raíz más profunda de la represión sexual avanza con la cultura, hemos de descubrir la defensa orgánica de la nueva forma de vida que comenzó con la postura erecta.
SIGMUND FREUD[1]
En unas pocas páginas, he intentado demostrar que Kierkegaard entendió el problema del carácter y del crecimiento humano con una agudeza que demostraba el extraordinario sello de su genialidad, que apareció mucho antes que la psicología clínica. Anticipó algunos de los fundamentos de la teoría psicoanalítica e incluso fue más allá de ella para abarcar el problema de la fe, y, de este modo también, la comprensión más profunda del ser humano. Uno de los propósitos de este libro es defender esta declaración. Es inevitable que parte de la defensa sea algún tipo de esquema del problema del carácter de Freud, como yo lo veo. Freud también llevó la teoría psicoanalítica hasta sus límites, pero no tocó el tema de la fe; su carácter debería explicamos, al menos en parte, sus razones.
El psicoanálisis como una doctrina sobre la creaturabilidad del ser humano
Una de las cosas sorprendentes respecto a la revolución freudiana en el pensamiento es que todavía no hemos podido digerirla, pero tampoco desoírla. El freudianismo se impone a la persona contemporánea vigilándola y oponiéndose a ella como si fuera un espectro acusador. En este sentido, como muchos han señalado, Freud fue como un profeta bíblico, un iconoclasta religioso que dijo una verdad que nadie quería oír y que nunca nadie querrá escuchar. Esa verdad es, como Norman Brown nos recordó, que Freud no se hacía ilusiones respecto a la condición básica de creatura; incluso citó a san Agustín[2]. Sobre el problema de la condición básica como creaturas, Freud era evidente que sentía una afinidad con una religión, de la cual, de no ser por esto, no hubiera tenido una opinión muy buena, por decirlo de una forma suave. No tenía muy buena opinión de ninguna religión y, sin embargo, en un asunto tan fundamental como la naturaleza básica del ser humano, podríamos ponerlo hombro con hombro con el agustiniano Kierkegaard.
Este es un tema de vital importancia; pues explica por qué el tremendo pesimismo y cinismo de Freud es todavía lo más contemporáneo de su pensamiento: es un pesimismo basado en la realidad, en la verdad científica. Pero aún explica mucho más. La obstinada insistencia de Freud en la creaturabilidad del ser humano explica casi por sí sola lo que no funciona en la teoría psicoanalista. Al mismo tiempo, con un ligero cambio de esta, como el que realizó primero Rank y ahora Brown, el énfasis psicoanalítico en la creaturabilidad emerge como la visión duradera del carácter humano.
Sobre el primer punto, la insistencia de Freud en la creaturabilidad como conducta instintiva, no se ha visto nada mejor reflejado en ninguna parte como en la autobiografía de Jung. Jung recuerda las dos ocasiones, en 1907 y 1910, en las que se dio cuenta de que nunca podría hacer las paces con Freud, porque jamás podría aceptar su teoría sexual. Voy a utilizar las propias palabras de Jung con cierta frecuencia para narrar este encuentro crítico en la historia del pensamiento, en la reunión de 1910 en Viena:
Recuerdo todavía, muy vivamente, cómo me dijo Freud: «Mi querido Jung, prométame que nunca desechará la teoría sexual. Es lo más importante de todo. Vea usted, debemos hacer de ello un dogma, un bastión inexpugnable». Me dijo esto apasionadamente y en un tono como si un padre dijera: «Y prométeme, mi querido hijo, ¡que todos los domingos irás a misa!». Algo extrañado le pregunté: «Un bastión, ¿contra qué?». A lo que respondió: «Contra la negra avalancha», aquí vaciló un instante y añadió: «del ocultismo». […] Lo que Freud parecía entender por “ocultismo” era, más o menos, todo lo que la filosofía y la religión, incluyendo la parapsicología, tenían que decir sobre la psique.
Y respecto a la anterior reunión, en 1907, Jung revela:
En especial, la postura de Freud respecto al espíritu me pareció muy cuestionable. Siempre que en una persona o en una obra de arte se manifestaba el lenguaje de la espiritualidad, le parecía sospechoso y dejaba entrever una «sexualidad reprimida». Lo que no podía explicarse directamente como sexualidad, lo caracterizaba como «psicosexualidad». Yo objetaba que su hipótesis, llevada a sus lógicas conclusiones, conducía a un juicio demoledor sobre la cultura. La cultura aparecía como una mera farsa, como fruto morboso de la sexualidad reprimida. «Ciertamente —asentía él—, así es. Ello es una maldición del destino contra la cual nada podemos hacer.» […] No cabía duda de que Freud estaba emocionalmente implicado en su teoría sexual en un grado muy elevado. Cuando hablaba de ella, su tono se volvía imperioso, casi ansioso […]. Una extraña expresión de gran conmoción se dibujaba en su rostro[3]…
Para Jung, esta actitud era inaceptable porque no era específica. A él, Freud le parecía que había abandonado su normalidad crítica y su carácter escéptico:
Para mí, la teoría sexual era igualmente «oculta», es decir, indemostrable, pura hipótesis, como muchas otras concepciones especulativas. Una verdad científica era para mí una hipótesis satisfactoria por el momento, pero no un artículo de fe para todos los tiempos[4].
Jung estaba confundido y le desagradaba este aspecto de Freud, pero hoy sabemos muy bien lo que estaba en juego. Freud, sin duda, creía ciegamente en que su auténtico talento, su más privada y querida imagen de sí mismo y su misión para ese talento, era decir las verdades sobre los peores aspectos de la condición humana. Él vio esas atrocidades como sexualidad instintiva y agresividad instintiva al servicio de dicha sexualidad. «¡Vaya sorpresa se llevarán cuando escuchen lo que tenemos que decirles!», le exclamó a Jung mientras contemplaban el perfil de la ciudad de Nueva York en 1909[5]. Lo “oculto” era todo aquello que mentía sobre la creaturabilidad básica del ser humano, todo aquello que pretendía convertir al ser humano en un altivo creador espiritual, cualitativamente diferente del reino animal. Este tipo de “ocultismo” autoengañoso y arrogante estaba arraigado en el espíritu humano, se trataba de un presuntuoso acuerdo social, que, durante demasiado tiempo, se había predicado en todos los ambientes y desde todos los púlpitos, tanto religiosos como seculares, y había velado el verdadero móvil del ser humano. Ahora, sólo el psicoanálisis podía atacar a esa antigua máscara, hacerla pedazos con un contradogma bien protegido dentro de un bastión. Ninguna otra cosa más débil serviría, nada que no fuera la autodecepción humana podría atacar a ese antiguo y formidable enemigo. Así, tenemos la emoción de las primeras súplicas de Freud a Jung, así como las serias, calculadas y demoledoras críticas de sus últimos escritos, como en el epígrafe de este capítulo. La identidad de su vida fue única e inquebrantable.
En la actualidad, está claro que Freud estaba equivocado respecto al dogma, como Jung y Adler supieron desde el principio. El ser humano no tiene instintos sexuales y agresivos innatos. Ahora, vemos más allá al nuevo Freud renaciendo en nuestros tiempos, que tenía razón en su obstinada dedicación en revelar la creaturabilidad humana. Su implicación emocional era correcta. Reflejaba las verdaderas intuiciones de un genio, aunque la contrapartida intelectual concreta de esa emoción —la teoría sexual— demostrara no ser cierta. El cuerpo del ser humano era «una maldición del destino», y la cultura se había creado basándose en la represión, no porque el ser humano fuera un buscador sólo de sexualidad, placer, de vida y de expansión, como pensaba Freud, sino porque también evitaba la muerte. La conciencia de la muerte es la represión primordial, no la sexualidad. Como Rank desarrolló libro tras libro y Brown ha vuelto a argüir recientemente, la nueva perspectiva del psicoanálisis es que su concepto más importante es la represión de la muerte[6]. Este es el verdadero aspecto creatural del ser humano, esta es la represión por excelencia sobre la que se funda la cultura, una represión única para el animal consciente de sí mismo. Freud vio esa maldición y dedicó su vida a desvelarla con todo el poder del que disponía. Pero irónicamente, se pasó por alto la razón científica exacta de esa maldición.
Esta es una de las razones por las que su vida justo hasta el final fue un diálogo consigo mismo sobre las causas reales de los móviles humanos. Freud intentó sacar el máximo de su trabajo, intentó hacer salir a la luz la verdad de la manera más clara y desnuda posible y, sin embargo, siempre parecía estar más velada, ser más compleja, más evasiva. Admiramos a Freud por su gran dedicación, por su voluntad de retractarse, por el intento estilístico en algunas de sus aserciones, por su constante revisión de algunas de sus nociones favoritas[*]. Le admiramos por sus artimañas, evasivas y sus dudas, porque parecen hacer de él un científico más sincero, que reflejaba genuinamente la infinita diversidad de la realidad. Pero eso es admirarle por la razón equivocada. Una de las razones básicas de sus propias distorsiones a lo largo de toda su vida fue que jamás abandonó del todo el dogma sexual, nunca vio o admitió claramente que el terror a la muerte era la represión básica.
El primer gran rechazo de Freud: la idea de la muerte
Sería demasiado complicado intentar buscar los orígenes de este problema utilizando los escritos de Freud como prueba. Antes hemos mencionado que en sus últimas obras se apartó de las rígidas formulaciones sexuales del complejo de Edipo y se decantó más hacia la naturaleza de la propia vida, hacia los problemas generales de la existencia humana. Podríamos decir que abandonó una teoría de la cultura del temor al padre para adoptar una de terror a la naturaleza[7]. Pero, como de costumbre, escurrió el bulto. Nunca se convirtió abiertamente en un existencialista, sino que permaneció fiel a su teoría del instinto.
Parece haber existido cierto rechazo en Freud; y sin pretender sondear sus escritos, creo que este puede revelarse en una idea clave. Esta es la idea más importante que emergió en sus últimos escritos, el «instinto de muerte». Tras leer su introducción a esta idea en Más allá del principio del placer, me parece ineludible la conclusión de que la idea del «instinto de muerte» fuera un intento de remendar la teoría del instinto o de la libido que se negaba a abandonar, pero que le estaba resultando muy incómoda y cuestionable para explicar la motivación humana. Empezaba a ser difícil mantener la casuística de la teoría de los sueños, de que todos los sueños, incluso los de ansiedad, son realizaciones de deseos[8]. Empezaba a ser difícil mantener la aserción fundamental del psicoanálisis de que el ser humano es puramente un animal buscador de placer[9]. Por otra parte, los terrores del ser humano, sus luchas contra sí mismo y los demás no eran fáciles de explicar como un conflicto instintivo entre la sexualidad y la agresividad, especialmente cuando se creía que el individuo era alimentado por Eros, por la libido, por la burda fuerza vital que busca su propia satisfacción y expansión[10]. La nueva idea de Freud del «instinto de muerte» fue un instrumento que le permitió mantener intacta su anterior teoría del instinto, ahora atribuyendo el mal humano a un substrato orgánico más profundo que el mero conflicto del ego con la sexualidad. Entonces, mantuvo que existía una inclinación innata tanto hacia la muerte como hacia la vida; así, pudo explicar la violencia de la agresividad humana, el odio y el mal de un modo nuevo —aunque todavía biológico—: la agresividad humana se produce por una fusión del instinto a la vida y del instinto de muerte. El instinto de muerte representa el deseo del organismo de morir, pero el organismo puede salvarse de su propio impulso hacia la muerte redireccionándolo hacia afuera. El deseo de morir se substituye, pues, por el deseo de matar, y el ser humano vence su propio instinto de muerte matando a los demás. Aquí nos encontramos de nuevo ante un nuevo dualismo simple que ordenaba la teoría de la libido, que le permitió a Freud conservarla como el bastión de su tarea profética, para proclamar que el ser humano estaba firmemente arraigado en el reino animal. Freud pudo de este modo seguir manteniendo su lealtad básica a la fisiología, la química, la biología y a sus esperanzas de una ciencia reduccionista de la psicología simple y absoluta[11].
Hay que reconocer que, al hablar de aminorar el instinto de morir mediante el asesinato de otros, Freud halló la conexión entre la propia muerte y las carnicerías practicadas por la raza humana. Pero la consiguió al precio de interponer constantemente los instintos en las explicaciones de la conducta humana. De nuevo vemos cómo la fusión de una revelación verdadera con una explicación falaz ha hecho que fuera tan difícil comprender a Freud. Parece que no fue capaz de llegar al plano existencialista realmente directo de la explicación, para establecer tanto la continuidad del ser humano como su diferenciación de los animales inferiores, al basarse en su protesta contra la muerte, en lugar de hacerlo en la de su impulso instintivo hacia ella. La atrocidad de la agresividad humana, la facilidad con la que el animal regido por Eros acaba con la vida de otros seres vivos, quedaría explicada mediante esta teoría de una forma aún más sencilla y directa[12]. Matar es una solución simbólica a una limitación biológica; es el resultado de la fusión del plano biológico (ansiedad animal) con el simbólico (miedo a la muerte) en el animal humano. Como veremos en la siguiente sección, nadie explicó esta dinámica de forma más elegante que Rank: «el miedo a la muerte del ego es aliviado mediante el asesinato, el sacrificio, del otro; a través de la muerte del otro, uno compra su libertad de la pena de muerte, de ser asesinado[13]».
Las tortuosas formulaciones de Freud sobre el instinto de muerte, ahora se pueden relegar sin más a la papelera de la historia. Sólo son de interés si se contemplan como los ingenuos esfuerzos de un entregado profeta para mantener intacto su dogma básico. Pero la segunda conclusión que sacamos de las tareas de Freud sobre este problema es mucho más importante. A pesar de todas sus tendencias hacia la idea de la muerte, la situación de impotencia en la infancia, el terror real al mundo exterior y similares, Freud no sintió la necesidad de que ocuparan un lugar importante en su pensamiento. No necesitó modificar su visión del ser humano, como buscador de placer sexual, para adoptar la del animal aterrado que evita la muerte. Lo único que tuvo que hacer fue decir que el ser humano llevaba inconscientemente la muerte en su interior como parte de su biología. La ficción de la muerte como un “instinto” le permitió mantener, al margen de sus formulaciones, el terror a la muerte como un problema humano primario del dominio del ego. No le hizo falta decir que la muerte estaba reprimida pues el organismo la llevaba de forma natural en sus procesos[14]. En esta hipótesis, no supone un problema humano general, mucho menos el problema humano por excelencia, sino que está transformado de manera mágica, como Rank lo expuso sucintamente, «de una necesidad no deseada a una meta instintiva deseada». A esto añade que «la naturaleza complaciente de esta ideología no podía afrontar ni la lógica ni la experiencia durante mucho tiempo[15]». De este modo, como dice Rank, Freud se deshizo del «problema de la muerte» y lo convirtió en un «instinto de muerte»:
[…] incluso cuando por fin tropezó con el ineludible problema de la muerte, buscó también darle un nuevo significado que estuviera en armonía con el deseo, puesto que habló del instinto de muerte en lugar del temor a la muerte. Entretanto, él ya se había deshecho del miedo en alguna otra parte, donde no fuera tan peligroso […]. [Él] convirtió el miedo general en un miedo sexual [miedo a la castración] […] [y luego buscó] curar este miedo a través de liberar la sexualidad[16].
Esta es una soberbia crítica del psicoanálisis, incluso en nuestros días. Rank se lamentaba:
Si nos hubiéramos aferrado al fenómeno, habría sido imposible comprender cómo una discusión sobre el impulso a la muerte podría descuidar el miedo universal y fundamental a ella hasta el grado en que se produce en la literatura psicoanalítica[17].
La literatura psicoanalítica permaneció prácticamente muda respecto al miedo a la muerte casi hasta finales de los treinta y la Segunda Guerra Mundial. Y la razón fue, como dijo Rank: ¿cómo podía la terapia psicoanalítica curar científicamente el terror a la vida y a la muerte? Pero sí podía curar los problemas sexuales que ella misma planteaba[18].
No obstante, lo que más se acerca al tema de nuestra discusión es si la ficción del instinto de muerte reveló algo en la actitud personal de Freud respecto a la realidad. Rank opina que sí, al mencionar la «amenazadora» naturaleza del miedo a la muerte —amenazadora, no sólo para la teoría sistemática de Freud, hemos de suponer—. Otro escritor también dice que es muy probable que la idea de la muerte como una meta natural de la vida hubiera aportado algo de paz a Freud[19]. Y así volvemos al carácter personal de Freud y a cualquier elucubración que podamos realizar sobre él, especialmente en relación al problema más fundamental y aterrador de la vida humana.
Afortunadamente, gracias en gran medida a la entregada labor bibliográfica de Ernest Jones, contamos con una imagen bien documentada de Freud como hombre. Conocemos las migrañas que padeció toda su vida, su sinusitis, sus problemas de próstata, sus largos períodos de estreñimiento, su compulsión por fumar puros. Tenemos una idea de cómo desconfiaba de las personas que le rodeaban, de su exigencia de lealtad y reconocimiento por su antigüedad y prioridad como pensador; de lo despiadado que era con los desertores como Adler, Jung y Rank. Su famoso comentario sobre la muerte de Adler es absolutamente cínico:
Para un muchacho judío de un suburbio vienés, morir en Aberdeen supone de por sí una carrera sin precedentes, y una prueba de lo lejos que había llegado. El mundo realmente le recompensó con generosidad por su servicio de contradecir al psicoanálisis[*].
Especialmente en sus primeros años, Freud trabajó con frenesí. Este tipo de frenesí requiere cierta atmósfera laboral —y Freud no dudó en estructurar sus relaciones familiares para que se adaptaran a su trabajo de un modo verdaderamente patriarcal. Al mediodía, a la hora de comer tras sus entrevistas psicoanalíticas observaba un estricto silencio, pero les obligaba a todos a estar presentes; si había una silla vacía, gesticulaba interrogativamente a Martha respecto a la ausencia. La actitud servil y entregada de su hija Anna le alarmó incluso a él, y mandó que la analizaran; es como si no fuera consciente de que su propia puesta en escena de su grandeza en la familia no podía dejar escapar a los suyos. Sabemos que hizo sus largos viajes de vacaciones con su hermano pero jamás con su esposa, y en docenas de formas organizó su vida para que reflejara su propio sentido de tener una misión y un destino histórico.
Nada de esto es excepcional: no es más que cotilleo interesante respecto a un gran hombre. Lo menciono sencillamente para demostrar que Freud no fue ni mejor ni peor que otros hombres. Parece que mostró más narcisismo que la mayoría, pero su madre le había educado de ese modo, como el objeto especial de su atención y de sus más grandes esperanzas; ella le llamó “mi dorado Sigi” hasta su muerte. Todo su estilo de vida fue como una obra dramática de acuerdo al modo en que siempre había sido tratado. No cabe duda de que la actitud de su madre le había aportado una fuerza añadida, como él mismo remarcó; y soportó su cáncer incurable, con sus horribles y dolorosos efectos, con una admirable dignidad y paciencia. Pero, de nuevo, ¿es esto tan extraordinario? Una vez alguien le alabó el coraje de Franz Rosenzweig para soportar su parálisis total. Y Freud le respondió: «¿Qué otra cosa puede hacer?». La misma observación puede hacerse de Freud, como de todas las personas que sufren una enfermedad. En cuanto a su dedicación al trabajo, escribir hasta el final tomando la menor dosis de medicamentos posible a pesar de sus dolores, ¿no prosiguió Georg Simmel hasta el final con su cáncer, rechazando también la medicación porque ofuscaba su mente? Sin embargo, nadie piensa que Simmel tuviera un temperamento especialmente fuerte. Este tipo de valor no es inusual en personas que se consideran figuras históricas; la imagen que tienen de sí mismas acompaña la necesaria dedicación al trabajo que les concederá la inmortalidad; ¿qué es el dolor en comparación con eso? Creo que podemos concluir justamente que en todo esto apenas había algo en Freud que le distinguiera de los demás hombres. Freud en su egocentrismo; Freud en su casa llevando la voz cantante y organizando la vida familiar en torno a su trabajo y ambiciones; Freud en su vida interpersonal, intentando influir y coaccionar a los demás, exigiendo una estima y lealtad especial, desconfiando de los otros, fustigándoles con cortantes y denigrantes epítetos; en todo esto, Freud es como todas las personas, al menos como todas las personas que poseen el talento y el estilo para crear el escenario que les gustaría.
Pero Freud no era el hombre “inmediato”, que se lanza de cabeza a hacer las cosas sin reflexionar. En las formas que acabamos de exponer era una persona ordinaria; en un aspecto fue extraordinario, y eso fue lo que alimentó directamente su genialidad: era autoanalítico hasta la saciedad, levantó el velo de sus propias represiones e intentó descifrar sus motivaciones más profundas hasta el final de sus días. Con anterioridad, hemos señalado lo que el instinto de muerte podía haber supuesto personalmente para Freud, y este tema está todavía en el aire. A diferencia de la mayoría de las personas, Freud era consciente de su muerte como un problema muy personal e íntimo. Durante toda su vida, padeció el acecho de la ansiedad por la muerte y admitió que no pasó ni un día sin que pensara en ella. Esto es muy inusual en el género humano, y es aquí donde creo que justificadamente podemos buscar pistas sobre la orientación especial de Freud respecto a la realidad y a un “problema” único para él. Si conseguimos indicios de dicho problema, creo que podremos utilizarlos para aclarar la estructura general de su obra y sus posibles límites.
Las experiencias de Freud parecen demostrar dos enfoques diferentes ante el problema de la muerte. El primero es lo que podríamos denominar una rutina bastante compulsiva, un juego mágico con dicha idea. Por ejemplo, parece que estuvo jugando con la fecha de su muerte durante toda su vida. Su amigo Fliess jugaba místicamente con los números, y Freud creyó en sus ideas. Cuando Fliess predijo la muerte de Freud a los 51 años, según sus cálculos, este “pensó que era más probable que muriera en la década de los cuarenta de hernia de corazón[20]”. Cuando sobrepasó los cincuenta y uno sin percances, “Freud adoptó otra creencia supersticiosa, que moriría en el mes de febrero de 1918[21]”. Freud escribió a menudo a sus discípulos y habló con ellos respecto a su envejecimiento, a su falta de ganas de vivir. Sobre todo temía marcharse antes que su madre, porque le aterraba que ella le viera morir, pues eso la haría sufrir. Tuvo miedos similares respecto a morir antes que su padre. Incluso cuando era jo ven, tenía la costumbre de despedirse de los amigos diciendo: «Adiós, puede que nunca me vuelvas a ver».
¿Qué sacamos de todo esto? Creo que es una forma muy rutinaria y superficial de tratar el problema de la muerte. Todos estos ejemplos parecen reducirse a “juegos de control mágicos”. La preocupación de Freud por su madre parece un desplazamiento transparente y una racionalización: «Mi muerte no me aterra, lo que me aterra es el pensamiento del dolor que le causaría a ella». Nos asusta el vacío, el hueco que dejaremos cuando desaparezcamos. No es fácil enfrentarse a eso, pero sí es más llevadero enfrentarse al sufrimiento de otra persona por nuestra desaparición. En lugar de experimentar el terror desnudo de perdernos a nosotros mismos como un objeto que desaparece, nos aferramos a la imagen de otra persona. Nada hay de complicado en el uso que hace Freud de estas herramientas intelectuales.
Pero hay también otro aspecto de la respuesta de Freud al problema de la muerte que es muy confuso. Según su biógrafo Jones, Freud estaba sujeto a ataques de ansiedad periódicos en los que la ansiedad se identificaba como un temor real a morir y a viajar en ferrocarril[22]. En sus ataques de pánico a la muerte se veía agonizando y escenas de despedida[23]. Ahora bien, este es un asunto bastante distinto a los compulsivos juegos mágicos con la idea de la muerte. Aquí, Freud no parece haber reprimido el pensamiento de su propia desaparición y haberle respondido con total ansiedad emocional. El tren de la ansiedad es, por supuesto, un ligero desplazamiento, pero no tan descontrolado como una fobia, según afirma Jones[24].
Enseguida se verán los problemas que plantea esta línea de especulación. Es imposible ser claro respecto a estas cosas cuando estás tratando con ellas a semejante distancia, con palabras impresas en lugar de hacerlo con la persona en vivo. No sabemos con certeza cómo funciona la mente en relación a la emoción, lo hondo que calan las palabras al tratar con la realidad o con las represiones. Unas veces, el mero hecho de admitir una idea en la conciencia es experimentar esa idea vitalmente. Otras veces, admitir una ansiedad, aunque sea profunda, no tiene por qué suponer su experiencia real, al menos no la experiencia profunda, pues puede que haya otra cosa que le esté preocupando. Los psicoanalistas hablan de la ansiedad sin conmoverse. ¿Podemos admitir el terror a la muerte sin experimentarlo en planos más profundos? ¿Hasta qué punto puede haber una racionalización parcial aunque sólo sea de la ansiedad más profunda? ¿Cambian estas relaciones según la etapa de la vida en la que se encuentra una persona, según el estrés al que esté sometida?
En el caso de Freud no hay modo de aclarar estos temas. El propio Jones está bastante confundido por las distintas formas de reaccionar de Freud ante el problema de la muerte; por una parte, ataques de ansiedad y, por la otra, resignación heroica. En su intento de comprenderlos dice:
Freud siempre se enfrentó con gran valor a cualquier peligro real en su vida, lo que prueba que su temor neurótico a la muerte debió tener otro significado, aparte del literal[25].
No es necesario que nos enfrentemos al peligro real de una enfermedad conocida, como hizo Freud, porque eso nos da un objeto, un adversario, algo contra lo que hacer acopio de fuerzas; la enfermedad y la muerte siguen siendo procesos de vida en los que todos estamos involucrados. Pero, desvanecerse, dejar un vacío en el mundo, desaparecer en el olvido, eso es algo bastante distinto.
Sin embargo, la afirmación de Jones nos ofrece una clave real respecto a Freud porque, me parece, que lo que está diciendo es que existe una diferencia entre el hecho de la muerte y su justificación. Puesto que nuestra vida es un estilo o un escenario con el cual uno intenta negar el olvido y extenderse más allá de la muerte en formas simbólicas, a menudo no nos damos cuenta del hecho de nuestra muerte porque nos las hemos arreglado para rodearla de significados más elevados. De acuerdo con esta distinción, podemos decir algunas cosas inteligibles respecto a la ansiedad de Freud por la muerte. Podemos intentar entender qué era lo que le preocupaba, a través de claves extraídas de su estilo de vida en general, en lugar de hacerlo mediante el infructuoso método de especular sobre la profundidad del contacto de sus pensamientos con sus emociones.
El segundo gran rechazo de Freud
La primera cosa que parece emerger con claridad respecto a la postura de Freud en cuanto a la realidad es que, al igual que muchos hombres, tuvo muchos problemas para someterse. No se sometía ni al mundo ni a otras personas. Intentó mantener un centro de gravedad dentro de sí mismo, sin descontrolarse, y situar ese centro en otra parte, como se evidencia en sus relaciones con sus discípulos, con los desertores y con las amenazas externas de cualquier tipo. Durante la invasión nazi, su hija se preguntaba por qué no se suicidaban todos, Freud le respondió del modo que le caracterizaba: «Porque eso es justa mente lo que quieren que hagamos».
Pero Freud era ambivalente respecto al sometimiento. Hay muchas razones para sugerir que jugó con esa idea. Una anécdota muy significativa es su comentario cuando llegó sin problemas la fecha supersticiosa que él había fijado para su muerte, en el mes de febrero de 1918. Dijo: «Esto demuestra lo poco que se puede confiar en lo sobrenatural[26]». Este es un maravilloso ejemplo de cómo podemos jugar con una idea de sumisión a leyes y poderes superiores, pero sólo en nuestra propia mente, engañándonos, a la vez que permanecemos emocionalmente alejados e inflexibles. Pero también existen otros informes que sugieren que Freud no sólo jugó con el sometimiento, sino que en realidad anhelaba poder cambiar su centro a otro lugar. Una vez, mientras hablaban de los fenómenos psíquicos, Jones hizo la siguiente observación: «Si pudiéramos creer en los procesos mentales que flotan en el aire, podríamos llegar a creer en los ángeles». En ese momento, Freud zanjó la discusión con el comentario: «¡Así es!, incluso der liebe Gott» (el querido Dios). Jones prosigue diciendo que las palabras de Freud fueron pronunciadas en un tono jocoso, casi de prueba. Aunque Jones estaba claramente harto de la forma en que el maestro abordaba el problema de una creencia en Dios sin una postura negativa firme. Él nos cuenta: «[…] su mirada reflejaba una búsqueda, y me marché no del todo satisfecho, a menos que también existiera un sentido algo más serio[27]».
En otra ocasión, Freud conoció a una hermana de un antiguo paciente que había muerto hacía un tiempo. La hermana se parecía a su fallecido hermano, y un pensamiento espontáneo se cruzó por la mente de Freud: «Al fin y al cabo, es cierto que los muertos pueden regresar». Zilboorg, en su importante disertación sobre Freud y la religión, hace el comentario siguiente respecto a este episodio, así como sobre toda su ambivalente postura hacia lo sobrenatural:
Aunque Freud contaba que este pensamiento iba seguido inmediatamente de una sensación de vergüenza, es innegable el hecho de que había un fuerte “elemento” emocional en Freud que rozaba la superstición, después de la creencia en la inmortalidad física del ser humano sobre la Tierra.
También es obvio que Freud luchó deliberadamente contra ciertas tendencias espirituales en su interior […]. [Él] parece haber estado en un estado de búsqueda y conflicto doloroso donde el erudito positivista (consciente) y el creyente potencial (inconsciente) mantenían una lucha abierta[28].
Zilboorg llega a la siguiente conclusión respecto a estas tendencias espirituales, conclusión que apoya nuestra visión de que Freud jugaba con ambivalencia a someterse a los poderes trascendentes y que estaba muy tentado en ese sentido:
Estas tendencias intentaron autoafirmarse mediante el conocido mecanismo de distorsión y elaboración secundaria, descrito por Freud como una característica de lo inconsciente y de los sueños. La tendencia adoptó la forma de pequeñas supersticiones ansiosas, de creencias involuntarias e irracionales en lo que en la jerga común se denomina espiritualismo[29].
En otras palabras, Freud dio tanta rienda suelta a sus tendencias espirituales como se lo permitió su carácter, sin tener que rehacer sus bases. Lo máximo que pudo hacer fue entregarse a las supersticiones comunes. Creo que su conclusión está fuera de discusión basándonos sólo en el relato de Jones; pero también contamos con la admisión del propio Freud: «mi propia superstición tiene sus orígenes en la ambición reprimida (inmortalidad)…»[30]. Es decir, tiene sus raíces en el problema estrictamente espiritual de trascender la muerte, problema que para Freud era una característica de la ambición, de la lucha y no de la confianza o la entrega.
La siguiente cuestión lógica y vital es esta: ¿qué es lo que hace que el asunto de la entrega sea ambivalente, tan difícil para Freud? La misma razón que para todas las personas. Someterse supone dispersar tu propio centro afianzado, bajar la guardia, la coraza del carácter, admitir la falta de autosuficiencia. Y este centro afianzado, esta guardia, esta coraza, esta supuesta autosuficiencia son las cosas que componen todo el proyecto de ser mayor de edad desde la infancia hasta la etapa adulta. Aquí hemos de recordar nuestra disertación del capítulo 3, donde vimos que la tarea básica que la persona evita es convertirse en su propio padre, lo que Brown tan acertadamente denomina «proyecto Edipo». La pasión causa-sui es una fantasía energética que encubre el estruendo de la creaturabilidad fundamental humana, o lo que ahora podríamos denominar con más precisión, su desesperada incapacidad para centrarse genuinamente en sus propias energías a fin de asegurarse la victoria de su vida. Ninguna creatura puede asegurar esto, y el ser humano sólo puede intentar hacerlo en su fantasía. La ambivalencia de este proyecto causa-sui se basa en la omnipresente amenaza de la realidad que atisba con su mirada. Siempre sospechamos que, en el fondo, estamos indefensos y que somos impotentes, pero hemos de protestar contra ello. Los padres y las madres siempre proyectan su sombra. ¿Cuál es, pues, el problema de la rendición? Representa nada más y nada menos que el abandono del proyecto causa-sui, la aceptación emocional más profunda, completa y total de que no existe fuerza en nuestro interior, ni poder que pueda soportar la superfluidad de la experiencia. Rendirse es admitir que la ayuda ha de venir desde fuera de uno mismo y que la justificación para la propia vida ha de proceder totalmente de alguna red autotrascendente en la que uno consienta estar suspendido —como un bebé en su mecedora, con la mirada helada ante su impotencia, dependiente de la admiración de una madre que le hace arrullos.
Si el proyecto causa-sui es una mentira que resulta demasiado dura de aceptar, porque te devuelve a la cuna, será una mentira que se cobrará su minuta cuando intentemos evitar la realidad. Esto nos devuelve al centro mismo de nuestra discusión sobre el carácter de Freud. Ahora, podemos hablar con propiedad sobre el diseño de su proyecto causa-sui y podemos conectarlo con su negativa absoluta de la amenazadora realidad. Me estoy refiriendo, por supuesto, a las dos ocasiones en que Freud se desmayó. El desmayo representa, como ya sabemos, la negación más rotunda, el rechazo o incapacidad para seguir consciente ante una amenaza. Las dos ocasiones en que un gran hombre pierde por completo el control de sí mismo han de contener alguna inteligencia vital respecto a la verdadera naturaleza de su problema con la vida. Afortunadamente, contamos con los informes de primera mano de Jung sobre ambos incidentes, y me gustaría citarlos enteros.
El primer desmayo sucedió en Bremen en el año 1909 mientras Freud y Jung iban de camino hacia Estados Unidos para impartir unas conferencias sobre su trabajo. Jung dice que este incidente fue provocado —indirectamente— por su interés por las «momias de los pantanos»:
Yo sabía que en ciertas regiones del Norte de Alemania se habían hallado las llamadas momias de los pantanos. Son en parte cadáveres de hombres prehistóricos que se ahogaron en los pantanos, o fueron enterrados allí. El agua del pantano contiene ácidos húmicos, que deshacen los huesos y curten la piel de tal modo que esta, así como los cabellos, quedan perfectamente conservados […].
Estas momias de los pantanos, sobre las cuales había yo leído algo, me vinieron a la memoria cuando estábamos en Bremen, pero estaba algo “confundido” y ¡las había tomado por las momias de las cámaras de plomo de la ciudad! Mi interés irritó a Freud. «Pues, ¿qué le pasa a usted con estas momias?», me preguntó varias veces. Se disgustó mucho y durante una conversación sobre ello en la mesa sufrió un desmayo repentino. Después me dijo que estaba convencido de que esta charla sobre las momias significaba que yo le deseaba la muerte[31].
El segundo incidente de desmayo ocurrió en 1912, en una ocasión en la que se celebraba un congreso especial, que reunió a Freud y a algunos de sus seguidores en Múnich. Este es el relato personal de Jung sobre el incidente:
Alguien dirigió la conversación hacia Amenofis IV (Akenatón). Se recalcó que su actitud hostil hacia su padre le llevó a destruir las inscripciones de las estelas funerarias y que detrás de su gran intuición de una religión monoteísta se ocultaba su complejo de padre. Esto me irritó e intenté explicar que Amenofis fue un hombre genial y profundamente religioso, cuyos hechos no pueden explicarse por antagonismos personales contra su padre. Por el contrario, honró la memoria de su padre, y su celo destructor se orientó exclusivamente contra el nombre del dios Amón, que hizo suprimir en todas partes, y por supuesto quitó también de las inscripciones funerarias de su padre la palabra Amón-hotep. Además, también otros faraones hicieron substituir en los monumentos y en las estatuas los nombres de sus antepasados, por el suyo propio, dado que se sentían con derecho a hacerlo, por ser encamaciones del propio Dios. Pero, ellos no instauraron ningún estilo nuevo ni ninguna nueva religión.
En ese instante, Freud cayó desmayado de su silla[32].
Los desmayos en relación con el problema de la vida de Freud
Ha habido muchas interpretaciones sobre el significado de estos episodios de desmayos por parte de muchos estudiosos sensatos de la vida de Freud, tanto Freud como Jung dieron sus propias interpretaciones. Insisto en este tema no sólo porque puede desvelar el problema del carácter de Freud, sino porque, a mi entender, confirma, mejor que ninguna otra cosa, toda la visión postfreudiana del ser humano que hemos esbozado en los cinco primeros capítulos. Conseguimos la comprensión más clara cuando podemos reflejar abstracciones en el espejo vivo de la vida de un gran hombre.
Fue Paul Roazen quien, en su reciente y brillante interpretación, reveló el significado principal de estos desmayos-sortilegios[33]. Al igual que Rank, Roazen comprendió que el movimiento psicoanalítico fue en su totalidad el proyecto causa-sui distintivo de Freud; fue su vehículo personal para el heroísmo, para la trascendencia de su vulnerabilidad y limitaciones humanas. Como veremos en los siguientes capítulos, Rank fue el que demostró que el verdadero genio tiene un tremendo problema que las demás personas no tienen. Tiene que ganarse su valor como persona con su trabajo, lo que significa que este ha de llevar la carga de justificarlo. ¿Qué significa “justificar” para el ser humano? Significa trascender la muerte haciendo méritos para la inmortalidad. El genio repite la inflación narcisista del niño; vive la fantasía del control de la vida y de la muerte, del destino, en el “cuerpo” de su obra. El carácter exclusivo del genio también corta con sus raíces. Es un fenómeno que no fue presagiado; no parece tener ningún rasgo de las cualidades de los demás; parece haberse autogenerado de la naturaleza. Podríamos decir que posee el más puro proyecto causa-sui: en realidad no tiene familia, es su propio padre. Como indica Roazen, Freud había dejado tan atrás su familia natural que no es extraño que consintiera en fantasías de autocreación: «Freud regresó una y otra vez a la fantasía de haber sido educado sin padre[34]». Ahora bien, no puedes convertirte en tu propio padre hasta que puedes tener tus propios hijos, como bien dice Roazen; y los hijos naturales no servirán, porque estos carecen de las «cualidades de inmortalidad asociadas a la genialidad[35]». Esta formulación es perfecta. Luego, Freud tuvo que crear toda una nueva familia —el movimiento psicoanalítico— que sería su vehículo distintivo para la inmortalidad. Cuando murió, el genio del movimiento aseguró su recuerdo eterno y, con ello, una identidad eterna en las mentes de las personas y en los efectos de su obra en la Tierra.
Pero, ahora veamos el problema del proyecto causa-sui del genio. En el proyecto normal de Edipo, la persona interioriza a los padres y al superego que estos encaman, es decir, a la cultura en general. Sin embargo, el genio no puede hacer esto porque su proyecto es único, no puede ser llevado a cabo por los padres o por la cultura. Está especialmente creado por una renuncia a los padres, la renuncia de lo que representan e incluso de sus propias personas físicas —al menos en la fantasía—, pues no parece haber nada en ellos que haya producido al genio. Aquí vemos de dónde saca el genio su carga extra de culpabilidad: ha renunciado al padre tanto física como espiritualmente. Este acto le produce una ansiedad extra porque ahora es vulnerable en su oportunidad y no tiene a nadie en quien respaldarse. Está solo en su libertad. La culpa es una función del miedo, como dijo Rank.
No es de extrañar, entonces, que Freud fuera especialmente sensible a la idea del asesinato del padre. Podemos imaginar que el asesinato del padre supondría un símbolo complejo para él, que comprendería la pesada culpa de estar solo ante su vulnerabilidad y un ataque a su identidad como padre, en el movimiento psicoanalítico como su vehículo causa-sui y, por tanto, a su inmortalidad. En una palabra, el asesinato del padre significaría su propia insignificancia como creatura. Es justamente esta interpretación la que indican los episodios de desmayos. Los años cercanos al 1912 fueron el momento en que el futuro del movimiento psicoanalítico cristalizó como problema. Freud buscaba un heredero, y era Jung el que debía ser el “hijo” que él había escogido orgullosamente como su sucesor espiritual y que aseguraría el éxito y la continuidad del psicoanálisis. Freud, literalmente cargó a Jung con sus esperanzas y expectativas, así de importante era el lugar que ocupaba en el plan de vida de Freud[36]. Por eso, podemos comprender hasta qué punto era lógico que la disidencia de Jung del movimiento invocara —por sí misma— el complejo símbolo del asesinato del padre y representara la muerte de Freud[37].
No es de extrañar que, cuando Freud se desmayó por vez primera, este acusara a Jung de «tener deseos de muerte» hacia él, y que Jung se considerara totalmente inocente de albergar tales sentimientos. Dice que estaba «atónito ante semejante interpretación[38]». Para él, esto eran fantasías de Freud, pero fantasías de gran intensidad, «tan fuertes que, evidentemente, le podían provocar el desmayo». De la segunda ocasión, Jung dice que toda la atmósfera estaba muy tensa; cualesquiera que fueran las otras causas que pudieran haber contribuido a su desmayo, la fantasía del asesinato del padre era evidente que seguía estando presente. De hecho, la atmósfera de rivalidad se dejó sentir durante todo el almuerzo. Era una estrategia llena de posibilidades de discrepancias en las filas psicoanalíticas. Jones comunicó su versión de los desmayos de 1912:
[…] mientras estábamos terminando de almorzar […] [Freud] empezó a reprochar a los dos suizos, Jung y Riklin, que hubieran escrito artículos exponiendo el psicoanálisis en las revistas suizas sin haber mencionado su nombre. Jung replicó que no lo habían considerado necesario, al ser él tan conocido, pero Freud había empezado a sentir ya los primeros signos de la disensión que vendría un año más tarde. Él persistió, y recuerdo que pensé que se había tomado aquel asunto de un modo demasiado personalizado. De pronto, para nuestra consternación, cayó al suelo en un desmayo total[39].
Jung no es muy convincente en sus elegantes negativas de rivalidad con Freud, en sus poco ingenuas explicaciones sobre la razón por la que los suizos omitían el nombre de Freud. Incluso en su negativa de albergar deseos de muerte hacia él, deja patente su competitividad.
¿Por qué iba a querer que muriera? Yo había ido para aprender. No interfería en mi camino; él estaba en Viena, y yo en Zúrich[40].
Por una parte, admite que se encuentra en una relación de aprendizaje con el maestro Freud; por la otra, intenta dejar claro que él tiene sus propias ideas, que se encuentra a su misma altura. Freud, sin duda, podía sentir la amenaza de su prioridad, que en realidad sería un acto de traición filial para él[41]. Jung se estaba apartando del rebaño, amenazando con su rivalidad desde el frente del psicoanálisis suizo. ¿Qué le sucedería al “padre” entonces, y a todo aquello que él representaba? El hecho es que Freud se desmayó en el preciso momento en que Jung aclaró el asunto de las prioridades en la fundación de una nueva religión egipcia por parte de Amenofis IV. Eso ponía en peligro todo el trabajo misionario de Freud. Freud tenía una foto de la esfinge y de las pirámides bien a la vista en su consultorio, su sanctum más íntimo. Para él no representaba una imagen romántica o una afición arqueológica. Egipto representaba todo el misterioso y oscuro pasado de la humanidad que el psicoanálisis había elegido descifrar[42]. Roazen dice que existe una asociación directa entre el psicoanálisis del siglo XX y la egiptología antigua, entre Amenofis tachando el nombre de su progenitor de las estelas funerarias y Jung haciendo lo mismo desde Zúrich. Jung estaba atacando la inmortalidad de Freud.
Pero este ataque que para Freud era real, no necesariamente lo era para Jung. El hecho de que durante el primer desmayo estuviera hablando de las momias de los pantanos podía reflejar simples ansiedades existenciales. A Jung le fascinaba la idea de la muerte. También podemos imaginar al jo ven Jung entusiasmado por el viaje a América, insistiendo en el tema de las momias en presencia de un hombre al que respetaba, porque quería abordar algo que le fascinaba con un pensador con el que podría razonar y que quizás aportaría sus propias reflexiones sobre el misterio de los cuerpos, de la muerte y el destino. Por otra parte, Erich Fromm (que no es muy partidario de Jung) le diagnosticó un carácter necrófilo. Basándose en uno de los sueños de Jung de la época de su ruptura con Freud, Fromm cree que este verdaderamente albergaba deseos de muerte respecto a Freud[43].
No obstante, todas estas especulaciones nos desvían del tema, porque estamos hablando de las propias percepciones y problemas de Freud. Desde su punto de vista, lo más significativo respecto al percance del primer desmayo es que la conversación sobre las momias surgió a raíz de la confusión de Jung en cuanto a los cadáveres. Las ansiedades de Freud en ambas ocasiones están, pues, sujetas a los mismos temas de Egipto y de borrar el nombre del padre. También es importante observar que, en este viaje histórico, Jung había sido invitado por su propio trabajo y no necesariamente por su relación con Freud; él era claramente un rival.
Las interpretaciones de Jones y de Freud
Cuando observamos los intentos de Freud por comprender lo que le había sucedido, ahondamos todavía más en la “raíz” del problema. Jones narra una historia algo distinta a la de Jung sobre el primer desmayo. Jones dice que lo que caracterizó la reunión de 1909 fue que Freud, tras una pequeña discusión, persuadió a Jung para que tomara vino durante el banquete del mediodía y de ese modo le hizo romper su fanática abstinencia. Fue «justo después de eso» cuando Freud cayó desmayado[44]. En la reunión posterior de 1912, sucedió algo similar. Había habido algo de forcejeo entre Jung y Freud, y tras un «buen discurso paternalista» Jung «adoptó una actitud de extrema contrición, aceptó todas las críticas» de Freud y «prometió reformarse». Freud estaba muy eufórico, al volver a tener a Jung de su parte. Jones concluye diciendo que lo que caracterizó ambas reuniones fue la victoria de Freud sobre Jung[45].
¿Qué relación tiene la victoria con el desmayo? Sólo recurriendo a la genialidad de la propia teoría de Freud se puede explicar de forma coherente dicha relación. Como vimos en el capítulo 4, fue Freud quien descubrió la idea del «naufragio por éxito»: cuando una persona alcanza lo verdaderamente superlativo, a menudo suele sentirlo como una carga intolerable porque significa que ha ganado la competición con el padre, al haberle superado. No es de extrañar, pues, que cuando Freud autoanalizó sus episodios de desmayos, pudiera recurrir a su propio descubrimiento con una sagaz y despiadada honestidad. Él explicó que de niño había deseado la muerte de su recién nacido hermano Julius, este murió cuando Freud tenía un año y siete meses y le dejó con un terrible sentido de culpabilidad. Jones comenta:
Por consiguiente, podría parecer que el propio Freud era un caso leve del tipo que él describió como «aquellos que naufragan por el éxito», en este caso el éxito de derrotar a un oponente [Jung] —el primer ejemplo fue su deseo de muerte de su hermano pequeño Julius—. En relación a esto, podemos pensar en el curioso ataque de ofuscación que Freud padeció en la Acrópolis en el año 1904, que analizó cuando tenía ochenta y un años y que dedujo que se debía a haber gratificado el deseo prohibido de haber superado a su padre. De hecho, el propio Freud mencionó la semejanza entre esa experiencia y el tipo de reacción del que estamos hablando[46].
En otras palabras, todas las victorias sobre un rival, incluyendo la del propio padre, vuelven a despertar la culpa de la victoria y desencadenan la reacción de no poderla soportar. Hemos de entender lo que significa la “victoria” en la cosmología de Freud a fin de comprender ese tipo de ansiedad, y la razón por la que se podría llegar al desmayo. Vemos su explicación en la dinámica del complejo de Edipo. El “premio” de la victoria es, por supuesto, la madre a la que el muchacho codicia, y vencer al padre significa asesinarle. Si el niño pierde, la venganza será terrible; y si gana, la culpa, como es natural, será irresistible.
Ahora bien, el clásico complejo de Edipo, sin duda, explica algunos casos de temor a la victoria; pero luego el propio Freud abandonó la dinámica estrictamente sexual del problema, al menos en su propio caso. Al final de su vida, admitió con franqueza que su rechazo a sobrepasar a su padre se debía a un sentimiento de «piedad» hacia él[47]. Este era el significado del ataque en la Acrópolis del que habla Jones. En la actualidad, como arguyen algunos escritores, podríamos intuir que la palabra “piedad” pudiera ser un eufemismo para otros sentimientos que Freud albergaba respecto a su padre: realmente le preocupaba la debilidad de su padre, que proyectaba una sombra sobre su propia fortaleza y, por esa razón, se sentía expuesto y ansioso cuando pensaba en su propio éxito.
Nos hallamos, pues, ante un campo más amplio y existencial al explicar el carácter arrollador de la victoria. Ya hay dos generaciones de estudiantes que han deparado en cómo un Freud de diecinueve meses pudo ser tan analítico respecto a su experiencia como para llegar a reprocharse que sus celos y malos deseos habían provocado la muerte de su hermano. Incluso el propio Freud pasó por alto este grado de conciencia en su trabajo teórico: dijo que era casi imposible para un niño de esa edad tener celos de un recién nacido. Jones que había registrado todo esto, evidentemente, no puede comprenderlo[48].
Jones dice que el propio análisis de Freud del «naufragio por éxito» de su desmayo se confirma por el hecho de que en las ocasiones en que se produjeron los desmayos había una discusión argumentativa sobre el tema de los deseos de muerte. Esto es totalmente cierto, pero no en el modo concreto en que Freud quería demostrarlo, vinculado a la fuerza de la victoria. Es muy probable que Freud esté cometiendo el error que comete a menudo, que es intentar definir con demasiada precisión lo que en realidad forma parte de un complejo símbolo y de un problema mucho mayor. Por supuesto, a lo que me estoy refiriendo es a la sensación de experiencia abrumadora, de ser alejado demasiado de la base del hogar, de carecer de la fuerza para soportar lo superlativo. Esa sensación es lo que caracteriza a ambos incidentes de desmayos, además de la presencia específica de Jung. Es razonable ampliar la carga que sintió Freud que trasciende la de la simple reacción a Jung. Al fin y al cabo, soportaba sobre sus hombros uno de los grandes movimientos iconoclastas del pensamiento humano, contra toda competencia, hostilidad, denigración, contra todos los otros significados “espirituales” (“ocultos”) que tan sagrados consideraba la humanidad, contra todas las otras mentes que pensaron esos sublimes pensamientos, que insistieron en dichas verdades comúnmente aceptadas, que disfrutaron de tanto apoyo y fueron aclamadas durante eras. Su organismo en sus capas más profundas tiene todo el derecho a sentirse con la imposible carga de semejante peso y sucumbir bajo ella en un placentero olvido. ¿Nos atreveríamos a imaginar que alguien pueda soportar toda esta superordenación fácilmente, sin tener poderes sobrehumanos en los que confiar? ¿Cómo adoptar una postura respecto a todo esto que sea impersonal e histórica, a la vez que personal y concreta, y que trascienda lo físico: las pirámides, las momias de los pantanos, la propia nueva religión? Es como si todo el organismo tuviera que declarar: «No puedo soportarlo, no tengo la fuerza para aguantarlo». Hay que reconocer que la fuerte e imponente figura de Jung, un pensador original, alzándose independiente e incluso discutiendo con Freud y oponiéndose a él, no hace más que empeorar las cosas, pero la presencia concreta de Jung sólo es un aspecto de un problema de poder general. En este sentido, incluso aunque al final venciera a Jung, para Freud fue como poner exclusivamente sobre sus espaldas toda la carga del movimiento psicoanálitico. Ahora podemos ver la validez de la idea del «naufragio por éxito», aunque no según la dinámica específica que pensaba Freud.
La ambivalencia emocional de la causa-sui
El quid de toda nuestra disertación se encuentra en una confesión que Freud le hizo a Karl Abraham: que sentirse impotente era una de las dos cosas que más odiaba[49]. Freud odiaba la impotencia y luchaba contra ella, y la sensación de sentir una extrema impotencia ante la experiencia era demasiado para él. Eso daba rienda suelta a su aspecto inferior de dependencia que intentaba controlar. Este proceso de automoldearse constantemente trasladado a la posición de liderazgo de Freud debió haberle consumido grandes cantidades de energía. Nada tiene de particular que, cuando Freud se estaba recuperando de su segundo desmayo, se le oyera decir: «¡Qué dulce debe ser morir!»[50]. No hay razón para dudar del relato de Jung del hecho, que está intacto:
Mientras le estaba llevando, volvió medio en sí, y nunca olvidaré la mirada que me lanzó como si yo fuera su padre[51].
Qué dulce debe ser deshacerse de la colosal carga de una vida autodominante, autoformada, relajar el control del propio centro y entregarse pasivamente a la superordenación de un poder y una autoridad y ¡qué dicha en tal entrega!: la comodidad, la confianza, el alivio en el pecho y en los hombros, la ligereza del corazón, la sensación de estar mantenido por algo más grande, menos falible. Con sus propios problemas distintivos, el ser humano es el único animal que a menudo puede acoger voluntariamente el sueño profundo de la muerte, aun sabiendo que eso significa el olvido.
Pero esta es la ambivalencia en la que Freud —al igual que todos nosotros— quedó atrapado. Fusionarse confiadamente con el padre o con su sustituto o incluso con el Gran Padre celestial, supone abandonar el proyecto causa-sui, el intento de ser un padre para uno mismo. Si abandonas eso, te ves reducido, tu destino ya no te pertenece, eres el niño eterno que intenta abrirse camino en el mundo de los mayores. ¿Y qué tipo de mundo es ese si estás intentando aportar algo propio, algo distintivamente nuevo, mundialmente histórico y revolucionario? Esta es la razón por la que Freud tuvo que luchar contra la rendición, se arriesgaba a borrar toda su identidad. Estaba tejiendo su propia tela de araña; ¿cómo podía depender de otro? Rank mejor que nadie comprendió el problema de los simples mortales que han de cargar con las obras de un genio: ¿dónde han de conseguir el apoyo para sus propias creaciones atrevidas y que hacen sombra? Veremos la visión de Rank en el siguiente capítulo; aquí ya es evidente que Freud optó por perseguir su proyecto causa-sui utilizando su propio trabajo y organización —el movimiento psicoanalítico— como un espejo para proyectar de nuevo el poder sobre sí mismo. Anterior mente hemos dicho que el proyecto causa-sui es una mentira que acaba pasando factura; ahora podemos comprender que este precio es de índole emocional, que siempre ha de conllevar la tentación de admitir la indefensión de la dependencia y la lucha contra esa aceptación. Uno vive con cierta determinación silenciosa[*].
La relación de Freud con Fliess durante quince años apoya esta visión. Brome opina que esta relación no sólo fue de carácter emocional, sino de una intensidad que ningún otro biógrafo había reconocido anteriormente, y menciona las propias confesiones de Freud sobre sus profundos y “oscuros” sentimientos en relación a Fliess. No es pura coincidencia entonces que, años antes, Freud hubiera padecido síntomas en relación a Fliess similares a los que sufrió con Jung —y en la misma habitación del mismo hotel que en la reunión de 1912—. En aquella época, los síntomas no fueron tan intensos y no iban dirigidos hacia una figura oponente fuerte, sino hacia un enfermizo Fliess. Cuando Freud analizó esto, dijo: «en el fondo de este asunto hay un indomable sentimiento homosexual». Jones indica que Freud señaló varias veces «el aspecto femenino de su naturaleza[52]».
Aunque la sinceridad autoanalítica de Freud era poco corriente, hemos de seguir siendo escépticos al respecto. Todo hombre puede tener algún impulso homosexual específico, y Freud no tenía por qué ser una excepción. Sin embargo, conociendo la tendencia de por vida de Freud a reducir los vagos sentimientos de ansiedad a motivaciones sexuales, tenemos motivos para suponer que sus impulsos “indomables” también podían haber representado la ambivalencia de las necesidades de dependencia. El propio Jones ha valorado honestamente el problema de la homosexualidad en su evaluación del carácter de Freud, y creo que lo ha puesto en el lugar que le corresponde. Jones dice que esto fue parte del aspecto oculto de la dependencia de Freud, una dependencia que en ocasiones le hizo apartarse de su camino, por ejemplo, en su tendencia a sobreestimar a ciertas personas —a Breuer, especialmente a Fliess y también a Jung—. Jones se atreve incluso a decir que este aspecto de Freud surgía de «algún deterioro de su autoconfianza[53]». No cabe duda de que Freud despreciaba este aspecto de su naturaleza y que acogió con agrado la autoconfianza que adquirió cuando, por la debilidad que suponía, se reveló una parte de su dependencia “homosexual”. Escribió a Ferenczi el día 6 de octubre de 1910, diciéndole que había superado la pasividad que experimentaba respecto a Fliess y que ya no necesitaba desvelar por completo su personalidad:
Desde el caso de Fliess […] esa necesidad se ha esfumado. Una parte de la catexis homosexual se ha retirado y ha servido para aumentar mi ego[54].
El ego lo es todo, es lo único que te ofrece autogobierno, la capacidad para tener cierta libertad de acción y de elección, para dar forma a nuestro propio destino en la medida de lo posible. En la actualidad, generalmente vemos la homosexualidad como un gran problema de ineptitud, identidad vaga, pasividad, indefensión —en resumen, como una incapacidad para adoptar una postura fuerte respecto a la vida—. En este sentido, Jones bien podría hablar de un deterioro de la autoconfianza en Freud, pues la mostró con ambos, con la fuerte figura de Jung y con la enfermiza de Fliess. En ambos casos, es la propia fortaleza la que se ve amenazada con una carga añadida.
Por otra parte, nuestra comprensión moderna de la homosexualidad alcanza un nivel aún más profundo del problema —el plano de la inmortalidad y del heroísmo del que ya hemos hablado en relación con Freud y con toda genialidad—. Rank escribió sobre este tema de manera brillante. Hablaremos de su trabajo en el capítulo 10, pero hemos de insistir en él aquí para tratar de manera específica de Freud. Hemos dicho que el ser humano verdaderamente excepcional y de espíritu libre intenta sortear la familia como instrumento distintivo de procreación. Es lógico, pues, que si el genio iba a seguir al pie de la letra el proyecto causa-sui, se encontrará con una gran tentación: evitar a la mujer y al papel de la especie de su propio cuerpo. Es como si: «Yo no existo para ser utilizado como un instrumento de procreación física en interés de la raza; mi individualidad es tal y tan integral que incluyo a mi cuerpo en mi proyecto causa-sui». Y así, el genio puede intentar procrearse a sí mismo espiritualmente a través de una vinculación con jóvenes brillantes, para crearlos a su propia imagen y semejanza y traspasarles el espíritu de su genio. Es como si intentara hacer una duplicación exacta, en espíritu y cuerpo. Al fin y al cabo, cualquier cosa que merme el libre vuelo de tu talento espiritual ha de parecer degradante. La mujer ya supone una amenaza para el hombre en su fisicalidad, evitar la relación sexual con ella no es más que un pequeño paso; de ese modo, uno puede mantener su bien protegido centro lejos de la dispersión y de ser debilitado por intenciones ambiguas. La mayoría de los hombres se contentan con tener bien aseguradas sus intenciones evitando la infidelidad extramatrimonial; pero uno puede protegerlas de un modo aún más narcisista evitando la “infidelidad heterosexual”, por así decirlo.
Según esta visión, cuando Freud hablaba de su «aspecto femenino», bien podría haber estado hablando de la fortaleza de su ego en lugar de su debilidad, desde su firme determinación de crear su propia inmortalidad. De todos es sabido que las relaciones sexuales de Freud con su esposa concluyeron alrededor de los cuarenta y uno y que fue estrictamente monógamo, al menos que sepamos. Esta conducta sería en su conjunto una parte de su proyecto causa-sui: la autoinflación narcisista que niega la dependencia del cuerpo femenino y del papel de la especie y que pretende conseguir el control y albergar el poder y el sentido de la propia individualidad. Como lo expone Roazen, según las propias palabras de Freud, este vio a su héroe como:
[…] un hombre cuya necesidad y actividad sexual estuviera excepcionalmente reducida, como si una inspiración superior le hubiera elevado por encima de la necesidad animal común de la humanidad[55].
Es evidente que Freud invirtió toda su pasión en el movimiento psicoanalítico y en su propia inmortalidad. Eran su «aspiración más elevada», que también podían incluir razonablemente una homosexualidad espiritual que no suponía amenaza alguna como «necesidad animal».
La ambivalencia conceptual de la causa-sui
Hasta ahora hemos estado hablando de la ambivalencia emocional, pero también existe un aspecto conceptual del asunto. Una cosa es enfrentarnos a una reacción emocional a la experiencia de desaparecer y aceptarla; otra cosa bien distinta es justificar esa desaparición. Freud pudo admitir la dependencia y la indefensión, pero ¿cómo podía darle sentido a su propia muerte? Tenía que justificarla desde su mismo proyecto causa-sui, el movimiento psicoanalítico o desde fuera de él. Esta es la ambivalencia de la causa-sui en el aspecto conceptual: ¿cómo puede alguien confiar en significado alguno que no sea de creación humana? Estos son los únicos significados que conocemos con seguridad; a la naturaleza no parece importarle, incluso es viciosamente antagonista con los significados humanos, mientras nosotros luchamos intentando integrar en el mundo los significados en los que confiamos. Pero los significados humanos son frágiles, efímeros: constantemente se ven desacreditados por los acontecimientos históricos y las calamidades naturales. Un Hitler puede borrar siglos de significados científicos y religiosos; un terremoto puede negar un millón de veces el significado de una vida personal. La humanidad ha reaccionado intentando asegurar los significados humanos desde el más allá. Los mejores esfuerzos del ser humano parecen sumamente falibles, sin posibilidad de poder recurrir a algo superior para hallar justificación, a algún apoyo conceptual para el sentido de la propia vida desde alguna dimensión trascendental. Puesto que esta creencia ha de absorber el terror básico del ser humano, no puede ser meramente abstracta, sino que ha de originarse en las emociones, en un sentimiento interno de que uno está seguro en algo más fuerte, más grande, más importante que la propia fuerza y vida. Es como si uno tuviera que decir: «El pulso de mi vida mengua, desaparezco en el olvido, pero “Dios” (o “Ello”) permanece, incluso se vuelve más glorioso mediante el sacrificio de mi vida». Al menos, este sentimiento es una creencia de lo más eficaz para el individuo.
El problema de lo lejos que ha de llegar una vida para asegurarse un sentido heroico, evidentemente preocupaba mucho a Freud. Según la teoría psicoanalítica, el niño se enfrenta al terror a la vida y a la soledad, primero, afirmando su propia omnipotencia y, luego, usando la moralidad cultural como vehículo para su inmortalidad. Cuando crecemos, esta inmortalidad segura y delegada se convierte en una defensa principal al servicio de la ecuanimidad de nuestro organismo frente al peligro. Una de las principales razones por las que es tan fácil mandar a los hombres a la guerra es porque cada uno de ellos en su interior alberga un sentimiento de lástima por el compañero que va a morir. Cada uno se protege en su fantasía hasta que se produce el shock de verse sangrando. Es lógico que si eres uno de los pocos que admiten la ansiedad de la muerte, entonces te has de cuestionar la fantasía de la inmortalidad, que es justa mente la experiencia de Freud. Zilboorg afirma que el problema acechó a Freud durante toda su vida. Anhelaba fama, la presintió, esperaba que a través de ella podría crear su propia inmortalidad: «Inmortalidad significa ser amado por muchas personas anónimas». Esta definición es la visión de la Ilustración sobre la inmortalidad: vivir en la estima de personas aún nonatas, vivir para un trabajo con el que contribuirás en sus vidas y en su bienestar.
Pero es una inmortalidad totalmente “de este mundo” —es una molestia— que debió haber irritado a Freud en gran manera. Sus visiones sobre la inmortalidad estaban cargadas de una «tremenda ambivalencia, incluso multivalencia[56]». Ya cuando era joven le dijo a su prometida que había destruido todas las cartas que había recibido, y añadió irónica y triunfalmente que a sus futuros biógrafos les costaría encontrar datos sobre él cuando se hubiera marchado de esta Tierra. En una etapa posterior de su vida, dijo algo similar sobre sus cartas a Fliess: si hubiera sido él quien las hubiera guardado en lugar de uno de sus discípulos, las habría destruido, en vez de dejar que la “llamada posteridad” las poseyera. Zilboorg parece pensar que esta oscilación entre el deseo de la inmortalidad y el desprecio hacia ella, refleja el desafortunado hábito de Freud de crear polaridades en su pensamiento; pero a mí me parece como una especie de juego de mágica índole con la realidad: aunque temas que la vida en esta dimensión puede que no cuente, que no tenga ningún sentido verdadero, alivias tu ansiedad siendo especialmente crítico con lo que más deseas, mientras que por debajo de tu escritorio mantienes los dedos cruzados.
Por una parte, haces del psicoanálisis tu religión particular, eres propietario de tu propia vía hacia la eternidad; por otra, eres único y estás lo bastante aislado como para cuestionarte toda la carrera del ser humano sobre este planeta. Al mismo tiempo, no puedes abandonar el proyecto de tu propia creación de la inmortalidad, porque la promesa religiosa de la inmortalidad es una pura ilusión, apta para niños y para las personas crédulas de la calle. Freud se encontraba en este terrible aprieto, pues confesó al reverendo Oskar Pfister:
Puedo imaginar que hace varios millones de años en la era triásica todos los grandes —odontos y —therias estaban muy orgullosos del desarrollo de la raza de los saurios, y a saber qué magnífico futuro esperaban para ellos. Y luego, a excepción del vil cocodrilo, todos perecieron. Objetarás que […] el ser humano está dotado con una mente, que le da el derecho a pensar y a creer en su futuro. Pero existe algo verdaderamente especial respecto a la mente, aunque se conoce muy poco de ella y de su relación con la naturaleza. Yo le profeso un enorme respeto a la mente, pero ¿lo tiene la naturaleza? La mente no es más que una pequeña parte de esta, el resto parece funcionar muy bien sin ella. ¿Permitirá de verdad dejarse influir en una medida considerable por la mente?
Envidiable es aquel que se pueda sentir más seguro al respecto que yo[57].
Es duro trabajar con constancia cuando tu trabajo puede que no suponga más que ruidos en el estómago, barreras y lágrimas de cocodrilo —ruidos que ya se han silenciado para siempre—. Quizás uno trabaja tan duro para desafiar a la insensible despreocupación de la naturaleza; de ese modo incluso podría obligarla a diferir los productos de la misteriosa mente, haciendo de las palabras y de los pensamientos un sólido monumento a la honestidad del ser humano respecto a su condición. Esto es lo que le hace fuerte y auténtico: el desafío a las ilusorias comodidades de la religión. Las ilusiones humanas prueban que el ser humano no merece nada mejor que el olvido. A sí debió haber razonado Freud, puesto que convirtió el psicoanálisis en el oponente de la religión. La ciencia psicoanalítica establecería los verdaderos hechos del mundo moral y lo reformaría —si es que algo podía hacerlo—. Con esto vemos por qué el psicoanálisis fue una religión para Freud, como muchos pensadores con autoridad, desde Jung y Rank hasta Zilboorg y Rieff, han señalado.
Todo esto se puede exponer de otro modo: que Freud se propuso desafiar a la naturaleza redoblando sus esfuerzos para hacer cierta la mentira de la causa-sui. Zilboorg, en su perspicaz valoración de Freud y de la religión, cerró estos comentarios:
Desde que el ser humano inició su llamada “conquista de la naturaleza” ha intentado imaginarse que era el conquistador del universo. Para asegurarse a sí mismo el dominio de un conquistador, agarró el trofeo (la naturaleza, el universo). Tenía que sentir que el Creador del trofeo había sido aniquilado, de lo contrario, su fantasía de soberanía sobre el universo estaría en peligro. Esta tendencia se reflejaba en la falta de voluntad de Freud de aceptar la fe religiosa en su verdadero sentido […]. Por tanto, nada tiene de particular que en el campo de la psicología humana encontremos a una persona, no importa lo grande que sea —a una persona como Freud— que tenga constantemente ante sí la visión de una persona desgraciada, indefensa, ansiosa, amargada, mirando al vacío con miedo y alejándose de la “llamada posteridad” con un anticipado […] rechazo[58].
Zilboorg dice que Freud se adentró en una actitud rígida e intelectual casi de solipsismo a causa de «su necesidad de deshacerse de cualquier sospecha de dependencia intelectual en los demás o de dependencia espiritual en un Dios personal[59]». La mentira de la causa-sui se vuelve especialmente forzada debido a lo que uno no reconocerá o no podrá reconocer; entonces la propia verdad con la que uno intenta desafiar la naturaleza está en peligro.
Jung, que estaría de acuerdo con Zilboorg, ofrece lo que a mí me parece el resumen más breve y apropiado para la vida y el problema caracteriológico de Freud:
Freud no se preguntó nunca por qué debía hablar constantemente sobre el sexo, por qué le poseía este pensamiento. Nunca tendría consciencia de que en la “monotonía del significado” se expresaba la huida de sí mismo o de aquella otra parte suya que quizás pudiera definirse como mística. Mientras se negara a reconocer esa parte, nunca podría reconciliarse consigo mismo. […]
Nada se podía hacer contra esa parcialidad de Freud. Quizás una experiencia interior personal le hubiera abierto los ojos […]. Fue víctima del único aspecto que pudo reconocer, y por esa razón lo veo como una figura trágica; porque fue un gran hombre y, lo que es más, un hombre poseído por su daimon[60].
¿Qué significa realmente ser una figura trágica en las garras del propio daimon? Significa poseer un gran talento, perseguir incansablemente la expresión de él a través de una afirmación unidireccional del proyecto causa-sui que es lo único que le da nacimiento y forma. Uno se consume por lo que ha de hacer para expresar este don. La pasión de su carácter se vuelve inseparable de su dogma. Jung expresa lo mismo bellamente cuando concluye diciendo que Freud «debía estar tan impresionado por el poder de Eros que quiso elevarlo a la categoría de dogma […] como si fuera un numen religioso[61]». Eros es justa mente la energía natural del organismo en la infancia, que no le deja descansar, que le mantiene propulsándole hacia adelante de un modo impulsivo mientras modela la mentira de su carácter —que irónicamente permite que prosiga esa impulsividad, pero ahora bajo la ilusión del autocontrol.
Conclusión
Al cerrar el círculo y regresar al comienzo de nuestra disertación sobre Freud, podemos ver que sus dos grandes rechazos, como los hemos llamado, están relacionados, de hecho, se convierten en uno. Por una parte, rechazó alejarse claramente de su teoría del instinto para adoptar la idea más general del miedo a la muerte. En segundo lugar, se negó a asumir una postura de entrega respecto a la naturaleza externa, fue incapaz de dar rienda suelta a su aspecto místico-dependiente. A mí entender, estas dos negativas están relacionadas con su rechazo a abandonar su proyecto causa-sui, que habría conducido a una visión más problemática de la creaturabilidad humana. Pero esta visión es la tierra de cultivo de la fe, o, al menos, conduce a la persona justo hasta la fe como una realidad experimental y no como una ilusión. Freud jamás se permitió adentrarse en ese campo. Eros, para Freud, es el limitador de un horizonte de experiencia más amplio. Dicho de otro modo, para pasar de la creaturabilidad científica a la religiosa, el terror a la muerte tendría que substituir al sexo, y la pasividad interior tendría que reemplazar al obsesivo Eros, el instinto de la creatura. Y fue justamente esta doble rendición —emocional interna y conceptual— la que Freud no pudo afrontar. Pues hacerlo, como Jung opinó razonablemente, hubiera supuesto abandonar a su propio daimon, su única pasión absoluta como genio, el propio don que había creado para la humanidad.