11. PSICOLOGÍA Y RELIGIÓN: ¿QUÉ ES EL INDIVIDUO HEROICO?

Si hay alguna ciencia que realmente necesite el ser humano, es la que yo enseño, la de cómo ocupar adecuadamente ese lugar en la creación que le ha sido asignado y cómo aprender de este lo que uno ha de ser para ser una persona.

IMMANUEL KANT

Cuando somos jóvenes, a veces nos confunde el hecho de que cada persona a la que admiramos parece tener una versión diferente de lo que debería ser la vida, de lo que es una buena persona, de cómo vivir, etcétera. Si somos especialmente sensibles, nos resulta algo más que confuso, es descorazonador. Lo que suelen hacer la mayoría de las personas es seguirlas ideas de una, luego las de otra, según quién nos parezca superior en ese momento. Quien tenga la voz más profunda, el aspecto más fuerte, más autoridad y éxito, suele ser el que se lleva momentáneamente nuestra lealtad, y nosotros intentamos modelar nuestros ideales de acuerdo con él. Pero a medida que pasa la vida vemos todo esto de forma más objetiva, y todas estas versiones diferentes resultan un tanto patéticas. Cada persona piensa que posee la fórmula para triunfar sobre las limitaciones, se cree con autoridad para saber lo que significa ser un ser humano y generalmente intenta conseguir seguidores para su patente. Hoy en día, sabemos que las personas intentan con tanto afán conseguir adeptos para su causa porque supone más que una mera visión de la vida: es una fórmula para la inmortalidad. Por supuesto, no todo el mundo tiene la autoridad de Kant para pronunciar las palabras que hemos usado en el epígrafe de este capítulo, pero en asuntos de inmortalidad todo el mundo tiene la misma convicción pretenciosa. Esto parece perverso porque cada punto de vista diametralmente opuesto es expresado con la misma exasperante certeza, y ¡autoridades que son igualmente irreprochables tienen puntos de vista opuestos!

Veamos, por ejemplo, los sustanciosos pensamientos de Freud sobre la naturaleza humana y su idea del lugar que ocupaba en la pirámide del esfuerzo de la humanidad:

[…] poco he hallado que fuera “bueno” respecto a los seres humanos en general. Según mi experiencia, la mayoría son gentuza, por más que se subscriban públicamente a esta o aquella doctrina ética o a ninguna […]. Si hemos de hablar de ética, me subscribo a un elevado ideal que lamentablemente han abandonado la mayoría de los seres humanos que he conocido[1].

Cuando el que probablemente haya sido el mayor psicólogo que ha existido suelta la frase «según mi experiencia», tiene la autoridad de una bula papal en los tiempos medievales. Por supuesto, también implica que si la mayoría de las personas son gentuza, algunas no lo son, y podemos adivinar quién es una de esas pocas excepciones. Esto nos recuerda uno de aquellos libros sobre la eugenesia, antaño populares, que siempre llevaban una bonita fotografía en portada del autor irradiando vitalidad y personalidad como el tipo ideal para el argumento del libro.

Como cabía esperar, la autoevaluación de Freud apenas era compartida por nadie; casi cada uno de sus principales alumnos disidentes pudo hallar algo que le desacreditara, con una cierta lástima condescendiente. Wilhelm Reich una vez señaló que Freud se quedó atrapado en el movimiento psicoanalítico, por sus discípulos y por su propia creación, que su cáncer fue el resultado de haberse quedado encerrado en sí mismo, de ser incapaz de hablar como un agente libre[2]. Volvemos a nuestro problema: el juicio de Reich habría tenido más autoridad si hubiera venido de un dios en lugar de proceder de un ser humano que estaba incluso más atrapado en su propio movimiento y que se vio más decisiva e ignominiosamente arruinado por él. Jung también pensó que Freud tenía grandes limitaciones, pero las veía como una parte necesaria del daimon de Freud, de su genio y de su peculiar mensaje. Pero quizás esta comprensión fue en realidad un reflejo de la demoniaca atracción de Jung hacia la alquimia, de la cualidad casi chamánica de su vida interior[3]. Fue nada más ni nada menos que el estudiante del ser humano, Erich Fromm, quien escribió algunas de las más duras líneas sobre Jung, denunciándole como un enemigo de la ciencia. Desgraciado el neófito que ronde a todos estos gigantes que se lanzan sus pesados pronunciamientos mutuamente.

Ni siquiera he mencionado las poderosas visiones de Rank sobre las limitaciones de Freud. En el sistema de pensamiento de Rank, la crítica más generosa que probablemente se haya hecho sobre las limitaciones de Freud fue la de que compartía la debilidad humana del neurótico: le faltaba la capacidad de la ilusión, de un mito creativo respecto a las posibilidades de la creación. Veía las cosas de forma demasiado “realista”, sin su aura de milagro y de posibilidad infinita. La única ilusión que se permitió fue la de su propia ciencia, y dicha fuente está destinada a ser un apoyo inestable porque procede de las propias energías, y no de u a poderoso más allá. En general, este es el problema del artista: que crea sus propios significados, y, a su vez, estos le han de mantener. El diálogo también se ha invertido para ser seguro. Y de ahí, la ambivalencia que siempre tuvo Freud respecto al valor de la posteridad y la fama, la seguridad de todo el panorama de la evolución. Ya hablamos de todas estas cuestiones en nuestra comparación de Freud y Kierkegaard y ahora regresamos a ellas. Sólo podemos hablar de un carácter humano ideal desde una perspectiva de trascendencia absoluta. Kierkegaard diría que Freud todavía tenía orgullo, que le faltaba la conciencia de creatura de la persona verdaderamente analizada, que no había completado su aprendizaje en la escuela de la ansiedad. En la interpretación que hacía Kierkegaard sobre el ser humano, el proyecto causa-sui es el complejo de Edipo, y para convertirse en persona se ha de abandonar por completo. Según esta visión, Freud todavía no había analizado su complejo de Edipo hasta hacerlo desaparecer, por más que él y los primeros psicoanalistas se vanagloriaran de haberlo conseguido. No se podía entregar emocionalmente al poder superordenado, o conceptualmente a la dimensión trascendental. Todavía vivía por completo en la dimensión del mundo visible y estaba limitado por lo que era posible sólo en dicha dimensión; por consiguiente, todos sus fines debían proceder de ella.

Kierkegaard poseía su propia fórmula respecto a qué significa ser un ser humano. La expuso en esas soberbias páginas donde describe lo que el llama «el caballero de la fe[4]». Esta figura es la persona que vive en la fe, que ha entregado el sentido de la vida a su Creador y que vive centrada en las energías de su Hacedor. Acepta todo lo que sucede en esta dimensión visible sin lamentarse, vive su vida como un deber, se enfrenta a la muerte sin vacilar. No existe mezquindad que amenace sus fines; ni tarea peligrosa que supere su valor. Está totalmente en el mundo en función de este y lo trasciende por completo gracias a su confianza en la dimensión invisible. Se parece bastante al antiguo ideal pietista que vivieron los padres de Kant. La gran fuerza de dicho ideal es que te permite ser abierto, generoso, valiente, llegar a las vidas de los demás, enriquecerles y ayudarles a abrirse. Al igual que el caballero de la fe, no tiene una experiencia de temor a la vida y a la muerte que proyectar sobre los demás, tampoco hace que la gente se encierre en sí misma, no les coacciona o manipula. El caballero de la fe representa, pues, lo que podríamos denominar el ideal de la salud mental, la continua apertura de la vida sin la agonía del temor a la muerte.

Manifestado en estos términos abstractos, el ideal del caballero de la fe es seguramente uno de los ideales más bonitos y excitantes creados por el ser humano. Se encuentra en la mayoría de las religiones de una u otra forma, aunque creo que no existe nadie que lo haya descrito con tanto talento como Kierkegaard. Al igual que todos los ideales, es una ilusión creativa para guiar a los seres humanos, y eso no es una tarea fácil. Como dijo Kierkegaard, la fe es lo más difícil; él se situó entre la creencia y la fe y no fue capaz de dar el salto. El salto, al fin y al cabo, no depende de la persona, esa es la dificultad: depende de la gracia. Como dijo Tillich posteriormente: la religión es, en primer lugar, una mano abierta para recibir regalos (gracia) y, luego, una mano cerrada para darlos. No se pueden dar los regalos del caballero de la fe sin antes haber sido nombrado caballero por alguna Majestad Superior. El punto al que quiero llegar es que si tomamos la vida de Kierkegaard como un cristiano creyente y la colocamos frente a la de Freud como agnóstico, no se puede hacer un balance. ¿Quién puede valorar cuál de ellos ayudó a que los demás se limitaran o se expandieran? Por cada carencia que podamos observar en Freud, podemos hallar su homologa en Kierkegaard. Si se puede decir que Freud erró en el aspecto de lo visible, entonces igualmente se puede decir que Kierkegaard lo hizo en el plano de lo invisible. Se apartó de forma parcial de la vida debido a su miedo por ella, acogió mejor la muerte porque había fracasado en la vida; su propia vida no fue un sacrificio voluntario emprendido por voluntad propia, sino un sacrificio patéticamente forzado. No vivió a la altura de las categorías las en que pensó[5].

Estoy hablando de una cuestión de hecho respecto a un hombre que sin duda ha sido uno de los gigantes de la humanidad, sólo para transmitir que en el juego de la vida y de la muerte nadie es superior a otro, a menos que se sea un verdadero santo, y la santidad es una cuestión de gracia no del esfuerzo humano. Mi opinión es que no todo es posible para el ser humano. ¿Qué se puede elegir entre la creaturabilidad religiosa y la científica? Lo máximo que uno puede conseguir es cierta relajación y apertura a la experiencia que te convierte en poco menos que en una carga forzada para los demás. Gran parte de esto depende del talento que se tenga, de en qué medida te está guiando un daimon; es más sencillo descargar cargas ligeras que pesadas. ¿Cómo puede crear una persona con todas sus energías de vida un sistema de pensamiento, como hizo Freud, un sistema dirigido totalmente a los problemas de este mundo y, luego, sencillamente, entregarlo al invisible? ¿Cómo, en otras palabras, puede uno ser un santo y organizar movimientos científicos de alcance histórico-mundial? ¿Cómo puede uno confiar en Dios, entregárselo todo y tener los pies en el suelo como un ser humano apasionado? Esto no son preguntas retóricas, son reales y van al núcleo del problema de «cómo ser una persona» —problema sobre el que nadie puede aconsejar satisfactoriamente a nadie, como bien sabía el sabio William James—. Todo este asunto está cargado de una ambigüedad imposible de resolver. Como dijo James, cada persona sintetiza toda una gama de experiencias muy personales, de modo que su vida es un problema único que requiere soluciones totalmente individuales. Kierkegaard decía lo mismo cuando respondía a aquellos que objetaban su estilo de vida: decía que era singular porque era el estilo singularmente diseñado para que él pudiera vivir, es así de simple.

James, una vez más, sabía lo difícil que era vivir a caballo entre dos mundos, el visible y el invisible. Uno tendía a apartarte del otro. Uno de sus preceptos favoritos, que a menudo repetía, era: «¡Hijo del hombre!, yérguete para que pueda hablar contigo». Si los seres humanos se inclinan demasiado ante Dios no cumplen con su cometido en este mundo con sus propios poderes. Para hacer algo, primero se ha de ser humano, independientemente de todo lo demás. Esto pone en tela de juicio todo el espléndido ideal de la santidad, porque hay muchas formas de ser una buena persona. ¿Fue Norman Bethune menos santo que san Vicente de Paúl? Eso, supongo, es otra forma de decir que en este mundo cada organismo vive para ser consumido por sus propias energías; y los que son consumidos por las más implacables y son quemados por la llama más viva, parecen ser los que mejor sirven a los propósitos de la naturaleza, en lo que se refiere a conseguir algo sobre este planeta. Es también otra forma —al igual que Rank— de hablar sobre la prioridad de la fuerza vital “irracional” que utiliza formas orgánicas sólo para consumirlas.

El heroísmo imposible

Ante toda esta ambigüedad, podemos comprender mejor a los profetas modernos cuando hablan de la naturaleza humana. He estado diciendo que el ser humano no puede evolucionar más allá de su carácter, en el que está estancado. Goethe dijo que el ser humano no se puede deshacer de su naturaleza, ni cuando intente tirarla a algún sitio; a lo cual añade, aunque intente tirársela a Dios. Ahora es el momento de ver que si una persona no puede trascender su carácter, tampoco podrá evolucionar sin su carácter. Esto nos lleva a uno de los grandes debates del pensamiento contemporáneo. Si hablamos de la fuerza vital irracional que vive las limitaciones de los organismos, no llegaremos al siguiente paso y nos dejaremos llevar por las abstracciones que tan populares son hoy en día, abstracciones en las que la fuerza vital de pronto y milagrosamente parece surgir de la naturaleza sin restricción alguna. Me estoy refiriendo, por supuesto, al nuevo profetismo de personas como Marcuse, Brown y tantos otros, respecto a lo que el ser humano puede conseguir, lo que realmente significa ser una persona. Al principio de este libro prometí detenerme un poco más en los detalles de este problema y ahora ha llegado el momento.

Veamos Eros y Janatos de Norman Brown, rara vez se crean obras tan brillantes. Rara vez un libro con un argumento tan razonado y desafiante logra tal popularidad; pero al igual que la mayoría de los demás mensajes que hacen temblar los cimientos, este libro es popular por todas las razones erróneas. Es valorado no por sus desgarradoras revelaciones sobre la muerte y la analidad, sino por sus conclusiones totalmente non-sequitur: por su defensa de la vida sin represiones, por la resurrección del cuerpo como centro del placer primario, por la abolición de la vergüenza y la culpa. Brown llega a la conclusión de que la humanidad sólo puede trascender el terrible precio que se cobra el miedo a la muerte si se vive plenamente en el cuerpo y no se permite que quede ninguna parte de la vida sin vivir que pueda envenenar nuestra existencia, que socave nuestro placer y que deje un residuo de lamentación. Si la humanidad hiciera esto, dice Brown, el miedo a la muerte ya no conduciría a la locura, al desperdicio y a la destrucción; los seres humanos tendrían su apoteosis en la eternidad viviendo plenamente en el ahora de la experiencia[6]. El enemigo de la humanidad es la represión básica, la negación del latido de la vida física y del espectro de la muerte. El mensaje profético es para la vida sin represiones, que dará a luz a un nuevo ser humano. Unas cuantas líneas con las palabras del propio Brown nos darán la clave de su mensaje:

Si podemos imaginar a una persona sin represiones —una persona lo bastante fuerte como para vivir y, por consiguiente, lo bastante fuerte como para morir, y, por tanto, lo que nunca ha sido nadie hasta ahora, un individuo—, esa persona [tendría] […] que superar la culpa y la ansiedad […]. En esa persona se realizaría en la Tierra la esperanza mística del cristianismo, la resurrección del cuerpo, en una forma, como dijo Lutero, libre de la muerte y de la porquería […]. Con tal cuerpo transfigurado, el alma humana se podría reconciliar y el ego humano volver a ser aquello para lo que fue diseñado, un cuerpo-ego y la superficie de un cuerpo […]. El ego humano tendrá que hacerse lo bastante fuerte como para morir; y lo bastante fuerte como para alejar el sentido de culpa […]. La plena conciencia psicoanalítica sería lo bastante fuerte como para cancelar la deuda [de la culpa] al derivarla de la fantasía infantil[7].

¿Qué podemos decir de semejante elocuente programa cuando se enfrenta a todo lo que hemos dicho en las páginas anteriores sobre el ser humano y a la mayoría de lo que escribió el propio Brown acerca del carácter humano? Estas líneas contienen falacias tan evidentes que choca que un pensador de la talla de Brown pudiera dejar que se le pasaran por la mente, mucho menos escribirlas como argumentos razonados. De nuevo y como siempre, volvemos a las cosas básicas que no hemos dicho con bastante fuerza, o no hemos grabado en letras lo bastante grandes: el sentido de culpa no es un resultado de la fantasía infantil, sino de la realidad del adulto de ser consciente de sí mismo. No hay fuerza que pueda superar la culpa, salvo la fuerza de un dios; ni hay forma de superar la ansiedad de la creatura a menos que se sea un dios y no una creatura. El niño niega la realidad de su mundo con milagros y terrores; eso es todo. Dondequiera que miremos nos encontramos ante este hecho básico que hemos de repetir una vez más: la culpa es una función del verdadero sobrecogimiento, la desnuda majestad de los objetos del mundo infantil. Si nosotros, como adultos, estamos ofuscados y protegidos contra todo esto, basta con que leamos a poetas como Thomas Traheme, Sylvia Plath o R. L. Stevenson, que no han suavizado para sus receptores la crudeza de la experiencia:

A mi paso por la vida, día tras día, me convierto en un niño más perplejo; no puedo acostumbrarme a este mundo, a la procreación, a la herencia, a la vista, al oído; las cosas más normales suponen una carga. La remilgada, arrasada y educada superficie de la vida y los cimientos amplios, impúdicos y orgiásticos —o menádicos— forman un espectáculo donde ningún hábito me reconcilia[8].

Toda la visión de Brown de algún futuro para el ser humano se derrumba ante la incapacidad de comprender la culpa[9]. No procede de la «fantasía infantil», sino de la realidad.

En otras palabras —y esto es lo bastante importante como para enfatizarlo una vez más—, el niño se «reprime a sí mismo». Asume el control de su propio cuerpo como una reacción a la totalidad de la experiencia, no sólo de sus propios deseos. Como arguyo Rank de forma tan exhaustiva y contundente, los problemas del niño son existenciales: se refieren a todo su mundo, a la función de los cuerpos, lo que se ha de hacer con ellos, el sentido de toda la creación[10]. La represión completa la función vital de permitir que el niño actúe sin ansiedad, que tome la experiencia en su mano y desarrolle respuestas seguras a ella. ¿Cómo podremos conseguir alguna vez un ser humano nuevo sin culpa ni ansiedad si cada niño, para convertirse en humano, necesariamente ha de limitar su propio ego? No puede haber un nacimiento en una «segunda inocencia[11]» porque obtendríamos una repetición de la misma dinámica que Brown desaprueba, dinámica que descarta la posibilidad de los terrores de la inocencia. Estas son las dinámicas necesarias de la humanización, del desarrollo del ego. Brown se mete de lleno en las causas primeras aristotélicas y afirma conocer para qué «fue diseñado el ego humano en un principio, un cuerpo-ego…». Ahora bien, Brown no es el primero en reivindicar que la evolución del animal humano es una especie de accidente; tiene prominentes predecesores, como Trigant Burrow y L. L. Whyte, y ahora él también se ha de incluir entre ellos por las cosas absurdas, así como por las buenas, que han escrito. ¿Cómo podemos decir que la evolución ha cometido un error con el ser humano, que el desarrollo del prosencéfalo, el poder de simbolizar, de retrasar la experiencia, de vincular el tiempo, no estaba “prevista” en la naturaleza y que, por tanto, representa una autoderrota encarnada en un animal improbable? El ego, por el contrario, representa la inmensa amplitud de la experiencia y control potencial, un paso hacia la verdadera subdivinidad en la naturaleza. La vida en el cuerpo no es «todo lo que tenemos[12]» si tenemos un ego. El ego representa, según podemos opinar, un impulso natural de la propia fuerza vital hacia una expansión de la experiencia, hacia más vida. Si el impulso hacia más vida es un craso error evolutivo, entonces estamos cuestionando toda la creación y la estamos reduciendo al estrecho molde de nuestras propias preferencias respecto a lo que debería ser “más-vida”. Indudablemente, cuando la evolución dio un yo al ser humano, un mundo interior simbólico de experiencia, lo dividió en dos, le puso una carga añadida. Pero esta carga parece ser el precio que los organismos tenían que pagar para conseguir más vida, para el desarrollo de la fuerza vital en el mayor alcance de la experiencia y de la autoconciencia. Brown dice que la «reunificación del ego y del cuerpo no es una disolución, sino un refortalecimiento del ego humano[13]». Pero esta frase de paso suena a falsa porque en realidad son palabras vacías que evitan enfrentarse a todo lo que sabemos sobre el ego. Hablar de un «nuevo ser humano» cuyo ego se fusiona completamente con su cuerpo es hablar de una creatura subhumana, no de una superhumana.

El ego, para llegar a desarrollarse, ha de negar, ha de ceñirse al tiempo, ha de detener al cuerpo. En otras palabras, el tipo de nuevo ser humano que quiere el propio Brown debería tener un ego para experimentar su cuerpo, lo que significa que el ego se ha de desvincular del cuerpo y oponerse a este. Esta es otra forma de decir que el niño ha de quedar bloqueado en su experiencia a fin de poder registrarla. Si no “detenemos” al niño, este no desarrollará demasiada conciencia de sí mismo, se convertirá en un autómata, en un reflejo de la superficie de su mundo jugando sobre su propia superficie. Tenemos una extensa documentación clínica para este tipo de carácter al que denominamos psicópata; fenomenológicamente conocemos esto a través del libro Experiencia y naturaleza de Dewey[14]. Toda la tesis de Brown se descalabra debido a un doble fallo: no sólo por su fracaso en comprender la verdadera psicodinámica de la culpa, sino también por darle la espalda a cómo el niño registra la experiencia en su cuerpo: la necesidad de desarrollar una forma dualista para poder ser un rico depositario de vida[15].

Para un pensador tan liberal y perspicaz como Brown, estos fallos son bastante raros, y nos damos cuenta de ellos con cierto reparo, sin querer hallar estos patentes lapsus en quien podemos considerar un pensador de dimensiones heroicas. No me siento tan mal cuando descubro estos lapsus en Marcuse, que reinterpreta a Freud de un modo mucho menos atrevido, pero que también presenta un nuevo tipo similar de ser humano desinhibido. Por una parte, Marcuse exige una revolución de antirrepresión porque sabe que no basta con cambiar la estructura de la sociedad para crear un nuevo mundo; la psicología del ser humano también ha de cambiar. Pero, por otra parte, admite que la antirrepresión es imposible, porque supone la muerte: «El brutal hecho de la muerte niega de una vez por todas la realidad de una existencia no represiva[16]». Las últimas páginas de este libro son una aceptación realista y lamentable de que el ego se ha de expandir más allá de los placeres del cuerpo para que los seres humanos puedan ser seres humanos. Pero el revolucionario socialista entregado que ansia un nuevo mundo y una nueva persona más que ninguna otra cosa, no puede aceptar la realidad que está viendo. Todavía cree en la posibilidad de algún tipo de “liberación final”, que suena también a pensamiento pasajero y superficial, que es lo que en realidad es. Marcuse incluso le da la espalda por completo a la experiencia de la vida y se deja llevar por sus abstracciones: «Los seres humanos pueden morir sin ansiedad si saben que lo que aman está protegido de la miseria y el olvido [por la nueva sociedad utópica[17]]». Como si las personas pudieran llegar a saberlo alguna vez, como si ustedes y yo pudiéramos estar seguros en cualquier instante de que nuestros hijos no serán aniquilados por un absurdo accidente, o de que todo el planeta no estallará en mil pedazos al colisionar con un meteorito gigante.

¿Por qué los pensadores brillantes se vuelven tan descuidados y echan a perder de este modo sus cuidadosos argumentos? Probablemente porque ven que su tarea es seria y de dimensiones gigantescas: la crítica de toda una forma de vida; y se ven a ellos mismos en un papel profético igualmente gigantesco: el de indicar otra, de una vez por todas, del modo menos comprometedor posible. Esta es la razón por la que su popularidad es tan grande: son profetas y simplificadores. Marcuse, al igual que Brown, quiere un indicador seguro de alienación, un centro en la naturaleza, y lo encuentra en la ideología y el temor a la muerte. Al ser un verdadero revolucionario, quiere cambiar esto en vida, quiere ver el nacimiento de un nuevo mundo. Está tan entregado a esta empresa que no se permite detenerse a mitad de camino y seguir según las implicaciones de sus propias reservas sobre la antirrepresión, sus propias admisiones respecto al hecho inevitable de la muerte; el temor a la muerte es sin duda más profundo que la ideología. Admitir esto haría que toda su tesis fuera ambigua, y ¿qué revolucionario querría eso? Tendría que proponer un programa que no fuera totalmente revolucionario, que permitiera la represión, que se cuestionara en qué se van a convertir los seres humanos, que vea cómo inevitablemente estos van en contra de sus propios intereses, cómo han de negar la vida y el placer, seguir sistemas de heroísmo irracionales —q u e existe un demonismo en los asuntos humanos que ni siquiera la más grande y demoledora revolución puede deshacer—. Con un reconocimiento semejante, Marcuse sería una anomalía —un “revolucionario trágico”— y echaría a perder su papel como profeta sincero. ¿Quién puede esperar que haga eso?

No vale la pena dar vueltas en torno a las falacias de los revolucionarios de la antirrepresión; podríamos seguir y seguir, pero siempre volveríamos al mismo tema básico: la imposibilidad de vivir sin represión. Nadie ha defendido esta imposibilidad con mayor autoridad y estilo que Philip Rieff en su reciente trabajo, y en lo que a mí concierne podríamos zanjar el asunto[18]. Le da un giro de ciento ochenta grados a todo el movimiento diciendo: la represión no es una falsificación del mundo, es la “verdad” —la única verdad que el ser humano puede conocer, puesto que no puede experimentarlo todo—, Rieff nos está devolviendo al freudianismo básico, a una aceptación estoica de los límites de la vida, de sus cargas y de nosotros mismos. En una frase especialmente bonita, lo describe como sigue:

Las cruces más pesadas son las internas, y las personas hacen que así sea, descansando sobre ese esqueleto, pueden llevar la carga de su carne. Bajo el signo de esta cruz interna, se logra cierta distancia interior del deseo infantil de serlo y tenerlo todo[19].

La visión de Rieff es la clásica: que para gozar de una existencia verdaderamente humana han de existir unos límites, y que lo que llamamos cultura o superego es quien los pone. La cultura es un compromiso con la vida que hace que la vida humana sea posible. Cita la revolucionaria frase de Marx: «No soy nada y debería serlo todo». Para Rieff, esta es la forma de hablar inconsciente infantil y pura. Aunque yo prefiera, al igual que Rank, llamarla la conciencia neurótica —el “todo o nada” de la persona que no puede “parcializar” su mundo—. Uno sale con una ilimitada megalomanía, trascendiendo todos los límites, o se queda estancado en un estado larval como un auténtico pecador indigno. No existe ningún equilibrio estable del ego para limitar la dosis de realidad que podemos admitir, o para crear los resultados de nuestros propios poderes.

Si en la vida hay una limitación trágica, también existe la posibilidad. Lo que llamamos madurez es la habilidad de ver ambas cosas con un cierto grado de equilibrio donde podamos encajar de una manera creativa. Como dijo Rieff: «El carácter es la forma restrictiva de la posibilidad[20]». De nuevo, todo se reduce al hecho de que los profetas de la antirrepresión sencillamente no han comprendido la naturaleza humana; conciben una utopía con una libertad perfecta de la restricción interna y de la autoridad externa. Esta idea se opone al dinamismo fundamental de la falta de libertad que hemos descubierto en cada individuo: la universalidad de la transferencia. Este hecho no le pasa por alto a Rieff, que se da cuenta de que las personas necesitan la transferencia porque les gusta ver su moralidad encamada, necesitan algún tipo de punto de apoyo en el interminable flujo de la naturaleza:

Las abstracciones nunca servirán. Los términos de Dios se han de ejemplificar […]. Los seres humanos anhelan que sus principios se encamen en personajes que puedan representar, mediadores selectivos reales entre ellos mismos y el politeísmo de la experiencia[21].

Este fracaso de conducir la psicodinámica hasta sus límites es la barrera que ninguno de los utópicos puede saltar; al final acaba viciando sus mejores argumentos. También recuerdo el escrito extraordinariamente eficaz de Alan Harrington sobre el miedo a la muerte como causa principal de la conducta humana. Al igual que Brown, expone una tesis totalmente fantasiosa y autoengañosa sobre las ideas más perspicaces y perjudiciales. ¿Es el miedo a la muerte el enemigo? Entonces, la cura es evidente: abolir la muerte. ¿Es esto una fantasía? No, responde él, la ciencia está trabajando en ello; indiscutiblemente, puede que no sea capaz de acabar con ella por completo, pero podemos prolongar mucho la vida —¡quién sabe cuánto al final!—. Podemos concebir una utopía donde las personas gocen de una vida tan larga que el temor a la muerte desaparezca, y con ello la malévola agresividad que ha acechado al ser humano de manera tan destructiva y humillante a lo largo de toda su historia y que ahora promete conducirle a una autoderrota total. Los seres humanos podrán, pues, vivir en un “eterno ahora” de puro placer y paz, convertirse en las verdaderas creaturas divinas que tienen el potencial de ser[22].

De nuevo, los modernos utópicos prosiguen con el sueño unilateral de la Ilustración. Condorcet tuvo una visión idéntica en 1794.

[…] llegará un día en que la muerte no sea más que el efecto de accidentes extraordinarios o del lento y gradual deterioro de los poderes vitales: y la duración del intervalo entre el nacimiento del ser humano y su deterioro no tenga un límite asignable[23].

Pero Choron nos alerta sobre esta visión yendo justo al blanco y destruyéndola: «la postergación de la muerte no es una solución al problema del miedo a esta […] seguirá prevaleciendo el miedo a morir prematuramente[24]». El virus más pequeño o el accidente más estúpido privaría al ser humano no de 90 años sino de 900, y entonces resultaría 10 veces más absurdo. El fallo de Condorcet de comprender la psicodinámica fue perdonable, pero no el de Harrington hoy en día. Si algo es diez veces más absurdo, es diez veces más temible. En otras palabras, la muerte estaría “hiperfetichizada” como fuente de peligro, y los seres humanos con la utopía de la longevidad serían todavía menos expansivos y pacíficos que hoy.

Veo esta utopía de una manera que se asemeja a las creencias de muchas sociedades primitivas. Estas negaron que la muerte fuera el final de la experiencia y creyeron que era el ritual último para acceder a otra forma de vida superior. Esto también significaba que los espíritus invisibles de los muertos tenían poder sobre los vivos, y si alguien moría prematuramente, se pensaba que era a causa de espíritus malévolos o de haber roto un tabú. La muerte prematura no llegaba como un accidente impersonal. Este razonamiento suponía que la persona primitiva daba prioridad a las formas de evitar la mala voluntad y la mala acción, que es la razón por la que parece haber circunscrito sus actividades, a menudo en formas compulsivas y fóbicas[25]. La tradición ha puesto una pesada carga sobre los seres humanos. La persona utópica vive en el mismo “eterno presente” de los primitivos, pero, sin duda, también con la compulsión y fobia real. A menos que estemos hablando de la verdadera inmortalidad, estaremos refiriéndonos a la mera intensificación de las defensas del carácter y a las supersticiones del ser humano. Curiosamente, el propio Harrington parece sentir esto, cuando especula sobre el tipo de dioses que adorarían los utópicos:

[…] los niños de la eternidad pueden adorar variaciones de la Suerte o de Eso que no puede ser controlado […]. La Suerte será […] la única cosa que pueda matarles, y por esta razón puede que se arrodillen ante ella […]. [Ellos] pueden realizar ceremonias ante el futuro equivalente de una gigantesca máquina tragaperras o ruleta[26].

¡Algunas creaturas parecidas a dioses! La falacia en todo este utopismo estéril es que el temor a la muerte no es el único motivo de la vida; la trascendencia heroica, la victoria sobre el mal de la humanidad en general para las generaciones futuras, la consagración de nuestra existencia a fines superiores, estos motivos son igualmente vitales y son lo que confieren al animal humano su nobleza incluso ante sus temores animales. El hedonismo no es heroísmo para la mayoría de las personas. Los paganos en el mundo antiguo no se dieron cuenta de eso y salieron perdiendo con el “odioso” credo judeocristiano. En la actualidad, tampoco nos damos cuenta de ello y vendemos nuestras almas al capitalismo de consumo o al comunismo de consumo, o bien substituimos nuestras almas con la psicología, como dijo Rank. La psicoterapia es hoy en día algo que está tan en boga porque las personas quieren saber por qué son infelices con el hedonismo y buscan las faltas en su interior. La antirrepresión se ha convertido en la única religión después de Freud, como tan bien expuso Philip Rieff en su libro; es evidente que no se dio cuenta de que este argumento era una actualización y expansión de lo mismo que Rank había defendido respecto al papel histórico de la psicología[27].

Los límites de la psicoterapia

Puesto que ya hemos hablado de este problema en el capítulo 4, donde abordamos por vez primera el dilema de la vida, vamos a refrescar la memoria en esta conclusión. Hemos visto que, en realidad, no había forma de superar el verdadero dilema de la existencia, el del animal mortal que al mismo tiempo es consciente de su mortalidad. Una persona se pasa años intentando conseguir prestigio, desarrollando su talento, sus dones únicos, perfeccionando sus discriminaciones respecto al mundo, ampliando y agudizando antojos, aprendiendo a soportar las decepciones de la vida, madurando, curtiéndose, para ser por fin una creatura única en la naturaleza, que destaca por su dignidad y nobleza y que trasciende la condición animal; que ya no se deja arrastrar, que ya no es un reflejo, ni ha salido de un molde. La verdadera tragedia, como escribió André Malraux en La condición humana, es que cuesta sesenta años de increíbles esfuerzos y sufrimientos crear a un individuo así, y entonces sólo sirve ya para morir. Esta dolorosa paradoja no se le pasa por alto a la persona, a ella menos que a nadie. Se siente angustiosamente única y, sin embargo, sabe que nada importa en lo que a los fines últimos se refiere. Ha de avanzar como el saltamontes, aunque eso lleve más tiempo.

Hemos dicho que la cuestión era que, incluso con el desarrollo y liberación personal más elevado, la persona se enfrenta a la verdadera desesperación de la condición humana. De hecho, gracias a ese desarrollo sus ojos se abren a la realidad de las cosas; no puede regresar a las comodidades de una vida segura y protegida. La persona se encuentra atascada en toda la problemática de sí misma y, a pesar de todo, no puede confiar en ella para encontrarle un sentido. Para una persona así, como dijo Camus: «el peso de los días es terrible». ¿Qué significa entonces cuando en el capítulo 4 mencionamos frases que sonaban bien como «conocimiento del ser», «persona plenamente centrada», «humanismo pleno», «la dicha de las experiencias cumbre» u otras, a menos que califiquemos seriamente estas ideas con la carga y el temor que también conllevan? Por último, con estas cuestiones hemos visto que podemos poner en duda las pretensiones de toda la empresa terapéutica. ¿Qué dicha y alivio pueden proporcionar a las personas totalmente despiertas? Una vez aceptas la situación verdaderamente desesperada en la que se encuentra el ser humano, te das cuenta no sólo de que la neurosis es normal, sino que incluso el fracaso psicótico representa meramente un pequeño empujón adicional en la rutina de tropezar en la senda de la vida. Si la represión hace que una vida insostenible se pueda vivir, para algunas personas el autoconocimiento puede destruirla por completo. Rank daba mucha importancia a este problema y habló sobre él con profundidad. Me gustaría citarle aquí de forma extensa con una reflexión psicoanalítica inusualmente madura y sobria que resume lo mejor de la imagen estoica del mundo que tenía Freud:

Una mujer viene a visitarse; ¿qué le pasa? Padece algunos síntomas intestinales, dolorosos ataques debidos a algún tipo de trastorno intestinal. Lleva ocho años enferma y ha probado todos los tratamientos físicos […]. Ha llegado a la conclusión de que debe tratarse de algún conflicto emocional. No esta casada, tiene treinta y cinco años. Me da la impresión (y ella misma lo admite) de que está bastante bien adaptada. Vive con una hermana casada; se llevan bastante bien. Disfruta de la vida y va al campo en verano. Tiene algunos problemas de estómago; por qué no dejarlos estar, le digo, porque si podemos erradicar esos ataques que aparecen cada dos semanas aproximadamente, no sabemos qué problema puede ocultarse tras ellos. Probablemente, este mecanismo de defensa sea su forma de regularse; probablemente, este sea el precio que ha de pagar. Nunca se casó, nunca amó y nunca desempeñó su papel. No podemos tenerlo todo, probablemente tenga que pagar ese precio. Al fin y al cabo, ¿qué pasa si de vez en cuando padece estos ataques de indigestión? A mí también me pasa algunas veces, a usted probablemente también y no por causas físicas, como bien sabe. Tenemos dolores de cabeza. En otras palabras, no es una cuestión de si somos capaces de curar a un paciente, de si podemos o no, sino de si debemos hacerlo[28].

Ninguna vida orgánica puede autoexpandirse sin más en todas direcciones; todos debemos recluirnos en nosotros mismos en algún área, pagar algún precio severo por nuestros miedos y limitaciones naturales. Sería correcto decir, al igual que Adler, que la enfermedad mental se debe a «problemas en el vivir», pero hemos de recordar que la propia vida es un problema insuperable.

Esto no quiere decir que la psicoterapia no pueda ofrecer grandes regalos a las personas torturadas y abrumadas e incluso una dignidad añadida a cualquiera que valore el conocimiento de sí mismo y lo sepa utilizar. La psicoterapia puede hacer que las personas se reafirmen, que rompan los ídolos que restringen su autoestima, que se liberen de la carga de la culpa neurótica; la culpa extra apilada sobre la culpa existencial natural. Puede disipar la desesperación neurótica, la desesperación que procede de centrarse en exceso en la propia seguridad y satisfacción. Cuando una persona se vuelve menos fragmentada, menos bloqueada y encerrada, experimenta verdadera dicha: el gozo de descubrir más de sí misma, de liberarse de la coraza y de los reflejos que la atan, de arrojar las cadenas de la dependencia indiscriminada y autoengañosa, de controlar sus propias energías, de descubrir aspectos del mundo, de la experiencia intensa en el momento presente que ahora está más libre de percepciones prefijadas, de nuevas posibilidades de elección y de acción, y así sucesivamente. Sí, la psicoterapia puede hacer todas estas cosas, pero hay muchas otras que no puede hacer, y no se ha dicho lo bastante. A menudo, la psicoterapia parece prometer la Luna: una dicha más constante, un deleite, una celebración de la vida, el amor perfecto y la libertad perfecta. Parece prometer que es fácil conseguir estas cosas, una vez se ha logrado el autoconocimiento, que son cosas que deberían y pueden caracterizar toda nuestra conciencia de vigilia. Como dijo una paciente que acababa de finalizar un curso sobre la terapia del «grito primordial»: «Me siento estupendamente y de maravilla, pero esto no es más que el principio, espere a verme dentro de cinco años, ¡será tremendo!». Sólo cabe esperar que no sea demasiado desgraciada. No todo el mundo es tan sincero como Freud cuando dijo que curaba las miserias del neurótico sólo para descubrirle la miseria normal de la vida. Sólo los ángeles conocen la dicha incondicionada o son capaces de soportarla. Sin embargo, vemos los libros de los sanadores mentales con sus llamativos títulos: ¡Dicha!, Despertar y cosas por el estilo; los vemos en persona en las salas de conferencias o en grupos, emanando su peculiar marca de firme bienestar interior, de modo que transmita su inconfundible mensaje: si nos dejas, podemos hacer esto por ti. Nunca les he oído hablar de los peligros de la liberación total que dicen ofrecer; es decir, llevar un cartelito al lado del que anuncia la dicha, con una inscripción que dijera «Peligro: auténtica probabilidad de despertar al terror y al pavor, del que no hay regreso». Sería más honesto y también les liberaría de parte de su culpa por los suicidios que a veces se producen en las terapias.

Pero también sería muy difícil tomar toda la receta para el paraíso en la Tierra y hacerla ambigua; no se puede ser un buen profeta con un mensaje que medio se contradice, especialmente si necesita clientes que paguen o devotos admiradores. Los psicoterapeutas quedan atrapados en una cultura contemporánea y están obligados a formar parte de ella. El comercialismo industrial prometió al occidental el paraíso en la Tierra, descrito con gran detalle en el mito de Hollywood, que substituyó al paraíso en el Cielo del mito cristiano. Y ahora la psicología ha de remplazados a ambos con el mito del paraíso a través del autoconocimiento. Esta es la promesa de la psicología que la mayoría de los psicoterapeutas están obligados a vivir y a encarnar. Pero fue Rank quien vio la falsedad de esta reivindicación. «La psicología como autoconocimiento es autodecepción», dijo, porque no ofrece a la persona lo que esta quiere, que es la inmortalidad. Nada podría ser más sencillo. Cuando el paciente sale de su cascarón de protección, abandona la ideología reflexiva de la inmortalidad con la cual ha vivido, tanto en su forma personal-parental (viviendo bajo los poderes protectores de los padres o tutores) como en su forma cultural causa-sui (viviendo según las opiniones de los demás y en el simbólico papel-representación de la sociedad). ¿Qué nueva ideología sobre la inmortalidad puede aportar el autoconocimiento de la psicoterapia para substituir esto? Evidentemente, ninguna procedente de la psicología, a menos, como dijo Rank, que esta se convierta en el nuevo sistema de creencia.

Creo que sólo hay tres formas en las que la psicología se puede convertir en un adecuado sistema de creencia. Uno de ellas es ser un genio creativo como psicólogo y utilizar la psicología a modo de vehículo de la inmortalidad para uno mismo, como Freud y otros psicoanalistas han hecho. Otra, es utilizar el lenguaje y los conceptos de la psicoterapia en gran parte de nuestro estado de vigilia, de modo que se convierta en un sistema de creencia vivido. Esto solemos verlo, puesto que los pacientes analizan sus motivos en todas las situaciones en las que se sienten ansiosos: «esto ha de ser la envidia del pene, esto ha de ser una atracción incestuosa, el miedo a la castración, rivalidad edípica, perversidad polimórfica», etcétera. Conocí a una persona joven que se estaba volviendo loca y perversa intentando vivir el vocabulario motivacional de la nueva religión freudiana. Pero de algún modo, esta actitud es forzada puesto que la religión es una experiencia y no un mero conjunto de conceptos intelectuales sobre los que meditar; se ha de vivir. Como agudamente señaló el psicólogo Paul Bakan, esta es una de las razones por las que la psicoterapia se ha apartado del modelo freudiano intelectual y se ha acogido al nuevo modelo experiencial[29]. Si la psicología ha de ser la religión moderna, entonces habrá de reflejar la experiencia vivida, ha de apartarse de la mera charla y del análisis intelectual para llegar al verdadero grito en el que se expresen los «traumas del nacimiento» y de la infancia, la representación de los sueños y de la hostilidad, y así sucesivamente. Lo que se consigue con esto es convertir la hora de psicoterapia en una experiencia ritual: una iniciación, una excursión sagrada hacia un reino sagrado y tabú. El paciente se empapa de otra dimensión de la vida, una que antes no conocía y que ni tan siquiera sospechaba, en verdad una «religión de misterio» separada del mundo secular cotidiano; adopta conductas muy esotéricas y que permiten la expresión de aspectos de su personalidad que jamás pensó que expresaría, o que ni tan siquiera imaginó que poseía. Al igual que en cualquier religión, el adepto «jura por» ella porque la ha vivido; la terapia es «cierta» porque es una experiencia vivida explicada mediante conceptos que parecen perfecta mente aptos para esta, que dan forma a lo que en realidad está experimentando.

La tercera y última forma es una mera extensión y sofisticación de esto. Es tomar la psicología y sumirla con asociaciones religiosas y metafísicas, de modo que en verdad se convierta en un sistema de creencia religioso con cierta amplitud y profundidad. Al mismo tiempo, el propio psicoterapeuta emana el estable y tranquilo poder de la transferencia y se convierte en la figura —guru de la religión. No es de extrañar que veamos semejante proliferación de gurus psicológicos en nuestros tiempos. Es el perfecto desarrollo lógico de la fetichización de la psicología como sistema de creencia. Amplía ese sistema a su dimensión necesaria, que es la inmortalidad y el poder ensalzador de vida que la acompaña. Este poder se manifiesta de dos formas: con los conceptos de la religión y concretamente con la persona del guru-terapeuta. No es una coincidencia que una de las formas más populares de terapia hoy en día —la llamada terapia Gestalt— pase por alto en su mayor parte el problema de la transferencia, como si uno pudiera esquivarlo dándole la espalda[30]. De hecho, lo que está sucediendo es que el aura de la infalibilidad del guru permanece intacta y proporciona un abrigo automático para el profundo anhelo de protección y confianza que manifiesta el paciente. Tampoco es casualidad que los terapeutas que practican estas guru-terapias se presenten con barbas y peinados a modo de halo, para aparentar el papel que representar.

No estoy insinuando en absoluto que esto sea una farsa, sino simplemente que las personas tienden a quedarse atrapadas en la idoneidad de las panoplias que utilizan y necesitan. Si vemos la religión terapéutica como una necesidad cultural, entonces el idealismo más elevado será intentar cumplir esa necesidad en cuerpo y alma. Por otra parte, aun con las mejores intenciones, la transferencia es, queramos o no, un proceso de adoctrinamiento. Muchos psicoanalistas, como ya sabemos, intentan muy conscientemente analizar la transferencia; otros tratan de restarle importancia. A pesar de todos los esfuerzos, el paciente suele convertirse de alguna manera en un esclavo admirador de la persona y de las técnicas para su liberación, por insignificante que esta sea. Ya sabemos que una de las razones por las que la influencia de Freud sobre las ideas fue tan fuerte que muchos de los principales pensadores de nuestro tiempo se sometieron al análisis freudiano y salieron con una implicación personal y emocional respecto a la visión del mundo que tenía Freud.

La cuestión respecto a la transferencia es que se arraiga de forma muy sutil, mientras parece que la persona está con los pies bien asentados en el suelo. Una persona puede ser adoctrinada en una visión del mundo que llega a creer sin sospechar que puede que la haya aceptado debido a su relación con su terapeuta o maestro. Vemos esto en una forma muy sutil en aquellas terapias que intentan conseguir que el ser humano vuelva a entrar en contacto con su propio “yo auténtico”, es decir, con los poderes prístinos que están encerrados en su interior. Se impone a la persona que conecte con estos poderes, con este interior de la naturaleza, que profundice en la subjetividad de su organismo. La idea es que a medida que uno se va deshaciendo de la fachada social, de las defensas del carácter, de las ansiedades inconscientes, entonces llega a su “verdadero yo”, la fuente de la vitalidad y creatividad que reside más allá del escudo neurótico del carácter. Para que la psicología se convierta en un sistema de creencia completo, todo lo que ha de hacer el terapeuta es tomar las palabras de las profundidades internas de la personalidad de las religiones místicas tradicionales: se puede llamar de varias formas «el gran vacío», la «alcoba interior» del taoísmo, el «reino de la esencia», el origen de las cosas, el «Ello», lo «Inconsciente Creativo» o de cualquier otro modo.

Todo esto parece la mar de lógico, factual y auténtico para la naturaleza: el ser humano se quita la coraza y despliega su propio yo interior, las energías primarias del reino de su existencia donde él se afianza. La persona no es, al fin y al cabo, su propia creadora; en todo momento depende del funcionamiento de su psicoquímica y, por debajo de eso, de su estructura atómica y subatómica. Estas estructuras contienen los inmensos poderes de la naturaleza, y, por eso, resulta lógico decir que constantemente estamos siendo «creados y mantenidos» gracias al «invisible vacío». ¿Cómo puede uno ser engañado por la terapia si te devuelven a estas realidades primarias? En técnicas como el Zen es evidente que la iniciación al mundo del «Ello» se realiza mediante un proceso de ruptura y reintegración. Este proceso se parece bastante a la terapia occidental donde se arranca la máscara de la sociedad y se relaja la agresividad. En el Zen, sin embargo, son los poderes primarios los que se supone que ahora han de ocupar su lugar, actuar a través de la persona a medida que esta se abre a ellos, que se convierte en su herramienta y en su vehículo. En la arquería Zen, por ejemplo, el arquero ya no es el que lanza la flecha para dar en el blanco, sino que es el «Ello» que dispara; el interior de la naturaleza hace erupción en el mundo a través del perfecto desapego del discípulo y libera la cuerda. En primer lugar, el discípulo ha de atravesar un largo proceso de sintonización con su interior, que se produce mediante una larga supeditación al maestro, de quien es discípulo durante toda su vida, un converso a su visión del mundo. Si el discípulo es afortunado, puede que hasta consiga uno de los arcos del maestro, que encierra sus poderes espirituales personales; la transferencia se sella en un regalo concreto. En el discipulado hinduista, la persona se retira con un maestro sin el cual, generalmente, se encuentra perdido y no puede funcionar; necesita al maestro periódicamente, su foto, sus mensajes a través de la correspondencia o al menos la técnica exacta que utilizó el maestro: la postura sobre la cabeza, la respiración, etcétera. Esto se convierte en el medio mágico y fetichizado para recobrar el poder de la figura de la transferencia, de modo que, cuando lo pone en práctica, todo va bien. El discípulo ya puede valerse por sí mismo, ser «él mismo».

La fusión de la psicología y de la religión no sólo es lógica, sino necesaria para que la religión funcione. No hay modo de permanecer en el propio centro sin apoyo exterior, sólo que ahora este apoyo se hace creer que procede de dentro. La persona está condicionada a funcionar bajo su propio control, desde su propio centro, desde los poderes espirituales que brotan de su interior. En realidad, el apoyo procede de la certificación de la transferencia del guru de que lo que el discípulo está haciendo es verdadero y bueno. Incluso las terapias corporales de recondicionamiento, como la del una vez célebre F. M. Alexander, hoy en día salpican libremente su terapia con ideas del Zen y citan su afinidad con personas como Gurdjieff. No parece que exista una manera de hacer que el cuerpo se reintegre sin darle algún tipo de poder sustentador mágico; al menos, no existe una forma mejor de ganar adeptos entregados a una religión que haciendo que esta sea verdaderamente religiosa[31].

No es de extrañar que cuando las terapias reducen al ser humano a su desnuda soledad, a la verdadera naturaleza de la experiencia y del problema de la vida, entran en una especie de metafísica del poder y de la justificación del más allá. ¿Cómo se puede quedar allí una persona temblando y sola? Ofrécele la posibilidad del contacto místico con el vacío de la creación, el poder del «Ello», su afinidad con Dios, o al menos el apoyo de un guru que avalará estas cosas en su propia persona imponente y de aspecto armonioso. El ser humano ha de buscar el apoyo en un sueño, en una metafísica de esperanza que le sostenga y haga que su vida valga la pena. Hablar de la esperanza es enfocar correctamente el problema. Nos ayuda a comprender por qué incluso los grandes pensadores que llegaron al fondo de los problemas humanos no podían estar satisfechos con la visión de la naturaleza trágica del sino del ser humano que ofrece este conocimiento. En la actualidad, conocemos bien de qué modo Wilhelm Reich prosiguió con la Ilustración en dirección a una fusión de Freud con el criticismo social marxista, para llegar por fin al orgón, la energía cósmica primigenia. O cómo Jung escribió una apología para el texto de la antigua magia china, el I Ching. En esto, como mordazmente ha argüido Rieff, estos hombres son de una talla inferior que su maestro el gran Freud estoico[32].

Los límites de la naturaleza humana

En nuestra anterior discusión sobre lo que es posible para el ser humano, dijimos que una persona está atrapada en su carácter, que no puede evolucionar más allá de él o sin él. Si existe un límite en cuanto a lo que puede ser la persona, también hemos de llegar a la conclusión de que existe un límite incluso para lo que la terapia religiosa pueda hacer por ella. Pero los psicoterapeutas religiosos afirman justo lo contrario: que la fuerza vital puede brotar de forma milagrosa de la naturaleza, puede trascender el cuerpo que utiliza como vehículo y puede romper las ataduras del carácter humano. Dicen que el ser humano como es ahora puede ser un mero vehículo para la aparición de algo totalmente nuevo, un vehículo que puede ser trascendido por una nueva forma de vida humana. Muchas de las figuras destacadas del pensamiento moderno se encuentran dentro de esta mística, de cierta escatología de la inmanencia en la que las entrañas de la naturaleza brotarán dando vida a un nuevo ser. Jung escribió dicho argumento en su Respuesta a Job; la respuesta a las lamentaciones de Job fue que la condición humana no siempre sería la misma porque nacería un nuevo ser humano del útero de la creación. Erich Fromm se lamentaba3[33] una vez de que es una maravilla que no haya más gente loca, dado que la vida es una carga tan terrible, y luego escribió un libro titulado: Y seréis como dioses. Dioses rayando la locura, hemos de suponer.

Afortunadamente, no es necesario que nos adentremos en los aspectos metafísicos de este problema. Ahora es el centro de una revisión apasionada y al mismo tiempo fríamente intelectual por parte de algunas de nuestras mejores mentes críticas: no sólo de Rieff, sino también de Lionel Trilling y de John Passmore en una importante obra histórico-crítica[34]. Todo ello se puede sintetizar en los términos más sencillos y perspicaces: ¿cómo puede un animal controlado por el ego cambiar su estructura?; ¿cómo puede una creatura consciente de sí misma cambiar el dilema de su existencia? Sencillamente, no hay modo de trascender los límites de la condición humana, o de cambiar las condiciones estructurales psicológicas que hacen posible la humanidad. ¿Qué puede significar para algo nuevo surgir de semejante animal y triunfar sobre su naturaleza? Aunque los seres humanos han repetido esta noción desde los tiempos más remotos y de las formas más sutiles y pesadas, aunque movimientos enteros de acción social, así como de pensamiento, han inspirado tales ideas, siguen siendo pura fantasía, como bien nos ha recordado Passmore. A mí mismo me ha gustado utilizar ideas como desarrollar el «espíritu» del ser humano y la promesa de un «nuevo nacimiento», pero no creo que jamás las utilizara para conjurar una nueva creatura; más bien estaba pensando en un nuevo nacimiento que aportara nuevas adaptaciones, nuevas soluciones creativas a nuestros problemas, una nueva apertura para hacer frente a las trilladas percepciones sobre la realidad, nuevas formas de arte, música, literatura y arquitectura, que serían una continua transformación de la realidad, pero en el fondo sería el mismo tipo de creatura evolutiva, que fabrica sus peculiares respuestas para un mundo que seguiría trascendiéndole[*].

Si los psicoterapeutas y los científicos caen con tanta facilidad en la metafísica, no deberíamos culpar a los teólogos por hacer lo mismo. Pero irónicamente los teólogos hoy en día suelen ser los más cuerdos respecto a la inmanencia y sus posibilidades. Veamos a Paul Tillich: este también tenía su Nuevo Ser metafísico, la creencia en la aparición de un nuevo tipo de persona que estaría más en armonía con la naturaleza, menos impulsiva, más perceptiva, más en contacto con sus propias energías creativas y que podría proseguir formando comunidades genuinas para sustituir las colectividades de nuestro tiempo, comunidades de personas más auténticas en lugar de creaturas objetivas creadas por nuestra cultura materialista. Pero Tillich se hacía menos ilusiones respecto a este Nuevo Ser que la mayoría de los religionistas psicoterapeutas. Vio que la idea en realidad era un mito, un ideal hacia el cual se había de trabajar y realizar parcialmente. No era una verdad fija en las entrañas de la naturaleza. Este punto es crucial. Y así lo expuso con toda sinceridad: «El único argumento para la verdad de este evangelio de un Nuevo Ser es que el mensaje se convierta en realidad[35]». O como diríamos en la ciencia del ser humano, es un mandato típico-ideal[36].

Creo que toda la cuestión de lo que es posible para la vida interior de una persona fue bellamente resumido por Suzanne Langer en la frase «el mito de la vida interior[37]». Ella utilizó este término en relación a la experiencia de la música, pero parece poderse aplicar a toda la metafísica del inconsciente, de la aparición de nuevas energías desde el corazón de la naturaleza. Pero vamos a añadir rápidamente que este uso del término “mito” no se supone que haya de ser menospreciativo o que refleje una “ilusión” simple. Como explicó Langer, algunos mitos son vegetativos, generan un verdadero poder conceptual, una verdadera aprehensión de una tenue verdad, algún tipo de presagio global de lo que perdemos mediante la razón analítica y aguda. Principalmente, como han dicho William James y Tillich, las creencias respecto a la realidad afectan a las acciones reales de las personas: ayudan a introducir lo nuevo en el mundo. Esto es sobre todo cierto para las creencias respecto al ser humano, la naturaleza humana y en lo que puede llegar a convertirse. Si hay algo que influya en nuestros esfuerzos por cambiar el mundo, entonces en cierta medida conseguirá hacerlo. Esto ayuda a explicar una de las cosas que nos deja perplejos respecto a los profetas psicoanalíticos como Erich Fromm; nos preguntamos cómo pueden olvidar con tanta facilidad los dilemas de la condición humana que limitan trágica mente los esfuerzos humanos. La respuesta es que han de dejar atrás la tragedia como parte de un programa para despertar algún tipo de esfuerzo creativo esperanzador en los seres humanos. Fromm ha argumentado con elegancia la tesis de Deweyan de que puesto que la realidad es parcialmente el resultado del esfuerzo humano, la persona que se enorgullece de ser una «realista empedernida» y que se reprime de realizar acciones esperanzadoras, en realidad está abdicando de la tarea humana[38]. Este énfasis en el esfuerzo, la visión y la esperanza humanas a fin de ayudar a dar forma a la realidad, me parece que en gran medida exonera a Fromm de los cargos de que en «el fondo es un rabino» que se ve impelido a redimir al ser humano y no puede dejar ser al mundo. Si la alternativa es la aceptación fatalista de la condición humana actual, entonces todos somos rabinos, o mejor sería que lo fuéramos.

Pero una vez decimos esto, una vez damos un argumento pragmático para un mito creativo, este no nos exime tan fácilmente de la naturaleza del mundo real. Lo único que consigue es hacer que nos sintamos más incómodos con los religionistas terapéuticos. Si vamos a tener un mito del Nuevo Ser, entonces, al igual que Tillich, tendremos que usarlo como un llamamiento hacia el esfuerzo más difícil y superior, en vez de serlo hacia la dicha simple. Un mito creativo no es sencillamente una reincidencia en una ilusión cómoda; ha de ser lo más atrevida posible para ser verdaderamente generativa.

Lo que caracteriza a las reflexiones de Tillich respecto al Nuevo Ser es que en él no existe lo absurdo. Tillich quiere decir que el ser humano ha de tener el «valor para ser él mismo», valerse por sí mismo, enfrentarse a las eternas contradicciones del mundo real. La meta atrevida de este tipo de valor es absorber en nuestro propio ser la máxima cantidad de no-ser. Como un ser, como una extensión de toda la Existencia, el ser humano posee un impulso orgánico: asumir en su propia organización la máxima cantidad de la problemática de la vida. Su vida diaria se convierte, entonces, en un verdadero deber de proporciones cósmicas, y su valor para enfrentarse a la ansiedad del sinsentido se toma en un auténtico heroísmo cósmico. Ya no hace la voluntad de Dios, ya no instala una figura imaginaria en el Cielo. Más bien intenta alcanzar en su persona lo que los poderes creativos del Ser emergente han logrado hasta ahora en formas de vida inferiores: la superación de aquello que negaría la vida. El problema del sinsentido es la forma en que el no-ser se manifiesta en nuestro tiempo; entonces, dice Tillich, la tarea de los seres conscientes en la cima de su destino evolutivo es conocer y vencer este nuevo obstáculo para la vida sensible. En este tipo de ontología de la inmanencia de un Nuevo Ser, lo que estamos describiendo no es una creatura que es transformada y que a su vez transforma el mundo de formas maravillosas, sino una creatura que asume más del mundo dentro de sí misma y desarrolla nuevas formas de valor y resistencia. No dista mucho del ideal ateniense expresado en Edipo, o de lo que significaba para Kant ser una persona. Al menos este es el ideal para una nueva clase de ser humano; muestra por qué el mito de Tillich de estar «verdaderamente centrado» en las propias energías es radical. Apunta a todas las evasiones y egocentrismos de la persona: que siempre forma parte de algo o de alguien, cobijándose en los poderes ajenos. La transferencia, aun después de admitir sus dimensiones necesarias e ideales, refleja una traición universal de los propios poderes de la persona, que es la razón por la que siempre está enterrada bajo las grandes estructuras sociales. Ella contribuye a las propias cosas que la esclavizan. La crítica de las guru-terapias también se detiene aquí: no se puede hablar de un ideal de libertad a la vez que este se abandona voluntaria mente. Este hecho volvió a Koestler en contra de Oriente[39], del mismo modo que también condujo a Tillich a afirmar que el misticismo oriental no era para el occidental. Es una evasión del valor de ser; evita la absorción del sin sentido máximo dentro de uno mismo[40][*]. La observación de Tillich es que la experiencia mística parece acercarse a la fe perfecta, pero no lo es. Al misticismo le falta justamente el elemento del escepticismo, y el escepticismo es una experiencia más radical, una confrontación más humana del potencial de lo sinsentido. No hemos de olvidar que durante mucho tiempo, el misticismo, como se ha practicado popularmente, se fusiona con un sentido de omnipotencia mágica: en realidad, es una defensa maníaca y una negación de la creaturabilidad[41].

De nuevo, estamos hablando de los ideales más altos, que siempre parecen los más irreales, pero ¿cómo podemos conformamos con menos? Necesitamos los mitos creativos más atrevidos, no sólo para impulsar a los seres humanos, sino también o quizás para ayudar a las personas a ver la realidad de su condición. Hemos de ser lo más perseverantes posible respecto a la realidad y la posibilidad. Desde esta perspectiva, podemos ver que la revolución terapéutica suscita dos grandes problemas. El primero es en qué grado serán maduras, críticas y serias estas nuevas personas liberadas. ¿Cuánto han avanzado en dirección a la libertad genuina?; ¿cuánto han evitado el mundo real y sus problemas, sus propias amargas paradojas?; ¿cuánto han restringido su liberación al seguir aferradas a los demás, a las ilusiones o a las certezas? Si la revolución freudiana en el pensamiento moderno ha de significar algo, ha de ser que da a luz a un nuevo grado de introspección, así como de criticismo social. También vemos esto reflejado no sólo en la conciencia intelectual académica, sino también en la mentalidad popular, en las cartas y las columnas de consejos de los periódicos de gran circulación. ¿Dónde, hace 35 años, podíamos leer un consejo para el herido de amor que previniera a una joven contra su novio que por razones morales se había negado a hacer el amor con ella cuando esta se lo pidió, porque podría estar «proyectando» sobre ella su propia impotencia?

Esto suscita el segundo gran problema planteado por la revolución terapéutica, concretamente: ¿y qué más da? Incluso con numerosos grupos de personas verdaderamente liberadas, no podemos imaginar, ni en el mejor de los casos, que el mundo sea más agradable o menos trágico. Puede que aún fuera peor de formas que ni tan siquiera imaginamos. Como nos advirtió Tillich: el Nuevo Ser, bajo las condiciones y las limitaciones de la existencia, no haría más que traer a escena nuevas y más agudas paradojas, nuevas tensiones y desarmonías más dolorosas, un «demonismo más intenso». La realidad no tiene remordimientos porque los dioses no andan sobre la Tierra, y si los seres humanos pudieran convertirse en nobles depositarios de grandes abismos de no existencia, tendrían incluso menos paz que la que tenemos nosotros los inconscientes y agresivos seres humanos de hoy en día. Además, ¿puede algún ideal de la revolución terapéutica llegar a las grandes masas de este globo, a las mecánicas personas modernas de Rusia, a los casi mil millones de seguidores borregos en China, a las brutales e ignorantes poblaciones de casi todos los continentes? Cuando uno vive en el ambiente liberal de Berkeley, California, o en la intoxicación de las pequeñas dosis de desenfreno de un grupo terapéutico de su ciudad natal, está viviendo en un entorno invernadero que le excluye de la realidad del resto del planeta, de la forma en que realmente son las cosas en este mundo. Es esta megalomanía terapéutica la que rápidamente hemos de erradicar si no queremos ser unos perfectos idiotas. Los hechos empíricos del mundo no desaparecerán porque uno haya analizado su complejo de Edipo, como bien sabía Freud, o porque pueda hacer el amor con ternura, como muchos creen ahora. Olvidémosnos. En este sentido, vuelve a ser el pesimismo sombrío de Freud, especialmente de sus últimos escritos, como El malestar en la cultura, lo que le hace tan actual. Las personas están destinadas a vivir en un mundo abrumadoramente trágico y demoniaco.

La fusión de la ciencia y de la religión

La religión terapéutica jamás reemplazará a las religiones tradicionales con sus mensajes de judaísmo, de la mayor parte del cristianismo, del budismo y otras similares. Estas sostienen que el ser humano está destinado a su forma presente, que en realidad no puede evolucionar más, que cualquier cosa que pueda conseguir sólo podrá conseguirla desde el interior de su verdadera pesadilla, de su soledad en la creación y de las energías con las que ahora cuenta. Ha de adaptarse y esperar. El nuevo nacimiento le mantendrá funcionando, le ofrecerá una renovación constante, dice el cristianismo; y si posee una fe y honradez perfecta, y en suficiente cantidad como para transmitirla a sus semejantes, entonces, dicen los hebreos, será el propio Dios quien actúe. Las personas, mientras usan lo mejor de su inteligencia y esfuerzo, deben esperar poder asegurar su adaptación y supervivencia. Idealmente esperarán el milagro y el misterio en un estado de apertura, en la vivida verdad de la creación, que hará más fácil tanto la supervivencia como la redención, porque las personas no se sentirán tan impulsadas a destruirse ellas mismas y serán más como la imagen que complace a su Creador: creaturas llenas de asombro reverente intentando vivir en armonía con el resto de la creación. Hoy también añadiríamos que no tenderían tanto a envenenar al resto de la creación[42].

¿Qué queremos decir con la verdad auténtica de la creación? Hemos de entender el mundo como se presenta a las personas en una condición de desinhibición relativa; es decir, como se presentaría a las creaturas que evaluaran su verdadera punibilidad ante la imponencia y majestuosidad del universo, del inexplicable milagro de cada objeto creado; como probablemente se presentaba a los primeros seres humanos del planeta y a aquellos tipos con una sensibilidad especial que han desempeñado los papeles de chamanes, profetas, santos, poetas y artistas. Lo que resulta único sobre su percepción de la realidad es que está despierta al pánico inherente en la creación; Sylvia Plath, dio en alguna parte a Dios el apelativo de «Rey Pánico». Y curiosamente Pánico es el rey de lo grotesco. Qué podemos hacer en una creación en la que la actividad rutinaria de los organismos es descuartizar a otros con los dientes, de todas las maneras posibles: mordiendo, triturando carne, tallos de plantas y huesos entre los molares, engullendo vorazmente la pulpa hacia el esófago con fruición, incorporando su esencia en nuestro propio organismo para defecar después los residuos con fetidez nauseabunda y ventosidades. Todos intentando incorporar a otros que le resulten comestibles. Los mosquitos hinchándose con la sangre, los gusanos, las asesinas abejas atacando con furia y demonismo, los tiburones que siguen desgarrando y tragando mientras les están arrancando las entrañas, esto sin contar los descuartizamientos diarios y matanzas que se producen en accidentes “naturales” de todo tipo: un terremoto entierra vivos a setenta mil cuerpos en Perú, los automóviles forman una pirámide de casi cincuenta mil muertos al año sólo en los Estados Unidos, una marejada arrasa casi a un cuarto de millón de personas en el océano índico. La creación es una pesadilla espectacular que sucede sobre un planeta que durante cientos de millones de años se ha bañado en la sangre de todas sus creaturas. La conclusión más seria que podemos sacar sobre lo que ha estado sucediendo realmente durante casi tres mil millones de años es que se está convirtiendo en una vasta fosa de fertilizante. Pero el Sol distrae nuestra atención secando la sangre, haciendo que las cosas vuelvan a crecer y dando con su calidez la esperanza que acompaña el confort y la expansión del organismo. «Questo sol m’arde, e questo m’innamore», como dijo Miguel Ángel.

La ciencia y la religión se funden en una crítica del amortecimiento de la percepción de este tipo de verdad, y la ciencia nos engaña cuando está dispuesta a absorber toda la verdad vivida. Aquí, la crítica de toda la psicología conductista, de todas las manipulaciones de los seres humanos y de todo el utopismo coercitivo toca a su fin. Estas técnicas intentan hacer del mundo una cosa que no es: erradicar lo grotesco, inaugurar una condición humana “apropiada”. El psicólogo Kenneth Clark, en su discurso presidencial en la American Psychological Association, pidió alguna substancia química nueva para refrenar la agresividad humana y hacer del mundo un lugar menos peligroso. Los watsonianos, skinnerianos, pavlovianos, todos tienen fórmulas para suavizar las cosas. Incluso Freud —hombre de la Ilustración, como fue— quería ver un mundo más sano y parecía dispuesto a absorber la verdad vivida en la ciencia si eso fuera posible. Una vez hizo la reflexión de que para cambiar las cosas mediante la terapia se tendría que llegar a las masas y que la única forma de hacerlo sería mezclando el cobre de la sugestión con el oro del psicoanálisis. En otras palabras, coaccionar mediante la transferencia para la creación de un mundo menos malvado. Pero Freud, a medida que fue viendo que el mal del mundo no se encontraba sólo en el interior de las personas sino también en el exterior, en la naturaleza, se dio cuenta de que esa era la razón por la que en su último trabajo se volvió más realista y pesimista.

El problema con todos los manipuladores científicos es que de alguna manera no se toman la vida lo bastante en serio; en este sentido, toda ciencia es “burguesa”, un asunto de burócratas. Creo que tomarse la vida en serio significa algo como esto: que cualquier cosa que haga el ser humano sobre el planeta ha de hacerla en la verdad vivida del terror a la creación, a lo grotesco, al estrepitoso pánico que yace bajo cada cosa. De lo contrario, es un engaño. Todo lo que se consiga se ha de conseguir desde el interior de las energías subjetivas de las creaturas, sin anestesiarlas, experimentando toda la pasión, la visión, el dolor, el miedo y la pena. ¿Cómo sabemos —al igual que Rilke— que nuestra parte del sentido del universo puede que no sea un ritmo del pesar? La ciencia utópica y manipuladora, al anestesiar la sensibilidad humana, también priva a los seres humanos de lo heroico en su afán de victoria. Y también sabemos que en algunas formas muy importantes esto falsifica nuestra lucha vaciándonos, evitando que incorporemos el máximo de experiencias. Significa el fin de lo distintivamente humano, o incluso hasta podríamos decir, de lo distintivamente orgánico. En la misteriosa forma en que se nos concede la vida en evolución sobre este planeta, esta empuja en pro de su propia expansión. No la comprendemos sólo porque no conocemos el propósito de la creación; sólo notamos que la vida se agota en nosotros mismos y la vemos agitándose en los demás mientras se devoran mutuamente. La vida busca expandirse en una dirección desconocida por razones que desconocemos. Ni siquiera la psicología debería entrometerse en esta sacrosanta vitalidad, concluyó Rank. Este es el significado de su opción por lo «irracional» como la base de la vida; es una opción basada en la experiencia empírica. Existe una fuerza motriz tras un misterio que no podemos comprender, e incluye algo más que la razón. La necesidad del heroísmo cósmico, entonces, es sagrada y misteriosa y no está ni limpiamente ordenada ni racionalizada por la ciencia y el secularismo. La ciencia, al fin y al cabo, es un credo que ha intentado absorber y negar en sí mismo el miedo a la vida y a la muerte; y no es más que un competidor en el espectro de los papeles del heroísmo cósmico.

La persona moderna bebe y se droga apartada de la conciencia, o se pasa el día de compras, que es lo mismo. Pues la conciencia requiere unos tipos de dedicación heroica que esta cultura ya no puede ofrecerle, la sociedad consigue ayudarle a olvidar. La otra alternativa es encerrarse en la psicología, en la creencia de que la conciencia por sí sola será una especie de cura mágica para sus problemas. Pero la psicología nació con la ruptura de los heroísmos sociales compartidos; sólo se puede trascender con la creación de nuevos heroísmos que son básicamente asuntos de credo y voluntad, de dedicación a una visión. Lifton últimamente ha llegado a la misma conclusión, desde un punto de vista conceptual casi idéntico al de Rank[43]. Cuando un pensador como Norman Brown escribió su libro El cuerpo del amor, sus ideas acabaron confluyendo en este mismo punto. Se dio cuenta de que la única manera de trascender las contradicciones naturales de la existencia era en la trillada forma religiosa: proyectar nuestros problemas en una figura divina, ser curado por una trascendencia omniprotectora y omnijustificadora. Hablar en estos términos nada tiene que ver con el lenguaje de los religionistas psicoterapeutas. Rank no fue tan inocente ni tan mesiánico: vio que la orientación de los seres humanos ha de estar siempre más allá de sus cuerpos, ha de basarse en represiones saludables y encaminadas a ideologías sobre la inmortalidad explícitas, a mitos de trascendencia heroica[*].

Podemos concluir diciendo que un proyecto tan grande como la construcción mítico-científica de la victoria sobre la limitación humana no es algo que pueda ser programado por la ciencia. Lo que es más, procede de las energías vitales de masas de personas sudando en la pesadilla de la creación, y lo peor es que ni siquiera está en sus manos programarla. Quién sabe qué forma adoptará el impulso hacia adelante de la vida en tiempos venideros, o qué uso hará de nuestra angustiosa búsqueda. Lo máximo que cualquiera de nosotros puede parecer que hace es dar forma a algo —a un objeto o a nosotros mismos— y dejarlo caer en la confusión, ofrecérselo, por así decirlo, a la fuerza de la vida.