8. OTTO RANK Y LA CONCLUSIÓN DEL PSICOANÁLISIS DE KIERKEGAARD

Al individuo le resulta difícil darse cuenta de que existe una división entre sus necesidades espirituales y las puramente humanas y que la satisfacción o la realización de cada una de ellas ha de hallarse en diferentes esferas. Normalmente, en las relaciones modernas, donde una persona es deificada para juzgar el bien y el mal en la otra persona, estos dos aspectos están irremediablemente mezclados. A largo plazo, esta relación simbiótica se vuelve desmoralizadora para ambas partes, pues tan insoportable es ser Dios como un esclavo total.

OTTO RANK[1]

Una de las cosas que observamos cuando contemplamos la historia es que la conciencia de la creatura siempre está absorta en la cultura. La cultura se opone a la naturaleza y la trasciende. La cultura es en su intento más heroico la negación de la creaturabilidad. Pero esta negación es más eficaz en unas épocas que en otras. Cuando el ser humano vivía a salvo bajo el amparo de la imagen del mundo judeo-cristiano, formaba parte de un gran todo, dicho de otro modo, su heroísmo cósmico había sido completamente erradicado, era inequívoco. Procedía de un mundo invisible y aparecía en un mundo visible por la obra de Dios, realizaba su deber con él viviendo su vida con dignidad y fe, casándose como deber, procreando como deber, ofreciendo toda su vida —como hizo Cristo— al Padre. En compensación, era justificado por el Padre y recompensado con la vida eterna en la dimensión invisible. Poco importaba que la Tierra fuera un valle de lágrimas, de horribles sufrimientos, de inconmensurables, tortuosas y humillantes mezquindades diarias, de enfermedad y de muerte, un lugar al que el ser humano sentía que no pertenecía, «el lugar equivocado», como dijo Chesterton[2], el lugar del que no se podía esperar nada, lograr nada por una mismo. Poco importaba porque le servía a Dios y también al servidor de Dios. En una palabra, el heroísmo cósmico del ser humano estaba asegurado, incluso aunque no hiciera nada. Este es el logro más destacado de la imagen cristiana del mundo: que podía acoger a esclavos, tullidos, imbéciles, a los humildes y a los poderosos y convertirlos en héroes seguros, sencillamente dando un paso atrás para retirarse del mundo y sumirse en otra dimensión de las cosas, la dimensión conocida como Cielo. Mejor podríamos decir que la cristiandad tomó la conciencia de la creatura —lo que más deseaba negar el ser humano— y la convirtió en la condición sine qua non para su heroísmo cósmico.

La solución romántica

Cuando nos damos cuenta de lo que hizo la solución religiosa, podemos ver cómo el ser humano moderno se fue poniendo en una situación imposible. Seguía teniendo la necesidad de sentirse heroico, de saber que su vida tenía alguna importancia en el esquema de las cosas; todavía tenía que ser especialmente “bueno” para algo verdaderamente único. Por otra parte, todavía tenía que fusionarse con algún significado superior y muy absorbente, con confianza y gratitud, lo que hemos visto como el motivo universal de la fusión del ágape. Si ya no tenía a Dios, ¿cómo podía hacer esto? Una de las primeras formas que se le ocurrieron, según Rank, fue la «solución romántica»: fijó su necesidad de heroísmo cósmico en otra persona en la forma de un objeto de amor[3]. La autoglorificación que necesitaba en su naturaleza más interna ahora la buscaba en el amor de pareja. El amor de pareja se convierte en el ideal divino dentro del cual se realiza la propia vida. Ahora todas las necesidades morales y espirituales se centran en un individuo. La espiritualidad, que una vez hizo alusión a otra dimensión de las cosas, se lleva al plano terrenal y se le da la forma de otro ser humano individual. Ya no se hace referencia a la salvación en sí misma como a una abstracción tipo Dios, sino que se puede buscar «en la beatificación del otro». Podríamos denominarlo “beatificación de la transferencia”. El ser humano vive en una «cosmología de dos[4]». Sin duda, a lo largo de la historia siempre ha habido cierta competitividad entre los objetos de amor humanos y los divinos —pensemos en Eloísa y Abelardo, Alcibiades y Sócrates o incluso en el canto de Salomón—. Pero la principal diferencia es que en la sociedad tradicional la pareja humana no absorbe en sí misma toda la dimensión de lo divino, mientras que en la moderna sí lo hace.

En caso de que nos sintamos tentados a olvidar lo deificado que está el objeto del amor romántico, las canciones populares siempre nos lo están recordando. Nos dicen que el amante es la “primavera”, el “ángel-resplandor”, que tiene ojos “como estrellas”, que la experiencia del amor será “divina”, “como el propio cielo”, etcétera; las canciones de amor populares sin duda han encerrado estos contenidos desde tiempos muy antiguos y es muy probable que sigan encerrándolos mientras el ser humano sea un mamífero y pariente de los primates. Estas canciones reflejan el ansia de una experiencia real, un anhelo emocional serio por parte de la creatura. La cuestión es que si el objeto del amor es la perfección divina, entonces nuestro yo se eleva al unir su destino a él. Todos poseemos la idea más elevada sobre nuestra lucha por los ideales; todos nuestros conflictos y contradicciones internas, los múltiples aspectos de la culpabilidad, todo esto se puede intentar depurar en una perfecta consumación con la propia perfección. Esto se convierte en una verdadera «venganza moral en el otro[5]». La persona moderna realiza su necesidad de autoexpansión en el objeto del amor del mismo modo que una vez lo hizo con Dios: «Dios como […] representación de nuestra voluntad no se nos resiste, salvo cuando nosotros queremos, e igualmente apenas se nos resiste el amante que, al someterse, se sujeta a nuestra voluntad[6]». En una palabra, el objeto del amor es Dios. Como dice una canción hindú: «mi amado es como Dios; si me acepta, mi existencia tendrá un fin». No es de extrañar que Rank concluyera diciendo que la relación de amor de la persona moderna es como un problema religioso[7].

Al comprender esto, Rank pudo dar un gran paso hacia adelante en relación a Freud. Freud pensó que la dependencia moral de la persona moderna en el otro era el resultado del complejo de Edipo. Pero Rank pudo ver que era el resultado de una continuación del proyecto causa-sui de negar la creaturabilidad. Como ahora ya no existía cosmología religiosa en la cual fijar dicha negación, era necesario aferrarse a la pareja. El ser humano intentó alcanzar un “tú” cuando la visión del mundo de la gran comunidad religiosa supervisada por Dios murió. La dependencia de la persona moderna en el amor a la pareja es, pues, el resultado de la pérdida de ideologías espirituales, como lo es su dependencia en sus padres o en su psicoterapeuta. Necesita a alguien, alguna «ideología individual de justificación» para substituir las «ideologías colectivas» decadentes[8]. La sexualidad que Freud pensó era en tomo a lo que giraba el complejo de Edipo, ahora se comprende por lo que en realidad es: otro desvío o giro, un buscar a tientas el sentido de la propia vida. Si no tienes a un Dios en el Cielo, una dimensión invisible que justifique la visible, entonces tomas lo que tienes más cerca y resuelves tus problemas al respecto.

Como sabemos por experiencia propia, este método ofrece grandes y verdaderos beneficios. ¿Estamos oprimidos por la carga de esta vida? Entonces podemos caer a los pies de nuestra pareja divina. ¿Es la autoconciencia demasiado dolorosa, la sensación de ser un individuo separado, el intentar buscar el sentido a lo que se es, a lo que es la vida y demás? Entonces, podemos borrarlo en la rendición emocional a la pareja, olvidarse uno mismo en el delirio del sexo, y seguir reavivándonos maravillosamente en la experiencia. ¿Nos sentimos sobrecargados por la culpabilidad de este cuerpo, por la fuerza de su animalidad que amenaza con su victoria sobre la descomposición y la muerte? Pero esto es justa mente para lo que sirve una relación sexual cómoda: en el sexo, el cuerpo y la conciencia de este no están separadas; el cuerpo no es algo que miremos como algo ajeno a nosotros mismos. Tan pronto como la pareja lo acepte plenamente como un cuerpo, nuestra autoconciencia desaparece; se funde con el cuerpo y con la autoconciencia y el cuerpo de la pareja. Cuatro fragmentos de la existencia se funden en una unidad, y las cosas ya no están inconexas, ni son grotescas: todo es “natural”, funcional, está expresado como debe y así se tranquiliza y justifica. Mucho más se erradica la culpa cuando el cuerpo encuentra su función natural en la generación de un hijo, entonces, la propia naturaleza proclama su inocencia, qué apropiado es tener un cuerpo, ser básicamente un animal procreador[9].

Pero por experiencia también sabemos que las cosas no son tan sencillas ni ambiguas. La razón no está muy lejos; se encuentra justo en el centro de la paradoja de la creatura. El sexo es del cuerpo, y el cuerpo es de la muerte. Como nos recuerda Rank, este es el significado del relato bíblico sobre el final del paraíso, cuando el descubrimiento del sexo trae la muerte al mundo. Al igual que en la mitología griega, Eros y Tánato son inseparables; la muerte es la hermana gemela natural del sexo[10]. Vamos a estudiar esto un poco más porque es esencial para el fracaso del amor romántico como una solución a los problemas humanos y como parte de la frustración moderna del ser humano. Cuando decimos que el sexo y la muerte son gemelos, podemos comprenderlo al menos en dos niveles. El primero es el plano filosófico-biológico. Los animales que procrean mueren. Su ciclo de vida relativamente corto está de algún modo conectado con su procreación. La naturaleza conquista la muerte no por la creación de organismos eternos, sino por hacer posible que los efímeros procreen. Evolutivamente, esto parece haber hecho posible la aparición de organismos complejos en substitución de los simples —y casi literalmente eternos— que se reproducen por división celular.

Pero ahora viene la dificultad para el ser humano. Si el sexo es la realización de su papel como animal de una especie, este le recuerda que en realidad no es nada por sí mismo, sino un eslabón más en la cadena de la existencia, intercambiable por cualquier otro y completamente prescindible. Entonces, el sexo representa la conciencia de la especie y, como tal, la derrota de la individualidad, de la personalidad. No obstante, es justa mente esa personalidad la que el ser humano quiere desarrollar: la idea de que es un héroe cósmico con dones especiales para el universo. No quiere ser un mero animal fornicador como cualquier otro, esto no es el verdadero sentido de la vida humana, una verdadera contribución distintiva a la vida en el mundo. Desde los mismos comienzos, el acto sexual representa una doble negación: mediante la muerte física y los dones personales distintivos. Este es un punto crucial porque explica la razón por la que los tabúes sexuales han girado en torno a la sociedad humana desde sus comienzos. Afirman el triunfo de la personalidad humana sobre la igualdad animal. Con los complejos códigos de la autonegación sexual, el ser humano ha sido capaz de imponer el mapa cultural de la inmortalidad personal sobre el cuerpo animal. Creó los tabúes sexuales porque tenía que triunfar sobre el cuerpo y sacrificó los placeres del cuerpo al mayor de todos los placeres: la autoperpetuación como ser espiritual a lo largo de toda la eternidad. Esta es la substitución que Roheim estaba describiendo cuando hizo su aguda observación sobre los aborígenes australianos: «La represión y sublimación de la escena primordial son la esencia del ritual totemista y de la religión[11]», es decir, la negación del cuerpo como transmisor de la peculiar vida humana.

Esto explica por qué las personas se enfadan con el sexo, por qué se enfadan cuando las reducen al cuerpo, por qué el sexo en cierto grado les aterra: porque representa los dos aspectos de la negación de uno mismo. El rechazo al sexo es una resistencia a la fatalidad. Rank ha escrito algunas de sus líneas más brillantes sobre este tema. Se dio cuenta de que el conflicto sexual es universal, porque el cuerpo es un problema universal para una creatura que ha de morir. Uno se siente culpable respecto al cuerpo porque este es una atadura, limita nuestra libertad. Rank observó que la culpabilidad natural empieza en la infancia y que nos conduce a angustiosas preguntas sobre la sexualidad. Queremos saber por qué nos sentimos culpables; incluso más, queremos que los padres nos digan que nuestro sentimiento de culpa está justificado. Hemos de recordar la perspectiva que hemos utilizado en la primera parte de este libro para introducir el problema de la naturaleza humana. Hemos visto que en la infancia nos encontramos justo en la encrucijada del dualismo humano. Descubrimos que tenemos un cuerpo que no es infalible y estamos aprendiendo que existe toda una visión cultural del mundo que nos permitirá triunfar sobre él. Las preguntas sobre el sexo que planteamos no son pues —en esencia—, en absoluto, sobre sexo. Son respecto al significado del cuerpo, al terror a vivir con un cuerpo. Cuando los padres dan una respuesta biológica directa para responder a las preguntas sexuales, no responden de ninguna manera a nuestras preguntas. Queremos saber por qué tenemos un cuerpo, de dónde procede y qué significa para una creatura consciente de sí misma estar limitada por él. Estamos preguntando por el misterio último de la vida, no sobre la mecánica del sexo. Como dice Rank, esto explica por qué los adultos padecen el problema sexual tanto como los niños: «la solución biológica del problema de la humanidad no es gratificante ni adecuada, ni para el adulto ni para el niño[12]».

El sexo es una «respuesta decepcionante al enigma de la vida» y, si pretendemos que sea adecuada, nos estamos mintiendo a nosotros mismos y a nuestros hijos. Rank arguye estupendamente que en este sentido la «educación sexual» se puede considerar como una mezcla entre hacerse ilusiones, una racionalización y una farsa: intentamos hacer creer que si damos instrucciones sobre el mecanismo del sexo, estamos explicando el misterio de la vida. Podemos decir que el ser humano moderno pretende substituir el asombro y la reverencia vitales por un manual de «Hágalo usted mismo[13]». Sabemos por qué: si encubrimos el misterio de la creación en los pasos básicos de las manipulaciones humanas, podemos ahuyentar el terror a la muerte que nos está reservado como animales sexuales de una especie. Rank llega incluso hasta la conclusión de que en la infancia somos sensibles a este tipo de mentira. Nos negamos a aceptar la «explicación científica correcta» de la sexualidad y también el mandato del disfrute sexual libre de culpa que esta implica[14]. Creo que la razón probablemente sea que, si nos hemos de convertir en héroes culturales inmortales, hemos de tener un claro antagonista, especialmente al principio de nuestros esfuerzos para incorporar el proyecto cultural causa-sui. Puesto que el cuerpo es el claro problema sobre el que hemos de triunfar a fin de construir una personalidad cultural, hemos de resistimos, en cierta medida, al intento del adulto de negar que el cuerpo es un adversario. Podríamos decir que, en la infancia, todavía somos demasiado débiles para ser capaces de soportar el conflicto de intentar ser una personalidad y una especie de animal al mismo tiempo. El adulto también lo es, pero ha sido capaz de desarrollar los mecanismos de defensa, represión y negación necesarios, que le permiten vivir con el problema de servir a dos maestros.

Tras este recordatorio de los problemas fundamentales en la infancia y como adultos de los que hemos hablado en la primera parte, espero que podamos comprender mejor las raíces de la crítica que hizo Rank sobre el tipo psicológico «romántico» que surgió en los tiempos modernos. Entonces queda perfectamente claro lo que quiere decir cuando dice que la «personalidad se acaba destruyendo mediante el sexo[15]». En otras palabras, la pareja sexual no representa, ni puede hacerlo, una solución completa y duradera al dilema humano[16]. La pareja representa una especie de realización libre de la autoconciencia y de la culpa; pero al mismo tiempo representa la negación de la personalidad distintiva de la persona. Se podría decir que, cuanto menos sentido de culpabilidad se tenga sobre el sexo, mejor, pero sólo hasta cierto punto. En el hitlerianismo, vimos la miseria que se produjo cuando el ser humano confundió dos mundos, cuando intentó conseguir un claro triunfo sobre el mal, una perfección en este mundo que sólo puede ser posible en otro más perfecto. Las relaciones personales conllevan el mismo peligro de confundir los hechos reales del mundo físico con las imágenes ideales de los reinos espirituales. El amor romántico, la «cosmología de la pareja», puede ser un intento ingenuo y creativo, pero dado que sigue siendo una continuación del proyecto causa-sui en este mundo, es una mentira que ha de fracasar. Si la pareja se convierte en Dios, con la misma facilidad se puede convertir en el Diablo; la razón está bastante clara. Por una parte, uno se queda vinculado al objeto en una relación de dependencia. Lo necesita para autojustificarse. Se puede ser muy dependiente tanto si necesita al objeto como fuente de fuerza, de una forma masoquista, como si se necesita para sentir la propia fuerza autoexpansiva, manipulándolo sádicamente. En cualquiera de ambos casos, el autodesarrollo queda restringido por el objeto, absorbido por él. Es una fetichización demasiado limitada del significado, y uno llega a resentirse y a enfadarse con él. Si encuentras el amor ideal e intentas que sea tu único juez del bien y del mal en ti mismo, la medida de tus esfuerzos, te conviertes en el simple reflejo de otra persona. Te pierdes en el otro, al igual que los niños obedientes se pierden en la familia. No es de extrañar que, en la relación, la dependencia, tanto del dios como la del esclavo, encierre tanto resentimiento. Como dijo Rank, al explicar la bancarrota histórica del amor romántico: una «persona ya no quería ser utilizada como el alma de otra, ni siquiera con sus compensaciones concomitantes[17]». Cuando Se confunde el amor personal con el heroísmo cósmico, estás predestinado a fracasar en ambas esferas. La imposibilidad del heroísmo socava el amor, aunque este sea real. Como muy bien dice Rank, este doble fracaso es lo que produce la sensación de gran desesperación que observamos en la persona moderna. No se puede conseguir sangre de una piedra, ni espiritualidad de un ser físico, y, por eso, uno se siente “inferior”, que su vida ha fracasado de alguna manera, que no ha realizado sus verdaderos dones, etcétera[18].

Nada tiene de extraño. ¿Cómo puede un ser humano ser una especie de dios, de “todo” para otro? Ninguna relación humana puede soportar el peso de la condición de dios y el intento se ha de cobrar sus esfuerzos por ambas partes. Las razones son bastante evidentes. Lo que hace que Dios resulte el objeto espiritual perfecto es justamente que es abstracto, como observó Hegel[19]. No es una individualidad concreta y, por ello, no limita nuestro desarrollo por sus propias necesidades y voluntad personal. Cuando buscarlos al objeto humano “perfecto”, estamos buscando a alguien que nos permita expresar completamente nuestra voluntad, sin frustración alguna, ni desentonar. Queremos un objeto que refleje una imagen verdaderamente ideal de nosotros mismos[20]. Pero no hay ningún objeto humano que pueda hacerlo; los humanos tienen voluntades y contravoluntades propias, pueden ponerse en nuestra contra de miles de formas, sus apetitos nos ofenden[21]. La grandeza y el poder de Dios es algo que nos puede nutrir, sin que se comprometa en manera alguna con los acontecimientos de este mundo. Ninguna pareja humana puede ofrecernos esta seguridad, porque la pareja es real. Por más que la idealicemos y la idolatremos, inevitablemente reflejará la imperfección y la decadencia terrenal. Puesto que es nuestra medida ideal del valor, esta imperfección recae sobre nosotros. Si tu pareja es tu “Todo”, entonces cualquier defecto suyo se convierte en una gran amenaza para ti.

Si una mujer pierde su belleza, o demuestra que ya no posee la fuerza ni la fiabilidad que una vez creímos que tenía, pierde su agudeza intelectual, no cumple nuestras necesidades peculiares en cualquiera de las mil formas posibles, entonces toda la inversión que hemos hecho no sirve para nada. La sombra de la imperfección cae sobre nuestras vidas y, con ella, la muerte y la derrota del heroísmo cósmico. “Ella disminuye” = “Yo muero”. Esta es la razón de tanta amargura, falta de paciencia y recriminaciones en nuestras vidas familiares cotidianas. Obtenemos una proyección de nuestros objetos queridos que es inferior a la grandeza y la perfección que necesitamos para nutrimos. Nos sentimos disminuidos por sus fallos humanos. En nuestro interior nos sentimos vacíos o angustiados, nuestras vidas carecen de valor cuando vemos la inevitable mezquindad del mundo expresado a través de los seres humanos que habitan en él. Por esta razón, a menudo atacamos a los seres queridos e intentamos bajarles los humos. Nos damos cuenta de que nuestros dioses son frágiles y hemos de acabar con ellos para podernos salvar, para desvalorizar la sobreinversión irreal que hemos hecho en ellos a fin de asegurarnos nuestra propia apoteosis. En este sentido, la desvalorización de la pareja, padre o madre, amigo o amiga, sobre la que hemos realizado una inversión excesiva, es un acto creativo necesario para corregir la mentira qué hemos estado viviendo, para reafirmar nuestra propia libertad de crecimiento interior que trasciende al objeto en particular y que no está ligado a él. Pero no todo el mundo puede hacer esto, muchos necesitamos la mentira para poder vivir. Puede que no tengamos otro dios y tengamos que rebajarnos para mantener la relación, aunque vislumbremos su imposibilidad y la esclavitud a la que nos reduce[22]. Esta es una explicación directa —como veremos— del fenómeno de la depresión.

Al fin y al cabo, ¿qué es lo que queremos cuando elevamos el amor de la pareja a la posición de Dios? Queremos la redención, nada más y nada menos. Queremos que nos rediman de nuestros errores, de nuestro sentimiento de insignificancia. Queremos que nos justifiquen, saber que no hemos sido creados en vano. Recurrimos al amor a la pareja para experimentar el heroísmo, para conseguir la aceptación perfecta; esperamos que esta nos «haga buenos» a través del amor[23]. Ni que decir tiene que las parejas humanas no pueden conseguir esto. El amante no dispensa heroísmo cósmico; no puede dar una solución en su propio nombre. La razón es que como ser finito está demasiado condenado, y podemos ver esa fatalidad en sus propias falibilidades, en su propio deterioro. La redención sólo puede proceder de fuera del individuo, del más allá, de nuestra conceptualización del origen último de las cosas, la perfección de la creación. Sólo puede llegar, como vio Rank, cuando sacrificamos nuestra individualidad, la abandonamos, admitimos nuestra creaturabilidad e impotencia[24]. ¿Qué pareja nos permitiría hacer esto alguna vez, nos aguantaría si lo hiciéramos? La pareja necesita que seamos Dios. Por otra parte, ¿qué pareja podría querer dar una redención, a menos que estuviera loca? Incluso el que juega a ser Dios en la relación, no puede soportarlo durante mucho tiempo, pues en cierto modo sabe que no cuenta con los recursos que el otro necesita y reivindica. No posee la fuerza perfecta, el seguro perfecto, ni el heroísmo que le ponga a salvo. No puede soportar la carga de la deificación y, por eso, ha de estar resentido con el esclavo. Además, siempre está presente la incómoda realización de: ¿cómo puede uno ser un dios genuino si tu esclavo es tan miserable e indigno?

Rank también vio, con la lógica de su pensamiento, que las cargas espirituales de la relación amorosa moderna eran tan grandes e inviables para ambas partes que provocaron una reacción que desespiritualizó o despersonalizó por completo la relación. El resultado es la mística de Playboy: énfasis desmesurado en el cuerpo como un mero objeto sensual[25]. Si no puedo tener un ideal que llene mi vida, entonces, por lo menos puedo disfrutar libremente y sin culpabilidad del sexo; este parece ser el razonamiento actual. Sin embargo, podemos darnos cuenta fácilmente de lo autoengañosa que es esta solución porque nos devuelve sin más a la temida ecuación de sexo igual a inferioridad y muerte, a servicio a la especie y negación de nuestra personalidad distintiva, el verdadero heroísmo simbólico. No es extraño que la mística sexual resulte un credo tan banal. La han de practicar aquellos que han desesperado del heroísmo cósmico, que han reducido su sentido de la vida al cuerpo y a este mundo. Nada tiene de particular que las personas que la practican se confundan y se desesperen tanto como los amantes románticos. Pedir demasiado poco del objeto del amor es tan autoengañoso como pedir demasiado.

Aunque reduzcas el sentido de tu vida a este mundo, sigues buscando lo absoluto, el poder supremo que se trasciende a sí mismo, el misterio y la majestuosidad. Sólo entonces puedes buscarlo en las cosas de este mundo. El amante romántico lo busca en la profunda interioridad de la mujer, en su misterio natural. Quiere que ella sea una fuente de sabiduría, de intuición segura, un pozo sin fondo de fuerza que se renueva constantemente. El sensual ya no busca lo absoluto en la mujer, que no es más que algo que intenta manipular. Ha de hallarlo en sí mismo, en la vitalidad que la mujer despierta y desata en él. Esta es la razón por la que la virilidad es un problema tan importante para él, es su autojustificación en este mundo. Mike Nichols comparó al romántico y al sensual en su brillante película Conocimiento ca mal, el romántico termina con una hippie de dieciocho años que es «mucho más madura de lo que corresponde a su edad» y que sale con ocurrencias inesperadas del fondo de su feminidad natural; el sensual concluye un período de veinte años de conquistas sexuales con un problema de virilidad. En la maravillosa escena final, vemos a una experta prostituta que le consigue una erección convenciéndole de sus propios poderes interiores y fuerza natural. En la película, ambos personajes se encuentran en el terreno común de la confusión existencial respecto a qué es lo que uno ha de obtener de un mundo de tetas y culos y de una rebelión contra las exigencias de la especie. El sensual intenta evitar el matrimonio con todas sus fuerzas, para vencer el papel que le ha asignado la especie y reducir la sexualidad a un asunto puramente personal de aventuras y virilidad. El romántico se eleva por encima del matrimonio y el sexo intentando espiritualizar su relación con las mujeres. Ninguno de los dos puede comprender al otro salvo en el aspecto del deseo físico elemental, y la película nos deja con la reflexión de que ambos están lamentablemente inmersos en la ciega búsqueda de la condición humana, de querer alcanzar un absoluto visible y experimentable. Es como si el propio Rank hubiera ayudado a escribir el guión; pero fue el moderno “rankiano” artístico de la relación amorosa, Jules Feiffer, quien lo hizo.

A veces, parece que sea cierto que Rank intenta tanto que nos fijemos en los problemas que trascienden el cuerpo que nos da la impresión de que no consiguió apreciar el lugar esencial que ocupa en nuestras relaciones con los demás y con el mundo. Pero esto no es del todo cierto. La gran lección de Rank de la depreciación de la sexualidad no fue que él infravalorara el amor y la sensualidad, sino que vio —al igual que San Agustín y Kierkegaard— que el ser humano no puede modelar un absoluto desde el interior de su condición, que el heroísmo cósmico ha de trascender las relaciones humanas[26]. Lo que está en juego en todo esto es, sin duda, la cuestión de la libertad, la calidad de la propia vida e individualidad.

Como hemos visto en el capítulo anterior, las personas necesitan un “más allá”, pero primero intentan alcanzar lo que tienen más cerca; esto les ofrece la plenitud que necesitan, pero al mismo tiempo las limita y esclaviza. Podemos ver todo el problema de la vida humana de este modo. Podemos plantear la pregunta: ¿qué tipo de más allá está intentado expandir esta persona y cuánta individuación consigue con él? La mayoría de las personas se guardan las espaldas: eligen el más allá de los objetos de la transferencia estándar, como los padres, el jefe o el líder; aceptan la definición cultural de heroísmo e intentan ser “buenas proveedoras” o ciudadanas “sólidas”. De esta manera, alcanzan la inmortalidad de su especie como un agente procreador o una inmortalidad cultural o colectiva que pertenece a algún tipo de grupo social. La mayoría de las personas viven de esta manera y no pretendo decir que exista nada de falso o de cobarde respecto a esta solución cultural estándar a los problemas humanos. Representa ambas cosas, la verdad y la tragedia de la condición humana: el problema de la consagración de la propia vida, su significado, la entrega natural a algo superior, estas necesidades forzosas que inevitablemente se resuelven mediante lo que se tiene más a mano.

Las mujeres se encuentran especialmente atrapadas en este dilema, que el todavía joven «movimiento de liberación de la mujer» aún no ha conceptualizado. Rank lo comprendió tanto en su aspecto necesario como constrictivo. A la mujer, como fuente de vida nueva, como parte de la naturaleza, le puede resultar más fácil someterse al papel procreador en el matrimonio, como una realización natural del motivo del ágape. Sin embargo, al mismo tiempo, se niega a sí misma, o se vuelve masoquista, cuando sacrifica su personalidad individual y dones al convertir al hombre y a sus logros en su símbolo de inmortalidad. La entrega del ágape es natural y representa una liberadora autorrealización, pero la interiorización reflexiva del papel del macho en la vida es una entrega a su propia debilidad, un ofuscamiento del necesario motivo Eros de nuestra propia identidad. La razón por la que las mujeres tienen tantas dificultades para resolver sus papeles sociales y femeninos de sus personalidades características, es porque estas cosas están intrincadamente confusas. La división natural entre la autoentrega, el querer pertenecer a algo más grande y la entrega masoquista o de autonegación no está muy clara, como señaló Rank[27]. El problema se complica aún más por algo que las mujeres —como todos los demás— detestan tener que admitir: su incapacidad natural para estar solas en libertad. Esta es la razón por la que casi todo el mundo consiente en alcanzar la inmortalidad en las formas populares trazadas por las sociedades de todo el planeta, en los más allá de los demás, no de los propios.

La solución creativa

El resultado de todo esto es que el heroísmo personal a través de la individuación es una empresa muy arriesgada, justamente porque separa a la persona de los “más allá” confortables. Requiere una fuerza y un valor que la persona corriente no tiene y que nunca podrá llegar a comprender, como bien dice Jung[28]. La carga más aterradora de la creatura es la de sentirse aislada, que es lo que sucede en la individuación: uno se separa de la manada. Este acto expone a la persona a la sensación de ser completamente destrozada y aniquilada porque ha de destacar demasiado, ha de llevar demasiado peso. Estos son los riesgos a los que se expone la persona cuando empieza a crear de forma consciente y con discernimiento su propio marco de autorreferencia heroica.

Esta es justamente la definición del artista o, en general, del tipo creativo. Hemos cruzado un umbral dentro de un nuevo tipo de respuesta a la situación humana. Nadie ha escrito sobre este tipo de respuesta humana con mayor profundidad que Rank; y de todos sus libros, El arte y el artista es el ejemplo más sólido de su genialidad. No quiero reproducir aquí las extraordinarias sutilezas del autor respecto al artista, ni intentar presentar toda la magnitud de su idea; pero será útil para todos aprovechar esta oportunidad para adentrarnos un poco más de lo que hemos hecho hasta ahora en el problema de la dinámica de la personalidad. Esto también nos preparará para un debate sobre las visiones de Rank en cuanto a la neurosis, que hasta la fecha no tienen parangón en la literatura del psicoanálisis.

La clave del tipo creativo es que está separado del fondo común de los significados compartidos. En su experiencia de la vida hay algo que le hace ver el mundo como un problema; a raíz de ello tiene que buscarle un sentido personal. Esto les sucede a todas las personas creativas en mayor o menor medida, pero en el caso del artista es especialmente evidente. La existencia se convierte en un problema que precisa una respuesta ideal; pero cuando ya no aceptas la solución colectiva del problema de la existencia, entonces has de crearte la tuya. La obra de arte es, pues, la respuesta ideal del tipo creativo al problema de la existencia como este lo entiende, no sólo de la existencia del mundo externo, sino en especial de la suya propia: el tipo de persona que es, dolorosamente independiente, sin nada compartido a lo que poder recurrir. Ha de responder a la carga de su individuación extrema, de su tan doloroso aislamiento. Quiere saber cómo conseguir la inmortalidad gracias a sus propios dones. Su trabajo creativo es al mismo tiempo la expresión de su heroísmo y su justificación. Es su «religión privada», como dijo Rank[29]. Su carácter exclusivo le otorga inmortalidad personal; se trata de su propio “más allá”, no del de los demás.

Nada más haber dicho esto podemos ver el inmenso problema que plantea. ¿Cómo puede alguien justificar el heroísmo? Esa persona debería ser como Dios. De este modo, podemos ver mejor cómo el sentido de culpa es inevitable para el ser humano: incluso como creador es una creatura abrumada por el propio proceso creativo[30]. Si destacas tanto en la naturaleza que has de crear tu propia justificación heroica, eso es demasiado. Así es como entendemos algo que es ilógico: que cuanto más te desarrollas como un ser humano que se distingue por su libertad y sentido de crítica, más culpable te sientes. Tu propio trabajo te acusa, te hace sentirte inferior. ¿Qué derecho tiene a jugar a ser Dios? Sobre todo si tu trabajo es fantástico, totalmente nuevo y diferente. Te preguntas dónde conseguir la autoridad para introducir nuevos significados en el mundo, la fuerza para soportarlo[31]. Todo se reduce a esto: la obra de arte es el intento del artista de justificar su heroísmo con objetividad en la creación concreta. Es el testimonio de su carácter totalmente exclusivo y de su trascendencia heroica. Pero el artista sigue siendo una creatura y puede sentir con mayor intensidad que los demás. En otras palabras, sabe que el trabajo es él, por consiguiente, “malo”, efímero, potencialmente sin sentido, a menos que esté justificado tanto desde fuera del propio trabajo como desde fuera del artista.

En palabras de Jung —que ya hemos visto con anterioridad—, el trabajo es la propia proyección de la transferencia del artista, y este lo sabe consciente y críticamente. Todo lo que hace le estanca en sí mismo, no puede salir y sentirse a salvo fuera de sí mismo ni llegar a trascenderse[32]. También está atascado en la propia obra de arte. Al igual que cualquier otro logro material, es visible, terrenal y perecedera. No importa lo grande que sea, todavía palidece en algunos aspectos frente a la trascendente majestuosidad de la naturaleza; y por eso es ambigua, apenas un símbolo sólido de inmortalidad. Aún en su más alta expresión de genialidad, el ser humano es ridiculizado. Es lógico que la historia el arte y la psicosis hayan estado tan relacionadas, que la senda hacia la creatividad pase tan cerca del manicomio y que con frecuencia se desvíe o termine allí. El artista y el loco están atrapados en sus propias creaciones; se refocilan en su propia analidad, en su protesta de que realmente son algo especial en la creación.

Todo esto se reduce a esta paradoja: si vas a ser un héroe, has de ofrecer algo. Si eres una persona corriente, ofreces tu presente heroico a la sociedad en la que vives, que esta te habrá especificado con anterioridad. Si eres un artista, crearás algo peculiarmente personal, la justificación de tu identidad heroica, que significa que siempre está dirigida, al menos en parte, a estar por encima de tus compañeros humanos. Al fin y al cabo, ellos no te pueden conceder la inmortalidad de tu alma personal. Rank arguyo, en sus impresionantes capítulos de cierre de El arte y el artista, que no hay modo de que el artista pueda estar en paz con su trabajo o con la sociedad que lo acepta. La ofrenda del artista siempre es para su creación, para el sentido último de la vida, para Dios. No nos ha de sorprender que Rank llegara justa mente a la misma conclusión que Kierkegaard: que la única salida al conflicto humano es la total renunciación, entregar la propia vida como una ofrenda a los poderes superiores. La absolución ha de llegar del más allá absoluto. Rank, al igual que Kierkegaard, demostró que esta regla se podía aplicar a los tipos más fuertes y heroicos, no a los débiles temblorosos y vacíos. Renunciar al mundo y a uno mismo, entregar su sentido a los poderes de la creación, es la cosa más difícil que puede llegar a conseguir un ser humano y, por eso, es normal que esta tarea recaiga en el tipo de personalidad fuerte, el que tiene un ego mayor. Newton, el gran científico que cambió el mundo, era el mismo hombre que siempre llevaba una Biblia bajo el brazo.

Incluso en tales casos, la combinación de la mayor autoexpresión con la renuncia es muy poco común, como ya vimos en el capítulo 6, cuando hablamos acerca del eterno problema de Freud. Con todo lo que ya hemos visto —el yo en la historia y en la creatividad personal—, quizás podamos aproximamos más al problema de Freud. Sabemos que fue un genio y ahora podemos ver cuál es el verdadero problema de un genio: cómo desarrollar un trabajo creativo con toda la fuerza de su pasión, un trabajo que salve su alma, y al mismo tiempo renunciar a ese trabajo porque por sí solo no puede ofrecerle dicha salvación. En el genio creativo, vemos la necesidad de combinar el Eros más intenso de la autoexpresión con el ágape más completo de la autoentrega. Casi es demasiado pedir a las personas que consigan experimentar plenamente estas dos intensidades de la lucha ontológica. Quizás las personas menos dotadas lo tengan más fácil: una dosis más pequeña de Eros y un ágape confortable. Freud vivió plenamente el daimon de su Eros y con más sinceridad que la mayoría, y le consumió a él y a quienes le rodeaban, como acostumbra a suceder. El psicoanálisis tiene su propio concepto de la inmortalidad. Como dijo Rank: «[…] él mismo pudo confesar con tanta facilidad su agnosticismo porque había creado su propia religión…»[33]. Pero esto fue precisamente lo que limitó a Freud; pues como agnóstico no tenía a nadie más a quien ofrecer su don, es decir, nadie que estuviera más seguro de la inmortalidad que él mismo. Ni siquiera la propia humanidad era segura. Como él mismo confesó, el espectro de los dinosaurios todavía acecha al ser humano y siempre le acechará. Freud era antirreligioso porque de alguna manera no podía entregar el don de su propia vida a un ideal religioso. Para él, ese paso era un signo de debilidad, una pasividad que derrotaría su propio impulso creativo de anhelar más vida.

Aquí, Rank coincide con Kierkegaard en la creencia de que no debemos detener ni circunscribir nuestra vida a trascendencias que estén al alcance de nuestra mano, un poco más lejos o creadas por nosotros mismos. Debemos apuntar a la trascendencia más elevada de la religión: el ser humano debería cultivar la pasividad de la renuncia a los poderes superiores por difícil que ello le resulte. Todo lo que no sea eso, no llega al desarrollo completo, incluso aunque parezca una debilidad y comprometa a los mejores pensadores. Nietzsche denostó contra la moralidad de renuncia judeocristiana; pero «pasó por alto la profunda necesidad del ser humano de ese tipo de moralidad…», como dijo Rank[34]. Rank llega incluso a decir que la «necesidad de una verdadera ideología religiosa […] es inherente en la naturaleza humana, y su realización es imprescindible para cualquier tipo de vida social[35]». ¿Imaginan Freud y otros que la entrega a Dios es masoquista, que vaciarse uno mismo es degradante? Bien, por el contrario, responde Rank, representa la meta más alta del yo, la idealización más sublime que puede alcanzar el ser humano. Representa la realización de la expansión amorosa del ágape, el logro de la persona verdaderamente creativa. Sólo de este modo, dice Rank, sólo entregándose a la grandeza de la naturaleza, en el plano más elevado y fetichizado, puede el ser humano conquistar la muerte. Dicho de otro modo, la verdadera validación heroica de la vida trasciende el sexo, trasciende al otro, a la religión privada, todo esto son improvisaciones humanas que hunden a la persona y la limitan, dejándola dividida por la ambigüedad. El ser humano se siente inferior justa mente porque le faltan los «verdaderos valores internos de la personalidad», cuando es meramente un reflejo de algo que tiene cerca y carece de un giroscopio interno estable, cuando no está centrado en sí mismo. Para conseguir ese centro, el ser humano ha de ver más allá del “tú”, trascender las consolaciones de los demás y de las cosas de este mundo[36].

El ser humano es un «ser teológico», concluye Rank, y no biológico. En todo esto es como si estuviera hablando Tillich[37] y, detrás de él, Kierkegaard y san Agustín; pero lo que en nuestro mundo científico actual lo hace misterioso es que son las conclusiones de una vida de trabajo de un psicoanalista, no de un teólogo. El resultado final es abrumador, y, para alguien que se ha formado estrictamente en el campo de la ciencia, todo este asunto parece confuso. Semejante mezcla de visión clínica intensiva e ideología cristiana pura es absolutamente exquisita. No sabemos qué tipo de actitud emocional asumir al respecto; parece llevarte a un mismo tiempo en varias direcciones irreconciliables.

En este punto, la ciencia “dura” (como le gusta llamarla a la persona que sigue esta línea) cierra las tapas del libro de Rank y se marcha estremecida. «¡Qué pena que el colaborador más cercano a Freud se vuelva tan indulgente, que entregue las consolaciones fáciles de la religión al conocimiento del psicoanálisis que se ha conseguido con tan arduo esfuerzo!». Así pensaría esa persona y estaría equivocada. Rank puso punto final al psicoanálisis de Kierkegaard, pero no lo hizo por debilidad o por hacerse ilusiones. Lo hizo con la lógica de la comprensión histórico-psicoanalítica del ser humano. Sencillamente, no hay modo de criticar a Rank para darle la vuelta al asunto. Si piensa que Rank no es lo bastante tozudo o empírico, es porque no ha llegado a comprender realmente la esencia del trabajo de Rank, su elaboración de la naturaleza de la neurosis. Esta es la respuesta de Rank a aquellos que piensan que se quedó corto en su investigación científica, o que se volvió indulgente por motivos personales. La comprensión que tenía Rank del neurótico es la clave de todo su pensamiento. Para un auténtico postfreudiano, la comprensión del ser humano es de vital importancia y, al mismo tiempo, representa el locus de fusión íntima del pensamiento de Rank y de Kierkegaard, en términos y con un lenguaje que le hubieran gustado al propio Kierkegaard. Vamos a ver esto con más detalle en el capítulo siguiente.