2. EL TERROR DE LA MUERTE
¿No hemos de confesamos, una vez más, que con nuestra civilizada actitud hacia la muerte vivimos psicológicamente más allá de nuestros recursos y que debemos enmendar toda, esto dándole a la verdad lo que se le debe? ¿No sería mejor darle a la muerte en la realidad y en nuestros pensamientos el lugar que le pertenece y otorgarle un poco más de relevancia a esa actitud inconsciente hacia la muerte que hemos suprimido hasta la fecha con tanto cuidado? Es verdad que a duras penas se nos aparece como una gran proeza, sino más bien como un paso atrás […] pero tiene el mérito de tener algo más en cuenta el verdadero estado de la cuestión […]
SIGMUND FREUD[1]
Lo primero que hemos de hacer con el heroísmo es poner al descubierto su parte oculta, mostrar lo que da a la heroicidad humana su naturaleza específica y su ímpetu. Aquí introducimos directamente uno de los grandes redescubrimientos del pensamiento moderno: que entre todas las cosas que conmueven al ser humano, una de las más importantes es el terror a la muerte. A partir de Darwin, el problema de la muerte como algo evolutivo pasó a primera línea. Muchos pensadores vieron de inmediato que se trataba de un problema trascendental para el ser humano[2]. También advirtieron muy rápidamente en qué consistía el verdadero heroísmo. Como escribió Shaler a principios de siglo[3], ante todo, el heroísmo es un reflejo del terror a la muerte. Admiramos al máximo el valor para enfrentarse a la muerte y le otorgamos a ese valor nuestra mayor y más constante adoración; nos emociona profundamente porque dudamos del coraje que tendríamos nosotros. Cuando vemos a una persona afrontando con entereza su propia extinción, es como si ensayáramos la mayor victoria que podamos imaginar. De este modo, el héroe ha sido el centro del honor y la aclamación, probablemente desde el principio de la evolución humana específica, incluso antes de que nuestros antepasados primates respetaran a los que tenían fuerza y valor por encima de lo normal y despreciaran a los cobardes. El ser humano ha elevado el valor a la categoría de culto.
En el siglo XIX, la investigación antropológica e histórica comenzó a configurar una imagen de lo heroico desde la época primitiva y arcaica. El héroe era la persona que podía ir al mundo de los espíritus y de los muertos, y regresar viva. Tuvo sus descendientes en los cultos mistéricos del Mediterráneo oriental, que fueron cultos de muerte y resurrección. El divino héroe de todos estos cultos era alguien que había regresado de la muerte. Como sabemos hoy en día por la investigación en los mitos y rituales arcaicos, el propio cristianismo fue un competidor de los cultos mistéricos y ganó, entre otras razones, porque también pudo exhibir a un sanador con poderes sobrenaturales que se había alzado de entre los muertos. El gran triunfo de Pascua es el grito alborozado de «¡Cristo ha resucitado!», un eco del mismo júbilo con que los devotos de los cultos mistéricos representaban sus ceremonias de la victoria sobre la muerte. Esos cultos fueron, como lo expresó G. Stanley muy acertadamente, un intento de alcanzar «un baño de inmunidad» frente al mayor de los males: la muerte y el espanto ante ella[4]. Todas las religiones históricas se enfrentaron al mismo problema de cómo soportar el final de la vida. Hay religiones, como el hinduismo y el budismo, que llevaron a cabo un truco ingenioso: hacer como si no quisieran volver a nacer, es decir, una especie de magia negativa, pretender que no se quiere lo que más se desea[5]. Cuando la filosofía tomó el puesto de la religión, también se hizo cargo del problema religioso más importante, y la muerte se convirtió en la verdadera “musa de la filosofía” desde sus inicios en Grecia pasando por Heidegger hasta llegar al existencialismo moderno[6].
Existen ya muchos trabajos e ideas sobre este tema que parten de la religión, la filosofía y —desde Darwin— de la propia ciencia. El problema es cómo darle sentido a todo esto. La acumulación de investigaciones y opiniones sobre el miedo a la muerte es ya demasiado abundante como para lidiar con ella y resumirla de modo sencillo. El resurgimiento del interés sobre la muerte en las últimas décadas ha originado una enorme cantidad de bibliografía, y esa literatura no apunta en una sola dirección.
El argumento de lo “mentalmente saludable”
Hay personas “mentalmente saludables” que mantienen que el miedo a la muerte no es connatural al ser humano, que no nacemos con él. Un número creciente de estudios meticulosos sobre el modo en que se desarrolla en el niño[7] el miedo real a la muerte coincide, en buena medida, en que este no conoce la muerte hasta la edad de entre tres y cinco años. ¿Cómo podría ser de otra manera? La idea es muy abstracta, demasiado ajena a su experiencia. Vive en un mundo lleno de seres vivos que realizan obras, que reaccionan ante él, que le divierten y le alimentan. No conoce lo que significa que la vida desaparezca para siempre, ni teoriza sobre adonde puede ir a parar esta. Sólo de forma gradual va aceptando que existe algo que se llama muerte que se lleva a la gente para siempre. Llega a admitir, de mala gana, que la muerte, tarde o temprano, se lleva a todo el mundo. Esta concienciación gradual de que la muerte es inevitable puede continuar hasta los nueve o diez años.
Aunque el niño no conoce ideas abstractas, como la negación absoluta, sí que padece sus ansiedades. Tiene una dependencia total de su madre, siente soledad cuando ella no está, frustración cuando no se le gratifica, irritación ante el apetito y la incomodidad, etc. Si se le dejase a su suerte, su mundo se derrumbaría de golpe; su organismo tiene que detectarlo en algún grado. A esta ansiedad la denominamos pérdida de objeto. ¿No es dicha ansiedad, pues, un miedo de aniquilación natural del organismo? U na vez más, hay muchos que miran esta cuestión como algo muy relativo. Creen que si la madre ha ejercido como tal de forma afectuosa y responsable, la ansiedad y los sentimientos de culpa naturales del niño evolucionarán razonablemente, y podrá situarlos bajo el control de su personalidad en desarrollo[8]. El niño que tiene una experiencia materna positiva desarrolla un sentido de seguridad básico y no está sujeto a temores insanos de pérdida de apoyo, de aniquilación o similares[9]. Al tiempo que crece y entiende la muerte racionalmente hacia los nueve o diez años, la acepta como parte de su cosmovisión, pero la idea no envenena su actitud autoconfiada hacia la vida. El psiquiatra Reinhold dice de forma categórica que la ansiedad anuladora no forma parte de la experiencia natural del niño, sino que se genera en él por sus experiencias negativas con una madre con deficiencias[10]. Esta teoría hace recaer todo el peso de la ansiedad en la crianza del niño, no en su naturaleza. Otro psiquiatra, en una línea menos radical, considera el miedo a la muerte como algo acrecentado en gran medida, por las experiencias que tenemos de pequeños con nuestros padres, por la negación hostil de nuestros impulsos de vida y, de modo más general, por el antagonismo de la sociedad a la libertad humana y a la autoexpansión[11].
Como veremos más adelante, esta visión es muy popular hoy en día dentro del movimiento generalizado de vivir sin represiones, del deseo urgente de una nueva libertad para los impulsos biológicos, de una actitud nueva de orgullo y disfrute del cuerpo, del abandono de la vergüenza, la culpa y del aborrecimiento de uno mismo. Desde este punto de vista, el miedo a la muerte es algo que crea la sociedad y que, al mismo tiempo, utiliza contra la persona para mantenerla sometida. El psiquiatra Moloney se refería a ello como un «mecanismo cultural», y Marcuse como una «ideología[12]». Norman O. Brown llegó a decir, en un libro de enorme influencia que abordaré con cierto detenimiento, que podría darse un nacimiento y desarrollo del niño en una «segunda inocencia» libre del temor al miedo a la muerte porque no negaría la vitalidad natural y permitiría que el niño estuviese plenamente abierto a la vida física[13].
Desde ese punto de vista, se entiende fácilmente que quienes han pasado experiencias tempranas negativas tengan una fijación más insana sobre la ansiedad por la muerte y, si, por casualidad, llegan a ser filósofos, probablemente convierten esta idea en la máxima central de su vida, como le ocurrió a Schopenhauer, que odiaba a su madre y llegó a proclamar a la muerte como la «musa de la filosofía». Si se tiene un carácter “amargado”, o experiencias especialmente trágicas, entonces se está destinado a ser pesimista. Un psicólogo me hizo constatar que la idea del miedo a la muerte provenía de los existencialistas y de los teólogos protestantes que llevaban las cicatrices infligidas por sus experiencias europeas, o que se dejaban llevar por el peso extra de la herencia calvinista y luterana. Incluso el conocido psicólogo Gardner Murphy parece inclinarse en esta dirección y nos insta a estudiar a la persona que exhibe el miedo a la muerte, que coloca la ansiedad en el centro de su pensamiento. Murphy pregunta por qué la vivencia de la vida con amor y alegría no puede contemplarse asimismo como real y básica[14].
El argumento de lo “mentalmente insano”
El argumento de lo “mentalmente saludable” que acabo de discutir es una cara de la moneda de entre la multitud de investigaciones y opiniones acumuladas sobre el problema del miedo a la muerte, pero existe otra. Numerosas personas estarían de acuerdo con esas observaciones sobre las experiencias tempranas y admitirían que esas experiencias pueden intensificar la ansiedad natural y los miedos posteriores. Sin embargo, esa misma gente aseguraría con todo su empeño que, a pesar de todo, el miedo a la muerte es natural y se encuentra en cada uno de nosotros, que es el miedo básico que influye sobre los restantes, un miedo al que nadie es inmune, sea cual sea su disfraz. William James se pronunció pronto en favor de esta escuela y, con su acostumbrado realismo colorista, llamó a la muerte «el gusano que está en el eje» de las pretensiones de felicidad humana[15]. Nada menos que un estudioso de la naturaleza humana como Max Scheler pensó que todas las personas poseen algún tipo de intuición de este «gusano del eje», tanto si lo admiten como si no[16]. Existen incontables autoridades (algunas de las cuales desfilarán por las páginas siguientes) que pertenecen a esta corriente: estudiosos de la talla de Freud, muchos de su círculo más próximo e investigadores responsables que no son psicoanalistas. ¿Qué podemos obtener de una disputa en la que se oponen dos campos tan distintos y avalados por autoridades tan eminentes? Jacques Choron llega a decir que es poco probable que alguna vez sea posible decidir si el miedo a la muerte es la ansiedad básica, o no[17]. Lo máximo que se puede hacer en cuestiones como esta es tomar partido, dar una opinión basada en las autoridades que nos resultan más convincentes y que nos presentan algunos de los argumentos más persuasivos.
Yo me alineo claramente con la segunda tendencia. De hecho, todo este libro es una red de argumentos basados en la universalidad del miedo, o más bien “terror” a la muerte, como prefiero llamarlo, para transmitir hasta qué punto acaba con todo cuando lo miramos directamente a la cara. El primer documento que quiero presentar con detenimiento es un trabajo escrito por el célebre psicoanalista Gregory Zilboorg. Se trata de un ensayo singularmente profundo que, por su brevedad y alcance, no ha sido fácil de mejorar, aunque apareció hace ya varias décadas[18]. Zilboorg dice que la mayoría de la gente piensa que el miedo a la muerte está ausente porque pocas veces nos muestra su verdadera faz. Sin embargo, arguye que, bajo todas las apariencias, el miedo a la muerte está presente de forma universal:
Porque, tras toda sensación de inseguridad frente al peligro, de abatimiento y de depresión, siempre acecha el miedo básico a la muerte, un temor sometido a las elaboraciones más complejas que se manifiesta de formas múltiples e indirectas […]. Nadie se libra del terror a la muerte […]. Las neurosis de ansiedad, los diferentes estados fóbicos, incluso un número considerable de depresiones suicidas y muchas esquizofrenias, dejan amplia constancia del omnipresente miedo a la muerte que se va entretejiendo en los conflictos principales de cada una de estas condiciones psicológicas […]. Podemos dar por descontado que el miedo a la muerte está siempre presente en nuestro funcionamiento mental[19].
¿No es lo mismo que ya había dicho James a su manera?
Dejemos que la mentalidad sana y optimista actúe lo mejor posible con su extraño poder de vivir el momento mientras desatiende y olvida. Pese a ello, el trasfondo maligno estará ahí, en nuestro recuerdo, y la calavera sonreirá sarcásticamente en el banquete[20].
La diferencia entre estas dos afirmaciones no radica tanto en las metáforas y en el estilo como en el hecho de que la de Zilboorg aparece casi medio siglo más tarde y se basa en mucha más cantidad de trabajo clínico real, no sólo en especulaciones filosóficas o intuiciones personales. Sin embargo, también continúa la línea correcta de desarrollo que proviene de James y los postdarwinistas que entendieron el terror a la muerte como un problema biológico y evolutivo. Creo que pisa tierra firme y, en particular, me gusta como expone la cuestión. Zilboorg señala que este miedo es, en realidad, una expresión del instinto de autoconservación, que funciona como un aliciente constante para asegurar la vida y dominar los peligros que la amenazan.
Semejante gasto continuo de energía psicológica en preservar la vida sería imposible si el miedo a la muerte no fuese tan persistente. El mismo término “autoconservación” implica un esfuerzo contra alguna fuerza desintegradora; es el aspecto afectivo de tal miedo, del miedo a la muerte[21].
En otras palabras, el miedo a la muerte ha de encontrarse tras nuestro funcionamiento normal a fin de que el organismo tenga armas para la autoconservación. Pues no es posible que el miedo a la muerte esté permanentemente presente en nuestra mente, si no el organismo no podría funcionar. Añade Zilboorg:
Si este miedo fuese siempre consciente, seríamos incapaces de funcionar con normalidad. Lo hemos de reprimir como es debido para mantenemos vivos con un mínimo des bienestar. Sabemos muy bien que reprimir más que esconder significa olvidar lo escondido y el sitio donde lo escondimos. Significa también perseverar en un esfuerzo psicológico constante para mantenerlo algo tapado y no bajar nunca la guardia interiormente[22].
Comprendemos, entonces, lo que parece una paradoja imposible: el omnipresente miedo a la muerte en el funcionamiento normal biológico de nuestro instinto de autoconservación, así como la ajenidad absoluta de este miedo en nuestra vida consciente.
Por ello, en épocas normales nos movemos sin creer nunca en nuestra propia muerte, como si creyéramos completamente en nuestra inmortalidad corpórea. Tratamos de controlar la muerte […]. Por descontado, cualquier persona dirá que sabe que ha de morirse algún día, pero en realidad no le preocupa. Se encuentra bien viviendo, no piensa en la muerte ni se molesta en ocuparse de ella: se trata sólo de una confesión verbal. El sentimiento del miedo está reprimido[23].
El razonamiento biológico y evolucionista es fundamental y ha de tomarse en serio; no se puede dejar de lado en ninguna discusión. Los animales han tenido que protegerse con respuestas de temor para sobrevivir, no sólo con respecto a otros animales, sino a la misma naturaleza. Han tenido que entender la relación real entre sus fuerzas limitadas y el mundo lleno de peligros en el que estaban inmersos. La realidad y el miedo se aúnan de forma natural. Como el recién nacido humano se encuentra en una situación aún más desvalida e indefensa, sería una insensatez pensar que la respuesta del miedo haya podido desaparecer en una especie tan débil y sensible. Es más razonable pensar que se ha intensificado, como ya creían algunos de los primeros darwinistas: los primeros seres humanos, los que más supieron sobre el miedo, fueron los más realistas en cuanto a su situación en la naturaleza y transmitieron a sus descendientes un realismo que tenía un alto valor de supervivencia[24]. El resultado fue la aparición del ser humano, como le conocemos: un animal hiperansioso que inventa constantemente razones para su ansiedad, incluso cuando no existe ninguna.
El razonamiento psicoanalítico es menos especulativo y debe tomarse aún más en serio. Nos muestra cosas del mundo interior, de cuando éramos pequeños, de las que no éramos conscientes: en concreto, que cuanto mayor terror sentimos más nos diferenciamos de otros animales. Se podría decir que el miedo se encuentra programado en la escala más baja de los animales determinado por sus instintos, pero un animal sin instintos no tiene miedos programados. Nuestros temores se forman a partir de nuestra manera de percibir el mundo. ¿Qué es lo que hay de único en la percepción infantil del mundo? En primer lugar, su exagerada confusión sobre la relación causa-efecto y, por otra parte, su acusada carencia de realismo sobre los límites de sus fuerzas. En la infancia vivimos en un estado de dependencia total: cuando se satisfacen nuestras necesidades, debe parecernos que poseemos poderes mágicos, que somos verdaderamente omnipotentes. Si sufrimos dolores, hambre o malestar, todo lo que hemos de hacer es gritar, y enseguida nos sosiegan con suaves y amorosos arrullos. Somos magos y telépatas: no tenemos más que chistar y soñar, y el mundo acude a satisfacer nuestros deseos.
Pero, ahora, viene la penalización para tales percepciones. En un mundo mágico en el que unas cosas hacen que otras sucedan gracias al mero pensamiento o a una mirada de descontento, todos estamos expuestos a que nos pase cualquier cosa. Cuando tenemos la experiencia de las auténticas e inevitables frustraciones con los padres, dirigimos nuestro odio y sentimientos destructivos hacia ellos. No tenemos modo alguno de saber que los sentimientos malignos no pueden satisfacerse con la misma magia con la que lo lograban nuestros deseos. Los psicoanalistas creen que esta confusión es la causa más importante del sentimiento de culpa e impotencia en la infancia. Wahl en su excelente ensayo resumió esta paradoja:
[…] los procesos de socialización de todos los niños son dolorosos y frustrantes. Por ello, no hay niño que se libre de sentir los deseos hostiles de muerte de sus socializadores, bien de forma directa, bien simbólicamente. La represión es normalmente […] inmediata y eficaz[25]…
En la infancia, somos demasiado débiles como para responsabilizarnos de todos nuestros sentimientos destructivos y no podemos controlar la consecución mágica de nuestros deseos. Esto es lo que llamamos un ego inmaduro. No tiene la capacidad y certeza de organizar sus percepciones y sus relaciones con el mundo; no puede controlar su actividad y dominar los actos de los demás; no posee un control real de la acción causa-efecto mágica que percibe en su interior, en la naturaleza exterior o en los otros. Sus impulsos destructivos pueden estallar violentamente, lo mismo que los de sus padres. Las fuerzas de la naturaleza le desconciertan externa e internamente. Para un ego débil, esto conduce a grandes cantidades de energía potencial desproporcionada y a un terror añadido. El resultado es que en la infancia vivimos, al menos durante un tiempo, con un sentimiento interior de caos interno al que otros animales son inmunes[26].
Resulta irónico que incluso cuando distinguimos entre las relaciones de causa y efecto se nos convierten en una carga porque las supergeneralizamos. Estas generalizaciones son las que el psicoanálisis conoce como “principio del talión”. El niño aplasta insectos, ve como el gato se come al ratón y lo hace desaparecer, participa con su familia en comerse un conejito doméstico y otras cosas por el estilo. Llegamos a saber algo sobre las relaciones de poder en el mundo, pero no podemos relativizarlas: nuestros padres podrían comemos y hacemos desaparecer; del mismo modo, nosotros también nos los podríamos comer a ellos. Cuando a un padre le brillan los ojos fieramente mientras pega a una rata con un palo, el niño puede creer que a él también le darán garrotazos, sobre todo si ha tenido pensamientos mágicos malos.
No quiero que parezca que trazo un cuadro exacto de unos procesos que aún no conocemos claramente o que argumento que todos los niños y niñas viven en el mismo mundo y tienen los mismos problemas. Tampoco quisiera presentar el mundo infantil como más morboso de lo que en general es. Sin embargo, creo que es importante mostrar las contradicciones penosas que deben ocurrir, al menos en algunas ocasiones, y evidenciar lo fantástico que probablemente es ese mundo de los primeros años infantiles. Quizás entonces podamos entender mejor por qué Zilboorg dijo que el miedo a la muerte «sufre elaboraciones más complejas y se manifiesta indirectamente de muchas maneras», o, como manifestó Wahl con toda exactitud, que la muerte es un símbolo complejo, no una cosa concreta y claramente definida.
[…] el concepto de muerte que tiene el niño no es el de una cosa única y sencilla, sino más bien un compuesto de paradojas mutuamente contradictorias […] la propia muerte no es un estado, sino un símbolo complejo cuyo significado varía de una persona a otra, de una a otra cultura[27].
Podríamos entender también por qué en la infancia tenemos pesadillas reiteradas, fobias universales a los insectos y a los perros fieros. En nuestros mundos interiores y torturados, proyectamos símbolos complejos de muchas realidades inadmisibles: el terror al mundo, el espanto de los propios deseos, el miedo a la venganza de los padres, la desaparición de los objetos, la propia falta de control sobre cualquier cosa. Es demasiada carga para cualquier animal, pero nosotros hemos de asumirla. Por ello nos despertamos gritando con una regularidad casi exacta durante el período en que nuestro ego débil está en un proceso de consolidación de muchas cosas.
La desaparición del miedo a la muerte
Pese a todo, las pesadillas se van espaciando, y, además, unas personas tienen más que otras. Regresamos al principio de nuestra discusión, a los que no creen que el miedo a la muerte es normal, a los que creen que es una exageración neurótica que se origina en experiencias tempranas. En caso contrario, dicen: ¿cómo explicar que una vasta mayoría de gente sobreviva a las oleadas de pesadillas infantiles y lleve una vida saludable, más o menos optimista y despreocupada de la muerte? Como dijo Montaigne, el campesino siente una profunda indiferencia por la muerte y el lado siniestro de la vida, a la vez que es paciente respecto a esto; nosotros decimos que es así por su necedad. De ser así, «aprendamos todos de su necedad[28]». Hoy en día, con conocimientos que Montaigne, diríamos «aprendamos todos de la represión», aunque la moral tendría un peso equivalente. La represión se encarga del símbolo complejo de la muerte en la mayoría de las personas.
Sin embargo, su desaparición no significa que el miedo no haya existido nunca. La argumentación de los que creen en la universalidad del terror a la muerte se apoya casi siempre en lo que conocemos sobre la eficacia de la represión. Probablemente, esta cuestión no podrá resolverse nunca del todo. Si aseguras que un concepto no está presente porque está reprimido, nunca puedes perder. No es un juego limpio desde el punto de vista intelectual porque siempre juegas con una baza segura. Este tipo de argumentación provoca que mucha gente considere el psicoanálisis acientífico. Ello proviene del hecho de que sus defensores aseveran que si alguien niega uno de sus conceptos, es porque está reprimiendo la conciencia de su realidad.
La represión no es una palabra mágica para ganar argumentos: es un fenómeno real del que se han podido estudiar muchos de sus efectos. Estos estudios la legitiman como concepto científico y la convierten en un aliado más o menos fiable en nuestra argumentación. En primer lugar, hay un volumen creciente de investigaciones que intentan llegar a la conciencia de la muerte negada por la represión, que utiliza tests psicológicos, como la medición de las respuestas galvánicas de la piel. Con ello se sugiere que, bajo las capas externas más suaves, acecha la ansiedad universal, el «gusano que está en el eje[29]».
En segundo lugar, en la vida, no hay nada como los shocks para dar salida a las represiones. Hace poco, algunos psiquiatras informaron de que las neurosis de ansiedad en los niños habían aumentado a raíz de los temblores de tierra en California del Sur. Para estos niños, el descubrimiento de que la vida incluye el riesgo de cataclismos fue excesivo para su sistema de negación, aún imperfecto; de ahí sus brotes de ansiedad. Con los adultos puede observarse esta manifestación de ansiedad, en forma de pánico, ante catástrofes inminentes. Recientemente, algunas personas sufrieron fracturas y otras lesiones al tener que realizar una salida de emergencia del avión durante el despegue y saltar desde el ala al suelo; el suceso lo desencadenó el incendió de un motor. Es obvio que bajo estos ruidos inocuos subyacen fragores mayores en la creatura.
Aún más importante es saber cómo funciona la represión. No se trata simplemente de una fuerza negativa que se opone a la energía de la vida; vive de la energía vital y la usa creativamente. Quiero decir que los miedos son absorbidos de forma natural por la lucha orgánica expansiva. Parece que la naturaleza ha construido en el interior del organismo una salud mental innata que se expresa a sí misma en el propio placer, en el gusto por desplegar sus capacidades en el mundo, en la incorporación de cosas en ese mundo y en nutrirse de sus experiencias sin límites. Todo esto supone una gran cantidad de experiencia muy positiva y, cuando un organismo lleno de energía se conmueve con ella, le produce gozo. Como lo expresó Santayana en cierta ocasión, un león debe sentirse más seguro de que Dios está de su parte que una gacela. En su nivel más elemental, el organismo trabaja activamente contra su propia fragilidad buscando su desarrollo y perpetuándose en la experiencia de vivir. En lugar de encogerse, se abre hacia más vida. Además, sólo hace una cosa a la vez, evitando así distracciones innecesarias en la actividad que le absorbe por completo. De este modo, parece que el miedo a la muerte se puede desoír o que, de hecho, esté incluido en los procesos de expansión vital. A veces, tenemos la impresión de reconocer un organismo semejante vitalidad en el plano humano. Pienso en el retrato de Zorba el Griego trazado por Nikos Kazantzakis. Zorba era el ideal de la victoria indolente, al tiempo que absorbente, de la pasión por lo cotidiano sobre la timidez y la muerte, y purificó a los demás en su llama de afirmación de la vida. Sin embargo, el propio Kazantzakis no era Zorba, lo que explica, en parte, por qué el personaje de Zorba sonaba un poco a falso. Tampoco lo son la mayoría de las personas. Pese a ello todo el mundo disfruta de una cantidad activa de narcisismo aunque no sea el de un león. El niño bien alimentado y querido desarrolla como hemos dicho, un sentido de omnipotencia mágica y de indestructibilidad, un sentimiento de poder irrefutable y de apoyo firme. En lo más profundo de sí puede imaginarse que es eterno. Podríamos decir que la represión de la idea de su propia muerte le resulta fácil porque está fortalecido contra ella por su propia vitalidad narcisista. Esto probablemente contribuyó a que Freud dijese que el inconsciente no conoce la muerte. Sea como sea, sabemos que el narcisismo básico se incrementa cuando las experiencias de la propia infancia con seguridad han sido un apoyo para la vida y con su calidez han potenciado el sentido del yo, el sentimiento de ser realmente especial, el auténtico número uno de la Creación. El resultado es que algunas personas poseen mayor cantidad de lo que el psicoanalista Leon J. Saul denominó con acierto «sustento interior[30]». Es este sentido de seguridad corporal ante la experiencia lo que conduce a la persona con más facilidad a buen término en las crisis graves de su vida e incluso en los cambios bruscos de personalidad. Casi parece que ocupe el lugar de los instintos directrices de animales más inferiores. Es imposible evitar pensar de nuevo en Freud, que tenía más vigor interior que la mayoría de las personas gracias a su madre y a su entorno temprano favorable. Conoció la seguridad y el valor que le daba a la persona y él mismo se enfrentó a la vida y a un cáncer letal con un heroísmo estoico. Una vez más, tenemos evidencias de que el complejo símbolo del miedo a la muerte varía en intensidad. Como infiere Wahl, sería «profundamente dependiente de la naturaleza y vicisitudes de los procesos de desarrollo[31]».
Sin embargo, deseo ser cuidadoso en cuanto a no exagerar la vitalidad natural y la vigorización interior. Como veremos en el capítulo 6, incluso el propio Freud, un privilegiado de excepción, padeció toda su vida fobias y ansiedad por la muerte y llegó a percibir el mundo bajo este aspecto de terror natural. No creo que el complejo símbolo de la muerte esté nunca ausente, cualquiera que sea la vitalidad y el vigor interior de la persona. Más aún, si decimos que esos poderes hacen que la represión sea fácil y natural, sólo decimos la mitad de la verdad. En realidad, adquieren su poder de la represión. Los psiquiatras arguyen que el miedo a la muerte varía en intensidad dependiendo del proceso de desarrollo, y creo que una razón importante para esta variabilidad es que el miedo se transforma durante ese proceso. Si el niño ha recibido una educación favorable, sólo sirve para facilitar la ocultación del miedo a la muerte. Después de todo la represión es posible por la identificación natural del niño con los poderes de sus padres. Si se le ha atendido bien, la identificación se produce con facilidad y consistencia, y el poder de sus padres sobre la muerte se convierte automáticamente en el suyo. ¿Qué hay más natural para desterrar los propios miedos que vivir de poderes prestados? ¿Qué significa el período de crecimiento sino dejar el proyecto de vida propio? Voy a hablar sobre todas estas cosas a lo largo de todo el libro y no voy a revelarlas en esta introducción. Lo que veremos es que el ser humano está hecho para un mundo manejable y que se lanza a la acción de forma acrítica e irreflexiva. Acepta una programación cultural que dirige su mirada hacia donde se supone que debe. No se come el mundo de un bocado, como lo haría un gigante, sino que se lo toma a pedacitos, como lo haría un castor. Utiliza todo tipo de técnicas, a las que llamamos “defensas del carácter”; aprende a no exponerse, ni a destacar; aprende a incluirse dentro de otros poderes, de personas y cosas concretas, de mandatos culturales. El resultado es que llega a vivir en la infalibilidad imaginada del mundo que le rodea. No ha de temer nada cuando tiene los pies firmes sobre el suelo y su vida está planificada dentro de un laberinto prefabricado. Todo lo que ha de hacer es zambullirse de cabeza en un estilo de vida compulsivo por “los caminos del mundo” que aprende de pequeño y que vive posteriormente como una ecuanimidad sombría: el «extraño poder de vivir el momento e ignorar y olvidar», como lo expresó James. Esta es la razón más profunda por la que el campesino de Montaigne no se altera hasta el final, cuando el Ángel de la Muerte, que ha estado siempre sentado sobre su hombro, extiende sus alas. O, al menos, hasta que se sorprende a sí mismo en un conocimiento mudo, como los “Maridos” de la excelente película de John Cassavetes. En tiempos como estos, cuando la conciencia clarea lo que siempre había permanecido oculto por la actividad frenética y convencional, contemplamos la transmutación de la represión redestilada, por así decirlo, y cómo el miedo a la muerte aflora en su más pura esencia. Por ello, la gente tiene brotes psicóticos cuando la represión no funciona, cuando ya no es posible que el impulso de la actividad nos haga seguir avanzando. Además, la mentalidad del campesino es mucho menos romántica que lo que a Montaigne le gustaría hacemos creer. La ecuanimidad del campesino se encuentra normalmente inmersa en un estilo de vida que tiene elementos de auténtica locura; de este modo, se protege. Odios y amarguras subterráneos y constantes que se expresan en desavenencias, bravuconadas, altercados y peleas familiares, una mentalidad mezquina, el propio rechazo, la superstición, el control obsesivo de la vida diaria mediante un autoritarismo severo y otras muchas cosas. Como lo representa el título de un ensayo reciente de Joseph Lopreato, ¿Le gustaría ser un campesino?
También mencionaremos otra gran dimensión en la que el complejo símbolo de la muerte se transmuta y transciende por la creencia del ser humano en la inmortalidad, en la prolongación del propio ser en la inmortalidad. A hora mismo, podemos sacar la conclusión de que existen muchas maneras en que puede actuar la represión para calmar al ansioso animal humano. Para que no tenga que padecer ninguna ansiedad.
Creo que hemos reconciliado las dos posturas divergentes sobre el miedo a la muerte. Tanto la posición “dependiente del entorno” como la “innata” forman parte de la misma imagen. Ambas se funden de forma natural. Todo depende del ángulo desde el que te acercas a la imagen; si es desde el de los disfraces y transmutaciones del miedo a la muerte, o desde el de su ausencia aparente. Admito, con cierto sentido de desasosiego científico, que, cualquiera que sea el ángulo que se use, no se llega al miedo real a la muerte. Por esta razón, Por esta razón, aunque con poco entusiasmo, estoy de acuerdo con Choron en que no se podrá “ganar” nunca paladinamente en esta disputa. Sin embargo, hay algo muy importante que emerge de todo esto y es que pueden trazarse y elegirse imágenes diversas del hombre.
Por una parte, contemplamos un animal humano que está parcialmente muerto en relación al mundo, que se “dignifica” al máximo cuando muestra un cierto olvido de su destino, cuando se permite dejarse llevar por la vida; y que es “libre” en el mayor grado posible cuando depende de los poderes de su entorno, cuando está al menos en posesión de sí mismo. Por otro, nos llega la imagen de un animal humano que es claramente sensible al mundo, que no puede cerrarse a él, que tiene que valerse con sus propios exiguos poderes y que se nos muestra como el menos libre para moverse y actuar, el que está en menor posesión de sí mismo y el más falto de dignidad. Cualquiera que sea la imagen con la que decidamos identificarnos, depende en gran parte de nosotros. Vamos, entonces, a explorar y desarrollar esas imágenes, más aún, para ver qué es lo que nos revelan.