Epílogo

 

 

Nochevieja  de  1699

 

Antoine se encontraba sentado ante el fuego de la chimenea de la biblioteca del château. Ya no lo llamaban el «nuevo», llevaban seis meses residiendo en él tras una larga batalla por terminar con los detalles de la construcción. También habían levantado una capilla en un extremo de la explanada para los acontecimientos familiares, aunque faltaba rematar el interior. Los jardines resultaban ralos de vegetación, pero los árboles y los parterres exigían su tributo natural de años de crecimiento y formación. La vida de un árbol corría pareja a la de una persona, por esa razón habían plantado sendos árboles con los nombres de los hijos: un roble con el nombre de Antoine, un sauce para Ana, un fresno para André y para el que estaba en camino, ya decidirían. Mariana lucía un nuevo embarazo. Él había sucumbido a lo inevitable, le era imposible mantenerse alejado de ella. Gracias a Dios, era fuerte y no parecía sufrir con los partos, pero él se desesperaba porque no lo consideraba justo para las mujeres. Temblaba ante la mínima posibilidad de perderla, no se imaginaba la vida sin ella. Alguien, en algún momento, le había dicho que amar era la esencia de la vida. Sí, fue el intendente Tavaux.

Unos chillidos agudos le hicieron volver la mirada hacia la puerta cerrada. Se había refugiado allí, huyendo de la algarabía exterior. Había llegado el matrimonio Latour poco antes de Navidad con los dos retoños mayores, el bebé había quedado con sus abuelos en Latour; y los chiquillos, junto con los suyos, corrían endiablados por los pasillos. La tía Eléonore y madame Fleury llevaban con ellos desde principios de mes porque, según la tía, a madame Fleury le sentaba muy bien el aire del campo. Antoine se sonrió, lo que le sentaba bien era ver a sus dos nietos, de un pelo tan rubio que parecía blanco. El pequeño Clément y André nacieron casi a la par, así que Nicole fue el ama de cría. El uno rubio y el otro moreno eran inseparables en sus correrías y travesuras, trayendo de cabeza a todo el feudo. Sólo faltaban Gastón y Carmen por llegar para estar todos reunidos. Su hermano y su cuñada se habían casado el verano pasado, tras algunos desencuentros causados por el orgullo juvenil. Sin embargo, ahora se los veía muy felices y compenetrados, se alegraba por ambos, desde el principio pensó que estaban hechos el uno para el otro. Gastón se había asentado, sus tierras producían bien y el sistema de jornaleros le era más rentable que los arrendadores, aunque él tuviera que trabajar. Además, el floreciente negocio comercial con Ámsterdam e Indias dejaba unos réditos muy suculentos.

El verano había sido atípico. El matrimonio Latour, a causa del alumbramiento de Claire, no pudo desplazarse a París y su relación quedó en manos del correo; y el enlace de los chicos los dejó solos. Por esa razón, había invitado a todos durante mes de diciembre, con la excusa de despedir el siglo diecisiete y recibir el nuevo siglo juntos. Un nuevo siglo. ¿Qué les depararía? Las sólidas bases de la familia habían sido establecidas. El mayorazgo, las tierras troncales de los Laver, habían sido saneadas, se había realizado la concentración parcelaria y el cultivo intensivo comenzaba a rentar. En las tierras de Brancourt se estaba haciendo lo mismo, aunque con más dificultad por el abandono al que habían estado abocadas. Las había arrendado a matrimonios jóvenes, dando preferencia a los hijos de arrendadores suyos. Por otro lado, llegaban ingresos regulares de las empresas comerciales con la pequeña Sociedad y de su participación en la «Manufactura Real de Cristales de Espejos». Mariana había elogiado su decisión de ampliar las vías de ingresos: si fallaba alguna, las otras quedaban en pie. Y no había que olvidar la seguridad de la supervivencia entre los muros del viejo castillo, durmiendo por si en un futuro hiciera falta. Eso daba mucha tranquilidad. No obstante, el mayor botín que había conseguido en Cartagena llevaba sangre en las venas y tenía ojos del color de la miel: Mariana. Sin su mente financiera y sus conocimientos comerciales, nada de todo aquello habría sido posible.

El ruido de la puerta al abrirse y cerrarse le sacó de su abstracción.

—Me indicó Mariana donde te encontraría. Espero no importunarte —dijo Philippe. Se sentó frente a él sin aguardar una invitación.

—Siempre eres bienvenido —respondió Antoine con una sonrisa—. Necesitaba un poco de paz antes de la cena.

—Es cierto, has reunido una buena tropa.

—Me preguntaba si te interesaría entrar en nuestra pequeña sociedad mercantil. Tenemos planes para ampliar la inversión. Independientemente de la sociedad te seguiríamos comprando el vino como proveedor —ofreció Antoine.

—Después de todo lo que me ha estado contando Mariana, sí que me interesaría. Claire no es como Mariana, pero es bastante avispada y me ayuda mucho en la comercialización del vino. ¿Sabes? Creo que nuestra sociedad es injusta con las mujeres, desaprovechamos su potencial no enseñándolas. Imagino que si Claire hubiera recibido la educación de Mariana, habría hecho mucho más por el feudo durante mi ausencia en la Armada.

—Supongo que sí. Mis hijos, en cuanto sepan leer, escribir y contar, voy a ofrecerles una educación comercial y contable con Lomelin, sin considerar su sexo. Ya lo he hablado con el genovés y ha aceptado. Va a dejar los viajes en manos de su hijo mayor, Stefano, y él se va a establecer aquí, dirigiendo desde el despacho. Génova está perdiendo terreno en el comercio y está considerando la posibilidad de independizarse de la familia para no caer con ella.

—Has llegado a apreciarlo. ¿Qué viste en él al principio para que no te gustara?

—Los celos. Cuando oí a Mariana hablar en italiano con el apuesto genovés, me llevaron los celos. Ya ves qué malos consejeros son —confesó Antoine.

—Es curioso lo que tardaste en darte cuenta de que tu mujer te adoraba. ¿Adquiriréis un nuevo barco? —preguntó Philippe, retomando la conversación.

—No, aunque todo está por hablar. Hemos pensado que los barcos van a ser muy necesarios. Ahora estamos en paz, pero las atarazanas no descansan. Nuestro rey ha conseguido ganarse la voluntad de una facción de nobles españoles que rodean a Carlos II para que consigan que su rey teste a favor de Felipe de Anjou.

—¡Vaya! Estás muy informado. ¿Sigues entrevistándote con el marqués de Vauban?

—Sí, ha dejado de observarme con lupa. Parece ser que, al fin, he ganado su confianza —ironizó Antoine—. Si nuestro rey consigue el trono español sucederán dos cosas: la primera, que el mercado francés se extenderá a las colonias españolas y para ello hacen falta barcos; la segunda, que Europa no se quedará sin hacer nada y habrá guerra tarde o temprano, los astilleros estarán ocupados por los navíos de guerra y no se encontrarán tripulaciones experimentadas para el comercio. Es mejor moverse anticipadamente, porque luego será imposible.

—Compruebo que, si entro en la sociedad, estaré en buenas manos.

—No gobierno los mares ni las tormentas. Eres marino, el riesgo está a la vuelta de cada ola.

—Vivir ya es un riesgo —filosofó Philippe—. Por cierto, ¿qué tal la nueva pareja?

—Están al llegar. Mariana está ansiosa de abrazar a su hermana porque ha llegado correo de España. Mantienen correspondencia, cuando pueden, con su tío, don Pedro Tamares, y su hermana, la condesa de Utiel, a través de los contactos de Lomelin. Si el rey consiguiera su objetivo, tengo planeado un viaje por España, para enseñarle a Mariana su país y para conocerlo yo mismo. El corazón del imperio español: Madrid, Sevilla, Toledo. Estoy aprendiendo español y he exigido a Mariana que se dirija a los niños en este idioma. El imperio es muy grande y puede ofrecer muchas posibilidades en un futuro.

—Planificas muy lejos —se preocupó su amigo—. ¿No es mejor dejar que las cosas vayan sucediendo?

—Así pensaba yo, pero los mercaderes que me acompañan diariamente, no me lo permiten. Entre Mariana y Lomelin han revolucionado mi mente.

—Hablando de revoluciones: los marineros andan muy revueltos. ¿Es cierto lo que me ha contado Pierre acerca de Edmon? —inquirió en tono divertido Philippe.

—¡Oh, no! ¡Tú, no! —se lamentó Antoine—. ¿No creerás esas historias de fantasmas? Fue una casualidad de la que me congratulo porque a Mariana no le sucedió nada, pero mira a lo que ha dado lugar.

—¿Cómo fue?

—Un caballo se desbocó, corría sin control por la explanada y se tropezó con Mariana y la pequeña Ana, que no lo vieron venir a sus espaldas. Estaba claro que el caballo las iba a arrollar, que no podría frenar el paso en tan poco recorrido. Sin embargo, el caballo giró en plena carrera para esquivarlas, cayó rodando y se rompió una pata. Hubo que sacrificarlo pero, milagrosamente, a ellas no les ocurrió nada. En la explanada estaba todo el mundo porque era por la mañana y había entrenamiento de esgrima. Imagínate el resto. Hubo quien dijo que vio a Edmon obligar al caballo a dar el giro para salvar a la duquesa.

—Al menos vuestro fantasma es bueno y protector —rió Philippe—, pero reconozco que para ellos es algo serio. Son marinos. No puedes luchar contra esto y, sinceramente, no lo encuentro perjudicial mientras no organicen reuniones para conjurar a los espíritus. ¿Qué tal te va en Brancourt?

—¿Por qué lo traes a colación en este momento? —preguntó Antoine divertido.

—Bueno, recordé lo que me escribiste sobre los ritos, los asesinatos y violaciones de niños que han sucedido, y no puedo dejar de pensar en el parecido que tiene con lo que encontramos en la casa de Cartagena de Indias —comentó sin tapujos Philippe.

—Sinceramente, yo también. No lo he olvidado. No sé que hacer con la casa. Es muy antigua y necesita reparación, pero no he comenzado por el temor a encontrar lo que no deseo.

—Tírala —decretó escuetamente Philippe.

—Sí, será lo mejor. Y levantar otra nueva, más moderna.

—Pero en otro sitio —añadió Philippe.

—¿En otro sitio?

—Sí. Yo no creo en los sitios malditos, pero por si acaso —matizó Philippe.

—Sí, tienes razón —aprobó Antoine.

—Y si rocías el lugar con agua bendita y celebras una misa por los difuntos, mejor.

—Sí, vuelves a tener razón —agradeció, mirando fijamente a su amigo que permanecía serio.

—¡Por todos los Santos! —reventó Philippe riéndose—. Nosotros también hemos sido marinos, en algo se nos debía notar.

Antoine acompañó en la risa a su amigo del alma, reconociendo la debilidad de la razón ante la oscuridad.