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Corría el mes de abril cuando Laver entró en París. Lo acompañaban el genovés Lomelin y François y Sébastien como escoltas. Se alojaron en casa de Laver los días que estuvieron de compras para cargar el bergantín. Laver envió un mensaje a Duboisson para que trasladase el bergantín a Honfleur, en la desembocadura del Sena, lejos de Brest y más próximo a París y a Ámsterdam.

Una mañana, mientras desayunaba con Françesco en el hôtel, llegó un gran coche de caballos con escolta. Laver se asomó a la ventana.

—Es Vauban. ¿Qué querrá tan temprano? —murmuró para sí.

El genovés se asomó para curiosear. No conocía al prohombre de Francia y no quería perder la oportunidad de verlo en persona. Laver lo recibió a solas en la biblioteca.

—Me llegó vuestro recado y también he leído el informe del intendente de Laon. Me complace que todo se haya resuelto de forma tan favorable y discreta —manifestó Vauban sin preámbulos ni saludos—. El vizconde ha confesado todo en La Bastilla. Los sucios chantajes, la mayor parte preparados para conseguir sus fines, han terminado para alivio de los chantajeados, contra los cuales no se abrirán diligencias porque son víctimas. Pero no estoy aquí por esto. Vengo para entregaros los documentos que os otorgan el título de vizconde de Brancourt y que os transfieren el feudo que lleva aparejado el nombramiento. No es vinculante a vuestro feudo por lo que podéis disponer de él para alguno de vuestros futuros hijos.

—Es muy generoso el rey —expresó Laver sinceramente.

—En absoluto. Entre nosotros, os diré que el rey no hace nada sin dobles intenciones. Ha mostrado interés en una empresa en la que vuestro nombre se haya involucrado: Saint-Gobain.

—Efectivamente, pero es mi esposa la que lleva las riendas. Nada sé sobre ello, hablaré con ella.

Vauban era un hombre acostumbrado a la diplomacia y a la vida en la Corte, era un artista en el disimulo y, aun así, no pudo evitar un gesto de sorpresa que gradualmente se trocó en admiración.

—Sois un hombre singular. Reconozco que vuestra esposa es inteligente, pero pocos hombres dejarían en manos de una mujer algo tan costoso e importante. ¿Debo tratar con ella la posible fusión de Saint- Gobain con la «Manufactura Real de Cristales de Espejos» que dirige monsieur Thévart en Faubourg-Saint Antoine?

—Sí, aunque me entristece un poco. Estaba muy ilusionada.

—El rey sólo quiere una participación, podrá conservar su puesto como inversora, si lo desea, aunque no como directiva. De todas maneras, no está todo perdido. Tengo conocimiento de que un barco va a comerciar con objetos muy caros, aunque eso es habitual. Lo que llamó mi atención fue el nombre del capitán, a quien conocí en esta misma biblioteca; y la tripulación que, curiosamente, provienen del Le Fort y del Vermandois.

Laver esbozó una sonrisa que Vauban acompañó.

—Es una empresa privada en la que no estoy solo. Hay más inversionistas, entre ellos, un genovés que se aloja aquí, conmigo, cuya casa comercial nos abre sus almacenes y contactos en Ámsterdam.

—Os forjáis muy buenas relaciones. Os felicito y me huelgo de que tan hábilmente hayáis evitado las intenciones de Pointis. Es un duelo entre un rudo militar y una fina inteligencia que está siendo seguido con interés por muchos de nosotros. Por cierto, el rey ha ordenado la muerte por decapitación de vuestros vecinos.

Laver no pudo evitar un estremecimiento y recordó las palabras del intendente cuando detuvo sus ansias de venganza.

—¿La mujer también? —preguntó en voz baja.

—Yo no estaría tan seguro de que fuera vuestra hermana. Se han movido entre la impostura tanto tiempo que ya no deben distinguir la verdad de la mentira. Puede ser una falacia en un último intento de que vos intervengáis en su favor, así lo he dejado ver. De todas formas, están acusados de asesinato, de extorsión, de prácticas negras contra la religión y no sé de qué más cosas. Me extraña que no sean quemados vivos públicamente. Imagino que su nueva esposa, madame du Maintenon, ha mediado en ello. No fue vuestro hermano la única víctima mortal.

—¿Cómo sabéis eso? —indagó Laver  asustado.

—El vizconde. Fueron torturados, evidentemente. Se lo contasteis creyendo que lo ibais a matar en el momento. No os preocupéis, las declaraciones de La Bastilla no son pregonadas por la Corte y, en este caso, hay muchos nombres importantes mezclados, entre ellos un Príncipe de la Sangre que, aunque esté loco, es un buen militar y yerno del rey. Yo soy el que tiene más interés en que los detalles no se oreen.

Laver estrechó la mano que Vauban le extendió y abandonó la estancia con la misma rapidez y brusquedad con la que había llegado.

Laver y Lomelin, con los dos marineros que los acompañaban, se embarcaron en los muelles del Sena en tres barcazas de uno de los muchos primos de Eugénie. Habían subido a bordo todo lo que habían adquirido: muebles y tapices de la fábrica de los Gobelinos, espejos de mano y de pared de Saint-Gobain, abanicos de los arcones de Laver, trajes y vestidos confeccionados en París, vinos de Latour, perfumes y jabones de Grasse y un sin fin de objetos más de factura francesa que se distribuirían desde Ámsterdam a la Europa fascinada por la elegancia y el diseño galo.

Laver aprovechó los desplazamientos de las compras para adquirir el mobiliario para el nuevo château con la inapreciable ayuda del genovés, muy versado en las suntuosidades. Encargó seis dormitorios con sus escritorios, armarios roperos que estaban sustituyendo a los incómodos arcones, y tocadores, el colmo de la frivolidad. Encargó un comedor pequeño, para diez comensales, y otro mayor, para veinte. Sillones, mesas y sillas para las diferentes salas. Los tapices decidió dejarlos para otro momento pues no había medido las paredes ni había decidido cuáles irían pintadas y cuáles no. En París, encargó ocho bañeras ante el asombro del metalúrgico. Y el genovés se encargó de pagar como si fuera el prestamista, para esconder la procedencia del dinero. Aparentemente, el duque se estaba endeudando para decorar su nueva residencia.

Cómodamente instalados en la popa, Laver y Lomelin viajaron en una de las barcazas hasta Honfleur, entretenidos con el paisaje y la conversación.

—Nos movemos por varios países donde las políticas son precarias, y necesitamos estar bien informados para rescatar nuestros intereses antes de que nos los arrebaten —explicó Francesco.

—Una de las cosas que me dijo Vauban es que el rey quería la fusión de Saint-Gobain con la «Manufactura Real de Cristales de Espejos».

—Era de prever. No quiere competencia. No os incomodéis por la duquesa, ella estaba informada de la posibilidad. Las empresas del rey son costosas y reportan pocos beneficios, quebrarán. Los que aguanten el período de vacas flacas se resarcirán con las gordas. Las manufacturas reales se privatizarán y vuestra esposa será la mayor inversionista de una empresa con mucho futuro.

—Es complejo lo que decís. ¿Cómo una empresa que ha quebrado puede tener futuro?

—Está bien, señor militar. España es una empresa, ha sido un imperio y Europa ha bailado alrededor de ella, pero ya no tiene nada que ofrecer, está en decadencia, gastada por las guerras y la corrupción, ha quebrado.

—Es lo que dice Mariana; sin embargo, a mí me parece que le queda mucho que ofrecer. Es un país mal gestionado.

—Eso es lo que piensa vuestro rey. Está planeando quedarse con el trono español. Envía diplomáticos constantemente a Madrid para que estén en contacto con los nobles que rodean al rey Carlos. Quiere un testamento a favor del duque de Anjou. Un aire nuevo, una nueva política puede levantar un país. Lo mismo sucederá con Saint-Gobain. Allí estará vuestra esposa, la reina del cristal y de los espejos en Francia. —concluyó sonriendo el genovés.

—La apuesta es arriesgada, incluso para el rey —reflexionó Laver.

—También arriesgasteis vos en vuestra huída de los ingleses. Volvisteis sin un palo en la nave, según tengo entendido.

En el viaje, Laver aprendió a ver las cosas de otra manera, a más largo plazo, a evaluar el futuro y sus posibilidades. La vida se componía de pequeños y cruciales hechos para devengar en otro mayor que no había que perder de vista. Aprendió lo íntimamente que estaban ligadas la política y la economía, y sin embargo, su propio rey consideraba a ésta última un medio para conseguir sus ambiciosos deseos de gobernar el mundo.

—El rey fracasará; y con él, Francia —vaticinó Laver—. Se está gastando en política y en guerras todo lo que produce el país.

—No sois el único que habéis llegado a esa conclusión. Vuestro protector, Vauban, también lo sabe y defiende un impuesto único para todo y para todos, sin exenciones, y otros muchos de la nueva nobleza que provienen de familias comerciantes. Pero no lo divulguéis muy alto si no queréis que os acusen de alta traición. El marqués es muy valiente alzando la voz, por eso siempre baila en la cuerda floja.

 

Lomelin hubiera querido añadir: como vos; pero calló. Aunque de diferente procedencia y educación, a ambos, marqués y duque, les unía el pensamiento y ese gusto por caminar junto al peligro. Militares ambos, eran parcos en palabras y directos, declinando las ampulosidades versallescas. Pero ahí terminaba el parecido. Para el duque, el poder era innato y lo ejercía con total soltura y lo despreciaba porque lo tenía. Su ambición no era de poder o de dinero, sino de conocimiento. Durante los días que había compartido con él, había descubierto su talón de Aquiles: deseaba saber, quería dominar con el conocimiento. Había descubierto el mundo de las finanzas y se había volcado en él, como un recién nacido busca el pecho de su madre. Lo había atosigado con preguntas, con problemas. La duquesa era hermosísima, ¿pero se habría dado cuenta él? Por el contrario, el marqués poseía el conocimiento, aunque le faltaba la capacidad de poder e influencia que enseguida evidenciaba cuando hablaba. Luchaba en solitario ante el rey y ante la aristocracia de espada, quienes veían en él un arribista, un oportunista. Por eso había reclutado al duque, un aristócrata con pensamiento burgués. Error, que en un futuro, podría ser fatal para Vauban. El duque actuaba con la potestad innata y, si le servías fielmente, eras premiado con su deferencia. Le salvaba de la tiranía una naturaleza comprensiva y compasiva que lo volvía muy humano y con la que arrastraba la veneración de sus fieles. Sin esa capacidad tan humana y con su inteligencia, hubiera sido un personaje peligroso, de ésos a los que el rey cercena antes de que despunten ante el temor de una nueva Fronda.

 

Llegaron a Honfleur, una pequeña población pesquera en la desembocadura del Sena. Habían preferido ésta por ser más discreta que Le Havre, el puerto por excelencia. Las tierras que cruzaba el Sena eran llanas y cultivadas por lo que la vista se perdía en la planicie. Según se aproximaban, divisaron el bergantín, Brume lo habían bautizado, que borneaba solitario, airoso e inquieto como un caballo sobre el mar encrespado por el viento.

Ocuparon el resto del día en trasbordar la carga de las barcazas al velero mientras Laver recorría la nave desde la cofa hasta la quilla, supervisando las reparaciones que se habían realizado.  Reconoció muchas caras de antaño que habían luchado bajo sus órdenes en el Le Fort, otras que debían de pertenecer al Vermandois, y las menos, por fortuna, que provenían de la familia de contrabandistas de Eugénie, a quienes se los veía nerviosos y fuera de lugar. Éstos serían difíciles de domeñar y someter a la disciplina militar.

Por la noche, Laver se reunió con Duboisson, Eugénie, Bordeaux, el piloto, y Lomelin en el camarote del capitán para concretar la ruta y el destino. Se sentaron alrededor de la mesa, excepto Laver que se apoyó en el cañón, situado detrás de la puerta, para dominar la escena.

—Antes de comenzar, capitán, tengo una propuesta de un familiar —se adelantó Eugénie—. Es un primo lejano que oficia de piloto.

—Ya tenemos piloto —objetó Laver, extrañado por la intempestiva propuesta.

—Bordeaux es un buen compañero en quien confío para cruzar el Atlántico —expuso Eugénie valientemente—; sin embargo, el Canal de la Mancha entraña muchos inconvenientes y es mejor confiarse a alguien que esté acostumbrado a recorrerlo.

—¿Qué decís a eso, Bordeaux? —invitó Laver.

—Reconozco que hace mucho que no navego por el Canal —admitió Bordeaux pesaroso.

—¿Qué nos puedes decir de ese piloto? —animó Laver a Eugénie.

—Fue apresado por un corsario inglés. Al resto de la tripulación la asesinaron, pero él conocía la costa francesa, por lo que lo conservaron con vida. Estuvo un año en sus manos y aprendió el idioma, la forma de navegar, la costa y los puertos ingleses. Logró escapar durante un combate cerca de Barfleur, lanzándose al mar y ganando la costa a nado.

—Efectivamente, es valioso —apostilló Duboisson—. ¿Y por qué quiere navegar con nosotros?

—Es joven y ambicioso. Está harto de navegar en barcazas fluviales o en embarcaciones costeras de contrabando. Sospecho que ambiciona la jefatura de los negocios familiares.

—De acuerdo. Llevaremos dos pilotos —convino Laver—. Imagino que no debe andar muy lejos.

—Me conoce muy bien, capitán —admitió Eugénie sonrojado.

—Hacedle pasar —ordenó Duboisson.

—Percy L´Anglais, mi capitán —presentó Eugénie tras franquearle el paso al camarote.

Era un joven esbelto, de tez soleada y manos ajadas por la intemperie, lo común entre gente del mar. Nada en él llamaba la atención como para ser recordado, excepto los ojos, acerados, inteligentes y altivos.

—Antes de embarcar, he de advertirte de que, aunque nos dediquemos al comercio, el navío es militar —abordó Laver sin rodeos—. El capitán y la tripulación están acostumbrados a la disciplina y a la obediencia bajo pena severa por incumplimiento.

—Así lo tengo entendido, excelencia —respondió el joven—. Estoy acostumbrado a obedecer tras un año de cautiverio. En el Revenge la vida era dura.

—Bordeaux es nuestro piloto oficial —continuó Laver—. Seréis su relevo y compartiréis conocimientos.

—Mis conocimientos, conseguidos en penosas circunstancias, han sido mi salvación y no pienso cederlos —replicó el joven, con un brillo retador en los ojos.

—Ya veo lo acostumbrado a obedecer que estás —replicó Laver con ironía, sin embargo, el piloto le interesaba por lo que se molestó en darle otra oportunidad—. Tus conocimientos tienen valor y por eso quiero que estén a salvo; pero tú, no —le espetó con una gélida mirada—. En la primera refriega con el enemigo tus sesos pueden desperdigarse por toda la cubierta. Dime: ¿de qué me servirán esos conocimientos? En un barco nadie es imprescindible, incluido el capitán. Tras un combate, con la tripulación diezmada, se pone el alma para recalar en buen puerto. Si vas a poner dificultades, quédate en tierra.

—Quiero embarcar, excelencia —rogó el joven contrito.

—Entonces pon al día a Bordeaux —ordenó Laver, zanjando el tema.

Percy realizó una reverencia y abrió la puerta para retirarse, quedando Laver oculto por ésta. La cara de los presentes y la forma de retroceder del nuevo piloto le advirtieron del peligro. Sacó la pistola y la amartilló mientras los demás permanecían tensos y atentos a los acontecimientos, prestos para actuar. Percy retrocedió con las manos en alto para permitir la entrada del intruso, al tiempo se oyó la voz de alarma por el barco, las carreras y los gritos de los marineros. Laver apuntó a ciegas, a través de la puerta y, siguiendo la leve indicación de Duboisson, disparó un poco más abajo.

En cuanto sonó el pistoletazo de Laver, todos desenvainaron y se arrojaron hacia la puerta. Laver, más cercano, fue el primero usando el cuerpo del moribundo como escudo, lo empujó por el estrecho pasillo contra los compañeros que lo seguían. Lanzó estocadas por los resquicios y alcanzó a uno de ellos quien, por sus gritos y el afán que puso en el retroceso para salir de la trampa mortal, asustó a los demás.

En la cubierta se luchaba por contener la horda de asaltantes. El sollado vomitaba marineros en calzones, sorprendidos en medio del sueño y blandiendo hachas de abordaje y espadas para rechazarlos. Laver vislumbró cómo Lomelin a su lado descargaba la pistola a quemarropa sobre un individuo que se le venía encima, Laver atravesó a otro sin darle opción a defenderse y se abalanzó sobre el compañero que aguantó el envite. La cubierta, mal iluminada por las luces de posición, ofrecía grandes claroscuros que impedían hacerse una idea sobre el número de asaltantes.

—¡Cortad los accesos! —oyó gritar al oficial Brossac, del antiguo Vermandois.

El mismo oficial, que se batía junto a la borda, consiguió desembarazarse de su enemigo y, de un hachazo, cortó el amarre de un garfio. Hacia el combés, Sébastien pedía ayuda para hacer lo mismo ya que, advertidos los contrincantes de la maniobra, defendían la escala por la que habían accedido. Laver corrió en su ayuda reuniendo por el camino a aquellos que estaban libres. Empujaron a los enemigos hacia la escala para estorbar el acceso de los que trepaban por ella. Algunos saltaron al pescante por falta de espacio.

—¡Sin cuartel! ¡Matadlos a todos! —se oyó el vozarrón de Duboisson sobre el entrechocar metálico de los hierros, las quejas y los gritos de dolor de los heridos.

Esa orden, emitida con o sin conocimiento de la situación real por el capitán, influyó sobre el ánimo de los asaltantes, quienes comenzaron a replegarse y a saltar por la borda, en absoluto dispuestos a dejarse la piel en el lance. La orden de Duboisson fue cumplida a rajatabla: no quedó nadie a quien interrogar.

—No hubiera conseguido nada, capitán —le consoló Eugénie ante su decepción—. Percy le informará mejor.

—¿Qué relación le une a este asunto? —preguntó Laver desorientado.

A una seña de Eugénie, Percy l´Anglais se aproximó sudoroso.

—Son contrabandistas, excelencia, conozco a varios. Éste mismo —señaló un cuerpo tendido sobre la sanguinolenta cubierta— pertenece a una familia rival.

—¿Hemos sufrido este ataque por rencillas entre contrabandistas? —se sulfuró Laver.

—No, excelencia —se apresuró a rebatir Percy—. Somos rivales, pero sin cuentas pendientes. La sociedad de la familia con vos es demasiado reciente para que estuvieran al tanto de nuestra relación. Han sido contratados por alguien y con mucho dinero de por medio.

Laver frunció el ceño y trató de serenarse.

—¿Por qué mucho dinero? Los rufianes no son tan caros —demandó Duboisson.

—Somos contrabandistas, no asesinos —explicó Percy molesto—. Esta gente tiene sus negocios. ¿Por qué asaltar un barco con tanto riesgo? Aunque las autoridades estén compradas y tomen parte en el contrabando, esto es un barco mercante francés y protegido por unas leyes. Si los mercantes pudieran ser saqueados impunemente en los puertos, no habría comercio y los contrabandistas viviríamos en mansiones.

—Tiene lógica lo que dices —medió Laver reflexivo—. ¡Por los clavos de Cristo! Intuyo quien está detrás de este desafuero: el barón de Pointis. Si Vauban estaba informado, también él. Y es el único que me tiene la suficiente inquina como para intentarlo.

—¿Podéis denunciarlo? —consideró la posibilidad Lomelin.

—Vauban me advirtió de que hay mucha gente pendiente de este sutil duelo. No hay mayor desprecio que no hacer aprecio —resolvió Laver.

—Seis muertos y once heridos, mi capitán —reportó el oficial Brossac, interrumpiendo la reunión.

—Estamos dentro de la ría, no podemos echar los muertos al mar —reflexionó Duboisson.

—No quiero que nos retengan por una investigación y tampoco deseo verme envuelto en un escándalo para divertimento de Pointis. Obraremos como en Cartagena —decidió Laver con una sonrisa—: llevad los muertos al sollado, los echaremos en mar abierto y aquí no ha sucedido nada. Brossac, quiero un cirujano a bordo, aunque haya que traerlo engañado. Enviad por él.

—Los contrabandistas buscarán a los suyos —objetó Lomelin.

—No están en condiciones de hacerlo, tendrían que reconocer que nos asaltaron y dudo que de Pointis asuma la autoría. No es ningún necio. Mejor dicho: lo es, pero todavía le quedan algunos resquicios de luz —respondió Laver.

—Ésa es la suerte del que vive al margen de la ley —apostilló el piloto—, por esa razón es tan importante para mi familia esta alianza: queremos salir de la oscuridad.

Al cabo de una hora, la cubierta había sido lampaceada y los destrozos reparados. La chalupa regresó con un joven galeno de apariencia enclenque y mirada ingenua, quien subió a la nave con la confianza que otorga la ignorancia.

—¿Dónde habrán encontrado al mirlo? —compartió Laver, sonriente, su ironía con Duboisson en el alcázar.

Duboisson llamó a Brossac y le transmitió la pregunta.

—¡Es increíble! Se ha tragado anzuelo, sedal y caña. Es un bisoño de tierra dentro —contestó el primer oficial divertido.

—Llevadlo abajo y procurad que esté bien entretenido con los heridos, de manera que no se dé cuenta de cuándo nos hacemos a la mar —ordenó Duboisson.

Ése era el punto débil de cualquier nao. Un médico cirujano no era fácil de conseguir: malas pagas y demasiado riesgo. Sólo los desesperados y los perseguidos por la justicia se aventuraban a trabajar en un barco. Laver no sintió remordimiento con el engaño porque era un viaje corto y se lo retribuiría generosamente.

Largaron velas antes de que comenzase a subir el mar por la ría y a tiempo de encontrarse con la corriente del flujo que venía del suroeste hacia el nordeste, con la que navegarían durante las cinco horas que duraba la pleamar si el tiempo acompañaba.

Los dos faros que señalaban la desembocadura del Sena se asentaban en roca. La costa hacia el norte era abrupta y presentaba inaccesibles acantilados rotos, de vez en cuando, por algún valle que terminaba en una pequeña playa. Las labores de a bordo fueron alteradas por los gritos del joven galeno cuando, al subir a cubierta, se descubrió en alta mar. Laver indicó a Brossac que condujese al médico al alcázar.

—Deploramos el error cometido —se disculpó Laver tras las presentaciones—, nadie advirtió vuestra presencia en el momento de zarpar. Comprenderéis que es difícil regresar, por lo que os sugiero que apreciéis nuestra compañía y la nueva experiencia. ¿Habíais navegado anteriormente?

—No, excelencia —contestó el galeno, compungido y resignado—. Nunca he salido de Francia.

—¿Dejáis familia atrás?

—Hace apenas un año que he terminado mis estudios y no he podido asentarme.

—Pues ésta es una magnífica oportunidad para conseguir experiencia y algo de dinero para iniciar vuestra profesión —lo animó Laver.

Lo dejó solo en el alcázar para reunirse en la toldilla con Duboisson y Lomelin.

—Éste ya aprendió la lección —comentó Lomelin.

—A lo mejor le gusta y se queda si le hacemos la estancia agradable y no se marea mucho —añadió Duboisson esperanzado.

Oficiaron un sepelio por los muertos a los que dejaron caer al mar con una bala de cañón para que no aflorasen a la superficie. Excepto por esto, la navegación hasta Tréport fue tranquila, con cielo despejado y viento favorable, aunque frío para ser primaveral. A partir de ahí, la costa se suavizó y las arenas se prolongaban hacia el mar, de forma que la profundidad variaba de dieciséis pies a seis u ocho brazas a tan sólo tres millas de la costa. Percy mantenía los sondeos en ambas amuras y los gritos de los resultados llenaban el aire anulando la tranquilidad de la travesía.

—En el Canal todo es importante: el viento, la corriente de la marea, ya sea subiendo o bajando, y la profundidad —explicaba Percy a todos los presentes en el alcázar y, especialmente, a Bordeaux—. El Canal es poco profundo, unos cien metros, de manera que, cuando se acumulan arenas y limos en el fondo, se forman peligrosos bancos en los que se naufraga fácilmente durante la bajamar. Por esto, los sondeos deben ser constantes durante la travesía.

—Aquí las corrientes son tan importantes como los vientos —apuntó Bordeaux.

—Efectivamente, por la escasa profundidad los cambios de marea acentúan la velocidad del flujo y del reflujo —confirmó Percy.

—¡Mirad! ¡Un faro! —señaló Lomelin en la costa.

—Es la desembocadura del río Somme, custodiado por dos faros: Point d´Ailly y Saint Valery. La playa es continua hasta Bolougne y se caracteriza por sus dunas. En esta zona, la corriente corre a lo largo de la costa tanto en el flujo como en el reflujo.

Guardaron silencio y disfrutaron del panorama hasta que llegaron a la altura de Le Portel, donde Percy volvió a sus indicaciones.

—Navegamos por un corredor entre la costa y el banco de Basse. Es largo, estrecho y sinuoso, formado por conchas y arena. El banco se encuentra a unos dieciocho pies de profundidad, mientras que aquí, en el corredor, tenemos de seis a ocho brazas. Llega hasta Ambleteuse.

—Un día de tormenta y el viento te puede arrastrar a donde no quieres —comentó serio Duboisson.

—Son muy frecuentes los naufragios —admitió Percy.

Rebasaron el cabo Gris Nez y fondearon en Calais, donde aguardaron a la próxima marea. En esa zona la nubosidad era más abundante, pero el tiempo mantenía su bonanza.

—Calais dista treinta y tres kilómetros de Dover, es la zona más estrecha del Canal. Se encuentra dividido en dos por los bancos Ridge y Varne, que equidistan tanto de Francia como de Inglaterra, unas dieciocho millas. Durante las mareas equinocciales la profundidad sobre ellos puede variar de dieciséis pies a ocho en tan sólo tres horas —explicó Percy durante las maniobras de fondeo.

—De ahí que los cálculos deban ser lo más exactos posible para no quedarte atrapado —comentó Duboisson.

—Cálculos que pueden ser erróneos en cuanto tropecéis con una tormenta —puntualizó Percy—. Hacia el norte es más sencillo: las mareas pierden importancia al igual que las corrientes. El viento vuelve a ser el único señor del mar.

—La navegación es mucho más compleja que en mar abierto —reconoció Bordeaux—. Me siento más seguro en el Atlántico.

La segunda etapa hasta Ámsterdam fue igual de tranquila. Los contactos visuales con otros barcos fueron frecuentes y todos se mostraron precavidos en sus maniobras para no despertar el recelo. En Ámsterdam, la lluvia fue una compañera pertinaz, molesta, aunque no impidió que Laver disfrutara de los canales que recorrieron hasta la ciudad. Lomelin los instruyó sobre la lucha que mantenían contra el mar los habitantes. Los molinos de viento eran empleados para drenar el agua y mantener secos los campos que se hallaban por debajo del nivel del mar. Las obras de desecación eran financiadas por los ricos comerciantes.

—Comienzo a vislumbrar la importancia de los mercaderes —confió Laver a Lomelin—. Mi expedición a Cartagena de Indias fue impulsada por comerciantes. Esto me ofrece una idea de las riquezas que genera el comercio. Lástima la escasa importancia que le conceden los reyes. Es admirable la tenacidad de estas gentes que, con un estado tan pequeño, han logrado mantenerse sobre las grandes potencias, e incluso libran una lucha desigual con Inglaterra por el dominio marítimo —reconoció Laver.

—Es posible en aquellas repúblicas, como la genovesa, en las que los burgueses gobiernan y legislan en favor de los intereses comerciales —se ufanó Lomelin.

—Me inclino por el sistema parlamentario inglés que respeta la autoridad real y las prerrogativas de la nobleza —se posicionó Laver, reacio a perder sus privilegios.

En sí mismo era un pensamiento audaz que podía enunciarlo apoyado en el pasamanos de una nave en medio del mar, pensó Laver, pero nunca lo admitiría en tierra porque sería una traición a su gente y al rey.

Se presentó el agente genovés, un hombre afable, regordete y de movimientos pausados, pero muy eficiente en contra de las apariencias. Mientras se procedía a la descarga, los invitó a tomar un café en un despacho habilitado dentro del almacén.

—El cargamento es bueno y de calidad, pero como éste llegan con bastante regularidad y los almacenes están llenos de manufacturas de lujo que, aunque todo se vende, obliga a bajar los precios. El velero es bueno y bien pertrechado para desperdiciarlo en el cabotaje.

—¿Ofrecéis una propuesta mejor? —se interesó Laver.

—Las Indias Occidentales.

—He estado allí y me pareció una interminable lucha entre ladrones —espetó Laver con la anuencia de Duboisson.

—Vuestra experiencia es militar —intervino Lomelin—; sin embargo, al margen de eso, hay un comercio muy activo entre las colonias españolas y los comerciantes de cualquier nacionalidad.

—El monopolio de Sevilla con la Flota de Indias es muy rígido —apuntó Duboisson.

—Esa flota es insuficiente para mantener las colonias, en las que la economía es muy precaria. Es una cuestión de supervivencia. La ruptura del monopolio es una realidad y, en muchas ocasiones, la flota tarda dos años en reunirse. Francia, a causa de vuestro asalto, ha perdido terreno en el Caribe pero, si la diplomacia de Luis XIV consigue el trono para su nieto, será la potencia que mayor provecho obtenga. La apuesta es arriesgada pero si, para cuando eso suceda, ya tuviéramos nuestros agentes y enlaces allí, seríamos los amos.

Laver se volvió hacia Lomelin y lo miró de frente.

—¿Desde cuándo estáis urdiendo el plan?

—Desde que hablasteis del barco y de la sociedad. No me hubiera atrevido a plantearlo si no hubiéramos contado con una tripulación y un capitán tan competentes. Para vosotros es natural ver cañones y munición; sin embargo, he viajado en muchos barcos y os aseguro que nunca había observado tanta profesionalidad.

Un silencio reflexivo cayó sobre la reunión, únicamente roto por el ruido del transporte de la mercancía y los gritos de los estibadores.

—¿De qué tipo de mercancía estamos hablando? —indagó Duboisson.

—Hierro, peltre, latón, telas, aperos, armas, manufacturas, de todo.

—¿Y qué traeríamos? —preguntó Laver.

—Cacao, tabaco y azúcar —enumeró lacónicamente el agente.

—La idea queda en el aire. En Francia nos reuniremos los asociados y decidiremos —concluyó Laver, que optó por una postura diplomática y dilatoria sin negarse. No le convencían la larga travesía ni la peligrosidad del Caribe.

Los días siguientes los emplearon en recorrer los mercados, el Banco de Cambio y la Bolsa bajo las expertas explicaciones de Lomelin. Aprovechó para canjear algunas barras más de plata por letras para proveer de fondos a la reciente sociedad. Había decidido que ellos mismos serían sus propios aseguradores, dejando una prima en cada viaje que iría aumentando con el tiempo si no se empleaba. Cargaron pertrechos para barcos, desde velas y cáñamo hasta espalmo, clavos, pernos, vigotas, poleas y cuadernales. Francia también las fabricaba, pero la oferta estaba copada por la Armada. Serían muy bien recibidos en el mercado negro de la Bretaña por los barcos dedicados al contrabando y al corso. Contaban para esto con la familia de Percy y Eugénie como distribuidores.

Abandonaron Ámsterdam con un tiempo enrarecido, algo muy común en aquella época del año en que las lluvias arreciaban. Descendieron hasta Rotterdam, en donde aguardaron la marea favorable para pasar el Canal. Alcanzaron Calais con un mar oscuro y encrespado por el viento, aunque no llovió. A partir de ahí, la corriente los empujaba hacia el suroeste, por lo que debían de estar pendientes de la navegación si no querían terminar besando las costas inglesas.

—Capitán, se han avistado dos velas que llevan un rumbo perpendicular al nuestro —anunció el primer oficial.

—Avisadme si lo mantienen a pesar del avistamiento —ordenó Duboisson.

—Hemos rebasado el cabo Blanc Nez y nos aproximamos al Gris Nez. En una hora nos toparemos con el banco de Basse —informó Percy—, si nos siguen por ahí, será realmente sospechoso.

—Dejadme un catalejo. Yo mismo subiré a investigar —se ofreció Laver.

Trepó por la obencadura del mayor hasta la cofa del mastelero, desde donde habría una caída de unos veinte metros. El viento se dejaba sentir más fuerte y frío y el oscuro cielo parecía más cercano. Abajo, el mar le devolvía el reflejo negro e inquietante del cielo. Antes de que la visibilidad disminuyese más, se aprestó a la observación con el catalejo. Se vislumbraban las velas pero no los cascos. Uno era de dos palos con cangreja y botavara cada uno de ellos y tres foques en el mayor: una goleta. El otro, de un palo con tres foques, sería una balandra. Dejó de observarlos durante un rato y prestó atención a los elementos. No le gustó el cariz que estaba tomando aquello: el mar se rizaba por momentos y el bergantín ceñía y escoraba por el fuerte viento. La dotación de la jarcia fija comenzó a trepar hasta las vergas para recoger trapo. Volvió la atención a los dos veleros que les iban definitivamente al encuentro: no sólo no habían variado el rumbo, sino que además ganaban terreno. Ya divisaba el coronamiento de la goleta en el que ondeaba una bandera francesa, aunque él sabía que no era indicativo de nada. Prestó atención a los detalles y descubrió una comunicación de banderas entre las naves. Las memorizó para explicárselas al piloto y descendió, aterido, por los peligrosos flechastes a causa de la fuerza del viento, que arreciaba.

—Piratas ingleses —convino Percy nervioso—. Debemos buscar refugio, por ellos y por la tormenta que se avecina.

—No nos dejarán llegar a puerto, son más ligeros y rápidos que nosotros con la carga —razonó Laver.

—¿Creéis que nos abordarán en medio de una tormenta? —dudó Duboisson.

—Es una tormenta común en el Canal. No entraña peligro para alguien avezado —informó Percy.

La cortina de agua, que se aproximaba por el noroeste, llegó inundando la cubierta que ya era barrida por las olas que se evacuaban con rapidez por los imbornales, regresando al mar. El piloto optó por alejarse de la costa para no encallar en algún roquedo costero y se situaron al oeste del banco de Basse. Perdieron de vista las dos naves en medio de la oscuridad y de la cerrada lluvia y se preocuparon de la seguridad, relegando la amenaza de un abordaje a un segundo plano. Habían fijado los alquitranados sobre las rejillas de la cubierta y los marineros se habían amarrado a los candeleros. El temporal los rebasó y dejó un mar revuelto y encrespado, además de una fina lluvia. El vigía de la cofa volvió a dar la voz de alarma.

—Son tenaces y ahora se hallan más cerca —confirmó Duboisson con el catalejo en la mano.

Duboisson se alejó para dar las órdenes pertinentes en caso de abordaje. Mientras, Laver se quedó pensativo. Eran dos contra uno, pero la sorpresa era un factor muy importante. Siempre había jugado con la psicología, con las supersticiones y con la posibilidad de lo que se daba por sentado. Cualquier cosa podía suceder. Su plan, como siempre que los ideaba, era arriesgado, pero factible.

—Hemos perdido mucho tiempo con respecto a la marea —evidenció Laver—. Estamos obligados a hacerles frente.

—Y por lo que os conozco, parecéis complacido de ello —añadió Duboisson socarrón.

—Tengo una idea, aunque no quiero vender la piel antes de matar al animal —replicó Laver y se volvió a Percy—: pronto comenzará el reflujo de la marea, ¿a qué distancia estamos del banco de Basse?

—A una milla al este.

—Cuando se nos echen encima seguid el rumbo trazado y permitid que una de las naves nos rebase por la aleta de babor y, entonces, virad a babor, forzándola hacia el banco.

—No lo harán, lo que pretenden es abordarnos —objetó el piloto.

—Eres bisoño. Una andanada en el momento oportuno los disuadirá. Duboisson, ordenad que echen el chinchorro al agua para que no llame la atención cuando nos den alcance.

—No sé lo que se os ha metido en la cabeza, pero intuyo que me divertiré un rato —contestó Duboisson obedeciendo.

Cuando la goleta y la balandra les dieron alcance, Laver contempló las naves a placer: la balandra era marinera, ligera, pero vieja; mientras que la goleta se movía nerviosa, como un potro joven a juzgar por el brillo del metal y la perfecta conjunción de sus maderas.

—La goleta arrumba a nuestro babor —anunció Duboisson a su lado.

—Preparad los cañones, pero sólo barred la cubierta y dañad el aparejo al tiempo que el piloto los obliga hacia el banco. Necesito diez buenos nadadores.

—¿Para qué? —preguntó sorprendido Duboisson.

—¿Para qué va a ser, hombre de Dios? No hay nada como un buen baño antes de entrar en combate —bromeó Laver.

Los hombres seleccionados se quedaron en calzones a pesar del frío, lo mismo que Laver. Se armaron de cuchillos y a la espalda se ataron las hachas de asalto. François cargó con una larga maroma. A una orden de Laver, comenzaron a deslizarse por el cabo que sujetaba el chinchorro que llevaban a remolque. Según iban llegando, se sumergieron en el agua, aferrados a la borda del bote.

La goleta disparó un aviso con la culebrina de proa. Una bala de unas dieciocho libras cayó a babor y levantó un surtidor. El bergantín hizo caso omiso y no alteró la maniobra. La balandra se aprestaba a alcanzarlos por la aleta de estribor.

 

Lomelin nunca había participado en una acción de guerra ni en el mar ni en tierra. Aunque no era un cobarde, reconocía que lo inquietaba sobremanera. Génova era una república volcada al mar y había oído lo suficiente como para intuir que un combate naval no era un mero trámite.

Le sorprendió la frialdad y la resolución del duque, acostumbrado a verlo del brazo de su mujer o resolviendo problemas económicos y domésticos; no obstante, comprendía que su carrera y su leyenda se habían forjado en circunstancias similares. Los observó desde la toldilla hasta que la goleta abrió fuego y el bergantín se estremeció por el impacto. Lomelin, instintivamente, se agachó para resguardarse de las astillas y las drizas que saltaban indiscriminadamente por el aire. El Brume respondió con sus cañones al tiempo que orzaba valientemente contra la goleta, siguiendo las instrucciones del duque.

Lomelin se asomó por encima de la borda y distinguió al duque que nadaba hacia la goleta, aprovechando el momento en que más próximos estaban los barcos. Llevaba un cabo atado a la cintura que Sébastien iba soltando o halando, según conviniera, desde el bote. A pesar de ser buen nadador, la corriente de la marea menguante lo arrastraba, pero comprobó que todo había sido calculado ya que la goleta seguía su marcha y podría alcanzarla con el favor de la corriente. Otra descarga lo obligó a agacharse de nuevo hasta que pasó el peligro. Cuando volvió a asomarse, el duque había alcanzado la goleta y se sujetaba al casco con un hacha de asalto bien fijada a las cuadernas. Los marineros fueron cruzando la distancia agarrados al cabo que había quedado tendido. Según llegaban los hombres hincaban las hachas a la madera y se aferraban a ellas. Lomelin se admiró cuando los vio trepar por la lisa superficie del espejo de popa con las hachas como escalera: nunca más volvería a sentirse seguro en un barco. Tan hipnotizado había estado con la operación que se estaba desarrollando en el mar que no se dio cuenta de lo que sucedía en la propia nave. Lo último que distinguió fue cómo el último marinero cortaba el cable que los unía al bote. Lomelin se estremeció: vencer o morir, no había regreso.

Sus ojos volvieron sobre la cubierta del Brume, donde Duboisson ordenaba abrir fuego a la banda de estribor contra la balandra, peligrosamente cercana, en el momento en que el bergantín iniciaba una maniobra que obligaba al barco a escorarse a esa banda. Al iniciarse el descenso, los cañones se encontraron en línea con el casco enemigo y lo perforaron con la nueva andanada.

—¡Magnífico! ¡Que feliciten a los cabos de cañón! —gritó Duboisson complacido—. Justo en el momento oportuno. —Y se giró hacia Lomelin—: un segundo más tarde y se hubiera perdido la andanada en el mar. Era arriesgado, pero ha valido la pena.

Lomelin sonrió pálido y sin compartir el placer que sentía el capitán por la contienda. El humo lo asfixiaba, los gritos y los cañonazos lo ensordecían y el temor lo atenazaba. ¿Cómo podía ese hombre disfrutar con la refriega?

—¡Cuidado con el bauprés! —gritó Bordeaux junto a Percy.

La goleta, sorprendida por la maniobra del Brume, no había reaccionado a tiempo y, aunque había orzado, ya era demasiado tarde y chocaba con el bergantín. El bauprés se introdujo a la altura del combés por la amura de babor y enredó las jarcias y el velamen. Duboisson ordenó otra andanada contra la balandra para impedir que ésta se acercara aprovechando el desconcierto, mientras que Brossac, con ayuda del contramaestre, organizaba el abordaje de la goleta y colocaba francotiradores en las obencaduras para disparar sobre la cubierta enemiga, con la intención de estorbar el abordaje a los ingleses.

Lomelin, sin moverse de su puesto, distinguió al duque con sus hombres, semidesnudos y chorreando, que surgían por la borda de la aleta de estribor. Eliminaron al piloto y al timonel en un decir Jesús y se enfrentaron a los oficiales. El desconcierto entre la marinería de la nave enemiga fue evidente ante la falta de coordinación para la defensa: los asaltantes habían sido sorprendidos por el inesperado ataque de su presa. En un abrir y cerrar de ojos, se encontraron entre dos frentes.

Lomelin observó cómo la balandra abandonaba a los compañeros a su suerte. Arribó para alejarse del bergantín mientras hacía agua por un agujero cercano a la línea de flotación. Si mantenían la escora a la banda de estribor, conseguirían llegar a Inglaterra.

Lomelin se acercó a los pilotos y al timonel, cuya preocupación no era la refriega de la cubierta enemiga, sino la de no embarrancar en el banco de Basse, cada vez más cercano y más amenazante. Ayudó a Bordeaux que se ocupaba de las maniobras en ausencia de los oficiales que se estaban batiendo. Era esencial desenganchar las dos naves que iban a la deriva aunque, afortunadamente, la fuerza de la corriente había decrecido al llegar a la bajamar y tardaría una hora en restaurarse el flujo, aunque en dirección contraria. A pesar de los esfuerzos, la goleta encalló suavemente en el arenal.

 

Laver, agotado por el esfuerzo que había realizado nadando, sentía el peso de los brazos como si fueran de hierro. François, más fresco, paraba a su lado los envites con mayor precisión que él. Se habían apoderado de las espadas de los muertos y se batían contra una muralla humana. Laver, con un ánimo sobrehumano, se deshizo de un rival tirando por debajo de la guardia hacia arriba, pero le costó recuperarse con la suficiente rapidez para evitar el tajo de uno de los oficiales en el hombro.

François, apercibido del riesgo que corría, acudió en su ayuda y rechazó al atacante. Laver buscó el resguardo de la espalda contra la batayola de estribor y, en lugar de ir a por el enemigo, lo esperó. Pero éste no llegó. François se plantó delante de él y al poco se le unió Sébastien, quien detuvo a todo aquel que se abalanzara sobre ellos. Libre de tener que medirse, observó el cambio meteorológico: el viento había amainado, aunque el cielo seguía cubierto, y el mar había encalmado al alcanzar la bajamar. En breve, con el cambio de marea, variarían las condiciones. Contempló la lucha sobre cubierta y comenzó a planear cómo apoderarse de la goleta.

—¡François! El pájaro de casaca azul es el capitán. ¡Sébastien! Defiende aquella escotilla. No quiero que ningún idiota prenda fuego al santabárbara.

François reunió a varios marineros del Brume y reforzaron el ataque de los compañeros que se batían contra el capitán inglés y algunos hombres de la marinería. Ante un acoso tan desigual, tuvieron que rendirse si no querían dejar la piel. La rendición del inglés corrió de popa a proa y cesó la lucha, los vencidos dejaron caer las armas sobre la roja cubierta con estruendo.

—¡Duboisson! ¡Enviadme a Percy! —gritó Laver.

A los pocos minutos, se personó el piloto.

—Dile al capitán que dispone de una chalupa para abandonar el barco con todos los marineros que estén en condiciones de hacerlo. Puede hacer señales a la balandra para que los recoja antes de que se haya alejado demasiado.

—¿Los dejáis ir? Son piratas —cuestionó Percy.

—Por matar a unos cuantos, no vamos a terminar con ellos. No soy amigo de matanzas innecesarias. Infórmate del origen de la goleta.

Mientras se hacían las señales pertinentes a la balandra, que se puso al pairo para aguardar a los compañeros más infortunados, la tripulación del Brume se afanó en limpiar las cubiertas, desenredar los aparejos y separar los barcos. Para entonces, la marea fluía en sentido contrario y liberó a la goleta de su prisión de arena, por lo que decidieron buscar refugio en Ambleteuse, donde permanecieron unas horas y se afanaron en las reparaciones más urgentes. Laver, con Bordeaux de piloto, se encargó de la goleta. François y Sébastien los acompañaron con parte de la tripulación del Brume para ayudarlos. El galeno estuvo muy ocupado con los heridos y el nerviosismo le desató la lengua.

—Espero que no tengáis queja del crucero —comentó Laver con sorna cuando acudió a él para que le curase el hombro—. Habéis navegado por primera vez; conocéis un país nuevo y habéis recorrido Ámsterdam, una capital digna de ser tomada en cuenta; habéis asistido a un combate naval y disfrutáis de trabajo con el que entreteneros. En tierra no habríais vivido tantas aventuras en años.

—Es cierto, es cierto —respondió presuroso el galeno, con el nerviosismo propio del que todavía le corre la sangre desbocada por el cuerpo.

—¿Os gustaría conocer el Nuevo Mundo? Será nuestro próximo viaje. Ganaréis el doble que en tierra y son sólo cinco o seis meses. ¿Qué es eso para alguien que no posee nada ni nadie lo espera? —tentó Laver.

—Mucho peligro —acertó a decir el bisoño cirujano.

—Añadiríamos un extra por peligrosidad al final del viaje.

El joven dudaba, sudaba y respiraba alteradamente.

—Durante este combate casi me muero de miedo, excelencia —reconoció avergonzado.

—Pero seguís vivo. Todos sentimos miedo, es algo natural aunque no lo enunciemos en alto. Un año navegando y seréis un experto en heridas de bala y de arma blanca, en huesos y amputaciones. Os haréis un hombre y conoceréis mundo y aventuras para narrar en las largas tardes de invierno en tierra. Obtendríais suficientes ganancias para estableceros dignamente con casa propia. Cuando lleguemos a Saint- Malo, necesito una respuesta.

Habían escogido el puerto de Saint-Malo como base por su liberalidad y discreción con los asuntos ajenos. Además, contaban con un almacén de la familia de Percy para guardar los pertrechos de las naves y las mercaderías.

Laver disfrutó de la travesía sintiendo cómo respondía la goleta a sus órdenes y se deslizaba obediente sobre el agua. Percy le informó de que tenía un año y era americana, de ahí su nombre: Boston. Los piratas habían estado de suerte al apoderarse de ella, aunque poco les había durado. Siguieron la estela del bergantín, que hendía airoso el mar a pesar del lastre de las bodegas. La gran superficie de vela le permitía navegar sin entorpecer a la goleta.

Saint-Malo era una población bien fortificada por su posición y con una buena rada en la que refugiarse, aunque carecía de importancia tanto por tamaño como por actividad mercantil. Sus habitantes, abandonados de la mano de Dios, se habían volcado al mar en actividades poco claras a los ojos de la ley. ¿Pero cuál era la ley? Ninguna si se centraban en los habitantes del otro lado del Canal. Así como Brest era el centro militar, Saint-Malo era el centro corsario. Desembarcaron los pertrechos adquiridos y llenaron el almacén de la familia de Percy para futuras reparaciones de las naves. Laver compró una casa cerca de la Iglesia Mayor de San Vicente, grande, gris, de tejado alto y largas chimeneas, que no destacaba particularmente del conjunto pétreo que ofrecía la villa, pero que cobijaría a las tripulaciones y a los oficiales cuando se hallaran en puerto y albergaría a los enfermos y heridos durante sus recuperaciones.

—Habrá que buscar otro capitán y otra tripulación igualmente entrenada —comentó Laver con Duboisson.

—Del capitán ocuparos vos —decidió Duboisson—, que de la tripulación ya me encargo yo. Así que Indias…

—Yo buscaré mercados y enlaces allí —se ofreció Lomelin.

—¿Cuánto tardaremos en estar listos? —inquirió Duboisson.

—En los primeros meses del año entrante deberíais zarpar si queréis adelantaros a la Flota —planteó Lomelin.

—Perfecto. Hay tiempo para todo. Será más fácil con dos naves —aprobó satisfactoriamente Duboisson.

En un par de semanas perfilaron los planes. Dejaron a Duboisson con la reparación de las naves y los problemas de la tripulación y Laver regresó a París con Lomelin y los dos marineros que lo acompañaban. Se dejó ver por los lugares más frecuentados por el barón de Pointis y comentó con todos los conocidos la labor de desecación que llevaban a cabo los holandeses y las nuevas técnicas de cultivo. Se comportó como si no hubiera sucedido nada y, cuando consideró que ya había dejado constancia de su desprecio a su antiguo general, abandonó París ansioso de llegar a Anizy.

 

Encontró a Mariana en el cuarto de los niños. Ella y Martine cambiaban al pequeño Antoine, mientras que la pequeña Ana berreaba en su cuna. A grandes trancos, cubrió la distancia de la puerta a la cuna antes de que las dos mujeres se percataran de su llegada, cogió al bebé en brazos, que dejó de llorar para esbozar una sonrisa gorgoriteando y alargando las manitas para alcanzarlo.

—Siempre que vengo estáis con el niño y tenéis abandonada a la niña. Me parecéis bastante despiadadas con las de vuestro sexo —criticó.

Oyó a Mariana reír y le encantó después de más de un mes sin verla. Notó la fuerza de los brazos de su mujer por el pecho, ya que lo abrazaba desde la espalda, y sintió sus labios húmedos sobre el cuello.

—Me busca una mujer celosa de tus encantos, pequeñaja —le dijo a la niña, como si lo entendiera.

—Te busca una mujer que te ha echado de menos —le susurró Mariana al oído.

Devolvió a la niña a su cuna y ésta empezó a patalear en el aire, de pronto, encontró atractivo un pie y, tras varios intentos, lo asió con las gordezuelas manitas e intentó llevárselo a la boca.

—¿Ves? Tiene hambre —dedujo Antoine.

—Lo hacen todos —dijo la voz de la sabiduría a sus espaldas.

Antoine y Mariana se miraron y sonrieron. Antoine se irguió, cogió una de las manos de Mariana y tiró de ella hacia la otra habitación donde, una vez solos, la asfixió a besos. Entre uno y otro, Mariana consiguió decir:

—Hueles a caballo y a sudor.

Antoine la soltó al instante y la observó con los ojos entrecerrados.

—Normalmente las mujeres me desvisten para verme desnudo o se desnudan ellas para que siga su ejemplo; nunca me habían sugerido un baño como medio para conseguir su fin.

Mariana no contestó, aunque se sonrojó para regocijo de Antoine, quien descubrió que todavía podía escandalizarla.

Al cabo de una hora, compartían el baño frente a la chimenea. Mientras la besaba y acariciaba el vientre con la nueva vida que albergaba, le contó la visita de Vauban, el nuevo título de vizcondes que les había otorgado el rey con el correspondiente feudo y las intenciones de anexión de Saint-Gobain que llevaba aparejadas, las compras que había realizado para el nuevo château y le transmitió los saludos de Duboisson. Se reservó el enconamiento del general de Pointis para no alarmarla. Mariana le informó a su vez de los preparativos en los campos y de la locura de su hermana con los pinceles: cuando no estaba encerrada en su torre pintando, la encontraban en el nuevo château con Julien y Coypel. Los pinceles la habían trastornado como los libros de caballerías habían trastornado a don Quijote. Además de eso, la había acribillado con preguntas sobre la boda en Cartagena, incluso la obligó a ponerse el vestido azul, aunque no cupiera dentro de él en su estado. Y con el mantón también se mostró pesada.

Antoine salió de la bañera, se envolvió en un lienzo y se dirigió a donde había escondido el arcón de las figuras de porcelana, en el fondo del armario, entre cajas para sombreros y pelucas. Tiró de él y lo sacó a la luz, levantó la tapa y se volvió a su mujer que lo observaba intrigada mientras se secaba.

—Elige una —dijo, mostrándole el contenido—, o dos si te atreves —susurró sugerente y el color de la duquesa enrojeció visiblemente.

—Es imposible hacer eso, parecen titiriteros de feria.

—Para realizar esa afirmación con fundamento habrá que probarlas todas, ¿no crees? Es lo que defiende Descartes, hay que ser empírico.

Y la cama se convirtió en un ensayo, entre risas e imposibilidades posibles y otras posibles imposibilidades se amaron, gozaron de sus cuerpos y recuperaron el tiempo perdido.

Laver se dirigió al nuevo château por la mañana para indagar sobre lo que le había contado Mariana. Encontró al maestro Coypel en una de las salas subido a un andamio. Trabajaba en el techo abovedado del salón de eventos. Había dibujado el boceto que iba a pintar y, en ese momento, procedía a tapar con mortero de cal una pequeña parte del boceto para pintar encima. Es lo que se llamaba fresco al temple. Varios chicos del taller seguían la forma de proceder con atención. Laver se quedó absorto, observando la precisión de los movimientos y cómo obtenía el color. Después de un rato, se dio una vuelta por el edificio y comprobó que los aprendices no habían estado inactivos. Las habitaciones superiores estaban todas pintadas en diferentes tonos, destacando las molduras en blanco o en dorado, según la ocasión. Cuando retornó a la sala, el maestro Coypel había descendido del andamio y uno de sus aprendices había ocupado su puesto.

—Excelencia —se dirigió a él con el tono afectado de Versalles y realizó una aparatosa reverencia—. Resulta gratificante que su señoría se interese por mi modesto arte, aunque compruebo que estáis rodeado de genios.

—Si son genios o no, vos lo sabréis que sois el que los está enseñando —contestó Laver.

—Me temo que hay un error, pues yo no me refería a éstos, sino a vuestra cuñada y a vuestro servidor, Julien.

—Me ha informado la duquesa de que están colaborando con vos. Me complacería saber en qué.

—Julien no domina la pintura, en realidad es escultor. Son manos torpes para el dibujo pero buenas y fuertes para modelar. Él realizó los bocetos para que yo tuviera los detalles que desconocía. Vuestra cuñada sabe pintar, pero sólo conoce la técnica al óleo. Bajo mi supervisión completó los retratos con gran maestría, si me es permitido decirlo y sin falsas alabanzas.

—Ya, pero ¿qué es lo que han dibujado? ¿Por qué ha necesitado su ayuda? ¿Puedo verlo?

—Mucho me temo que no. Quieren que sea una sorpresa pero, si vos lo exigís, yo os lo mostraré.

—Entonces, es mejor que no. No quiero estropearles la sorpresa, aunque debo reconocer que me intriga tanto secreto.

Llegó el mes de junio con la primavera en todo su esplendor. Gastón regresó para el gran acontecimiento: el bautizo. Visitó a los niños que crecían sanos y regordetes bajo las sabias indicaciones de una madre experimentada como Martine, pero no encontró a Carmen hasta la hora de la cena. Se miraron como dos desconocidos: él no la recordaba tan guapa, ella descubrió unas facciones más angulosas y varoniles.

El matrimonio Latour llegó al caer la noche. Antoine abrazó a su amigo con el entusiasmo de tantos meses separados, mientras que las mujeres lloraban de alegría.

—¡Dios mío! ¡Cuánto te dura el embarazo! —bromeó Philippe al saludar a Mariana—. Nosotros ya hemos tenido el segundo.

—Os ganamos. En menos tiempo vamos por el tercero —alardeó Antoine.

—O el cuarto —puntualizó vengativo Philippe—. Igual sólo sabéis hacerlos por pares.

—Y tú eres Carmen —se adelantó Claire a las presentaciones.

La tertulia, después de la cena, se prolongó hasta entrada la noche. Las noticias eran muchas, a pesar de que habían mantenido una correspondencia fluida; en las cartas las noticias se narraban de forma más escueta y sin posibilidad de comentarlas.

Por la mañana, los hombres participaron en los «ejercicios de esgrima» que realizaban todos los días los marineros con los chicos. Se organizaron en dos ejércitos contendientes: los de la banda azul, capitaneados por Laver con Clément, Jean Paul, Sébastien y la mitad de los chicos; los de la banda roja capitaneados por Latour con François, Gastón y Julien y la otra mitad de los chicos. Las mujeres sacaron sillas y las situaron en un plano más alto de la explanada, para contemplar el espectáculo sin riesgos. A ellas, se sumó la servidumbre que se sentó sobre la hierba y Jean, que se acercaba todas las semanas con su carro para traer los quesos, leche, mantequilla y lo que fuera necesario de la granja. Ese día, a causa de la celebración y de las visitas que se esperaban, había acudido con gallinas, patos, huevos y un cerdo que iban a asar. Se abrieron modestas apuestas, Jean apostó un foie exquisito que realizaba una de sus hijas contra una botella de Latour que apostaba Honoré, el cocinero.

—¿No se enterará el duque? —pregunto Jean alarmado.

—¡Que va! El marqués ha venido generosamente cargado. Retiré un par de botellas antes de que Nicole las contabilizara —respondió Honoré, satisfecho de su sagacidad.

Los dos bandos se retiraron para planificar su estrategia. Se entabló la hipotética batalla que al principio fue metódica, pausada, de gimnasio, pero los ánimos se fueron calentando y el juego exigió más concentración porque el ritmo de la espada aumentó y los reflejos comenzaron a ser más intuitivos que medidos. Los artesanos y aprendices del nuevo château se unieron a los espectadores en cuanto oyeron el ruido de los aceros. No tardó en incorporarse el juego sucio, con falsas caídas, zancadillas, empellones y engaños que hicieron las delicias del público que comentaba los lances. Los rasguños y arañazos de los filos de las espadas mancharon algunas camisas ante la aflicción de las mujeres, el regocijo de los hombres y la desesperación de Michel, quien ya se veía toda la semana remendando. De pronto, ocurrió algo que paralizó a Laver y permitió que Julien lo matara. Julien, extrañado, siguió la mirada de su capitán y, gradualmente, el fragor de la simulada lucha decayó.

—¿Podrías repetir eso? —preguntó Laver a Jerôme que luchaba contra François.

—A mí también me sorprendió —apuntó François.

—Pero vos lo parasteis —se quejó Jerôme.

—¿Lo habías ensayado con los chicos, Clément?

—No, capitán. No soy lo suficientemente rápido ni elástico —contestó el aludido.

—¿Dónde lo aprendiste?

—El día del asalto, en el camino de Saint-Gobain. Vos lo hicisteis nada más empezar la lucha y vuestro hermano lo repitió más adelante. Creí que era lo normal —se disculpó el joven azorado.

—Éntrame, pero luego serás hombre muerto —ordenó Laver, quien se dispuso para el ataque.

 

Jerôme se tomó su tiempo para serenar los nervios; nunca se había batido con el duque y todos los marineros hablaban maravillas de su capitán manejando la espada. Cruzaron los aceros tomando posición y, cuando se sintió seguro, avanzó una pierna todo lo que pudo, dejando la otra atrás, e intentó llegarle desde abajo. Al igual que había hecho François, el capitán desvió la espada y quedó inerme ante el enemigo y con la imposibilidad de recuperar rápidamente la posición; en lugar de intentarlo, cuando vio llegar el acero enemigo, se dejó caer y rodó de costado, poniéndose en pie como un gato y preparado para recibir los mandobles de Laver. Hubo gritos, silbidos y aplausos jaleando al chico. La cara del duque esbozó una sonrisa satisfecha.

—François, te ocuparás del chico personalmente. Tienes un alumno brillante.

Jerôme, muy ufano, se acercó sudoroso a su padre quien estaba tan orgulloso que le regaló a Honoré el foie. Éste, para no ser menos, le regaló la botella de Latour para que lo celebrase.

 

La llegada de un coche de alquiler interrumpió el divertimento. Eran la tía Eléonore y madame Fleury. Pierre y Sébastien corrieron a ocuparse del equipaje de las señoras, mientras el servicio volvía a sus quehaceres y las mujeres retornaban con los bancos al interior del edificio.

—Lamento interrumpiros la diversión —se excusó la tía—. ¿Qué celebrabais? ¿Unas justas medievales?

—Hacíamos un poco de ejercicio —respondió Gastón, ayudándola a descender del carruaje.

—¡Qué chiquilla más divina! —exclamó la mujer cuando pasó Carmen con su silla por detrás de Gastón—. Eres la hermana de Mariana, sin duda.

—Tened cuidado, se parece mucho a vos en el carácter —advirtió Gastón sarcástico.

—Continúas igual de irrespetuoso e irreverente. No has madurado estos meses.

—Pero, ¿qué tiene todo el mundo con mi hombría? Antoine y Philippe se muestran irónicos o hacen bromas y no pasa nada. Yo abro la boca y soy un crío. ¿Cuál es la diferencia?

—Ninguna —contestó Carmen—. A mí me sucede lo mismo. Yo soy la pequeña de la casa y siempre lo seré. No quieren reconocer que crezco. Yo lo he asumido y te recomiendo que hagas lo mismo.

Gastón se sintió reconfortado por un apoyo tan inesperado de una personita que se iba desarrollando a ojos vistas. La tía Eléonore suspiró e inició la marcha al interior prefiriendo ignorar lo que sus sagaces ojos habían vislumbrado.

Al día siguiente, a pesar de ser domingo, el castillo madrugó. Con ocasión del bautizo del heredero del ducado, Laver había invitado a Lomelin y al intendente Tavaux. Había enviado a Marcel y a Pierre con el coche para recogerlos junto con Étienne y el padre Armand, el oficiante del bautismo. Habían colocado las mesas para el ágape en el vestíbulo del viejo castillo, que era la pieza más grande pues el nuevo no tenía operativas las cocinas. En el patio lateral, donde se encontraba el pozo, habían dispuesto las mesas para el servicio. El bautizo se celebraría en la iglesia de Anizy, aunque estaba rodeada de andamios, pues las reformas habían comenzado con el buen tiempo. Planeaban desmantelar el tejado y realizarlo nuevo antes de que llegasen las nieves invernales.

Nicole y madame Fleury se desplazaban de habitación en habitación ayudando a acicalarse a las señoras, que revoloteaban excitadas. Hacia mediodía llegaron los invitados de Laon, a quienes Gastón recibió en nombre del anfitrión y, en cuanto fueron bajando los alojados en el castillo, los distribuyó en los coches que los acercarían a la iglesia. Finalmente, llegaron los duques seguidos de las amas de cría, con los niños en brazos y envueltos en complejos encajes; el resto del servicio caminaba a la zaga de los señores. La comitiva partió en coches y carros abiertos para el servicio, entre risas y bromas. Cuando llegaron a la capilla, Antoine se bajó el primero para ayudar a Mariana y se fijó en el nutrido grupo que representaban, escuchó las campanas que anunciaban el acontecimiento y se recreó con el verde del campo que refulgía bajo el sol.

—No recuerdo la última celebración que hubo en el ducado —le comentó a su tía.

—Porque tú no viviste ninguna. La última fue el bautizo de Christopher, el heredero. Los demás no fuisteis importantes o no le quedaron ganas de hacerlo. En realidad, aunque no lo advirtieras por lo chico que eras, el ducado declinaba. Tú le estás devolviendo el esplendor que se merece.

Terminada la ceremonia, que había sido debidamente adornada por las emotivas lágrimas de tía Eléonore y en la que se cristianó a los niños con los nombres de Antoine y Ana respectivamente, retornaron al castillo. Se apearon en el nuevo château, donde habían quedado con el maestro Coypel para admirar los salones de la planta baja, ya terminados. Se fueron agrupando en el amplio vestíbulo que disponía de dos puertas, una la principal y la otra, enfrente, por la que se accedía a la explanada y futuro jardín protegido por la muralla. El fuerte olor a pintura fresca y a trementina resultaba un poco molesto hasta que uno se acostumbraba.

El maestro Coypel, con mucha ceremonia, procedió a abrir las puertas del salón que habían permanecido cerradas, guardando el secreto de la creatividad. Los duques entraron de la mano y observaron la decoración de las paredes que, siguiendo la moda, era bastante profusa y rellenaba los cuarterones con motivos geométricos. El techo abovedado los elevaba al infinito: por los laterales se prolongaba la arquitectura ficticia que se perdía en un cielo recargado de ángeles con difíciles escorzos y compleja perspectiva. Ambas las dominaba y conseguía el efecto ilusionista de la altura. Los invitados se deshicieron en loas al pintor, quien se mostró fatuo como un pavo real.

En el entretanto, Lomelin aprovechó para presentar su esposa a los duques. Mariana se dirigió a ella en un perfecto italiano. La mujer, de tez morena y facciones rectas, resultó agradable de trato a pesar de su timidez.

—Es la primera vez que me invitan en Francia, pues tenemos dificultad para introducirnos socialmente por ser extranjeros, y me siento fuera de lugar.

—Nosotros no hacemos mucha vida social pero, a los eventos que celebremos, estaréis invitados —prometió Mariana.

Los carraspeos de monsieur Coypel atrajeron la atención de los reunidos y se hizo el silencio.

—La sala a la que van a acceder será donde la familia se reunirá y convivirá, por esa razón las pinturas son muy especiales: a instancias de la cuñada de su excelencia, mademoiselle Carmen, quien ha pintando los retratos de los representados, los temas son en honor y gloria del ducado. En la bóveda de la sala ha colaborado monsieur Julien, quien me ha dirigido en los temas náuticos, de los cuales me declaro ignorante. Espero que disfruten con las escenas familiares.

Se volvió y abrió las puertas de la estancia de par en par. Los reunidos entraron sin prisa pero sin pausa. La gran pared de la habitación permanecía cubierta por una tela que protegía el mural e impedía su visión, lo que obligaba a centrarse en la bóveda.

—¡Dios mío! —exclamó Philippe—. ¡Es la flota! ¡Mirad, el Le Fort allí!

La bóveda era redonda y habían sido pintados, en círculo y en un pronunciado escorzo, los principales barcos que intervinieron en la expedición a Cartagena de Indias. La sensación del observador era la de encontrarse en el fondo marino, pues veía la quilla de los barcos en un primer plano y luego, gracias a la escora de éstos, se distinguía más arriba el aparejo de las naves con todo el trapo echado. Los expertos ojos de los marineros enseguida distinguieron cada barco: el Sceptre, el Saint Louis, el Vermandois… 

—Es francamente notable el trabajo —alabó Laver, admirado y satisfecho del resultado.

—Como va a ser la sala de la familia, creí que sería más adecuado que recordase hazañas familiares y no anodinos temas mitológicos o religiosos —explicó Carmen.

—Y has acertado. Es mucho más agradable —aprobó Antoine con una sonrisa a su cuñada—. ¿Y qué nos ocultáis en la pared?

Monsieur Coypel se fue a un extremo de la pared y Julien al opuesto y, de un tirón, cayó la tela que dejó al descubierto una escena en la que todos se reconocieron, pues casi todos tomaron parte. El silencio se prolongó un rato. Como era muy amplia, abarcaba cuatro metros de largo y dos de alto, necesitaron tiempo para hacerse una idea de lo que estaban contemplando. La escena estaba tomada desde un lugar más alto para abarcar todo el camino y para que unas escenas no tapasen otras. En medio del camino se hallaban detenidos dos coches y una lucha a muerte se desarrollaba alrededor de éstos. En el primer coche, que era el de alquiler, se distinguía perfectamente a Mariana disparando una pistola y a Teresa, en un costado del coche, desgarrando el vientre de uno de los mercenarios con el cuchillo. A partir de ahí, aparecía Clément que mataba al atacante de François; Gastón que entraba a otro enemigo a muerte desde abajo; Laver, Sébastien y Jean Paul defendiéndose en círculo; Lomelin se batía junto al intendente al otro lado de los carruajes; y así sucesivamente. Todos estaban representados en algún instante de aquel día con un verismo que sobrecogía porque, aunque vivieron esos acontecimientos, no los presenciaron en su conjunto como los estaban viendo allí representados. Cada persona se reconocía perfectamente, porque eran pequeños retratos realizados por Carmen dentro del conjunto de Coypel.

Poco a poco, recuperaron el habla y comenzaron a comentar el efecto que les había producido.

—¡Es increíble! ¡Qué verismo! —exclamó el intendente.

—¡Menuda cara de salvaje que me has pintado —se lamentó Gastón—. Está claro que me odias.

—En absoluto —participó la tía con una malévola sonrisa—. Te conoce muy bien.

—Reconozco esa expresión —intervino Mariana—. Fijaos en las de Antoine y en las de los demás.

—Me parece un poco exagerado —opinó Antoine, y los marineros apoyaron al capitán.

—Pensad en el rostro de vuestro contrincante —invitó Mariana—, y estaréis viendo el vuestro. Yo os he visto y doy fe.

Los hombres callaron, reflexionando en la razón que llevaba Mariana, pero nunca se habían planteado esa cuestión, nunca imaginaron que pudieran ofrecer ese aspecto tan sediento de sangre.

—La perspectiva, el colorido y el retrato de los participantes son impecables —resumió Laver—. Es una crónica de la familia muy bien relatada…

—Tienen que limpiar una mancha —interrumpió Philippe.

—¿Una mancha? —se extrañó monsieur Coypel, quien se abrió paso hasta el mural.

—Sí. Mirad, en el brazo de la duquesa: una veladura lechosa. Juraría que tiene cara.

Todos se agolparon para verlo.

—¡Es cierto! ¿Cómo ha podido ser? —se lamentó el pintor sumamente alterado.

—¡Es Edmon! —exclamó la duquesa alterada—. ¡Edmon me sujeta el brazo!

En cuanto unos se apartaban, otros se apresuraban a ocupar su puesto para verlo.

—¿Qué broma de mal gusto es ésta? —preguntó Laver, dirigiendo la mirada a la artífice de aquello.

—No es una broma. Oí el relato de Mariana, como todos, y luego escuché los comentarios de vuestros hombres, quienes lo creen a pies juntillas.

—Pero yo estaba bajo una gran impresión —se defendió Mariana—. Seguramente fue el vestido que me tiró de la manga y alteró la trayectoria de la bala.

—Con la venia de la señora duquesa, nosotros pensamos que fue Edmon, quien dio la vida por protegeros y quien se ha quedado entre nosotros para seguir protegiéndola, como fue manifiesto ese día. Aunque os molestéis en buscar excusas y tratéis de convencernos con ellas, no cambiaréis nuestra forma de ver la cuestión —expresó Sébastien, el más salvaje del grupo, en el discurso más largo que le había oído Laver.

Antoine cortó la contestación de Mariana que no llegó a articularla.

—Como iba diciendo, es una crónica de la familia y me parece bien que queden recogidos todos los aspectos de ese día, incluso los anecdóticos —dijo, mirando a su esposa con una sonrisa—. Monsieur Coypel, deseo que esta sala quede abierta durante el resto del día para que, quien quiera, pueda contemplar las escenas familiares con más detenimiento.

—Falta un cuadro —interrumpió la tía Eléonore esta vez—. ¿Qué se oculta allí?

Todos se volvieron hacia la enorme chimenea de mármol tallado, en la que destacaban unos relieves vegetales y el escudo del ducado de Anizy y el de los Laver. A ambos lados de la chimenea habían delimitado con molduras dos espacios para colgar cuadros. El de la izquierda, junto a la ventana, estaba vacío; pero el de la derecha, se hallaba ocupado: medía dos metros de altura por uno y medio de ancho y permanecía tapado con una tela.

—Os aseguro que eso no estaba ahí ayer. No es mío —se anticipó el maestro Coypel.

—Es un encargo del duque —intervino Carmen—. Ya sé que lo querías más pequeño, pero espero que te conformes con éste, aunque no te lo puedas llevar cada vez que viajes.

Julien hizo el honor de descubrir el cuadro. Las exclamaciones de admiración y sorpresa no se hicieron esperar. Antoine creyó morir. Sin pensar lo que hacía ni recordar la gente que había presente, abrazó a su esposa desde la espalda, sin dejar de contemplar el cuadro que lo tenía hechizado, y la besó en la nuca emocionado.

—Es la visión más hermosa y sugerente a la que me he enfrentado en mi vida —manifestó con voz ronca. Su cuñada, con una inocente ignorancia, había combinado una serie de elementos que representaban toda la pasión y el erotismo que le despertaba Mariana—. Me gustaría que lo viera Rigaud.

—No es justo. ¿Cómo podré competir con un cuadro cuando cumpla cincuenta años? —se desanimó Mariana.

—Encargando otro de tu marido en justa venganza —la ayudó Claire—. Ellos envejecen antes.

—El modelo es hermoso sin duda, pero la artista es sublime —ratificó Lomelin, quien guiñó un ojo a Carmen, a la que lo unía una gran confianza a causa del viaje.

Mariana había sido retratada sentada en una silla, estilo Luis XIV, miraba directamente al observador con una insinuada sonrisa, un gesto sensual muy propio de ella. El vestido era azul, el mismo con el que se casó en Cartagena de Indias, sin adornos ni encajes. Bajo la falda asomaban unos pies desnudos y no lucía joyas, sólo un lazo del mismo color que el vestido le recogía el cabello. Del brazo de la silla se derramaba el rojo mantón de Manila, bordado con rosas y lirios, cuyos largos y sedosos flecos colgaban hasta el suelo.