3
Después de cavilar durante varios días, Antoine se decidió y encaminó sus pasos hacia el barrio de los genoveses. Guardaba en el interior de la chaqueta un bolsillo con veinticinco reales de plata. Debía cambiarlos en pequeñas partidas si no quería llamar la atención de los intendentes sobre su persona. En el momento en que se le reconociera, no habría duda sobre la procedencia de las monedas. Todavía no se había extendido la noticia de la llegada de uno de los barcos de la flota, por lo que podía moverse con cierta libertad, pero con cautela. Lo acompañaba François, aunque no creía que alguien se atreviera a asaltarle en plena calle a la luz del día. Dejó a François, al que apreciaba por su inteligencia y destreza con la espada, custodiando la puerta, entró decidido en el soportal y ascendió al primer piso. En la habitación había varios escribanos, uno de ellos lo interpeló con fuerte acento extranjero y se retiró a informar a su señor. A los pocos minutos, se hallaba sentado frente a un escritorio tras el que trabajaba un anciano.
—Os recuerdo. Sois marino. Nuestros tratos fueron satisfactorios pues volvéis a nosotros —dijo a modo de bienvenida.
—Sí que lo fueron —admitió Laver—. Una vez más pongo a prueba vuestra discreción. Necesito que me cambiéis reales de a ocho españoles por luises.
—El real de plata ya no es lo que era. La moneda castellana ha sido mezclada y devaluada en varias ocasiones —advirtió el genovés.
—Éstas, no.
Abrió el bolsillo y las dejó caer sobre el escritorio. El anciano tomó una sin precipitación y la sopesó en la mano con aire entendido. Luego se fijó en la inscripción acuñada y finalmente la pesó en una pequeña balanza.
—Buena plata. De las Indias españolas.
Luego calló. Lo miró con más detenimiento, con toda probabilidad sopesando su importancia: había ascendido de rango desde la última vez que lo vio.
—Os pagaré bien a cambio de que me proporcionéis más.
—No tengo más —mintió Laver.
—Necesito oro y plata para las transacciones internacionales. No corre mucho por Francia ya que el propio rey lo acapara. No me interesa llamar la atención. Estas monedas verán la luz del día en otro país. A nosotros nadie nos pregunta la procedencia.
—Hay otro bolsillo como éste —volvió a mentir.
—De acuerdo entonces.
El anciano hizo sonar una campanilla y compareció el escribano que le había introducido. Le habló en italiano y el hombre salió para volver al poco tiempo con otro bolsillo lleno de luises que entregó al viejo.
—Lo contaremos juntos.
—No es necesario. Confío en vos, en caso contrario no hubiera acudido a vuestra casa —aduló Laver.
—¿Para cuándo el otro bolsillo?
—¿Mañana mismo?
—Perfecto. Saldrán del país en la misma partida.
Laver abandonó satisfecho la oficina del genovés. Llevaba más de lo que había calculado. La política de acumulación de metales preciosos que se aplicaba en Francia había dejado a ésta sin liquidez en la calle. El precio del oro y de la plata había ascendido bastante más de lo que Antoine había previsto. El genovés no era tonto y estaba ávido de estos metales y, en cuanto supiera quién era y dónde había estado, presionaría por conseguir más. Para entonces, estaría fuera de su alcance.
Habían llegado a la place du Châtelet y el sol del mediodía apretaba sofocante. Laver buscó una taberna en la que refrescarse y entró con François, quien se encontraba cómodo en ese ambiente ya que se había criado en las calles de una gran población. Los parroquianos eran una mezcla de abogados, banqueros y clientes. Se sentaron en una mesa retirada del bullicio y la tabernera se acercó solícita. Una vez atendidos, Laver paseó la mirada por el local y una acalorada discusión, entre un personaje muy engalanado y un leguleyo, atrajo su atención. Éste último no cejaba y se defendía ardientemente, mientras que el atildado negaba indolentemente. El personaje, cansado de la discusión, se fue y el joven, furioso, se sentó cerca de Laver, ocupando todo el resto del banco.
—Aristócratas. Malditos y malnacidos aristócratas —le oyó Laver maldecir en voz baja—. Se merecen acabar arruinados, por tontos. El rey los retiene alrededor babeando. Cretinos.
—Ignoro lo que os han hecho los aristócratas, pero os aconsejo, por vuestra salud, que no vayáis echando pestes de ellos de forma tan pública —previno Laver.
El joven, receloso, levantó la vista y se fijó en Laver.
—Parecéis un rico burgués, pero compartís vuestra bebida con un hombre en mangas de camisa y vuestro rostro acusa la intemperie. ¿A qué os dedicáis? —indagó cauteloso.
—El mar es mi negocio —contestó escuetamente Laver.
—La tierra es el mío —respondió el joven.
—Por el atuendo os creí abogado.
—Soy jurista, pero especializado en la tierra —matizó, más animado—. Me he quedado sin trabajo. Estos figurines de Versalles desconocen lo que tienen. Se merecen que sus tierras acaben en manos de financieros más hábiles.
—Sentaos con nosotros. Os invito a vino.
El joven no se hizo de rogar.
—Me llamo Henri Desvrès.
—Antoine Laver y mi amigo, François.
Le sirvió vino de la jarra y le preguntó la razón de sus palabras.
—La aristocracia necesita dinero, pero sus rentas están anticuadas. Los arrendatarios pagan una renta fija desde principios de siglo y, a causa de la inflación, esta renta se ha convertido en una suma irrisoria. Pero, en cuanto intentan modificarla, los intendentes reales y los tribunales de justicia se les echan al cuello. —Bajando la voz—. Es muy listo el rey: estrangula los ingresos.
—¿Y cuál es vuestra habilidad? —indagó Laver.
—Esquivar la legalidad. Se amenaza al campesino con la restauración de viejos derechos feudales como la “mano muerta” o la “aparcería” que llamamos métayage.
—¿Cómo se puede aplicar el méteyage si los tribunales lo impiden?
—No exactamente. Lo impiden si hay denuncia, pero si el campesino está arruinado, sólo tiene dos opciones: abandonar la tierra o continuar en ella aceptando las condiciones del señor, que suelen ser bastante duras para que los demás se avengan a razones.
—¿Y si hay denuncia?
—Hay un hijo de perra, Étienne de Senlis, que desbarata todos los planes. No sólo nadie ha podido con él, sino que además, el muy cretino, es incorruptible.
Al cabo de un rato, Antoine, muy bien informado de sus posibilidades como terrateniente, salió de la taberna seguido de François y se perdieron entre el tumulto de las calles de París.
Mariana, en cambio, regresaba a media tarde al hôtel. Se encontraba muy revuelta y cansada. Se disculpó con tía Eléonore, con quien había congeniado al descubrir los puntos en común, tal y como había vaticinado Antoine. No se había percatado de lo mucho que había echado en falta una conversación con una mujer que compartiera sus inquietudes. Añoraba el intercambio de confidencias con sus hermanas.
Baptiste, el mayordomo desfigurado, le anunció la llegada del sastre, quien la esperaba en el salón. Cogió el bolsillo, que Antoine le había dejado, para abonar las compras según fueran llegando. Este dinero no la repugnaba ya que provenía de los ahorros de su marido. Sólo había traído tres de los vestidos de diario y uno de fiesta. El empalagoso hombrecillo, en cuanto comprendió que no le daban largas con el pago, como acostumbraban a hacer los grandes señores, aseguró que el pedido se entregaría completo en los próximos días. Con el bolsillo caliente, se marchó presuroso, no sin volver a reiterar la promesa sobre la pronta ejecución del resto del encargo. Mariana estaba abriendo las cajas cuando llegó el pedido de las costureras. Nunca había disfrutado de tantas cosas y tan bonitas. Las lágrimas acudían a sus ojos cuando oyó entrar un carruaje en el patio. Se asomó a la ventana y se enjugó las lágrimas con la manga. Era un gran carruaje privado y con escudos de armas en las puertas. ¿Quién sería? Antoine no había regresado y ella debería atender a tan molesta e inesperada visita. Se volvió al interior para adecentar la habitación, pues las cajas y su contenido se esparcían por las mesas y las sillas.
Unos enérgicos y rápidos pasos la obligaron a volverse. Un joven rubio, de ojos grises y anchos hombros, llenaba el umbral de la estancia.
—¿Quién sois vos? —preguntó sorprendido.
—Eso mismo pregunto yo. Quién soy yo, es evidente, pues estoy en mi casa. Sois vos el intruso, el que debe identificarse.
Lejos de hacerlo, el intruso se apoyó en la jamba y una sonrisa se extendió en su rostro. Las maneras eran distendidas y relajadas, propias de alguien que conoce el terreno que pisa.
—Me divierte vuestro extraño acento. Resulta tan atractivo como toda vuestra persona. ¿Es ésta vuestra casa? ¿Desde cuando? ¿Desde anoche? Sois muy hermosa, pero por pasar una noche con Antoine, no soñéis con el ducado. Antoine no es de los que se casan, mi bella.
—¿Soñar con el ducado? —repitió Mariana—. ¿Y vos qué sois? ¿Marqués? ¿Conde? Os paseáis en un carruaje muy llamativo.
—Soy… —dudó un instante— marqués. Podéis intentarlo conmigo. Soy más maleable y no me resisto al matrimonio.
—¿Desde cuándo eres marqués? —dijo una voz a la espalda del muchacho— ¿Intentar el qué? ¿No estarás cortejando a mi esposa?
—¡Antoine! —exclamó el joven volviéndose.
Antoine regresaba a pie con François en el momento en que entraba el carruaje. Cuando distinguió el escudo de los Laver, no le cupo duda de que era Gastón quien llegaba y apretó el paso. En el patio lo retuvieron Clément, Sébastien y Jean Paul para informarle sobre la misión.
Como el muchacho no se decidía, Antoine dio el primer paso y lo abrazó palmeándole la espalda. Gastón reaccionó y le devolvió el abrazo.
—¡Qué sorpresa cuando llegaron tus hombres! Aunque no son muy locuaces que digamos. Hablan con monosílabos, miran con recelo y piensan dos veces antes de contestar a las preguntas más simples —se quejó—. ¿Sabes lo de Christopher?
—Me informó el rey.
—¿El rey? ¿Has visto al rey?
—Sí, ahora soy capitán de una fragata de cincuenta cañones.
—Enhorabuena. Duque y capitán. Las mujeres no pierden el tiempo y ya revolotean por aquí —bromeó Gastón, mirando a Mariana.
—Es evidente que la sorpresa te anuló el oído —constató Antoine—. Te pregunté si estabas cortejando a mi esposa.
—¿Esposa? ¿El rey te ha obligado a casarte según has desembarcado? —preguntó, obviando las reglas de cortesía ante la mujer.
—Lo ha intentado, pero desembarqué ya casado. Mariana es española, la conocí en Cartagena cuando me salvó la vida.
—Yo no te salvé. No estabas muerto —corrigió Mariana.
—Si hubiera estado muerto no hubieras podido salvarme. Los nervios te traicionan —refutó Antoine, divertido ante la confusión de ambos—. Éste joven conquistador es mi hermano Gastón. —Gastón le dedicó una graciosa reverencia con el estupor todavía reflejado en el rostro.
—Habláis muy bien el francés —acertó a decir, conservando el voseo.
—Gracias. Eres más alto de lo que había imaginado —comentó Mariana.
—Efectivamente —corroboró Antoine. Se midió con su hermano—. Eres más alto que yo.
—En algo he de entretenerme durante tu ausencia —se chanceó.
—Has vuelto muy pronto —dijo Antoine, dirigiéndose a Mariana para que participase de la conversación.
—La tía Eléonore fue muy comprensiva y me disculpó en cuanto le expresé mi cansancio.
—¿Conocéis a la tía? ¡Vaya! Soy el último en enterarme —le reprochó Gastón a su hermano—. Voy a matar a esos tres en cuanto los vea. Podían haberme anticipado algo.
—Obedecían órdenes. Me reservé el placer de comunicártelo yo. Para disculparme serás el padrino —puntualizó Antoine.
—¿El padrino de qué? ¿No estáis casados?
—Del niño que está en camino. Vas a ser tío.
Gastón lanzó un gemido y se dejó caer en la silla más cercana y libre de paquetes.
—¿Alguna otra novedad?
—Algunas, pero ya hablaremos de ellas —contestó al sentir la cercanía de madame Fleury.
La señora se detuvo en la puerta al percibir la visita, pero a un gesto de Mariana entró.
—Recoged todo esto para que los señores puedan acomodarse. Yo voy a retirarme, con vuestro permiso —anunció a los hombres.
Se acercó a Gastón, le acarició el rostro con una mano y se inclinó para besarlo en la mejilla.
—Eres muy apuesto, pero me gusta más tu hermano —le susurró.
Después se irguió y salió del salón seguida de madame Fleury, quien cargaba con algunos vestidos, dejando a los dos hermanos solos.
—¡Oh, Antoine! Es preciosa. ¿De verdad te salvó? Cuéntame —apremió Gastón.
Antoine le relató todas las incidencias del asalto y del viaje de vuelta. No le ocultó la situación de Mariana, obligada por su padre a un matrimonio desigual con un supuesto mercader para cubrir una deuda de juego. La familia debía conocer los pormenores para evitar sorpresas o malos entendidos por ignorancia; era una unidad, igual que el capitán y su tripulación si quería que la nave llegara a buen puerto. Cuando acabó, era la hora de la cena. Subió a buscar a Mariana, pero la encontró dormida. La cubrió con una manta y la dejó descansar. Bajó de nuevo a la sala y cenaron solos los dos hermanos, como siempre habían hecho.
—¿Cómo está el château? ¿Se puede residir en él?
—En el viejo, sí. En el nuevo, no.
—¿Cómo dices? Louise me insinuó algo sobre ello, en Versalles —inquirió alarmado Antoine.
—Ahora el sordo eres tú. Hay dos. El de toda la vida, el château familiar, que sigue habitable, aunque con los inconvenientes del paso del tiempo y la falta de arreglos. Y el nuevo: exteriormente está terminado. Es magnífico, obra de Jules Hardouin-Mansart.
—¿Mansart? —se asombró Antoine.
—Sí, Mansart. Christopher planificaba a lo grande. Pero se quedó sin dinero y el interior está vacío: los suelos sin hacer, la escalera sin diseñar, las ventanas sin cristales, los tiros de las chimeneas sin rematar. Así todo.
—Entiendo. En cuanto presente a Mariana al rey, tengo la intención de asentarme allí. No quiero ser un terrateniente absentista.
—¿Vas a presentar a Mariana al rey?
—Es la razón que me retiene aquí. El rey me ha invitado a sus aposentos privados y, por favor, no te rías ni me felicites. Ya lo han hecho todos.
—Me doy por enterado. Llego tarde —ironizó Gastón—. ¡Pobre Christopher!
—¿Sabes qué tipo de arrendamiento hay en Anizy?
—Sí, el peor: renta fija, las tierras dispersas, cultivo trienal.
—No todos podemos ser tan modernos, hermanito —replicó Antoine.
—Encontrarás más dificultades de las que piensas. No es fácil recuperar las tierras de renta fija. He oído que en los tribunales el rey tiene un chacal que hace morder el polvo a los mejores abogados de París.
—Lo sé. Me han informado esta tarde, pero también me han soplado la solución: métayage.
—Eso es duro. Necesitarás de un buen jurista que esquive a los intendentes.
—Creo que lo tengo.
—¿Estás decidido? Es mucho trabajo. ¿Qué harás cuando estés en el mar? Y no me mires a mí. Mi problema es Blérancourt. Es el precio que he de pagar por prescindir de intermediarios. Soy un auténtico fermier.
—Se encargará Mariana —concluyó Antoine.
—¿Lo dices en serio?
—Es muy capaz. Si no hace algo se aburrirá. No quiero que eso ocurra. Es cierto que su terreno es el comercio, pero puede aprender esto también.
—Tú sabrás lo que haces —admitió Gastón.
Mariana pasó un par de días encerrada en casa porque Antoine no le permitió salir, alegando que parecía muy cansada y que se dormía en cualquier esquina. No pudo contradecirle porque era verdad, aunque hervía por conocer ese fascinante mundo exterior. Por las mañanas, presenciaba los juegos y escaramuzas de esgrima que mantenían los dos hermanos con los marineros en el jardín de detrás de la casa. Por las tardes, ayudada por madame Fleury y Teresa, se probaba los nuevos vestidos que llegaban e inventaba diferentes peinados para seleccionar los que más le favorecieran. La señora Fleury, aunque era seca y austera en el habla, era de maneras amables y correctas; además de una experta sobre manchas, costura, moda. La instruyó sobre la importancia de ser original y creativa y le relató cómo la favorita del rey, María Angélica de Scorailles, duquesa de Fontanges, se había recogido el pelo sobre la frente durante una cacería y dio origen al estilo «fontanges». Elogió el acierto con el que había escogido los colores de los vestidos y le aconsejó sobre los complementos, aunque consideró un contratiempo que no luciera ninguna joya.
Aunque Teresa no participaba en las conversaciones, se mantenía muy atenta a las evoluciones de madame Fleury. Su disposición era buena, por lo que le resultaba muy difícil a Mariana decirle la verdad: la elegancia, el gusto, el estilo, no se aprendían; eran un don especial que madame Fleury poseía. Ésta debía saberlo porque, en ningún momento, se sintió amenazada por la intrusión de Teresa. Mariana no conocía a la sobrina que en un futuro la serviría, pero dedujo que sería igual.
Una mañana, cuando Mariana se levantó, se encontró sola en la casa. La señora Fleury le informó de que el duque había enviado recados a Saint Denis y a Saint Martin y a continuación había salido con su hermano.
—¿Por qué a esas iglesias? —preguntó Mariana.
—No son iglesias, son calles. En Saint Denis vive vuestra tía, excelencia.
Su tía. Qué raro sonaba. Tenía una familia: un cuñado, un marido, y esperaba un hijo. Sevilla y la casa de la calle Santa María la Blanca se iban difuminando suavemente, sin que llegara casi a apreciarlo, de manera indolora. Su nueva vida la absorbía por completo. No disponía de tanto tiempo como en Cartagena para volver la vista atrás, y los brazos y las atenciones de Antoine la arropaban de tal forma que no añoraba a los suyos. Los perfiles y recuerdos tan nítidos se iban desdibujando y se sentía como una traidora. La puerta de la habitación se abrió de pronto, cortando los tristes derroteros que iban tomando sus pensamientos, y entró Antoine como una exhalación.
—Hoy conocerás la noche en París. He conseguido entradas para el teatro y nos acompañarán los Latour, Gastón y la tía Eléonore. Acabo de recibir su confirmación.
—¡Qué bien! Suena divertido. ¿Qué obra de teatro vamos a ver?
—En realidad, ninguna. Lo que vas a ver esta noche no ha llegado a España.
—Y aunque hubiera llegado, tampoco lo habría visto —se lamentó Mariana, avergonzada de su incultura.
—Ahora lo tendrás todo a tu alcance —prometió Antoine con una sonrisa—. El rey autorizó al maestro Lully a establecer la Academia Real de Música que es una institución que reúne ópera, ballet y música.
—¿Qué es el ballet?
—Danza. La Academia Real de Danza estuvo dirigida por el gran maestro Pierre Beauchamp, el hombre que creó las cinco posiciones del pie. Representan esta noche el «Perseo» de Lully. Asistirás a una mezcla de teatro cantado con danza. Es muy ameno y divertido. Te gustará —auguró Antoine.
—Ya me gusta con sólo oírte hablar de ello.
—Es muy fácil complacerte, Mariana.
—¿Cuándo has encontrado alguna dificultad conmigo? —coqueteó Mariana—. Ahora debes dejarme para que pueda decidir cómo arreglarme.
—¿Sigues con problemas para vestirte? Tus cuentas no dicen esto —bromeó Antoine—. Las mujeres sois muy complicadas, antes porque no encontrabas qué ponerte y ahora porque tienes tanto que no te decides.
—He visto los «sencillos» trajes que han llegado de Versalles. Me gustaría fisgar por una ranura.
—¡Qué morbosa eres! Pudiendo verme por entero. —Y abandonó la estancia rápidamente ante la sonriente mirada de Mariana.
Esa tarde descendió por la escalera con un vestido color tabaco como si fuera una reina. El color resaltaba el más claro de sus ojos de miel; la blancura de los largos encajes que colgaban de sus mangas contrastaba con la piel; la forma del escote, cuadrada y bajando hacia el pecho, dejaba al aire la perfecta línea entre el hombro y el cuello. La cabeza se erguía rodeada de brillantes tirabuzones que colgaban de los recogidos con perlas que, a su vez, destacaban con luz propia sobre el negro cabello.
—Estás bellísima —atinó a decir Gastón.
—No es cierto —refutó una voz detrás de Mariana—. No ha usado afeites ni me ha dejado colocarla una mouche.
—¿Para qué necesita una peca artificial? —preguntó amoscado Gastón.
—Para ofrecer un aspecto más sensual —declaró madame Fleury, como si fuera una experta en atracción.
—Soy una señora casada —se defendió Mariana—. No busco un hombre.
—¡Menos mal! —exclamó Gastón divertido—. Aun así, encontrarás a muchos esta noche, aunque no te hayas adornado con una mouche.
Antoine había permanecido callado, contemplándola. Mariana, ante su silencio, se volvió hacia él.
—Estás muy elegante, aunque muchas mujeres ya te lo habrán dicho. Vistes muy bien. Yo estoy aprendiendo.
—Para mi desgracia, aprendes demasiado rápido.
—¿Es un halago? Curiosa forma de expresarlo.
—Al menos, más cálida que la tuya.
—Es que no era sincera —reconoció Mariana, sonrojándose.
—¿No me encuentras elegante? —preguntó lívido Antoine.
—Sí, elegante sí. Pero, con la camisa desabrochada y pululando descalzo por la casa de Cartagena, resultabas más sugerente.
—Mi querida cuñada —medió Gastón—, confundes la elegancia con el atractivo.
—Me da igual lo que confunda, es de mi agrado lo que ha dicho —intervino Antoine, que había recobrado su aplomo. La tomó del brazo y se encaminó al patio, donde esperaba el carruaje con el escudo de armas de los Laver—. Debemos apresurarnos o tía Eléonore tendrá motivos de queja. Deseo que esta noche salga todo bien —palmeó la mano de Mariana que prendía su brazo, mirándola con intención—: es tu noche.
Mariana descubrió un mundo que estaba al alcance de unos pocos privilegiados. Recogieron a la tía y al matrimonio Latour y, entre risas y bromas, se dirigieron a un traiteur, en el que degustaron platos típicamente franceses, aderezados con tomillo, perejil y hierbas provenzales; además, probaron verduras y aves maceradas en refinadas salsas. A Antoine le sorprendió el conocimiento que desplegó Mariana sobre salseras, tazones y otras piezas de mesa, y la destreza con la que manejaba la cuchara individual y el tenedor, desconocido para la mayoría de los mortales.
—Compruebo por tu desenvoltura que en España ya conocéis los servicios de mesa.
—En absoluto —negó Mariana—. Lo aprendí en casa del marqués de Nointel. Philippe y yo acudimos a un par de veladas en su casa que fueron bastante educativas para mí.
—¡Conoces a monsieur Béchameil! —exclamó admirada la tía Eléonore—. Entonces has tenido al mejor maestro en cocina francesa y en modales sobre la mesa. Después del malogrado Vatel es nuestro mejor gourmet.
—Hablaron de ese señor y su crema de Chantilly —explicó Mariana.
—Para Vatel la comida no era una afición ni un negocio; era un honor y por eso se suicidó.
—¡Qué absurdo! —comentó Philippe—. ¿Cómo puede suicidarse alguien por un plato?
—Fue algo más que un plato. Estaba en juego la reputación de su señor, el príncipe de Condé, el Gran Condé. Claro que vosotros no habíais nacido. Louis Condé quería congraciarse con el rey, después de haberse rebelado contra él en la segunda Fronda, y lo invitó a un gran banquete en su château de Chantilly. La primera noche triunfó con un banquete de ensueño en los jardines del château, al que asistieron cerca de mil personas. ¿Sabéis lo que significa eso? Decorar el jardín, vestir las mesas, coordinar a los sirvientes, tanto a los de las mesas como a los de las cocinas, y las viandas para que estuvieran en su punto. Un día memorable. Pero al día siguiente, como no llegaba el marisco que había encargado, desesperado ante la humillación que le supondría, se atravesó con una espada.
—Me parece desproporcionada la medida —intervino Claire, afectada por el trágico relato—; además, él no tenía la culpa de ello.
—Seguramente tienes razón —concedió la tía Eléonore— porque, unas horas después, llegó el ansiado marisco y la velada resultó perfecta. Jugarretas del destino.
Claire era una joven atractiva, de piel muy blanca, ojos verdes y pelo cobrizo oscuro. Las pecas que invadían su piel le disgustaban, aunque Mariana las encontrara atractivas: le daban un aire de traviesa juventud muy divertido; y así se lo expresó. Congeniaron enseguida porque, al igual que Mariana, no estaba versada en los entresijos de la Corte ya que residía prácticamente todo el año en el château de Latour. Las dos compartían su iniciación en la noche parisina.
Terminada la cena, se dirigieron al Teatro de la Ópera, donde surgieron problemas para acercarse con el carruaje hasta la entrada del edificio. La gente, ricamente vestida, se agolpaba en las puertas de entrada. Reían y hablaban en voz alta, saludándose los unos a los otros. Cuando entraron, se vieron arrastrados por la corriente humana a través de largos corredores, hasta que dieron con sus asientos en uno de los palcos del gran salón. Miles de velas iluminaban el patio y el escenario, y muchos pares de ojos enfocaron a la deliciosa dama del vestido color tabaco. Al final de la representación de ‹‹Perseo›› del maestro Lully, estaba Mariana tan subyugada por lo que había visto y oído, que no se percató de que su palco recibía constantes visitas con el pretexto de saludar a la tía Eléonore. La finalidad no era otra que la de conocer a la hermosa dama con quien la noble señora compartía la velada.
El espectáculo culminó las expectativas de Mariana. El aria de Medusa la hizo llorar de emoción. Últimamente lloraba por todo, parecía una fuente inagotable.
Pero el que más disfrutó, desde un segundo plano, fue Antoine: vibró con cada exclamación de ella, se estremeció con su emoción, revivió la niñez con su ingenuidad.
—Es la esposa de mi sobrino, la duquesa de Anizy —oyó Antoine cómo su tía informaba a los curiosos—. Por cierto, han sido invitados a departir con el rey —añadía más bajo, como confiándoles un secreto. Tía Eléonore era una maestra moviéndose en la Corte.
A la salida de la ópera, la noche ya había caído. Viejos conocidos de Antoine los retuvieron: unos eran compañeros de armas; otros, amigos de la familia que presentó a Mariana. Recibieron invitaciones que declinaron educadamente, pues estaban pendientes de las órdenes del rey a causa de su expedición a las Indias Occidentales. El carruaje consiguió rescatarlos de aquel torbellino. Subieron según se lo iban permitiendo las amistades, y la última fue la tía Eléonore, quien conservaba más relaciones que los demás.
—¿Cuál es nuestro destino? —preguntó Philippe.
—El café Procope —anunció Antoine, quien esa noche era el anfitrión, pues la diversión corría a cargo de su bolsillo.
—¡Oh, Dios bendito! —exclamó la tía Eléonore en tan angosto espacio—. Soy una señora de buenas costumbres.
—Si lo preferís, os dejamos en vuestro hôtel —ofreció Gastón, con una burlona sonrisa.
—Y perderme esas costumbres licenciosas y pecaminosas de las que tanto he oído hablar, ¡ni pensarlo! ¡Al café Procope! —ordenó en medio de las risas de los demás.
—¡Oh, Dios mío! ¡Cuánta luz! ¡Parece de día! —exclamó Mariana, maravillada con los faroles de vidrio que colgaban de las fachadas de las casas.
—Los vecinos de una calle están obligados a mantener, al menos, dos faroles encendidos. Por turnos se encargan de ellos. Baptiste se ocupa de los de Saint Augustin cuando nos corresponde. Todos los parisinos contribuimos a este dispendio que llama la atención de toda Europa —explicó Antoine, orgulloso de la extravagancia—. Las tabernas y comercios mantienen las puertas abiertas hasta altas horas para favorecer el ir y venir de viandantes y carruajes, recordando el trasiego matutino.
—¿La gente no duerme? —inquirió admirada.
—Sí, pero más tarde —informó Gastón, animado ante la perspectiva del café, ya que normalmente no estaba al alcance de su bolsillo.
Se detuvieron ante la entrada del café Procope y descendieron del coche. Las damas no hacían más que parlotear entre risas y miraban nerviosas en derredor.
—El café Procope abrió sus puertas en 1686. Es el primer establecimiento en el que se sirve exclusivamente café y no se permite fumar —continuó Antoine en su papel de cicerone—. Francesco Procopio es un siciliano que trabajó al servicio de la Casa Real.
Las señoras observaron que la decoración era como el salón de una casa particular, aunque de las paredes colgaban espejos como máxima expresión de lujo, y la vajilla era de plata. Se acomodaron alrededor de una mesa mientras Antoine encargaba la exótica y elegante bebida que habían introducido los italianos y hacía furor en Inglaterra. A Mariana le llamó la atención una pareja de jóvenes sentados en una mesa próxima. Tiró de la manga a Antoine para captar su interés.
—Esos hombres son ingleses —le comunicó en un susurro.
—No creo que estén aquí para matar a nadie —contestó divertido.
—Pero son enemigos. ¿Qué hacen aquí, en París?
—Viajan por placer, para conocer otras ciudades y otros países. —Al ver la cara de asombro, se explicó—: muchos aristócratas ingleses realizan un viaje a París para completar su formación.
—He oído decir —intervino la tía— que se ha publicado un libro para visitantes en el que citan los monumentos que se pueden visitar, dónde pueden comprar y los sitios de moda para divertirse por la noche.
—Creí que España era un imperio, pero ahora compruebo lo atrasados que estamos —se lamentó Mariana.
—En absoluto —contradijo Antoine—. Esto es sólo brillo y oropel. Contáis con una armada y unas rutas transoceánicas que ya quisiera yo para Francia.
—Este brillo y oropel, como tú lo llamas, lo fabrica alguien. Por ejemplo, ¿quién fabrica los espejos?, ¿quién se beneficia con la porcelana?, ¿quién comercia con el café para que llegue aquí?
—El rey —saltó Gastón—. Son manufacturas reales. Y del consumo de café también se beneficia porque está cargado con un impuesto indirecto llamado aides.
—Ahí está el negocio: en el consumo. Me encantaría poder entrar en la cadena como intermediario y no como consumidor —concluyó Mariana, dejando a todos estupefactos.
—Tienes razón, Antoine —le concedió Gastón—. Déjale la administración del ducado o enloquecerá de aburrimiento.
—Querida, ¿no te relajas nunca? —preguntó apabullada la tía—. Me han relevado como cabeza pensante en esta familia.
—¿He dicho algo inconveniente? —se inquietó Mariana.
—No —rechazó Antoine, que la atrajo hacia sí y la besó en la sien—. Es que todavía no te conocen.
—Pero están empezando a hacerlo ¿verdad? —animó Philippe—. Si yo os contara dónde la encontró el marqués de Nointel…
—¿Dónde? —preguntó Gastón, intrigado por la personalidad de su cuñada.
—En los astilleros de Brest. Estaba rodeada por varios operarios que le explicaban cómo se construía un barco —contó Philippe, encantado de tal extravagancia.
—No era la construcción del barco lo que me interesaba —se defendió Mariana.
—¡Menos mal! —suspiró la tía aliviada.
—Déjame adivinar, para mostraros cómo conozco a mi mujer —participó Antoine en el reto—. Te intrigaba qué hacía falta para construir un barco, dónde se encontraban o se podían obtener los materiales y, enseguida, te hiciste una idea de dónde se escondía el beneficio: en la adquisición de esos materiales.
—¡Qué listo eres! —exclamó irónica Mariana—. Se te ha pasado por alto un detalle: esas vías de suministro están copadas por los armadores.
—Entonces, ¿cuál es tu interés en ello? —preguntó desorientado.
—Tú.
—¿Yo?
Todos se movieron nerviosos. El giro de la conversación había captado el interés de la pequeña audiencia y esperaban la resolución.
—El éxito de la expedición puede animar al rey a aumentar la flota naval. El suministro actual acusa los problemas de las guerras y de la dificultad en el transporte, por lo que me contaron los armadores en la casa del marqués. Si consiguieras el suministro, esquivando esos escollos, te harías de oro.
—Me doy por vencido: no te conozco —declaró admirado Antoine—. Sin embargo, es una cuestión sin solución, si no ya se le habría ocurrido a alguien.
—No estaría yo tan segura. El genovés con el que estudié me dijo que cualquier planteamiento tiene solución. Cuando no la encontramos, es porque nos obcecamos en el camino equivocado. Estoy segura de que no se ha resuelto porque todos se empecinan en el mismo camino: los barcos y la ruta. ¿No podríamos centrarnos en los proveedores? Si no lo puede hacer un francés, ¿por qué no buscar otro aliado más idóneo?
—¡Cielo Santo! ¿Con quién te has casado? Esto te ocurre por ir al extranjero para buscar una mujer. ¿Por qué no te has conformado con una francesa normalita? —reprendió la tía Eléonore a su sobrino.
—De ninguna manera —intervino Gastón encendido—. Es genial, única, mi ídolo.
—Deberías buscar otra mujer para este potro desbocado —rezongó alegremente la tía.
—A mí no consigue sorprenderme después de cómo resolvió lo de los piratas muertos en Cartagena, fue un golpe maestro —comentó Philippe, para añadir más pimienta a la tertulia.
—¿Qué piratas muertos? —se interesaron a la vez Claire y Gastón, ávidos de buenas historias.
—¡Oh, no! No cuentes eso, por favor. Al menos habrá que pedir algo para soportar los detalles macabros —sugirió Antoine.
—Yo no puedo con otro café —rechazó la tía—. Es fortísimo este brebaje.
—Voy a proponer otro diferente.
Se levantó para hablar con el encargado del establecimiento, regresó con una sonrisa y anunció el objeto de su demanda: una botella de vino del padre Pérignon. Las exclamaciones le llenaron los oídos. Lo calificaron de loco por pedir algo tan desorbitadamente caro. Antoine preguntó si alguno lo había probado y todos negaron enérgicamente.
—¿Y no sentís curiosidad?
—Yo no. No sé de qué habláis —contestó Mariana.
—Es un vino espumoso —informó Philippe, que conocía el tema pues en su château producían vino— de color amarillo y, si no se maneja con cuidado, puede explotar; no el vino, por supuesto, sino la botella a causa del gas.
—¿Un líquido con gas? —se extrañó Mariana.
—Sí, con burbujas, como las del agua cuando hierve —terció Gastón.
—Pero se toma frío —concluyó Antoine.
Llegó el vino espumoso que provenía de la región de Champagne, lo traían con sumo cuidado y lo descorcharon con un estampido que sobresaltó a todos los presentes y atrajo las miradas curiosas de los parroquianos. El empleado lo escanció con una llamativa efervescencia que les hizo sonreír nerviosos, como chiquillos ante la novedad. Olvidaron la anécdota de los piratas muertos. La experiencia y el cosquilleo que producían las burbujas al beberlas fueron los protagonistas. Antoine disfrutaba de la velada tanto como Mariana, quien participaba en la conversación y se reía, lejos su pensamiento de los avatares que la habían llevado hasta allí.
Por primera vez, Antoine vislumbró la niña y la mujer que era. Reía y lloraba alternativamente, sentía curiosidad por lo que la rodeaba y expresaba lo que sentía desinhibidamente. Atrás había quedado aquella mirada de profunda tristeza que había conocido en Cartagena, con el trágico destino grabado en sus facciones; atrás había quedado la permanente inquietud por el futuro, por el descubrimiento de nuevas tierras, de nuevos países; atrás había dejado la titánica lucha por sobrevivir en un mundo adverso y en el desamparo de los suyos. Antoine había cumplido su promesa y era feliz de que ella también lo fuera.
Se retiraron a sus residencias cerca del amanecer, totalmente exhaustos de hablar y de reír. La tía Eléonore estaba jubilosa porque, por una vez, ella tendría mucho que contar a sus visitas y sería el centro de atención, tal como prometieron los insinuantes saludos de la ópera. El matrimonio Latour estaba encantado con la invitación de Antoine para que los acompañaran a Versalles: podrían ver al rey de lejos, pasearse por los jardines y codearse con la más alta nobleza. Claire se anticipaba con los preparativos y no dejaba de hablar de un día de compras deliciosamente aterrador.
Mariana se despertó con el sol del mediodía. Antoine no estaba a su lado. Remoloneó un rato, disfrutando de la calidez de las ropas de la cama, hasta que la cabeza de la señora Fleury asomó sigilosamente por la puerta.
Corrió las cortinas para que entrase la luz y le informó de que el duque había salido para solucionar algo urgente, pero había dejado instrucciones de que se preparara el equipaje para marchar al día siguiente, de madrugada, a Versalles. La ayudó a levantarse y a arreglarse. La vistió con un manteau, ya que no pensaba salir de casa ante la perspectiva de un viaje.
Mariana bajó al salón mientras la eficiente madame Fleury se ocupaba de los baúles. Gastón se encontraba saboreando un suculento desayuno.
—Buenos días. No hay nada como un buen desayuno después de una noche de juerga. Siéntate y disfruta. Somos los dormilones de la casa porque mi hermano ha saltado de la cama y ha salido.
—Algo me comentó —respondió Mariana todavía dormida—. Aquella bebida de burbujas no me parece nada saludable. Tengo la mente espesa.
—Es el alcohol. Por la falta de costumbre te ha afectado más.
—Lo he pasado muy bien. Nunca sospeché que se pudiera vivir con tanto lujo.
—¿No creerás que todos los días van a ser así? El bolsillo de Antoine se resentiría seriamente. Aunque te queda otra experiencia más: Versalles.
—¿Lo conoces?
—Los días que estuve acompañando a Christopher.
—Siento lo de tu hermano. Ahora se te ofrece una oportunidad más favorable.
—No. Yo no os acompañaré. He estado ausente de mis tierras demasiado tiempo. Nos veremos en Anizy. Confío en que te agrade.
—Háblame de tus tierras —pidió Mariana mientras se servía en un plato.
—No hay mucho que contar. Se encuentran a un día de distancia a caballo de Anizy. Soy propietario de las tierras y de los medios de producción. Contrato jornaleros para explotarlas directamente. No quiero arrendatarios porque se pierde dinero con ellos. Mi casa es como este hôtel, pero en medio del campo y rodeada de un granero, una cuadra, y dispongo de horno, molino y gallinero. Como puedes comprobar, soy un burgués de pies a cabeza.
—Lo dices como si fuera algo malo. Antoine está muy orgulloso de ti. ¿Qué tal las cosechas?
—Éste es un verano muy lluvioso: mal o no tan bien como deberían.
—Te he oído hablar con Antoine de las nuevas técnicas de cultivo.
—Sí. Las estoy aplicando con buenos resultados, pero requieren más tiempo, más mano de obra. —Comprobó que su cuñada permanecía atenta y recordó la conversación de la noche anterior. Esto le decidió a seguir adelante—. No practico ya el barbecho, ahora intercalo legumbres y leguminosas con cereales, lo que ayuda a fijar el nitrógeno en la tierra. Pero he de comprar el estiércol a los vecinos ya que no poseo suficientes animales.
—No desesperes. Eres un joven muy emprendedor y valiente.
Antoine entró como una ráfaga de aire fresco.
—Por fin habéis amanecido, dormilones —les reprendió y se dirigió a Mariana—: Señora, ha llegado el momento en el que debéis devolverme el humilde anillo con las armas de los Laver que os entregué el día de la boda —exigió muy serio y formal—. Le tengo cierto apego, aunque ahora lleve el del ducado.
—Por supuesto, lamento no haberlo hecho antes —replicó azorada.
Se quitó el anillo con el escudo de la casa Laver y alargó la mano para devolvérselo. Antoine tomó el anillo, que le había entregado el día en que se casaron, y le cogió la mano sin permitir que la retirase. Escogió un dedo y deslizó otro anillo en él.
—Lucidlo con orgullo —continuó con las formas teatrales.
Le besó el dorso de la mano y le guiñó un ojo. Mariana se contempló la mano extasiada. Un anillo de oro, con el emblema del ducado y rodeado de pequeños brillantes, refulgía en su dedo.
—Es precioso. No hacía falta que…
—¡Claro que era necesario! Mañana pasearás por Versalles y no puedes vagabundear por ahí sin dueño –—cortó Antoine con vehemencia.
—La gente debe saber quién eres —intervino Gastón—. Es la placa de identificación.
—Me lo habéis dejado muy claro —bromeó Mariana—. Soy una posesión marcada.
—Eso habría que discutirlo —rechazó Gastón con una seriedad fingida—. Si me preguntaran quién posee a quién, creo que la respuesta adecuada sería al revés. Nunca había conocido a Antoine tan derrochador y complaciente.
—Eso tendrás que mantenerlo con la espada. En el jardín en media hora —retó Antoine.
—Allí estaré. ¿Con padrinos? —preguntó, refiriéndose a los marineros que les acompañaban en sus ejercicios.
—Sin padrinos. Esta vez solos.
Teresa ayudaba a la señora Lussac en la cocina al tiempo que se replanteaba el futuro. Era lo suficientemente inteligente para darse cuenta de la distancia que mediaba entre madame Fleury y ella. Si la sobrina era la mitad de buena que la tía, sus funciones en la casa peligraban. Toda su vida había discurrido entre los fogones de una mancebía, había servido a prostitutas, las había curado de las palizas que recibían o las había ayudado a traer a sus hijos al mundo, había realizado los recados de gariteros y chulos. Su mundo había sido lo que le había dejado la sociedad y su comida, los restos que desechaban las amancebadas. Desde que había unido su suerte a la de su señora y comía regularmente, el pelo se le había fortalecido y ganado brillo, los huesos se le habían rellenado, aunque seguía ofreciendo un aspecto muy delgado, había aprendido a leer y escribir, aunque ahora no le servía de nada pues se estaba instruyendo nuevamente en francés. Nada de todo eso la desanimaba, excepto el no ser útil a su ama. Madame Fleury marcaba un antes y un después. Sólo había vuelto a la habitación de su ama ocasionalmente: siempre se encontraba de compras o con visitas que la agotaban. Pierre la ayudaba en el aprendizaje del francés, pero ella intuía que no era suficiente. Se sentía desplazada en un país que no entendía, las comidas se guisaban diferente, las costumbres eran otras y la soledad, aquella olvidada compañera de su niñez y adolescencia, la envolvía por completo en un amargo abrazo. Estos tristes pensamientos la embargaban cuando madame Fleury invadió la cocina con sus estirados ademanes y su seca personalidad.
—Se me está haciendo largo el destierro en esta extraña familia en la que nada funciona como debe ser —comentó con la señora Lussac, sin importarle que Teresa se hallara presente. Seguramente, dedujo ésta, daba por sentado que no la comprendía—. Esa insistente manía por tomar baños, compartir la cama como si fueran campesinos sin otra opción, alejar al servicio de su lugar de trabajo. Yo soy la doncella de la señora y tengo que residir en la parte noble de la casa, junto a la habitación de la señora, y no compartiendo el cuarto del ático con la cocinera y una inútil española —se quejó con amargura—. Lo sufro por mi sobrina que la he criado como si fuera una hija —explicó madame Fleury—. Este arreglo temporal me ha ofrecido la ocasión de explorar el terreno en el que va a vivir la pequeña, para que no se repita la desagradable experiencia. Al menos, tengo la seguridad de que el duque sólo mira a la duquesa, quien le absorbe todos sus flujos vitales, y ésta es amable y poco caprichosa dentro de sus extravagancias, por lo que es fácil de contentar y de servir. —A Teresa le molestó el comentario sobre su ama, pero continuó con su quehacer como si no hubiera entendido nada de lo que se estaba hablando allí—. El problema está en la cocina, con los marineros pululando por aquí. Cada vez que bajo, procuro cerrar los oídos a las cruentas y salvajes historias que narran y al lenguaje licencioso que utilizan; aparto la mirada de los cuerpos semidesnudos, de brazos musculosos, bronceados y llenos de cicatrices. Ruego en silencio para que estos hombres se queden en París o vuelvan al mar, y no acompañen a los duques a la residencia en el campo. Son un peligro para cualquier mujer virtuosa. Mi sobrina ha sido educada en un colegio para señoritas y se merece algo mejor que esta casa tan desorganizada en la que nadie conoce sus deberes.
—Exageráis, si me es permitido participar en vuestro monólogo. Los marineros son buenos chicos —los defendió la señora Lussac— y respetarán a vuestra sobrina. En cuanto a las intenciones del señor, no sé nada. La duquesa es una mujer agradable, aunque admito que son extrañas las costumbres, pero ¿qué extranjero no las tiene?
Teresa agradeció en su fuero interno las palabras de la cocinera. Había compartido casa y barco con los marineros y ninguno la había molestado, es más, eran unos perfectos compañeros de fatigas, si sabría ella lo que era un mal hombre. Madame Fleury era demasiado remilgada con las compañías masculinas, ¿o seguiría siendo virgen? Y su ama era una perfecta duquesa y en absoluto extravagante. ¿Quién era ella para criticar a su señora? A madame Fleury podía aguantarla porque sólo estaría unos días, pero si atendía a las palabras de la tía, ¿sería igual de insufrible la sobrina? Allí abajo, había perdido el cordón umbilical que la unía a su ama en Cartagena y no se le ocurría qué hacer para reencontrarlo.