10

 

 

La Navidad transcurrió en familia. Era la primera vez en muchos años que Antoine disfrutaba de ella en tierra y al calor del hogar. Temió que Mariana añorase a su familia, pero estaba tan ocupada con los niños que no se percató de nada, es más, las mujeres no hablaban de otra cosa.

—Parece que se hayan vuelto tontas —se quejó Gastón—. Bajo a la cocina y sólo parlotean de los niños: que si tienen gases, que si comen, que si no comen; voy al salón y están repitiendo la misma canción; y en la habitación de los niños ni entro. Estoy suficientemente informado.

—Por eso mismo me voy —anunció Antoine—. He de ir a Brest y creo que es el momento idóneo. No advertirán mi ausencia.

—Si te vas, yo también. No quiero quedarme solo entre tantas mujeres: me da miedo.

Laver salió de Anizy la última semana de diciembre, acompañado de Clément en lugar de François, quien se quedó al frente del castillo. Había prometido a Clément llevarlo para que pudiera visitar a su única hermana viva, viuda de un artesano y que residía en Brest pues, cuando desembarcó, fue tal la precipitación que sólo pudo mandarle recado de su llegada por Eugénie. Llegaron a su destino la segunda semana de enero bajo la lluvia. Laver recordó un viaje similar: la salida de la flota hacia las Indias Occidentales y la ansiedad que sintió por lo desconocido, por la aventura. ¡Había pasado sólo un año! Pero, para él, había sido una vida. ¡Cuántas cosas habían sucedido en tan poco tiempo! En aquel viaje había conseguido el esquivo amor, una familia, un ducado, una fortuna, amigos incuestionables y enemigos encarnizados.

Había enviado un mensaje a Duboisson para encontrarse con él en «La Gaviota Borracha». Allí lo encontró junto a Eugénie, en la taberna de la posada que, a causa del frío, estaba atestada de parroquianos. Como era tarde y no quedaban habitaciones, compartió el alojamiento con Duboisson. Clément se instaló, por aquella noche, en casa de Eugénie y por la mañana se trasladaría con su hermana. Durante la cena le confirmaron las noticias de Duboisson: la tripulación del Le Fort continuaba desperdigada y sin trabajo.

—He reflexionado sobre ello y creo que el barón de Pointis anda detrás de esto. En París, entre el pueblo, soy más conocido que él —expuso Laver sin jactancia.

—No sólo en París, capitán. En Brest es también el centro de conversación, aunque no por la misma causa —dijo Eugénie con una sonrisa—. Somos la única tripulación que hemos cobrado gracias a vos y se ha corrido como la pólvora. Todos querían formar parte del Le Fort, por eso lo han desmantelado. ¿Sabe quien es el nuevo capitán? —No aguardó respuesta—. Un bisoño imberbe que lo hundirá en el primer temporal que lo atrape.

—Hay una salida a esta situación, aunque no sé cómo llevarla a cabo. La tengo pergeñada, pero igual es una locura —comentó Laver.

—Viniendo de vos, lo dudo —apoyó Duboisson—. Compartidla y os lo diremos.

—Bordeaux y Eugénie son de la zona y conocen la costa. Ahora mismo estamos en paz, por lo que se puede comerciar por todo el Canal de la Mancha, aunque Inglaterra no nos interesaría por sus Actas de Navegación, pero sí Ámsterdam. Dispongo de medios económicos para armar un barco con el que comerciar por cuenta propia. Y he aquí la ironía: los armadores construyen barcos, pero andan escasos de tripulación; yo cuento con la tripulación, pero carezco del barco.

—A lo mejor cuenta con barco también, capitán —ofreció Eugénie muy serio—. Hay un problema en la familia —confesó en voz baja, lo que les obligó a aproximarse más para la confidencia—: hace unos meses encontramos un bergantín inglés que navegaba escorado y a la deriva, sin carga ni tripulación, con dos masteleros rotos y agua en las bodegas. No había indicios de abordaje y colegimos que se vieron en dificultades durante una tormenta, probablemente cerca de la costa, por lo que la tripulación se hubiera decidido a abandonarlo. Está atracado en Saint Brieuc, si queréis verlo. Nosotros carecemos de medios y de contactos para arreglarlo, pues las velas, palos y cabos están destinados prioritariamente a la Armada y a las Compañías.

—Un bergantín no es un barco de mercancías, aunque puede defenderse —comentó Duboisson.

—Éste, en concreto, tiene dieciocho cañones de veinticuatro libras —informó Eugénie.

—Demasiada vela y hacen falta más hombres para manejarlo —continuó objetando Duboisson.

—Nos viene bien —refutó Laver—. Es rápido y maniobrable para el Canal, con capacidad defensiva. En cuanto a las bodegas, no es necesario un gran buque ya que son distancias cortas y nos dedicaremos a productos de lujo. Las manufacturas francesas son muy apreciadas por su diseño y elegancia.

—Necesitaríamos a un hombre en Ámsterdam para colocar ese tipo de productos —añadió Duboisson.

—Quizá lo tengamos. Cuando regrese a Anizy, he de entrevistarme con un genovés que cubre Marsella-Ámsterdam y, seguramente, podría orientarnos si no le interesase directamente el negocio. Lo primero es el barco: pasado mañana nos acercaremos a verlo.

La escapada se retrasó unos días porque Laver estuvo ocupado en las atarazanas, hablando con los armadores y los oficiales artesanos como supervisor real. Aprovechó también para conocer a la hermana de Clément, viuda de un artesano guarnicionero, quien le había dejado una buena y amplia casa con jardín en el centro de Brest. Se parecía mucho a su hermano, no sólo en lo físico, sino también en las maneras suaves y reposadas. Lo recibió con deferencia y agradecimiento por ser el señor de su hermano. Laver, cortésmente, se informó de la situación de la señora: no había sido bendecida con descendencia y deseaba que todo aquello fuera para Clément. No lo expresó directamente, pero Laver lo dedujo de sus palabras: lo que más agobiaba a la mujer era la soledad en la que vivía ahora que se aproximaba la vejez.

La excursión a Saint Brieuc les llevó tres días. El bergantín, escondido en una caleta, resultó elegante de formas y muy marinero, como todos los construidos por los ingleses. De unos treinta metros de eslora, el trinquete llevaba aparejo redondo y el mayor de gavia y juanete, hacia la popa estaba la cangreja, y los foques y la cebadera sobre el bauprés, en la proa. El velamen era mayor que el casco, de ahí la velocidad. En la única cubierta se ubicaban dieciocho cañones de veinticuatro libras. Duboisson, que había sido el que más reparos había puesto, se enamoró del velero. Los desperfectos habían sido los propios causados por un temporal y Laver, aprovechando las reparaciones que habría que realizar, propuso disfrazarlo: pintar el casco, cambiar el mascarón de proa, el nombre y, ya que necesitaba masteleros nuevos, introducir alguna variación en el aparejo para que no fuera reconocido en su ruta por el Canal.

Brest quedó descartado como puerto donde realizar las reparaciones porque estaba demasiado vigilado; y Saint Malo fue el elegido por su raigambre rebelde y discreción de las gentes en asuntos ajenos. Habría que buscar alojamiento para la tripulación que trabajaría en el cambio del aspecto externo de la nave. Sugirió a Duboisson que los hombres estuvieran constantemente ocupados con obligaciones y, en los tiempos muertos, con el entrenamiento de lucha y de espada, que despejaba los ánimos más ardientes y evitaba las borracheras y las pendencias entre ellos. Eugénie organizó un encuentro entre su familia y Laver allí mismo, para eludir comentarios en Brest. Laver obtendría la titularidad del barco a cambio del empleo de los recursos de la familia: almacenes, transporte y marineros procedentes de la familia cuando hicieran falta, además de la posibilidad de participar en la sociedad económicamente.

Regresaron a Brest y, silenciosamente, trabajaron para llevar a cabo sus planes. Acordaron formar una sociedad en la que cada uno participaría con dinero para la adquisición de la mercancía y luego repartirían los beneficios. Dicha sociedad estaría formada por Duboisson, Eugénie y los hermanos Laver. Duboisson sería quien diera la cara, pues Laver objetó que, tal y como estaban las cosas, no sería muy acertado que se supiera que él andaba detrás de la operación; así que Duboisson reuniría a la tripulación y realizaría los contratos como si fuera asunto suyo. Laver se encargaría de los documentos de la formación de la sociedad, de solucionar el contacto en Ámsterdam y de la mercancía. Calcularon que en primavera podrían realizar el primer viaje.

Laver se alejó de Brest con Clément a finales de febrero. Dejaba terminadas las conversaciones y los planos de un navío de línea que se iba a construir bajo los auspicios reales. Los marineros del Le Fort fueron desapareciendo discretamente de las calles de Brest, avisados por Eugénie, y trasladaron el bergantín a Saint-Malo con la ayuda de las barcazas de la familia del contramaestre.

Desmontaron en el château de Anizy de noche y en medio de un frío intenso. La ansiedad de llegar al hogar les envalentonó para desafiar al invierno. Dejaron las heladas monturas en manos de Jerôme, quien ayudaba a Paul en las cuadras. Les llamó la atención una alargada construcción de madera en la explanada junto a la muralla, de donde salía un blanquecino humo por la única chimenea. Pierre les abrió la puerta principal y, en el cálido vestíbulo, se quitaron las rígidas capas congeladas y la escarcha, que se les había formado en las cejas y pestañas por el vaho de la respiración, se derritió.

—Pierre, que suban agua hirviendo a la habitación y un caldo bien caliente: tengo el frío dentro de los huesos. Te recomiendo que hagas lo mismo, Clément. Mañana hablaremos.

Clément se retiró con Pierre a las cocinas, mientras que Laver ascendió las escaleras. En el salón de la torre cuadrada se hallaban reunidas las señoras, quienes se alborotaron nada más verlo. Les prometió que en el desayuno les contaría las novedades pero que, en ese momento, había ordenado un baño caliente y un caldo. Mariana se disculpó con la tía y madame Fleury y corrió tras de Antoine al dormitorio.

Antoine se quitó el abrigo, la casaca y las botas. Toda la ropa parecía que estuviera hirviendo, pues exudaba vaho al entrar en contacto la fría humedad con el cálido ambiente que proporcionaba la chimenea encendida. Mientras se desvestía, no dejaba de mirar a Mariana. Estaba espléndida, había bajado de peso considerablemente, las facciones se habían afilado, pero rebosaba salud. Le sonreía y le brillaban los ojos de miel. Ella también lo observaba; llevaban mucho tiempo sin verse. La marmitona entró con un cubo de agua y detrás Pierre con otro para llenar la bañera. Los vaciaron y se fueron. La puerta que comunicaba con la otra habitación estaba cerrada. Mariana interpretó erróneamente sus intenciones.

—Están dormidos, pero si quieres verlos…

Antoine negó con la cabeza y terminó de desvestirse; se metió en la bañera donde el agua, al contacto con el hierro frío, había alcanzado una temperatura agradable; le señaló el jabón para que lo frotase y sumergió la cabeza. Cuando emergió, allí estaba ella, se había quitado el manteau para no mojarlo, se había remangado la camisa y sostenía el jabón, agachada junto a la bañera, dispuesta a frotarlo. Él le dejó hacer, sintió las pequeñas y delicadas manos recorriéndole el cuerpo, olió el perfume de azahar como lo olió la primera vez que la conoció en Cartagena, abrió los ojos y sus labios se encontraron. Había merecido la pena la cabalgada, habían sido muchos los días durmiendo en sitios extraños. Antes no le importaba porque no había prisa en llegar a ningún sitio, porque nadie lo esperaba. Dejó que terminase de frotarlo, se aclaró y aceptó el lienzo que le alcanzó para que se secase. Alguien entró en la habitación que captó su atención y se fue, dejándolo solo. Le entró el malhumor a causa de la frustración: había olvidado cerrar la puerta con llave. Se asomó al dormitorio dispuesto a descargar su ira contra el intruso, y sorprendió a Teresa y a Mariana que colocaban una gran bandeja frente a la chimenea con viandas para los dos y apagaban las velas entre sonrisas cómplices. Aguardó apoyado en la jamba, observando los preparativos de las mujeres que no se habían percatado de su presencia a causa de la penumbra. Cogieron los almohadones de la cama y los dejaron frente a la chimenea, entre ésta y la mesa en la que se enfriaba la cena. Laver sonrió al colegir que ellas ya habían decidido donde sería el encuentro, pero no le importó; él también había preparado escenarios, aunque hubiera preferido la bañera.

 

Nicole había notado la falta de Clément durante aquellas interminables semanas. Su enorme presencia la tranquilizaba. Recordaba el tacto de su manaza sobre la suya, la misma mano con la que le rompió el hombro a Chauny, pero que era suave con ella. Llegó a la cocina con esos pensamientos y se encontró con que Clément asomaba por encima de la cortina, secándose del baño que había tomado. Notó que se sonrojaba y que una alegría incontenible se le escapaba por la sonrisa de su boca y por el tierno brillo de sus ojos. Se volvió hacia el horno y simuló ayudar a Honoré para que nadie advirtiera lo que sentía, aunque ya era tarde.

 

—La chica ha renacido desde que Clément entró en la cocina —susurró Sébastien a François y a Pierre.

—No creo que él se haya dado cuenta, habrá que empujarlo un poco —advirtió François con una sonrisa.

Teresa se alertó en cuanto oyó a los dos confabulados. Entró Jean Paul que venía de las cuadras, donde Marcel y Paul estaban curando la pata de uno de los caballos, dejó la capa encerada colgada y se sentó para cenar, ignorante de lo que se tramaba en la cocina. Clément se sentó a su lado con el cabello húmedo y Teresa le sirvió un caldo humeante y un plato con carne y verduras.

—¿Visitaste a tu hermana? —se interesó afablemente François.

—Sí, me alojé en su casa —contestó Clément—. Si vais por allí, sabed que alquila habitaciones. La casa es bastante grande, con huerto y establo. El marido la dejó bien situada cuando murió.

—No tiene hijos, ¿verdad? —preguntó Sébastien.

—No, por desgracia. Se encuentra muy sola.

—Eso tiene fácil solución. Buscas una buena mujer, te casas con ella y vas para allá. En Brest una casa con habitaciones y establo es muy rentable —resolvió François.

—Eso es sencillo para ti, François, pero ¿os imagináis a Clément declarándose a una mujer? —apuntó Pierre intencionadamente a sus compañeros.

—Siempre puede ensayar con alguna de por aquí, con Louise por ejemplo —añadió inocentemente Jean Paul para regocijo de sus compañeros. Julien entró en ese momento y se sentó con ellos.

—Louise es muy mayor, mejor con Nicole o la marmitona —terció François.

—No sé lo que os proponéis pero la marmitona no sirve, es una fresca —informó Julien, buscándola por la cocina.

—No está. Ha salido a ver al novio. ¿Tú también? —indagó Sébastien.

—Me persigue, pero no he sucumbido a sus procaces intentos, de lo que deduzco que tú sí —agregó Julien con una mueca maliciosa.

Clément seguía la conversación sin decir palabra. Teresa los conocía sobradamente y sabía que sus bromas eran bromas y lo mejor era no hacer caso; no obstante, observó por el rabillo del ojo que Nicole abría los ojos y se mantenía a la escucha, así que intervino.

—¡Basta ya de tonterías! Así que haber una marmitona que dedicarse a aliviar ardores. Si haber pendencias entre vosotros, saber duque, y la gallina salir del gallinero en el acto.

—Pierde cuidado, Teresa —intentó aplacarla Sébastien—. La chica no vale tanto. Te la cedo gustoso —le ofreció a Julien.

—Puedes quedártela. No me atrae en absoluto, ya te lo he dicho —contestó el aludido.

—Igual la quiere Clément —añadió François, volviendo al punto de partida— ¿Qué dices, Clément?

—¿Qué barco prefieres para embarcarte, una galera de remos o un navío de línea? —preguntó Clément a su vez, sin perder el gesto serio.

—Un navío de línea, sin pensarlo. ¿A qué viene esa pregunta?

—¿Por qué un navío de línea?

—¡Hombre! Una galera hace agua, no es estanca, hay que remar, carece de la capacidad y de la potencia de tiro del navío.

—Resumiendo —concretó Clément—: el navío es confortable, seco, seguro, potente y más elegante con el aparejo desplegado.

—Es una tontería de comparación. Todos preferimos el navío de línea —ratificó Sébastien.

—Lo mismo opino yo de la pregunta de François —remató Clément y se levantó para retirarse, pues el cansancio del viaje, junto con el calor del baño y el estómago lleno, invitaban al sueño.

Los demás, mudos por el desenlace inesperado de la conversación, decidieron retirarse a su vez. En ese instante entró la marmitona por la puerta del patio, pero nadie la miró. Cuando la cocina quedó desierta de hombres, Teresa se acercó a Nicole.

—Esta noche comparar tú con un navío de línea —informó Teresa con una sonrisa.

—Sí —contestó Nicole ilusionada—, confortable, seca, segura y potente. ¿Qué clase de descripción es esa?

—Y elegante —puntualizó Teresa—. No saber, tener tú que averiguar.

—No sé si debo. Estoy asustada. Mi tía me matriculó en el Saint-Cyr-L´Ecole, el colegio que fundó Madame Maintenon, la actual favorita del rey, para educar tanto a niñas ricas como pobres. Las plazas para las pobres estaban muy solicitadas, pero medió la señora Eléonore para que pudiera ingresar. Allí me enseñaron a leer, escribir, contar, cocinar y coser. Me temo que no lo aceptarán en el supuesto de que yo le gustase a él —comentó sonrojada.

—Todos buenos muchachos, pero Clément diferente: introvertido y más sensible. Percibir su alrededor antes que los demás, tener buena mano con los chicos,  ellos echar de menos también. Pero peligroso, ver respeto de los demás. Estoy de acuerdo contigo: las señoras no aceptar. Sin embargo…

—¿Si? —apremió Nicole.

—El duque apreciar a los marineros. Yo acudir a él. Su palabra ser ley.

—Sería muy triste que mi tía me odiase. Me socorrió en los momentos más negros de mi existencia.

—Aconsejar esperar, las cosas suceder y el duque decidir —dictaminó Teresa.

—Teresa, la señora Gesvres tiene razón: no puedes hablar así eternamente. Hay que estudiar los verbos.

Desde ese instante, Teresa se propuso ayudar a los dos enamorados, pero ¿habría alguien que la ayudara a ella?

 

Pierre se dirigió a su cubículo debajo de la escalera principal. Era una pequeña estancia con el techo inclinado y con el espacio suficiente para un camastro, una pequeña mesa y el arcón con sus escasas pertenencias. Se consideraba una persona optimista y afortunada, de los que nacen con estrella. Había nacido y crecido en la urbe portuaria de Marsella. Nunca conoció a sus padres y, desde que tenía conocimiento, sobrevivía en las calles marsellesas. Como él, había cientos de niños en Francia que, con mayor o menor fortuna, trataban de salir adelante. Tras una infancia de mendicidad, hurto y vagabundeo, entró en la adolescencia y fue atrapado por los agentes de reclutamiento y enrolado en un barco. Su desarrollado instinto para sobrevivir en situaciones complicadas y su mente despierta le sirvieron para aprender rápido y no recibir demasiados latigazos. Incluso llegó a encontrarse cómodo al no tener que buscar refugio y comida todos los días. Aprendió a batirse y a luchar como una circunstancia más de vivir. Nunca temió la muerte porque nunca valoró la vida.

Un buen día, el barco en el que navegaba cambió de oficiales. El primer oficial era el señor Laver, muy joven para el cargo, aunque eficiente. Cambió el ambiente en el barco y cambió su vida, aunque en aquellos días no hubiera sido consciente de ello. El señor Laver gobernaba con mano de hierro y una sonrisa en la boca. Desaparecieron los castigos corporales así como los marineros levantiscos, a quienes oportunamente se llevaba alguna ola. Él mismo pasó de ser invisible a tener un nombre para el oficial, nombre que recordó cuando se reencontraron en el navío Le Fort, en Brest, y lo saludó a él, un marinero raso, con alegría, como si fuera un compañero más.

Pero la Fortuna lo abandonó cuando entraron en el patio de la casa de Cartagena, donde se alojaron. Los piratas los esperaban y él resultó herido en una pierna, quedando renco de por vida. El recién nombrado capitán lo admitió a su servicio y conoció a Teresa, una española semisalvaje, o al menos, así se lo pareció a todos. Llamaba la atención la extrema delgadez y la energía que derrochaba el menudo cuerpo. De genio vivo, arengaba y ordenaba a la tripulación en español aunque nadie la entendiera. Durante la convalecencia, pasaron muchos días juntos en aquella cocina. Él la informó de la muerte de su novio, él la auxilió cuando, durante la tormenta que sufrió el barco durante el retorno, recibió un golpe que la dejó sin sentido. Pero ella habría salido adelante aunque no se hubieran conocido, porque era muy fuerte e independiente a pesar del físico.

Y en estos rasgos radicaban sus males. La sentía como un alma gemela, igual de desarraigada que él, con la misma filosofía, con los mismos miedos, y esa misma fortaleza que emanaba de ella lo mantenía apartado. No se atrevía a tocarla, a insinuarse, a quererla abiertamente por temor a que se rompiera el compañerismo que reinaba entre ellos.

¿Por qué ninguno de sus compañeros se había atrevido proponerle una relación? Se acostaban con la marmitona, pero evitaban a Teresa. Según las propias palabras de Sébastien, porque sentía una mezcla de respeto por su valentía y de terror por el cuchillo que escondía bajo las faldas: demasiadas complicaciones para un polvo.

Lo mismo le sucedía a él, pero con una pequeña gran diferencia: él no quería una noche, sino toda la vida. Se había enamorado como un chiquillo.

 

Antoine se despertó con el llanto de los niños. Habían olvidado cerrar la segunda puerta del vestidor. Se levantó con cuidado de no despertar a Mariana y fue hacia allí, cerró la puerta, se puso una bata de seda china y abrió la otra puerta del dormitorio de su padre, que ahora olía a orines y leche y se oían risas y llantos. Se aproximó a Martine que estaba mudando a uno de los vástagos. Se fijó en el sexo: el niño, Antoine, como él. Había cambiado mucho en dos meses y medio. Había engordado, se le formaba un hoyuelo en la regordeta barbilla y los ojos eran grandes para el tamaño de la cara y…

—¡Santo Dios! —exclamó Antoine—. Este niño tiene los ojos del color de la miel.

—¿Y eso es un defecto? —preguntó su tía a su espalda.

—No, por supuesto que no. Pero es el primogénito y no parece un Laver.

—Será porque no te has mirado al espejo. Ahora que tu esposa los fabrica, le diré que te regale uno bien grande —ironizó la tía Eléonore—. La niña está en la cama.

Antoine se dirigió hacia ella, los gritos no dejaban lugar a dudas: tenía buenos pulmones. Antoine se atrevió a cogerla y reinó el silencio. La mantuvo en alto, a la altura de los ojos y, por primera vez, padre e hija intercambiaron una mirada verdemar.

—¡Qué diferentes son! —murmuró Antoine, aunque su tía lo oyó.

—Sí, pero no te engañes. Ni él será totalmente su madre, ni ella será totalmente su padre. Según vayan creciendo, irán cambiando y adquiriendo matices propios. De Mariana no puedo hablar, pero sí de ti. Siempre he mantenido tu parecido físico con mi hermana y me he negado a ver el psíquico con tu padre.

—Yo no me veo como él —rebatió Antoine—, es más, no compartíamos la forma de hacer las cosas.

—En eso estoy de acuerdo. Eres una versión mejorada, pero has heredado su carácter. Cuando formó parte de La Fronda estaba convencido de lo que hacía: defendía sus privilegios y su status, defendía a la familia.

—Él no amaba a la familia, amaba un nombre abstracto, amaba el ducado.

—¿Y tú no?

—No tergiverséis mis pensamientos. Me conocéis perfectamente.

—Eres un aristócrata de los pies a la cabeza, aunque creas que por codearte con la marinería dejas de serlo. Decides el rumbo que debe tomar el ducado y no te tiembla el pulso para conseguirlo, impartes justicia entre los tuyos como lo han hecho tus antepasados y el abandono de tus funciones te produce desagrado. La diferencia con tu padre es que él carecía de la visión de futuro que posees tú, estaba anclado en el pasado. No te tomes esto como una crítica, es un halago. Mantengo que eres el mejor duque que ha tenido y tendrá el ducado.

—Os lo agradezco, tía, por un instante me habíais alarmado —se burló Antoine con la niña en brazos, pues cada vez que intentaba dejarla hacía pucheros, y así lo encontró Mariana.

—¡Qué buena pareja hacéis! —Y como Antoine se balanceaba sobre los pies, añadió sarcástica —: ¿enseñándola a bailar?

—Sí, cuanto antes aprenda, antes podré cambiar de pareja, me aburre bailar siempre con la misma —contestó, satisfecho de devolverle la broma.

La nueva ama de cría regresó y ellos se retiraron para arreglarse antes del desayuno. Como en todos los desayunos, se trazaron los planes para el día. Para sorpresa de Antoine, Étienne, el abogado, había dormido en el castillo. Había llegado a media tarde con los deberes hechos para comentarlos con Mariana, aunque ahora también podría exponérselos a él. La tía Eléonore explicó que su presencia allí ya no era necesaria: el parto había ido bien, los niños evolucionaban favorablemente, Antoine había regresado a casa y la situación de crisis había pasado. Así que ella y Madame Fleury regresarían a París en cuanto pudieran disponer del coche de la familia. Antoine le agradeció su inestimable ayuda y le dijo que el coche lo tendría a su disposición en cuanto lo solicitara.

—¿Cómo ha encontrado madame Fleury a su sobrina? —se interesó Laver, preocupado por el desliz de Chauny.

—Muy bien. Está muy contenta. La chica ha progresado mucho. Cuando se quedó conmigo y te llevaste a madame Fleury, parecía una fuente de lágrimas. Fue un poco deprimente, debo reconocerlo, pero ahora ha cambiado mucho —de pronto el tono de su voz se volvió amenazador—, tanto que estoy pensando en llevármela.

—¿Por qué? —se alarmó Mariana—. Estoy muy contenta con ella y se lleva bien con todos. Estamos faltos de personal porque Antoine no quiere desconocidos a su alrededor. Es muy particular con el servicio.

—Creo que uno de vuestros marineros la ronda.

—No fue un marinero —les defendió Antoine—. Fue el imbécil del administrador, ya lo he solucionado.

—Desconozco el asunto del administrador. Yo me refiero al marinero con el que regresaste —explicó la perspicaz señora—. Estáis tan ocupados en miraros el uno al otro que no veis lo que ocurre debajo de vuestras narices. Dime, Mariana, ¿cómo estaba la chica antes de que se fuera tu marido y cómo estuvo después?

—Pues, no sé —reconoció Mariana vacilante—. Estuvo… ¿despistada? ¿ausente?

En ese instante, entró Nicole en el salón con el chocolate caliente y los bollos recién hechos y retiró las fuentes de huevos y tocino. Los tres callaron durante el cambio de servicio y observaron al objeto de la disputa: se encontraba radiante, con una sonrisa de oreja a oreja, exudaba felicidad por todos los poros, sus movimientos eran ágiles, rápidos, nerviosos, como si le hubieran salido alas. Como llegó, se fue, ajena al escrutinio al que había sido sometida.

—La veo muy bien, recuperada de su melancolía —dictaminó Mariana.

—¡Y tan recuperada! —ratificó la tía con sorna—. Sólo le falta cantar.

—Te puedo asegurar que no ha sucedido nada —aseveró Antoine—. Y sólo sucederá lo que ella permita que suceda.

—Eso es lo que me preocupa. La señora Fleury ha invertido mucho dinero en la educación de su sobrina. Ha sido educada en Saint-Cyr-L´Ecole para servir o casarse con un gentilhombre, no con un patán de puerto.

—Los hombres a mi servicio son personas que han vivido en condiciones extremas y, sin embargo, conservan incólumes sus valores y prioridades. Por esa razón vuestra protegida circula por la casa con total confianza.

—No lo niego. Me he expresado mal. No me refería a la sensibilidad ni a la valía, que no pongo en duda. Nicole sabe leer y escribir, vale mucho. ¿Qué saben hacer tus hombres además de navegar y luchar?

—Clément era agricultor, Julien esculpe, François era artesano cerrajero —mintió y sonrió al recordar cómo abrió la caja de caudales—. ¡Esto es absurdo! —se rebeló Antoine—. Esos hombres tienen un pasado, una familia y son tan dignos como vuestra pupila. La discusión ha terminado aquí —zanjó—. La chica se queda y si quiere casarse con uno de ellos, es asunto de ella, y lo hará con mi bendición.

Abandonó el salón en busca de Étienne para no seguir con la conversación y lo encontró revisando la biblioteca.

—Poseéis unos volúmenes muy curiosos —comentó a modo de saludo—. Esta noche he leído a Descartes. No es un autor al alcance de mi bolsillo y he abusado de vuestra confianza. ¿Os ha comentado la duquesa mi trabajo? Teníais razón, me llevaré bien con ella, es muy inteligente. Debo reconocer que era la parte que menos me convencía del contrato.

—¿Entiendo que aceptas?

 —Sí, señor. Me gusta la casa con sus condiciones de hospedería del castillo y me agrada el trabajo. He pergeñado varias propuestas para la concentración parcelaria, pero tendréis que hablar con vuestros vecinos de Brancourt, y he confeccionado una lista de las primeras inversiones —le alargó el pliego—. Fijaos: arrendatarios, hectáreas y necesidades. He calculado los totales de semillas de cada planta, animales y herramientas al final del pliego.

—¿Dónde podremos encontrarlo?

—Habrá que desplazarse a varios mercados: Saint Quentin y  Reims. Harán falta carretas y gente para protegerlas.

—Organízalo. Las carretas podrás alquilarlas en Laon. Busca el apoyo de algunos arrendatarios para que te acompañen: habrá que arrear y atender el ganado. Consulta con Jean, el granjero, él te indicará los más adecuados. Cuando todo esté dispuesto, envía aviso para que mis hombres os acompañen. ¿Tienes conocimientos sobre la formación de asociaciones empresariales?

—He revisado la documentación de la empresa de Saint-Gobain y está en regla.

—Ahora quiero que redactes otra diferente. He comprado un barco y quiero comerciar con la carga. La sociedad será exclusivamente sobre la carga.

—¡Vaya! —exclamó Étienne, sorprendido por la actividad que desplegaba el duque a pesar de sus obligaciones con el Estado—. Cada vez me atrae más el trabajo, es muy variado.

—Sí, presiento que no te vas a aburrir —expresó Laver ante el entusiasmo del chico—. Quiero restaurar la iglesia del cementerio de Anizy. Preferiría que lo hicieran artesanos del lugar, para que lo sientan como algo suyo. En la cripta se encuentran los restos de mi familia y el edificio pertenece al feudo; sin embargo, creo que un sitio así debe ser accesible a todos los lugareños para que cobre vida. Laon queda lejos para desplazarse a pie y con mal tiempo.

—¿Puedo formularos una pregunta personal?

—Puedes, pero no te aseguro una respuesta.

—Si es cierto el duelo que sostuvisteis con un pirata en Saint-Domingue, ¿qué os impulsó a intervenir?

Laver ladeó la cabeza, calibrando el alcance de la pregunta y si quebrantaría la norma de mantener en silencio su vida privada. Era previsible que, si se había levantado tanto revuelo sobre sus asuntos en Cartagena, el chico quisiera saciar su curiosidad; y también absurdo negarse a hablar de lo que corría por todo París como si fuera agua.

—Las intenciones de los filibusteros eran las de crear una inútil reyerta entre ellos y los marineros. No era conveniente.

—Erais oficial, podríais haberos impuesto —objetó Étienne.

—Hablas con ignorancia. Los filibusteros son hombres sin normas, sin moral, sin ley. Sólo respetan al más fuerte. Y así me impuse, empleando su lenguaje. Pero la traición es también su moneda de pago. Sus compañeros esperaron la ocasión para apuñalarme cobardemente.

—¿Qué ocurrió con ellos? Vos volvisteis; sin embargo, nadie habla de un castigo ejemplar.

—Pasaron a mejor vida —respondió Laver con tono helado y una cínica sonrisa en los labios—. ¿Qué interés tiene esto para ti?

—Conocer el origen de una leyenda; no obstante, tal y como lo exponéis vos, el lance entró dentro de las obligaciones de un oficial y no ilumina mucho el camino.

—La nobleza no atiende sus obligaciones —reconoció Laver con pesar—. El poder corrompe. Un oficial debe velar por los que están a su cargo, así como un noble debe hacerlo por los que recaban su amparo. Hoy día, muchos de ellos han olvidado la razón por la que están ahí y maltratan a la gente que los mantiene.

—Una ideología peligrosa —murmuró Étienne.

—Y muy antigua, así surgió la división social: el guerrero defenderá al que le sustenta y al que ora por él; y éstos pagarán los desvelos del guerrero con su manutención y oraciones por su alma.

—Camináis por el delgado filo de un cuchillo, señor. Tened cuidado, no os vayáis a cortar —advirtió Étienne, serio y admirado por los valores que defendía su nuevo señor. Ahora comprendía la leyenda y lo que se había hablado en los pasillos de los tribunales durante el famoso proceso al barón de Pointis. El romántico encuentro con la mujer de su vida era una cortina de humo tras la que se escondía una fuerte y peligrosa personalidad—. En el hipotético caso de que el pueblo se sublevara contra la nobleza reivindicando esos deberes, vos os encontraríais ante el dilema de elegir bando: la nobleza por lealtad o el pueblo por deber.

—Eso ya ocurrió —cayó en la cuenta Laver—. La nobleza se sublevó contra el rey en defensa de sus privilegios en La Fronda. Mi padre eligió el bando equivocado, no por lealtad, sino por deber.

Laver dejó al joven abogado para que redactara el documento para la nueva sociedad y se adentró en el pasillo reconsiderando la postura de su padre, que tanto había lamentado injustamente, y recordando las palabras de su tía sobre la semejanza entre ambos. Estaba claro que él no se vería en semejante dilema, pues el planteamiento del abogado era ridículo, pero como ejercicio estaba bien.

En el corredor se tropezó con madame Fleury, que se hallaba entretenida con los retratos familiares. Sus palabras lo animaron después de la disputa con su tía.

—La señora me informó de la discusión que sostuvieron sobre mi sobrina. Quería expresaros mi gratitud por la acogida y la preocupación que habéis observado con la chica. Si ella es feliz, yo también y, aunque esté mal decirlo, no comparto el punto de vista de vuestra señora tía. Yo también recibí una formación y, sin embargo, nunca me casé. Si se está sirviendo para sobrevivir es muy difícil que un burgués se fije en una. Y mi sobrina ya no es virgen. Me dolería que a ella le sucediera lo mismo: siempre sola. He convivido con esos jóvenes y me parecen aceptables. Está ilusionada con el más alto y rubio, aunque no creo que tenga éxito, no parece interesado en ella. Lo que más me anima, es que llegue a plantearse una relación; estaba asustada de que aquel malnacido la hubiese lesionado para siempre.

Era el parlamento más largo que había oído en aquella mujer y se lo agradeció.

—Clément es muy introvertido y hay que conocerlo muy bien para saber qué es lo que piensa. De todas formas, no voy a intervenir. La naturaleza y la vida harán lo conveniente.

Bajó al vestíbulo, donde lo aguardaba François, con quien no había tenido tiempo de intercambiar información.

—Ningún extraño ni gente armada ha sido vista en los alrededores. En Laon están tranquilos y confiados con la noticia de la matanza de los salteadores y consideran el asunto zanjado. Ordené construir la cabaña de madera para los chicos porque hace mucho frío para que estén yendo y viniendo todos los días, así pueden echar una mano en las tareas del castillo. Dos de ellos se encargan de los establos bajo la responsabilidad de Paul.

—Me parece bien, aunque en primavera habrá que construir algo más sólido. Un despiste con la chimenea o una vela y podría convertirse en una tumba para ellos —reflexionó Laver.

El día transcurrió solucionando los asuntos domésticos. Visitó las obras, bastante avanzadas, y envió a uno de los chicos, que sabía montar, a Blérancout a buscar a su hermano, para que firmase el documento de la sociedad como miembro antes de enviarlo a Brest.

Durante la cena, la tía Eléonore se disculpó con Antoine.

—Aunque en ese punto discrepemos, no es relevante para que nuestra relación familiar se vea afectada. Puedes contar conmigo, deseo que no me guardes rencor.

—Y no os lo guardo. Seréis bienvenida siempre que queráis pasar una temporada con nosotros e iré a visitaros cuando esté de paso en París.

Restablecido el orden familiar, pasaron a las despedidas, ya que por la mañana no se encontrarían. La tía Eléonore y madame Fleury saldrían antes del amanecer, con Marcel y Pierre en los pescantes, mientras que Laver saldría con Étienne hacia el feudo de los Brancourt.

Laver observó que el leguleyo se desenvolvía bien con el caballo y montaba con estilo.

—Montas muy bien para ser labriego —inició la conversación Laver.

—Mi padre era médico y se desplazaba a caballo. Siempre ha habido caballos en mi casa, señor.

—¡Ah! Ahora me explico esa renuencia al tratamiento de excelencia —ironizó Laver.

—Desde que os conocí en el despacho, no me pareció que fuerais muy quisquilloso con esos detalles.

—Según con quién y bajo qué circunstancias. Si sabes cuál es tu lugar, no me importa esa pequeña manifestación de rebeldía —concedió Laver con tono admonitorio.

—¿Qué os parece si damos un rodeo más amplio e inspeccionamos los terrenos que os interesan? —sugirió el joven, desviando el tema a otro más cómodo.

A Laver le llamó la atención el estado de abandono de los campos. Se apeó del caballo y comprobó por sí mismo la calidad de la tierra: era buena, como había apuntado Étienne. Los pocos arrendatarios que encontraron eran viejos y trabajaban cansinamente.

—Es extraño no ver familias. ¿Sabes de alguna epidemia en el lugar?

—La única que conozco es la de las habladurías. Nadie quiere instalarse bajo el poder del vizconde por lo que he indagado en la posada. Nunca había bebido tanta cerveza, quería informarme sobre la región en la que voy a vivir.

—He conocido señores crueles con los vasallos o abusivos con las rentas, por lo que se iban despoblando las tierras, incapaces de mantener esos pagos —adujo Laver.

—No es eso lo que me dieron a entender. Hablaban con miedo sobre prácticas con el diablo.

—Algo me comentó el intendente pero no ha reunido pruebas tangibles de ello.

Llegaron a la casa solariega de Brancourt. Se trataba de un palacete de piedra de tres alturas con escasos vanos al exterior y una gran puerta de acceso a un patio cuadrangular. La piedra era vieja, oscura y rezumaba humedad; el tejado estaba falto de reparación aunque en el patio había actividad. Al verlos llegar, los hombres del patio fueron desapareciendo, ocupados en sus quehaceres. Un mozo salió a su encuentro para atender las monturas y un mayordomo asomó a la puerta del edificio central.

—Soy el duque de Anizy y solicito una entrevista con tu señor —se presentó Laver.

Tras una reverencia, los invitaron a entrar y fueron conducidos a un salón oscuro, donde las paredes estaban enteladas de un azul pastel con la flor de lis dorada como motivo ornamental. Era una decoración anticuada, Versalles había traído la luz, los colores claros, los espejos que agrandan las habitaciones y enormes ventanas. Se abrió la puerta y entró un hombre que supuestamente tenía su edad; sin embargo, el pelo entrecano, la piel pálida y los ojos de color desleído, lo avejentaban y acentuaban el aspecto enfermizo.

—Vaya, vaya. Así que nuestro viejo amigo Antoine ha regresado al ducado después de años de ausencia —le recibió el vizconde para asombro de Laver, quien no recordaba tanta familiaridad. Se acercó el ser avejentado y le estampó sendos besos en las mejillas—. Cuánto lamento que mi hermana Jacqueline no se encuentre aquí, pero hoy ha ido a Laon, donde encuentra más entretenimiento que aquí. ¿No se aburre vuestra esposa encerrada en el château?

—No, en absoluto —se aprestó a responder Laver—. Se encuentra bastante atareada con los niños y no han faltado visitas.

—¡Ah, sí! He oído que alumbró antes de tiempo. Menos mal que tiene un marido eficiente que nos limpió los caminos de salteadores.

Aunque la expresión del vizconde no había cambiado, Laver intuyó un matiz irónico, pero no se dio por enterado.

—De camino acá, he observado que vuestros campos se encuentran desatendidos y me ha sorprendido. Recordaba la administración de vuestro feudo más diligente que la de mi padre —indagó Laver con tono afable.

—Sí, es cierto. Recordáis bien. Éramos más jóvenes y con ideales, íbamos a cambiar el mundo —rió sin convicción, con cierto dejo de amargura—, luego llegó la realidad y nos puso en nuestro sitio. A vos, frente al mar; y a mí, frente a un feudo anclado en la tradición. Nunca he obtenido suficientes beneficios para renovar las técnicas. A esto, hay que añadir que arrastramos unos años de cosechas extraordinariamente malas en 1693 y 1694. Conozco los métodos revolucionarios que está introduciendo la noblesse de robbe y que les permite una explotación más rentable de las tierras, ésa misma que vos vais a llevar a cabo.

—Mi hermano tampoco ha sido un buen terrateniente y, sin embargo, los campos están cultivados.

—Tenéis, perdón, tuvisteis un administrador competente aunque fuera para provecho propio, como me ha comentado Jacqueline, que es quien me mantiene conectado con el mundo exterior.

—¿Estáis enfermo? —se interesó Laver para desviar la conversación sobre su administrador fallecido.

—Sí y no. Los médicos, esos necios sabihondos, no localizan la causa.

—¿No os ayuda Jacqueline con la administración?

—¿Jacqueline? Sus conocimientos se centran en cómo gastarlo, pero no cómo conseguirlo. Además, se había desvinculado de todo esto con la esperanza de que Christopher la desposara.

—Mi intención es realizar la concentración parcelaria —expuso Laver, entrando de lleno en la razón de su visita y soslayando de nuevo una conversación que había tomado un rumbo poco satisfactorio—. Nuestras lindes siguen un trazado sinuoso de entrantes y salientes. Yo quería proponeros un intercambio de hectáreas para conseguir una frontera más rectilínea y de mayor aprovechamiento del suelo. ¿Miramos los planos? —invitó Laver, a la vez que se acercaba a la mesa en la que Étienne los había extendido.

—¿Habéis evaluado ya el terreno?

—Sí, hemos realizado un trazado previo que puede modificarse si no estáis de acuerdo —se apresuró a añadir Laver. El vizconde no le atendía, sino que miraba fijamente a Étienne, quien sostuvo desafiante la mirada.

—Vamos a verlo —retomó la conversación el vizconde.

Examinaron los planos, comentaron algunos puntos y Laver explicó las ventajas para ambos sobre los arreglos. El vizconde se mostró de acuerdo con la nueva delimitación y firmó las permutas que le presentó Étienne.

—Me habéis animado mucho. Voy a ver si pongo un poco de entusiasmo y comienzo a solucionar mis problemas —se propuso el vizconde.

Conversaron un poco más sobre la inversión que se necesitaba realizar para llevar acabo tan vastos planes, mientras Étienne recogía los bártulos de escribir, los documentos y los planos. Se despidieron con un abrazo y con la vaga promesa de una visita en cuanto se recuperase la duquesa, pero eludió el invitarlos a su casa.

Dejó Brancourt con un cierto recelo. Los hombres que se solazaban en el patio habían desaparecido. El vizconde había mentido deliberadamente sobre su enfermedad, como marino y frecuentador de los muelles conocía los síntomas del «mal francés», aunque comprendía que no lo proclamase abiertamente. Y luego, estaba la mirada, que aún no había podido clasificar, a Étienne.

—Creo que el vizconde os recordaba —comentó Laver.

—Estoy convencido de ello, pero veo mucha gente en los tribunales y no consigo recordar —contestó lacónicamente el abogado.

—Sin embargo, no lo mencionó.

—Nadie saca a relucir los trapos sucios en público. ¿Observó  la enfermedad que oculta?

—Mi vida ha transcurrido en los puertos.

Estaba claro que el vizconde había tenido problemas serios con los arrendados y Laver decidió investigarlos un poco más, pero debería bucear en otras fuentes.

—¿Hay alguna forma de acceder a los procesos en los que se haya visto involucrado el vizconde?

—Me habéis leído la mente. Si me ha reconocido, es porque yo lo he debido llevar. Sí, tengo medios. Os lo haré saber en cuanto me haya informado.

—Si necesitas dinero para comprarlos, no lo dudes.

Regresaron al castillo antes de que cayera la noche y comenzase a helar y se encerraron en la biblioteca para calcular el deslinde. Laver quería cercar toda la zona para que los campos incultos del vecino no arruinasen las cosechas futuras. Antes de la cena, llegó Gastón con el chico que había ido a buscarlo. El muchacho se hizo cargo de los caballos y Gastón subió a su habitación, donde empezó a quitarse la ropa húmeda por la helada. Antoine entró, tras llamar, seguido de Pierre, quien llegaba con dos cubos de agua caliente que vació en la bañera que habían instalado en el vestidor.

—Prefiero calentarme al amor del fuego —objetó de mal humor Gastón.

—Métete en la bañera, hueles a caballo y a sudor. Resulta bastante desagradable hablar contigo emanando tales aromas. Además, es una buena ocasión para que estrenes los batines chinos que te regalé —animó Antoine.

—Huelo como huelen todos —se puso terco el chico.

—En ese caso puedes ir a dormir a los establos, con Paul —dijo Antoine con seriedad.

—¿Es una broma?

—¿Me ves bromeando?

—¿De verdad tengo que bañarme? —se exasperó Gastón.

—Eso o los establos. Elige —exigió Antoine inflexible.

Gastón terminó de desvestirse y se metió en la bañera. Antoine sorprendió una fugaz expresión de placer en su hermano al contacto con el agua pero, lejos de admitirlo, continuó con el ceño fruncido.

—Con el baño se evitan enfermedades, ya te lo he explicado —repitió Antoine pacientemente, en un intento de disipar la tensión—. Hablando de enfermedades, ¿qué puedes decirme del vizconde de Brancourt?

—Muy poco. No hace vida social y nadie quiere trabajar allí. Por el contrario, Jacqueline viste muy bien y se mueve mucho. Supongo que se gastará lo poco que renten las tierras.

—¿Nadie quiere trabajar allí?

—Sí, desconozco el porqué. Creo que se trata de supersticiones, maldiciones o algo así.

—¿Estaba Christopher interesado en Jacqueline? —insistió Antoine en el tema.

—No lo creo, huía de ella como de la peste. Fue concertado, ¿recuerdas?

Sí, lo recordaba, y también que su padre no puso mucho interés en ello ya que animó a Christopher a prolongar su soltería: siempre habría tiempo para una mujer. En aquel momento, siendo tan joven, le pareció un buen consejo; pero ahora, como duque, le extrañaba esa actitud. La perpetuación de la familia era lo primero, la principal preocupación de sus miembros. ¿Por qué no lo fue para su padre?

—Te has quedado muy callado —comentó Gastón secándose. Había entrado en calor y se había relajado, olvidando conservar el gesto adusto.

—Reflexionaba. Últimamente analizo todo. Me estoy volviendo loco.

—No. Has crecido. Ya no estás solo, eres padre —resumió Gastón, con una sonrisa que Antoine le devolvió.

—Te he hecho venir para que firmes un documento. Se trata de una sociedad comercial en la que participaremos en el primer viaje: el capitán Duboisson, Eugénie, mi contramaestre, y nosotros dos. He adquirido un barco para comerciar. El capitán es Duboisson y otro de los socios, de la familia de Eugénie, el oficial. La tripulación proviene del Le Fort y del Vermandois.

—Estoy con la compra de ganado, no dispongo de fondos para invertir en mercancía —replicó Gastón.

—Lo sé. Los fondos los pongo yo, te regalo la participación.

—¡Vaya! Debes mantener una familia, estás gastando mucho con las obras, los cultivos y ahora el barco. ¿A qué viene tanta generosidad? Si quieres algo de mí, basta con pedírmelo —rechazó Gastón, no muy seguro del terreno que pisaba.

—También lo sé; sin embargo, quiero hacerlo así. Siempre has deseado invertir en algo diferente que tus tierras. Yo puedo complacerte ahora; si no fuera así, no lo haría.

—Acepto si me aseguras que no te has vuelto loco.

—El loco serías tú si lo rechazaras —rebatió Antoine—. Te esperamos para cenar.

Antoine dejó a su hermano flotando en una nube de inversiones y salió en busca de Mariana. La reunión transcurrió tranquila, aunque llena de planes. Tras la cena, se retiraron a sus habitaciones.

 

Como las estancias de los duques daban al patio lateral en el que se encontraban los establos, el pozo y la entrada de la cocina, no oyeron el tumulto que se produjo en la puerta principal. Sin embargo, el dormitorio de Gastón sí se orientaba al patio de la entrada por lo que se despertó y, ante lo insólito de lo que acaecía, se vistió, cogió la espada y bajó. Pierre y Clément abrían la puerta en ese momento y se situó a su lado.

—Lamento lo intempestivo de la hora —se excusó un hombre con fuerte acento extranjero—, pero es urgente que me reciba el duque si se halla en casa, o en su defecto, la señora duquesa.

—Decidnos, ¿cuál es la urgencia? —indagó Gastón.

—Si el duque se encuentra en casa, prefiero hablar con él. Me llamo Francesco Lomelin y vengo desde Marsella a marchas forzadas. Ved a qué hora nos encontráis en camino.

Toda la caravana, que acompañaba al genovés, había entrado en la explanada y la tranquilidad del castillo se alteró con el ruido de los arneses, el piafar de las caballerías y las voces de los hombres. Los chicos se asomaron a la puerta de la cabaña y los artesanos creyeron que llegaba material para la obra.

—¿Vais a pasar la noche aquí? —preguntó Gastón asombrado.

—Mis hombres y los animales están agotados por la larga jornada.

—¿Qué ocurre? —tronó la voz de Laver a la espalda de los eventuales porteros.

Gastón se dio la vuelta y aguardó a que su hermano terminara de bajar las escaleras. Llevaba puestos los calzones y un batín de seda chino, pero llegaba desarmado. Le explicó la extraña situación. Laver se asomó y echó un vistazo a la explanada.

—Sed bienvenido —invitó Laver al genovés—. Decidles a vuestros hombres que pueden acampar dentro del nuevo château, en la planta baja que está sin hacer y algunas habitaciones ya se hallan ocupadas por los obreros: hace demasiado frío para dormir al raso. Clément, que los chicos proporcionen leña para el fuego y forraje para los animales.

Esperaron a que el genovés tradujese e impartiese sus órdenes al hombre que lo acompañaba. En el entretanto, Gastón se fijó en la figura del italiano, iluminada por la luz interior del castillo. Se mantenía erguido, aunque el rostro denunciaba los estragos del viaje, y detrás de él, asomaba un jovenzuelo que lo observaba con ojos muy abiertos. Cuando el genovés se volvió, Laver ordenó:

—Vayamos al salón que, aunque la chimenea esté apagada, conservará el calor. Pierre sube algo de comer al señor Lomelin y después prepárale una habitación del corredor Este.

Laver se encaminó hacia la escalera sin aguardar a nadie y el genovés lo siguió. El jovenzuelo iba a seguirlos cuando el cuerpo de Gastón se interpuso en su camino.

—Tu sitio está en la calle —informó con una sonrisa.

El chico, con expresión de susto, lo rodeó y salió corriendo tras los pasos del genovés, que comenzaba a subir la escalera. Gastón, enojado ante el descaro, le dio caza en mitad de la escalera y recibió una patada en la espinilla a la vez que conseguía zafarse de nuevo en pos del italiano, quien se dio cuenta de lo que sucedía.

—El chico también debe acompañarnos, monsieur —exigió con su acento cantarín.

Ante estas palabras, el chico se creció y Gastón estaba por jurar que le había hecho burla con un sutil gesto de su barbilampiña cara. Cuando llegaron al salón, el chico fue instado por su patrón a esperar fuera hasta nuevo aviso y Gastón le dedicó una malévola sonrisa cuando pasó ante él cojeando, más de lo habitual, para entrar en la habitación prohibida.

Una vez en el salón, Antoine se dirigió a la chimenea, trató de resucitar el fuego de entre los rescoldos y le ofreció el asiento más próximo al recién llegado, quien agradeció el gesto.

—Decidme qué noticias son ésas que no admiten demora. Debo confesar que me tenéis en ascuas —invitó Laver.

—Son varias cosas, aunque la urgencia no se debe a las noticias sino a la persona que me acompaña. Será mejor que empiece por el principio. Imagino que la señora duquesa os habrá informado de mi regreso de Ámsterdam y de mi nueva partida hacia Marsella. —Laver asintió con la cabeza, de pie, apoyado sobre la repisa, aún caliente, de la chimenea—. La duquesa me confió una carta para su familia pero, una vez en Marsella, recapacité y decidí llegarme hasta Sevilla para entregarla en persona, de esta manera podría traer noticias de vuelta.

—Un viaje así no se realiza sólo por una carta —interrumpió Laver serio.

—No, es cierto. Quise tantear el terreno de los Pinelo y ver la actual Sevilla con mis propios ojos. Tal y como dijo la duquesa, ya no es la ciudad que fue: los hospitales y la miseria la invaden, aunque sigue siendo muy bonita y muy árabe. Pero me alejo de la finalidad de mi relato. Encontré la calle Santa María la Blanca y llamé a la puerta de una modesta casa burguesa. No conozco el castellano pero conseguí hacerme entender. Me pasaron a una sala en la que hube de esperar bastante rato hasta que un hombre, de mi edad aproximadamente, llegado de la calle, me recibió frío y receloso. Él sí hablaba italiano: era don Pedro Tamares, tío de vuestra esposa y veedor civil de la flota de Indias. Huelga decir la sorpresa y la emoción que embargó al hombre la lectura de la carta de su sobrina. Abrió la puerta y llamó a los criados. Al cabo de un rato, me vi rodeado de la condesa de Utiel, doña Inés, y de su hermana, doña Carmen.

—Les conté los hechos tal y como yo los conocía, aunque seguramente en la carta los narraría mejor la duquesa —continuó Lomelin—, y les describí su vida aquí: que era duquesa, que había sido recibida por el rey de Francia, que su marido la adoraba más allá de lo imaginable —el italiano se sonrió al notar el malestar del duque ante la evidencia de sus sentimientos—, que esperaba un hijo y que era la mujer más feliz de Francia.

—Ya dio a luz —intervino Gastón—. Han sido dos: un niño y una niña, en ese orden nacieron.

—Mis felicitaciones, excelencia —deseó el genovés al duque.

—Y ahora viene lo más grave del asunto —prosiguió Lomelin con su relato—. El padre de vuestra esposa buscaba un pretendiente adinerado para la hija menor en las Indias, ya que había descubierto lo necesitados que están de mujeres y la riqueza que se conseguía allí.

Antoine, inconscientemente, empezó a pasearse por la sala entre la alarma y la furia, pero sin decantarse por una de las dos. Gastón lo observaba serio y preocupado.

—La duquesa no debe tener conocimiento de esto —ordenó Laver al italiano, dedicándole una mirada acerada—. ¿Qué ha ocurrido con la hermana?

—Había varios pretendientes. El tío estaba avisado sobre los planes de su hermano y, desesperado ante la posibilidad de perder otra sobrina, buscaba la forma de resolver el asunto cuando yo llegué allí.

—¿Entonces? —apremió Antoine.

—El tío no tiene potestad ni autoridad alguna para oponerse a los designios de su hermano, así que me propuso sacarla de allí. No acepté ningún pago y me ofreció un acuerdo comercial.

—Todo eso está muy bien, pero, ¿y la chica? —demandó Antoine impaciente.

—Aguardando en el corredor —respondió sencillamente Lomelin.

Los dos hermanos se quedaron de piedra, mirándose. Gastón reaccionó, se levantó rápidamente y alcanzó la puerta. El chico, en cuclillas, se abrazaba el cuerpo para conservar el calor en el lóbrego pasillo. Gastón, no muy seguro de que lo entendiera, lo llamó, el chico se levantó y acudió con presteza. El muchacho entró titubeante buscando a Lomelin, quien le hizo una seña para que se acercara. El genovés retiró el gorro de lana con el que se protegía del frío y una melena oscura cubrió la espalda hasta la cintura. La chica, consciente de que todos la observaban, enrojeció hasta las orejas. Gastón buscó en sus ojos a Mariana, pero no la encontró. Antoine, por el contrario, sonrió complacido y ello debió animar a la joven porque sonrió también.

—No sabe italiano —comentó Lomelin—, pero nos entendemos perfectamente en francés que lo habla como la duquesa, con un ligero acento sureño. Desde que salimos de Sevilla ha viajado disfrazada de hombre, ya que una mujer hubiera llamado la atención. Su tío no quería dejar ninguna pista, es más, la condesa de Utiel partió con su marido a las tierras de la familia de éste, para no quedar al alcance de las preguntas de nadie. Ni siquiera se enteraron los criados, pues salimos en plena noche. Me sentí como un secuestrador, y eso es lo que hubiera sido si me hubieran descubierto.

 

Carmen permanecía de pie, mientras que Francesco Lomelin hablaba con el hombre que vestía un ridículo batín de color verde con motivos chinos que dejaba parte del pecho al descubierto. Era alto y de espaldas anchas, con el pelo negro, suelto y revuelto, que evidenciaba que había sido sacado de la cama. Le turbaba su persistente mirada glauca aunque, por un instante, la había envuelto con la ternura de su sonrisa. Pero duró poco, pues Francesco, como ella lo llamaba, siguió hablando y él volvió a adoptar un gesto serio. Habían olvidado presentarla, así que suponía que aquel hombre sería el marido de Mariana. Por el contrario, la inquietaba el criado rubio de ojos azules que la observaba como si no hubiera visto una mujer en su vida, después de haberla tratado como a un mozo de cuadra en la escalera. El supuesto cuñado le hizo una observación al chico rubio, que ella no entendió a causa del cansancio, y el joven salió como una exhalación para cumplir el cometido de su amo. Regresó enseguida y se quedó de pie junto a la puerta. Carmen suspiró agotada, tratando de calcular cuánto tiempo más se prolongaría el suplicio. Nadie la atendía y andaban pendientes de la puerta. Oyó que alguien entraba.

—¡Oh, monsieur Lomelin! ¿Consiguió enviar la carta?

Carmen se volvió bruscamente al oír la voz de su hermana y se encontró con su mirada. Mariana abrió la boca a causa de la sorpresa.

—¡Mariana! —gritó Carmen, y corrió a los brazos en los que halló refugio.

 

Los tres hombres asistieron al encuentro en silencio, sin saber qué hacer o qué decir, mientras las dos mujeres se deshacían en llanto abrazadas. Finalmente, Lomelin decidió intervenir.

—Como podéis comprobar, excelencia, hice algo más que entregar una carta. Vuestro tío os la confía. El viaje ha sido largo y duro, pero debo reconocer que no se ha quejado nunca, es más, me ha traído de cabeza. En el barco de Cádiz a Génova quería trepar al aparejo como un marinero cualquiera, se escapaba para recorrer las poblaciones por donde pasábamos, sin cuidar de su condición de mujer aunque fuera disfrazada. Sinceramente, espero no tener que llevarla de vuelta y que el duque la acepte. —Y dirigiéndose a Laver—: debo advertiros de que es inquieta y demasiado imaginativa, de manera que, si queréis que la lleve de vuelta, va a saliros muy caro.

La estancia quedó completamente silenciosa, en suspenso miraban al duque en espera de su resolución. Antoine se puso serio y miró alrededor.

—No me lo habéis puesto fácil, señor Lomelin, me gusta la tranquilidad…

—¡Antoine! —exclamó Mariana escandalizada.

—Lo sé, querida, es muy caro devolverla, así que nos la quedaremos.

—Eres incorregible —dijo Mariana emocionada—. No es momento para bromas.

Pierre llegó con una enorme bandeja con caldo caliente, queso, foie y pan que había tomado de la despensa. Antoine le ordenó que preparara una habitación junto a la de Gastón para la hermana de la duquesa y que, para ello, solicitara la ayuda de Teresa.

Lomelin entregó un par de cartas a Laver antes de sentarse a cenar. Éste comprobó que estaban dirigidas a Mariana y curioseó el lacre: una era de un Tamares y la otra de un italiano, Veglio. Se las pasó a Mariana un tanto tenso. Mariana hizo lo mismo que Antoine, escogió la de su tío y dejó la otra sobre la mesa, frente al sillón. Leyó la carta mientras cenaban los intempestivos invitados y la comentó en alto para informar a su marido del contenido. Las lágrimas resbalaban por las rellenas mejillas de la emoción y el cariño que suscitaban las palabras de su tío. Por el contrario, la carta que más incomodaba a Antoine permaneció cerrada y sin leer sobre la mesa. La duquesa, una vez leída la misiva del tío Pedro, se volcó en un exhaustivo interrogatorio a su hermana sobre la familia y personas conocidas de ellas.

Terminada la cena, se retiraron a dormir. Gastón acompañó a Carmen y a Lomelin a sus aposentos, mientras él acompañaba a su atribulada esposa.

A la mañana siguiente, el castillo era una casa de locos: en el nuevo château trabajaba una tropa de artesanos, la explanada estaba tomada por los italianos, el vestíbulo era un ir y venir para atender a los visitantes. Gastón se entrevistó con Étienne en la biblioteca, donde había montado su despacho ambulante, para firmar como asociado, mientras Laver ponía en antecedentes a Lomelin sobre la nueva aventura comercial con el bergantín. El genovés no perdió la ocasión de un buen negocio. Podía proporcionarle cargamentos de productos de lujo, tanto italianos como franceses, pagados con la inversión inicial. Su casa comercial disponía de almacenes y agentes en Ámsterdam que se encargarían de las transacciones y cargarían el barco de vuelta con café, té, cerveza, que dejaban buenos beneficios. Rápidamente llegaron a un acuerdo ante los intereses comunes. A Lomelin también le agradó el nuevo administrador del duque, pues parecía bastante despierto y eficiente y así se lo expresó.

—Podéis contratar sus servicios siempre que lo necesitéis. Vive en Laon, aunque de vez en cuando se desplace aquí. Le he permitido trabajar para otros, siempre y cuando no vaya contra mis intereses, que son prioritarios.

—Aprovecho este momento para entregaros una serie de encargos que me hizo la señora duquesa en vuestro nombre.

Eran unas cajas grandes de terciopelo que Antoine abrió intrigado: un collar de esmeraldas artísticamente engarzadas compitió con el brillo verdemar de sus ojos.

—¡Mon Dieu! Es un trabajo excelente, muy fino.

—La calidad de las piedras lo exigía. Me alegro de que os entusiasme. En éste tipo de trabajos todavía os llevamos ventaja —explicó Lomelin con orgullo.

—Hasta que el rey contemple este trabajo y se encapriche con vuestros artesanos. Recordad cómo secuestró a los maestros cristaleros venecianos —bromeó Laver de buen talante.

—Efectivamente, es un collar digno de Versalles. Lo acompañan los pendientes y la pulsera a juego. Esa otra caja grande es el collar de perlas, también con sus pendientes y pulsera. La tiara ducal es sólo de diamantes para que combine con cualquier vestido. Esos son los juegos regios, para las ocasiones. Estos otros son menos ostentosos y más cotidianos.

Siguieron abriendo cajas que dejaron a Laver sorprendido de todo lo que podía hacerse con las joyas. A él le mostró varios broches para sujetar los encajes del cuello o para lucir en la solapa, y dos anillos.

—Hacedme un recibo por el oro y la plata empleados en los engarces y por la factura de los artesanos.

—A esto quiero añadir un presente muy especial que le haréis a la duquesa cuando lo creáis conveniente. Viene de España y me costó mucho conseguirlo. Allí sólo las mujeres más ricas pueden adquirirlo. Tomadlo como un agradecimiento por nuestra alianza comercial que me supondrá, debo confesarlo, un ascenso dentro de mi familia.

—En eso estamos en paz, pues también me reportará un beneficio —contestó Laver—. Pero, si es para la duquesa y viniendo de su tierra, no lo rechazaré.

A media mañana, la caravana dejaba los muros protectores del château, camino de Laon. Étienne se unió a ellos con los documentos de la sociedad y una carta para el capitán Duboisson, en la que Laver le explicaba la participación de los genoveses.

Mientras tanto, las mujeres revoloteaban en torno de Carmen, ayudándola a bañarse y buscando entre los vestidos de la duquesa los más apropiados para ella, al mismo tiempo que Michel, enviado por Antoine, le tomaba medidas para confeccionarle unos nuevos. Laver advirtió que Gastón pululaba por el castillo, aguardando a que las mujeres hicieran acto de presencia, aunque no era el único como pudo constatar, pues los marineros entraban y salían más de lo habitual. Había corrido la voz y se había avivado la curiosidad. Una pregunta flotaba en el aire: ¿sería tan hermosa como la duquesa?

Finalmente, las hermanas salieron al patio, donde Antoine se encontraba hablando con François. Nada más asomar las mujeres, Laver se percató de que había perdido la atención de su interlocutor y, siguiendo la dirección de la mirada del marinero, notó que, por primera vez, Mariana no era el centro de atención.

—Dime, François, ¿qué te parece mi cuñada? —preguntó curioso Laver.

—Es muy joven —contestó François entre carraspeos—. No me he fijado en ella.

—Ya. Y yo soy el rey Luis de Francia.

—Sí, capitán —respondió distraído con la muchacha—. Digo, no, capitán. No sé por qué pensáis que miento —corrigió azorado.

Mariana, seguida de Carmen, se dirigió a los establos en donde Gastón almohazaba su caballo, aburrido de dar vueltas esperándolas. Antoine se encaminó hacia allí para saciar su curiosidad, como todos. Mariana, como la noche anterior encontró a su hermana en su compañía, no creyó necesario presentarlo.

—Yo no he tenido ocasión de aprender a montar a caballo por mi embarazo —oyó Antoine que le explicaba a su hermana—, pero alguno de los hombres puede hacerlo si quieres.

—Claro que quiero. El mozo de la cuadra me puede enseñar.

—No creo, Paul es muy mayor. Preguntaré a Antoine.

—Yo digo Gastón, ¿no cuida de los caballos?

—¿Gastón? ¿El mozo? —se sorprendió Mariana, que miró al no menos desprevenido Gastón—. ¿De dónde has sacado semejante idea?

—Me pareció. Nadie me presentó anoche y deduje… —se calló al advertir la expresión socarrona del chico rubio.

—El servicio no duerme en la misma planta que el duque —matizó divertido.

—Es que nosotras no estamos muy avezadas en esas cosas —la defendió Mariana—. Gastón es el hermano de Antoine. Es mi cuñado.

—Aunque no sea el mozo, me ofrezco a enseñarla, Mariana. Será divertido.

—Lamento mucho la patada de anoche. Os di demasiado fuerte pues todavía renqueáis —se disculpó Carmen agobiada.

—No es vuestra patada la causante de mi cojera. Nací con ella —informó Gastón, sin sonrojo y con una mirada desafiante.

Antoine intervino antes de que aquello se complicara más.

—¿Has descansado bien?

El resto del día, el castillo estuvo ocupado, aseando la explanada de los excrementos de los animales y proveyendo de madera la leñera y de heno los establos. La familia se reunió en el salón a la hora de la cena y Carmen relató el viaje que había realizado junto al genovés. Habían embarcado en Cádiz, junto con un grupo de naves comerciales custodiadas por dos galeras de guerra para cruzar el Mediterráneo, pero no se toparon con ningún corsario berberisco afortunadamente. Génova le pareció el paraíso por la riqueza que rezumaban las casas y la familia de Françesco la trató muy bien.

—Hablas con mucha familiaridad de él —observó Antoine.

—Ha sido como un padre para mí durante el viaje. Me ha explicado muchas cosas y me ha contado historias que en otro momento os relataré. Es una persona sorprendente por todo lo que ha viajado. De cualquier forma, todos le llamaban Françesco, no Lomelin como aquí —respondió con naturalidad—. Embarcamos de nuevo hacia Marsella, donde nos esperaba la caravana con la que hemos venido, primero por el río y luego por tierra. Este último trayecto fue el más peligroso y el más cansado. Los genoveses avanzaban rápido y durante las horas centrales del día para evitar sorpresas. Françesco no dejaba de decir: «Niña, como os ocurra algo, mi vida no valdrá nada —contó Carmen con toda inocencia—; el duque me colgará de un árbol». Fijaos que tontería: si no me conocías todavía, qué te iba a importar lo que me sucediera. ¡Y matarlo por ello! ¡Qué poco te conoce! Cualquiera puede apreciar que eres incapaz de matar a nadie, con esa ternura que derramas con tu mirada, como pude comprobar anoche. Ese hombre es muy simpático, pero un poco histérico.

Gastón soltó una risotada de las que hacen historia, ante la mirada admonitoria de su hermano. Mariana se quedó de piedra, pues nunca olvidaría la escena del patio de la casa de Cartagena, donde él solito despachó a los piratas. Antoine permaneció impasible, ya que le había ofrecido la sólida certeza de que la chica era hermana de Mariana: personas con una inteligencia prístina y rematadamente ignorantes de la vida. No reconocerían un rey aunque lo vieran, con su corona y su cetro, sentado en el trono.

Los días siguientes transcurrieron plácidamente y las horas de luz comenzaron a prolongarse, aunque las heladas persistían. En breve, habría que organizar la caravana para acudir al mercado de Reims. Necesitaban adquirir lo acordado para la nueva siembra. Antoine supuso que su hermano los dejaría, pero no mostró ninguna intención de abandonarlos por el momento. Se asomó una mañana a la ventana del salón y observó a Carmen que montaba en círculos, mientras que Gastón sostenía una cuerda con la que obligaba al animal. Le gritaba instrucciones de cómo debía mantenerse erguida, a las que ella contestaba con gritos de dolor y risas. ¿Le interesaría a Gastón la chica o sólo era amabilidad? Su mente espabiló ante una nueva complicación: estaba en edad casadera, es decir, tenía una bomba entre las manos. Se volvió y se sentó en el sillón, frente a la mesa y junto a la chimenea apagada, la cual no se encendía hasta el atardecer, una hora antes de que la familia se reuniera para comentar los chismes y las incidencias del día. Se inclinó sobre la mesa en la que se apilaban desordenadamente papeles, libros y naipes que servían de entretenimiento y descubrió la carta de Lorenzo Veglio, que había quedado olvidada y sin abrir desde hacía dos días. La letra con la que se había escrito el nombre de su esposa era muy elegante, por un instante consideró la posibilidad de abrirla pero la rechazó, tanto por orgullo como por la futilidad de la acción, pues desconocía el italiano. Un cuaderno de tapas rígidas de cartón y piel le llamó la atención. Era mayor de lo usual, lo abrió y lo hojeó maravillado. Contenía dibujos a carboncillo, realizados con escasos trazos pero con gran maestría: tanto las personas  como las expresiones y gestos resultaban tan familiares que les conferían vida propia. Eran retratos con alma. Mariana entró en el salón y se dirigió a la ventana.

—Lo que sospechaba. Mi hermana es muy inquieta y ya ha embaucado a Gastón para que le enseñe a montar —informó a Antoine—. Esto no es más que el principio. No creas que aquí acabará el asunto.

—¿A qué te refieres? —preguntó Antoine.

—Luego querrá pescar, nadar y ya se le ocurrirán más cosas en cuanto mejore el tiempo.

—Así que el señor Lomelin estaba en lo cierto —ratificó Antoine pensativo—. ¿De quién son estos dibujos?

—De Carmen. Son apuntes de viaje, esbozos. No pudo traerse el caballete ni los pinceles y las pinturas. Había prisa y demasiado secreto en su partida. Es lo único que la mantiene quieta y entretenida. Es muy creativa en todos los sentidos.

—Yo no encuentro imaginación en ellos. Veo realidad, observación, seguridad en el trazo. ¿Quién es éste?

—Nuestro tío Pedro, el hermano gemelo de mi padre.

—Sólo en lo físico. No insultes al que se ha preocupado de daros una educación —dijo Antoine, más para sí que para Mariana.

—No busques lo que no hay en mis palabras. Lo queremos mucho. En realidad, nosotras pedíamos y él nos daba. En los idiomas coincidimos las tres, pero en lo demás, no. Carmen es la artista, el genio inquieto.

—Es muy buena —reconoció Antoine—. Aquí, reconozco este gesto de Lomelin. En las mías no sé, no estoy acostumbrado a verme a mí mismo.

—Estás muy bien. Te ha captado perfectamente, aunque la mejor se la he robado.

Antoine advirtió la rebaba que había quedado de una hoja cortada.

—¿Por qué has hecho eso?

—Pasas mucho tiempo fuera y me embelesó el retrato. Es algo para recordarte.

Antoine la miró emocionado, mientras ella se hallaba inclinada sobre los dibujos. Una pregunta se le agolpó en los labios: ¿Me quieres tanto como yo te quiero a ti? No obstante, enmudeció sin haber llegado a formularla. En lugar de eso, le recordó:

—No has abierto la carta de tu amigo.

—¡Oh, es cierto! Fueron tantas las impresiones que lo olvidé. ¡Pobre Lorenzo! —exclamó, al tiempo que tomaba la misiva y la abría.

Antoine la observó a su antojo, sin testigos. Mientras leía, vio cómo su hermoso rostro mudaba de la sonrisa a la sorpresa y de ésta a la sonrisa de nuevo, pero no hubo sonrojo ni pudor que hubiera generado una palabra de amor.

—Se ha casado con la hija de los Pinelo. Fíjate, después de que le había puesto tantos reparos —comentó Mariana—. Es lo mejor que podía hacer. Ahora trabaja para la familia Pinelo, que ha absorbido a la familia Veglio. Ha sido una suerte que la chica se encaprichara con Lorenzo, porque los negocios de la familia Veglio eran más modestos; en cambio, para los Pinelo no ha sido ni bueno ni malo el matrimonio, aunque podían haber aspirado a más.

—Así que la chica lo amaba; pero él, no —resumió Antoine—. ¿Todos los genoveses son tan guapos? El señor Lomelin es muy apuesto.

—Pues sí que lo son, al menos los que yo conozco —confirmó inocentemente Mariana.

—Es una pena que no haya conseguido a la mujer de sus sueños y una suerte para mí —añadió lentamente y Mariana cayó en la cuenta de lo que pensaba su marido.

—Aunque yo diría que les falta algo: esa áurea entre salvaje y peligrosa que reviste a algunos duques, haciéndolos más atractivos y menos previsibles y aburridos —concluyó Mariana con una sonrisa.