12
Al día siguiente, Laver convocó en la biblioteca a Clément, François y Gastón para exponerles el plan que había trazado.
—Creo que sé de dónde viene el peligro, aun así, necesito una prueba tangible. Para ello tenderemos la trampa que tenía pensada antes de que la duquesa se pusiera de parto. La traidora en el castillo es la marmitona, tal y como ha descubierto Clément. Puso a un chico tras la pista del supuesto novio y lo siguió hasta los límites de Brancourt.
—Entonces, ¿por qué no vamos a por ellos? —preguntó François impaciente.
—Porque necesito testigos. Escuchad: durante la cena comentaréis entre vosotros, con la finalidad de que lo oiga la marmitona, que mañana partirá la duquesa a Laon fuertemente escoltada y que pasará la noche allí para continuar al día siguiente, acompañada por los socios, hasta Saint-Gobain para visitar la fábrica. Como es una ruta diferente y fuera de peligro, será menor la escolta. De hecho, parte de vosotros volverá a dormir en el castillo. Aunque la realidad será otra —los reunidos se tensaron y prestaron atención—: saldremos todos juntos hacia Laon y, en el desvío del camino, nos esperarán los chicos con los que os iréis Clément, François y Sébastien para explorar la ruta a Saint-Gobain, juzgaréis cuáles son los puntos estratégicos para el asalto y designaréis a un chico en cada uno de ellos. Luego, regresáis al castillo como si regresarais de Laon. A la mañana siguiente, la duquesa, su hermana y Gastón compartirán el coche con Marcel y Pierre en el pescante; en otro coche de alquiler viajarán los dos socios y el señor Tavaux, el intendente. Clément, François y Sébastien regresarán del castillo por otro camino más corto que os mostraran los chicos para vigilar la ruta, aunque el ataque será de regreso como siempre.
—¿No es mejor un terreno conocido? —sugirió François.
—Después de tantos asaltos, no se tragarán que la duquesa viaje sola. Saldrá de Laon con los socios y el intendente como sorpresa, pues es mi principal testigo, así la excursión adquiere un carácter social y de falsa seguridad.
Continuaron rematando detalles hasta la hora de la cena. Clément y François bajaron a las cocinas para mostrar el cebo, mientras que Antoine, secundado por Gastón, sugería la excursión a Saint-Gobain a las hermanas. Quería comprobar donde había invertido el dinero y sería divertido conocer cómo fabricaban los espejos. Propuso pasar la noche en Laon, en casa del administrador, y a la mañana siguiente salir con los socios. Carmen se mostró entusiasmada, aunque a Antoine no se le escapó la renuencia de Mariana. Era ingenua, pero no tonta. No olvidaba los peligros que entrañaba una salida suya.
Por la mañana, durante los preparativos, François le informó sobre la marmitona, quien salió a primera hora para entrevistarse con el supuesto novio, según el chico que los espiaba no se dieron ni un beso, y el mozo se perdió por el camino a Brancourt como alma que lleva el diablo. El trayecto hacia Laon se realizó como habían planeado, y Teresa, a petición de Antoine, acompañó a las señoras en el coche en lugar de Gastón, que cabalgó con los demás.
En Laon se instalaron en casa de Étienne. Durante el día, mientras los demás deambulaban por la población, Laver se entrevistó con el señor Tavaux, el intendente, a quien invitó a unirse a los expedicionarios revelándole sus intenciones de capturar a los culpables, pero sin desvelar el conocimiento de la identidad de éstos. Laver se mostró muy generoso y alquiló un coche para que los señores viajaran cómodos y bien protegidos del frío de la madrugada. Los preparativos no pasaron desapercibidos en la ciudad. El señor Lomelin se acercó a saludarlos e informar al duque sobre el envío de las cartas y la preparación de la carga de objetos italianos para el bergantín. Laver lo invitó también aunque, con una sonrisa, le sugirió que se armase convenientemente. El genovés lo miró de frente con interés.
—¿Debo entender que esta excursión es premeditada y su finalidad no es la que parece? Será divertido, siempre y cuando, no termine en tragedia. Contad conmigo.
—¡Qué poderosa es la curiosidad! —rió Laver.
—¡Y peligrosa! —remató Lomelin.
Aunque el sol ya había salido, no calentaba con la suficiente fuerza para disipar las nieblas que se acumulaban sobre los cauces de agua y se enredaban entre los árboles. Julien y Jean Paul marchaban unos metros por delante del coche de alquiler, Laver y Gastón delante del coche de las señoras. El nerviosismo los invadía a pesar de que no se esperaba la refriega hasta el retorno. En una rasante del camino, aguardaba Clément para informar de que los chicos estaban en sus puestos y de que la tranquilidad reinaba en el espeso bosque. Era difícil cabalgar por un sitio tan agreste, pero también lo sería para los otros.
—Confío en que acudáis pronto.
—Hay un punto donde hemos coincidido todos en que, si tuviéramos que organizar el asalto, lo haríamos allí. Recemos para no equivocarnos. —Acompañó a la comitiva hasta el punto señalado para que se fijasen en él.
Saint-Gobain se encontraba en el corazón de un bosque de unas seis mil hectáreas a unos veinte kilómetros de Laon. Salió a recibirlos monsieur Luis Lucas Néhou, quien ya estaba al corriente de la visita. Les contó que inicialmente fue un monasterio en el que se asentó una comunidad de monjes en el siglo VII, bajo la organización de un monje irlandés llamado Goban. Más tarde, se construyó un castillo que fue demolido en 1475 por orden de Luis XI. Esas ruinas eran las que había adquirido la sociedad y la razón por la que se había adoptado ese nombre para la fábrica. Les enseñó las instalaciones por fuera, donde se apreciaba cómo habían aprovechado los muros de piedra que quedaban en pie y habían techado unas largas naves que carecían de estética, pues lo importante era la funcionalidad.
Una vez dentro, visitaron los grandes hornos alimentados con madera del bosque, en los que se creaba el vidrio con sílice como elemento vitrificante y el calcio como elemento básico y estabilizador; el sodio y el potasio eran los elementos que rebajaban la temperatura de fusión. El vidrio fundido lo derramaban sobre mesas de hierro, donde había un rectángulo limitado por reglas de madera de dos metros de largo por uno de ancho. Lo aplanaban con un rodillo para obtener una hoja vasta de vidrio a la que recortaban las rebabas. Después, pasaban al desbaste y pulido para alcanzar la planicidad y, para esto, colocaban el vidrio sobre una mesa de piedra humedecida con yeso que denominaban el jabonado y que actuaba como esmeril. En esa sección el ruido era tan desagradable e insoportable que salieron rápidamente al exterior.
—Es impresionante el tamaño de las láminas —comentó admirado Lomelin—. Debe de ser muy complicado el transporte —planteó con mente práctica de comerciante.
—Efectivamente —continuó el señor Néhou—, requiere unos bastidores muy grandes y una protección de lana, y aun así, hay desagradables sorpresas. Se venden más los vidrios planos y pequeños para ventanas y para los coches de caballos. Me he permitido la libertad de obsequiar a su excelencia con unos cristales para el carruaje, que ahora mismo os están instalando. No podemos permitir que una fabricante de cristal viaje en un coche con cortinillas. También debo comunicaros que el señor Hadouin-Mansart nos ha visitado y ha realizado un gran pedido.
—Nos lo contó, pues pasó la noche en el château —reconoció Mariana—. Se llevó una grata impresión. ¿No fabricamos espejos?
—¡Cómo no! El azogue se realiza con mercurio y no es muy sano entrar en esa sección. Nuestros trabajadores se envuelven la cara con paños mojados para evitar las inhalaciones venenosas, pero puedo mostraros el resultado.
Pasaron a un almacén con numerosos bastidores y tejidos de lana, en el que se apilaba el cristal. La pared del fondo estaba cubierta de estanterías con espejos de colgar o de mano envueltos en lana.
—Esto es un espejo sin más; sin embargo, fijaos en la perfección de las formas y del reflejo. Es perfecto, no deforma la imagen y es nítido —explicó Néhou orgulloso—. Seguidme al taller.
Por una pequeña puerta accedió a una habitación en la que varios hombres trabajaban sobre marcos de peltre para los espejos de mano. En ellos, tallaban flores o incrustaban nácar, marfil o abalorios de colores. Mariana se dirigió a un espejo de vestidor en el que se podía contemplar de cuerpo completo y no a trozos. Una madera noble, tallada con rocallas, lo enmarcaba confiriéndole cierta elegancia.
—Deberías enseñarle esto a Julien —susurró Carmen a su lado—. Se le da muy bien la talla en madera.
Antoine asintió y salió en su busca. Encontró a Pierre y a Jean Paul que vigilaban los alrededores, Marcel cuidaba de las caballerías junto con el otro cochero de alquiler y Julien estaba absorto con el trabajo de los vidrieros en el carruaje. Laver lo llamó y le explicó lo que iba a ver.
—La calidad del espejo es muy buena, aunque la talla del marco es corriente. Quiero regalarle uno de esas proporciones a la duquesa, pero me gustaría algo más personal. Mira y habla con los artesanos y, en privado, me comentas lo que será necesario para realizarlo.
Terminada la visita y antes de emprender el regreso, tomaron un refrigerio preparado por el posadero. Para sorpresa de los caballeros que viajaban en el coche de alquiler, la distribución no fue la misma. Ellos ocuparon el amplio y cómodo coche de los duques con los nuevos cristales, mientras que las damas se subieron al carruaje de alquiler, con Pierre echado sobre el techo para no ser el blanco de un mosquete. Los hombres se vistieron los coletos, duros y rígidos, debajo de las casacas ante la estupefacción de los señores Lacy y Ribault. Lomelin y Tavaux, más avisados, prepararon sus armas por si hubiera necesidad de echar una mano. El coche de alquiler salió delante, con Jean Paul y Julien abriendo camino; el coche con los blasones del ducado detrás, con Antoine y Gastón cerrando la marcha.
Durante el recorrido, la tensión se adueñó de ellos hasta que oyeron al cuco dar la alarma, justo cuando se aproximaban al punto que les había indicado Clément. Laver echó un vistazo hacia delante y observó cómo el camino se estrechaba y el bosque se cernía, cerrado, sobre la vereda. Jean Paul y Julien, que iban los primeros, se echaron sobre los caballos para ofrecer blanco menor a las armas de fuego y el propio Marcel dirigía el carruaje bajo el pescante. Se oyó un mosquete a destiempo, cuya bala se perdió porque no consiguió llegar a su destino, y después una descarga más cerrada, pero los jinetes ya habían desmontado y se parapetaban detrás de los caballos.
De la penumbra del follaje salió una horda de hombres que, por las trazas, eran soldados huidos o mercenarios, pero no regulares, aunque profesionales al fin y al cabo. Unos veinte, calculó Laver al vuelo, los doblaban en número. Según asomaron, dos fueron atravesados por flechas. Clément, François y Sébastien cayeron de los árboles sobre los atacantes. Jean Paul, Julien, Antoine y Gastón se vieron rodeados por aquella marea que trataba de aislarlos de los carruajes que permanecían cerrados y silenciosos sin ofrecer una pista sobre su contenido, mientras que Pierre aguardaba sobre el techo a que alguno se acercase al coche. Al venírseles encima, los hermanos y los dos marineros se colocaron de espaldas formando un círculo de defensa, pero quedaron inmovilizados para socorrer a los coches. Tal y como había previsto Laver, el primer coche al que se dirigieron fue el que lucía el blasón del ducado y una descarga cerrada de pistolas los recibió, hiriendo mortalmente a dos más. Los otros rodearon el coche y se encontraron con las espadas de Lomelin y Tavaux. Uno de ellos gritó a los demás en tudesco y el otro coche se convirtió en el blanco. Lo último que vio Laver fue cómo el más cercano se giró y se aproximó pero, cuando iba a echar mano de la puerta, recibió en la cara un pistoletazo de Pierre desde el techo.
Mariana se apeó apartando el cuerpo del mercenario con el pie ante los desorbitados ojos de su hermana. Pierre había iniciado el descenso del coche cuando otro de ellos se abalanzó y quedó frente a la pistola que ella llevaba en la mano; recibió una bala en el pecho al tiempo que lo atravesaba por la espalda una flecha, disparada desde el follaje de los árboles. Pierre recuperó el equilibrio justo para detener a otro de ellos que tiraba espada en mano. Consiguió desviar el acero con el suyo, pero quedó expuesto a una cuchillada que ya veía llegar, cuando un nuevo pistoletazo dejó un cerco rojo en la frente de su oponente. Mariana cogió la nueva pistola que le tendía Teresa quien, sentada en el escalón del coche, las limpiaba y recargaba sin dejar de mirar en derredor.
Carmen, dentro del coche, contemplaba como una simple espectadora la lucha encarnizada que se desarrollaba ante sus ojos: lindando con el bosque, Clément y François se batían con tres al mismo tiempo y había sangre por doquier; los cuatro dispuestos en círculo habían conseguido rotar hasta quedar en medio, como una barrera, dejándolas aisladas. Gastón la aterrorizó, la expresión fría y salvaje delataba el gusto por la acción. Era rápido, elástico, metódico, no perdía terreno y se mantenía junto a su hermano. Su cuñado ofrecía la misma imagen, con los ojos verdemar sedientos de sangre. Poco a poco, los tudescos retrocedían, habían perdido la supuesta ventaja de la sorpresa y de la superioridad e, inexplicablemente, los marineros les cerraban la retirada, les obligaban a luchar. Una flecha dejó sin contendiente a Clément, quien atravesó por la espalda al oponente de Sébastien. Ambos acudieron en socorro de los hermanos.
—¡Lo quiero vivo! —gritó Laver en medio de la refriega.
Carmen observó cómo Gastón se agachó, como si perdiera el equilibrio, y el contendiente tiró a fondo para aprovechar la ocasión cuando se encontró con el acero del joven que lo atravesaba desde abajo, burlando la guardia.
Teresa, con los cinco sentidos alertados, descubrió a un hombre que se deslizaba pegado al coche, se volvió a él con el cuchillo en la mano, aunque escondido entre los pliegues de la falda. La distancia entre los dos era muy corta para la espada y la decisión de la mujer lo cogió por sorpresa. Teresa hundió el cuchillo a la altura del vientre, mirándole a los ojos para que el soldado no se percatara de lo que su mano hacía, y tiró hacia arriba, desgarrándole las entrañas como hacían los rufianes en las reyertas callejeras de Sevilla, y se alejó rápidamente, o eso creyó ella, porque el mercenario la alcanzó con la espada y le causó una herida desde el hombro hasta la cintura al tiempo que le rasgaba el vestido. Sintió cómo todo se nublaba a su alrededor.
Laver vio caer a Julien con el rostro ensangrentado, pero Sébastien llegó a tiempo para impedir que lo remataran. Los mercenarios, una vez que se dieron cuenta de que les obligaban a luchar impidiéndoles la huida, vendían cara su vida. Finalmente, los cinco mercenarios que quedaban pidieron clemencia, que les fue otorgada por ser una evidencia contra sus señores.
—Maniatad a estos hombres al coche de alquiler. Me los llevaré a Laon para interrogarlos —intervino presto el intendente.
Los chicos descendieron de los árboles en cuanto notaron que la escena se calmaba. Clément los organizó para que recogieran las espadas, pistolas, mosquetes y cuchillos que encontraran entre los muertos. Laver dio orden de que se socorriese a los heridos. Él mismo se agachó junto a Sébastien que comprobaba el estado de Julien.
—Está vivo. Es un corte en la sien, muy escandaloso por la sangre, pero no le ha afectado vitalmente. Este chico tiene estrella —sonrió Sébastien aliviado.
El nombre de Teresa, gritado con angustia, les obligó a ponerse de pie y mirar hacia el coche de donde había procedido el alarido de la duquesa y descubrieron el blanco cuerpo de Teresa, yaciendo boca abajo sobre la verde hierba y con una larga mancha roja. Pierre, el más próximo, corrió junto a Mariana.
Por primera vez, Mariana no supo socorrer a un herido, ¿o estaba muerta? El mundo le pareció vacío sin Teresa a su lado. Aguardó al reconocimiento del marinero que sonrió con un gesto afirmativo de la cabeza y las lágrimas de alivio le cegaron la visión. La luz se hizo a su alrededor, cuando los hombres abrieron el cerco y unos brazos la cogieron por debajo de los hombros y la ayudaron a ponerse de pie.
—Pierre, rasga el resto de la camisa y empléala como venda —oyó la voz de su marido junto a ella—. Que Marcel te ayude y la acomodáis en el coche del ducado.
Tras dar la orden, él se alejó.
Pierre rasgó el resto de camisa e improvisó una venda que, con la asistencia de Marcel, la dispuso alrededor del torso de Teresa para evitar que la herida se abriera más durante el traslado. La llevaron al coche y la tumbaron boca abajo en uno de los asientos. Carmen los ayudó con las abultadas faldas.
El marinero se retiró con el corazón en un puño. Inconscientemente, de forma monótona y desesperada, rogaba a Dios por la vida de la muchacha. Él, que nunca había apreciado la vida, ahora suplicaba por ella denodadamente. El respirar se había convertido en un tesoro y lamentó el tiempo perdido, el no vivido junto a Teresa a causa de su cobardía. Pero, ¿cómo podría acercarse a ella? Aunque joven, era una mujer hecha y derecha. ¡Dios mío! ¡Ampárala y déjala vivir!
Laver se volcó en organizar a los hombres. Había varios heridos a los que François echó una mirada y, con la cabeza, negó que mereciera la pena hacer nada por ellos: estaban listos para el otro mundo. Lomelin y Tavaux discutían los avatares de la lucha con el señor Ricault, sumamente afectado por la muerte de su socio, el señor Lacy, quien yacía a sus pies. Sébastien y François iban poniendo en fila, al borde del camino, a los muertos. Laver se aproximó a Clément que ayudaba a los chicos con el armamento.
—En cuanto nos vayamos, busca los caballos y llévatelos al château. Estos hombres llevan espuelas —le susurró disimuladamente.
—Será mejor que emprendamos el camino antes de que se nos haga de noche. Tendremos que ir despacio con los prisioneros andando —dijo el intendente.
—Id delante. Nosotros nos dirigiremos directamente a Anizy sin pasar por Laon —decidió Laver—. Cubriremos a los muertos con hojas y piedras.
—Encerraré a los hombres en las cárceles del Hôtel de la Ville —explicó el intendente, sin ocultar su recelo por el poco interés que había mostrado por ellos. Desconocía que Laver había obtenido la confirmación de uno de los hombres heridos mortalmente—. Luego acompañaré al señor Ricault a dar la noticia y el pésame a la viuda del señor Lacy.
—Me siento responsable del desastre. Decidle a la viuda que la atenderé económicamente.
—Yo no lo veo así. La provocación era obligada, vos sabéis más que yo de estrategia, pero si ése es vuestro deseo, se lo comunicaré. No será oneroso: no tenían hijos y es una mujer joven, se casará de nuevo.
Volvieron a cambiar de carruaje los caballeros y las damas. Mariana recibió las felicitaciones y la admiración de los caballeros por su valentía y decisión, pero ella ansiaba una mirada, una palabra o un gesto de su marido que no llegó. Mientras Pierre y Marcel depositaban con cuidado a Teresa en el coche y la acomodaban, ante el apremio de los señores, Mariana explicó su participación y lo que los nervios podían alterar las situaciones.
—Cuando iba a disparar por primera vez —comentó en el momento en que Jean Paul y Sébastien recogían un muerto a su espalda—, de tan nerviosa que estaba, no me di cuenta de que apuntaba demasiado alto y sentí como si alguien me bajara el brazo a la altura adecuada porque, cuando disparé, el hombre cayó como partido por un rayo.
Pierre instó a las damas a subir al coche y, cuando Mariana le tendió una mano para alzarse, se la besó y le dio las gracias por salvarle la vida.
—Gracias a ti por permanecer a mi lado y por enseñarme a disparar —contestó Mariana, con una sonrisa cargada de ternura.
Ya acomodada en el coche, Mariana observó cómo Laver se acercaba a Pierre, antes de que trepara hasta el pescante, y se preocupaba por el estado de Teresa.
—No ha recobrado el conocimiento, capitán, —oyó que el marinero le contestaba—, pero la herida, aunque larga, es superficial. El problema es que pierde mucha sangre.
Rayaba la medianoche cuando atravesaron la puerta de la muralla. En la explanada pastaban libremente los caballos de los soldados muertos que habían conducido Clément y François con los chicos. Estos últimos se acercaron para hacerse cargo de las caballerías. Todos, incluso las damas, se dirigieron a las cocinas, llevando a Julien entre Sébastien y Jean Paul, mientras que Pierre transportaba en brazos el delgado cuerpo de Teresa. Clément ya estaba en calzones después de haberse bañado, Louise había calentado agua y la marmitona iba sacándola del caldero sobre el fuego y repartiéndola en cubos para lavar los cortes. Dejaron a los heridos sobre la mesa, uno junto al otro.
—Louise, pon agua en un cuenco para hacer una infusión con la quina —ordenó Mariana—. Nicole sube por ella a mi habitación. Los demás desvestíos y lavaos mientras preparo hilo y aguja.
Los hombres se pusieron en movimiento a pesar del cansancio. El pobre Michel, que apareció por allí, se lamentó del estado de las ropas.
—Excelencia, esta casa es un desastre. Sus hombres no cuidan el vestuario, me paso los días confeccionando y remendando.
Se oyó una carcajada nerviosa, histérica. Carmen no pudo soportar más el aire de irrealidad en el que se había refugiado ante el horror de la lucha y los muertos. Mariana se preocupó por su hermana que nunca había visto la muerte de cerca.
—Michel, estos hombres han mantenido una lucha a muerte y ¿tú te quejas de la ropa? —le reprendió Carmen sin dejar de reírse.
Su risa fue contagiosa y liberadora ya que, poco a poco, fueron sumándose la de los demás, excepto la de Laver, como observó Mariana por el rabillo del ojo mientras examinaba a François. Le acercaron el brebaje de quinina y enseñó a Nicole y a Carmen como limpiar con la infusión, además de coser y vendar con lienzos limpios que estaba preparando Louise. François soportó estoicamente a las tres mujeres sobre su brazo y el costado, que le valió un vendaje que le cogía el pecho. Luego Nicole se dirigió a Clément mientras que Carmen se tropezaba con Gastón a su espalda, quien se ofreció de conejillo para la aprendiza. Mariana se enfrentó al cuerpo de Teresa. Honoré, asustado, aguardaba sentado en un extremo del banco.
Lavó concienzudamente la larga herida de Teresa, quien gimió semiinconsciente por el dolor, y se dispuso a coserla. Pierre, tras lavarse las manos, la ayudó casando los bordes de la carne para que ella pudiera trabajar cómodamente. Honoré casi se desmayó, a pesar de que estaba acostumbrado a matar y destripar reses, pero éstas no eran personas. Mariana procuró dar unas puntadas muy pequeñas aunque, de todas maneras, le quedaría un buen costurón de recuerdo si salía con vida.
—No me había fijado. Ha engordado mucho desde el día que entró en casa y la bañamos —comentó Carmen—. Nunca había visto a alguien literalmente en los huesos.
—Está muy delgada —objetó el relleno Honoré.
—No se le notan los huesos como antes —insistió Carmen.
—Alguien tan delgada no resulta atractiva, ¿cómo pudo ejercer entonces? —reflexionó François.
—Por esa misma razón se mantuvo a salvo —ratificó Mariana—. Teresa es muy inteligente y fue su manera de permanecer al margen. Prefería morir a vivir como había visto que vivían las prostitutas. Aguardaba y buscaba a la vez la forma de salir de aquella condición.
—Que se presentó con la compasiva de mi hermana —medió Carmen—. En casa todos apostamos a que no llegaba viva a Cartagena. Parece que la promesa de Mariana de una nueva vida la revivió.
—Las ganas de vivir siempre han estado muy arraigadas en Teresa, te lo puedo asegurar, Carmen. Esto ya está, Pierre. Cúbrela. Julien, no te levantes o te marearás.
—Entonces, ¿Teresa no ejerció? —insistió Pierre.
—No. Es virgen. —Advirtió que los hombres se miraban sorprendidos—. Compruebo que la habéis juzgado severamente —los reprendió con el ceño fruncido.
—No, en absoluto —se apresuró François—. No importaba lo que hubiera hecho, la vida es dura. Es cierto que dedujimos erróneamente los hechos a causa de los conocimientos que tiene.
Mariana, mientras hablaba, no había permanecido inactiva: terminaba de coser a Julien y observaba cómo su marido se mantenía aparte.
—¿No piensas limpiarte las heridas? —preguntó a Antoine, en un tono duro e inusual en Mariana porque éste no se había quitado la casaca.
En la cocina reinó un silencio mortal. Los marineros habían compartido espacios exiguos con los duques y los conocían lo suficiente como para intuir que algo andaba mal.
Antoine se movió despacio y se quitó la casaca, el coleto de cuero había parado un buen golpe, tal como revelaba el rasgón de delante hacia atrás que lo convertía en inservible. En el brazo izquierdo, con el que blandía el cuchillo, lucía cortes de consideración que evidenciaban que había soportado el mayor peso de la refriega. Mariana ocultó su angustia y siguió cosiendo, sin temblarle el pulso, una de las múltiples heridas a Julien.
—Te pido disculpas porque te fallé. Prometí defenderte, mantenerte a salvo y, lejos de eso, te utilizo como cebo. Estás aquí, viva, por tus propios medios.
Sólo se oía el chisporroteo del fuego, la respiración pesada de las personas presentes y el relinchar de algún caballo en el exterior. Los hombres bajaban la mirada u observaban algo imaginario en la pared de enfrente o en las manos que despertaba un inusitado interés.
—¿Eso es todo? —inquirió Mariana lentamente, rematando un costurón de Julien.
—He sido un estúpido por arriesgar tu vida. No sospeché que fueran a ser tantos. Venían decididos a dar el golpe final y a asegurarse el éxito.
Mariana se levantó furiosa del banco y se encaró con él.
—Por supuesto que fuiste estúpido, pero no por lo que tú piensas. Crees que has fallado por no protegerme con tu propia espada, con tu propio brazo. Sin embargo, yo creo que eres un estúpido por no contar conmigo. Yo también tengo responsabilidad sobre estos hombres. Uno de ellos murió en mis brazos. ¿De verdad creíste que no haría nada? ¿Qué me limitaría a estar sentada como una oveja atada a una estaca? Igual que me utilizaste para abastecer el barco porque todos debíamos participar en la salvación de todos durante la travesía de Cartagena a Brest, sabía que, tarde o temprano, tendrías que hacer lo que planificaste para hoy. No había otra manera y lo entiendo y he participado. Eso no me molesta. Tu estupidez fue no hablar conmigo, no darme medios para defenderme, no dejarme participar, —Mariana estaba congestionada, con la respiración alterada y echaba fuego por aquellos ojos que siempre se habían mostrado dulces como la miel—. A tus espaldas he aprendido a manejar la pólvora, a amartillar, limpiar y disparar un arma porque estaba segura de que el día de hoy llegaría ¿o crees que soy tan rematadamente tonta que desconozco lo que sucede en mi casa? Hasta el día de hoy no había matado, pero lo he hecho y lo volveré a hacer si con ello evito que Edmon vuelva a morir en mis brazos por mi culpa, por mi incompetencia, por mi indefensión. ¿Sabes lo que es sentirse impotente? Sí, excelencia, sois un estúpido.
Y después del discurso, se dio la media vuelta y desapareció por la escalera de caracol.
Antoine no se movió, de pie, demudado, desorientado, incapaz de tomar una decisión. Si alguno de aquellos hombres sabía lo que había que hacer en ese momento, no se atrevió a exponerlo. Finalmente, Antoine se quitó el coleto y la camisa y se fue a lavar en la bañera, ayudado por una silenciosa Louise, quien le echó el agua por encima para limpiar la sangre seca. Algunos cortes, que habían restañado, dejaron correr la sangre de nuevo. Detrás, los gemidos y la conversación se restablecieron y los ayes de dolor de Julien desataron las risas. De pronto, el silencio volvió a imperar. Antoine se giró para averiguar lo que ocurría y se encontró con Mariana a su lado y sus dulces ojos de miel, que lo esquivaron para que no advirtiera que habían llorado. Si un año atrás, en Cartagena, le hubieran dicho que haría llorar a esta mujer, lo habría negado rotundamente. Sin embargo, él era la causa de su aflicción. Mariana le tomó la mano y lo condujo al banco donde lo sentó y comenzó a curarlo. Los demás continuaron a lo suyo, aunque la conversación no se restableció, como si la diatriba hubiera sido dirigida contra todos.
A medida que las mujeres terminaban con las curas y los vendajes, se iban retirando para dormir algunas horas antes del amanecer. Louise le hizo una seña al cocinero para que la siguiera. Los dos hermanos y las dos hermanas ascendieron en fila por la escalera de caracol y, cuando desembocaron en el pasillo, Antoine instó a Mariana para que lo acompañara al salón cuadrado. Gastón y Carmen los siguieron porque debían pasar por allí para alcanzar sus habitaciones en el otro corredor. Antoine entró el primero y se dirigió a un mueble con cajones de donde extrajo un paquete. No había visto el contenido, pero se fiaba del genovés. Si lo había traído de España, por algún motivo sería. Se lo entregó a Mariana.
—No sé cómo pedir disculpas a la persona que es más importante que mi vida —confesó contrito.
—¿Por qué no me miraste en el bosque cuando los demás se preocuparon por mi bienestar?
—Porque estaba furioso, porque me sentía culpable, porque estaba asustado, porque me avergoncé por fallarte. ¿No vas a abrirlo?
Mariana desenvolvió el paquete hecho con tanto esmero y una explosión de vivos colores apareció ante sus ojos. Lo levantó y lo extendió.
—¡Un mantón! ¡Un mantón de Villamanrique! —exclamó Carmen extasiada.
—Es un mantón de Manila —corrigió Mariana ilusionada—, aunque éste no lleva bordados motivos chinos y tiene flecos. No había visto nada igual.
—Porque ahora los confeccionan en Villamanrique. Añaden flecos y los bordados son de flores —explicó Carmen—. Mirad, los lirios indican pureza, rodeados de rosas que representan el secreto, el enigma. Son muy difíciles de conseguir y carísimos.
Antoine salió subrepticiamente del salón, mientras admiraban el mantón, y recorrió los pasillos hasta la torre de la biblioteca, donde se refugió para lamerse las heridas. Había cometido muchos errores ese día. El brazo más castigado le dolía a pesar del efecto calmante de la quinina, pero más le dolía el alma. Se levantó del sillón en el que se había dejado caer y encendió el fuego de la chimenea, cuando consiguió que prendiera, permaneció allí en cuclillas, observando cómo las llamas bailaban. Él se consideraba estúpido por no defenderla, ella lo llamaba estúpido por mantenerla al margen, por no contar con ella. No lo comprendía. Su deber era guardarla a salvo y no utilizarla como cebo. Cerró los ojos para que la furia que lo invadía a causa de los sucesos de esa tarde se apaciguara, y entonces lo sintió. No oyó nada, fue, más bien, una intuición. Había alguien a su espalda que se movía como si levitara, no resonaban los pasos. Se levantó despacio y se volvió. Mariana llenaba el marco de la puerta, envuelta en el rojo mantón de Manila, en una explosión de bordados de colores. Sus ojos resbalaron por el cuello y los hombros protegidos por la seda, recorrieron las formas sinuosas del cuerpo que dejaba adivinar el bordado, siguieron los flecos que cubrían los blancos muslos hasta donde llegaban, dejando al descubierto las piernas y los pies descalzos. Con un movimiento de la mano dejó resbalar el mantón de los hombros hasta la altura de los pechos, donde lo retuvo nuevamente. Antoine necesitó mucho aire de golpe, de lo que dedujo que no había respirado, y sonó como un suspiro. El dolor del brazo fue relegado por el de la excitación. Mariana avanzó con los desnudos pasos silenciosos y los flecos se movieron al vaivén de las caderas, asomando entre ellos los redondos y níveos muslos. Antoine cerró los ojos un instante, incapaz de reaccionar, de moverse por temor a que la imagen desapareciera. El familiar olor del azahar llegó hasta él y los abrió de nuevo: seguía allí, más próxima e igual de irreal. Extendió la mano y siguió el contorno del cálido cuello y del hombro, descendió por el brazo que lo condujo hasta el pecho, donde apretaba el mantón para que no cayera. Los brazos se abrieron junto con el mantón y descubrieron la total desnudez del cuerpo que lo llamaba; y se cerraron envolviéndolo con los lirios y las rosas. La apasionada invitación del cuerpo desnudo sobre el suyo vestido, lo enervó, desató un deseo incontenible, desbordante, insaciable. Deslizó las manos sobre el cuerpo que se le ofrecía y lo estrechó fuerte contra el suyo para que no se esfumase, para que no se desvaneciese. Y entonces, unos versos escaparon de la boca de Mariana y lo acariciaron con su mensaje de amor y con la calidez del aliento en su oído:
—«Yo no nací sino para quereros;
mi alma os ha cortado a su medida;
por hábito del alma misma os quiero.
Cuanto tengo confieso yo deberos;
por vos nací, por vos tengo la vida,
por vos he de morir, y por vos muero».
Mariana dejó resbalar el resto del mantón hasta el suelo y Antoine la cubrió con los brazos y con el cuerpo, bebió de los rojos labios la entrega, respiró de su aroma el deseo y allí, ante la chimenea, entre lirios y rosas de seda, se unieron como si fuera la primera vez, como si no se hubieran conocido antes. Felices con el regalo de la vida, generosos en la entrega y excitados por la pasión, se descubrieron el uno al otro.