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Partieron de madrugada hacia Versalles, acompañados por la señora Fleury y los marineros: Clément, François y Sébastien. Los demás se quedaron en París, disfrutando de unos días libres de obligaciones, especialmente Pierre y Edmon, quienes estaban aburridos de acompañar a las señoras durante las compras por toda la ciudad. Dejaron también a Teresa para que ayudase a la señora Lussac. Ante la preocupación de Mariana, Teresa le aseguró que así avanzaría en el francés mientras que en Versalles ella no podría servirla en nada. En el camino, se detuvieron a comer en una posada donde habían quedado con el matrimonio Latour, quienes se desplazaban en su propio carruaje con sus criados y el equipaje.

Llegaron con la caída de la tarde. Había un gran trasiego de ricos coches con los blasones en las puertas y de lacayos y cocheros tan elegantemente vestidos que se podían confundir con sus señores. El mes de agosto se acercaba a su fin, pero hacía tanto calor como en París, aunque mejoraba en cuanto a los aromas. Desfilaron frente a las mansiones de familias tan poderosas como Luxemburgo, Noailles, Guisa, Bouillon o Gesvres, a la que pertenecía la tía Eléonore y en la que pasaba invitada algunas temporadas.

Entraron en el patio que se extendía delante de la casa y dos lacayos acudieron prestos para recibir a los señores. Louise había acondicionado la casa y todo parecía funcionar correctamente. Mariana se hallaba visiblemente cansada del traqueteo del carruaje, y Antoine encargó a la señora Fleury que la acompañase a la habitación y la ayudase en todo. Ordenó a Sébastien que se encargase de que estuviera preparada la bañera de su habitación. Louise se adelantó para recibirlos y Antoine la felicitó por su trabajo y le pidió que sirviese las cenas en las habitaciones porque estaban muy cansados y necesitaban relajarse. La señora Louise acompañó a sus habitaciones al matrimonio Latour, que quedó con Antoine para desayunar.

—Mañana organizaremos un tour por los jardines de Versalles para ir tomando contacto con el ambiente y el lugar —prometió el anfitrión.

Cuando Antoine llegó a su habitación, todavía andaba todo revuelto. Madame Fleury abría los baúles y preparaba la ropa de dormir de su señora, mientras que las marmitonas de la cocina llenaban de agua caliente la bañera. Mariana descansaba sentada ante el tocador. Acariciaba sus formas, mientras se observaba en los espejos verticales extasiada.

—Es todo un lujo —confirmó Antoine—. Christopher de eso entendía mucho. Michel, deje espacio en el vestidor para que la señora Fleury pueda colgar los trajes de la duquesa —ordenó, en cuanto se percató de la tirantez entre ambos servidores.

—Madame Louise preparó otra habitación para la señora duquesa, excelencia —informó el ayudante de cámara—. Allí tiene su propio vestidor.

—Michel, el día que la duquesa no comparta conmigo la habitación, dejará de haber estrellas en el cielo —sentenció Antoine, dedicándole una elegante sonrisa a su esposa.

Michel, mascullando por lo bajo, dejó pasar a madame Fleury al vestidor. En cuanto la doncella terminó con esos quehaceres se acercó para ayudar a Mariana pero,  con un gesto muy elocuente, fue despedida por Antoine.

—Hasta mañana por la mañana quedas libre de hacer lo que te parezca. Michel, deja de refunfuñar y abandona el ropero.

Según salían de la estancia, se toparon con una doncella que traía la cena en una gran bandeja, la depositó sobre una mesa junto a la chimenea apagada y, en cuanto abandonó la habitación, Antoine cerró las puertas y echó la llave.

—Al fin, solos —suspiró, apoyándose sobre las puertas que acababa de cerrar—. No creo que pueda soportar tanto servicio pululando alrededor. Me agotan.

Mariana se aproximó riéndose ante la desesperación de su marido. Se dio la media vuelta y le mostró los botones del vestido, un dispendio carísimo a la altura de muy pocos bolsillos.

—Deja de lamentarte y date prisa, el baño se enfría y la cena nos espera.

—Tienes razón. Démonos prisa, mañana por la mañana volverá toda esa gente —bromeó Antoine, besándola en el cuello.

Por la mañana, bajo el sol veraniego, recorrieron en coche los jardines del palacio. Visitaron la gruta de Tethys, donde se encontraba “Apolo con las Ninfas y los caballos del Sol”, el Trianon de porcelana, el invernadero y el zoológico del rey. Pasearon entre las esculturas de Girardon y Le Hongre, admiraron las instalaciones hidráulicas de Francine, ahogaron sus oídos con el sonido del agua de las numerosas y espectaculares fuentes, se colmó su olfato con los aromas de los exuberantes parterres de flores y se maravillaron de las inimaginables dimensiones del palacio. Se fijaron en los sillares almohadillados del primer piso y en la doble altura del segundo, con columnas y pilastras creando entrantes y salientes; se sorprendieron ante los enormes ventanales que se abrían a los jardines y la profusa decoración que remataba el ático del edificio.

—¡Dios mío! —exclamó Claire—. Es fastuoso. Nunca hubiera imaginado algo así.

—Hace tiempo, desde que entré en París, que no consigo mantener la boca cerrada a causa de la admiración —comentó Mariana—. Ahora callo porque siempre hay algo mejor o más maravilloso que contemplar.

—Ésa es la finalidad —explicó Antoine—: dejar anonadados a los visitantes. Éste es el corazón del reino francés. Somos la potencia emergente.

—Juegas con ventaja —se quejó Mariana—. Yo no puedo rebatirte porque no conozco mi propia capital, pero he oído que El Escorial es una obra impresionante.

La charla y el paseo fueron bruscamente interrumpidos por un hombre que, en calzón y en camisa, corría como un loco entre los arbustos y parterres y que, al pasar junto a ellos, les enseñó los dientes. Detrás de él, en su persecución, venían lacayos con mosquetes apuntando y disparando al aire. Laver, recuperado de la sorpresa, iba a tomar cartas en el asunto cuando una voz lo retuvo.

—Yo no me molestaría, monsieur —dijo un desconocido—. Al príncipe de Condé no le complacería que lo privasen de su diversión.

—Sólo encuentro bajeza y no divertimento en el sufrimiento de una persona —refutó Laver.

—¡Ah, monsieur! Estáis en un error. El acosado es el propio príncipe y los acosadores sus sirvientes. Hoy ha decidido que es un conejo y tienen que darle caza. —Se rió el desconocido ante el desconcierto que percibió en los semblantes de sus interlocutores.

—No frecuentáis la Corte ¿verdad? Charles Armand de Goncaut, duque de Biron, para serviros.

—Antoine Laver, duque de Anizy, mi esposa, Mariana , y los señores de Latour, Claire y Philippe.

—¡El nuevo duque de Anizy! Conocí a vuestro hermano, que en paz descanse. He oído hablar de vos. Habéis llegado de las Indias Occidentales con un gran botín para el rey. Sois muy diferente de Christopher.

—Parece ser que la voz ha corrido —comentó Philippe.

—No sólo ha corrido, sino que esta mañana ha llegado un correo desde Brest. De Pointis ha llegado el día diecinueve y se encuentra de camino. Se le espera un día de estos, pues salió tras el correo.

—¡Cuánto me alegro! Estábamos preocupados por su demora. Monsieur Latour es mi primer oficial —explicó Laver.

—¿Le une algún lazo con el marqués que elabora vinos?

—Soy su heredero.

—¡Magnífico! Seremos buenos amigos. Soy un apasionado de la viticultura, pero sólo cuando ya está  servido en una copa —bromeó el duque de Biron, y los demás rieron la gracia.

El duque de Biron era un hombre físicamente corriente, de pelo castaño y estatura media, mayor que Antoine ya que entraba en la treintena y, como militar que era, tendía a la broma y a la fiesta. Los invitó a su maison, les presentó a su esposa, una mujer jovial que los recibió encantada, y les ofrecieron un refrigerio. Recorrieron la lujosa villa en compañía de los anfitriones, quienes les pusieron al corriente de la etiqueta en las fiestas versallescas que se celebraban todas las noches durante el verano en palacio, estuviera o no el rey presente. A media tarde, se retiraron a su humilde hôtel para prepararse para el baile de esa noche.

Accedieron al palacio en medio de un revuelo de lacayos con libreas de diferentes colores, y señores muy elegantes con profusión de encajes, joyas y enormes pelucas. Los olores del sudor habían sido convenientemente sepultados con fuertes perfumes, que convertían el ambiente del vestíbulo en irrespirable. El palacio, tanto en el exterior como en el interior, estaba plenamente iluminado. Los espejos, las lámparas de cristal y los grandes ventanales reverberaban la luz multiplicándola, y los adornos de oro, plata y joyas de los vestidos de las señoras y de las chaquetas de los caballeros centelleaban.

—El gasto en velas debe de ser tremendo —susurró Claire.

—Todo brilla tanto que parece irreal —comentó Mariana.

Se movieron por las diferentes estancias atrayendo la atención de los cortesanos, más habituados al esplendor. Un joven, más valiente que los demás, los abordó.

—Permitid que me presente: André Maurice de Noailles, para serviros. Me complacería ofreceros mis conocimientos en un pequeño tour por el palacio.

Laver se presentó a su vez y percibió que el joven sabía a quién se dirigía cuando se acercó. Aceptaron su ofrecimiento a pesar de la reticencia de Antoine, pues el joven imberbe no ocultaba su admiración por Mariana.

—Aunque lo comenzó Le Vau, a la muerte de éste, lo concluyó Hardouin-Mansart. Ahora está en obras la Capilla Real, pero es Robert de Cotte quien la está erigiendo con la supervisión de Mansart —explicó el joven, cumpliendo con su papel.

En el salón de la Guerra les llamó la atención el hombre que habían visto por la mañana haciendo de conejo y que ahora permanecía quieto, de pie en una esquina, mientras instaba a gritos que lo regasen si no querían que se muriese.

—Es el príncipe de Condé. Esta noche se cree una planta —comentó el joven Noailles, como si fuera algo trivial.

—Esta mañana se creía un conejo —apuntó Philippe, aguantando la risa.

—No lo encontraríais tan divertido si fuera vuestro vecino. Mi casa está junto a la suya y las noches de luna no deja de aullar.

—Es increíble que pueda ser hijo del Gran Condé. Mi padre luchó junto a él —añadió Laver impresionado.

—No lo compadezcáis —avisó Noailles—. Es un energúmeno que maltrata a todos los que lo rodean. Y su hijo es peor, el futuro Príncipe de la Sangre. Y antes de que digáis alguna inconveniencia, os informo de que es el yerno del rey. Casaron al muchacho de diecisiete años con una hija de la Montespan, Mademoiselle de Nantes, quien sólo contaba trece años. Al Gran Condé le corría prisa, antes de que se notara la demencia heredada.

—Entonces, son dos los locos —resumió Latour—. ¡Vaya familia!

—Locos, que no tontos. Destacan en el campo de batalla —puntualizó Noailles.

—Sabéis mucho para ser tan joven —se admiró Mariana.

—Es mi mundo, madame, me muevo por estos salones desde que nací. Pero he comenzado mi carrera militar y debo incorporarme a mi batallón. Es mi obligación seguir la tradición familiar.

—Deseo que regreséis con vida. Sois muy joven —rogó fervientemente Mariana.

—Y a mí no me importaría que me hiriesen, si fuerais vos la salvadora —contestó con intención.

—Está claro que nuestra presencia aquí es del dominio público, así como nuestra vida —se molestó Laver.

—Lo es desde que acudisteis a la ópera con la vieja madame Gesvres. Debéis reconocer que una historia tan romántica nace para ser contada. Las damas del salón contiguo se mueren por conocer a la duquesa, aunque no se atreven a acercarse.

—¡Qué lacayos más raros! —comentó Mariana, desviando la atención.

—Son mosqueteros, madame, la guardia personal del rey. Eso quiere decir que se aproxima su presencia —informó Noailles.

—Dicen que son unos espadachines maravillosos —terció Claire fascinada.

—Sí, pero viven poco —dictaminó Noailles muy ufano—. Les pierde la soberbia. Son prácticamente una reliquia del pasado. Vauban, con sus nuevas y revolucionarias teorías de guerra, los ha eliminado del ejército.

—No por ello son menos dignos, joven —tronó la voz de Vauban a sus espaldas—. En Maastricht, la noche de San Juan de 1673, tuvo lugar uno de los asaltos más encarnizados que he presenciado. Al amanecer, cincuenta y tres mosqueteros habían sido heridos y treinta y siete habían perdido la vida junto a su capitán, el conde D´Artagnan. Es cierto que en dos años habrán desaparecido los mosquetes del ejército, y en breve espero que también la pica. Los dragones son más efectivos. Las estrategias cambian y el ejército evoluciona, pero, jovencito, nunca se debe menospreciar el pasado.

El joven Noailles guardó un respetuoso silencio ante la autoridad y el conocimiento del marqués de Vauban, el principal ingeniero militar del rey Luis XIV y el encargado de fortificar las fronteras del reino por sus estudios sobre los asaltos a fortalezas.

—He de felicitaros por los baluartes que mandasteis construir en Brest —se atrevió a intervenir Mariana—. Es magnífico su diseño. Los españoles hemos de espabilar y mejorar nuestras técnicas.

—Así que sois vos la duquesa de Anizy —le besó la mano con gran deferencia—. ¿Qué sabéis sobre fortalezas españolas para tan deplorable apreciación?

—Poco, es cierto. Cartagena de Indias me pareció una ciudad inexpugnable, y así lo creían sus vecinos. Paseaba frecuentemente por los baluartes y el fuerte de San Felipe de Barajas me pareció un esfuerzo increíble. ¡Qué grosor de paredes! Sin embargo, de poco le valió frente al enemigo.

Antoine se mostró preocupado por las palabras de Mariana. No era muy diplomático considerar a los franceses «enemigos» dentro del propio palacio del rey de Francia. Pero a Vauban no pareció importarle ese detalle.

—Por los datos que nos ha facilitado vuestro marido, creo que en la rendición de la ciudad no influyeron las fortificaciones. Éstas, por el contrario, permanecían incólumes cuando entró «el enemigo» en la ciudad —recalcó graciosamente, con lo que consiguió que Mariana se sonrojase al caer en la cuenta de su desliz.

—Tenéis razón. La corrupción es la peor lacra de un reino.

—Y la negligencia, mi hermosa señora. Cada vez que fortifico una ciudad, hago hincapié en su mantenimiento, en la revisión de los cañones, en el estado de la piedra. Lo contrario es trabajo vano. Sin embargo, me congratulo de ese descuido de vuestros compatriotas porque me ha permitido conoceros. Sois un brillante resplandeciente que nos halaga haber arrebatado a nuestros vecinos.

—Sois muy galante y benévolo conmigo, excelencia, pues yo os he calificado de «enemigo», y vos a los míos de «vecinos».

—Sólo ofende aquel que lleva intención de ello. Una mujer que atraviesa el Atlántico detrás de su corazón, carece de rencor. El rey ha llegado. ¿Me concedéis el baile de apertura?

 

Mariana miró a Antoine, que afirmó imperceptiblemente con la cabeza, y, con una pequeña flexión de piernas, aceptó la invitación. Según avanzaba hacia el salón de baile del brazo del marqués de Vauban, mariscal de Francia, que lucía el listón azul de la Orden del Saint-Espirit, la gente se apartaba para dejarlos pasar y se levantaba un revuelo de murmullos. Vauban saludaba a ambos lados, haciendo caso omiso de la expectación de la que eran protagonistas.

El salón de baile la dejó sin habla. Era alargado, a su derecha se abrían los ventanales que daban al jardín y, frente a éstos, al otro lado del salón, se alzaban enormes espejos que reflejaban las ventanas y multiplicaban la luz de enormes arañas de cristal de Murano, que refulgían cegadoramente. Por si fuera poco, unas esculturas doradas de muchachas con túnicas enroscadas al cuerpo sujetaban un cuerno sobre el que reposaba un candelabro con enormes lágrimas de cristal. El marqués la contemplaba encantado pues, como francés, se sentía orgulloso del efecto que producía Versalles en los recién llegados. El comienzo de la música la obligó a fijarse en el hombre tan perfumado y adornado pero que, a pesar de las apariencias, era tan parecido a su marido. La tez estaba bronceada por soportar la intemperie y acentuaba las arrugas que denunciaban una avanzada edad, el continuo ejercicio lo mantenía ágil y la cicatriz oscura de la mejilla revelaba el arrojo durante las batallas. Cuando terminó el baile, el marqués se despidió:

—He cruzado unas palabras con mi amigo el marqués de Nointel. Sé que sois curiosa e inteligente. El próximo miércoles seréis presentada al rey en el Gran Departamento, donde recibe a los amigos entre las siete y las diez de la noche. Si me lo permitís, os regalaré uno de mis tratados sobre fortificaciones con los que podréis pasar las aburridas y lluviosas tardes de invierno, un poco más aburridas —bromeó alegremente.

Dejó al marqués ingeniero para buscar a sus amigos, pero el duque de Biron la detuvo.

—Por favor, permitidme que os presente a unos amigos: el conde de Pontchartrain y el marqués de Barbezieux, ministro de Guerra.

Mariana se sintió engullida en un torbellino de nuevas caras: era la atracción de Versalles. Pasó un buen rato hasta que sintió el brazo de Antoine deslizarse por su cintura y arrastrarla lejos de la algarabía. Philippe y Claire los esperaban ya en el carruaje.

—¡Qué emoción! He visto al rey —exclamó Claire excitada—. Toda la ropa brillaba y los zapatos también. La duquesa de Biron me explicó que eran diamantes.

—Yo no lo he visto, ¿dónde estaba? —se lamentó Mariana.

—Él sí que os ha visto —puntualizó Claire—. De hecho no os ha quitado el ojo de encima. Estabais muy concentrada en el baile con Vauban y luego con la gente que os rodeaba, pero él sí que os vio, en cuanto empezasteis a bailar.

Antoine permanecía en silencio, sentado junto a ella. Mariana se recostó sobre él y su brazo la estrechó contra sí.

—Vauban me ha dicho que el miércoles es mi presentación —le dijo a Antoine—. ¿Por qué estás tan tenso?

—Será el cansancio —se excusó con una sonrisa forzada.

—No le ha gustado cómo el rey se ha fijado en ti —denunció Philippe—. Está convencido de que sigue siendo un toro en celo. No es ningún secreto la colección de amantes que ha pasado por su lecho y de hijos que le han dejado. La propia reina le dio seis; La Vallière, cuatro; Montespan, siete; La Fontages, ninguno porque murió con veinte años; y ahora madame Maintenon, pero ésta mantiene las riendas tirantes. El rey ya no es lo que era.

—Si estuviera en mi mano eludir el miércoles, lo haría sin dudar —decretó Antoine.

El día que todo aristócrata de Francia anhelaba, llegó. Tres veces por semana, el rey recibía informalmente en sus dependencias a amigos y favorecidos. En esa reunión no había protocolo y el rey hablaba con todos como si fuera uno más. A lo largo de varios salones se disponían mesas con manjares, juegos o música y baile.

Mariana, manifiestamente nerviosa, lucía un vestido azul índigo, rematado el generoso escote por un encaje de Brujas que dejaba entrever entre los pliegues destellos plateados. El cabello lo llevaba recogido igual que la noche que salió en París, con tirabuzones colgando alrededor del cuello. Y de éste pendía, de un lazo trenzado en azul y plata, el trozo de marfil pulido y grabado con la Virgen del Mar de Julien. Antoine caminaba a su lado vistiendo una de las mejores galas de su hermano, rematadas con profusión de lazos. Se había afeitado el bigote y la mosca del mentón, pues ya no se estilaba en la Corte. Los caballeros iban perfectamente rasurados. A Mariana le costaba acostumbrarse a tan drástica medida. Ascendieron por la gran escalera hasta el cuerpo de guardia, donde se identificaron ante el mosquetero de turno. Un lacayo los precedió para franquearles la puerta y anunciarlos. El marqués de Vauban se aproximó a recibirlos.

—Estáis encantadora, mi querida duquesa. Seguidme, os esperan. —Y dirigiéndose a Laver—: El barón de Pointis está aquí, y deseoso de mantener una conversación con vos.

Atravesaron dos salas con más invitados que se volvieron, sin disimulo, para observar a los nuevos convidados. Vauban se dirigió a un grupo que charlaba de pie con una copa en la mano junto a una mesa. El grupo, al verlos, se abrió dejando en el centro al soberano de Francia. Mariana sólo atinó a fijarse en el atuendo, que no brillaba como le había descrito Claire. La chaqueta y el calzón, de fina seda y perfecta confección, no se diferenciaban de los demás. Oyó su nombre de lejos y se arrodilló tal como había ensayado con la duquesa de Biron, muy práctica y conocedora del ritual versallesco, quien se había ofrecido muy amablemente para ayudarla en aquel trance. Le presentaron a las personas que lo rodeaban, pero los nervios impidieron que retuviese los nombres. Sólo reconoció al barón de Pointis, que había asistido a su boda y a quien dedicó una sonrisa. Una de las damas la tomó del brazo y la alejó suavemente del grupo en el que se quedó Antoine.

—Impresiona la primera vez, pero luego una se acostumbra y no es para tanto —comentó sonriéndole.

Mariana la vio por primera vez. Era de su edad, más o menos, de maneras reposadas y una gran sonrisa. Vestía con el boato de la Corte, pero sus palabras revelaban las dotes de observación.

—Estaba tan nerviosa que no me he dado cuenta de nada —se excusó Mariana— ni siquiera recuerdo vuestro nombre.

—Me llamo Ana Luisa. ¿Qué os parece Francia?

—Fastuosa. Desde que desembarqué no deja de impresionarme. Nunca imaginé una ciudad así. Cuando llegué a Cartagena de Indias, creí que era la ciudad más bonita del mundo, tan blanca y con tantas flores y mercados.

—Tengo entendido que sois sevillana. Me han hablado muy bien de España.

—Sevilla fue una gran ciudad. Cuando yo la dejé, estaba llena de mendigos. Los mercaderes la han abandonado porque el comercio de Indias ha disminuido y, aunque la Casa de Contratación sigue allí, la flota parte de Cádiz. El resto del país y la Corte madrileña, lamentablemente, no las conozco —se excusó Mariana con una sonrisa más distendida.

En ese momento, un huracán atravesó la sala. Un personaje deforme, con el cutis amarillento y expresión furiosa, se abría paso a empujones entre los invitados y se divertía partiendo los grupos. Nadie decía nada y todos procuraban evitarlo por lo que Mariana se concentró en su conversación con Ana Luisa.

 

Antoine advirtió cómo Ana Luisa de Borbón-Condé, duquesa de Maine, se alejaba con Mariana del brazo y dejaban a los hombres solos para hablar de otros asuntos. De Pointis y él estuvieron cambiando impresiones sobre el asalto y el viaje de regreso en presencia del rey, de Vauban, del marqués de Barbezieux, ministro de guerra, y del conde de Pontchartrain. El barón expresó la alegría que sintió cuando llegó a Brest y reconoció el Le Fort anclado apaciblemente en la bahía, pues lo había dado por perdido. Debatieron sobre la arriesgada maniobra que había llevado a cabo Laver ante los ingleses, sobre el arrojo y el ingenio que había desplegado durante la travesía para abastecerse y librarse del acoso español. Al barón de Pointis, a causa de la persecución inglesa, no le quedó más remedio que rodear Cuba sin poder abastecerse, así que perdieron más hombres por enfermedad. El regreso se convirtió en una carrera de obstáculos.

Vauban apartó a Laver del grupo que en ese momento aconsejaba al rey sobre la inversión del botín.

—Vuestra descripción de las naves inglesas y holandesas es digna de elogio. Sois observador y atrevido para ser tan joven.

—Me gustan los barcos, aunque no tanto navegar. Soy hombre de tierra. Me atraen las cosas bien hechas y los ingleses construyen buenos barcos, introducen mejoras, experimentan. Ahora lo hacemos nosotros, pero con artesanos holandeses. Necesitamos buenos astilleros y artesanos propios.

—Os recuerdo que el Soleil Royal fue un gran barco de factura francesa.

—Sí, impresionante: doble cuaderna, doble armazón. El armazón de los costados llegó a medir los sesenta centímetros, con ciento seis cañones distribuidos en tres cubiertas y una tripulación de ochocientos hombres. ¿Cuántos barcos como ése tienen los ingleses? ¿Y los españoles?

—Sois muy irónico.

—Soy patriota y realista. En este viaje me he dado cuenta de lo grande que es el mundo y de lo pequeña que es Francia. A mi esposa le deslumbra el oropel de París, pero a través de ella he conocido los puntos débiles de un imperio. Si pretendemos serlo, necesitamos buenas comunicaciones, tanto terrestres como marítimas. Hoy por hoy, las marítimas son nuestro talón de Aquiles.

—Un discurso inteligente. No habláis por hablar. Sois un crítico constructivo como yo. Aspiro a una reforma fiscal y marítima. Coincido con vos: Colbert dio el primer paso y ahora hay que continuar. Creo que en el siglo entrante los imperios se van a disputar en el mar y no sobre la tierra, por eso el rey no escatima pero el país es muy grande: por un lado, la fortificación de fronteras y puertos; por otro, el mantenimiento de un ejército permanente con cañones y armamento. A esto hay que añadir la construcción naval, la burocracia y las manufacturas reales. Demasiado gasto.

—Mi esposa tiene razón —concluyó Laver—. Francia está abocada a perder el imperio que estamos creando, como España está perdiendo el suyo a causa de sus dimensiones.

—Es cierto. Si lo pensáis siempre ha sido así. El imperio romano no fue eterno —aceptó Vauban—. El tema es apasionante; sin embargo, no era de esto sobre lo que quería hablar con vos. El día en que nos conocimos, captó mi atención el asunto de vuestra boda —comentó mientras se movían hacia otra sala.

—Sé que no es usual tomar esposa durante un asalto…

—No, no me refería a esa boda. Además, una vez que se conoce a la dama, queda disipada cualquier duda. Me refería al enlace que os ofreció nuestro rey.

—No veo adónde queréis llegar.

—Eso es porque no conocéis al rey. Por eso a mí sí me extrañó que, una vez tomada una decisión, la abandonase tan rápidamente. Hice mis averiguaciones y éstas despejaron mis dudas en cuanto al rey,  pero no en cuanto al personaje.

—Habláis en cifras.

—Vuestra boda no fue voluntad real, sino que otra persona de la Corte la propuso, de ahí que el rey abandonase tan rápido la empresa. No era de su interés.

—¿Y quién deseaba un ducado para emparejarme?

—Eso es lo más extraño. Sé quién lo propuso, pero no me ha sido posible enterarme de con quién por las circunstancias del individuo.

Entraron en una sala a la que el rey había llegado primero con los demás acompañantes. En ella, un personaje de aspecto simiesco andaba molestando a todos los presentes por más que procuraban ignorarlo. Laver había oído hablar al joven Noailles de monsieur Le Duc, el nieto de Condé e hijo del loco que se creía lobo, pero no había coincidido con él. Antoine siguió la dirección de la mirada de semejante personaje y lo condujo a Mariana, quien mantenía una animada conversación con la duquesa de Maine y estaban ajenas a lo que sucedía a su alrededor. La caricatura de hombre arremetió contra las dos mujeres, aunque se ensañó con una en particular. La mordió en el brazo y de un empujón la tiró al suelo. El grito de sorpresa y de dolor de Mariana atrajo la atención de los presentes en el salón. El marqués de Barbezieux, que estaba más próximo, llegó en auxilio de Mariana. Antoine dio el primer paso hacia la escena con los ojos entrecerrados por la furia y los nudillos blancos por la fuerza contenida, cuando la mano de hierro de Vauban se aferró a su hombro y le impidió continuar la marcha, dando lugar con esa maniobra a que el rey llegara junto a ella. Entre Barbezieux y la duquesa de Maine ayudaron a levantarse a Mariana, blanca del susto y con el antebrazo dolorido, en el que una serie de puntitos rojos evidenciaban el siniestro ataque del que había sido víctima.

—Llevad a la duquesa a un sitio tranquilo y que la asista Lemery, mi médico personal —ordenó el rey a Ana Luisa.

Luego buscó entre el círculo de curiosos al culpable, que permanecía rígido y blanco ante la rasgada mirada avellana del Borbón.

—Monsieur Le Duc, mañana por la mañana partiréis a vuestra residencia de Saint-Maur y no volveréis a Versalles hasta nueva orden.

Los cortesanos dejaron libre el camino hacia la puerta, aliviados ante la perspectiva de no verlo por allí en una larga temporada. El rey envió a la duquesa de d´Aumont para informarse del estado de la duquesa de Anizy y se volvió hacia Laver, quien se debatía entre la ofensa y la preocupación por Mariana.

—Es triste y desolador ver cómo la sangre de un príncipe de Francia se deteriora y genera un remedo de hombre.

Con esta sencilla frase le recordó a Laver quién era el atacante y que él, el rey, no lo consideraba una ofensa. Los curiosos volvieron a sus conversaciones y el rey se alejó con sus amigos, dejando solos a Laver y a Vauban.

—Esto se vuelve más raro por momentos —dijo Vauban perplejo—. Monsieur Le Duc era la persona que propuso al rey vuestro enlace, por esa razón no he logrado enterarme de quién era la novia.

—¿Estáis sugiriendo que ese energúmeno atacó a mi esposa por despecho? —inquirió Laver.

—Por despecho, no. Por desesperación. El individuo es violento y cruel. Disfruta con el sufrimiento ajeno. Descarga su ira con los criados, con sus hermanos y con su esposa, la hija del rey y de la Montespan: mademoiselle de Nantes. Pero nunca se había atrevido a levantar la cólera del rey hasta hoy, que le ha valido el destierro. Debe de estar muy desesperado, aunque ignoro la causa, pues no vislumbro el interés que ha desatado vuestro matrimonio, y menos aún con el beneplácito del rey.

—Con vuestro permiso voy a interesarme por la duquesa. Me inquieta que la caída tenga consecuencias para el embarazo —mintió Laver.

Su preocupación se centraba en Mariana. Era la segunda vez que un hombre la mordía. En Cartagena de Indias, su futuro esposo la había mordido en un pecho. Sólo él había leído el miedo en su cara cuando la levantaron del suelo y sólo él podía calmarla. Sus sentimientos eran encontrados: furioso porque no podía descargar la ira sobre un príncipe de la sangre tal como le había recalcado el rey; aliviado porque el monarca le había liberado, de forma pública, del deber de limpiar un honor imposible de restablecer sin entrar en la cárcel. Entró en la sala donde Mariana estaba siendo curada por Nicolás Lémery, reconocido farmacéutico y médico personal del rey. Las mujeres revoloteaban alrededor y comentaban con disgusto la falta de seguridad en los salones privados del rey.

 

Era tal la indignación de la nobleza que llegó a oídos del rey cuando se hallaba hablando con el barón de Pointis y el marqués de Vauban.

—Hay que solucionar de alguna manera este desagradable asunto —apuntó Vauban—. El duque está enamorado de su esposa y recemos para que ésta no pierda el heredero.

—El duque es un hombre que merece vuestra atención, sire —aconsejó de Pointis—. Es un hombre valiente, inteligente y con una fuerte personalidad que arrastra a los hombres. Un tanto peculiar en cuanto a la forma de actuar pero que encandila a los hombres a seguirlo, como ya os he comentado. Recordad la anécdota del baño en Cartagena, por ejemplo, costumbre que se extendió entre todos los oficiales; con el duelo de Saint-Domingue consiguió que todos los soldados y los marineros se volcaran con él.

—¿Queréis decir que puede arrastrar a la nobleza si no se hace justicia? —reflexionó el rey—. Es un hombre peligroso.

—No es del todo exacto —se adelantó Vauban, ante los evidentes celos del barón que podían enterrar en el anonimato a un hombre valioso—, depende del puesto que ocupe el hombre, sire.

—¿Tenéis alguna idea en mente?

—Supervisor real de los astilleros del reino. Sé que es joven, pero como muy bien apuntó el barón, es inteligente y patriota —señaló, retomando las palabras de Pointis para clavárselas a su vez—. Francia necesita aumentar la flota para mantener bien comunicado el imperio y ahora habrá posibles económicos para invertir. Al mismo tiempo, es un gran ascenso para una persona tan joven, la nobleza lo verá con buenos ojos y lo interpretará como una forma de resarcimiento por la afrenta sufrida en vuestra presencia. El hombre quedará absorbido por la red burocrática y no estará al frente de ningún ejército.

Vauban guardó silencio, orgulloso de su ingenio para salvar una situación tan compleja diplomáticamente y para enviar un mensaje al barón: hacía falta algo más que un botín para desbancarle del afecto del rey. Con su manipulación, por un lado el rey quedaba tranquilo al retirar a un hombre carismático del escalafón de la Armada; y por otro, rescataba una buena mente para fortalecer el país. La sublevación de La Fronda la recordaba el rey como un hierro candente sobre la piel. Personalmente, ponía en su sitio al inepto barón de Pointis, a quien lo había acompañado la Fortuna durante el asalto, por lo que había sabido de boca de Laver, y que pensaba completar con los relatos de otros capitanes. Le hervía la sangre al rememorar que un fuerte sitiado hubiera sido desalojado y vuelto a realojar sin conocimiento de los sitiadores, tal y como le había sucedido al barón durante el asalto al fuerte de San Felipe de Barajas.

Tras un rato de reflexivo silencio, el rey se adelantó hacia los duques de Anizy, quienes habían entrado en el salón. Ella, nerviosa y pálida todavía, lucía un vendaje en el antebrazo y caminaba apoyada en su marido, que no disimulaba su preocupación por el ánimo de la duquesa.

—Madame, es un alivio para todos los presentes contemplaros ya repuesta de tan lamentable incidente. Me abochorna el espectáculo tan indigno por parte de un noble de Francia en mi presencia.

El silencio era absoluto. Vauban advirtió que no había dicho súbdito, sino noble. Había desviado la culpabilidad e implicado a la nobleza en general. Al acercarse la duquesa de Maine, el rey continuó:

—A Ana Luisa y a mí nos encantaría que nos contaseis vuestro romántico encuentro con el duque. Me fascinan los idilios, aunque tengo entendido que preferís las fortificaciones —bromeó el rey.

—No es del todo exacto —corrigió Mariana, consciente del honor que le hacía al dirigirse a ella. Por primera vez se fijó en los pequeños ojos rasgados de color avellana del rey, en la nariz grande y aguileña de los Borbón y el labio inferior sobresaliente y desdeñoso de los Habsburgo; todo ello rematado por una cabellera castaña abundante y rizada—. En un ataque a un punto lejano del imperio español, he descubierto las razones de la decadencia de un Estado, y ahora me encuentro en otro emergente en el que puedo analizar las causas de ese éxito.

Los cortesanos, que estaban pendientes de la conversación, se miraban extrañados por el rumbo que había tomado la charla cuando, en realidad, esperaban un intercambio de palabras galantes entre su enamoradizo rey y la bella española. Vauban reconoció la singularidad de la duquesa y decidió prestarle más atención, ya que había extendido su protección sobre ellos.

—¿Y a qué conclusión habéis llegado? —inquirió el rey interesado.

—Las instituciones erigidas por España para supervisar los monopolios comerciales están demasiado burocratizadas y en manos de aristócratas carentes de experiencia en la navegación y en el comercio. Como muy bien me aleccionó el marqués de Vauban —e inclinó la cabeza hacia el mencionado—, no basta con fortificar, hay que mantener. Pero la corrupción rae un gobierno débil y se desmorona lo construido.

—Magnífica alumna ha encontrado en vos el marqués. Ahora entiendo el regalo. Os entretendrá su tratado sobre fortificaciones —vaticinó el rey, encantado por el sutil elogio de la duquesa a su gobierno y al encumbramiento de burgueses capaces—. Para no desdecir al maestro Vauban, aprovecho este momento para anunciaros que, gracias al botín obtenido, he decidido invertir en la construcción naval. Pero no puedo dejar en manos inexpertas tanta responsabilidad, como muy bien habéis apuntado, así que en los próximos días, vuestro marido recibirá el nombramiento que lo pondrá al frente de tan ardua tarea.

Las exclamaciones de sorpresa y estupor inundaron la sala. Vauban saboreó su triunfo sobre el general de Pointis y disfrutó de la expresión de total asombro del duque, quien tardó en reaccionar. Éste se adelantó para expresar su gratitud al soberano cuando un lacayo irrumpió en la estancia y susurró unas palabras al oído del rey, cuya expresión se endureció y sus ojos rasgados brillaron de ira.

—¿Cómo osa alterar mi velada? ¿Quién se cree que es ese embajador español? Que espere al día de la audiencia.

El marqués de Barbezieux, como ministro de guerra, razonó con calma para aplacar al rey, quien había sido interrumpido en su momento de gloria, es decir, cuando estaba otorgando un beneficio a uno de sus súbditos ante la admiración y el reconocimiento de todos los demás por su magnanimidad.

—Si les escoció la conquista de Barcelona por el duque de Beaufort, el nueve de agosto, ahora les debe de picar Cartagena de Indias.

Todos rieron la ocurrencia del marqués y el rey recuperó el buen humor al recordar los éxitos obtenidos en las empresas.

—Reconozco que la queja del embajador español no es injustificada. El incumplimiento de los acuerdos con los  filibusteros y el abandonar la ciudad, quedando allí éstos, no ha sido muy caballeroso por nuestra parte. Los desmanes de los piratas han sido terribles: violaciones, torturas, muertes. La ciudad, sin baluartes ni medios con los que defenderse, ha sido un infierno durante días. Habrá que atender a las demandas de nuestros vecinos. Monsieur barón de Pointis, seréis procesado por la ruptura del pacto que establecimos con los aliados y que causa tanto desasosiego a nuestro cuñado el rey Carlos —sentenció, y se dio la media vuelta dando por finalizada la conversación.

 

Mariana estaba trastornada por aquellas palabras que le habían revelado las terribles consecuencias del asalto a Cartagena. Mientras la ciudad sufría vejaciones, ella navegaba feliz hacia un destino de lujo. Se sentía traidora, voluptuosa e insensible por su inconsciencia. Pero nadie se percató de su malestar y, si lo hicieron, lo atribuyeron a la reciente agresión. A su lado, Antoine estaba siendo felicitado por el nombramiento y, en los corrillos, se comentaba lo bien que había resuelto el rey la afrenta sufrida por uno de los suyos.

A las diez en punto de la noche, un lacayo anunciaba el término de la velada. Entre risas y despedidas, poco a poco, se fueron vaciando las estancias. Los duques de Anizy fueron retenidos un momento más por el marqués de Vauban.

—No debéis abandonar París hasta que os llegue el nombramiento y termine el proceso del barón del cual seréis testigo.

—¿Qué posibilidades tiene el barón? —preguntó Laver preocupado.

 —Todas —contestó concisamente Vauban—. El rey está encantado. Es una pantomima para aplacar los ánimos de unos y de otros. Han llegado protestas de Saint-Domingue por el trato recibido. El rey ha nombrado caballero de San Luis al gobernador Ducasse y ha enviado un millón de luises como compensación. El conde de Pontchartrain tiene sumo interés en entrevistarse con vos. Recibiréis noticias suyas.

Aquello se estaba complicando por momentos. Laver se sentía contrariado por no poder abandonar la ciudad todavía.

—Será un honor cambiar impresiones con otro marino.

Se despidieron con una inclinación de cabeza y abandonaron el palacio. En el hôtel, uno de los lacayos, que se había quedado esperando a los duques, les abrió la puerta. Se retiraron a su habitación, donde no encontraron a madame Fleury porque así lo había ordenado Antoine y ahora se alegraba de ello. Mariana había guardado silencio durante todo el trayecto y eso no le había gustado. Por lo general, después de un día tan ansiado, se mostraba extrovertida y llena de vida; sin embargo, reconoció esa lasitud triste que la había embargado en Cartagena. Antoine, sin mediar palabra, la ayudó a desvestirse y la animó a acostarse. Él hizo lo mismo y se echó a su lado.

—Cuéntame algo —pidió Antoine en voz baja.

—No puedo, me siento fatal —confesó Mariana al borde de las lágrimas.

—Tú no tuviste culpa alguna. Aquel loco energúmeno no debería andar suelto entre la gente normal. Por muy yerno del rey que sea, no es apto para la convivencia.

—No me refería a eso, aunque también lo pasé mal, lo reconozco. Pienso en Cartagena y en España. Todos sufren mientras yo me divierto y estoy a salvo. Soy una traidora.

—¿Esa es la causa de tu aflicción? —preguntó, entre incrédulo y aliviado—. Mariana, no has traicionado a nadie. ¿Desde cuando gobiernas sobre los acontecimientos del mundo? La vida es breve y hay que disfrutar los pequeños momentos de felicidad que nos regale.

—Esa es la filosofía de Teresa: apurar la vida.

—Creo que tu conflicto se ciñe al ámbito de la mente. No has dejado de ser española y te duelen sus males. Es noble por tu parte no olvidar tu origen, pero es poco práctico sentirte culpable de algo que está fuera de tu alcance.

—Seguramente estás en lo cierto, pero no me siento mejor.

Antoine la acercó hacia sí, le pasó un brazo bajo la cabeza y con la otra mano empezó a masajearle las sienes al tiempo que entonaba una canción. Sin embargo, aquella noche, la dedicación de su marido no consiguió erradicar la tristeza, las cerradas cicatrices del alma se abrieron supurando los viejos miedos, las antiguas angustias, y las olvidadas pesadillas volvieron a reinar en sus sueños.