7

 

 

Se levantaron tarde y, durante el desayuno, recibieron la agradable visita de Gastón, a quien invitaron a quedarse un par de días para intercambiar impresiones. Antoine le contó el descubrimiento del botín y del uso que iban a hacer de él mientras cruzaban la explanada camino del nuevo edificio, para asegurarse de que no hubiera oídos indiscretos. Gastón le felicitó por su fortuna y mostró interés en el proyecto de Mariana.

—Acompáñala a Laon. Quiere partir antes del mediodía para entrevistarse con los comerciantes. Aprenderás mucho de ella, como yo mismo estoy aprendiendo, y la apoyarás moralmente. Yo he de continuar con los arrendatarios y me quedaré más tranquilo si estás con ella. Iréis escoltados, aunque es a mí a quien busca «el figurín».

—¿«El figurín»? —inquirió Gastón.

—Así llaman mis hombres al que fue mayordomo de Christopher en Versalles.

—D´Orville. No me gustó el hombre. Me dio la sensación de que atosigaba a Christopher, no lo dejaba solo, y menos si yo andaba cerca.

—¿No pudiste hablar con él a solas?

—En efecto. ¿Extraño, no? De todas formas, Christopher no parecía muy lúcido, no hacía más que hablar de la cama de nuestro padre, de que te dijese que su cama era como la de nuestro padre. Eso me lo recordó en varias ocasiones y que no olvidase de transmitírtelo. Estaba afectado por la fiebre.

—Ahora ya no podemos hacer nada. Debemos encontrar al sodomita —concluyó Antoine.

Laver designó a François y Sébastien para escoltar el coche hasta Laon, mientras que Clément, el administrador Chauny, al que había avisado con antelación, y él partían para entrevistarse con un arrendatario: el campesino Coteau, quien había encabezado la reunión de los arrendatarios la tarde anterior según las pesquisas de Julien.

Tomaron el camino que les había indicado un labriego y que conducía a dos estancias. La primera, ofrecía un aspecto descuidado, el tejado pedía una reparación a gritos al igual que el campo que la circundaba, donde una mujer y dos rapaces limpiaban de malas hierbas un sembrado exiguo y unas espigas raquíticas. Los oyeron llegar y se irguieron para observarlos. Al requerimiento de Clément, la mujer señaló una casa más al fondo, de mejor aspecto y con un sembrado más uniforme. Un hombre, entrado en años, llenaba el umbral de acceso a la casa. Lejos de parecer sorprendido, avanzó presuroso hacia los recién llegados que ya estaban desmontando.

—¿El arrendatario Coteau? —se adelantó Chauny.

—Servidor, excelencia —respondió con una reverencia que le hizo gracia al administrador.

—El duque es él, no yo —aclaró el letrado—. El arrendamiento es de renta antigua y tenéis dos hijos conviviendo, según nuestros informes —prosiguió Chauny.

—No, señor. Mis hijos tienen campos propios.

—¿Queréis decir que han arrendado al duque otro campo?

—Otras dos fincas, una para cada uno —aclaró el viejo.

—¿Cómo es eso posible? —preguntó Chauny, visiblemente asombrado.

—Uno de los arrendatarios falleció y el otro abandonó la tierra, señor —informó el viejo con humildad.

Laver, acostumbrado a juzgar a la gente, no se dejó engañar. Bajo aquella aparente humildad latía la fuerza del orgullo, del dominio. El viejo mantenía la tierra y la casa con un esmero que requería un trabajo propio de una persona fuerte y con un fin en la vida. Generalmente, los campesinos veían sus esfuerzos engullidos por las rentas señoriales y los impuestos reales, por lo que no les merecía la pena esforzarse. Trabajaban lo mínimo para sobrevivir, pero ese hombre, no.

—¿Cómo han conseguido pagar el cen, por el reconocimiento de la autoridad señorial, y el lod, por el cambio de manos de la tierra? Es mucho dinero para dos arriendos más —recalcó Chauny.

—Somos muy trabajadores y hemos sido bendecidos con buenas cosechas.

Chauny se volvió a Laver con una mirada interrogante, pidiendo instrucciones.

—Comprobaremos todos los pagos y las cuantías —decretó Laver. Fijó su fría mirada en el viejo que, aunque bajó los ojos, no pudo evitar una mueca de triunfo que Laver, alerta, captó rápidamente.

En lugar de montar a caballo, Laver inició la marcha con las riendas de la montura en la mano hacia el campo donde se hallaba la mujer, que los observaba desde la distancia.

—No creo al viejo —comentó por el camino al administrador—. Las cosechas del noventa y tres y del noventa y cuatro fueron catastróficas. De hecho, según los libros, los ingresos disminuyeron sensiblemente. Eso es algo que hubieras debido constatar, así como conocer a los propietarios a los que administras.

Chauny no replicó, resultaba visible la sudoración por los nervios. Laver lo ignoró concentrado en la mujer, quien se mostró ostensiblemente alterada al verlos aproximarse y lanzaba inquietas miradas más allá de ellos, hacia el campo del viejo. Llegaron hasta ella y Chauny, consultando sus papeles, informó:

—Madame Forgeron. Enviudó recientemente y tiene tres hijos. Curioso nombre.

—Mi padre no tenía apellido y adquirió el de su oficio. Todos lo conocían en el lugar.

—¿Goban? ¿Goban, el herrero, era tu padre? —preguntó Laver.

—Sí, excelencia —asintió la mujer sonrojándose.

—Lo recuerdo. Un huérfano criado en el monasterio de Laon. Los monjes le dieron el nombre del monje irlandés, Goban, y le enseñaron el oficio. ¿Vive?

—No, excelencia. Si viviera, yo no me vería en este aprieto.

—Explícanos tu situación —pidió Laver.

Chauny y Clément lo miraron sorprendidos, pues algo era evidente con los dos mocosos mal nutridos que se le agarraban a las faldas y el estado de la casa y de las tierras, que denunciaban la falta de atención. Pero Laver esperaba, con la mirada amable fija en ella, a que le contara lo manifiesto.

—Mi marido falleció de un accidente y yo no puedo realizar todo el trabajo —según hablaba su desasosiego aumentó—, por lo que tendré que vender mis tierras —declaró atropelladamente.

Chauny iba a decir algo, cuando Laver lo cortó con un gesto.

—¿Tus tierras? Creí que eran mías.

—¡Oh! Yo no entiendo de eso —se disculpó la mujer al borde de las lágrimas—. El señor Coteau me dijo que me daría el precio de la cosecha por adelantado si las abandonaba. Pero sin tierras, ¿cómo saldrán mis hijos adelante?

—El que no entiende por qué debes abandonar las tierras, soy yo —contestó Laver—. Eso es decisión mía. Con hijos varones que te pueden ayudar, ¿cuál es el problema? Chauny, dijiste que eran tres, ¿dónde está el tercero?

La mujer rompió a llorar y no hubo manera de entenderse con ella; uno de los chiquillos indicó la casa. A un gesto de Laver, Clément se dirigió a ella y desapareció en el interior. Volvió asomarse e hizo una seña al capitán, quien enfiló el camino de la casa seguido de la llorosa mujer.

—Es solo una niña. Dejadla en paz —suplicó la mujer.

Laver entró en la oscura vivienda de una sola habitación dividida en dos por una mugrienta tela que colgaba de una cuerda. Al otro lado, había un camastro sobre el que se acurrucaba atemorizada una niña de edad indefinida a causa del engreñado cabello, la delgadez y los churretes que surcaban su cara y que evidenciaban el llanto. Ante la interrogativa mirada de Laver, Clément tiró de la manta y dejó al descubierto el cuerpo magullado y la sangre seca entre los muslos que se extendía a sus deshilachadas ropas. La chiquilla se encogió más y empezó a llorar de nuevo.

—¿Te dedicas a vender su cuerpo?

—¡Oh, no! ¡No, señor! No sé quien ha sido. La niña no vio a su agresor —declaró la mujer asustada.

Laver, furioso, se retiró para salir del antro con suelo de tierra pisada, cuando distinguió en la penumbra una mesa, un banco y, al fondo, un puchero hirviendo que colgaba del trébede sobre la lumbre.

—Sacad la mesa y el banco afuera —ordenó bruscamente.

—¡Oh, excelencia! Me iré si así lo deseáis, dejadnos lo poco que poseemos —rogó la mujer al extremo de sus fuerzas.

—Entonces habla, ¿o piensas que soy tonto? —demandó Laver airado.

La mujer lloró más fuerte y cayó de rodillas. Laver señaló la mesa y el banco y salió. A lo lejos, distinguió al vecino que simulaba trabajar pero que andaba pendiente de los acontecimientos de la casa vecina. Entre el asustado Chauny y Clément sacaron los muebles.

—Siéntate, Chauny, y busca los pagos de los Coteau. Clément, coge el caballo y tráeme a los dos muchachos aquí, aunque tengas que usar la fuerza.

Laver se sentó en el borde de la mesa, cerró los ojos y respiró hondo. Los hombres eran salvajes en todas partes, daba igual la escala social. Los abrió de nuevo y contempló el verde paisaje que los rodeaba bajo un cielo azul otoñal. Oía el gorjeo de los pájaros y el rumor del aire sobre las hojas, amarillas y ocres, de los árboles al mecerse. El campo significaba para él paz, tranquilidad, descanso, comida y buen sueño, lejos de la tensión de vivir en un barco, alerta y preocupado por sobrevivir a cada hora. La ausencia de los señores de Anizy había convertido aquel paraíso en un infierno. ¿En manos de quién descansaba el derecho jurisdiccional? Seguramente que en las de nadie, puesto que el administrador hacía lo que le venía en gana. Lo miró de reojo y le observó buscar ofuscado en las listas lo demandado. Se había limitado a cobrar sin cerciorarse de lo que sucedía en las tierras, de si cambiaban de manos o de si había injusticias, ni siquiera conocía a los arrendadores. Semejante desvergüenza lo había irritado y había descargado con la mujer. Bajó la mirada y vio a uno de los rapaces que lo contemplaba con unos enormes ojos, acentuados por la delgadez de las facciones.

—Dile a tu madre que nos saque algo para comer —ordenó con voz más templada.

Chauny seguía inmerso entre las hojas de los libros, tomando notas y ausente del entorno. Laver no lo molestó. Quería esclarecer lo que estaba sucediendo allí. Recordaba al bueno de Goban que llegaba al castillo una vez por semana para herrar los caballos o afilar las espadas y cuchillos. Regordete y bonachón, era buen amigo de los muchachos de la comarca pues, aunque siempre los tenía alrededor preguntando y molestando, nunca había una mala palabra ni un grito para ellos. Es más, ahora que lo pensaba, no lo recordaba enfadado. El tiempo le había mostrado el valor de una persona así en las relaciones humanas. En un barco, este tipo de individuos, atemperaba el exaltado ánimo de los demás y, en la reyertas, eran jueces escuchados con respeto. Aunque sólo fuera por su recuerdo, la hija merecía un poco de consideración. La familia estaba sufriendo algún tipo de extorsión porque alguien deseaba el arriendo de esas tierras y él llegaría al fondo del asunto.

—Ya lo tengo, excelencia —exclamó Chauny a su espalda— Es curioso: aquí la gente fallece por accidente, no por enfermedad. Los arrendatarios de los dos campos ocupados por los hijos de Coteau murieron por accidente. El padre pagó los derechos correspondientes para hacerse cargo de las tierras.

—¿Especifica el accidente? ¿Tenían familia?

—No, señor. Habrá que preguntar.

—Y no hallarás la respuesta. La gente vive atemorizada. Han estado demasiado tiempo abandonados y han surgido reyezuelos abusivos —resumió Laver, sin decidir quién era más culpable si el indolente de Christopher o el inepto del administrador.

La mujer salió con el puchero y lo dejó en el extremo de la mesa, mientras que uno de los chicos traía las escudillas de madera. Mientras Chauny apartaba los libros, la mujer sirvió, con un cucharón de castaño, un caldo de verduras sin sal. Chauny iba a decir algo, pero la hiriente mirada que le echó lo detuvo. Alzó la vista hacia el campo vecino y, a pesar de la distancia, pudo adivinar el gesto de estupefacción del labriego. El ruido de los cascos y arneses de un caballo atrajo la atención de todos hacia el camino. Clément llegaba con dos hombres jóvenes que caminaban delante de él y, detrás, se aproximaban algunos lugareños atraídos por la novedad. El viejo debió reconocerlos porque abandonó lo que estaba haciendo y se acercó a su vez. Con gran parsimonia, Laver rodeó la mesa y se sentó en el banco junto a Chauny, levantando antes los faldones de su chaqueta de seda ribeteada con bordados dorados. Retiró hacia atrás las blancas puntillas de las puñetas para no mancharse y procedió a tomarse el brebaje de verduras, consciente de que era la única comida que tenía la familia para subsistir. Chauny lo contemplaba atónito pero en silencio. El viejo, junto a sus hijos, aguardó de pie frente a él mientras comía. Con un gesto, Laver indicó a la mujer que sirviera a Chauny y a Clément. Chauny miró con recelo su escudilla. Laver notó que lo observaba y que se animaba a seguir su ejemplo, sin embargo, la primera cucharada se le atragantó.

—¿Cómo podéis tomar este mejunje de verduras fermentadas? —susurró Chauny.

—Cosas peores se comen en un barco —respondió Clément.

Laver apartó la escudilla con la expresión satisfecha de alguien que ha comido con placer. Con la espera, deseaba que la tensión desgastara a los Coteau a la vez que los humillaba; además, daba lugar a que llegasen más curiosos que se iban agrupando en la distancia y atisbaban lo que sucedía en el prado.

—Veamos, Coteau, ¿son éstos tus hijos?

—Sí, excelencia. Pero antes de que atienda a las tonterías que le haya contado esa mujer, le diré que está trastornada por el fatal accidente acaecido a su marido y por la violación de su hija. Desgracias que lamento mucho como vecino —aclaró zalamero—, pero lo demás es fruto de una mente desquiciada.

—Me dejas anonadado —contestó Laver, fingiendo desconcierto y dejando su boca ostensiblemente abierta—. ¿Han violado a su hija? ¿Su marido murió en un accidente? Tienes razón, buen hombre, la mujer no está en su sano juicio pues nos ha dicho que el marido falleció de unas fiebres y que la hija se había caído.

Laver deseó que el estúpido del administrador cerrase la boca y, por el rabillo del ojo, vislumbró que la mujer contenía la respiración totalmente pálida. Por el contrario, el viejo, que había llegado dispuesto a luchar y a desbaratar cualquier confesión de la mujer, se había quedado descompuesto y no se había percatado de nada.

—Y dime —continuó Laver con la farsa—: ¿cómo fue el accidente?

—Yo no lo vi —contestó el viejo desasosegado—. Me lo contaron.

—¿Hay testigos?

—No, no, quiero decir que no vi el cadáver.

—¿Y quién lo vio? ¿O quién lo encontró? —insistió Laver.

—No lo sé. Que os lo diga ella —respondió desabrido el viejo.

—Cuéntamelo tú, puesto que no puedo fiarme, como has podido comprobar, de las palabras de una demente.

—Lo encontré yo. Se ahogó en una acequia. Estaba borracho —intervino uno de los jóvenes con aire retador.

—¿Puedes concretar el sitio donde lo encontraron?

—Sí, en el viejo camino hacia Saint-Gobain, junto al roble de los druidas. Si queréis os puedo llevar hasta allí.

—No es necesario. Conozco el lugar perfectamente. Es el árbol a donde todos los enamorados acuden a medianoche el día de luna llena para prometerse amor eterno —precisó Laver ante el asombro del joven—. No recuerdo ninguna posada o taberna por allí.

—Porque no la hay, excelencia —respondió al punto el joven.

—Entonces, ¿cómo podía estar borracho?

El desconcierto invadió al joven hablador, que miró directamente a su padre.

—Esas cosas no son asunto nuestro —respondió el viejo.

—¿Quién investigó los hechos?

—¿Investigar? ¿Por qué habría que investigar? El administrador dio parte al intendente de Laon.

—¿Chauny? —interrogó Laver, mirándolo fijamente.

—Yo me limité a transmitir los hechos que me comunicaron, excelencia —respondió el requerido sofocado.

—Sin moverte de tu casa —recalcó con ironía Laver—. Veamos. Hemos encontrado tus pagos insuficientes. Las cifras que hay en los libros son inferiores a lo que te corresponde —mintió Laver—. Chauny, haz el favor de leer en voz alta las cantidades que se han abonado por la transmisión del arrendamiento.

—¡El administrador es un bribón! —gritó el viejo desquiciado, interrumpiendo a Laver—. He abonado lo estipulado.

—Clément, tráeme a la niña, puesto que la madre desvaría, habrá que interrogarla a ella por el violador —ordenó Laver, aprovechando que los ánimos se caldeaban, y así pasaba de una situación a otra sin dejar que se rehicieran y, mientras hablaba, no perdía detalle de la preocupación de los tres labriegos.

Los gritos de la niña desgarraron el aire. Los curiosos, que iban aumentando, se habían aproximado hasta llegar a la linde del campo. Clément apareció en la puerta con ella, que se debatía inútilmente en brazos del hombretón y llamaba a su madre, que se retorcía las manos llena de angustia ante el sufrimiento de la cría.

—Déjala en el suelo —ordenó suavemente a Clément. Y se dirigió a la madre—: trata de calmarla.

Una vez libre de los brazos del marinero, la niña corrió hacia su madre pero, a mitad del camino, se paró en seco y su cara reflejó todo el espanto que una mente tierna puede generar. Laver, astuto y rápido, reconoció el momento idóneo en el que una mente no razona.

—¡Señálalo! —Su voz sonó seca y tajante.

El brazo de la niña se levantó con voluntad propia, independiente del miedo paralizador que experimentaba, y apuntó al mayor de los chicos.

—También está loca —saltó el viejo, desesperado para salvar a su hijo—. Nos atribuyen todos sus males. Está influida por la madre.

Laver se levantó y, al mismo tiempo que avanzaba hacia ellos, desenvainó la espada para mayor espanto de los campesinos reunidos en el camino, desde donde asistían como testigos a los hechos. Apuntó teatralmente a los jóvenes para que no se movieran.

—Clément, ata a los tres en hilera. Nos los llevamos detenidos. Pasarán la noche en el castillo hasta que pongamos en claro tanto desafuero. Chauny, acércate al camino y busca  testigos de los «tres accidentes» o a las personas que encontraron los cadáveres. También necesito declaraciones de los campesinos a los que hayan extorsionado para obtener beneficio. De algún lado han sacado el dinero; no llueve del cielo.

Los gritos y las quejas de los tres Coteau llenaron el valle. Mejor así, pensó Laver, cuanto más dramatismo, más recordarán los demás las consecuencias. Se encaminó a los caballos e hizo una seña a los dos rapaces, que se aproximaron tímidamente e impresionados por los gritos y gemidos de sus torturadores. Sacó las viandas que llevaban preparadas y envueltas en una lona fuerte por Louise: queso, pan, foie y carne seca. Del caballo de Clément cogió el odre de vino. Se volvió y dejó todo en manos de los chiquillos.

—Dádselo a vuestra madre —les dijo, a la vez que les guiñaba un ojo. Por una vez comerían bien.

El regreso fue lento con los tres prisioneros caminando detrás de los caballos, pero llegaron a tiempo de ver un coche de caballos que se aproximaba al galope. Con alarma, distinguieron el escudo de los Laver en la portezuela, a François echado sobre el techo con el mosquete preparado y a Sébastien en el pescante con la espada desenvainada. El coche aminoró la velocidad según se aproximaban al castillo.

Dejó a Chauny y a Clément con los labriegos, espoleó al caballo y alcanzó el carruaje en la explanada, delante de la puerta principal. Desmontó y se topó con Sébastien, que descendía del pescante, demudado y sudoroso, y con François, que se dejaba caer desde el techo sujetándose con un solo brazo, pues el otro le colgaba lleno de sangre. Antes de que los hombres hablaran, se abrió la puerta y asomó Gastón con la espada igualmente desenvainada y una manga de la chaqueta hecha jirones. Sin hablar, se dio la media vuelta para ayudar a descender a Mariana, quien venía pálida y con una pistola en la mano preparada para ser disparada.

—¡Por todos los diablos! ¿Qué ha ocurrido? —preguntó alarmado Laver.

—Nos esperaban en el camino de vuelta, capitán. Esta vez ha sido diferente —informó François.

—¿Cómo que esta vez? —preguntó Mariana sorprendida— ¿Ha habido otras?

—Mariana, por favor, luego hablamos. —Y se dirigió a François—. Cuéntame: ¿qué ha ocurrido?

—Eran cinco hombres, enmascarados y duchos en la esgrima. Nos costó rechazarlos y eso que vuestro hermano no tiene nada que envidiaros con una espada en la mano —reconoció François, que había combatido hombro con hombro junto a Laver—. Huyeron cuando la duquesa disparó a uno de ellos a quemarropa. Había logrado evitarnos y entró en el coche.

—No llegó a entrar, le disparé primero —corrigió furiosa Mariana—. Venía con la espada por delante, dispuesto a trincharme como a un pollo.

Los hombres sonrieron, dejando que la tensión acumulada se liberara. Pero Laver no lo tomó así.

—No es para bromear, Mariana. Querían mi piel y, por equivocación, casi te matan a ti.

—¿Por equivocación? Lo dudo. No seas tan pretencioso. El muy bribón me vio claramente, como yo te veo a ti y, aun así, empuñó la espada y se vino derecho. Pero recibió su merecido —concluyó orgullosa.

—Como siempre, vuelves a sorprenderme —declaró Antoine admirado—. No te juzgué capaz de matar a nadie.

—Y no lo maté. ¿Por quién me tomas? Apunté al hombro.

—¿Lo apuntaste?

Todos los presentes la miraron igual de desconcertados que su marido.

—¿No pretenderías que lo matase?

Gastón soltó una risotada que acabó con el estupor de los hombres, que sonrieron a su vez por el extraño razonamiento de la duquesa.

—Nosotros, cuando apuntamos, matamos; y si no, no apuntamos —matizó Antoine.

—¿Quiénes son esos? —indagó Mariana, así desviaba la atención de su persona hacia los recién llegados.

—Unos labriegos a los que estoy investigando. Probablemente asesinos, si se demuestran los hechos. Eso, ahora, carece de importancia. ¿Cómo te encuentras después de este susto?

—Si te refieres a mi embarazo, no debes preocuparte. No voy a dar a luz inminentemente —bromeó Mariana, consciente de la preocupación de Antoine.

Antoine no la contradijo ni se enfadó por la respuesta. Empezaba a conocerla y era más fuerte de lo que aparentaba, pero sobre todo, valiente. Admiraba ese rasgo en ella más de lo que se atrevía a confesar. Cuando la conoció, le impresionó el relato de cómo dejó atrás su ciudad rumbo a lo desconocido y completamente sola; después la resolución de quitarse la vida y, por último, había vuelto a cruzar el Atlántico hacia un país enemigo. Ahora había sufrido un nuevo ataque. Pero éste, una vez recuperado de la alarma, le hacía hervir la sangre porque había sido bajo su protección y en su propio feudo, y se le helaba el cuerpo ante el sólo pensamiento de que los nuevos asaltantes, más profesionales, hubiesen sido enviados por el degenerado Condé, dispuesto a cumplir la amenaza. La situación sería insostenible para él, pues podría matar a unos y el príncipe mandaría a otros pero, mientras no se erradicase el origen, aquello sería una guerra sin cuartel que no podría mantener con sus constantes ausencias. Le quedaba la débil esperanza de que «el figurín» hubiera cambiado de estrategia a la vista de los lamentables resultados de sus secuaces parisinos.

—Vamos todos a la cocina —organizó Mariana, interrumpiendo sus amargas reflexiones—. Allí os desvestiréis y os lavaréis para que pueda curaros las heridas.

Nadie la contradijo y todos la obedecieron. Allí encontraron a Louise, que aleccionaba a la nueva marmitona, y a Teresa, que preparaba la cena. Se asustaron al verlos llegar y ayudaron en lo que pudieron.

—¡Válgame Dios! ¡Cómo ha cambiado esto! Nunca había oído hablar de asaltos y de ataques hasta vuestro regreso —comentó inocentemente Louise, pero los marineros miraron a su capitán que permanecía sumergido en sus pensamientos.

—Mañana iré a Laon. Me acompañarán Chauny y Clément, como siempre. No te moverás de aquí —le dijo a Mariana—. Tengo prisioneros y me faltan hombres.

Hizo una seña a Clément, ascendió por la escalera de caracol, seguido por el normando, hasta la planta noble y se dirigió al salón.

—Mañana hablaremos con el intendente para calibrar de qué pie cojea. Dentro de unos días he de estar en París y quedarás al frente de todo. Deberás resolver como juzgues conveniente. No te oculto que me iré preocupado, no me agrada el cariz que está adquiriendo esto. La duquesa, como has podido comprobar, es bastante resuelta, consúltale abiertamente lo que creas necesario, sus resoluciones son sorprendentes. Evita que su excelencia corra riesgos. Puedes retirarte —ordenó resuelto, cuando oyó las voces de Gastón y de Mariana que se aproximaban.

—Mi mejor chaqueta destrozada —se lamentaba Gastón—. La había estrenado para causar buena impresión al lado de una duquesa.

—Michel te confeccionará una nueva, no te preocupes —prometió Mariana entrando en el salón—. No ha habido heridos graves, sólo cortes y rasguños, más escandalosos por la sangre vertida que por el daño causado —informó a su marido.

—Así que iban enmascarados — recordó Laver en voz alta.

—Y luchaban como demonios —añadió Gastón—. Venían a por todas, pero no sé lo que les falló. No estoy seguro del desenlace si hubieran perseverado.

—La sorpresa, les falló la sorpresa —respondió Laver—. ¿Cómo es que tenías una pistola entre las manos? —preguntó a Mariana.

—Fui yo. Recordé que Christopher siempre llevaba una escondida, de un tamaño manejable que bien podía emplear Mariana. En cuanto nos echaron el alto, se la amartillé y se la entregué, pero en ningún momento cruzó por mi mente que hubiera de hacerle falta.

—Fue una suerte para nosotros y una sorpresa para ellos. El herido seguramente sería el capitán. Se replegaron.

—Replegarse tiene un significado muy concreto en el ejército —señaló con intención Gastón.

—Sí. Dentro de unos días he de estar en París —informó Laver.

—Mañana volveré a Blérancourt, pero regresaré durante tu ausencia.

Antoine se lo agradeció en silencio, con un leve movimiento de cabeza como aprobación. Las palabras sobraban. Teresa entró con la cena ayudada por Nicole.

—Habláis todos en plural de los ataques —indagó Mariana.

—El ataque que sufrió el genovés fue una equivocación, nos esperaban a nosotros. Me lo confirmó el propio Lomelin. No te preocupes, sabemos que es el mayordomo que expulsé de la casa de Versalles. Sólo es cuestión de dar con él. —Y para ratificar la escasa importancia que le concedía al asunto, se dirigió a Teresa—: Mañana por la mañana partiré a Laon con Clément.

—¿Deber aumentar bolsa de la comida? No sobrar nada esta vez.

—No es necesario —contestó Laver sonriendo—, pero el señor Chauny agradecerá ración doble en la cena. Creo que nunca ha pasado hambre.

Se sentaron a la mesa y hablaron sobre lo que habían hecho durante el día. Antoine les explicó el abandono en el que se hallaba la justicia jurisdiccional de la propiedad, sólo contaban con la esporádica ayuda del intendente de Laon. Evitó mencionar a la niña para no reavivar malos recuerdos en Mariana y les relató el caso de los tres presos. Mariana y Gastón por su parte también pasaron un día fructífero, pero con un pequeño escollo: aceptaban al duque en la sociedad, que habían bautizado con el nombre del lugar, Saint-Gobain, y no les molestaba tratar con la duquesa, pero la firma debía ser la del duque.

—No entiendo el porqué. Será su empresa, su negocio.

—Antoine —le interrumpió Gastón impaciente—, es una mujer.

—Mañana resolveré eso y firmarás tú —prometió a Mariana.

—¿La vas a disfrazar de hombre otra vez? —se burló Gastón.

—He comprado una bañera —intervino Mariana, para evitar que entraran en una de sus tontas discusiones.

—¿Sólo una? —ironizó Antoine—. Hay que poner otra en la habitación de Gastón.

—El que vosotros estéis locos no quiere decir que los demás vayamos a seguiros la corriente —objetó Gastón.

Y la trifulca que intentó evitar Mariana estalló entre los hermanos, que se lanzaron dimes y diretes como dos críos.

 

Teresa descendió por la escalera de caracol con el servicio que retiraba hacia la cocina. Desde que se habían instalado en el castillo estaba más centrada y menos triste. El reencuentro con Pierre había contribuido a ello, aunque ella lo achacaba a la continuación de las interrumpidas clases de francés. El idioma era prioritario si no quería quedarse incomunicada. Por otro lado, Louise no era la dominante y despectiva señora Lussac. De carácter amable y blando, podía ser descrita como sus propios dulces y la estaba enseñando a cocinar a la manera francesa. Nicole no resultó ser como la tía, por el contrario, era tímida, de maneras suaves y agradecida con los que se portaban bien con ella. Desde que compartían habitación, intercambiaban confidencias. Teresa rompió el hielo, relatándole su origen y odisea desde Sevilla a Cartagena, y desde allí, a Francia. La tímida muchacha, pese a saber leer, escribir y a haber recibido una buena educación, no había visto nunca el mar ni conocía nada del mundo exterior, así que Teresa se convirtió a sus ojos en una aventurera a la que no se cansaba de escuchar.

Para satisfacción y tranquilidad de Teresa, una vez que los marineros se acostumbraron a Nicole, ya no la miraban embobados, por lo que se restituyó el compañerismo. Teresa se sentía como uno más de ellos desde que salió por las noches para recorrer los burdeles en su compañía. Les había instruido sobre trucos para no contraer enfermedades deshonrosas; incluso les había enseñado a fabricarse protectores con tripas de cerdo. Ellos habían perdido el reparo de compartir sus angustias o ignorancia en ese campo y la consultaban abiertamente, como si fuera un oráculo a pesar de su juventud. Por esas fechas cumpliría los dieciséis, los mismos que Nicole, pero ella era mucho más vieja de alma y de experiencia a pesar de ser virgen. Esto era algo que llevaba en secreto, como un pequeño trofeo tras una vida de penalidades. Además, aunque lo pregonase, ¿quién la creería después de haber crecido en una mancebía?

Aunque las circunstancias la habían distanciado de su ama, siempre que se encontraban la sonreía y, si había ocasión, le preguntaba por sus asuntos. Su relación con el capitán también había cambiado. Ya no la miraba como antes, que parecía que la iba a asesinar, ahora era amable y considerado, aunque no de forma especial, pues era así con todos sus subordinados. Fiel a su filosofía, Teresa aprovechaba los momentos de felicidad que le brindaba la vida y ése era uno de ellos. Era cierto que se podía mejorar, pero no deseaba tentar de nuevo a la suerte después de la experiencia de Cartagena con Pablo. Había que ser agradecido y tomar honestamente lo que se te ofrecía.

 

A la mañana siguiente, Chauny continuó con la gira entre los arrendatarios, quienes se mostraron más sumisos y desorientados sin nadie que les marcara el camino a seguir. Escogió a los más jóvenes para explicarles los cambios que se iban a introducir en el sistema de cultivo y que éstos instruyeran a los mayores, más anclados en las tradiciones y poco amigos de los cambios. Entre tanto, recabó información sobre los Coteau.

Laver y Clément llegaron a Laon sin novedad. Laver se dirigió al Hôtel de Ville donde encontró al intendente: un hombre grueso y de aspecto bonachón, de movimientos pausados y sonrisa fácil, que no encajaba con el estereotipo de intendentes reales que había tratado Laver, en su mayoría, perros ávidos de poder y dispuestos a morder en pro de un desmesurado celo para justificar el nombramiento.

—Me alegro de conoceros, excelencia —lo recibió afablemente—. Señor Tavaux, para serviros. Efectivamente, esas tierras han sido dejadas de la mano de Dios por el anterior duque. Yo lo sabía, pero no tenía jurisdicción para intervenir y el señor administrador no ha requerido mi intervención en ningún momento. Los «tres accidentes» fueron muy sospechosos —continuó respondiendo a las preguntas de Laver—, pero no encontré a nadie dispuesto a testificar, por lo que no había caso. Sinceramente, creo que ese tal Coteau se aprovechó de la desidia de vuestro administrador. Sin embargo, ahora que vos estáis presente, podréis poner un poco de orden y autoridad en el feudo —concluyó el intendente con una sonrisa feliz.

—Vuestras palabras destilan rencor e ironía —espetó Laver airado.

—Os equivocáis. Mis palabras revelan mi decepción por la ausencia, desgana y falta de compromiso del anterior duque, mi impotencia para socorrer a unas gentes abandonadas a la buena de Dios y, en este preciso momento, estoy intentado calibrar de qué pasta está hecho el nuevo duque. ¿Viviréis en Versalles tras los favores del rey?

Laver sopesó las palabras y evaluó, con una larga mirada, al aparentemente inofensivo intendente, quien mantenía la cabeza alta y el aire retador ante el escrutinio.

—Habéis arriesgado mucho. Estoy  acostumbrado a colgar a los hombres de un penol por mucho menos. En esta ocasión, os han salvado dos rasgos que admiro en las personas: sinceridad y arrojo; y dos palabras que habéis pronunciado: decepción e impotencia. Por ellas deduzco que os importa la gente. Si es así, estamos en el mismo bando; pero si, para quedar bien ante vuestros superiores, vendéis vuestra alma, me encontraréis en el camino.

—Soy un funcionario real, ¿me estáis amenazando? —inquirió el intendente con una mirada acerada.

—Os estoy advirtiendo —respondió Laver, sin desviar la suya.

—No os parecéis en nada al anterior duque. Por el momento, aceptad mis disculpas si os he incomodado y envainemos las armas. El tiempo y nuestras acciones hablarán por cada uno y nos pondrán en el sitio que merecemos —propuso el intendente más afable.

—Estoy de acuerdo —contemporizó Laver—. En cuanto a los tres prisioneros que retengo en mi castillo…

—Acudiré a interrogarlos, pero repito que la jurisdicción es vuestra. Tan sólo puedo ratificar o condenar vuestra decisión. Si deseáis llevarlos al tribunal, aseguraos de las pruebas y de la confesión.

—¿Cuando iréis?

—Mañana mismo. No hay mucho que hacer aquí aunque, desde que habéis llegado, están sucediendo cosas extrañas. El genovés, monsieur Lomelin, sufrió un asalto malogrado gracias a vuestra intervención.

—Ayer fue asaltada mi esposa de regreso a casa por espadachines profesionales.

—¡Válgame Dios! —se alarmó el buen hombre—. Espero que no haya sufrido ningún daño una mujer tan amable y tan hermosa —manifestó el intendente con sinceridad.

—No sufrió ningún daño. Decidme: ¿no ha habido gente extraña en la ciudad? Tendrán que pasar la noche y comer en algún sitio.

—No. No ha habido extraños. Eso ya lo había investigado yo. Lomelin me aseguró que eran parisinos, y de ese hombre me fío.

—Los de ayer, no. Manejaban la espada e iban embozados.

—¿Embozados? Sólo hay una razón para ello —coligió el intendente—: que sean de la zona. No hay muchos señores con profesionales contratados. ¿Algún enemigo, excelencia?

—Sabéis que acabo de llegar y no he tenido contacto con nadie, excepto con mis arrendados.

—Y los mercaderes del lugar, pero ¿algún rencor del pasado? —puntualizó el intendente.

—Ésa ha sido la duquesa. Y no, no recuerdo a nadie. Falto desde hace años.

—Agudizaré mis sentidos y, si me entero de algo, os informaré. —Se levantó para acompañar a Laver hasta la puerta—. Si no halláis objeción, me gustaría invitaros a beber algo en la posada, para cambiar la mala impresión de nuestro atribulado comienzo.

—No tengo nada que objetar —contestó Laver, sonriendo burlón por el reto del intendente: un aristócrata alternando con un funcionario—, acostumbro a beber y a comer en compañía de mis hombres.

Salieron a la calle, donde los esperaba Clément. El sol brillaba en lo alto.

—Es agradable ver el sol de vez en cuando. Ha sido un verano muy lluvioso —comentó el intendente con aire distendido.

—¡Oh! ¡Pero si es Antoine! —exclamó una voz en medio de la calle.

Se giraron para averiguar la procedencia de la voz y divisaron a una dama que se aproximaba con una gran sonrisa.

—¿Quién es? –preguntó Laver al intendente.

—¿No lo sabe? —inquirió estupefacto—. Jacqueline de Brancourt

—¡Ah, sí! Ahora la recuerdo. La vecina y eterna prometida de mi hermano. Estuvo hablando con mi esposa hace unos días y nos envió una mujer para el servicio —comentó Laver, sin mucho entusiasmo.

La dama se abalanzó sobre el duque y le plantó dos sonoros besos a la vista de los transeúntes, que estaban pendientes del encuentro. Laver se mostró confuso ante tanta libertad. La escandalosa mujer había conseguido atraer la atención de media población sobre ellos para su disgusto.

—Mi hermano y yo nos preguntábamos cuándo os dignaríais a visitarnos, pero vuestra esposa, una belleza hispana —dijo con un tono ambiguo, entre admirativo e irónico—, me confesó vuestros problemas con el servicio y con la organización del feudo. De modo que pensáis estableceros aquí. ¡Qué romántico! Pero, ¿ella os lo perdonará? Pudiendo disfrutar de París y de Versalles, ¿quién prefiere el campo?

Ante aquella oleada de verborrea incontenida y sin sentido, Laver trató de escaquearse del tropiezo sin resultar maleducado.

—He de acudir en París a una cita, pero dentro de dos semanas estaré de vuelta y será agradable reencontrar a los viejos amigos. Ahora debo dejar tan grata compañía, pues asuntos urgentes me reclaman.

—¡Oh! ¡Qué tonta soy! —dijo zalamera y sobreactuada—. Estáis muy ocupado y yo, charlando por los codos. Recordad la promesa. Aguardamos vuestra visita con ansiedad.

Se retiró como una gallina clueca, con mucho teatro. Laver suspiró de alivio y retomó el camino con el intendente y Clément a su lado.

—Este tipo de encuentros me hacen valorar más la soledad —reflexionó Laver en voz alta.

—Creí que vuestro nuevo cargo os mantendría lejos de Anizy —indagó el intendente Tavaux.

—Aun así, me instalaré aquí. ¿Ésa era la razón de tan fría bienvenida?

—Sois muy agudo. No olvidáis.

—Vos, tampoco.

Entraron en la posada y el posadero recibió muy amablemente al intendente.

—Un reservado por favor, Pierre.

Siguieron al tabernero hasta un aposento apartado y bien decorado.

—Dile al cocinero que nos sirva algo de comer y, mientras esperamos, beberemos vino. —En cuanto se quedaron solos el intendente prosiguió—: el cocinero de aquí es un joven fuera de serie. Trabajó en las cocinas de un noble y sus platos son exquisitos, domina las salsas, la repostería… El problema es que los paladares de aquí no lo aprecian y le pagan mal. Comprendo que mi curiosidad os incomode pero, desde que os habéis tropezado con madame de Brancourt, una pregunta ronda mi mente: ¿no eran buenas las relaciones con vuestro difunto hermano?

—Por el contrario, eran todo lo buenas que el mar me permitía. Las ausencias eran prolongadas, de ahí mi desconocimiento de ciertos asuntos suyos. Si lo decís por madame de Brancourt, efectivamente, hacía más de diez años que no la veía.

—Muchos años de noviazgo —reflexionó el intendente.

—No le atraía el enlace y como no había nadie que lo presionara… —le excusó Laver.

—Brancourt me trae de coronilla —se sinceró el intendente—. Han desaparecido niños y doncellas sin dejar rastro.

—No suena muy bien —convino Laver.

—No. Pero no tengo conocimiento de ningún perturbado ni nada por el estilo y la imaginación del pueblo ha echado a volar: magia negra, prácticas prohibidas y demoniacas…

Llegó la comida y la conversación se interrumpió. El intendente no había exagerado en absoluto y Laver quedó maravillado de la sencillez de los componentes, fruto de la zona, y de las suaves salsas que los acompañaban. El bizcocho de frutas de la temporada hizo las delicias de los comensales.

—¿Cómo se llama vuestro amigo el cocinero?

—Honoré.

—¿Participará en los beneficios de la posada?

—No, excelencia. Está contratado y duerme en la misma cocina. Trabajaba de aprendiz en el château de Ussé, hasta que el intendente de la cocina temió por su puesto de trabajo y lo echó. Es muy joven y sin referencias por lo que volvió al valle. Los posaderos son buena gente, pero lo explotan sin consideración a pesar de que ha aumentado la clientela.

—Hazlo venir, Clément.

El joven que llegó tendía a la obesidad a pesar de la juventud, de rostro afable y maneras tranquilas y corteses. Respondió a las preguntas de Laver, quien se aseguró de la veracidad de sus palabras tendiéndole pequeñas trampas en la conversación, como por ejemplo, confundir a los propietarios del château de Ussé.

—No, excelencia. La marquesa de Valentinay es hija del marqués de Vauban.

—¿Te gustaría ser el intendente de un château más modesto? —le propuso Laver.

—De cualquier sitio si gritan menos y son más higiénicos que aquí —respondió esperanzado el cocinero.

—Te espero mañana en el castillo.

—Mañana por la mañana yo voy a acercarme si preferís compañía —le ofreció el intendente.

—Mañana me encontraréis en la puerta del Hôtel de Ville. —Salió del aposento, presuroso y contento, tras una reverencia.

Durante el regreso, a media tarde, Laver y Clément se apartaron del camino y se internaron entre los árboles. Trabaron las monturas y, sobre un seco tronco caído, se sentaron para calmar la sed y descansar un poco. Se repartieron las viandas de Teresa y comieron en silencio, más por costumbre que por ganas, disfrutando de una agradable pausa en el campo. La tranquilidad, sin embargo, fue interrumpida por un proyectil que rasgó el aire y, atravesando el follaje, se estrelló contra el tronco de un árbol con un ruido seco. Instintivamente, se parapetaron con el tronco y buscaron el origen de la agresión. A lo lejos oyeron risas, pero no podían precisar si venían del camino. Clément se arrastró hasta el árbol dañado y observó el impacto.

—Ha sido una piedra, no una bala. Por eso no hemos oído el pistoletazo —informó en voz baja.

A una seña de Laver avanzaron despacio, escudándose con los árboles y sin hacer ruido. Las risas cabalgaban en el aire y, yendo contracorriente, se fueron acercando a su origen. Clément se paró en seco y señaló la copa de un árbol: a horcajadas sobre una rama estaba el hondero. Laver le calculó unos dieciséis años y andaba distraído, observando lo que ocurría en el calvero. Se aproximaron un poco más, procurando no llamar la atención del vigía para informarse de cuántos eran. En la verde explanada luchaban dos muchachos con espadas de madera.

—Os sacaré las tripas y se las daré a los perros —gritó uno de ellos.

—Antes os rebanaré el cuello, ¡maldito hugonote! —respondió el otro.

—Yo no soy hugonote —rebatió el uno, dejando de luchar.

—¡Ajá! Os maté —dijo el otro, dándole en el pecho.

—¡Es trampa! Me ha llamado hugonote —chillaba ofendido.

—Es legal. Has bajado la guardia, idiota —gritó el hondero, que bajó del árbol.

En cuanto pisó el suelo le deslumbró el brillo de un acero delante del cuello. Clément, en dos trancos, echó mano de los chicos del calvero, quienes se quedaron paralizados de terror.

—¿Por qué nos habéis disparado? —preguntó Laver al hondero—. ¿Quién te ha pagado?

El muchacho no respondió, lo miraba con ojos como platos y más blanco que un encaje, de hecho… no respiraba. Alarmado, Laver retiró la espada y le dio un cachete. El pecho renovó el natural movimiento y el chico pareció recobrar color, al menos, la mejilla abofeteada. Laver repitió la pregunta pacientemente.

—Yo no he disparado a nadie, señor, os lo aseguro. Tiro con la honda a dianas imaginarias o a pájaros y ardillas, pero no sobre personas —tartamudeó el muchacho.

Laver observó el árbol y calculó la distancia que había hasta el lugar en el que estaban sentados. Había bastantes arbustos de por medio y el impacto había sido por encima de la cabeza de un hombre de pie.

—¿Quiénes sois? ¿Qué hacéis aquí? —interrogó, a la vez que lo empujaba hacia la explanada junto a los otros.

—No hacíamos nada malo, señor, sólo jugábamos. Vivimos en Anizy.

—¿Vuestros padres son arrendatarios del duque?

—Sí, señor —continuó contestando el hondero, pues los otros dos no habían encontrado el valor para responder.

—¿Conocéis al duque?

El hondero de pronto enmudeció. Miró receloso a los dos hombres que lo interrogaban.

—¿Qué ocurre? ¿Os ha comido la lengua el gato? —inquirió Laver.

—No pienso deciros nada más. Sospechamos de vuestras intenciones y no vamos a ayudaros.

—¿Y cuáles son mis intenciones? —preguntó, entre divertido y curioso, Laver.

—Matar al duque. Hemos oído hablar de vosotros y no vamos a colaborar.

—¿Ah, no? ¿Vosotros tampoco?

Los chicos se miraron inquietos. Laver intuía lo que pensaban: el asunto se ponía feo. Notó la señal del hondero con los ojos a los muchachos para intentar la escapada, pero Clément también debió de advertirlo por sus palabras.

—Si lo intentáis —avisó el normando—, yo os sacaré las tripas para que se las coman los perros.

—Ha habido un malentendido —habló apaciguador Laver mientras envainaba la espada—. No somos los salteadores; trabajamos para el duque. Decidme: ¿habéis visto, entonces a los salteadores?

—No, señor —contestó todavía receloso el hondero—. Pero hemos oído hablar de ellos y guardábamos el bosque.

—¿Para qué? ¿Qué pensabais hacer si los veíais?

Los muchachos se miraron indecisos y desconcertados.

—Pues nada. Verlos. Era sólo una aventura.

—Una aventura peligrosa. ¿Os dais cuenta de que si fuéramos ellos, yaceríais muertos sobre la hierba que holláis? ¿Tenéis puntería?

—Soy el mejor, señor, con la honda y con el arco —proclamó el hondero con orgullo.

—Demuéstramelo.

El chico paseó la vista en derredor y se fijó en una ardilla sobre la rama de un árbol a varios metros de distancia. Cogió una castaña del suelo sin su cubierta espinosa, la colocó en la tira de piel y comenzó a girar la honda, la soltó y dio en el blanco. Laver y Clément festejaron la puntería del chico.

—Quedas contratado. ¿Hay más como tú?

—¿Contratado? ¿Contratado para qué? Debo ayudar a mi padre. El duque quiere que trabajemos más con la reforma que va a llevar a cabo —se quejó el chico alarmado.

—Eso es otro tema. ¿Hay otros chicos con tan buena puntería?

—Sí, con arcos —contestó receloso.

—Preséntate mañana al amanecer con ellos en el castillo. Mi compañero, Clément, —y señaló al normando— os estará esperando en el patio. Procura no faltar o iré a sacarte de tu casa —amenazó.

Regresaron a donde habían dejado los caballos atados, recogieron las sobras de la comida y montaron para retomar el camino.

—Mañana examinarás a los chicos: fortaleza, puntería… Habrá que entrenarlos en el cuchillo y en la espada, aunque de momento abrigo otros planes para ellos: serán nuestros ojos en el bosque. Conocen el terreno y nos ayudarán a dar con los salteadores, sean parisinos o profesionales.

Llegaron al castillo y Laver se encontró con Chauny en la biblioteca.

—No ha surgido ningún problema con la aceptación del cultivo intensivo. Algunos estaban informados y lo más curioso es que no ha sido necesario amenazarlos, ya estaban asustados. Casi todos pagaban un tanto a los Coteau para que los dejaran en paz, los accidentes los sufrieron los que no pudieron pagarles. Ahora mismo disponéis de tres arriendos libres y cultivados, ¿qué hago con ellos?

—El del viejo entrégaselo por este año a la mujer, que sólo pagará por su campo. Sería una lástima que la cosecha no alimentase a nadie. Ya decidiré los demás.

A la mañana siguiente, Laver distinguió desde la ventana de la torre cuadrada a ocho chiquillos con Clément: el hondero era uno de ellos. Hacían una demostración de puntería con unas dianas que habían fabricado entre Edmon y Julien, quienes se mantenían a un lado como jueces del concurso. Mariana se acercó para averiguar qué era lo que retenía la atención de su marido.

—Están desnutridos —comentó Antoine.

—Tonterías, están creciendo. ¿Recuerdas a Teresa? Aquello era desnutrición, y tú la conociste gorda.

—Hablando de gordos, olvidé decirte que llegará un nuevo cocinero. Lo contraté ayer en Laon. He probado sus guisos y es francamente bueno. Espero que Teresa no se ofenda.

—La vamos apartando de todo lo que sabe hacer, ¿cuál será su sitio?

Antoine dio la espalda a la ventana y se centró en su grávida mujer. Seguía guapísima a pesar de la prominencia de su tripa. Le había preguntado a Teresa si eso era normal y le había contestado que, mientras la duquesa se encontrase animada, estaba bien.

—El nuevo destino será de partera. Me iré mañana a París. He pensado que, cuanto antes me vaya, antes regresaré. Es absurdo demorar lo inevitable. Me llevaré a François conmigo. Clément quedará al frente y, según los casos, decidirá lo que se haya de hacer. Te agradecería que no fueras a Laon durante mi ausencia. No voy a negarte que estoy bastante preocupado por los asaltos. En París me redactaron un poder para que puedas firmar y disponer de fondos en mi nombre durante mis ausencias. Te he dejado los bolsillos con las perlas y las esmeraldas donde ya sabes, por si acaso volviera el genovés. Gestiónalo como creas conveniente.

Laver bajó al vestíbulo en cuanto le anunciaron la llegada del intendente y de Honoré. A éste último lo recibió Louise y Laver salió con el intendente al exterior, donde los chicos reían con los arcos en la mano por alguna circunstancia. Clément intentaba apaciguarlos con paciencia aunque sin suerte y, cosa rara en él, una amplia sonrisa iluminaba su cara. A un lado se arremolinaban los curiosos y, aprovechando el buen tiempo, las mujeres observaban el concurso de los chicos sentadas en un largo banco que habían sacado de la cocina. Los hombres lo seguían de pie o sentados sobre la hierba.

—¿Estáis celebrando algo? —preguntó el intendente Tavaux.

—No. Estoy seleccionando chicos del feudo para servir como hombres de armas en el castillo.

—Hacía tiempo que no había necesidad de ello —se lamentó el intendente—. Yo mismo carezco de ayuda de ese tipo. El rey necesita a todos los hombres en el frente. Me han dejado dos inútiles para el servicio.

—Me he dado cuenta —contestó lacónicamente Laver.

Se dirigieron a un costado de la explanada, donde había una puerta de madera inserta en el muro defensivo. El candado colgaba de la puerta y, al lado, el gancho en el que descansaban las llaves.

—¿No teméis que escapen? —se extrañó el intendente.

—Si están dentro, ¿cómo van a escapar? —planteó Laver con intención.

El intendente lo midió con los ojos entrecerrados.

—Estáis muy seguro de vuestros hombres y de vuestro servicio.

Laver abrió y entraron. El interrogatorio les llevó parte de la mañana en el oscuro y húmedo agujero. Cuando salieron de él, el sol brillaba en lo alto y los obligó a detenerse para acostumbrar los ojos. El viejo, con una eterna sonrisa, negó los hechos y se mantuvo en su primera versión.

—Sin confesión y sin pruebas no hay delito. ¿Declararán los campesinos cuando estén ante ellos? Al final, dejaréis libres a esos tres —auguró el intendente, avanzando por el prado.

Los chicos descansaban comiendo un trozo de queso con pan que les había repartido Nicole. Los muchachos intentaron piropearla, pero una voz de Clément detuvo la juerga. Dijo algo que no llegó a oídos de Laver y los muchachos se concentraron en la comida. Nicole se retiró lanzando una prolongada mirada al normando. Los curiosos habían desaparecido para realizar sus tareas.

—De eso, nada —contradijo Laver tajante—. Sabemos a ciencia cierta que son culpables y no pienso dejarlos sueltos para que se pavoneen impunes ante los demás arrendatarios, convirtiéndome en el centro de su parodia.

—Comprendo que es enojoso —templó el intendente—, pero ¿qué vais a hacer entonces?

—Muy sencillo. Serán enrolados como marineros en un barco —anunció Laver, con una sonrisa que no vaticinaba nada bueno—. Su majestad siempre necesita marineros.

—Sí, es una solución muy acertada. Servirán al rey y vos no los tendréis por aquí —admitió incautamente el intendente—. Informaré a favor de la buena resolución del problema.

—Como ambos estamos conformes, os dejo; he de preparar mi viaje a París por razones de mi cargo. Salgo mañana —agregó Laver como despedida.

—Yo también debo emprender mi regreso a Laon. Os deseo un viaje tranquilo.

Laver se retiró al interior del edificio y el intendente se encaminó hacia el establo, donde aguardaba su caballo. Al pasar junto a los chicos, éstos le llamaron.

—¿Qué va a pasar con los Coteau? —preguntó uno de ellos.

—Podéis decir a vuestras familias que pueden respirar aliviadas. El duque ha decidido que los Coteau serán enviados muy lejos, enrolados en un barco. No volverán a verlos —informó satisfecho el intendente—. El duque es un buen hombre y va a poner orden en el ducado.

—Sí, para eso nos quiere contratar el viejo —apuntó otro—. Su capitán y el alto rubio nos lo dijeron ayer cuando volvían de Laon.

—¿Su capitán? ¿Dices que estuviste con él ayer, en el camino de Laon?

—Sí, ése con el que habéis estado hablando —aclaró el chico.

—Estás confundido —rió el intendente—. Ése, al que llamas capitán, es el duque y sólo lo llaman capitán sus marineros —puntualizó el intendente, que siguió su camino.

—Os digo que el tonto del intendente se equivoca. Mirad, ¿a ver si tiene pinta de duque el hombre?

Todos se volvieron hacia donde indicaba el hondero y se fijaron en el capitán en mangas de camisa, con el pelo recogido en una coleta y con la espada en la mano.

—Sentaos todos en fila y atended —ordenó Laver—. Esto es una espada de combate, en este caso se llama “verduguillo” por la sección romboidal de la hoja —y la pasó ante la vista de los chicos—, y la guarnición es de concha porque protege mejor la mano. Tiene un metro de longitud y un kilo de peso. El punto de equilibrio se encuentra a cuatro dedos de la guarnición. François y yo os ofreceremos una pequeña exhibición.

—En guardia, capitán —dijo François.

Laver advirtió cómo se codeaban los chicos y se reían.

—¿Qué es lo que os hace tanta gracia? —preguntó intrigado.

— El tonto del intendente cree que sois el duque —le informó el hondero entre risas—, a pesar de que yo le expliqué que erais el capitán.

Laver vio, por el rabillo del ojo, que se acercaban Sébastien y Jean Paul con sus espadas, sin duda atraídos por el deseo de sumarse al ejercicio.

—Ya. ¿Y conocéis al duque?

—No, señor, pero cualquiera puede reconocer a un duque —afirmó muy convencido.

—¿Y eso por qué? —inquirió Laver muy divertido.

—Porque son viejos, con enormes pelucas, ropas difíciles de poner, con criados a su alrededor e imparten órdenes estúpidas.

Mientras el chico hablaba, Laver se dio cuenta de que los demás prestaban atención a algo que sucedía a su espalda. Intuyó, más que vio, que François hacía gestos desesperados para indicarle al chico quién era el duque.

—François, ¿te ha picado una avispa?

—No, capitán —contestó el interpelado, conteniendo la risa a duras penas.

—Pues vas a tener que defender esos aspavientos con la punta de la espada. ¡En guardia!

Comenzó la lucha bruscamente y los chicos se regocijaron del espectáculo. Pero lo que se inició como una exhibición de esgrima se fue complicando con la entrada de nuevos espadachines, como Sébastien y Jean Paul, derivando en una desigual contienda de tres contra uno. Para equilibrar la contienda, Clément se batió al lado del capitán y comenzó el juego sucio, los saltos, los cuchillos, las caídas a tierra y todo un pandemónium, como si se tratara de un auténtico combate naval, tan absortos como estaban con la escaramuza. Las mujeres desde su banco chillaban, se asustaban y reían. Mariana, atraída por el alboroto se asomó a la ventana de la torre cuadrada y disfrutó con el espectáculo. Después de un rato y de común acuerdo, bajaron las espadas y se dejaron caer sudorosos y derrengados. Jean Paul llamó la atención sobre los olvidados muchachos que permanecían inmóviles, con los ojos desorbitados y las bocas abiertas.

—¡Maldita sea, Clément! —exclamó Laver—. Se nos ha ido de las manos la exhibición. En lugar de alentarlos, los hemos asustado. Ahora va a ser más difícil instruirlos.

—¡Oh, no, señor! —se alarmó uno de los chicos—. Yo quiero luchar así también.

Y se desató un griterío entre los chicos, con los ojos encendidos por la demostración. Entre risas y bromas, Laver y los marineros se dirigieron al pozo que se situaba entre los establos y la entrada a la cocina. Se desnudaron y se echaron unos cuantos baldes de agua por encima para limpiar los rasguños que se habían producido. Laver pidió a Louise jabón para todos y Pierre regresó corriendo con semejante lujo.

—¿Y eso pica? —preguntó cauteloso Jean Paul.

—Sólo en los rasguños, pero hará que huelas bien y se te acerquen las mujeres —bromeó Laver.

—Si vos lo aseguráis, capitán, entonces será cierto —contestó muy serio Jean Paul—. Chicos, esta noche dormiré acompañado. Espero que el duque no me ordene nada estúpido para esta noche.

Todos rompieron en risas al recordar las palabras del muchacho.

—El duque no tendrá nada que objetar, siempre y cuando os ganéis la voluntad de la mujer y no la forcéis. En la galantería hallaréis mayor placer que en la violencia, es el lema del duque.

—En eso estoy de acuerdo con el duque —corroboró el hondero, que se había aproximado con los demás y había ganado suficiente confianza como para intervenir en las conversaciones ajenas.

—¿Eres experto en ese campo? Igual a Jean Paul le puede venir bien —animó Laver, entre las risas de los demás, y lejos de molestarse por el atrevimiento del muchacho mientras se escurría el pelo para ponerse la camisa.

—Experiencia poca, pero información y conocimiento, mucho —explicó en medio de la risotada de los amigos.

—Yo creía que el conocimiento llegaba a través de la experiencia —terció François.

—En mi caso, no, señor. Tengo ocho hermanas y una madre. Sería delito el desconocimiento. —En esta ocasión fueron los marineros los que rieron.

—El próximo día te acompañaré a casa —se ofreció Sébastien.

—¿Cómo te llamas? —preguntó Laver.

—Jerôme, señor, como mi abuelo.

—¿Jerôme? —repitió Laver, rebuscando en sus recuerdos—. Había un Jerôme encargado de la granja que traía la leche y la mantequilla en su mula. Le acompañaba su hijo, Jean, un poco mayor que yo, con el que me escapaba al río donde me enseñó a nadar y a pescar.

—A mí también me ha enseñado, señor… excelencia. Es mi padre —confirmó el chico, atragantado con las palabras y blanco como las nubes que se agolpaban en el horizonte, al reconocer al duque por el recuerdo del que su padre se ufanaba tanto.

—Así que eres hijo de Jean y tiene… ¿ocho hijas? —Sin aguardar respuesta, recogió la espada del suelo y, riéndose, se retiró al interior de la casa.

—¿Es el duque? —preguntó todavía incrédulo el chico.

—Sí, es el duque, cabeza de chorlito —ratificó Sébastien con una carcajada—. El que está rodeado de criados y ordenando estupideces.

Jerôme se puso malo, imaginándose ya colgado de un árbol.