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Durante la semana siguiente estuvieron muy ocupados rechazando numerosas invitaciones sin resultar groseros. El matrimonio Latour fue puesto al corriente del desarrollo de los acontecimientos durante la nefasta velada. Philippe felicitó sinceramente a Antoine por su nombramiento, Claire se volcó en su nueva amiga y solucionó el problema de las invitaciones, que se declinaron todas por igual y con la misma fórmula: pretextando una indisposición de Mariana. Antoine previó las catastróficas consecuencias y, sin demora, comenzó un desfile de lacayos con notas interesándose por el estado del embarazo. El propio marqués de Vauban se personó preocupado por las posibles consecuencias pero, una vez tranquilizado y conocedor de la causa del engaño, se quedó un buen rato charlando con Laver y Latour, mientras las damas recibían las visitas de la duquesa de Maine y la de Biron.

Antoine aprovechó estos días para tomar una serie de decisiones en cuanto al mantenimiento de la casa. Decidió no venderla a causa del nombramiento que lo obligaría a frecuentar Versalles, pero redujo el servicio. Dejó un mozo para las cuadras, dos lacayos para la guarda y servicio y dos mujeres para la casa y las cocinas. Louise volvería al château, encontró muy útil disponer de un sastre propio, por lo que añadió a Michel a la comitiva parisina, y los demás fueron recolocados en otras casas gracias al buen hacer de la duquesa de Biron.

Se entrevistó con el conde de Pontchartrain, con quien coincidió en la importancia de la marina en el siglo que se avecinaba. Todos los países dependían de las rutas comerciales marítimas para mantener la economía. Colbert había fundado en 1664 dos compañías en Francia: la de las Indias Orientales con factorías en Madagascar, isla Reunión e India, de donde llegaban las especias; y la de las Indias Occidentales con factorías en Canadá: Montreal y Québec, a las que había que añadir La Louisiana, que había ocupado La Salle en 1682. Para defender esas rutas hacía falta una armada fuerte y la francesa corría como un conejo asustado ante la inglesa. Los tiempos cambiaban y el ejército debía adaptarse a esos cambios.

Dejaron Versalles ya entrado el mes de septiembre, en medio de una torrencial lluvia que les importunó durante el viaje de regreso a París. Claire había prometido visitar a Mariana los días en que los hombres estuvieran ocupados con el proceso al barón de Pointis. Había que aprovechar las últimas semanas en París y realizar las compras para el invierno antes de retirarse a sus feudos en medio del campo.

Los duques de Anizy se reacomodaron en su hôtel de la rue Saint Augustin. La casa, que siempre le había parecido a Antoine demasiado grande para sus necesidades, ahora resultaba pequeña para tanta gente. Además de la señora Lussac, su hijo y Baptiste, acogía a siete marineros, a madame Fleury, a Louise y a Michel, el sastre.

Mientras Mariana deshacía el equipaje ayudada por madame Fleury, Antoine bajó al salón en busca de un poco de paz en medio de aquel trasiego de personas, que subían y bajaban escaleras llevando cosas y hablándose a gritos. Nada más entrar, su deseo se vio truncado por la intromisión de Pierre.

—Permiso para hablar, capitán.

—Concedido —dijo Laver con voz cansada.

—La casa está bajo vigilancia, señor.

—No creo que sea necesario. Ningún ladrón se atrevería a robar en una casa donde, para entrar, debes dejar salir a alguien primero. —Se rió de su propia ocurrencia. Sin embargo, Pierre no lo secundó.

—Me he expresado mal, señor. La casa está siendo vigilada.

Los sentidos de Laver se despertaron de pronto y se sacudieron el cansancio de la jornada. El pragmatismo militar tomó protagonismo en su relajada mente.

—Explícate —ordenó.

—Al principio no llamaron la atención porque parecían mendigos. No obstante, siempre eran los mismos y en el mismo sitio, día y noche. Cuando salíamos, no nos seguían, así que dedujimos que les interesaba la casa. Decidimos tomar cartas en el asunto y, una mañana muy temprano, intentamos atrapar a unos de ellos. Era muy rápido y conocía la ciudad mejor que nosotros. Nos dio esquinazo. Ahora se esconden mejor, pero persisten con la vigilancia.

—Si pertenecen a la Corte de los Milagros, no se los puede perseguir. Viven en los subsuelos de París, como las ratas, y conocen todos los accesos. Hay que tenderles una trampa. Para eso, es necesario saber qué buscan. Esta casa no atrae la atención por su riqueza y, si hubieran querido entrar, ya lo hubieran hecho, por lo tanto buscan o esperan a alguien. Lo lógico es que sea a mí, puesto que soy el dueño. Mañana entraremos en acción. Seré el señuelo. Explícale a Clément lo que sucede y estad preparados al amanecer. Nos encontraremos en el vestíbulo.

Pierre lo dejó solo y Antoine tomó asiento junto a la chimenea apagada. Sus ausencias eran prolongadas y, durante las escasas licencias, no se dedicaba a crearse enemigos, y mucho menos entre las gentes del subsuelo parisino. Alguien debía de haber contratado sus servicios, pero ¿quién podía llegar tan bajo? En política no tenía rivales, pues acababa de ser nombrado; en la flota no se había enemistado con nadie hasta ese punto; como duque no había ejercido ninguno de los derechos que hubieran podido producir resquemor. ¿Entonces? El genovés. Enseguida desechó la idea. Era demasiado astuto para dejar tal cometido en manos inexpertas. Los italianos eran sutiles y hábiles en tales artes. Estaba seguro de que, a esas alturas, el viejo había sumado dos y dos y conocía su identidad, por lo que no necesitaba vigilarlo.

La señora Lussac llegó con la cena e interrumpió sus reflexiones.

—¿Han encontrado todos acomodo? —se interesó por inercia.

—Sí, señor, digo excelencia —se corrigió la señora Lussac—. Los marineros son fáciles de contentar y, mientras tengan el estómago lleno, no dan guerra.

Laver se sonrió ante la perspicacia de la mujer. Fuera cual fuera el sitio, para cualquier marinero, sería un palacio al lado del hacinamiento bajo la cubierta de un barco.

—¿Cómo se desenvuelve Teresa?

—Es trabajadora y callada. No causa problemas.

—¿Por qué no sirve la mesa?

—No sabe cocinar, no creo que sepa hacer nada. Está como marmitona, señor —informó la señora Lussac reticente—, y debe ser buena en la cama pues todos los hombres la tratan con consideración.

Antoine intuyó que la señora Lussac no veía con buenos ojos la intromisión de otra mujer en su cocina y se había aprestado a marcar su territorio. La situación a la que se veía reducida Teresa le planteaba un problema que debía ser resuelto en breve, pues reunía tres condiciones que exigía en sus sirvientes: inteligencia, fidelidad y valentía. Las tres las había demostrado sobradamente en Cartagena.

Mariana llegó con un esbozo de sonrisa en su cansado rostro. Antoine se levantó para recibirla y se sentaron a la mesa. Cenaron en silencio y Mariana comió con hambre para sorpresa de Antoine.  En la sobremesa decidió abordar la cuestión de Teresa.

—¿Has hablado con Teresa?

—Sí. Subió en cuanto se enteró de que me habían agredido. Le relaté lo sucedido. Comprendo que estés agobiado con todo lo que está sucediendo, pero Teresa me importa, le debo mucho y ahora me necesita. Ella calla, pero rezuma tristeza. Algo impensable en una mujer que es el paradigma de la actividad y del positivismo.

—Lo sospechaba, por eso te he preguntado. Nuestra estancia aquí es pasajera. Recomiéndale paciencia. En el château buscaremos acomodo para ella.

Dejó que la señora Fleury ejerciera de doncella esa noche y, mientras la casa apagaba las velas y se acostaba, él permaneció a oscuras en la sala junto a la ventana, observando el exterior. Los transeúntes escaseaban y se movían con rapidez. Los faroles de la calle habían sido encendidos y creaban zonas de vivo contraste entre luz y sombra, aun así, pudo distinguir netamente un pie que escapaba de la oscuridad cómplice en el quicio de un portón. ¿Por qué tanto trabajo? Acababa de llegar, luego no era lógico que saliera esa noche. Sabían que sería informado del incidente por lo que era importante que actuaran con rapidez, antes de que pudiera precaverse o de que se diera cuenta de cuáles eran las intenciones que los guiaban. Sí, tenía que ser esa misma madrugada, por eso seguían acechando. La casa estaba en calma. Salió al vestíbulo y se encontró a Clément que espiaba desde el ventanuco de la puerta.

—No es necesario que permanezcas despierto. No les atrae la casa. Les intereso yo, aunque desconozco el porqué. De madrugada saldré solo por la puerta principal y me encaminaré al Palacio Real. Sébastien, Jean Paul y François saltarán el muro del jardín y, por la calle de atrás, se adelantarán y me esperarán en la rue Richelieu. Tú y Edmon saldréis por la puerta principal y, si vierais moverse al vigía, lo seguiréis. En caso de que no se moviera, os quedaréis vigilándolo. Según lo que haga, tomad la iniciativa pero no intentéis capturarlo. Os digo de antemano que será imposible.

Se retiraron ambos: Clément descendió hacia las cocinas y Laver ascendió a su habitación. Mariana dormía con sueño inquieto. ¡Maldito simio verde! ¿Por qué tuvo que morderla? De pronto una idea le heló la sangre: ¿Sería ella la vigilada? Todos en la Corte convinieron en que era un personaje molesto e intrigante, pero nunca se había atrevido a un ataque de tal naturaleza delante del rey. Pues bien, ya se había atrevido. Por el momento no podía resolver nada. Mañana saldría de dudas. Se desvistió y se acostó. Mariana se movía y la piel le ardía. Antoine la abrazó y le cantó suavemente como si fuera una niña pequeña. Poco a poco, la respiración se normalizó y el cuerpo se relajó, el rostro perdió la crispación y las facciones se ablandaron. Entró en un sueño profundo y tranquilo, al igual que el personaje que crecía en su vientre.

De madrugada se escabulló del lecho, se puso unos calzones oscuros, una camisa blanca y el coleto de cuero debajo de la casaca. Desechó la espada ropera propia para vestir y se colgó del talabarte la de combate, más larga, de sección romboidal y más equilibrada, con guarnición en concha. Debajo de la chaqueta, en la espalda, escondió el estilete turco. En el vestíbulo se echó por encima una capa encerada que le resguardaba de la lluvia y ocultaba la preparación para el lance. Los marineros aguardaban nerviosos ante la perspectiva de un poco de acción. Marcharon por el jardín Sébastien, François y Jean Paul. Laver esperó un rato para darles tiempo a llegar a su puesto en la rue de Richelieu. Clément tenía localizado al vigía, quien permanecía en su puesto. Laver salió al exterior sin prisa. Se demoró enfundándose los guantes en el umbral de la puerta y luego la cerró suavemente, como si todos en la casa durmieran y no quisiera molestarlos. Avanzó lentamente hacia la verja observando el cielo en un vano intento de prever si llovería nuevamente. Oyó un silbido que se repitió como un eco más lejano. El vigía no estaba solo y había alertado a sus compinches. Traspasó la verja y enfiló la calle con paso moderado y aparentemente distraído. Según se aproximaba al primer callejón sus músculos se tensaron preparados para el asalto. Rebasó el callejón, donde localizó a dos individuos pegados a la pared, y se desvió al centro de la calle casualmente. Tres hombres salieron de una calle lateral delante de él y, sin necesidad de volver la vista, intuyó que los del callejón se hallaban a su espalda. Saltó a un lado a la vez que desenvainaba la espada y se enfrentó a los cinco que se mostraron sorprendidos y desorientados. No eran espadachines, sino asesinos de puñal a traición. La rápida respuesta de su presa los había cogido desprevenidos y no sabían cómo actuar sin salir alguno de ellos lesionado. Optaron por huir en diferentes direcciones, treta común para que nadie los siguiera. Laver corrió detrás del que tomó la dirección a la rue Richelieu, el cual, en cuanto vio a los tres marineros que le cerraban la calle, volvió sobre sus pasos y se topó con el estilete de Laver que le había dado alcance.

—Si os movéis, sois hombre muerto.

El hombre le arrojó el sombrero en un intento de zafarse en medio de la distracción, pero no le dio resultado y los marineros, que habían llegado a su altura, se le echaron encima.

—No lo matéis. Lo quiero vivo. Volvamos a casa.

De regreso, Laver comprobó la ausencia del vigía, así como la desaparición de Clément y Edmon. Condujeron al prisionero al establo y lo ataron a una columna de madera con los brazos en alto. No tardaron mucho en volver los desaparecidos.

—El vigía se movió y lo seguimos. Una calle más arriba, se le reunieron tres hombres que le gritaron algo y se dirigieron hacia el río, corriendo como almas que llevan el diablo dentro —informó Clément—. Siguiendo vuestras instrucciones, no intentamos capturarlos ni seguirlos fuera de nuestros límites, pero sí pude fijarme en un detalle: el vigía vestía bien.

Laver se volvió al rufián.

—¿A quién sirves?

El hombre lo miró desafiante.

—Ahorraos el tiempo y matadme de una vez.

—Estás equivocado. No pienso matarte. Hay otros medios.

El rufián se rió a pesar de su situación.

—Edmon, trae aquel tocón de madera para herrar —ordenó Laver—. Clément, un hacha de asalto. Mientras tanto, vosotros —les dijo a Jean Paul y a Sébastien—, desatadle una mano y aguantádsela. François, te ocuparás del hierro para cauterizarle la herida.

El asesino observó con desasosiego la actividad que se desplegó en torno a él.

—¿Qué vais a hacer? —preguntó el hombre visiblemente nervioso.

—Te cortaré las manos y los pies, de forma que te será muy difícil sobrevivir sin poder valerte. Después, tendrás varias posibilidades: una, que tus amigos cuando te vean en ese estado y con vida piensen que has hablado y misericordiosamente te den muerte; otra, que te dejen con vida para que vayas muriendo lentamente sin poder desplazarte ni alimentarte.

Laver permaneció con una actitud indolente a pesar de que sentía la inquietud y la sorpresa de sus hombres: François lo miraba con curiosidad, Edmon obedecía molesto y desorientado, el salvaje Sébastien permanecía a la expectativa y, en especial, aunque no se había movido, los agudos ojos de Clément le quemaban la piel.

—No lo conseguiréis. Moriré desangrado —vaticinó, con cierta esperanza, el hombre de aspecto perdulario.

—No lo creo. Nos salió muy bien con un pirata del Caribe. François es muy bueno cauterizando heridas.

Laver notó el alivio de los marineros cuando la mentira dejó al descubierto la puesta en escena, pero esperaba que no lo hubiese detectado el reo, ocupado en su negro porvenir.

—Estirad su brazo sobre el tocón. Clément, dame el hacha. François, ¿está preparado el hierro?

—Sí, capitán.

Laver hizo a un lado el capote encerado y tomó el hacha de manos de Clément. Hizo un giro con el brazo que sostenía el hacha como para desperezar los músculos, pero con la finalidad de intimidar al prisionero. Todos ocuparon sus puestos y Clément amarró una tira de cuero alrededor de la muñeca para contener la hemorragia. Laver ensayó con el hacha para medir las distancias y un olor a excremento humano llegó a todos los olfatos. El prisionero había liberado los esfínteres a causa del miedo.

—¡No! ¡Os lo suplico! —gritó.

—No soy hombre que pierda el tiempo. No intentes dilatar tu situación.

—No sé cómo se llama, pero puedo describirlo —jadeó el hombre.

—No me sirve una descripción. ¿Cómo voy a encontrar a alguien por una estúpida descripción?

—Si conocéis al hombre, sí lo encontraréis. Viste bien, maneja dinero pero no es noble, aunque se relaciona con ellos porque se deja hacer y saca muy buen partido de ello. Muy delgado, tieso y habla con afectación. Os odia.

—¡El figurín! —exclamó divertido Sébastien.

—Es un bujarrón de altos vuelos al parecer —apuntó Jean Paul.

—Y como todos los de su especie, bajuno y retorcido. Dejadlo libre —concluyó Laver y se volvió al preso—. Saldrás saltando la verja de entrada, te daremos un minuto de ventaja y mis hombres te perseguirán levantando un gran revuelo para que tus compañeros crean que te has escapado.

—Gracias, excelencia. Mil gracias, excelencia —repetía el hombre, a la vez que se inclinaba trazando una reverencia. Ni durante la confesión imaginó que saldría incólume de allí.

Laver aguardó en el establo a que terminase la pantomima de la persecución en el patio y en la calle. Clément volvió para informarle, se iba a retirar cuando la voz de Laver lo retuvo.

—Clément, estoy satisfecho con tu trabajo como marinero y como soldado; me complace tu discreción en los asuntos delicados, y por esa razón te retengo a mi lado. Si no estás a gusto y no confías en mí, eres libre de seguir tu camino.

—¿Señor? —inquirió el marinero desconcertado.

—Hace un momento dudaste de mí. Sé reconocer la mirada de quien asiste a una injusticia. Eres honesto y, a mis ojos, eso es una virtud. Decide tu camino.

—Es cierto que dudé, capitán, pero no tengo intención de dejaros —contestó azorado el hombre.

—Mi obligación es defender mi casa y a todos los que se hallen bajo mi protección —explicó Laver—, y para ello, haré lo que sea menester. A mí tampoco me gusta la violencia, a no ser que las circunstancias me fuercen a ello.

Considerando zanjada la cuestión, Laver se dirigió a la puerta del establo y salió. Le gustaba Clément. Era un hombre honrado a quien no le temblaba el pulso durante el combate. Hubiera sentido perderlo por un malentendido.

La casa había despertado y Laver entró para poner un poco de orden en medio de la locura. Bajó a la cocina, donde estaban desayunando, como podían, en un espacio exiguo para tanta gente. Intentaron apartarse para dejarle pasar, a lo que negó con un gesto y, desde la entrada, impartió sus órdenes.

—Louise, viajarás en un coche de alquiler hacia el château; lo acondicionarás para nuestra llegada. Asegúrate de que se parte leña suficiente para todo el invierno. Mi idea es residir allí. Te acompañarán Michel y Pierre, a quienes asignarás un lugar permanente para dormir ya que formarán parte de la servidumbre. Antes de partir te entregaré un bolsillo con dinero para los gastos de abastecimiento.

—¿A cuántos recibirá el viejo castillo? —preguntó Louise.

Laver paseó la mirada por los marineros, quienes aguardaban expectantes su decisión. Clément, que acababa de entrar por la puerta que daba al patio, se apoyó en la jamba.

—La decisión la tomaréis vosotros, aunque antes debo informaros de los cambios. He dejado de ser el capitán del Le Fort. El rey me ha encomendado la ampliación de la flota y debo supervisar la construcción de los barcos y de las mejoras que se deben hacer en ellos. Mi vida se dividirá entre el ducado y Brest, con alguna parada en Versalles. Vuestro puesto actualmente está en el Le Fort. No puedo asegurar quién será el capitán. Si alguno, o todos, preferís quedaros a mi servicio, tramitaré vuestro traslado. Disponéis del tiempo que dure la estancia en París para decidirlo, mientras el Le Fort esté varado en los astilleros y se resuelva el asunto del general de Pointis.

Dicho esto, Laver se retiró en medio de un profundo silencio hacia las habitaciones superiores, donde halló a Mariana todavía acostada.

—Se encuentra revuelta y cansada —le explicó solícita madame Fleury.

Antoine asintió, dejó la casaca en una silla, se quitó el talabarte con la espada, se descalzó y se echó junto a Mariana en la cama.

—¿Otro ataque de culpabilidad por traicionar a la patria? —inquirió Antoine a la vez que pasaba el índice por la blanca naricilla de su mujer.

—Búrlate todo lo que quieras. Me gustaría saber cómo te sentirías si te hubieras quedado en Cartagena y ahora oyeras todo lo que se dice de los franceses.

—Reconozco que me sentiría incómodo, pero no culpable. Las amistades y enemistades entre naciones no afectarían al ámbito de mi familia. Tú misma lo expresaste en una ocasión: los actuales aliados pueden ser enemigos en pocas horas.

—¿Estás contento con tu nombramiento?

—Si cuento con fondos, es un trabajo creativo que me permitirá pasar más tiempo junto a ti y junto a mi hijo. —Pasó una mano sobre el abultado vientre.

Unos discretos golpes en la puerta los interrumpieron. Madame Fleury entró con una nota que había llegado del Palacio de Justicia. Laver, tras leerla, se levantó rápidamente.

—He de irme. Comienza la comedia. Al rey le corre prisa acabar con esto. Deberías avisar a tía Eléonore o a Claire, me inquieta que te quedes sola.

—¿Acaso piensas llevarte a todo el servicio y a los marineros contigo? —bromeó Mariana.

—Me quedaría más tranquilo si viniera alguna de las dos —expuso Antoine con sinceridad.

—Debería estar pendiente de una invitada y necesito tiempo para mí.

Laver se cambió, se despidió de Mariana y bajó al vestíbulo, donde se encontró con Baptiste.

—Avisa a Clément y a François. Me acompañarán discretamente armados.

Él mismo llevaba la espada ropera, la rapière, como exigía su status de nobleza de espada, noblesse d´épée, y el estilete turco escondido en la cintura. Mientras aquel desagradable sodomita anduviera con vida, debía extremar las precauciones. Le rondaba una vaga idea sobre dónde podría encontrarlo, aunque otra cuestión sería que tuviera suerte.

El día transcurrió sin incidentes. En el Palacio de Justicia se reunió con los capitanes de la flota, quienes habían sido convocados para testificar. Como buenos marinos, hablaban a la vez y con voces estentóreas, de forma que fueron llamados varias veces al orden. Intercambiaban aventuras, problemas náuticos y familiares o bromas. Se alegraron de recuperar a Laver entre sus filas, aunque lamentaron el nombramiento que lo alejaba del mar.

—Hay un lado positivo. Habrá barcos para todos: de mayor eslora y capacidad de tiro. Podréis gobernar barcos como el Sceptre.

De nuevo se organizó una algarabía. Daban ideas y explicaban cómo quería cada uno su barco, como si Laver fuera un sastre naval. Sintió que lo tiraban de la manga y se volvió para ser abrazado por un amplio corpachón. En cuanto consiguió desprenderse del abrazo de oso, la redonda cara de Duboisson, capitán del Vermandois, se perfiló frente a él.

—Mis más sinceras felicitaciones, duque de Anizy —le deseó con una amplia sonrisa—. No os imagináis la alegría que experimenté cuando vi el Le Fort anclado en Brest.

—Yo también estaba inquieto por vuestra suerte. Mañana por la tarde he quedado con Latour en mi casa, me complacería que os unierais a nosotros. La rue Saint Augustin, detrás del Palacio Real.

—No faltaré —prometió Duboisson.

Laver no se entretuvo demasiado con los camaradas después de las declaraciones durante el proceso. Según iban saliendo del tribunal, se reunían en una taberna próxima para comentar las incidencias. El apoyo al general era pleno e inquebrantable, no cabía la menor posibilidad de una traición en la Armada. Si hubiera alguna fricción entre ellos, quedaba de puertas adentro: los asuntos de familia no se aireaban públicamente.

Llegó a casa antes de la cena, escoltado por Clément y François. Mariana había recibido la visita de la tía Eléonore, avisada por la fiel señora Fleury, y se encontraba más animada. La tía había conseguido que se desahogara y descargara toda su tristeza con ella y, como mujer que era, fue mejor confidente y consejera que él, por lo que, aunque desconocía los términos en que se había desarrollado la confidencia, estaba encantado con el resultado.

Después de la cena, mientras Mariana se retiraba a la habitación, Laver reunió a los marineros.

—Os voy a encomendar una misión que os va a entusiasmar —anunció con una sonrisa—. Tendréis que desplazaros a la otra parte de la ciudad, la zona más vieja. La peinaréis noche tras noche, desde la Bastilla hasta el torreón de los Templarios. No creo que haga falta traspasar la muralla, ya que el antiguo patíbulo de Mountfacon y el hospital de San Luis, que sólo recoge apestados, mantienen a la gente apartada. Visitaréis tabernas y prostíbulos, especialmente los que admitan la sodomía —se detuvo al notar las expresiones de rechazo de los hombres—. No hace falta que uséis los servicios, es más, os recomiendo prudencia si no queréis contraer algo más grave. Aparentad que no os conocéis, pero id siempre en grupo para protegeros en caso de pelea o asalto. Repartíos el dinero, —y les alargó una bolsa—, para pagar consumiciones y comprar información si fuera necesario. Os quiero serenos y de vuelta al amanecer. Los borrachos son fáciles de matar y no deseo muertos, al menos de nuestra parte.

—Yo ir con ellos —ofreció Teresa con su torpe francés—. Conocer prostíbulos, dueñas, chulos y gariteros que mandan. Con un ojo verlo todo. Yo enseñar.

Laver conocía la historia de Teresa por Mariana. Había nacido y se había criado en un prostíbulo, aunque había conseguido no ejercer evitando llamar la atención de los rufianes y eludiendo a los clientes bajo amplias ropas, a lo que se sumaba una acentuada desnutrición y un desarreglo permanente que la afeaba. No olvidaba el cuchillo, escondido bajo las faldas, que la acompañaba y manejaba con maestría, con el que casi degüella a uno de los soldados en el barco durante la travesía de regreso por intentar propasarse. El soldado tardó varios días en reponerse del susto.

—Sea —concedió Laver—. Facilitadle ropas de hombre y cuidad de ella.

No hizo falta que les explicara qué buscaban. Se marcharon bromeando y empujándose ante la perspectiva de la diversión, aunque no pudieran participar mucho de ella. Eran viajados, conocedores de las tabernas y burdeles portuarios, y había maneras de pasarlo bien sin exponerse a las consecuencias.

Al día siguiente, Laver se entrevistó por la mañana con Jules Hardouin Mansart, quien le enseñó los planos del Château de Anizy: lo que se había construido y lo que faltaba por hacer. Hicieron números sobre lo que supondría terminarlo y Laver quedó en avisarle si encontraba los medios para financiarlo. Por la tarde, el matrimonio Laver preparó la casa para recibir a sus amistades: se encendieron las chimeneas de la biblioteca, donde se reunirían los caballeros, y del salón, donde cotillearían las señoras. La tía Eléonore fue la primera en llegar y felicitó a Antoine muy efusivamente. El chico parecía un meteoro ascendiendo. El matrimonio Latour la secundó y Laver aprovechó para retirarse con Philippe a la biblioteca. Un poco más tarde llegó el capitán Duboisson, quien saludó a Mariana y a sus acompañantes hasta que lo rescató Baptiste, el mayordomo, quien lo condujo a la biblioteca. La tarde transcurría como había sido planeada hasta que un gran carruaje, con fuerte escolta, entró en el patio. Las señoras, alertadas por el bullicio, se asomaron a la ventana.

—¡Dios mío! ¡Es el marqués de Vauban! —exclamó Mariana.

—¡Vaya! El marqués de Vauban en persona —murmuró la tía Eléonore, y luego en voz alta—. Tu marido comienza a ser imprescindible en la Corte, querida.

Baptiste franqueó la entrada al marqués, mariscal de Francia, y lo guió directamente a la biblioteca, donde permanecieron encerrados hasta la hora de la cena.

Laver, Latour y Duboisson se pusieron de pie, sobresaltados por tan inesperada visita. Saludaron cortésmente al marqués a medida que Laver iba presentándolos, y le sirvieron una copa del vino que producía Philippe en sus tierras mientras tomaba asiento.

—Me alegro de encontraros reunidos. Así que estuvieron juntos en las Indias Occidentales. Me he desplazado a París para interesarme por el proceso del general de Pointis. Sin embargo, para mi asombro, el tema principal de conversación entre los capitanes de la flota no era la suerte del general, sino vos, el capitán del Le Fort. Escuché todo tipo de sorprendentes historias que corrían por los círculos, pero cuando pedía datos concretos muy pocas se sostenían. Vuestro duelo en Saint-Domingue, por ejemplo, ¿cuál fue la causa?

—¿Ésta es la razón de vuestra visita? —preguntó Laver atónito.

—No —replicó Vauban sonriendo—. Pero después de todo lo que he oído, me complacería saciar mi curiosidad primero.

Los tres amigos se relajaron ante la serenidad del marqués, si hubiera alguna urgencia, no se detendría a charlar.

—Todos mis actos, incluido el duelo, entran dentro de una pauta de comportamiento generada por unos rígidos principios, para muchos de mi estamento, ya olvidados.

—No pertenezco a vuestra nobleza de espada —le recordó Vauban sin mostrar malestar por ello—, así que aclaradme esos principios de que hacéis gala.

—No me envanezco de ellos, simplemente los aplico. Es a los demás a quienes les extraña. De Carlomagno data nuestra organización social: el caballero protege al clero y al campesino, quienes rezan por él y lo alimentan. Yo cumplo con mi parte: protejo a los míos. Mi contramaestre, un hombre entrado en años, fue escogido, por ser el más débil, para entablar gresca con mis marineros. Corté sus pretensiones retándolo a un duelo singular y así evité un inútil derramamiento de sangre.

—Curiosa manera de exponerlo. ¿Es así como os ganáis a vuestros subordinados?

—Y no humillándolos públicamente con castigos denigrantes. Un hombre, privado de su autoestima, es un enemigo enconado.

—¿Quietista? —se asombró Vauban.

—En absoluto. Con todos mis respetos para el arzobispo La Mothe Fénelon, preceptor del duque de Borgoña, pero sus teorías son aberraciones. En realidad, algo más peligroso, pues no está reconocida esa corriente en Francia, cartesiano.

—¡Ah! —las facciones de Vauban se relajaron—. Entre nosotros, yo también leo a Descartes. Me agrada la gente práctica y positiva. La ignorancia abre puertas insospechadas a la necedad.

—Todo eso está muy bien —intervino Duboisson—, pero en la práctica difiere mucho. Si en un barco renuncias a los castigos, por mucho que os admiren, surge el caos. Siempre hay algún descontento a quien hay que atemperar los ánimos.

—Para las faltas hay otros medios: racionar la comida, aumentar las guardias, confinar bajo cubierta. Si el asunto es grave y puede afectar a vuestra autoridad… el mar. Es muy grande y la noche muy oscura.

—Eso es asesinato —dijo Duboisson.

—¿Cuál es la pena para un hombre que revuelve a la tripulación en contra de su capitán?

—Colgar de la verga del palo mayor —contestó Duboisson sin pestañear.

—Es una muestra fehaciente de vuestra autoridad sobre ellos, pero no de su aceptación.

—¿Qué queréis decir? —se interesó Vauban.

—Si un hombre desaparece en el mar «por accidente» y es el revoltoso, sobrecoge a los demás que dejan correr la imaginación, mientras que vos habéis permanecido al margen aunque, en lo más hondo, saben que sois el responsable, pero no hay evidencia. La cubierta del barco permanece impoluta, y eso es lo que recordarán cuando hablen de su travesía.

—Eso es cierto —admitió Duboisson—. En el puerto los marineros sólo hablan de las atrocidades que han vivido, de manera que muchos capitanes encuentran problemas para reclutar tripulantes.

Vauban asintió en silencio.

—Esa forma de actuar me recuerda a nuestro rey Luis —analizó Vauban—. El marqués de Barbezieux me ha contado el extraño caso de un prisionero real. Fue encarcelado durante el gobierno de su padre, el general Louvois, de quien ha heredado la encomienda. Su carcelero es Saint-Mars.

—He oído hablar de él —saltó Latour—. Se le encargan los casos delicados, como las detenciones de Fouquet y del duque de Lauzun.

—Efectivamente —asintió Vauban—. Este hombre fue encarcelado en 1669, pero lo curioso es que no se sabe de qué crimen se le acusa y no se conoce su identidad, porque lleva una máscara de fieltro negro que permanentemente le oculta el rostro, y sus guardianes tienen prohibido conversar con él bajo pena de muerte. Es vestido con elegancia y su celda es cómoda y cálida. Cada vez que Saint-Mars ha sido trasladado de prisión, este cautivo ha viajado con él. Ahora se encuentra en la prisión de Santa Margarita, en el Mediterráneo.

—Es absurdo. El propio Saint-Mars debe de conocerlo. Son muchos años juntos —objetó Duboisson.

—Lo ignoraba el propio Louvois, y cuando Barbezieux ha realizado indagaciones, el propio rey Luis lo ha llamado al orden.

—Enterrado en vida, pero con todos los respetos —resumió Laver—. ¿Y la familia?

Vauban se encogió de hombros.

—Eso también es raro. El marqués investigó las detenciones pero nadie lo ha echado de menos, no hay ninguna petición de libertad, ninguna visita, y el prisionero parece resignado con su suerte.

—Curioso, me pone los pelos de punta —comentó Duboisson—. Si me dais a elegir, prefiero que me arrojen por la borda: es más rápido.

Los contertulios rieron para sacudirse la gravedad que había invadido el ambiente. Vauban aprovechó para abordar la razón que lo había llevado allí.

—En estos momentos se encuentran reunidos en Rijswijk el representante de Guillermo de Inglaterra, el conde de Pórtland; y el de Luis de Francia, el mariscal Boufflers. Se está negociando una paz con unas condiciones desfavorables para Francia. Esto traerá problemas con la noblesse d´épée.

—No soy político, si es lo que os preocupa —salió al paso Laver.

—Así lo creo yo. La importancia para vos de esta paz es que dispondréis de un breve respiro para fortalecer la flota. Pero no os confiéis. El rey cede ahora porque aspira al trono español. No puede mantener todos los frentes abiertos. A España le va a devolver Cataluña, Mons, Luxemburgo y Courtrai, para ganarse la voluntad del pueblo español.

—¡Qué barbaridad! –exclamó Latour—. Esas plazas han costado vidas y dinero.

—Ganamos Saint-Domingue —replicó Vauban.

—¡Saint-Domingue! —se asombró Duboisson—. Sólo hay cerdos salvajes y filibusteros. ¿Qué vamos a hacer con ello?

—Lo que devolvamos o ganemos carece de importancia si pertenece a España porque, si conseguimos el trono español, lo obtendremos todo —sentenció Laver.

Una sonrisa de aquiescencia se dibujó en el rostro de Vauban.

—¡Menos mal que, según vos, no sois político! No os dejáis arrastrar por las apariencias y sois rápido en el análisis de la situación. Señores, la noche comienza a caer y yo he de regresar mañana a Versalles —explicó Vauban, poniéndose de pie—. Ha sido muy agradable la conversación y el vino. Espero que se repita en un futuro.

Vauban fue acompañado hasta su coche por el anfitrión, quien le comunicó la inminente partida al ducado en cuanto acabase el proceso. Quería dejar instalada a su esposa antes del parto y poner orden en unas tierras que todavía no había podido recorrer, antes de incorporarse a sus nuevas funciones. Había quedado con Pontchartrain en el mes de noviembre en París para organizar el trabajo y evaluar las necesidades del sector.

—Os deseo un viaje agradable y que todo os vaya bien en vuestra nueva residencia. Transmitidle mis saludos a la duquesa —se despidió Vauban.

Laver volvió a entrar en la casa turbado por las consideraciones con las que le distinguía aquel hombre, bien situado y de valía reconocida. Se había molestado en indagar sobre el dichoso matrimonio concertado, lo había halagado con su compañía en Versalles y ahora lo honraba con una visita en su casa. Si hubiera sido otro, hubiera recelado de sus intenciones, pero en esa relación el beneficiado era él.

 

Vauban, mientras tanto, intentaba obtener alguna información del capitán de su escolta.

—Nos invitaron a pasar a la cocina para tomar algo, pero allí nadie abrió la boca. Mantuvieron la conversación dentro de lo correcto y, en cuanto se mencionaba la expedición a Indias o cualquier cosa sobre sus puestos u organización de la casa, enmudecían. Había seis marineros, pero ninguno bebedor ni parlanchín. Gente muy disciplinada.

Casaba perfectamente con la exposición que hizo sobre el orden en un barco y lo había extendido hasta el servicio de su casa. Estaba seguro de que, si investigaba, el servicio estaría unido a él por los invisibles lazos del agradecimiento a su protección y le sería fiel en todo momento. Muy inteligente. El servicio era la primera fuente de información, como muy bien sabía por experiencia. También él se guardaba las espaldas con soldados que le respetaban y le eran fieles.

—Sin embargo —continuó el capitán de la escolta—, sorprendí una conversación: los marineros salen por las noches en una misión.

Meses más tarde, Vauban ataría cabos, pero en aquel momento no entendió qué fue lo que le impulsó a dar aquella orden.

—Seguidlos sin intervenir en nada. Sólo busco información.

Había realizado un descubrimiento esa tarde. El hombre de pelo oscuro y ojos verdes era una pequeña réplica del rey Luis. Rey absoluto en su nave, la dirigía como Luis dirigía Francia, aunque con una diferencia: al rey le arrastraba la ambición y la avidez de poder que el duque evitaba. No había exigido nada del rey y se mantuvo discreto en las entrevistas con el soberano, eludiendo ensalzar sus intervenciones como hacían otros. En cuanto había tenido oportunidad, había abandonado Versalles a pesar de las numerosas invitaciones que había recibido. No había aprovechado el fulgurante momento de gloria que le había brindado la casualidad por aquel nefasto ataque, y no había sido por falta de visión o agudeza, sino porque no la quería o no la necesitaba. Eso atraía peligrosamente las simpatías de la gente. De Pointis tenía una espina clavada con el capitán que, sin proponérselo, de eso estaba ahora seguro, le había robado protagonismo en Cartagena y en la Corte. ¿Cuál era entonces su objetivo?

 

El matrimonio Latour se quedó a cenar con ellos. Los padres de Philippe habían vuelto al château, pues estaban en plena vendimia. Philippe había prolongado su estancia para estar informado del proceso y para resolver el asunto de su ascenso a capitán que, más bien, era cuestión de dinero y de padrinos. Pero, ante las noticias de Vauban, sus esperanzas iban a resultar vanas.

—Si no hay guerra, no hay ascensos —se lamentó Philippe.

—Y los barcos no se construyen en dos días para que se necesiten más oficiales —apoyó Laver.

—Me hubiera gustado retirarme de capitán, pero no me hace ilusión navegar sin ti. Me voy haciendo viejo y tengo mis manías. Imagínate que me tocase de capitán un loco como Nemours y un segundo como Pardieu. Desparecería en el primer puerto, me declararían desertor y no podría volver a Francia. Ante semejante eventualidad, prefiero retirarme a tiempo, aunque no me atrae mucho encerrarme en el château. 

—Gracias, cariño, muy considerado —intervino Claire irónica.

—No lo digo por ti, lo digo por las vides.

—No puedes negar que se te da bien —rebatió Claire y explicó a los demás—: Cuando empieza a probar las uvas y a mezclarlas, es único. Hay una gran diferencia entre las añadas confeccionadas por Philippe y las de su padre. Philippe consigue un vino superior.

—¿Qué es lo que no te gusta? —se interesó Mariana, quien ya se tuteaba con él como si de un hermano se tratase.

—El campo. Los viñedos, es decir, soy demasiado impaciente para el cultivo. Los bichos. Sólo me entretiene la confección del vino, es creativa y variada y la cata supone un reto.

—Eres un artista —resumió Mariana—. ¿Recuerdas lo que se habló en la mesa del conde de Nointel? Aunque fue sobre la comida, se puede aplicar a la bebida.

—Este vino con el que nos has obsequiado y que llevamos bebiendo toda la tarde, es bastante bueno. ¿Es de los confeccionados por ti? —preguntó Antoine.

—Sí. Y creo que le gustó también al marqués —apuntó Philippe.

—Etiqueta tu vino —sugirió Mariana—, envíame unas cuantas cajas que, a mi vez, yo regalaré a personas de Versalles con quienes me disculpé por no aceptar sus invitaciones. ¿Recuerdas la cesta tan preciosa con higos que me enviaron en Versalles? Deberías idear una presentación fastuosa para tus botellas. Estoy segura de que se pondrían de moda. ¡Ah! No se te olvide subir el precio. Si no es caro, no es atractivo.

—Antoine, préstame una temporada a Mariana. Unos meses en Latour y mi padre no reconocería su obra de años.

—A mí me atrae su idea —apoyó Claire entusiasmada.

—Y a mí también, pero a ver quién convence al viejo.

—A tu padre le importan más las viñas. Las malas cosechas se las puedes dejar a él para que siga fabricando vino peleón, como han hecho durante generaciones. Nosotros nos reservaríamos las uvas que selecciones para elaborar un producto de calidad.

—¿Nosotros?

—Naturalmente. Tú elaboras el vino y yo me encargo de la presentación y venta.

—Desconoces los entresijos del comercio y mis padres te consideran una muchacha formal —objetó Philippe.

—Sé más de lo que piensas. Tus ausencias han sido aburridas y he metido la nariz en todas las labores del campo, acompañando a tu padre. Lo que ignore, se lo consultaré a Mariana. Hemos acordado escribirnos frecuentemente.

Philippe se puso tierno y se dejó querer. Mariana estaba al corriente por la propia Claire de que ésta le había dejado ir y venir a su antojo sin un reproche. Para eso ya estaban sus padres —le había comentado—, quienes la señalaban como una víctima de su abandono, cuando realmente eran ellos los que se sentían abandonados. Claire intuía que, tarde o temprano, su marido recalaría junto a ella. Estaba agradecida a aquel joven rubio, divertido y lleno de vida, quien, aunque no había participado en la elección de su esposa, la había aceptado sin rechistar. Estaba destinada a un conde bastante mayor que ella que tuvo a bien morirse antes de la boda. Los marqueses de Latour, desesperados con su hijo, un tanto díscolo y aventurero, se fijaron en ella y en la buena dote. Cuando Claire conoció al nuevo pretendiente, se pellizcaba para despertar de su sueño.

Esa noche era la primera vez que Philippe había planteado abiertamente la posibilidad de dejar la marina, y Mariana envió a Claire, a través de la mesa, una muda felicitación ante la proximidad de su premio a la paciencia.

—Acepto la propuesta y tu desafío —concluyó Philippe—. Te enviaré vino elaborado por mí y pondré todo mi corazón en el que elabore este año.

Se despidieron los amigos, conscientes de que no se verían en meses, después de haber compartido rancho, camarote, penalidades y confidencias, con la promesa de mantener una correspondencia abierta y se desearon suerte en sus nuevas singladuras.

Mariana y Antoine se quedaron solos tras una tarde ajetreada y llena de emociones. La casa se había sumido en un extraño silencio. Los marineros habían partido hacía un rato para cubrir de nuevo los bajos fondos de la ciudad. Subieron a la habitación y Laver despidió a madame Fleury. Antoine inició la conversación mientras la desvestía, como venía siendo costumbre.

—Vauban ha sido muy atento al venir para comunicarme que en Rijswijk se estaba firmando un tratado con los aliados. Parece ser que, si éste tratado prospera, vamos a disfrutar de un periodo de paz.

—¿También con España? —preguntó anhelante Mariana.

Antoine sonrió.

—También con España, pero esa no es la noticia más interesante.

—¡Oh! Te estás guardando algo —y se volvió rápidamente sin dejarse quitar la camisa—. No obtendrás nada mientras no me lo cuentes.

—¡Ah, no! Has equivocado los términos. ¿Cuánto estás dispuesta a pagar por la información?

—No compro nada si no veo el género.

—Bien. Se trata de España y Francia.

Mariana entrecerró los ojos y lo miró de abajo arriba. Estaba muy guapo y muy seguro de sí mismo, como siempre. Se acercó y se perdió en los ojos verdemar que tan bien conocía y unió su boca a la de él, mordisqueando sus labios en una larga caricia que terminó en algo más apasionado. Cuando se separaron, estaban sin resuello.

—Me sirve como primer pago, pero soy un hombre avaricioso y no me conformo con eso.

—Tendrás que avanzarme algo más.

—Francia devolverá a España Cataluña, Mons, Luxemburgo y Courtrai.

—¿Eso es todo? Es una noticia que en pocos días se extenderá por todo París. No vale tanto.

—¿Y la posibilidad de volver a ver a tus hermanas?

Mariana se quedó de piedra. Poco a poco se fue recobrando y se abrazó a él.

—Me portaré bien y no me aprovecharé de ti —prometió, siguiendo con la broma—. La razón por la que nuestro rey devuelve esas plazas es porque aspira al trono español. El rey Carlos no está bien de salud y no hay descendencia. Si el rey Luis consiguiera el trono español, nuestros países quedarían unidos.

—Demasiado bonito para que sea cierto. ¿Podrá reinar en ambos países? Los Austrias no lo permitirán. Tienen tantas posibilidades como los Borbones por el parentesco.

—Admito que no será fácil, aunque últimamente consigue todo lo que se propone. Él mismo no podrá ocupar los dos tronos, pero su descendencia está asegurada hasta el grado de bisnieto. A los Borbones se les da bien la cama, como a cualquier francés —fanfarroneó Antoine.

—¡Menuda bravata! No te conocía esa faceta. No te sienta bien.

—No voy a discutir lo que tu vientre evidencia.

—Son todo posibilidades, no hay ninguna seguridad —resumió Mariana, retomando la conversación.

—Imagino que mi fe es más fuerte que la tuya —constató Antoine, y la abrazó a la vez que le acariciaba la nuca.

—No es eso. He estado pensando que mi familia creerá que estoy muerta cuando se hayan enterado de las terribles noticias sobre el asalto. Sin embargo, estoy aquí, entre tus brazos, con un hijo en el vientre y feliz. Me siento tan culpable.

Antoine no la dejó seguir hablando. La besó largamente y la arrastró a la cama, en un intento desesperado de sacudirla de la tristeza que la invadía.

—He de reconocer que, si las circunstancias hubieran sido al revés, yo habría sentido lo mismo por Gastón —confesó conmovido y Mariana lo admiró por su comprensión.

 

Durante los días siguientes, la única visita que recibieron fue la de la tía Eléonore. Antoine siguió ocupado en el Palacio de Justicia donde compartía confidencias con Duboisson.

—He de poner orden en la administración de los bienes inmuebles de la familia; sin embargo, me encuentro atado a unos abogados ineptos. No quiero despedirlos para no organizar ningún revuelo sobre mi persona, pero no puedo contar con ellos para nada, no son fiables sino comadrejas.

—Es un problema bastante extendido. La familia de mi mujer, comerciantes bien asentados como ya sabéis, han llegado a la misma conclusión que vos. ¿Habéis indagado por estos pasillos? Nos encontramos en el epicentro de la abogacía. En cuanto a lo del revuelo, creo que ya lo habéis levantado. Corre por todo París vuestro romance con la hermosa española y el duelo con el filibustero, aunque favorablemente distorsionado y con los ribetes hiperbólicos del héroe de las gestas. Yo, a eso, no lo consideraría pasar desapercibido —terminó Duboisson, irónico y divertido ante el ceño fruncido de su amigo.

Antoine siguió el consejo de su amigo y vagó por los pasillos del edificio, escuchando las conversaciones de unos y de otros. El nombre que más sonaba y más preocupaba era el de Étienne de Senlis, apodado el chacal, personaje incorruptible y despiadado que no perdía ningún juicio. Preguntó por él y le informaron de que en ese momento estaba ejerciendo en uno de los tribunales, así que decidió pasar a una sala como espectador mientras esperaba. El juez y los abogados imponían con las negras togas y las pelucas blancas. Curiosamente se dirimía la propiedad de unas tierras comunales, por lo que encontró aleccionadora la evolución del proceso y se quedó. Varios abogados defendían las pretensiones del aristócrata con escasa fortuna, ya que un imberbe muchacho, con gesto grave, rebatía los argumentos y los ponía en su sitio. Laver siguió el debate con interés. Las exposiciones del grupo de defensores eran farragosas y llenas de tópicos, frases grandilocuentes pero huecas en contenido. Las del imberbe eran lacónicas y demoledoras por la sencillez, de forma que los asistentes entendían y no perdían el hilo en digresiones ociosas. Le gustó el muchacho: David contra Goliat. Y ganó David.

Salió de la sala mezclado entre el público y se encaminó a la sala en la que se reunían los abogados para discutir los avatares de los juicios. Preguntó de nuevo por Étienne de Senlis.

—Ése no viene a esta sala —le comentó uno—. Lo despellejarían vivo.

—¿Tan malo es? —inquirió Laver preocupado.

—Lo odian porque no consiguen ganarle ningún pleito —le contestó un hombre grueso a su espalda. Laver se volvió.

—¿Y dónde puedo encontrarlo?

—En cualquier pasillo o en el despacho del juez Lefevre, que es viejo y no teme que le quite el puesto.

Laver quedó impresionado por aquellas palabras, de las que dedujo que el personaje en cuestión era de cuidado, ya que todos lo evitaban. Localizó el despacho del juez, llamó y entró a la voz de permiso. Se encontró frente al imberbe del tribunal.

—Pregunto por Étienne de Senlis.

—Soy yo —contestó el joven, menudo y con gesto de hastío—. Si venís a insultarme, ya los he oído todos. Cumplo con mi deber. Deberíais insultar a vuestros pomposos abogados.

—Me llamo Antoine Laver, duque de Anizy, y no vengo para insultaros sino para consultaros.

El rostro del muchacho cobró vida.

—¿En qué puedo serviros, excelencia? —preguntó vivamente—. Reconozco que vuestro nombre ha llegado a este despacho envuelto en una aureola de héroe romántico. Hasta que no termine el proceso contra el barón de Pointis, resonará en los pasillos en boca de vuestros compañeros de aventura.

—Imagino que lo que decís es cierto, pero no es sólo mi nombre el que suena ahí fuera, el vuestro no se queda a la zaga. Necesito vuestros conocimientos y discreción.

—Mis conocimientos no son tantos —contestó el imberbe con una sonrisa exenta de vanidad—, pero puedo aseguraros mi discreción. Si, a pesar de lo que habéis oído sobre mí, os interesa mi oficio, colijo que anteponéis la eficacia a las buenas y engañosas palabras huecas.

—Os he escuchado en el estrado. Me gusta vuestra determinación. Sois directo lo que evidencia vuestra seguridad, producto del conocimiento y dedicación.

—Con eso es suficiente —aceptó el chico.

—¿Hay alguna posibilidad legal de que una mujer pueda manejar capital y firmar sin el marido o tutor? —entró Laver sin tapujos en el tema que le interesaba.

—Muy buena pregunta —alabó interesado—. Las viudas mayores de treinta años y siempre que no haya hijos de por medio. Evidentemente estamos hablando de una renta, nunca de tierras que pasarían al hombre más cercano familiarmente.

—Estoy seguro de que podríais encontrar un modo de sortear legalmente la ley —comentó Laver

—Erráis. No lo hay. La mujer no está reconocida como persona jurídica, ni siquiera las hijas de reyes o las reinas. Son meras mercancías cuyo valor reside en la cuantía de la dote o las relaciones familiares que pudieran aportar, o en el caso de la realeza o aristocracia, ganancias territoriales. No me andaré con rodeos —se sinceró el joven sonriendo—, me imagino que queréis asegurar la posición de vuestra esposa en caso de que os sucediera algo. La única forma es un hijo; si fuera estéril, el convento.

Laver, aunque no lo reflejaba su frío aspecto, estaba horrorizado. Todo aquello no era nuevo para él, lo sabía; pero siempre lo achacó a la indiferencia del marido porque no quería que la mujer fuera independiente. No imaginaba un espíritu y una mente como la de Mariana despojada del reconocimiento de sus esfuerzos. Trató de concentrarse en los problemas más inmediatos.

—Es decir, durante mis ausencias mi esposa no puede administrar las tierras ni decidir en los negocios que hubiera pendientes.

—Si vos estáis vivo, no es exacto. Podéis redactar un poder mediante el cual delegáis esas funciones en ella pero que, en caso de vuestra muerte, perdería en el acto. Normalmente los aristócratas, como vos, suelen dejarlo en manos de administradores, nunca en manos de las mujeres: no están preparadas para tales cargas.

—El problema es que yo no soy un aristócrata como los demás y mi esposa sí está preparada, incluso mejor que un administrador amigo de lo ajeno.

—Os sugeriría que nombraseis un tutor que cubriera ese vacío, tanto si fuera estéril como si hubiera un hijo menor. Sería más seguro. —aconsejó Etienne, impresionado por la fe del duque en su mujer—. Dicen que el amor es ciego, pero no lo había comprobado hasta este momento. La mujer sabrá matemáticas, pero no hasta el punto de llevar la carga diaria de las cuentas de un ducado. Se cansará a los dos días y quedará todo abandonado. ¿Lo habéis pensado bien, excelencia?

—¿Podríais redactarlo vos? —preguntó a su vez Laver, obviando la cuestión del abogado.

—Encantado. Es curioso, mi primer cliente es el hombre más admirado de la ciudad.

—¿Vuestro primer cliente? Me habéis parecido muy competente en el estrado —comentó extrañado Laver.

—Siempre consideré que la claridad expositiva era en sí un argumento, pero no es suficiente. No cuento con un padrino que me avale, conseguí mi puesto por méritos, no por favores, y no tengo un nombre familiar ni dinero para moverme por los círculos empresariales y aristocráticos. Prefieren pagar a un montón de abogados que han olvidado lo que han estudiado porque es un despacho que lleva muchos años funcionando. Los puestos de abogados y de administradores pasan de padres a hijos, que cierran filas ante los desconocidos, y nadie se molesta en averiguar su responsabilidad ni sus conocimientos.

Laver observó con nuevos ojos al muchacho. La delgadez evidenciaba una infancia difícil, las raídas ropas lo precario de su situación económica basada en el escaso sueldo que cobraría como abogado real, pero los ojos eran vivos, inquietos, brillantes, y conferían a los rasgos de la cara una expresión entre pícara e inteligente. Los debates eran como sus exposiciones, directos, sin rodeos ni adornos innecesarios, y de un realismo devastador, fruto de un análisis de la situación, como había comprobado en la breve relación sobre las circunstancias de las mujeres como de las suyas propias en el ejercicio de su oficio. La voz del abogado le sacó de su abstracción.

—Para el documento tutorial: nombre del tutor.

—Gastón Laver, signeur de Blérancourt.

—¿Estáis seguro de lo que hacéis? Es vuestro hermano y sucesor si no hubiera herederos «vivos». —Y recalcó la última palabra con intención.

Por un momento, Antoine vio reflejado el brillo de su furia en la cara de susto de Étienne, pero pasó con la misma rapidez que llegó.

—Supongo que habréis visto mucha maldad en estos tribunales y ello os obliga a ser cauto y a desconfiar.

—Ésa no ha sido la razón —refutó el abogado más sereno—. Sois mi cliente, por tanto protejo vuestros intereses y estoy obligado a haceros reflexionar sobre vuestras decisiones. Eso no quiere decir que las ponga en tela de juicio o que no esté de acuerdo.

A Laver cada vez le gustaba más el chico. Carecía de diplomacia y no era servil, seguramente por esas razones no agradaba a los almibarados clientes que deseaban ser tratados como dioses.

—Estoy seguro de lo que hago —afirmó, con una sonrisa en lugar de una disculpa.

—El poder, ¿a nombre de quién y de cuánto será su alcance?

—Mariana Tamares, duquesa de Anizy. Sin límites.

Laver advirtió que la pluma del abogado se paraba unos breves segundos, pero siguió escribiendo sin levantar la cabeza tras la vacilación.

—¿Dónde preferís firmar: aquí o en vuestra casa? Serán necesarios dos testigos.

—En mi casa, rue Saint Augustin.

Laver abandonó el tribunal satisfecho. Había realizado un conocimiento importante en lo personal. No había muchos como aquel chico y por eso lo temían y arrinconaban.  Los necios le denostaban con el apodo de chacal y fuera del servicio del rey no tendría muchas posibilidades de subsistir. Procuraría enviarle clientes.

 

Étienne vació el bolsillo que le había entregado el duque y silbó ante su generosidad. Nunca olvidaría el día que conoció al extravagante duque de Anizy, el héroe romántico de Cartagena de Indias, de quien todo París se hacía lenguas.

El hombre grueso que había indicado el despacho a Laver entró cuando el duque se perdió por el pasillo.

—¿Quién era el burgués? —inquirió divertido.

—No era un burgués —contestó Étienne amablemente—. Buscaba mis servicios y era el duque de Anizy.

—¡Ja! Buen intento. No pretendía reírme de vos. Lo había preguntado sinceramente. Algunos os apreciamos, chico. —Y salió del despacho sin esperar rectificación.

Étienne se dejó caer en la silla. Sólo le apreciaba el intendente porque cumplía objetivos. La orden de Luis XIV era ley. Debía hacer fracasar cualquier intento por parte de la nobleza de adquirir nuevas tierras o de recuperar rentas fijas. Su política era nítida: estrangular los ingresos de la nobleza a toda costa. Tal y como había confesado al duque, la falta de apoyos le había obligado servir a la Corona, entrando en un círculo del que le sería difícil escapar. El rey era cicatero con los sueldos y pasaba bastantes necesidades, crear una familia quedaba fuera de sus posibilidades y el futuro sólo era una oscura nebulosa.

 

Antoine regresó a casa a media tarde. No bien había traspasado la puerta cuando Clément y François le salieron al encuentro. Los marineros regresaron de madrugada por lo que no habían podido hablar con el capitán. Nerviosos y sobrecogidos, Clément y François relataron los sucesos nocturnos.

—Fue horrible, capitán, una carnicería —describió François—. Yo era el que estaba más cerca de la puerta cuando un hombre con aspecto simiesco salió de la habitación riéndose y rodeado de otros jóvenes muy bien vestidos. La habitación entera estaba llena de sangre: destrozaron a la prostituta los muy salvajes.

Laver escuchó con el rostro sombrío, deseando que el hombre se ahorrara los detalles del asesinato que, con toda seguridad, quedaría impune. Por la descripción del individuo se trataba del maldito perturbado de Condé.

—¿Y Teresa? —se inquietó Antoine.

—No sé de qué está hecha la española. No se inmutó. La disfrazamos con ropas nuestras y fue de gran ayuda porque, en cuanto entrábamos en un lugar, nos señalaba dónde estaban los guardianes y los chulos, nos indicaba las salidas y reconocía de un simple vistazo las mujeres enfermas y, por tanto, las más habladoras por unas monedas para ahogar sus penas y dolores en aguardiente.

Aguardó alguna indicación de Laver.

—Pero eso no fue lo más grave, capitán —continuó François ante su mutismo—. Hubiera preferido callar, pero Clément cree que debe saberlo. —Laver detuvo sus escrutadores ojos glaucos sobre François y advirtió el temor del marinero—. Cuando aquella parodia de hombre salía de la habitación riéndose, comentó a sus amigos: «Cómo me gustaría hacerle lo mismo a esa usurpadora duquesa de Anizy».

François no levantaba la mirada. Laver sabía que no temía por su integridad física; era desagrado por las malas noticias. De hecho, sus palabras lo corroboraron.

—Decidáis lo que decidáis, contad conmigo. No deseo ningún mal a una mujer tan hermosa y dulce. No me cabe en la cabeza que alguien pueda odiarla.

—Hay algo más —intervino Clément—: nos siguieron. No fuimos los únicos en recorrer las calles. Me encontré varias veces con las mismas caras y seguían nuestras pautas: no bebían, no iban con mujeres, aunque bromeaban y simulaban pasarlo bien. Eran hombres de armas.

—Disponed unos turnos de guardia en la casa y retiraos —ordenó Laver.

¿De qué iba todo aquello? ¿Dónde se había metido? Le asaltan unos inútiles matones del hampa comprados por el rencor de un hombre, sale en su busca y lo siguen unos profesionales. Hombres de armas significaba alguien con poder. ¿Quién se interesaba en sus asuntos? Hasta ese momento, el único que había demandado algo de él, era el simio de Condé. Se hallaba en el prostíbulo y sus hombres seguían a los marineros. En ese caso, cuando abandonaba la habitación, tuvo que verlos y dedujo que los marineros, aunque no conociera sus caras, también se encontraban allí por lo que la frase que había oído François no había sido casual, sino pensada y dirigida a sus oídos, una advertencia. ¿Por qué era tan importante ese matrimonio? ¿Con quién querían desposarlo para que Mariana hubiera suscitado tanto odio? Vauban no había podido averiguarlo, pero las mujeres eran más habladoras. Decidió confiarse una vez más a la tía Eléonore.

—Sí que es curioso. Nada ha llegado a mis oídos de todo eso que me estáis contando —dijo la tía Eléonore, sentada en su salita de Saint Denis.

Antoine había preferido desplazarse hasta allí para no levantar las sospechas de Mariana e inquietarla con aquellas historias.

—Excepto el ataque que sufrió Mariana en los aposentos privados del rey —continuó la tía—. Pero claro, eso fue público. Los únicos que conocéis el asunto del matrimonio sois: el rey, Vauban, vos y el de Condé. Es evidente que no ha habido interés en que se divulgue, aunque es lógico que no se quiera pregonar un rechazo.

—No hubo rechazo, sino imposibilidad, por lo que lo entiendo menos, y al rey no le importó, según Vauban.

—Rechazo o imposibilidad, da igual: no ha habido enlace. El problema es que no puedo lanzar mis redes; se haría público y sería peor. Me mantendré alerta, investigaré qué mujeres casaderas hay en la familia Condé y poco más. Si me entero de algo, os informaré.

—Gracias por escucharme. Desde que he regresado no hago más que acudir a vos para solventar mis problemas.

—Estoy encantada de poder ayudaros. Y más, si hay un complot contra la familia. —De pronto calló, como si hubiera recordado algo—. Escarbaré en la vida de Christopher, quizá hayamos pasado por alto su importancia. ¿Y si el matrimonio hubiera sido concertado con él? También estaba soltero como vos.

—El suyo ya estaba apalabrado con nuestro vecino, el vizconde de Brancourt.

—Sí, lo recuerdo vagamente. Tenía dos hijos. Ese matrimonio era ventajoso para ellos, pero no para Christopher. Nunca entendí la cabeza de chorlito de vuestro padre. Vuestro hermano se movía a lo grande y andaba necesitado de dinero para terminar sus obras en Anizy. ¿Y si le surgió algo mejor? Todavía no estaba casado.

—Existía un acuerdo entre familias.

—Christopher no era últimamente como vos lo recordáis. Pero no vamos a hablar mal de lo muertos. Os prometo que haré lo que pueda y abriré bien los oídos. Mantendré a Mariana apartada de los chismes. —La tía Eléonore sonrió—. No me lo habéis pedido pero, como podéis observar, me adelanto a vuestros deseos.

Comenzó octubre sin nuevos sobresaltos. «El figurín» había desaparecido a pesar de que dieron con el prostíbulo del que era asiduo, no como cliente, sino como profesional muy requerido por los viciosos de la nobleza por su buen hacer. ¿Por qué trabajaba entonces de mayordomo en casa de Christopher? Recordó que el hombre había hablado de sus contactos entre los nobles cuando lo echó. Ahora comprendía la furia que mostró, pues nadie iba a contratar como sirviente al hombre con el que se desahogaba y al que muchos reconocerían dejándolo en evidencia. Christopher había estado muy torpe en aquel punto, ¿o no? Inmediatamente desechó el pensamiento que atravesó su mente como un rayo: ese tipo de inclinaciones se notaban cuando se había compartido la casa. Los soldados que los seguían desaparecieron a su vez ¿coincidencia? Por unas calles de tanto puterío podrían haber estado siguiendo a otro.

Étienne de Senlis se presentó con los documentos para que fueran firmados tras la lectura de los mismos. Actuaron como testigos Duboisson y el joven Noailles, quien había acudido para despedirse pues su obligación con el ejército lo reclamaba. El proceso de Pointis concluyó, así como la firma de la paz de Rijswijk, aunque sólo firmaron Inglaterra, España y Holanda. El Sacro Imperio Germánico se negó en redondo, aunque Vauban aseguraba que pronto firmaría puesto que se había quedado solo.

Mariana estaba muy descansada y contenta por la paz firmada con España. Antoine vigilaba el embarazo, que evolucionaba favorablemente, y el inminente viaje al château lo había animado. Mariana había comenzado a preparar el equipaje con madame Fleury, y por las tardes salía con la tía Eléonore de compras para el futuro heredero y para concluir su vestuario invernal, ya que en el campo le sería muy difícil adquirir nada de aquello. Por orden de Laver, se movían bien escoltadas por los marineros y la tía le explicó a Mariana que había que extremar precauciones, pues había habido varios asaltos a damas.

—En las ciudades siempre hay algún loco suelto —excusó la señora.

—También los hay en la Corte, y peligrosos —matizó Mariana.

 

El día anterior a la partida hacia Anizy, Madame Fleury recogió sus cosas y se despidió de todos con un afecto sobreactuado, aunque sincero.

—Es una casa de locos y con mucho trabajo, pero cada uno se ocupa de lo suyo por lo que es fácil convivir —reconoció ante la señora Lussac. Teresa, que estaba cerca, lo oyó—. Mi sobrina estará a gusto allí. Ayer por la tarde, cuando el propio duque se personó en la cocina y habló muy claramente sobre lo que podría suceder al que forzase de palabra u obra a una mujer del servicio, se ganó mi confianza a pesar de sus rarezas.

Teresa se sentía aliviada de que la estirada mujer volviera con su antigua señora, pero le inquietaba la sobrina que, atendiendo a las palabras de la tía, debía de estar cortada por el mismo patrón.

En el vestíbulo se cruzó con ella, que llegaba con sus escasos bienes, pues había abandonado todo en su huída de la casa del anterior señor. Teresa conocía las circunstancias que envolvían a la chica porque Mariana se las había contado en el más estricto secreto. Teresa tenía experiencia en los resultados de ese tipo de agresiones sexuales. Por regla general, dejaban a la persona amargada y actuaba con resquemor, volcando su rabia e impotencia en los que la rodeaban. No eran buenos compañeros de camino, por lo que no se hacía muchas ilusiones al respecto. La joven llegó con la tía Eléonore cuando Clément y ella ayudaban a madame Fleury con el equipaje.

Una deliciosa doncella, de rostro redondo y pelo tan rubio que parecía blanco, se acercó a la bruja que la recibió con una sonrisa. Se abrazaron con emoción y la tía Eléonore las metió prisa, prometiéndolas que se reunirían en un futuro próximo. Las manos eran pequeñas, delicadas, desconocedoras de los trabajos pesados; bien formada y abundante cabellera, propia de alguien que no ha padecido hambre. Era hija de sirvientes y había sido educada para servir. Madame Fleury les había explicado que, en París, la servidumbre profesional de las grandes casas era muy celosa de sus prerrogativas. La mayor parte de ellos sabía leer y escribir, hablaba correctamente, vestía impecablemente las libreas de sus amos, nunca pasaba hambre ni necesidad. Eran los favorecidos de la diosa Fortuna. Ese rayo de sol era uno de ellos. Teresa comprobó con disgusto cómo los ojos de Clément brillaban ante tan grata visión. Sintió celos, aunque nunca había pensado en el normando. En realidad, le agradaba Pierre, a quien echaba de menos desde que se había ido a Anizy. Había sido un buen compañero desde el día en que lo llevaron herido a la cocina de la casa de Cartagena. El marinero entendía algo el español porque había servido desde niño en el Mediterráneo, y el resto lo suplían con gestos y signos. Ahora Pierre le enseñaba el francés. Analizando la situación, se dio cuenta de que era la primera vez, desde entonces, que se habían separado. Había compartido con esos hombres luchas, miedos, travesías, barco y casas. Y últimamente, había recorrido los bajos fondos de París tras la sombra de un malvado bujarrón, al que no habían podido localizar. La respetaban y ella los consideraba como hermanos, de ahí los celos: a Nicole la veían como mujer; a ella, como un saco de huesos. ¿Cómo la miraría Pierre?