I

—¿Dios lo hizo matar porque se negaba a pagar?

—Eso es lo que dice la viuda.

Ni el más mínimo rastro de una sonrisa iluminaba la expresión en el rostro del Capitán. En el mejor de los casos hubiese sido una irrupción extraña. Cooperman no sonreía a menudo. No era una de las obligaciones de su puesto.

Cárdenas diseccionó lo que le había contado y dejó que su atención vagase más allá de su superior. Desde la oficina situada a media altura de la triangular torre de la policía podía ver buena parte del sofocante Nogales e incluso parte de la Franja. Factorías de montaje y diseño se desperdigaban a lo largo del desierto como retorcidos cables metálicos, los músculos del mayor conglomerado urbano industrial que el mundo había visto. Las resguardadas estructuras brillaban en la tarde con furia de cromo y bronce, a medida que el inflexible sol las pintaba con tonos rojos y dorados.

Ocasionales racimos de apretada y marcada vegetación, que señalaban la posición de un parque o de una jocosa zona ribereña, ponían una nota de verde protesta contra las olas de calor que reflejaban el pavimento y el muro, el puente y la torre. Los nervios de la carretera y los tendones de las líneas de alta capacidad de transporte por inducción mantenían unidos los lazos energéticos del comercio.

En medio de ese incansable fervor mercantil las personas se aventuraban erráticamente de un edificio a otro, corpúsculos y células moviéndose a través de tubos acondicionados, minúsculas mentes individuales vitales para la perfecta salud económica del global organismo comercial. Gracias al incansable ingenio y energía de esos individuos la Franja había crecido hasta ser el motor que movía una fracción considerable del PNB mundial.

El inspector Ángel Cárdenas la conocía íntimamente en su mayor parte y se sentía por completo a gusto en sus ardientes y febriles concurrencias y callejones, aunque pocas veces encontrase algo o alguien que le gustase.

Cuando fue consciente de que el Capitán le esperaba, volvió a fijar la vista en el hombre sentado al otro lado de la mesa. Cooperman parecía ansioso, a pesar de ser un hombre difícil de inquietar. Era evidente que esperaba alguna respuesta a la información que acababa de dar. Cárdenas se aclaró la garganta.

—Shawn, no soy un hombre particularmente religioso. Pero si lo fuese, tengo la impresión de que me resultaría difícil creer en una Deidad que se rebaja al chantaje.

—Chantaje, no —le corrigió severamente Cooperman—. No haber contribuido al apoyo de los pobres.

—Ah, sí. Los pobres extorsionistas. —La amarga sonrisa de Cárdenas hizo que el punto de caída de su impresionante bigote se elevase ligeramente—. Estaría bien empezar con un hecho o dos, incluso una pista honesta. ¿Tenemos algo más en que apoyarnos aparte de los chillidos teológicos de viudas semihistéricas?

—Muy a few. —El Capitán rebuscó por entre una pila de impresos como si se tratase de un aborigen en busca de gusanos hasta mostrar finalmente una copia impresa a su invitado. Cárdenas la cogió y leyó con cuidado, sin que sus trasplantados ojos azul hielo se saltasen nada en la chismosa página.

—Al principio hubo un buen número de denuncias. —Cooperman mordió los últimos restos de una uña—. Las quejas usuales. Entonces se acabó la información. No pudimos comprobar las fuentes habituales, porque no hay fuentes habituales para este tipo de cosas.

Cárdenas arrugó la nariz, doblando así el bigote.

—Cuando la gente de la calle tiene claro que los federales no pueden evitar que los ciudadanos sean asesinados, los supervivientes tienden a volverse poco comunicativos con gran rapidez. —Se inclinó para arrojar la copia impresa. Aterrizó suavemente sobre el montón—. Éste es un asunto pequeño. Estrictamente local. ¿Por qué yo? No estoy aburrido.

Cooperman lo estudió desde la profundidad de unos ojos hundidos del color de la tierra quemada, unos ojos que se habían paseado por encima de muchos cadáveres antes de ser relegados a trabajos de oficina.

—Eres nuestro mejor intuitivo, Ángel. Ésta no es la típica trama de extorsión. Sé que parece superficialmente sencillo, pero hay algo muy complejo en todo esto, y lo peor es que se está extendiendo. Ya sabes cómo funciona este plan de protección y extorsión; convences o te cargas a algunos de los más reacios y el resto viene solo.

Cárdenas asintió. Alargó la mano para acariciar un perro que no estaba allí y se detuvo a medio camino, preguntándose si el Capitán se habría dado cuenta.

—Vamos, Shawn. Dime la truth. ¿Por qué yo?

El Capitán tosió llevándose el puño a la boca.

—El encargado de desechos de Mondaroko Tools en Nog East recibió un memo en su Dimail recordándole que ni él ni su bendita compañía hacían nada por ayudar a los indigentes de su distrito, y que Dios estaba disgustado por la situación, así que sería mejor que se arrepintiera y contribuyera con su parte. Rápido. Casi como un sermón eclesiástico un poco raro. Alguien les hizo el signo de la cruz y dibujó una línea en el proverbial cuello corporativo.

Cárdenas se tiró del labio inferior mientras sacudía la cabeza.

—No conozco a Mondaroko Tools.

—Son la division de precision de Wurtemburg Kraftwerk GBN.

Lo cual explicaba mucho, comprendió Cárdenas. Se suponía que los federales locales debían vérselas con las extorsiones callejeras, pero cuando pequeños criminales empezaban a meterse con grandes multinacionales como Wurtemburg Kraftwerk, entonces se suponía que debía intervenir Regional Enforcement y poner las cosas en su sitio.

—Alguien se cree demasiado importante —comentó.

Cooperman resopló.

—Si crees que tienes a Jehová de tu lado, ¿por qué no intentar sacarle algo de money a las grandes multinacionales? ¿Por qué limitarte a exprimir restaurantes, traficantes de chips y genetistas?

—Empiezan con poco —comentó Cárdenas—. Puede que no tengan la seguridad de que Dios esté de su lado. Sería como asegurar su apuesta con el cielo. —Se movió en la silla, intentando captar lo que Cooperman no decía—. ¿Cómo la palmó el infortunado tendero?

El Capitán se reclinó incómodo y movió una mano de forma casual.

—En dos ocasiones se les pidió que contribuyesen. Un alzacuellos con hábito. ¿Sabes?, un padre. —Sonrió con afectación—. Quien esté jugando a esto busca la consistencia.

—Gusta de la consistencia. ¿Por qué no lo denunciaron?

—Pensaron en quejarse, pero visitaron al párroco de su vecindario y lo discutieron con él. No sabía nada sobre ese tipo o sobre la Orden que decía representar: «Nuestra Señora de la Máquina.» Escucha esto. El párroco les aconseja no pagar y llamar a la jefatura local. Así lo hicieron. El mecanopadre volvió dos veces. A la tercera les advirtió que a Dios le molestaba que ellos prosperasen mientras otros morían de hambre. Siguiendo el consejo que les habían dado, le dijeron que fuese con viento fresco.

—¿Qué pasó luego?

El tono de voz de Cooperman se hizo más agrio.

—Dos días más tarde cerraban la tienda alrededor de las once cuando, según la viuda, una visión se manifestó en medio del local.

Cárdenas señaló algunas posibilidades.

—Una proyección de holoimagen. Difusión óptica estática. Vídeo coherente-confluyente. Una cena podrida. Hay lots of explicaciones plausibles.

—Claro que las hay —admitió con rapidez el Capitán—. La viuda dice que se trataba de una mujer vestida con una túnica vaporosa, blanca y brillante. El color y la textura de la crema iluminada desde dentro, dice. Demasiado suave para ser una escultura. Afirma que tenía una expresión triste. Flotó hasta ellos y les reprendió por su avaricia. Su marido no se impresionó e insistió bien alto y claro que no iba a pagar dinero honesto para protegerse de trucos de magia. Luego se volvió para coger el teléfono y llamarnos. La viuda dice que, en ese momento, la imagen puso la mano sobre la cabeza de su marido y éste se derrumbó.

Las cejas de Cárdenas se alzaron. Cooperman le miró sin parpadear.

—El informe forense dice que fue un paro cardíaco. El tipo murió en el acto. Su viuda insistía y sigue insistiendo que estaba sano como un caballo. Su historial médico lo confirma.

—¿Y luego?

—La imagen se echó hacia atrás, unió sus manos como si fuese a rezar y le dijo a la viuda que lo sentía por su marido, pero que las necesidades de los pobres no podían ser confiadas durante más tiempo a los caprichos del espíritu humano. Luego se persignó y desapareció. —Hizo una pausa—. No soy experto en hologramas y no tengo tiempo para mantenerme informado de las novedades en ese campo, pero sólo he oído hablar de un artefacto capaz de hacer algo así.

—Una proyección táctil —murmuró Cárdenas. Un escalofrío recorrió su columna, el fantasma de un helado recuerdo.

Cooperman asintió.

—Material estrictamente militar, y experimental en su mayor parte. Exceptuando un solo incidente oficial que sucedió en nuestro distrito. En el que resulta que tú estabas implicado.

—No es probable que lo olvide —dijo Cárdenas—. ¿Se ha preguntado a las compañías relevantes?

—Tanto GenDyne como Parabas insisten en que apenas han comenzado a desentrañar los secretos del túnel subox que descubriste en ese caso, y mucho menos cómo superar y desarmar los sistemas de guardia táctiles que sus finados, llorados y autoabsorbidos especialistas dejaron en su despertar psíquico.

—Da la impresión de que alguien más ha aprendido a ejecutar y visualizar un táctil independiente. ¿Una fuga militar?

El Capitán movió la cabeza impacientemente.

—Ya lo hemos comprobado. Varias veces. —Esta vez sí sonrió—. Primero, los chicos de tecnología militar niegan que ni siquiera estén investigando en algo así y, cuando insistes, te dicen que incluso si estuviesen investigando en algo así su seguridad es tan estricta que ni una molécula de información sobre eso en lo que no están investigando podría escapárseles.

Cárdenas suspiró.

—Así que tenemos que seguir trabajando en la hipótesis de unos diseñadores independientes. Como esos dos que se absorbieron a sí mismos.

—U otra cosa —musitó el Capitán en voz baja—. Algo nuevo. Sal a las calles, Ángel. Ausculta el asfalto. Vete a lo very fat y habla con los traficantes mestizos. Comprueba identidades. Yo estoy bastante ocupado con los viejos secuestros, violaciones y abusos de animales. No necesito a los Kraftwerk, Fordmatsus y GenDyne sobre mis espaldas. Nadie de mi edad y con mi presión arterial merece eso.

Cárdenas echó atrás la silla y se levantó para irse.

—Rezaré por ti, Shawn.

El atormentado Capitán no le sonrió.

II

Paily Huachuco había cogido una sucia tienda en la avenida 223 y, con trabajo duro y astucia, había convertido ese palacio de las cucarachas en el modesto nido de la música que exhibía orgulloso una señal de neón en la fachada que gritaba Musik-Niche. Eso fue hace cinco años. Ahora había cuatro horteras y chillones Musik-Niche en Nogales del Norte y del Sur. Ahora Paily soñaba con dos tiendas más mientras negociaba los locales en los centros comerciales de Lochiel y Cibuta. Un vistoso abogado de un enorme sindicato le había hablado de la posibilidad de establecer una cadena. La oferta había sido tentadora, pero la pérdida de poder que la acompañaba no lo era. Mejor ser un bajo independiente que un eunuco bien pagado.

Quizá dentro de diez años pensaría en la posibilidad de extenderse por todo el país. Pero en estos momentos se divertía demasiado.

A través del vidrio polarizado podía contemplar el primer piso de su tienda principal donde repetidores rápidos, obreros, subadultos y ninlocos con buena disposición se mezclaban con jóvenes ejecus y sararimanes, montadores y maskeadores, para revolver entre todos el nunca superado stock de Musik-Niche. Holovitrinas sensoriales Motionmax giraban sobre sus cabezas, tentando por igual a los clientes masculinos y femeninos con simulas tridi de pechos, culos y curvas, y en ocasiones incluso con música.

Los ejecus y los montadores solían buscar discos ya pre-programados, mientras que los clientes más jóvenes estaban más dispuestos a experimentar. Flotaban por entre el vasto, actualizado a cada hora, catálogo de ritmos y melodías, voces e instrumentos, del febril establecimiento, creando así su propio disco de acuerdo con las últimas modas. Todo el mundo es un compositor, reflexionaba Huachuco. Todo el mundo es un cantante y músico, mezclador y realizador. Como sus competidores, Musik-Niche servía un caliente y desordenado guiso musical y visual del cual los clientes podían, cómoda y tranquilamente, extraer los trozos y fragmentos que con mayor dulzura revitalizasen sus sentidos.

Pero si lo preferían, uno de los expertos de la tienda podía ayudarte a ensamblar tu propio disco a medida. Una cucharada de reggae, media taza de tamba, guitarra y juego de samisen al gusto, hornéese a 3/4, se riega con baterías y sintetizadores y gratínese cuando esté listo. Sazónese con letras de la inmensa biblioteca ROM de Musik-Niche y, bravo, tío, tú también puedes ser una estrella.

O juega sobre seguro y a la moda y compra premezclado. Eso daba incluso más dinero que la música al gusto en que estaban especializadas las tiendas de Huachuco.

Sonó la puerta y Cina entró contoneándose. Era bonita, eficiente y había estado a su lado desde la apertura de su segunda tienda. La había nombrado vicepresidenta encargada de comunicaciones entre oficinas y piernas.

Se pasó la mano por su rubio implante quirúrgico.

—Ese alzacuellos está aquí otra vez. Recuerdas, ¿el padre?

—Cina, te dije que te encargaras de él. —Paily golpeó la mesa con los dedos—. No tengo tiempo para hablar con limosneros. Intento reducir el margen de la próxima entrega de Hokusai en otro 25 por ciento y parece que intento escalar el Monte Olimpo sin traje a presión. Los malditos intermediarios no quieren cortar ni un octavo ni en una sola song, ni siquiera en las que no understand las letras.

—No quiere hablar conmigo y tampoco se va —dijo Cina inamovible.

Huachuco consideró por un momento hacer que el odioso pedigüeño fuese arrojado al asfalto pero, si en realidad era un hombre de Dios, aunque su horario y sus maneras jodiesen, alguien podría verlo. O aun peor, grabar todo el incidente. No necesitaba ese tipo de publicidad, máxime cuando intentaba seguir creciendo con las nuevas tiendas.

Shit, que pase. Me encargaré de él.

Cina se esfumó. Su hueco en la puerta fue ocupado segundos más tarde por un hombre bajo que vestía un traje de negocios marrón. Había retirado la capucha para mostrar el alzacuellos blanco. Su pelo era corto, negro y cortado con regla, y tenía más de iridian que el típico habitante de Franja.

—¿Por qué sigue acosando a mi gente? —dijo Huachuco desafiante, sin darle al otro la oportunidad de hablar primero—. No, no se siente. No tengo tiempo para visitas y, si lo tuviese, no lo malgastaría con usted. No se ofenda.

El alzacuellos observó a su anfitrión con calma. Su actitud era evidente y rayaba en lo condescendiente. Huachuco decidió al instante que no le gustaba.

—Todos deben buscar tiempo para la obra de Dios, hijo mío —declaró solemnemente el visitante. Poseía un tono de voz chirriante y acusador en el que cada palabra se rompía como trozos de vidrio. No ayudaba en nada a ganarse las simpatías del impaciente auditorio.

—No soy su hijo, padre, y no creo en Dios. Soy un hombre de negocios. Creo en los contratos y en el índice de cambio.

—Dios también regenta un negocio: el negocio de salvar almas. Aquellos que desvían su mirada de las acuciantes necesidades de los pobres deberían ver la suyas propias.

—Oiga, me preocupo por los pobres. Tenemos grandes rebajas cada dos semanas. Le propongo una cosa: ¿por qué no trae a sus feligreses el próximo sábado a nuestra próxima oferta a mitad de precio? Les dejaré entrar quince minutos antes que a la masa. Por supuesto, si tiene algún feligrés.

—En nuestra orden no predicamos en los obscenos claustros de las grandes iglesias. Hacemos nuestro trabajo con tranquilidad mientras reclutamos individuos importantes como usted, de forma que las generosas contribuciones hechas en nuestro nombre lleguen directamente a aquellos que las necesitan.

—¿Quizá gente como ustedes? Vamos, salga de aquí. Tengo trabajo que hacer. Vaya a vender su mercancía a la estación central. Si vuelvo a verle por aquí haré que mi equipo de seguridad le ponga más cerca del cielo durante al menos tres segundos. Ese es el tiempo que estará en el aire antes de besar el pavimento —se inclinó sobre su mesa.

Con una expresión tan dura como su alzacuellos, el visitante se volvió para salir.

—A nuestra Señora no le gusta la gente que se burla del Señor.

—Suena bien. Estoy seguro de que alguno de nuestros profesionales podrá componer un disco para usted. Pero si no va a comprar nada, mejor que se largue. Verá los carteles en el piso de abajo. No vagabundear.

Con la boca tan apretada como las carnes de un modelo en pantalones cortos, el traje marrón se fue. Sin gritar ni insultar, cosa que Huachuco le agradecía. Le cansaban las obscenidades sin consideración. Ya sabía que el asfalto paría algunos evangelistas extravagantes. Desde los tradicionales milenaristas hasta los más de moda como los Oceánicos y Surfistas del Silicio. Debería dictar un memo a seguridad para que fuesen más selectivos con el tipo de personas que dejaban pasar. Si llevabas un negocio debías andarte con ojo o si no los Igualadores se te echarán encima, diciendo que no has admitido por igual y sin prejuicios a lesbianas zurdas rastafaris trisómicas, o algo similar.

Las tiendas Musik-Niche no cerraban nunca, pero el personal administrativo trabajaba a horarios normales. Todos menos Huachuco, quien permanecía con frecuencia en su despacho hasta altas horas de la madrugada. Así es como se construía un negocio: siendo el primero en abrir y el último en cerrar. Era tarea del jefe el dar ejemplo. Además Huachuco disfrutaba de su trabajo. Le gustaba escribir memos, examinar hojas de pedidos y negociar sus locales y las licencias.

De pronto, la luz se hizo mucho más brillante en su oficina.

Era exquisita y etéreamente hermosa, y flotaba a varios centímetros del suelo mientras le contemplaba con pena. Ni una sola imperfección ni una sola arruga mancillaban su rostro, la nariz poseía una rectitud semítica y los grandes ojos acuosos se desbordaban llenos de profunda preocupación. La túnica inmaculada, pura como un cristal perfecto de calcedonia, le cubría desde la cabeza a las sandalias según los usos de épocas remotas. No lucía joyas ni ningún otro adorno artificial. No los necesitaba.

Huachuco se reclinó y estudió la aparición.

—Buena, muy buena. Debo admitir que eres la mejor holoimagen que he visto nunca. Aunque debes serlo para convencer a tanta gente. ¿O crees que no oigo la cháchara de la calle? Dime, ¿dónde está el proyector? Es difícil creer que sea portátil; tienes demasiada densidad. Quizá regeneración de estado estable: eres perfectamente opaca. Deben haber pirateado alguna línea de algún edificio cercano. ¿Deben robar crunch además de potencia? Mantener tu configuración, por no hablar de moverte, debe consumir muchísima masa.

—No tienes fe —la voz de la imagen era amable y recriminatoria.

—Has acertado —levantó su voz ligeramente—. Escuchen, scumbag, cuando abrí mi primera tienda cada dos noches me las tenía que ver con algún idiot que intentaba sacarme dinero de protección, o deseaba ver qué podía robar. Después de enviar el primer par al hospital y uno al depósito se corrió por el asfalto la voz de que era mejor no meterse con Paily Huachuco. Supongo que no habéis vivido lo suficiente en este vecindario como para que os haya llegado el cuento. No soy un tendero imbécil al que podéis asustar con palabras y hologramas —inclinándose, pulsó casualmente un interruptor de su mesa. Un zumbido llenó la habitación.

—¿Saben lo que he hecho? Primero, es una línea directa con la comisaría local. Mis amigos los federales se pondrán en camino en treinta segundos. Segundo, he activado una estructura distorsionadora a mi alrededor. Si algo electrónico intenta atravesarla, holo, virus, bacteria, cargas letales, queda frito como si se tratase de un pollo eléctrico. Si queréis probar con gases, tengo una máscara en mi mesa que puedo ponerme con más rapidez de lo que vosotros podríais escupir. No veo que vuestro holo lleve ninguna pistola, así que no os diré cómo me defiendo de eso. —Miró la hora—. Mejor os dais prisa, los federales llegarán en cualquier momento.

La imagen seguía mirándolo con pena. En ese momento se abrió la puerta y el encargado de noche asomó la cabeza. Huachuco se apresuró en tranquilizar a su empleado.

—Mira esto, Benny. Quiere oraciones y dinero. Pero apuesto a que no adivinas qué quiere first.

Con los ojos bien abiertos el anciano se persignó reflexivamente, para disgusto de su jefe.

—¿Seguro… de que sólo es una proyección, Pailey?

—¿Bromeas, Benny? ¿No me digas que tú también te lo has tragado? Los federales llegarán pronto. Asegúrate de que entren lo antes posible. Si esta cosa sigue ahí colgada durante uno o dos minutos más puede que consigan localizar el emisor. Ese será el end de nuestra agencia de recaudación más persistente e irritante.

A medida que se acercaba a él, la imagen mostraba calma y serenidad.

—Esto se pone interesante. —Huachuco estaba tranquilo, expectante—. He conectado el distorsionador. ¿Se fragmentará en un montón de bonitas chispas, o simplemente desaparecerá?

—Paily… —comenzó a decir el encargado.

—Tómate un calmante, Benny. Vuelve al trabajo. Dile a todo el mundo lo que pasa para que no se asusten cuando los federales entren corriendo.

El encargado de noche vaciló, incapaz de apartar la vista de la beatífica figura.

La aparición entró en contacto con la pantalla de distorsión. Y la atravesó.

No hubo ningún fogonazo de luz, ninguna alteración centelleante de la estructura de la holoimagen. Se limitó a atravesar la pantalla como si ésta no existiese. Huachuco entrecerró los ojos mientras tendía la mano hacia el cajón de su mesa. Cuando la sacó no portaba una pistola sino una pequeña caja rectangular de plástico. Tenía varios botones por el lado en que la sostenía y luces en la parte alta. La esgrimió delante suyo como si fuese un pobre Van Helsing preparándose para rechazar el ataque de un persistente fantasma.

—¿Sabes qué es esto? —escupió con voz todavía firme—. Es un disruptor de campo. Tocas con un extremo una caja, una placa, un comunicador, una proyección de cualquier tipo, y envía una carga estática coherente de vuelta por toda la red hasta la fuente de control. La hace puré. Comparado con esto una pantalla de distorsión normal no es sino un juguete. Aléjense de mí o destrozaré toda su operación con sólo apretar un botón. —Se inclinó hacia su izquierda para echar un vistazo más allá de la forma femenina—. Benny, comprueba si ya han llegado los federales.

El encargado descubrió que no podía moverse.

Una delicada mano femenina se extendió hacia el dueño, quien comenzó a echarse hacia atrás en su silla, con el vacilante disruptor ante él. Brillantes dedos se cerraron sobre la caja. Uno de ellos tocó la piel de Huachuco. Sintió la presión, ligeramente cálida pero más fría que la producida por una mano humana.

El disruptor empezó a fundirse, y el plástico fluyó ardiente por su mano. Lo arrojó a un lado cuando sintió que le quemaba los dedos.

—¡Benny!

El encargado lo presenciaba todo sin moverse.

La expresión melancólica del inmaculado rostro cambió cuando sus dos brazos se adelantaron para abrazar a Huachuco. Éste, con la boca abierta, la miró atónito. Luego se arqueó, sólo una vez, y cayó sobre la silla, con la cabeza colgando a un lado, casi como si se hubiese fundido un poco; no como el disruptor.

La figura angelical se fue acercando a Martínez y alargó la mano.

—Por favor. Por favor, Dios —murmuró con sorprendente y nueva intensidad—. Tengo mujer y dos hijos.

La Virgo Gloriosa colocó su palma brillante sobre su frente. El encargado sintió una presión infinitamente suave que levantaba su cabeza. La Madonna le sonreía.

—Aquellos que ayudan a los que se han propuesto ayudar a los necesitados no tienen nada que temer, en este o en el otro mundo. Y aun menos tienen que temer de mí. —La voz era la encarnación de la música, pura y refrescante como el agua de las montañas. Luego se desvaneció en la nada.

Los federales irrumpieron en la oficina con las armas listas. Uno de ellos fracasó al intentar que Ben Martínez dejase de rezar y se levantase mientras otro examinaba el montón que fue Paily Huachuco. Fue un examen breve, sólo lo justo para estar seguro de que su corazón se había parado.

III

La esquelética figura del traje marrón echó la capucha hacia atrás para estudiar mejor la fachada de la tienda. Era nueva, el local había sido remodelado y acondicionado sólo dos semanas antes. No había ventanas, pero era de esperar en un negocio especializado en vender armas y otros medios activos de autoprotección. Si tal establecimiento sobrevivía en un vecindario tan peligroso debía ser rentable. Lo suficiente para donar un pequeño porcentaje de sus ingresos mensuales a una buena obra de caridad. Comprobó que el alzacuellos estuviese recto y se dirigió a la entrada.

Por lo que podía apreciar, las medidas de seguridad del establecimiento eran muy, muy avanzadas. Ya en la primera entrada había sido seguido por vídeo mientras otros sensores buscaban armas escondidas. Sólo cuando el sistema quedó satisfecho fue admitido a la segunda puerta, construida a prueba de misiles.

El local era mayor de lo que esperaba y estaba lleno de clientes. Muy halagüeño. El personal mixto masculino y femenino parecía ocupado y competente. Sin duda estaban muy dispuestos a probar los artilugios que vendían. Atraído por su figura, decidió acercarse a la empleada femenina más atractiva, mientras su mente se divertía con pensamientos eclesiásticos.

—Discúlpeme, señorita, ¿dónde puedo encontrar al dueño?

—¿Hay algún problema, padre? —Era amable sin pasarse de respetuosa.

—No, ninguno. Sólo deseo hablar con él sobre la posibilidad de contribuir a nuestra Orden y su programa de Ayuda Pública.

Ella lo miró con complicidad.

—Que tenga suerte. Boss Cárdenas no es muy suelto con el money que digamos, ya sea con el suyo o con el de la empresa.

—Sin embargo, debo intentar convencerle.

La empleada se encogió de hombros y conectó el intercomunicador.

Wasted time, pero es su tiempo. Veré si quiere recibirle.

El visitante fingió ignorar la conversación siguiente, hasta que la vendedora volvió a hablarle.

—Dice que como somos nuevos en el vecindario le concederá tres minutos.

—Lo he oído. ¿Por dónde, por favor?

Ella se inclinó ligeramente sobre el mostrador y señaló.

—En la parte de atrás, pasando el congelador de bioarmas. ¿Supongo que no estará interesado en una pistola de chile? Nos sobraron algunas de la inauguración.

El visitante sonrió con tolerancia.

—No tengo necesidad de artilugios tan violentos. Mi Señora cuida de mí.

—Me alegro de oírlo. Por suerte no cuida de todo el mundo o me quedaría sin trabajo. Si me disculpa, trabajamos a comisión y creo que he visto un tipo con dinero.

El Alzacuellos mostró la palma para despedirse.

—Te bendigo, hija mía —me gustaría bendecirte durante una hora en un suelo duro, pensó groseramente, pero eso no estaría bien considerando mi disfraz. First los negocios.

La negra puerta interior estaba vigilada por un gigante oscuro que lucía un traje caro y una mirada penetrante. La forma belicosa de una pistola automática formaba un abultamiento prominente en sus caderas. A pesar del alzacuellos de la capucha, el visitante sufrió un cuidadoso examen visual antes de continuar. No había necesidad de cachearlo en busca de armas, los sensores de la entrada ya se habían ocupado de ello.

La oficina interior estaba ocupada por una gran cantidad de tecnología. Nada en la habitación daba la idea de un despacho; sólo una mesa ocupada por un hombre bajo pero musculoso que parecía estar entre los cuarenta y cincuenta años. Un enorme y caído bigote, que le prestaba el aspecto de un perdiguero, subrayaba unos ojos azules y una pequeña pero sobresaliente barbilla. Vestía un elegante traje de negocios gris con rayas verticales rosas en el lado derecho y una camisa de filigranas a juego. Cuando saludó, los tres inmensos anillos del dedo medio de la mano izquierda se movieron como si fuesen de platino y no de plata. El visitante concibió mayores esperanzas.

—Tome asiento, padre. —El dueño señaló una silla vacía—. ¿Qué puedo hacer por usted? —El tono era suave y tranquilo, el tipo de voz que te hace sentirte como en casa. Su actitud era amistosa.

Evidentemente la dependienta se había equivocado. Puede que esta fuese una donación fácil, pensó el visitante al sentarse.

Mister Cárdenas, represento a una Orden religiosa local que se dedica a servir a los pobres de Franja. A los necesitados les damos comida, alojamiento, medicinas y, en ocasiones, dinero para adquirir esos elementos básicos que no podemos proveer. Ya que no somos una institución reconocida nacionalmente nos vemos obligados a sobrevivir de la caridad de los comerciantes locales. El suyo es un nuevo establecimiento en nuestra parroquia, y parece que le va bien.

—Gracias. Sí, nos va bien —le informó Cárdenas.

—Entonces, quizá pudiese encontrar la forma de contribuir a nuestra causa regularmente.

El dueño parecía pensativo.

—Deje que le cuente una historia. Cuando era muy joven, mi madre murió. Le pedí a Dios que le dejase vivir. Sobrevivió durante varios meses, llena de dolor por culpa de un cáncer que todavía no habían encontrado en el genoma. Sólo cuando murió acabó su sufrimiento. Diez meses después, mi padre fue asesinado por un ninloco drogado en libertad condicional. Desde ese día tengo la impresión de que no me interesa ni su iglesia ni ninguna otra. Por lo tanto, no contribuiré a su Orden. Ahora puede irse.

—Por favor Mister Cárdenas. Le pido que lo reconsidere. No importa lo que opine de nuestra iglesia, piense en los pobres.

Los ojos azul hielo brillaron inesperadamente en aquella plácida cara.

—Tiene diez segundos para salir de aquí antes de que mi guardaespaldas le deje incapaz de pedir dinero a nadie, y menos a mí.

La violencia de la respuesta cogió al visitante desprevenido. Pero no durante mucho tiempo. Se levantó para irse.

—A Nuestra Señora no le agradan los que hablan indiferentemente de los necesitados. Comprendo su historia…

—No —dijo Cárdenas con dureza—. Limítese a salir de aquí y quedarse fuera.

—Dios puede convencer, así como sanar —declaró el visitante mientras se dirigía hacia la puerta—. Aunque no lleva mucho tiempo entre nosotros, puede que haya oído de otros en esta parte de la Franja a los que se les resolvieron dudas de similar carácter.

—No llevo aquí tiempo suficiente para oír algo más que Thank you de mis proveedores, y nunca escucho los rumores de la calle. Farewell, padre. Que tenga mejor suerte en otra parte.

Con un ronroneo, la puerta se cerró pesadamente tras el visitante.

Saludó al guarda que le miraba fijamente y se dirigió rápidamente hacia la salida. Evidentemente, ese Cárdenas no era de esos que podían ser reclutados con meras súplicas. Pero si sufría un encuentro fatal, una empresa como la tienda de armas podría fracasar. Eso no convenía a los intereses de la Orden. Los muertos hacían pocos donativos.

El visitante tenía la impresión de que el traficante de armas era un tipo franco. Escéptico, eso estaba claro, pero una vez convencido, sumiso para siempre. El visitante sonrió. Él y sus hermanos se tomarían su tiempo para rezar por eso.

A sus espaldas, el guardaespaldas y la dependienta deliberaban con Cárdenas.

—Si es un cura de verdad yo soy un caniche consentido —confesó la mujer—. Lo que decía estaba bien, pero sus ojos recorrían mis pechos la mitad del tiempo y no tenía bendiciones en mente. Lo podías ver en su cara. Maldita sea, casi lo podías oler. —Puso cara de desagrado al recordarlo—. Cierto tipo de hombres llevan la lujuria como si fuese colonia barata.

—Gracias, Darcy —dijo Cárdenas—. Es obvio que tiene práctica. Creo que su actuación fue buena, pero no perfecta. Se veían con claridad sus orígenes. —Miró a su izquierda—. ¿Alguna idea, cabo Fennel?

—La sargento Delacroix tiene razón —dijo el gigante—. Evidentemente es una estafa. Me apuesto la pensión a que los pobres de la calle de esta parte de la Franja no ven ni un solo crédito de esa «Orden». La grabación es buena. Si este tipo tiene antecedentes, tendremos información sobre él mañana por la mañana. Puede llevarnos algo más de tiempo en caso contrario.

Cárdenas asintió.

—Antes de irse llegó, más o menos, a amenazarme con el mismo tipo de visita fatal que purgó al tipo de la tienda de música el mes pasado.

—¿Algo en lo que podamos fundar una acusación, señor? —preguntó el gigante.

—No. Demasiado listo para algo así. No dijo nada que fuese un delito. Todo estaba implícito. Aun así, la amenaza era muy real. Nunca me equivoco en esas cosas. —Los agentes no se lo discutieron. Todos conocían la reputación de Cárdenas.

La sargento parecía seria.

—Todos los aparatos están listos. Si algo extraño se manifiesta estaremos preparados.

—Mejor que lo estemos —dijo Cárdenas—. Ha mordido el anzuelo. No quiero muertes en esta operación.

—De acuerdo, señor. No se preocupe. —La sargento se volvió para dirigirse a su puesto. La masa de esteroides la siguió, vacilando en la puerta cuando estuvo seguro de que su compañera no podía oírle.

—¿Inspector?

Cárdenas miró al cabo.

—¿Sí, Lukas?

—Bien, señor, exactamente no sé cómo decirlo. Es que… mi familia es católica, señor, y me preguntaba si era posible… —Se paró, con el aspecto de un hombre que ha perdido una lente de contacto en lugar de las palabras.

—¿Qué se pregunta, Lukas?

El hombre parpadeó incómodo.

—¿Esto no será una manifestación de la verdadera Virgen, verdad, señor? Verá, he leído los informes y he examinado la descripción de los testigos, especialmente la del encargado de noche de la tienda de música…

—Lukas, ¿de verdad cree que la Virgen se rebajaría a pedir dinero para esos falsos curas?

—No, señor, por supuesto que no, pero el ejecus de la tienda de música tenía una pantalla de distorsión y un disruptor, y no se salvaron. No funcionaron. Cualquier tipo de holoimagen, incluso una táctil, debería quedar destruida cuando entrase en contacto con cualquiera de esas defensas, aun más por las dos a la vez.

—Agente Fennel, ¿está seguro de poder cumplir con su deber en esta misión?

El cabo se enderezó.

—Sí, señor.

—Entonces, vuelva a su puesto y deje de pensar tanto.

El gigante asintió y salió, pero sus inquietudes eran todavía muy evidentes. Podía engañar a sus compañeros haciéndoles creer que estaba tranquilo, pero no a Cárdenas. No a un intuitivo entrenado.

Las cosas iban mal, pensó Cárdenas, cuando tu propia gente empezaba a dar crédito a lo más extravagante. Ésa era la realidad de la moderna supratécnica. Totalmente convincente. La idea de que la Virgen se dedicara al negocio de la extorsión era tan absurda como que apareciera en el huerto de pacana de un agricultor, una noticia que había oído en los informativos unas cuantas semanas antes.

Esta zona del mundo había informado de tales manifestaciones durante siglos. Se veían Vírgenes en nubosas ramas de árboles o en las sombras de las paredes, o en la reflexión lateral de espejos de baño mal instalados. Había apariciones de Vírgenes varias veces al año a (normalmente) granjeros para quienes el método científico y las técnicas normales de análisis les eran tan misteriosas e incomprensibles como el funcionamiento interno de un vehículo moderno. Cuando los resignados especialistas entraban en escena para aplacar el inevitable estallido de fervor teológico, aparecía con rapidez una explicación natural para cada suceso.

Ésta era, simplemente, más compleja que las otras y se necesitaría más tiempo para explicarla. La única preocupación para los explicadores era que se trataba de algo mucho más mortal que una sombra en la pared o una calabaza de extraña forma.

IV

No tuvieron tiempo para ver lo que había sobre su insistente padre en los ficheros, porque la esperada aparición se manifestó antes de poder terminar de examinarlos. Para tratarse de un ente santo, pensó Cárdenas, responde con sorprendente rapidez a sus suplicantes.

Se recuperó con rapidez de la sorpresa que sintió cuando apareció en su oficina sellada y, supuestamente, a prueba de imágenes. Ya sabían que podía atravesar medidas convencionales de seguridad por la forma en que había penetrado activamente las defensas mantenidas por el finado fundador de la floreciente cadena de boutiques musicales Musik-Niche. En cuanto a su aspecto, era exactamente cómo había sido descrita por los testigos supervivientes tales como el encargado de noche de la tienda de música y la viuda del tendero.

Un espectáculo impresionante, decidió por fin. Tradicional y sin embargo sensacional, más que suficiente para convencer a los incautos. Y, si se podía creer en las declaraciones, capaz de verdaderas proezas de manipulación física. Eso era lo que realmente le intrigaba. A lo largo de su carrera había tenido algunos encuentros sin precedentes con proyecciones táctiles: matrices electrónicas más-que-virtuales capaces de interaccionar con objetos sólidos, incluso con personas. Debía admitir que la brillante mujer de tamaño natural en su simulada túnica blanca era más impresionante que todo lo que había visto antes.

—Te han hecho muy bien —puso el dedo sobre el interruptor situado bajo el brazo de su asiento. Nadie sabía cómo el espectro se las había arreglado para matar a varios hombres perfectamente sanos, pero en cualquier dirección que fuese el encuentro, Cárdenas no engrosaría la lista. Si tocaba el interruptor el sillón en el que reposaba caería al sótano.

—Te ríes de mí —la voz encajaba perfectamente con la imagen, pero las voces eran fáciles de sintetizar y encajar con una holoimagen. La tactilidad corporal activa era un logro infinitamente más ambicioso.

—En absoluto. Era un cumplido.

—No crees en mí —declaró la Virgen flotante.

—Estoy dispuesto a que me convenzas. —En cierta forma era cierto.

El fantasma se volvió hacia la pared blanca que daba a la parte principal de la tienda.

—Negocias con la violencia.

—¿Te preocupa eso? —El dedo de Cárdenas masajeó suavemente el interruptor de seguridad.

—Por supuesto.

—Y sin embargo aceptarías dinero de mí, dinero obtenido con la venta de armas.

Bajo cejas de marfil tallado unos ojos claros se llenaron de imponderable reflexión.

—No. No tomo ni pido nada para mí. Es para beneficiar a aquellos que me sirven. En aras de los necesitados y los pobres, sí, no rechazaría ese diezmo. Hasta que llegue la hora en que la violencia sea borrada del mundo tomaré de los pecadores para ayudar a los necesitados. Después de todo, incluso en el cielo ha habido violencia, cuando Miguel y el Espíritu Santo expulsaron a Satán y a sus seguidores.

—Los ciudadanos que compran aquí suelen encontrarse en medio de conflictos de menor importancia. Debes comprender, por supuesto, que necesito algún tipo de demostración de tu naturaleza divina antes de que entregue los frutos de mi trabajo a aquellos que dicen servirte.

La extasiada encarnación no vaciló.

—Ven conmigo y tendrás tu prueba. Perdido está aquel que vacila.

No recuerdo que esa cita esté en la Biblia, pensó, pero no dijo nada.

Retrocedió instintivamente cuando vio que una luminosa mano blanca se le acercaba. Aunque no parecía haber ninguna amenaza, no había forma de intuir una proyección. La razón le sugería que no le haría daño; al menos, no esta vez. Había expresado un cierto deseo de ser convertido, un creyente vivo es más rentable que un escéptico muerto.

Decidiéndose, se levantó de la silla, rechazando la seguridad que representaba, y adelantó su propia mano. Los dedos albos y flexibles envolvieron los suyos. Sintió una mansa presión que le llevaba hacia la puerta. La presión de los dedos era curiosamente real, adecuadamente etérea, y no el resultado de una proyección subliminal. Por primera vez sintió que sus escépticas convicciones se agitaban un poco.

Aunque, un programa táctil muy avanzado debería ser capaz de algo así. Tan suave era la presión que estaba seguro que podría zafarse en cualquier momento. No lo intentó ante el temor de que ese acto activase una parte menos amigable del programa. Se dejó llevar.

Fennel se preparó en cuanto el fantasma emergió con el inspector a remolque, pero una señal de Cárdenas le hizo mantener las distancias y las manos lejos de las armas. A medida que el hombre y la manifestación recorrían la tienda, murmullos de confusión y reconocimiento se elevaban de entre los preocupados clientes. Se produjo un agitado y común huir hacia la salida que el personal, todos federales, no hizo nada por evitar.

Un agente fingió miedo y se unió a los clientes en busca de la salida. Cárdenas le felicitó mentalmente por esa rapidez de reflejos. Se podían haber disparado alarmas internas en la Virgen si todos los clientes hubiesen huido mientras que todo el personal se quedaba, dependía de la complejidad de su programación de análisis y observación. La huida precipitada del agente debería asegurar al programa y a cualquiera que lo estuviese controlando que no había nada raro y que la tienda no era más de lo que aparentaba.

El espectro se acercó a una de las vitrinas para mirar las armas en el interior.

—Tanto esfuerzo dedicado a fabricar medios de muerte. Pero en esta época no está a mi alcance prohibir o interferir. Sólo socorrer a los pobres.

La figura, después de soltar a Cárdenas, se dirigió a la vitrina. La dependienta tras la caja de vidrio decidió que era un buen momento para poner algo de distancia entre ella y esos dedos brillantes. Retrocedió hasta que tocó la pared.

Dedos radiantes tocaron el vidrio y fundieron un agujero a través suyo. Se hundieron más para pulsar el interruptor que armaba una pistola automática Rugersturm calibre 10 que reposaba en el primer estante. Hubo jadeos y un par de callados insultos cuando todo el mundo, Cárdenas incluido, buscó refugio.

El arma gimió. Cien pequeñas balas astillaron la caja y destrozaron la pared, las vitrinas cercanas y el suelo cuando el arma sin dirección disparó el contenido de su cargador en un entrecortado orgasmo destructivo de treinta segundos.

Cuando se disiparon los ecos de las explosiones, Cárdenas miró de nuevo y retiró con cuidado las manos de su cuello. Todos aguardaban a cubierto, en espera de lo que pudiese suceder a continuación. La beatífica figura giró lentamente para mirarle con ojos benignos pero críticos.

—Tanta violencia. —Se deslizó hasta otra vitrina cerca del fondo. Dos agentes que actuaban como vendedores corrieron en direcciones opuestas cuando la figura fundió otro agujero en una segunda caja y activó una granada respiratoria de demostración. Mientras el gas se extendía, el personal se dispersó, agarrándose la cara y tosiendo incontroladamente con mucosidades saliendo por los agujeros de la nariz. Cárdenas se levantó para seguirlos en su carrera por la calle pero una pálida forma femenina le cortó el paso.

—No te asustes. No te afectará. He extendido mi círculo a tu alrededor. —Y era cierto, el primer cosquilleo del gas no se repitió. A su alrededor su equipo táctico corría hacia la puerta mientras que sólo él permanecía sin ningún problema en medio de la tienda.

Una demostración impresionante, pero no necesariamente de origen divino.

—Déjame recordarte que puedo bendecir así como castigar —le informó el exquisito espectro. Esperaron a que el gas se disipase. Sólo cuando ya no fue una amenaza para el inspector comenzó la figura a disiparse.

—Ayuda a aquellos que lo necesitan y no te atormentes con tantas preguntas. Te bendeciré. —Y desapareció.

Así de sencillo.

Cárdenas avanzó a través del miasma que todavía persistía tosiendo un par de veces, y se quedó en la puerta para llamar a su personal que jadeaba en la calle. Algunos peatones curiosos habían reducido su marcha para mirar el ataque masivo de sinusitis pero recobraron su ritmo normal a medida que los afectados, uno por uno, se recuperaban y volvían a entrar en su lugar de trabajo. Uno por uno la puerta los readmitió cuando mostraron sus tarjetas de identidad.

Cárdenas los dispuso en medio de la habitación.

—Vigilancia a nivel verde —anunció un agente de ojos llorosos que hablaba a través de un pañuelo húmedo desde su puesto cerca de la puerta.

—No creo que eso tenga demasiada importancia si consideramos con lo que hemos de enfrentarnos —dijo el inspector a sus gangueantes asociados de ojos rojos—. Por el momento supondremos que podemos hablar en privado. ¿Todos lo visteis? —Varios asintieron con la cabeza y otros tosieron. Ondeaban muchos pañuelos—. ¿Alguna idea?

—La mejor holoimagen que he visto nunca —comentó la animada sargento, y su opinión fue refrendada por varios de sus sufridos colegas.

Un agente examinaba el agujero que la aparición había hecho en la primera de las vitrinas.

—Fundido, señor.

—Pero no cogió el arma. —Señaló alguien. Ni la granada. Se limitó a activarlas.

—Su tacto es muy suave —les informó Cárdenas—. No creo que fuese lo suficientemente densa para levantar ninguna de las dos. Puede generar suficiente calor para fundir el vidrio blindado, pero no suficiente masa proyectada para elevar algo.

—Los ultrasonidos —especuló alguien— podrían provocar tanto presión como calor.

Cárdenas asintió, con el bigote agitándose.

—Es una posibilidad. Es una buena explicación para los agujeros en las vitrinas, pero la presión en mi brazo era demasiado firme para ser producida por ultrasonidos. Tampoco sentí calor de ninguna vibración. Hay algo más en todo esto. Algo nuevo, o al menos un descubrimiento que todavía no ha llegado al mercado.

—Propagaba verbalizaciones interactivas —comentó alguien más—. No venían de otra fuente independiente.

—No, y eso es también interesante. Y hay más. Hablamos en el despacho antes de que me llevase fuera. Aludió a la batalla en el cielo entre los arcángeles y los seguidores de Satán. Mi nombre de pila es Ángel, pero ni siquiera lo mencionó. Creo que una Virgen de verdad hubiese al menos recalcado la ironía. Por otra parte, uno pensaría que un espíritu que dice ser divino sabría que esta tienda no es sino un montaje y que todos somos federales y no ansiosos traficantes de armas.

—Eso no es concluyente —argumentó Delacroix.

—No, pero es interesante. Así como su tendencia a hablar con generalidades. Una deidad no haría tal cosa. Un avanzado programa de respuesta sí.

—El traficante o ejecutivo medios no se darían cuenta de esos detalles —señaló la sargento—. Quedarían hipnotizados por el holograma. ¿Es realmente un táctil, señor? He oído hablar de ellos, pero nunca he visto uno.

—Pocas personas que no sean militares los han visto —dijo Cárdenas—. Resulta que yo soy una de esas pocas. No son mágicos. Sólo unos programas replicantes increíbles que se mantienen gracias a una inmensa cantidad de crunch. —Su vista se dirigió a otro agente—. Stenopolous, que los robots topos inspeccionen de nuevo todas las conducciones de la Franja. Que miren si pueden encontrar indicios de que alguien esté sustrayendo mucho crunch de caridad. Si quien está detrás de todo esto es lo suficientemente bueno no encontrarán nada, pero puede que tengamos suerte. Incluso el mejor se descuida de vez en cuando.

—Sí, señor —contestó el estusiasmado agente.

—El resto limpiad este sitio. Quiero abrir de nuevo mañana por la mañana. —La orden fue recibida con gruñidos. Significaba tener que sacar casquillos de las paredes, o al menos tapar los agujeros y pintar encima. Significaba arreglar las vitrinas rotas y eliminar todo rastro de problemas. El verdadero encanto del trabajo federal, meditó Cárdenas.

Sintió una presencia a su lado y se volvió para ver al cabo Fennel obsevándole solemnemente.

—¿Señor? —parecía vacilar.

—¿Qué pasa, Lukas?

—Bien, señor, no me gustaría que esto afectase a mi expediente pero… ¿recuerda lo que le conté antes? ¿Aquello de que venía de una familia muy religiosa y todo eso? —Se enderezó muy conscientemente—. Señor, respetuosamente me gustaría pedir ser relevado de esta misión.

Cárdenas fijó la vista.

—Lo dices en serio, ¿no, Fennel? —El agente asintió—. Bien. Daré las órdenes precisas. Puedes presentarte en tu puesto habitual mañana por la mañana en lugar de volver aquí. Ahora que sabemos a qué nos enfrentamos no creo que tenga que reemplazarte.

—Gracias, señor. Es que yo…

El inspector levantó una mano.

—No tienes que dar explicaciones, Fennel. Lo entiendo.

Fue evidente el alivio en el rostro del cabo.

—Gracias, señor. —Vaciló como si sintiese la necesidad de seguir justificándose—. Era muy real, ¿no?

You are right. Pero no creo que fuese inmortal.

—¿No puede un programa replicante continuar por siempre, señor? ¿No es ésa una forma de inmortalidad?

Cárdenas frunció el ceño.

—Creía saber por qué pedías ser relevado de esta misión, Fennel. ¿Me equivocaba?

—No, señor. Sólo pensaba en voz alta. Thank you de nuevo. —Se volvió y fue a ayudar con la limpieza.

Un minuto más tarde, Delacroix estaba a su lado, señalando en la dirección del agente que se iba.

—¿Qué pasó, señor?

—Prudencia. Fe. Incertidumbre. A veces van juntas, sargento. —Se volvió con brusquedad—. ¿Abriremos a su hora mañana?

—Sí, señor. Si no le importa que pregunte, ¿y ahora qué hacemos, señor?

—Vamos a hacer un donativo a esa Orden. Como ella sugirió.

La sargento parpadeó.

—Pero, señor.

—Y, a cambio, vamos a pedir un favor por parte del sirviente de la sagrada Virgen. Ahora que nos hemos convencido de su existencia e implicación personal en la causa de esta Orden, ves. Tan convencidos estamos que queremos extender nuestro donativo más allá del dinero, algo de carácter más personal.

—Oh. Ya veo, señor. Al menos, eso creo.

—Todo se aclarará, sargento —dijo Cárdenas mientras sonreía.

Y mejor que así fuese, pensó, o podría perder a otros aparte del honesto y sincero Fennel. O aún peor.

No había olvidado que ese táctil o lo que fuese podía matar con una sonrisa.

V

Cuando el Alzacuellos volvió al día siguiente quedó gratificado al observar las expresiones de incertidumbre y respeto en las caras de los dependientes. Aunque no conocía los detalles, era evidente que la manifestación había sido muy efectiva. Lo trataron con mayor cortesía y le condujeron a la oficina del dueño, aunque el guía fue alguien distinto del gigante del día anterior. Le parecía bien. El gigante le había parecido un arma cargada capaz de dispararse en cualquier momento.

Well, veo que no ha tardado —dijo Cárdenas—. Tome asiento y le atenderé en un momento. —Desapareció tras una puerta camuflada y el visitante se puso cómodo.

El dueño reapareció un segundo más tarde con compañía. El visitante comprobó con deleite que la atractiva dependienta venía con ellos, pero la mirada en sus ojos y en la de sus compañeros no era muy invitadora. Tampoco había temor. Uno de ellos activó un dispositivo previamente oculto en la pared mientras otro se colocó visiblemente ante la salida. Mientras tanto, la mujer sacó un escáner portátil cuyo modelo reconoció muy bien el visitante y comenzó a escanearlo, mientras leía los registros. Dirigió su vacilante pose hacia el dueño.

—¿Qué significa esto, hijo mío? No lo entiendo.

—Su Virgen nos visitó anoche.

El Alzacuellos sonrió al sentirse en mejor terreno.

—Ah. Veo por su tono que le amonestó. Espero que nadie resultase herido.

—No, aunque alguien podía haberlo sido. Su Virgen es un poco fácil de gatillo.

—¿Qué mortal puede elucidar sus métodos? Ejecuta su voluntad como le parece más conveniente, adaptando su estrategia a las necesidades y circunstancias del momento. No tiene mayor importancia. Al final todos comprenden su omnipotencia.

—Sí —admitió Cárdenas—. Fue una demostración muy convincente.

—Ah. ¿Así que contribuirá a nuestra Orden para que sigamos ayudando a nuestro rebaño?

—En cierta forma.

El visitante se sorprendió.

—¿Qué quiere decir con «en cierta forma»?

—Ya que usted nos bendijo, es justo que ahora nosotros le bendigamos a usted.

—Parece lógico —concedió el Alzacuellos a la defensiva—. ¿En que tipo de bendición ha pensado?

—La bendición de la información, padre Morales.

El visitante se enderezó.

—Mi nombre es Hermano Gutiérrez.

Cárdenas hizo un gesto a la dependienta. Con voz mucho más formal que la que empleaba antes leyó del portátil.

—Eduardo Morales. También conocido como Pablo Mancuso, Giuseppe Méndez, Arlen Roberto Rodríguez, Julio Ixtapa… y otra docena más. Nacido en el barrio de Nuevo Montoya en Gran Guadalajara hace treinta y uno o treinta y dos años, hijo de Velaz Morales y Sisipe Morales, apellido de soltera Santiago. Fugado o expulsado de numerosas escuelas; los nombres no importan. Arrestado tres veces por robo, una condena; tres veces por asalto, sin condenas; dos veces por intento de violación, una condena; dos por robo de vehículos, una condena… —Levantó la vista del portátil—. Tiene mucho de lo que arrepentirse, Hermano Morales.

—Me han confundido con otra persona.

¿Really? —La sargento se acercó a él y le puso la cámara del portátil frente a la cara. El visitante parpadeó y apartó la vista, pero no lo hizo a tiempo. La sargento estudió el resultado.

—El examen retinal encaja en ambos ojos. ¿Todavía cree que estamos cometiendo un error? ¿Quiere que le saque algo de sangre y haga un análisis genético? El estado le pasará la factura.

Miró malhumorado al suelo, en una actitud súbitamente poco clerical.

—¿Y qué? Cualquiera puede reformarse.

—Drásticamente, por lo que se ve —murmuró Cárdenas.

Morales levantó la vista, sonriendo.

—Vale, admito quién soy. ¿De qué me van a acusar? ¿Pedir donativos bajo nombre supuesto? Adelante, acúsenme.

Delacroix volvió a mirar el portátil.

—Realmente pensábamos más bien en extraditarle a Jalisco. ¿U olvidé mencionar que hace tres años que lo buscan allí por asesinato?

Las pupilas del visitante se dilataron ligeramente. Sólo un intuitivo podía haberse dado cuenta.

—¡Todo ese business fue una trampa! Aun así, el muy chulo era un mangante. Merecía morir.

—Puede ser —admitió Cárdenas—, pero eso deben decidirlo los jueces de Jalisco. Ya que eres un perdedor nato puede que ignoren cualquier circunstancia atenuante a tu favor. Una carta de recomendación de mi parte podría hacerte mucho bien, buddy.

Con el aspecto de un terrier que ha sido atrapado en un callejón sin salida por un perro aún mayor, el visitante levantó los ojos para mirar al inspector.

—¿Haría eso por mí?

—Si nos ayudas, te sorprenderá descubrir lo amigable que puedo llegar a ser.

Se hizo el silencio. El Alzacuellos levantó la vista lentamente.

—Nada de lo que yo pueda decirles les ayudará. La Virgen es real.

—Venga, Morales. No somos tontos y sabes que no somos tontos.

—¡No, en serio! —Miró ansiosamente a su alrededor—. No sé si será realmente la Virgen, pero sí sé que es real. La he visto muchas veces. El Hermano Perote es quien la in… quien la invoca. Él sabe cómo.

Cárdenas intercambió miradas con sus asociados.

—Ese Hermano Perote, ¿es vuestro líder?

—Es el Padre Superior. Él es quien decide cómo se distribuyen los donativos. Quién recibe qué. Algo incluso llega a los pobres —añadió desafiante.

—Así mantienen la fachada —comentó con timidez uno de los agentes.

Cárdenas asintió.

—Cuéntame cómo funciona, Hermano. ¿Esas distribuciones se realizan en días determinados? ¿Todos os reunís a la vez en el mismo sitio?

Morales sacudió la cabeza.

—En el mismo lugar, sí, pero hay personas diferentes en las sesiones de oración en momentos diferentes. Depende de quiénes sean y de quien esté al cargo.

—¿Cuántos Hermanos hay en tu «Orden»?

El prisionero se encogió de hombros.

—No lo sé seguro. Perote no habla mucho de esas cosas.

—Por supuesto —murmuró otro de los agentes.

—En ocasiones hay veinte orando, en ocasiones más. Depende de quienes están trabajando en la calle.

—Bien —dijo Cárdenas—. Por lo tanto, un nuevo novicio no llamará demasiado la atención.

Morales se sorprendió.

—Federal loco. Te descubrirán en un segundo.

—No si he sido adecuadamente instruido en el ritual por un Hermano con experiencia, amigo. Tengo una memoria excelente. Haz lo que tengas que hacer una vez y lo recordaré. Palabra por palabra.

Morales sacudió la cabeza.

—No quiero la muerte de un federal en mi expediente.

—No voy a morir. Me seguirán continuamente, y llevaré armas. En cualquier caso no es asunto tuyo. Llegamos a un acuerdo y nada de lo que suceda después te afectará. ¿Trato hecho?

Morales miró a los otros federales.

—Todos ustedes son testigos. No soy responsable de lo que le suceda a este loco. —Se volvió para mirar a Cárdenas—. No es de Perote de quien tienes que preocuparte. Ella misma te matará. La Virgen. No le gustan los incrédulos.

—Ya nos hemos visto —respondió Cárdenas con tranquilidad—. Creo que podemos entendernos.

—¿No comprenden? Uno no razona con la Santa Madre. Te limitas a hacer lo que ella dice.

Cárdenas asintió paternalmente, como si se tratase de un chiquillo testarudo.

—Dime simplemente qué debo hacer.

VI

Los sastres de Suministro examinaron el traje de Morales y cosieron uno idéntico para Cárdenas en una noche. Debían trabajar rápido para evitar que los hermanos del ahora hablador Hermano Morales le echasen de menos. Morales estaba convencido de que Cárdenas sería descubierto a pesar de las lentes de contacto que habían convertido el poco común azul de sus ojos en un marrón vulgar. Era muy importante que el inspector estuviese preparado para dar la respuesta correcta a cualquier pregunta casual. Si uno de los diáconos o incluso el propio Perote se le enfrentaban, los agentes que le seguían debían actuar rápido.

Las instrucciones que Morales les había dado llevaron a Cárdenas hasta lo más profundo de una de la zonas comerciales más pobres de Nogales del Sur. El distrito se presentaba como una confusa mezcla de viejas estructuras, algunas incluso demasiado viejas, donde plantas de montaje baratas surgían por entre apartamentos prefabricados y algunas melancólicas casas de uno o dos pisos hechas a base de contrachapado y cementoforma. No abundaban las luces en las calles. Bandadas de ninlocos recorrían las esquinas de unas muy bien armadas y protegidas tiendas de comida y licores, mientras los ciudadanos normales, después de diez horas de dejarse la piel en las fábricas, iban directamente a casa y se quedaban allí. Incluso las putas del lugar parecían letárgicas.

Mientras buscaba la dirección, Cárdenas repasó la información que Morales les había suministrado sobre la naturaleza y las actividades de la Orden. Wednesday era el día normal de reunión, cuando se informaba sobre las donaciones con éxito, promesas de pagos, mercaderes e individuos reacios que requerían más trabajo, y demás. A veces se entregaban grandes sumas de dinero a los fieles. Cárdenas era ahora el Hermano Cárdenas. A menos que se pasase lista, y Morales había asegurado que eso era muy raro, estaba convencido de que podría infiltrarse con éxito en la reunión.

En caso de que sucediese algo inesperado, o si tuviese que retirarse con rapidez, un par de VTOL federales le seguían, ambos capaces de seguir los sensores electrónicos que habían sido discretamente insertados en su traje. Portaba un duplicado de la pistola que Morales llevaba, a sabiendas de que tendría que entregarla en la puerta. Pero si alguien como se suponía que era él se presentase desarmado, sería como aparecer desnudo en una reunión de monjas.

La fachada de la iglesia era nueva, un trabajo prefabricado rápido, evidentemente cortado, arreglado y ajustado a la medida. Había sido superpuesto a la entrada de un almacén situado al final de un callejón sin salida, lo cual daba a la fachada el aspecto de un televisor barato. La engañosa solidez de las brillantes puertas color cobre y el arco de entrada daban sin duda un aire de seguridad a los transeúntes, aunque el volumen del tráfico tanto peatonal como de vehículos en esta parte de la ciudad de noche era pequeño. La estación de inducción más cercana estaba a medio kilómetro. No era fácil llegar a la iglesia, y evidentemente así era cómo los Hermanos Fundadores preferían que fuese.

Se retrasó en las sombras hasta que un par de Alzacuellos descendieron de un autotaxi. Aceleró el paso para alcanzarlos. Antes de que pudiesen hacer ninguna pregunta inició la conversación, condimentándola con términos y palabras clave suministradas por el ahora locuaz Morales. Cuando alcanzaron la doble puerta de falsa madera, con sus falsos clavos de latón y agujeros de gusano, había intuido lo suficiente sobre sus acompañantes para inducir a los tres a hablar confiados, intercambiando con energía opiniones sobre asuntos difíciles y sobre ansiosos donantes.

Las réplicas de los nodos de seguridad que los técnicos habían encontrado en el traje de Morales permitieron que Cárdenas atravesase el enorme escáner del pasillo y penetrase en el santuario interior. Otros Hermanos se reunían allí, en una atmósfera de expectación y pocas santas conversaciones. Las mujeres, el alcohol y las psicodrogas de la farmacopea más rudimentaria se mencionaban más a menudo que Dios, las buenas obras y el servir a la humanidad.

Cuando llegó finalmente para poner orden en la reunión con un golpe de un semiserio órgano sintetizado, el Hermano Perote resultó ser algo diferente a lo que Cárdenas esperaba. Aunque siempre sucedía igual. Era incluso más bajo que el inspector, de aspecto regordete y poco atlético, y probablemente rondando los treinta.

Gracias a la generosidad de los creyentes locales, mañana se haría una entrega especial a los fieles, declaró. El anuncio provocó los esperados y pocos clericales silbidos de agrado de los reunidos, así como un entusiasta estallido de aplausos. Discutieron los planes para el trabajo del mes siguiente, acompañados de invitaciones a incrementar las donaciones y las peticiones en un trescientos por cien. Después del informe económico, varios nuevos miembros fueron admitidos en la Orden sin demasiadas ceremonias. Perote se limitó a presentarlos y fueron recibidos con unas pocas obscenidades y pitidos.

La Orden no sólo parecía tener buena salud, sino que además estaba creciendo, notó Cárdenas, como era de esperar de una trama de extorsión que funcionaba. Aunque Perote intentaba hablar y actuar como los demás, evidentemente era mucho más inteligente que los acólitos que rodeaban al inspector. Cárdenas ansiaba registrarlo, pero mostrar un escáner en medio de la reunión de los Hermanos y apuntarlo a su líder probablemente sólo haría que la investigación tuviese un violento y prematuro final.

Hubo algunas charlas finales, así como una ronda de preguntas y respuestas antes de que la reunión acabase. Los Hermanos salieron por la puerta y subieron a taxis que les esperaban o a coches particulares. Como no era el tipo de persona que se queda a hablar de nada, Perote se había desvanecido cuando ya no tuvo nada más que decir. Al mirar la hora, Cárdenas se sorprendió de lo tarde que era. La reunión había durado más de lo que esperaba.

Se deslizó hacia el pasillo de la izquierda, donde se amontonaban embalajes y cajones vacíos restos de los días anteriores de la iglesia como almacén, y buscó uno sin sellar. Se metió dentro y nadó hacia el fondo de un mar de poliuretano hasta que pudo sostenerse. Se sentó y se dispuso a esperar.

Cuando su reloj marcó las tres de la madrugada, sacó las gafas de visión nocturna del bolsillo interior de la chaqueta y se las puso. Muy poca luz se filtraba a la iglesia, pero las gafas daban un aura mágica al oscuro paisaje. Sin hacer ruido, emergió de entre los cajones, se dirigió resuelto hacia el escenario con la confianza de saber que al menos uno de los VTOL volaba cerca, sobrevolando esa parte de la ciudad y siguiendo sus movimientos.

La plataforma estaba desierta, todos los aparatos electrónicos burdamente encajados en la tarima estaban apagados. El fondo del estrado consistía en una falsa pared construida con paneles de quasipiedra oscura. Al fondo se presentaba una vista oscura de suelos vacíos y unos pocos cajones desperdigados, una pequeña cocina que servía para nutrir a los fieles en aquellas ocasiones en que se precisaba alimento, un cuarteto de inodoros portátiles de los cuales surgía un desagradable olor y, a lo lejos, una puerta. Nada más.

Del cinturón que llevaba escondido bajo la chaqueta sacó un pequeño tubo, del cual ajustó algunos controles de un lado, y pulsó el botón de la base. Se encendieron un par de lucecitas brillantes así como un pequeño panel. Al agarrar el aparato, tapó las luces mientras con la otra mano protegía el panel para seguir sus indicaciones.

El dispositivo le condujo al tercero de los cuatro lavabos portátiles.

Estaba cerrado con llave y en la puerta había un cartel de «no funciona». Miró sorprendido el aparato, volvió a comprobar la lectura, y se dispuso a trabajar. Otra herramienta sacada del cinturón le ayudó a abrir la cerradura. Giró la manija y miró dentro.

En lugar del supuesto trono agujereado había una escalera de metal que llevaba a las profundidades.

Descendió con cuidado. Los travesaños acababan en un estrecho pasillo que, a su vez, se abría a una amplia habitación llena con tecnología suficiente y lo suficientemente avanzada como para impresionar incluso a un ingeniero de una multinacional. Varios armarios cerrados emitían un continuo y plácido murmullo, lo que indicaba que su contenido estaba activado o al menos en modo de espera. Había un par de sillas, algunos mapas marcados en la pared, un montón de imágenes pornográficas apiladas indiferentemente en una esquina, una fuente de agua y un único y arrugado camastro.

Comenzó examinando el costoso equipo, empezando por el control de satélite. Estaba en activo y tibio. Aunque la lectura aparecía codificada estaba seguro de que podría ser descodificada con rapidez, identificando así al satélite y al receptor.

Se dirigía al siguiente montón de componentes cuando sintió una presencia, y vio la luz. Casi le cegó antes de que, buscando frenéticamente la correa, pudiese quitarse las gafas de visión nocturna.

Cuando por fin se las arrancó y se le aclaró la vista, la vio flotando entre la escalera y él, con pena dibujada en su etéreo rostro.

—No deberías estar aquí —afirmó la imagen—. Profanas los santos lugares.

—Al contrario —respondió con toda la calma que pudo—, respeto profundamente a quien haya establecido esta Orden. —Intentó ver más allá de la brillante figura—. ¿Quién te controla? ¿Qué alarma disparé?

—Ninguna alarma. Y nadie me controla. Sentí tu presencia y vine a ti. Éste no es tu sitio. No eres uno de los creyentes. Vienes a hacer el mal.

—No. Sólo busco la verdad.

La Virgen pareció vacilar.

—La buscas de forma oblicua.

—Ese es mi carácter. —Intentó anticipar lo que el temible fantasma podría hacer a continuación mientras metía los dedos en un bolsillo interior de la chaqueta. En él se encontraba la unidad de comunicación que llamaría instantáneamente a los VTOL para que le ayudasen.

—Por desgracia, tu corazón me está vedado —le llegó como un críptico murmullo mientras sentía que algo le pinchaba en el cuello. Al girarse, vio una figura con capucha que se retiraba con rapidez. Intentó alcanzar el dispositivo de la chaqueta pero de pronto los dedos no le respondían. Los nervios y los músculos se habían paralizado.

Tuvo la impresión de que alguien le sostenía antes de que golpease el suelo, pero la conciencia se le escapaba con tal rapidez que no pudo estar seguro.

—Sed amables con él. No es sino una oveja que ha extraviado al rebaño. —Oyó que decía el espectro a su espalda.

—Sí, seguro —fue la seca y burlona respuesta masculina.

VII

Se despertó en un camastro no muy distinto del que había visto en la cámara subterránea. La apagada luz del día se filtraba a través de una pequeña e inalcanzablemente alta ventana que había sido agujereada en la pared de piedra que tenía enfrente. Era piedra real, se convenció pronto, no imitación.

El mobiliario estaba compuesto por el camastro en el que estaba acostado y una simple mesa de plástico sobre la que se encontraba una jarra llena de agua y un vaso. Con los músculos rígidos y doloridos se levantó de la raída manta y se desentumeció hasta que se convenció de que podía andar sin tirar nada. Al llegar a la mesa, se sirvió un vaso y bebió con cuidado. Tenía la garganta increíblemente seca. ¿Un efecto secundario de la droga que le habían dado? Descubrió que tiritaba un poco. Eso era a consecuencia no de las drogas sino de su condición, que en estos momentos era más desastrosa que la de la inadecuada manta. Le habían quitado hasta la última prenda de ropa.

Alguien te vino por detrás mientras tonteabas con el fantasma, se recriminó con furia. Se te pasó por alto un olor, un paso, el movimiento cauteloso de un cuerpo en el aire. ¡Vaya un intuitivo! Quizá debas presentarle la dimisión a Cooperman, salirte mientras estés vivo. Tendrías la pensión. Dejarlo mientras todavía puedes.

Una idea digna de ser tenida en cuenta, si no fuese porque tenía la sensación de que sus captores no le iban a dar la oportunidad de ponerla en práctica.

No pasó mucho tiempo antes de que sonasen unas palabras a través de un altavoz oculto.

—Me alegra ver que está despierto y en plena forma, inspector —fue el único y falso saludo antes de que volviese a hacerse el silencio.

Segundos más tarde la pesada puerta de madera chirrió al ser abierta. Por ella entró un Hermano Perote muy tranquilo. Luchando contra el instinto de atacar, Cárdenas intuyó la presencia de dos hombres grandes a los lados de la puerta y suspendió la reacción instintiva.

Perote se apoyó en una esquina de la celda y se cruzó de brazos mientras estudiaba al prisionero. La desnudez no molestaba a Cárdenas, pero sí la situación. Así como la tranquilidad de su captor. Le daba el aire de una persona que lo tiene todo bajo control.

—¿Dónde están mis ropas? —Intentó aparentar autoridad aunque era consciente de que debía sonar muy poco convincente.

—No va a ninguna parte, así que no las necesita. Las hice examinar muy cuidadosamente. Y apareció lo que esperaba. Los sistemas de alarma y de alerta usuales, antenas cosidas al tejido; ese tipo de cosas. Le pusimos el traje a un maniquí y lo enviamos por un tubo de inducción de alta velocidad a San Antonio. Me imagino que estará a medio camino antes de que tus canguros se pongan lo suficientemente nerviosos para ir a investigar en persona.

Cárdenas siguió vigilando a su captor mientras se sentaba en el camastro. Sentía la mente todavía nublada, y el equilibrio impreciso.

—¿Dónde estoy?

—No en Kansas —bromeó Perote—. Tampoco en Nogales. ¿Cómo encontró la iglesia?

—Un informador —le dijo Cárdenas—. Habrá otros.

—Tal vez sí, tal vez no. Si queremos nos podemos mover con rapidez. ¿Quién fue?

Cárdenas le devolvió una sonrisa.

Evidentemente, Perote había supuesto esa respuesta.

—No importa, acabará diciéndonoslo. Una hora no es sino una hour. —Se detuvo para pensar en algo—. Nos lo dirá todo.

—Estoy entrenado para soportar todos los intentos de persuasión, tanto físicos como químicos. Al ser un intuitivo, normalmente puedo prever lo que va a suceder y prepararme.

Las cejas de Perote se alzaron.

—Nunca había conocido a un intuitivo. He oído hablar de vosotros, pero nunca esperé encontrarme con uno. Será interesante ver si tiene razón. —Sus ojos brillaron—. Podemos llegar a hacer cosas muy desagradables.

—No me hará hablar.

Perote se encogió de hombros.

—Entonces morirá.

—De cualquier forma, ya estoy dead.

—Sí, es cierto. No voy a mentirle, federal. Aquí no tengo por qué hacerlo.

—El enlace de satélite de Nogales conecta con una estación base en algún lugar. ¿Aquí?

Perote asintió admirado.

—Es rápido, tengo que admitirlo. Rápido y peligroso. Me alegraré de verle muerto. No es nada personal. Me he dado cuenta de que es el tipo de federal que podría causar muchos problemas.

Cárdenas no se dejó desviar.

—Genera el programa en su estación base. Aquí —Perote no hizo ningún comentario, pero tampoco lo negó—. Usa el enlace para llevarlo a Nogales. ¿Y entonces qué? ¿Antenas de alta capacidad montadas sobre camiones aparcados fuera de cada negocio que extorsiona?

—Es usted muy bueno —dijo Perote admirando la intuición de su prisionero.

—¿Por qué decidió usar una Virgen? He visto táctiles antes y éste es el mejor de todos. Tiene más control sobre la forma y el movimiento, y es capaz de mantener densidad. ¿De dónde saca el crunch y la energía?

—Para ser un hombre condenado está lleno de preguntas.

—No dudo de que usted planteará las suyas tan pronto como esté preparado.

La sonrisa volvió al rostro de Perote.

—Sabe, me cae usted bien, federal. Pero no lo suficiente como para dejarle vivir. Es usted un incrédulo.

—Y usted tan religioso como un mono lobotomizado.

—¿Ha intuido eso de mí? —Perote estaba disfrutando, pensó Cárdenas, como un coleccionista de mariposas sádico que saliera de caza una tarde de verano con sus alfileres y su frasco de veneno.

Asintió lentamente, agitando el bigote.

—Sí. También intuí que es lo bastante inteligente como para montar y controlar una operación como ésta, pero no lo bastante para haber diseñado la Virgen.

—No me avergüenzo de eso. Una de las características a las que atribuyo mi éxito es el no dejar nunca que el ego se interponga en el camino de los negocios. —Perote se separó de la pared. Estaba más calmado y más controlado de lo que había estado en la tarima del almacén-iglesia, reflexionó Cárdenas. Se preguntó qué droga tomaría.

—Antes suministraba componentes dudosos, chips de contrabando, nódulos desclasificados, cilindros de almacenamiento de proteínas y mucho más a un viejo loco que se hacía llamar Silvestre Chuautopec. ¿Ha oído hablar de él? —Cárdenas negó con la cabeza—. Era un hombre pequeño que vivía en las afueras de… aquí. —Su sonrisa se ensanchó—. Me fascinaba el trabajo que hacía y solía quedarme a mirarle después de acabar con los repartos. Al final se dio cuenta de mi interés y me preguntó si me gustaría ayudarle. En ocasiones precisaba de un par de manos unidas a un cerebro poco curioso.

—Supongo que encajaba usted a la perfección. ¿Qué me hace pensar que cometió un error?

Perote ignoró la pulla como si no fuese con él.

—El viejo Chuautopec había sido un esclavo durante veintitrés años. Trabajaba para Tamilpasoft Ltd., diseñando sistemas de acceso y comunicación. Luego se retiró, registró un par de patentes que le hicieron rico y se dispuso a trabajar en el sueño de su vida. Le llevó otros veinte años antes de generar el táctil de la Virgen. Eso es lo que me contó. Por supuesto, no estuve con él todo ese tiempo. Nunca olvidaré la primera vez que la vi. Pensé: «Esto vale la pena. ¿Cómo podré sacarle algunos créditos?»

—Voy por delante de usted.

Perote asintió.

—Olvido que hablo con un intuitivo. Debe disculparme. Los pobres Hermanos son más lentos que usted. Lo pensé mucho, antes de decidirme a usar el táctil con el tipo de gente simple entre los que crecí. Habiendo visto lo que podía hacer, pensé que los indecisos podrían ser convencidos con rapidez… y utilizados para convencer a otros.

Cárdenas se movió incómodo sobre la áspera tela.

—Sentí cómo el táctil tiraba de mí, y después cómo fundía el vidrio y activaba un arma que no podía levantar.

—¿Qué esperaba? Sin una fuente de colágeno maleable, lo único de lo que dispones es sonido, ondas y matrices de luz. El sonido te da todo el calor que quieras. Puedes usarlo para fundir cosas, y da verosimilitud a la forma humana. La presión que sintió requiere forzar un par de gigamontones de fotones a moverse en cierta forma. La presión de ondas es suficiente para convencer a alguien de que algo les toca, y para activar un interruptor sensible, pero no es suficiente para levantar objetos pesados.

—Luego podía haberme resistido a su empuje.

—Fácilmente.

La mirada de Cárdenas no se desvió.

—¿Cómo mata?

Perote examinó casualmente la parte anterior de su mano.

—La imagen es luz coherente y campos eléctricos. Puede transportar una gran carga subsidiaria. La suficiente para inducir taquicardia en un sujeto próximo. Detiene el corazón. O también puede alterar los impulsos cerebrales. Es un programa muy versátil.

—¿Por qué tengo la impresión de que usted es el responsable de ese aspecto en particular y no Chuautopec?

—Sabe, no es divertido mantener una conversación con un intuitivo. Anticipa usted todas mis respuestas.

—¿Qué le parece a él que usted se haya apoderado de su invento?

—Estoy seguro que lo desaprobaría si estuviese vivo —Perote observó al prisionero con calma—. No intuyó esa verdad, ¿no?

—Lo hubiese hecho. —Cárdenas tembló de nuevo. No era de miedo. Hacía frío en la celda—. ¿Cómo supo que estaba en la estación de enlace?

—La Virgen me informó de que había un intruso, por supuesto. Cuando estamos en Nogales, algunos de los Hermanos y yo vivimos en el edificio de al lado. Mantenemos el programa en funcionamiento como medida de seguridad. Funciona.

—Llevaba nodos de seguridad para detectar y engañar a los sensores.

—Este táctil es demasiado complejo para eso. Realmente nunca está apagado, sino en modo de alerta. La llamo mi Virgen Versátil —sonrió—. Nuestra Señora mira por su rebaño.

—¿Por qué la Virgen? ¿Por qué no un monstruo de pesadilla, un pequeño dinosaurio, o algo aterrador?

—Eso es lo que yo hubiese diseñado, pero no soy Silvestre Chuautopec. Nadie lo es, o mejor dicho, lo era. Verá, era un hombre muy religioso, el viejo Silvestre. Un espíritu genial poco común en nuestra época. Quería darle a la gente algo que les inspirase en sus creencias, dar ánimos a los caídos. Nunca descubrí si su plan era hacer pasar su Virgen como real activándola al azar en algunas iglesias o, simplemente, iluminar a los creyentes mostrándoles el aspecto que podría tener la Virgen.

»Cuando trabajaba solía parlotear continuamente sobre cómo su invento iba a desatar un despertar religioso entre las masas, al mostrarles que las creencias religiosas tradicionales y las modernas tecnologías no sólo podían coexistir sino apoyarse las unas a las otras. El viejo bastardo no era un fraude. Realmente creía todo eso.

»Debía emplear lo que heredé después de que lo kill him. No es fácil asustar a nadie con una Virgen. No fue hasta que se me ocurrió la idea de armarla con una carga letal que descubrí la forma de intimidar a los escépticos. La charla religiosa sincronizada hace que los testigos crean que contemplan la ira de Dios. Después de verla actuar no estoy seguro de que sea menos efectiva que un monstruo —rió de nuevo, una risotada poco agradable—. Apuesto a que la recaudación de la iglesia crece por todo Nogales.

»Es un programa muy versátil. Le podemos dar una misión… condenar a un incrédulo, lo llamamos… y puede reaccionar y responder a medida que se desarrolla la situación, generando diálogos coherentes al momento. No hay forma de que pudiésemos hacer lo mismo por control remoto sin destruir el efecto. Se precisa demasiado crunch para mantener la matriz. ¡Y los requerimientos de energía! Debe renovarse cada nanosegundo. Imagine.

»Y como el público en general está poco familiarizado con los táctiles y es bastante crédulo para empezar, la mayoría la aceptan como real. No tengo que kill tanta gente como sería necesario en una extorsión normal.

Cárdenas se mordió el labio.

—Me parece un uso mezquino de un glorioso descubrimiento científico. Evidentemente refleja las limitaciones de aquellos que lo utilizan.

—Oiga, conozco mis limitaciones. Es tan nuevo que nadie sabe qué hacer con él. Así que pensé empezar con algo sencillo. Una pequeña extorsión que se ocupa de poca gente. Mientras tanto, aprendo más y más sobre la forma de manipular el proceso. Me educo, federal.

»Si funciona, sé que puedo dedicarme a asuntos mayores y mejores. Cosa que espero hacer en su momento. ¿O pensó que quería dedicarme a sacarle dinero a pequeños tenderos durante la próxima década? —Apuntó con un dedo a Cárdenas—. Hay que saber de qué es capaz una tecnología antes de decidir cómo mejor emplearla. En eso estoy.

—Debe dormir mejor por las noches sabiendo eso.

—Duermo muy bien, gracias. Los negocios van bien y mejorando. El money que hemos ganado con nuestra pequeña y elegante trama ayudará a financiar mayores y mejores cosas. Pero estuvo en la última reunión y ya lo sabe. Estuvo en esa reunión, ¿no?

De nuevo Cárdenas no dijo nada.

—No colabora demasiado. —Su sonrisa se amplió—. Ya lo arreglaremos.

—Todavía no entiendo cómo roba suficiente crunch para mantener la imagen.

—En Nogales eso haría sonar muchas alarmas, ¿verdad? Pero no estamos en Nogales, y las compañías de servicio de aquí no son tan estrictas con su seguridad. Son las maravillas de la comunicación moderna. Robamos lo que queremos aquí, generamos el programa, lo enviamos a Nogales por medio de un enlace de satélite pirata, lo transferimos al camión, y desde ahí lo hacemos aparecer en el sitio elegido. Si interceptan a mi gente o los descubren no hay nada particularmente incriminador ni en el camión ni en la iglesia que usted descubrió.

»Si sucede lo peor, lo único que tenemos que hacer es irnos de Nogales a otra base de operaciones. Mudarnos a Gran Laredo o Matamora. El equipo de allá es fácil de reemplazar. El elemento crítico es el generador del programa, y nadie va a encontrarlo. Considere que hemos concedido el honor, temporal, de romper por usted nuestra política de “nada de visitas”.

—Si no le importa, preferiría que no fuese así.

—Como quiera. —Perote se enderezó—. Creo haber contestado la mayor parte de sus preguntas. Ahora usted puede contestar algunas de las mías. Tengo curiosidad por saber cuánto conocen los federales sobre esta operación, si saben algo.

Cárdenas permanecía tendido en el camastro con las manos tras la cabeza.

—De pronto no me siento tan hablador. Quizá después de cenar.

—¿Malgastar comida en un condenado? —Se abrió la puerta y entraron los dos hombres que el inspector había sentido. Uno sostenía una gran pistola, el otro una jeringuilla. Cárdenas se quedó tendido muy quieto, esperándolos.

El hombre de la jeringuilla se inclinó sobre él. El policía sonrió, cerró los ojos y, cuando el guardia fue a coger su brazo izquierdo, el inspector levantó los pies con sorprendente destreza para atraparlo y le golpeó sólidamente bajo la barbilla. Cayó hacia atrás, junto con una lluvia de dientes. La pistola atronó, pero falló porque Cárdenas saltó del camastro y se adelantó usando al guardia herido como escudo. Perote intentó bloquear la puerta pero Cárdenas saltó y le atacó con un hombro en la cara. Perote se desplomó con la nariz rota.

Había otros dos guardias esperando al final del pasillo. Cárdenas estaba encargándose de ellos cuando una jeringuilla se le clavó inmisericorde, en la espalda.

VIII

Corría por un largo corredor blanco. Muuuuuuy despacio, y sus pies apenas tocaban las baldosas de la superficie. Amigos y extraños, conocidos ocasionales y criminales a los que había encerrado, todos intentaban alcanzarle. Su padre, que había muerto cuando él tenía doce años. Su madre, que sonrió maternalmente y lo llamó su pequeño ángel antes de colapsar en una masa horrible de hongos pestilentes. El aventurero de su hermano mayor Félix, que había esquivado con éxito bombardeos y balas en Sudáfrica, cuchillos en Fenix y Choros, sólo para encontrar una muerte angustiosa y dolorosa a causa del veneno de un pez que había pisado mientras vadeaba con su novia un soleado arrecife de coral en Kiribati.

Los amigos reemplazaron a la familia con rapidez, todos descomponiéndose y colapsando antes de que pudiesen alcanzarlo. Él mismo estaba en llamas y vio, desesperado, cómo pequeñas lenguas de fuego surgían de las puntas de sus dedos. Gritó y agitó las llamas, intentó invocar su entrenamiento, pero nada las apagaba. Ardiendo, corrió tambaleante por el corredor que se oscurecía. Se veían dientes al final, afilados como cimitarras, con sus aserrados bordes goteando ácido y pus. Intentó detenerse, volverse, correr en sentido contrario, pero ni sus pies ni sus piernas le obedecían. Las ansiosas mandíbulas se cerraron ante él como espadas mientras algo vasto e invisible gemía de expectación.

Un gran perro, en la forma familiar de un pastor alemán, corrió a su espalda y cerró sus dientes suavemente en su brazo, ignorando las llamas que salían de su piel ardiente. Quejumbroso, intentó reducir su velocidad, alejarlo de los chirriantes colmillos.

En el lejano confín de su percepción creyó oír voces que gritaban.

—¡Échalo al suelo…! ¡Coge su pierna…!

Ardió durante horas, pero nunca penetró en la ansiosa boca. Entonces el fuego parpadeó y murió, dejándole quemaduras en toda la piel. La presión sobre su cuerpo desapareció, pero no las voces.

—Si no descansa —dijo una voz—, lo perderemos.

—¿Y? —dijo una voz seca y amoral que apenas podía ocultar una risita malvada.

—No le puedes sacar información a un muerto.

—La verdad es que no estoy seguro de que valga la pena molestarse, doctor. Pero le daré una oportunidad más. Si se muere, que le jodan. No puedo estar aquí all day. Debo volver con el rebaño, no me gustaría que los Hermanos se pusiesen nerviosos.

Colocaron algo en una silla que acercaron a la cabeza de Cárdenas.

—¿Puede oírme, federal? Voy a poner mi comunicador aquí. Dejo todos los canales abiertos. Cuando esté dispuesto a cooperar, simplemente empiece a hablar. El sistema es automático. Limítese a decir que quiere cantar y un menú le pondrá en el camino adecuado y abrirá un hermoso fichero nuevo para guardar todo lo que diga. Si coopera, le prometo que su próxima agony será mucho más confortable. Morirá tranquilo, incluso feliz. Pero no lo piense demasiado, ¿eh? Tengo que coger un avión.

Cárdenas sintió unos cuerpos que se alejaban. De nuevo le envolvió la oscuridad y tuvo pesadillas, pero eran casi agradables en su simplicidad.

Cuando despertó, la celda seguía siendo oscura y fría. Unos pocos rayos de luna entraban por la ventana. Estaba tendido en el camastro, desnudo, con las muñecas, cuello y talones atados al somier. Una de las ataduras de las muñecas estaba medio rota por las convulsiones. El lazo de su cuello le impedía levantar la cabeza y dar un vistazo a su alrededor. La tela de la manta estaba todavía húmeda con el sudor y todo su cuerpo tembló incontrolablemente. Estaba helado de pies a cabeza.

Perote tenía razón. Cárdenas no aguantaría otra sesión más. Incapaz de ignorar su vertiente profesional, se preguntó qué le habrían dado. ¿Una dosis masiva de Seicol? ¿Senyabutamina? ¿Nudocaína? Puede que una mezcla nueva; un cóctel siniestro diseñado para emancipar sus inhibiciones.

Seguramente por la mañana habría más preguntas y luego, cuando se negase a dar las respuestas, una fiesta de despedida. No era que Perote fuese particularmente malvado o siniestro, eso Cárdenas lo sabía. Simplemente no le importaba.

Se preguntó si la sargento Delacroix y el resto de sus guardias en el VTOL y en las calles de Nogales se habrían puesto lo bastante nerviosos por su falta de comunicación para ir a verle en persona, sólo para descubrir un maniquí con su traje camino de Texas.

Ni siquiera sabía cuántos días había permanecido inconsciente, o cuán lejos estaba de Nogales. Muy lejos, estaba claro, para que sus captores tuviesen que usar un enlace de satélite para sus manejos.

Bien, había tenido una buena vida, y una carrera satisfactoria aunque no especialmente brillante. Así que no cumpliría los sesenta. No le importaba morir. Un federal prevé esa posibilidad y se prepara para ella desde el momento de la graduación en la Academia. Pero preferiría no sufrir el dolor que ahora sentía y, quizás aún más, la vergüenza. Había llevado su orgullo con tranquilidad, con su expediente para sostenerlo. Ya no. Descubrió que estaba más furioso que asustado.

Estaba atado, medio muerto y encerrado. Ya no era un hombre sino un montón de carne. Y no había nada que pudiese hacer.

Menos rezar.

Sistema automático, había dicho Perote. Un comunicador controlado por un menú. ¿Cuán abierto? ¿Cuán automático? Cárdenas podía usar un comunicador de la misma forma que una buena contralto podía interpretar a Puccini. Con la cabeza doliéndole por el esfuerzo que requería el pequeño movimiento, se volvió todo lo que pudo hacia la silla donde estaba la unidad de reconocimiento verbal.

—Nuestra Señora —comenzó, manteniendo la voz baja pero pronunciando con claridad. Su vista estaba demasiado nublada para enfocar al receptor, pero sabía que estaba allí. Recitó toda la jerga del domingo que pudo recordar de una niñez medio olvidada, cuando su madre solía enviarles a él y a su hermano a la escuela de la iglesia con uniformes almidonados y escrupulosamente planchados: las únicas prendas completas y sin manchas que poseían los chiquillos. Intentó usar frases de la Biblia, y también de manuales de comunicadores y de teoría de modulación.

De vez en cuando se detenía a proferir varios minutos de chachara falsa en caso de que alguien estuviese escuchando, esperando ganar tiempo de esa forma. Ocasionalmente gritaba, para que no pensasen que estaba lúcido y analizasen lo que pretendía hacer.

Por supuesto, no había ninguna garantía de que el comunicador estuviese conectado al táctil, pero si todos los aparatos de ese montaje estaban unidos, aunque estuvieran mínimamente conectados, y si el programa de la Virgen podía ser activado con la voz y respondía a palabras claves, había alguna probabilidad de que su febril emisión pudiese incidir en un nervio electrónico y activar algo más que un monitor cuyo trabajo era controlar una grabación.

Un táctil tan poderoso no podía responder a una sola situación. Debía ser capaz de actuar en gran cantidad de casos o no funcionaría efectivamente, no sería capaz de reaccionar por completo a estímulos no previstos. Aun más, debía ser capaz de reconocer una charla normal sin código. Palabras clave, por supuesto. Frases que le hiciesen manifestarse. ¿Qué tipo de código, qué frase en particular?

Perote era listo, pero como él mismo había admitido, no era Silvestre Chuautopec. ¿Cuán flexible había hecho el viejo genio ecléctico su programa? Lo suficiente, por supuesto, si debía interaccionar efectivamente con la gente común, campesinos sin cultura.

Los criminales siempre hablan mucho cuando creen estar a salvo. Nada les gusta más que presumir de sus planes.

Su locuaz captor le había dado a Cárdenas un perfil breve del inventor del táctil, un desafortunado devoto. Alguien así haría uso de ciertas palabras para vitalizar su matriz, sus diseños. Palabras sacadas de la Biblia, charla piadosa de iglesia. Una jerga católica, se podría decir.

Una radiación cálida armonizó en la celda y la figura femenina flotó ante él.

—Me has llamado y he venido. ¿Te has arrepentido?

—Sí. Oh, sí, Santa Madre, me he arrepentido.

—Entonces llamaré a un Hermano para que oiga tu confesión —la figura comenzó a girar.

—¡Espera! —Era doloroso elevar la voz. Se preguntó si alguien le vigilaba o si de verdad había activado el programa y no una alarma del grabador. La puerta permaneció cerrada. Aunque no sabía de cuánto tiempo disponía, procedió con cuidado—. Primero necesito algunas aclaraciones.

La blanca Mater Dolorosa le miró desde arriba, con gentileza, con un aspecto celestial.

—Te ayudaré si puedo. Esa es mi función.

—¿Eres la Santa Virgen, la verdadera Señora?

—Lo soy. —El programa estaba seguro, no podía ser de otra forma si debía funcionar correctamente, pensó Cárdenas.

—¿No puede haber otra?

—Ninguna otra sino yo.

—Por lo tanto, ¿si te diese un código universal de replicación, no podrías duplicarte a ti misma?

La matriz femenina pareció vacilar. Cárdenas intentó no aguantar la respiración; intentó no mirar hacia el ominoso rectángulo de la puerta. Si alguien estaba escuchando y si ese alguien sospechaba lo que estaba a punto de… Con suerte, la mayor parte de ellos estarían durmiendo. En ese momento lo avanzado de la hora era su único aliado, la invisible Luna su única fuente de ánimo.

—Si eres la verdadera Virgen —continuó—, deberías ser capaz de hacer cualquier cosa, incluso crear otra como tú. Pero si no puedes hacerlo, entonces, no eres la verdadera Virgen y tu programac… tu verdadera identidad es ambigua. Inténtalo y quizá los dos aprendamos algo. —Y dijo el código.

Era un simple intento directo de bloquear todo el plan de extorsión, utilizando un código militar de logiteoría. No tenía ni idea de cuál sería el resultado si funcionaba. Pero si era lo último que hacía, al menos tendría la sensación de estar haciendo algo.

Más allá de su celda una unidad muy compleja aceptó la transmisión del receptor y se la pasó al diabólico diseño del fallecido Silvestre Chuautopec. Los circuitos parpadearon. Al otro lado del estado de Sinhaloa, medio pueblo se quedó a oscuras cuando un programa de robo desvió la corriente de la comunidad al sótano de una vieja casa en una villa en lo alto de Sierra Madre Occidental.

Hubo un fogonazo blanco cuando la iluminación dentro de la celda se intensificó. Cárdenas parpadeó y una segunda Virgen flotó cerca de sus pies. Idéntica a la primera. Contuvo la respiración.

Las dos se contemplaron mutuamente. Cada una dijo simultáneamente, en el mismo tono benigno de voz:

—Soy la verdadera Virgen, la Santa.

Una estación de recarga de camiones en la autopista Transamérica número 41 parpadeó como si hubiese sido alcanzada por un rayo. Las luces de su interior se apagaron, dejando a doce camioneros y a un puñado de turistas insultando en tres lenguas. La conexión de corriente cesó y el transformador estalló.

En la ahora luminosa celda, cuatro Vírgenes emitían la suficiente luz para hacer que el maniatado Cárdenas cerrase los ojos. Al unísono el cuarteto se observó mutuamente y todas dijeron a la vez:

—Soy la verdadera Virgen; que nadie lo dude.

En el término municipal de Tepic se apagaron de pronto todas las luces de las calles. Una abrupta subida de tensión hizo estallar las del oeste de la ciudad, llenando de fragmentos de vidrio los cuidados jardines y las limpias calles. Por suerte, era tarde; las calles vacías de vehículos, y los patios sin niños.

La puerta de la celda se abrió de golpe, con un estruendo de la madera contra la piedra interior. Cubierto con ropa interior blanca y una camiseta de mangas cortas de algodón, apareció un medio dormido Perote respirando hondo y agitando un pistolón. Él y los que estaban a su espalda tuvieron que usar sus manos para protegerse del brillo.

—¿What mierda es esto? —gritó, vacilando en el quicio y bloqueando a los pistoleros a su espalda.

Las cuatro Vírgenes se volvieron hacia los recién llegados y dijeron al unísono:

—Soy la verdadera Virgen, del Espíritu Santo.

Cárdenas cerró con fuerza los ojos.

No había suficiente espacio en la celda para contener a las ocho Vírgenes. Algunas se quedaron en el pasillo. Una tropezó accidentalmente con el guardia que estaba al lado de Perote. El hombre se estremeció y se agarró el pecho. La pistola se le cayó de los dedos ahora flácidos, se echó contra la mohosa pared de piedra y se desplomó, sus ojos pidieron perdón y se quedaron vacíos. Perote se abrió paso por entre la masa sin vida, la expresión enloquecida, los ojos abiertos, los pensamientos no muy distintos de los de sus menos imaginativos pero igualmente asustados socios.

—Soy la verdadera Virgen —corearon las flotantes formas refulgentes que llenaban la habitación y salían por la puerta—, que ha sido anunciada. —Con los ojos todavía cerrados, Cárdenas volvió la cabeza hacia la izquierda todo lo que pudo para tener al frente la fría pared de roca.

Dieciséis Vírgenes llenaron el pasillo y las habitaciones contiguas. Perote y sus secuaces se apresuraron a abandonar la venerable estructura, un venerable edificio de apartamento-cantina cerrado a cal y canto, y huyeron a pie o en coches. Los somnolientos habitantes de la ciudad, que no sabían a qué se dedicaban los frecuentes visitantes tras sus modestas paredes y brusca seguridad, se acercaron a sus ventanas para contemplar la conmoción, y observaron pasmados la multitud de Vírgenes incandescentes que salían flotando por ventanas y puertas.

Treinta y dos Vírgenes formaron un anillo alrededor del edificio. Sesenta y cuatro se extendieron por las calles. Cándidos artesanos y granjeros, trabajadores y técnicos, cerraron alternativamente puertas y ventanas, o se echaron de rodillas con las manos unidas con recuperado fervor. Ciento veintiocho Vírgenes radiantes marchaban por las sucias calles, precediendo a doscientas cincuenta y seis que se extendieron por el campo, sorprendiendo a ganaderos, vacas y ovejas por igual.

En Zacateca las estaciones de vídeo dejaron de emitir. Colima se quedó a oscuras. En Juchipila toda la energía requerida por una comunidad de treinta y dos mil se evaporó cuando la red superpesada enterrada en una pequeña montaña cercana chupó la energía de toda la porción oeste-central de la red nacional de Namericana.

Quinientas doce Vírgenes marcaron el paso por las calles, callejones y caminos de la villa de Yerba Alto, iluminando radiantes a los residentes, sonriendo a enloquecidos gatos y perros, dando bendiciones a niños de cabello oscuro y ojos muy abiertos.

Todos los electrodomésticos, circuitos, dispositivos, válvulas y juguetes en un radio de dos kilómetros explotaron, se quemaron, se fundieron, se cortocircuitaron, o se apagaron de cualquier otra forma. Sólo en la pequeña villa no se había hecho la oscuridad. Al contrario, brillaba con un fulgor pálido visible desde aviones a más de cien kilómetros de distancia.

Un vórtice de mil veinticuatro Vírgenes predicó con consideración a la sorprendida población, a aquellos que huían en confuso pánico y miedo, a los Hermanos de la Orden que escapaban, al furioso líder Perote que fue atropellado en la huida, y a Cárdenas que yacía prisionero en su celda, con los ojos cerrados, la cara llena de sudor vuelta hacia la pared, con el peso de la increíble luz sobre sus inútiles párpados.

—SOY LA SANTA MADRE, LA VERDADERA VIRGEN, LA QUE TRAE LA LUZ Y LA SALVACIÓN —corearon las mil veinticuatro angelicalmente desde la calle, los campos y los tejados mientras los fotones cuidadosamente ordenados de Silvestre Chuautopec bailaron y la matriz central enloqueció.

A orillas del Pacífico, al norte de Acapulco la planta de energía paralela de Ketchtec, que conducía los gigavatios del termoclino en el mar, parpadeó y ardió. Los conductos se licuaron, las medidas de seguridad saltaron, los inmensos transformadores gimieron. Con un jadeo electrónico y un crujido los sistemas de seguridad de la planta se pusieron de acuerdo y la desconectaron. La energía de dos estados desapareció. Varios pueblos quedaron a oscuras, en las ciudades se hizo el silencio y, durante unos momentos, el paisaje tuvo el aspecto de mil años atrás, desiertos y montañas y playas dormían en la oscuridad bajo la benigna sonrisa de la luna. Saltaron las luces de emergencia, se recuperaron linternas de los cajones donde hibernaban. En todas partes reinaba la confusión, la sorpresa, la furia, la incertidumbre, la mayor parte dirigida contra una compañía de energía que era inocente y estaba tan perpleja y sorprendida como sus inelectrificados clientes.

Se desvanecieron mil veinticuatro Vírgenes, al desaparecer la energía que habían estado consumiendo al quedar temporalmente cortadas de la red Namericana. El cuidadoso y desesperado razonamiento de Cárdenas había inducido la replicación, que finalmente había colapsado bajo el peso de su verdad.

Permaneció temblando en su celda durante seis horas más, mucho después de amanecer, hasta que un peatón, de camino al trabajo, oyó sus gritos roncos y débiles. Vacilante, el hombre penetró en la cantina y encontró a un Cárdenas atado y cubierto de ampollas y lo liberó. Luego fue en busca de algunos amigos, porque el inspector estaba demasiado débil para caminar. Las ampollas no las habían producido ni sus pesadillas ni las drogas que las habían inducido, sino la prolongada proximidad a la verdadera Virgen. A todas ellas.

Había quedado muy poco del generador y del resto del equipo de apoyo del sótano del edificio de apartamentos. Cualquiera que fuese el semimágico programa que hubiese contenido, había quedado frito cuando el sistema se había sobrecargado. Sólo la acción de los aspersores había aislado las llamas y salvado el edificio y a Cárdenas.

Los federales locales contactaron con sus amigos en Nogales, quienes cayeron inmediatamente sobre la iglesia para confiscar todo y a todos los que pudieron encontrar. Seguidamente fueron conducidos al camión y a su sorprendida tripulación por uno de los Hermanos más parlanchines que tenían en custodia. El Hermano Morales no era el único miembro de la Orden con la lengua larga.

No encontraron a Perote, pero Cárdenas sabía que acabarían dando con él, y pretendía estar cerca cuando apareciesen esos otros planes de extorsión.

Comer, beber, dormir, y las medicinas le restauraron. Su piel oscura le había evitado quemaduras mucho peores que las que había sufrido, aunque tendría que andar de forma extraña durante unos días. Cuando pudo volver a Nogales, todos en el Departamento le avergonzaron preocupándose por su salud, y no porque fuese el inspector jefe del grupo. Cárdenas era apreciado sinceramente por sus colegas, sin que importase el rango.

—Vi a Charliebo —le soltó a Cooperman cuando éste se disponía a salir del apartamento del inspector después de haber visto el partido del domingo en el receptor de Cárdenas.

—¿Qué?

—¿Te acuerdas de Charliebo, mi pastor? El que quedó atrapado el año pasado en ese túnel subox que diseñaron aquellos dos ingenieros renegados. Lo convirtió en uno de sus mecanismos de defensa táctil para su sistema. Pobre Charliebo. Cuando estaba en lo peor de ese mal viaje era la única forma amiga en los alrededores. Intentó ayudarme.

El capitán apartó la vista avergonzado.

—Por supuesto, Ángel. Me alegro de que estuviese allí.

—Vale; sé paternal conmigo. Me pregunto, sin embargo, si sólo estaba en mi pesadilla. Todavía no han conseguido seguir toda la línea de ese túnel GenDyne-Parabas. Nadie sabe a dónde va, con qué está conectado y con qué no. Puede que exista una unión todavía por descubrir entre todas esas cibercosas. Nadie lo sabe en realidad. Simplemente las construimos, las vitalizamos y nos aseguramos de que hacen su trabajo. No sabemos qué hacen en su tiempo libre. Quizás no fuese todo un mal sueño, o un mal viaje. Puede que Charliebo estuviese realmente ahí, saltando de aparato en aparato, utilizando el túnel para intentar ayudarme.

—No sé de esas cosas, Ángel.

El inspector se recostó en su sillón, el recubierto de arcaico algodón, con los pies en alto, y con una arrugada mano sosteniendo un Tecate Primo frío.

—Nadie lo sabe, Shawn. Nadie lo sabe.

El capitán lo miró durante un rato, luego dejó que la puerta se cerrase tras él. Cárdenas leyó los números que flotaban en azul sobre el receptor. Las once y veinte. Hora de dormir. Tenía una semana más de baja administrativa para alejarse, recuperarse y no hacer nada, como le apeteciera. Mucho tiempo para pensar, y repensar y considerar.

Su vista se desvió a la caja de su casa, que ocupaba un nicho cerca de la pantalla de pared. Estaba en funcionamiento, dormida, esperando una entrada. Con su mano izquierda cogió el comunicador que estaba sobre la mesa al lado del sillón, lo conectó y se lo acercó a los labios.

—Nuestra Señora… —empezó. Los chivatos de la caja parpadearon, indicando que se recibía la transmisión, luego apagó el comunicador y lo dejó a un lado.

Una semana era demasiado tiempo para pensar, se dijo. Necesitaba volver a trabajar, a la realidad de la comisaría del distrito, al clamor y el olor de la calle. Se levantó de la silla y se dirigió al dormitorio. Al volverse creyó ver un parpadeo de luz blanca que venía de la carcasa metálica de la caja. Pero seguramente se equivocaba.