27

Los dos últimos días que pasaron en Nueva York fueron acelerados pero muy divertidos. Annabelle llevó a Consuelo al teatro a ver un musical, que encantó a la pequeña. Cenaron en el Sardi’s y en el Waldorf Astoria, a lo grande. Dieron una vuelta en ferry alrededor de Manhattan, y Annabelle volvió a señalarle dónde estaba la isla de Ellis y le contó más cosas sobre aquel lugar. Y la última tarde pasaron caminando por delante de su antigua casa una vez más, solo para despedirse. Se quedó allí de pie durante un buen rato, para rendir homenaje tanto a la mansión como a todos los que habían vivido allí, incluida la parte inocente de sí misma que había perdido. Ya no tenía nada en común con la niña que había sido cuando vivía en aquella casa. Había madurado.

Consuelo y ella se alejaron en silencio, cogidas de la mano. Aquella había aprendido muchas cosas sobre su madre a lo largo de ese viaje, así como sobre sus abuelos, su tío Robert e incluso sobre algunos de los amigos de su madre. No le había caído bien esa amiga que habían visto en Newport, la que tenía tantísimos hijos. Le había dado mucha rabia que hubiera sido antipática con su madre y la hubiera disgustado. Y sentía pena por el hombre que había muerto en México. Se había dado cuenta de que su madre lo quería mucho.

Esa vez, Brigitte estaba un poco menos nerviosa cuando embarcaron en el Mauretania para emprender el regreso. El barco le había parecido tan cómodo y lujoso durante la ida que se había relajado bastante. Annabelle tuvo una sensación extraña cuando pasó por delante de los antiguos muelles de White Star y de Cunard. De repente, se acordó de cuando había ido a buscar a su madre hacía trece años, después del hundimiento del Titanic. Sin embargo, no se lo mencionó a su hija, y mucho menos a Brigitte, quien, de todos modos, se las ingenió para sacar el tema. Annabelle la miró con el entrecejo fruncido y la niñera se calló.

Danielle Steel

Cuando volvieron a pasar por delante de la estatua de la Libertad, sintió que se desprendía de una parte de su corazón. Hacía muchísimo tiempo que no se sentía tan vinculada a su país, así que la reconfortó pensar que regresarían al verano siguiente. Consuelo no había dejado de repetirlo durante su breve estancia en Nueva York: le había encantado Newport y se moría de ganas de volver.

En esa ocasión no había nadie conocido en el barco; Annabelle había repasado la lista de pasajeros. De todas formas, no le habría importado. No tenía nada que temer. Había salido airosa de su exposición en público en Newport y Nueva York y ya no le quedaban secretos que proteger. Incluso si alguien descubría lo que escondía su pasado, ¿qué daño podría hacerle? Nadie podría arrebatarle su casa, ni su vida, ni su trabajo, ni a su hija. Lo único que podrían hacer los demás sería hablar mal de ella, y ya había pasado por eso. Aquella gente no tenía nada que ella deseara. Incluso la dolorosa traición de Hortie le había parecido más pequeña cuando se la había encontrado durante su estancia en Newport. Todos aquellos que tanto daño le habían hecho en otro tiempo se habían esfumado, y ya no quería saber nada de ellos. Tampoco podían robarle nada. Se había forjado una vida propia, y era una buena vida.

Annabelle y Consuelo volvieron a echar un vistazo a las casetas de los perros, igual que en el viaje de ida. Esta vez no había ningún doguillo, pero sí varios pequineses y caniches. La niña había echado mucho de menos a Coco y tenía unas ganas locas de volver a ver a su mascota. Además, su madre le había prometido que pasarían un fin de semana en Deauville cuando volvieran a casa.

Incluso el impacto de Antoine sobre Annabelle se había amortecido durante esas vacaciones. No era más que un hombre desagradable y estrecho de miras que vivía en un mundo diminuto lleno de gente cargada de prejuicios. En ese mundo no había sitio para ella. Y en el suyo no había sitio para él.

Cuando regresaban de ver a los perros, se detuvieron junto a la barandilla para contemplar el mar. La melena larga y rubia de Consuelo se meció con la brisa y a Annabelle se le voló el sombrero, que empezó a dar vueltas como una rueda por la cubierta del barco, mientras las dos lo perseguían entre carcajadas. Seguía teniendo el pelo igual de rubio que su hija, y el sombrero se detuvo por fin a los pies de un hombre que lo recogió y se lo entregó con una amplia sonrisa.

—Gracias —dijo ella sin resuello luciendo una sonrisa infantil.

Habían corrido un buen trecho para atrapar el sombrero. Ella tenía la tez morena por el sol de Rhode Island. Volvió a calarse el sombrero formando un ángulo un poco torcido.

Una buena mujer

—Creo que se le va a volar el sombrero otra vez —le advirtió el hombre.

Ella asintió y se lo quitó, mientras Consuelo entablaba conversación con el señor.

—Mi abuelo y mi tío murieron en el Titanic —le comunicó, para romper el hielo, y el hombre la miró muy serio.

—Lo siento muchísimo. Mis abuelos también. A lo mejor se conocían. —Era una idea intrigante—. Pero de eso hace mucho tiempo. Fue antes de que tú nacieras, diría yo.

—Tengo siete años —dijo la niña, cosa que lo confirmaba—. Y me llamo igual que mi abuela. También está muerta. —El hombre se contuvo para no sonreír ante el comentario de la niña, pues parecía que toda su familia se hubiera extinguido—. Igual que mi padre —añadió la pequeña, como colofón—. Murió antes de que yo naciera, en la guerra.

—¡Consuelo! —la reprendió Annabelle. Nunca la había oído dar tanta información seguida, y confiaba en que no lo hiciera muy a menudo—. Lo siento —añadió dirigiéndose al desconocido que le había recogido el sombrero del suelo—. No era nuestra intención darle las noticias necrológicas.

Sonrió al hombre, quien le devolvió la sonrisa.

—Seguro que es porque has notado que soy periodista —le dijo a Consuelo con amabilidad.

—¿Qué es eso? —la niña mostró mucho interés.

—Escribo para el periódico. Bueno, mejor dicho, soy el editor de un periódico: el International Herald Tribune de París. Ya lo leerás cuando seas mayor.

Volvió a sonreír, esta vez mirándolas a las dos.

—Pues mi madre es médico.

La niña dirigía la conversación a su territorio con total desenvoltura, y Annabelle puso cara de apuro.

—¿De verdad? —preguntó él con interés antes de presentarse. Dijo que se llamaba Callam McAffrey, era originario de Boston y en esos tiempos vivía en París.

Annabelle también se presentó y Consuelo añadió muy contenta que ellas también vivían en París, en el decimosexto distrito. Él le contó que vivía en la rue de l’Université, en la ribera izquierda. Estaba cerca de la facultad de bellas artes, y Danielle Steel

Annabelle conocía muy bien la zona.

Las invitó a las dos a tomar un té con él, pero Annabelle le dijo que tenían que volver al camarote para cambiarse antes de cenar. El caballero les sonrió mientras se alejaban. Pensó que la niña era adorable y la madre era muy guapa. No encajaba en su imagen de una médico. Había entrevistado a Elsie Inglis hacía varios años, y Annabelle no se parecía en nada a ella, por decirlo de una manera elegante. Le había divertido que la pequeña fuera tan pródiga en información sobre su familia, aunque su madre se hubiera sentido algo incómoda.

Las localizó en el comedor por la noche, pero no se acercó a saludar. No quería entrometerse. Sin embargo, al día siguiente vio a Annabelle sola en la cubierta, paseando tranquilamente. Consuelo había ido a nadar con Brigitte, y esta vez llevaba un sombrero atado con un lazo por debajo de la barbilla.

—Veo que hoy se ha ajustado bien el sombrero —dijo él con una sonrisa tras detenerse un momento en la barandilla, junto a ella.

Annabelle se volvió hacia el caballero también sonriendo.

—Hay más brisa ahora que cuando llegamos hace un mes.

Estaban ya a finales de julio.

—A mí me encantan estos viajes oceánicos —comentó el hombre—, a pesar de que ambos hayamos perdido a seres queridos en el mar y hayamos sufrido tragedias familiares. Estar aquí me da la oportunidad de tomar aliento y permanecer entre dos vidas y dos mundos. Me gusta encontrar momentos tranquilos para la reflexión de vez en cuando. ¿Han pasado todo el mes en Nueva York? —preguntó con interés. Daba gusto conversar con él.

—Solo unos días. También hemos estado unas cuantas semanas en Newport.

Él sonrió.

—Yo he estado en Cape Cod. Me gusta veranear allí todos los años. Me devuelve a la infancia.

—Era la primera vez que mi hija venía.

—¿Y qué le ha parecido?

—Le ha encantado. Dice que quiere volver todos los veranos. —Y entonces añadió un dato sobre sí misma—. Hacía diez años que yo no regresaba.

—¿A Newport? —No le sorprendía demasiado.

Una buena mujer

—No, a Estados Unidos. —Eso lo sorprendió bastante más.

—Vaya, eso es mucho tiempo.

Era un hombre alto y enjuto, con el pelo entrecano, unos ojos marrones muy cálidos y las facciones marcadas. Debía de tener poco más de cuarenta años.

Parecía más inteligente que guapo, aunque tenía encanto.

—Supongo que habrá estado muy atareada, si no ha tenido ocasión de regresar antes. O muy enfadada por algo —añadió, como buen periodista que era, y Annabelle se echó a reír.

—No estaba enfadada. Tenía ganas de cortar por lo sano. He rehecho mi vida en Francia. Primero me marché como voluntaria al frente, a trabajar en un hospital, y allí me quedé. Pensaba que no lo echaba de menos. Pero tengo que admitir que ha sido agradable volver a casa y enseñarle los lugares de mi infancia a mi hija.

—¿Es viuda? —preguntó el caballero.

Era fácil de suponer, pues Consuelo le había dicho que su padre llevaba muerto tantos años como ella tenía. Annabelle empezó a asentir con la cabeza, pero entonces se detuvo en seco. Estaba cansada de decir mentiras, sobre todo aquellas que eran innecesarias, solo para proteger a otras personas o a sí misma del daño ajeno.

—Divorciada.

Él no reaccionó ante su respuesta, aunque estaba confundido. A algunas personas les habría parecido una confesión escandalosa. Pero él no parecía darle demasiada importancia.

—Creía que su hija había dicho que su padre había muerto.

Annabelle se lo quedó mirando unos segundos y entonces decidió sacar toda la artillería. No tenía nada que perder. Si el hombre se escandalizaba y se apartaba de ella, le daba igual; no pasaba nada si no volvía a verlo. En el fondo, tampoco lo conocía.

—No me casé con su padre —dijo en voz baja pero con firmeza.

Era la primera vez que se lo contaba a alguien sin tapujos. En los círculos en los que se había criado, habría sido motivo más que suficiente para dar la conversación por concluida y para hacerle el vacío de ahí en adelante.

Él tardó un instante en contestar, pero al cabo de unos segundos asintió y la Danielle Steel

miró con una sonrisa.

—Si espera que me desmaye o me tire por la borda en lugar de hablar con usted, lamento decepcionarla. Soy periodista. He oído infinidad de historias. Y

vivo en Francia. Allí es bastante frecuente, aunque haya personas que no lo reconozcan. Muchos hombres tienen hijos con las esposas de otros. —Ella se echó a reír, cosa que llevó al hombre a preguntarse si ese había sido el motivo de su divorcio. Era una mujer interesante—. Y sospecho que ocurre más a menudo de lo que sabemos o queremos creer, incluso en nuestro país. También hay personas que tienen hijos con quienes aman, aunque no se casen. Mientras no se haga daño a nadie, ¿quién soy yo para decir que no está bien? Nunca me he casado.

Era un hombre muy abierto de miras.

—Bueno, yo no lo amaba —añadió Annabelle—. Es una historia muy larga.

Pero acabó bien. Consuelo es lo mejor que me ha pasado en la vida.

Él no hizo comentario alguno, pero parecía de acuerdo con lo que acababa de oír.

—¿Qué clase de médico es?

—De las buenas —contestó ella con una sonrisa, y él se rió como respuesta.

—Eso lo daba por supuesto. Me refería a cuál es su especialidad.

Annabelle le había entendido a la primera, pero le gustaba bromear con él.

Su conversación era natural. Y le parecía un hombre abierto, afectuoso y de trato fácil.

—Medicina general.

—¿Trabajó en el frente? —No creía que tuviera edad para haber estudiado antes de la guerra.

—Como auxiliar de medicina, aunque solo había estudiado un curso en la universidad. Terminé la carrera después de la guerra.

Le pareció curioso que no hubiera querido ejercer en Estados Unidos, aunque podía imaginarse por qué. A él también le encantaba París. Tenía una vida mucho más plena que la que habría llevado en Nueva York o Boston.

—Yo me marché para trabajar de reportero para los británicos al principio de la guerra. Y llevo en Europa desde entonces. Viví en Londres durante dos años cuando acabó el conflicto y ahora hace cinco años que me instalé en París. Dudo que pudiera volver a vivir en Estados Unidos. Me gusta demasiado la vida que Una buena mujer

llevo en Europa.

—Yo tampoco podría regresar —coincidió Annabelle.

Y no tenía motivos para hacerlo. Ahora su vida estaba en París. Únicamente su historia seguía en Estados Unidos, así como su casa de verano.

Charlaron un rato más y después ella fue a buscar a Consuelo y a Brigitte, que seguían en la piscina. Volvieron a verlo por la noche, cuando salían del comedor después de una cena temprana. Él entraba en ese momento y le preguntó si le apetecería tomar una copa con él más tarde. La mujer dudó, mientras Consuelo los miraba a los dos, y al final le dijo que sí. Quedaron en el Verandah Café a las nueve y media. Consuelo ya estaría durmiendo a esas horas, así que Annabelle estaría libre.

—Le gustas —le dijo la niña a su madre como si tal cosa, mientras regresaban al camarote—. Es simpático.

Annabelle no hizo ningún comentario. Lo mismo había pensado de Antoine y se había equivocado. Sin embargo, Callam McAffrey era otra clase de hombre, y Annabelle tenía más cosas en común con él. Se preguntó por qué no se habría casado nunca, y él la sacó de dudas aquella misma noche, mientras bebían champán en el Verandah Café, que tenía una terraza desde donde se disfrutaba de la brisa marina.

—Me enamoré de una enfermera en Inglaterra durante la guerra. La mataron una semana antes de que se firmara el armisticio. Íbamos a casarnos, pero ella no quería hacerlo hasta que hubiera acabado el conflicto. Tardé mucho tiempo en recuperarme (en concreto, seis años y medio). Era una mujer muy especial.

Provenía de una familia adinerada, pero nunca alardeaba de ello. Tenía los pies en el suelo, y trabajaba más que cualquiera que yo haya conocido. Nos divertíamos muchísimo juntos. —No lo dijo con sensiblería, sino más bien como si todavía se deleitara con el recuerdo—. De vez en cuando visito a su familia.

—El padre de Consuelo era británico. Pero me temo que no era un hombre muy recomendable, la verdad. Aunque su madre es fantástica. Seguramente iremos a verla en agosto.

—Cuando los británicos son buenos, son increíbles —dijo él con sinceridad—. Pero no siempre me llevo igual de bien con los franceses. — Annabelle se rió con sorna mientras pensaba en Antoine, pero no dijo nada—. Sí, a veces no sé de qué pie calzan. Tienden a ser más retorcidos.

—Creo que tiene razón, por lo menos en algunos casos. Como amigos y Danielle Steel

compañeros de trabajo son maravillosos. Pero en el terreno amoroso, es otro cantar.

Por lo poco que ella había comentado, él intuyó que había sufrido algún desengaño, era de suponer que por culpa de un francés. Aunque el padre inglés de Consuelo tampoco parecía una perla. Le daba la sensación de que Annabelle había tenido ración más que suficiente de manzanas podridas. Y en su juventud, él también había tenido más de una mala experiencia, sin tener en cuenta a Fiona, por supuesto, la enfermera de la que se había enamorado. Ahora llevaba una temporada solo. Se había tomado un descanso en el amor. De ese modo su vida era más sencilla, que era la misma conclusión a la que había llegado Annabelle.

Hablaron de la guerra durante un rato, luego sobre la política en Estados Unidos, de algunas de sus experiencias como periodista y de las de Annabelle en el campo de la medicina. Por lo menos, ella pensó que sería un buen amigo. El hombre la acompañó a su camarote y le deseó las buenas noches de forma afectuosa pero educada.

Volvió a invitarla a tomar una copa al día siguiente, y también se divirtieron mucho. Además, jugó a las cartas con ella y Consuelo el último día de travesía, y esa noche Annabelle lo invitó a cenar con ellas. La niña y él hicieron muy buenas migas y la pequeña le contó con pelos y señales cómo era su perrito, e incluso lo invitó a ir a verlo un día, a lo que Annabelle no hizo comentario alguno.

Tomaron una última copa juntos aquella noche y, de improviso, mientras la acompañaba al camarote una vez más, le dijo que le gustaría ir a ver el perro de su hija. Él también tenía un labrador. Annabelle se rió ante el comentario de él.

—Puede venir a ver el perro de mi hija cuando quiera. Será usted bienvenido —le dijo—. También puede venir a vernos a nosotras.

—Bueno, digamos que lo que más me interesa es ver el perro —puntualizó él guiñándole un ojo—, pero supongo que no me importaría verlas de paso a las dos, si al perro no le importa.

En ese momento miró con ternura a Annabelle. Había averiguado muchas cosas sobre ella durante el trayecto, más de las que ella creía. En eso consistía su trabajo. Percibía el dolor y las dificultades que había tenido que superar. Las mujeres de su estatus social no solían marcharse de casa a los veintidós años para trabajar como voluntarias a cinco mil kilómetros de su hogar, con el fin de contribuir a una guerra que no era la suya. Y tampoco se quedaban en un país extranjero después del conflicto, ni se volcaban en una profesión como la que había Una buena mujer

elegido ella, a menos que en su patria les hubieran sucedido cosas terribles.

Además, tenía la impresión de que, después de eso, le habían pasado unas cuantas desgracias más. Estaba convencido de que no era de esa clase de mujeres que tienen un hijo ilegítimo así como así, sino que debió de hacerlo porque no le quedó otro remedio. Y saltaba a la vista que había sacado adelante a Consuelo de la mejor manera posible, y había sabido ver el lado positivo de todo lo que le había ocurrido. Era una gran mujer. Lo llevaba escrito en la cara. Confiaba en poder volver a verla.

—Me gustaría mantener el contacto una vez que estemos en París —le propuso él muy correcto.

Annabelle no era arrogante, pero sí muy fina y distinguida, y eso también le gustaba de ella. En cierto modo le recordaba a Fiona, aunque era más joven y más guapa. No obstante, lo que más le había gustado de Fiona en su momento, y ahora de Annabelle, era lo que veía en su interior. Era evidente que se trataba de una mujer con determinación e integridad, con grandes valores morales, un corazón enorme y una mente avispada. No se podía pedir más, y si una mujer como Annabelle se cruzaba en el camino, no había que malgastar la oportunidad de conocerla mejor. Las mujeres de su talla no aparecían muchas veces en la vida de alguien. Él ya había tenido la suerte de contar con una en su vida, y sabía que, si alguna vez tenía la buena fortuna de conocer a una segunda mujer tan especial, no dejaría pasar la oportunidad.

—Muy bien, allí me encontrará —le dijo ella—. Aunque puede que vayamos unos días a Deauville. Le prometí a Consuelo que la llevaría a la playa. Y es posible que viajemos a Inglaterra a ver a la familia de su padre. Pero no tardaremos en volver a estar por París. Tengo que abrir la consulta antes de que mis pacientes se olviden de que existo.

Al periodista le resultaba imposible imaginar que alguien que la hubiese conocido pudiera olvidarse de ella. Y desde luego, él no tenía intención de perderle la pista.

—A lo mejor podríamos hacer algo los tres juntos este fin de semana — propuso él—, con el perro, por supuesto. No me gustaría herir sus sentimientos...

Annabelle sonrió ante su respuesta. Faltaban pocos días para que llegara el fin de semana, y la idea le gustó. De hecho, le gustaba todo lo que había descubierto sobre él durante el viaje en barco. Y le daba buena espina. Le inspiraba solidez, integridad, afecto y amabilidad. El respeto del uno hacia el otro era mutuo, por lo menos, hasta el momento. Era un buen punto de partida, mejor que muchos Danielle Steel

de los que había tenido Annabelle. Su amistad fraterna con Josiah debería haberle dado pistas de algo que en aquella época no había sabido ver. Y los ademanes exagerados y gustos ostentosos de Antoine no habían hecho más que encubrir un corazón vacío. Callam era un hombre completamente distinto.

Se despidieron en la puerta del camarote. Y a la mañana siguiente, Annabelle se levantó y se vistió muy temprano, igual que había hecho al llegar a Europa diez años antes, cuando había huido de Nueva York a la desesperada. No obstante, esta vez no sintió desesperación, ni dolor, mientras permanecía de pie junto a la barandilla de cubierta, contemplando el amanecer. A lo lejos distinguió Le Havre, donde atracarían al cabo de dos horas.

Mientras observaba el mar abierto, tuvo una increíble sensación de libertad, de haber roto por fin todas las cadenas que la aprisionaban. Ya no la oprimía el yugo de las opiniones ajenas, ni de las mentiras que dijeran sobre ella. Era una mujer libre, una buena mujer, y lo sabía.

Mientras el sol se alzaba en el cielo matutino, oyó una voz a su lado, se dio la vuelta y vio que era de Callam.

—Tenía el presentimiento de que la hallaría aquí —dijo él en voz baja. Sus ojos se encontraron y los dos sonrieron—. Una mañana estupenda, ¿verdad? — comentó sin más.

—Sí —respondió Annabelle, y su sonrisa se ensanchó.

Era una mañana estupenda. Ambos eran buenas personas. Y la vida era un placer.

 

Una buena mujer

 

Título original: A Good Woman Edición en formato digital: septiembre de 2011

© 2008, Danielle Steel

© 2011, Random House Mondadori, S. A.

Travessera de Gràcia, 47-49. 08021 Barcelona

© 2011, Ana Mata Buil, por la traducción

Diseño de la cubierta: Gemma Martínez / Random House Mondadori, S. A.

M L@S 2013 D

ISBN: 978-84-01-38433-2

Conversión a formato digital: Newcomlab, S.L.

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