10
Como Josiah no tenía muy buena relación con su familia, Annabelle y él pasaron tanto el día de Acción de Gracias como la Navidad con la madre de ella. Y como Henry estaba solo, a modo de deferencia hacia él lo invitaron también en ambas ocasiones. Era inteligente, encantador y muy atento con Consuelo, así que dio un poco de alegría al grupo.
Al final, Hortie se calmó y fue asimilando la idea de que iba a tener otro hijo.
No estaba precisamente emocionada, pero no le quedaba otro remedio que aceptarlo. De todas formas, ella deseaba más descendencia, lo que ocurría era que simplemente no estaba preparada para dar a luz tan poco tiempo después de la odisea vivida en agosto. Pero confiaba en que esa vez fuese más sencillo, y de momento no tenía tantas náuseas.
Por su parte, Annabelle siguió volcada en su labor en la isla de Ellis, a pesar de las objeciones continuas de su madre. Consuelo no había vuelto a preguntarle a Annabelle por el tema de los nietos, pues había entendido el mensaje alto y claro de que la pareja no iba a tener hijos de manera inminente, y, aunque estaba ansiosa por ser abuela, no quería entrometerse sin motivos en la vida de la joven. Además, trataba a Josiah como a un hijo.
Todos se quedaron conmocionados cuando llegó abril y, con él, el segundo aniversario del hundimiento del Titanic. En algunos aspectos, parecía que hubiera ocurrido el día anterior, y en otros, el episodio parecía mucho más lejano. Habían pasado tantas cosas desde entonces... Annabelle y su madre fueron a la iglesia ese día y celebraron una misa especial en memoria de su padre y su hermano.
Consuelo se sentía sola, pero se había adaptado bien a esas grandes pérdidas y daba gracias porque Josiah y Annabelle pasaran tanto tiempo con ella. Eran muy generosos.
Danielle Steel
En mayo, esta cumplió veintiún años. Consuelo le preparó una fiesta reducida e invitó a algunos de sus amigos. Fueron James y Hortie, así como varias parejas jóvenes de su círculo, y Henry Orson, con una muchacha preciosa a quien acababa de conocer. Annabelle confiaba en que surgiera algo entre los dos.
Pasaron una velada estupenda y Consuelo incluso había contratado a unos músicos, así que después de la cena todos se pusieron a bailar. La fiesta fue fantástica. Y por la noche, cuando Josiah y Annabelle se fueron a dormir, ella volvió a plantearle a su marido la fatídica pregunta. No se lo había mencionado desde hacía meses. Josiah le había regalado una hermosa pulsera de diamantes para su cumpleaños, que todos los invitados admiraron y que era la envidia de todas sus amigas, pero ella quería otra cosa de él, algo que consideraba mucho más importante. El anhelo llevaba varios meses corroyéndola por dentro.
—¿Cuándo vamos a formar una familia? —le susurró cuando estaban en la cama, uno al lado del otro.
Lo dijo mirando hacia el techo, como si, por no mirarlo a la cara, a él le fuese a resultar más fácil darle una respuesta sincera. Cada vez había más cosas que se quedaban en el aire flotando entre los dos. Annabelle no quería disgustarlo pero, tras nueve meses de matrimonio, algunas cosas eran difíciles de explicar, y él no podía seguir diciéndole que «tenían tiempo» y que «no hacía falta correr». ¿Cuánto tiempo más debería esperar?
—No lo sé —contestó él con sinceridad y cara triste. Annabelle lo vio en sus ojos cuando volvió la cabeza para mirarlo—. No sé qué decirte —repitió él, a punto de echarse a llorar, y de repente Annabelle se asustó—. Necesito un poco de tiempo.
Ella asintió y con cariño le acarició la mejilla con la mano.
—No pasa nada. Te quiero —le susurró. Había muchas cosas que no comprendía y que no podía preguntarle a nadie—. ¿Hay algo que yo deba cambiar?
Él negó con la cabeza y se la quedó mirando.
—No eres tú. Soy yo. Intentaré solucionarlo, te lo prometo —dijo él mientras los ojos se le llenaban de lágrimas y la estrechaba entre sus brazos. Hacía meses que no se sentían tan próximos, y la joven sintió que Josiah por fin empezaba a derribar los muros que lo rodeaban para dejarla entrar.
Annabelle sonrió mientras lo abrazaba y le respondió con sus propias palabras.
Una buena mujer
—Tenemos tiempo.
Cuando lo dijo, una lágrima resbaló por la mejilla de Josiah.
En junio, Consuelo se marchó a Newport. Ahora que tenía menos cosas que hacer en la ciudad, le gustaba ir allí antes de que empezase la temporada estival.
Annabelle le había prometido que se uniría a ella a principios de julio, y Josiah iría a finales de mes.
La mujer ya había abandonado la ciudad cuando las noticias desde Europa atrajeron la atención de todo el mundo. El 28 de junio de 1914, el archiduque Francisco Fernando, heredero del Imperio austro-húngaro, y su esposa Sofía, estaban de visita oficial en Sarajevo, en Bosnia, cuando los asesinó de un balazo un joven terrorista serbio llamado Gavrilo Princip. Este formaba parte de la Mano Negra, una organización terrorista serbia muy temida que quería terminar a toda costa con el dominio austro-húngaro en los Balcanes. El Gran Duque y su esposa habían muerto de un solo tiro disparado a bocajarro en la cabeza. La impactante noticia reverberó por todo el mundo, y sus consecuencias en Europa fueron rápidas y sobrecogedoras y dejaron de piedra a todos los habitantes de Estados Unidos.
Austria culpó al gobierno de Serbia y pidió ayuda a Alemania. Tras varias semanas de enfrentamientos diplomáticos, el 28 de julio, Austria-Hungría declaró la guerra a Serbia y abrió fuego en la ciudad de Belgrado. Dos días más tarde, Rusia movilizó sus tropas y se preparó para la guerra. Francia se vio entonces en una tesitura y, obligada por las condiciones del tratado firmado con Rusia, tuvo que apoyar sus planes bélicos. En cuestión de días, el castillo de naipes que mantenía la paz en Europa empezó a desmoronarse. Los dos disparos que habían matado al archiduque de Austria y a su mujer habían llevado a la guerra a los países más importantes de Europa. El 3 de agosto, a pesar de sus protestas, pues se trataba de un país neutral, las tropas alemanas marcharon por toda Bélgica para atacar Francia.
Al cabo de pocos días, Rusia, Inglaterra y Francia se aliaron y declararon la guerra a Alemania y al Imperio austro-húngaro. Los estadounidenses y su gobierno permanecían boquiabiertos ante lo ocurrido. El 6 de agosto, todas las grandes potencias de Europa estaban en guerra y en Estados Unidos no se hablaba de otra cosa.
Danielle Steel
Annabelle había retrasado su marcha a Newport a la espera de ver cómo se desarrollaban los acontecimientos en Europa. Deseaba quedarse en casa para estar cerca de Josiah. Aunque su país no había entrado en la contienda, sus aliados europeos estaban en guerra. Sin embargo, Estados Unidos no daba muestras de querer involucrarse. Y Josiah le aseguró que, incluso si el país entraba en guerra en algún momento, cosa harto improbable, Annabelle no tenía nada que temer pues, le recordó, estaba casada con un «hombre mayor». A los cuarenta y un años, no había ningún peligro de que lo mandaran al frente. El presidente Wilson repetía para tranquilidad de todos los ciudadanos estadounidenses que tenía intención de permanecer al margen de la guerra de Europa. De todas formas, la situación era increíblemente inquietante.
Al final, Annabelle viajó a Newport con Josiah a finales de julio, dos semanas más tarde de lo previsto. En la isla de Ellis había tenido tanto trabajo como siempre. Muchos de los inmigrantes sentían pánico por la seguridad de sus familiares. Era evidente que la guerra, declarada en muchos de los países de los que ellos procedían, afectaría a sus familias e impediría que algunos de los que tenían pensado reunirse con ellos en Estados Unidos pudieran desplazarse allí.
Muchos de sus hijos, hermanos y primos ya habían sido llamados a filas.
En Nueva York, antes de marcharse, Annabelle, Josiah y Henry habían hablado largo y tendido sobre la guerra en Europa en varias de sus cenas compartidas en el jardín de los Millbank. E incluso en el idílico Newport corrían las noticias acerca de lo que estaba ocurriendo. Por una vez, la vida social de la localidad y la participación de los vecinos en ella habían pasado a un segundo plano y habían cedido protagonismo a las noticias de los acontecimientos mundiales.
En la fiesta del primer aniversario de bodas de Josiah y Annabelle, Consuelo se percató de que la pareja estaba más unida que nunca, aunque los encontró a ambos muy serios, cosa que era perfectamente comprensible, teniendo en cuenta lo que pasaba en el mundo. Henry se había desplazado desde Nueva York para celebrar el aniversario de bodas con ellos.
Para entonces, Hortie ya había tenido a su segundo hijo, que se retrasó dos semanas y nació el día 1 de agosto: esta vez fue una niña. El parto volvió a ser largo y complicado, pero ni la mitad de terrible que el de Charles. Y Louise, que fue el nombre que le pusieron, solo pesó tres kilos y ochocientos gramos. Hortie no pudo asistir a la cena de aniversario de Annabelle y Josiah en la casa de campo de Consuelo, porque todavía estaba recuperándose en la cama, atendida por su madre Una buena mujer
y una enfermera. Sin embargo, James sí que fue, por supuesto. Como tenía costumbre, ese verano asistió a todas las fiestas que se celebraron en Newport, algo que también hacía en Nueva York, con o sin Hortie.
Aquel agosto en Newport fue mucho más tranquilo que de ordinario, debido a las noticias de la guerra en Europa. El conflicto parecía un nubarrón que pendía sobre todos ellos, pues nadie dejaba de hablar de los Aliados al otro lado del Atlántico ni de preocuparse por sus amigos europeos. Annabelle y Josiah hablaban con frecuencia sobre el tema, incluso durante los tranquilos días que disfrutaron a solas después de la partida de Henry. Entre Josiah y Annabelle parecía haber un acuerdo tácito, pero Consuelo los veía más serios que en la primera etapa de su matrimonio. Le entristecía ver que seguían sin fundar una familia y Annabelle nunca le mencionaba el tema. En un momento dado, cuando vio que su hija tenía la mirada triste, Consuelo le preguntó si algo marchaba mal, pero Annabelle no compartió sus penas con ella, y parecía más entregada que nunca a su esposo. Consuelo seguía creyendo que formaban la pareja perfecta, y se divertía con ellos y sus amigos. Solo confiaba en que algún día le dieran un nieto y, a ser posible, pronto.
La joven pareja regresó a Nueva York a principios de septiembre: Josiah volvió a sus obligaciones en el banco y Annabelle a las suyas en la isla de Ellis.
Cada vez se involucraba más en el hospital y sentía un profundo afecto y respeto por las personas a las que cuidaba y ayudaba, la mayor parte de ellas polacas, alemanas e irlandesas. Y su madre seguía preocupándose por su salud, pues no le gustaba que estuviera tan cerca de los enfermos. Sufrían muchas afecciones, y los niños solían estar muy enfermos; además, Consuelo sabía que la tuberculosis campaba a sus anchas... Lo que desconocía era que Annabelle no tenía miedo ni se preocupaba cuando se mezclaba con ellos. Ese otoño trabajó en el hospital más que nunca, a pesar de las advertencias y quejas de su madre.
Josiah también estaba muy ocupado en el banco, ya que debía solucionar algunos asuntos delicados. Como potencia neutral, el gobierno de Estados Unidos, pese a comprender su causa, se había negado a financiar o contribuir de manera oficial a los esfuerzos bélicos de los Aliados en Europa. En consecuencia, la empresa privada y algunos individuos muy acaudalados habían dado un paso adelante y habían ofrecido su ayuda a título personal. Enviaban dinero y fletaban alimentos, y no solo para los Aliados, sino a veces también para sus enemigos. Se estaba creando un gran revuelo, y controlar todas esas transferencias requería una discreción absoluta, en la que a menudo se veía inmerso el propio Josiah. Como hacía con la mayor parte de sus preocupaciones, le había confiado a Annabelle lo Danielle Steel
que tenía entre manos y había compartido con ella sus dudas. Le preocupaba horrores que ciertos clientes importantes del banco de su difunto padre enviaran material y fondos a Alemania, debido a los vínculos que dichos clientes tenían en el país germánico. Aborrecía tener que jugar en ambos bandos, pero debía cumplir las solicitudes de sus clientes.
Era un secreto a voces que se estaban realizando transacciones de tal naturaleza, y, para cortar de cuajo la llegada de provisiones a Alemania, Gran Bretaña había empezado a bombardear el Mar del Norte. Como represalia, los alemanes amenazaban con hundir cualquier barco que perteneciese a Gran Bretaña o a sus aliados. Además, los submarinos alemanes patrullaban el Atlántico bajo su superficie. Estaba claro que no era un buen momento para cruzar el océano, pero a pesar de ello seguía llegando a la isla de Ellis un torrente continuo de inmigrantes, decididos a encontrar una nueva vida en Estados Unidos.
Las personas a las que Annabelle trataba en esos momentos estaban más enfermas y en peores condiciones que las que había atendido en los años precedentes. En muchos casos, habían dicho adiós a unas condiciones penosas en sus países de origen y besaban el suelo cuando desembarcaban en Estados Unidos.
Agradecían cualquier gesto amable que les ofreciera el personal médico y valoraban mucho todo lo que Annabelle hacía por ellos. Había intentado contarle a su madre, aunque en balde, lo necesitados que estaban de voluntarios como ella para que atendieran a los inmigrantes recién llegados. A pesar de eso, su madre seguía teniendo la firme convicción de que arriesgaba su vida cada vez que iba allí, y no se equivocaba del todo, por mucho que Annabelle no estuviera dispuesta a reconocerlo. Josiah era el único que parecía comprender y apoyar su labor. La joven había comprado más libros sobre medicina y solía estudiarlos todas las noches antes de irse a dormir. Eso la mantenía ocupada cuando Josiah tenía que trabajar hasta tarde o cuando salía con sus amigos a actos en clubes en los que no se aceptaban mujeres. A Annabelle no le importaba que saliera sin ella. Decía que así tenía más tiempo para leer y estudiar hasta bien entrada la madrugada.
Para entonces ya había visto realizar varias operaciones y había leído a conciencia todo lo que caía en sus manos acerca de las enfermedades contagiosas que se extendían como plagas entre los pacientes a los que atendía. Muchos de los inmigrantes morían, sobre todo los más ancianos, por culpa de las penurias del viaje o debido a las enfermedades que contraían cuando llegaban. En muchos sentidos, Annabelle era considerada entre el equipo médico del hospital como una especie de enfermera extraoficial y sin formación, que a menudo demostraba ser tan competente como el resto, o incluso más. Tenía un instinto muy certero y un Una buena mujer
talento aún mayor a la hora de diagnosticar a los pacientes, algunas veces con la rapidez necesaria para poder salvarles la vida. Josiah solía decir que era una santa, halago que ella rechazaba porque lo consideraba un piropo generoso pero inmerecido. Continuó trabajando con más ganas que nunca, y a menudo su madre pensaba que intentaba paliar así el vacío vital que habría llenado un hijo.
Lamentaba la ausencia prolongada de descendencia en la vida de su hija, tal vez más que la propia Annabelle. La joven nunca mencionaba el tema de los hijos en su presencia.
Henry Orton volvió a celebrar la Navidad con Consuelo y ellos dos al año siguiente. Los cuatro compartieron una tranquila cena de Nochebuena. Era la tercera Navidad que pasaban sin Arthur y Robert, y los echaron mucho de menos, pues durante las vacaciones era cuando más les dolía su ausencia. Annabelle odiaba reconocerlo, pero notaba que una gran parte de la vitalidad y el talante alegre de su madre habían desaparecido después de la muerte de su esposo y su hijo. Consuelo siempre agradecía el tiempo que pasaba con ella y mostraba interés por lo que ocurría en el mundo, pero era como si, después de la terrible tragedia del Titanic acaecida hacía más de dos años, ya no le importase el futuro. Henry era el único que todavía conseguía hacerla reír. Para Consuelo, la doble pérdida había sido excesiva. No le quedaba otra ilusión que vivir lo suficiente para conocer a sus nietos. Cada vez le preocupaba más que algo no marchase bien, o que su hija fuera incapaz de quedarse embarazada. No obstante, el vínculo entre Josiah y ella seguía pareciendo muy fuerte.
Y como siempre, incluso en Nochebuena, su conversación acabó versando sobre la guerra durante la sobremesa. Ninguna de las noticias era buena. Costaba creer que, en algún momento, aunque solo fuera por empatía, Estados Unidos no acabara entrando en la contienda y, en consecuencia, se perdieran muchas vidas de jóvenes estadounidenses. El presidente Wilson insistía con rotundidad en que no iban a verse involucrados, aunque Josiah empezaba a dudarlo.
Dos días después de Navidad, Annabelle hizo una visita improvisada a su madre y se sorprendió cuando el mayordomo le dijo que estaba en la cama. Se la encontró temblando metida entre las sábanas, con el semblante pálido y dos brillantes marcas rojas en las mejillas. Blanche acababa de llevarle una taza de té, que se había negado a tomar. Parecía muy enferma, y cuando Annabelle le tocó la frente con mano experta supo que tenía una fiebre altísima.
—¿Qué te pasa? —le preguntó, muy preocupada. Era evidente que se trataba de gripe, cuando no de algo peor. Era precisamente lo que su madre siempre temía Danielle Steel
que le pasase a ella. Pero Annabelle era joven y su resistencia a las enfermedades era excelente. Por el contrario, sobre todo desde hacía dos años, Consuelo se había vuelto muy frágil. La tristeza creciente por la pérdida familiar había mermado su juventud y su fortaleza.
—¿Cuánto hace que estás enferma? —La había visto apenas dos días antes y no tenía ni idea de que se encontrase mal. Consuelo había advertido a Blanche que no preocupara a su hija, pues estaba segura de que se pondría bien en cuestión de días.
—Desde ayer... —contestó su madre sonriéndole—. No pasa nada. Creo que cogí un poco de frío en el jardín el día de Navidad.
A Annabelle le parecía que su madre había cogido algo más que frío, y Blanche también estaba preocupada.
—¿Has llamado al médico? —preguntó Annabelle, y frunció el entrecejo cuando su madre negó con la cabeza—. Creo que deberías hacerlo.
Mientras lo decía, su madre empezó a toser y Annabelle se fijó en que tenía los ojos vidriosos.
—No quería molestarlo justo después de Navidad. Tiene cosas más importantes que hacer.
—No seas tonta, mamá —la reprendió con cariño Annabelle.
Salió de la habitación lentamente y fue a llamarlo por teléfono. Al cabo de unos minutos regresó al dormitorio con una sonrisa radiante que tenía más de voluntad que de sentimiento.
—Me ha dicho que vendrá enseguida.
Su madre no discutió con ella por haber llamado al médico, algo que también era inusual. Annabelle se dio cuenta de que debía de sentirse muy enferma. Y, a diferencia de cuando cuidaba con tanta diligencia a los enfermos de la isla de Ellis, se sentía impotente a los pies de la cama de su madre, y sin saber por qué le entró el pánico. No recordaba haberla visto nunca enferma. Y tampoco había oído que hubiese una epidemia gripal. El médico se lo confirmó en cuanto llegó a la casa.
—No tengo ni idea de cómo ha podido contraerla —dijo consternado—. He visto a unos cuantos pacientes con esta enfermedad durante las vacaciones, pero en su mayoría eran ancianos, que suelen ser más frágiles. Su madre todavía es joven y goza de buena salud —le aseguró a Annabelle. Estaba convencido de que Una buena mujer
Consuelo se sentiría mucho mejor al cabo de unos días. Así pues, le recetó unas gotas de láudano para ayudarla a dormir mejor, además de una aspirina para bajar la fiebre.
Sin embargo, a las seis de la tarde su madre estaba mucho peor, tanto que Annabelle decidió quedarse a pasar la noche con ella. Llamó a Josiah para comunicárselo y él se mostró muy comprensivo y le preguntó si había algo que pudiera hacer para ayudarla. Annabelle le aseguró que no y se reunió con su madre, quien había escuchado la conversación.
—¿Eres feliz con él? —le preguntó a su hija de pronto, una pregunta que Annabelle consideró muy extraña.
—Claro que sí, mamá. —Annabelle le sonrió y se sentó en una silla junto al lecho y alargó el brazo para darle la mano. Se quedó allí sentada, cogiéndola de la mano, igual que había hecho su madre cuando ella era una niña—. Lo quiero muchísimo —enfatizó—. Es un hombre maravilloso.
—Siento tanto que no tengáis hijos... ¿No ha pasado nada todavía?
Annabelle sacudió la cabeza con expresión seria y le dio la respuesta oficial.
—Tenemos tiempo.
Su madre confiaba en que no fuera una de esas mujeres incapaces de engendrar un hijo. Pensaba que sería una tragedia si no tenían descendencia, y Annabelle también lo creía así, aunque no quería reconocerlo ante su madre.
—Ahora lo importante es que te recuperes —dijo la joven para distraerla.
Consuelo asintió y, un ratito después, se acostó para intentar dormir. Parecía una niña, y ahora Annabelle era la adulta que se sentaba a su lado para velarla. La fiebre le subió aún más durante las horas siguientes, y a medianoche Annabelle empezó a cubrirle la frente con los paños húmedos que iba preparando Blanche.
Tenían muchas más comodidades a su disposición que cuando trabajaba en la isla de Ellis, pero nada servía de ayuda. Se pasó la noche en vela junto al lecho de su madre, con la esperanza de que la fiebre bajara por la mañana, pero no lo hizo.
Durante los tres días siguientes, el médico fue a verla a primera hora y antes de acostarse, pues Consuelo seguía empeorando. Era el caso más grave de gripe que el doctor había visto desde hacía mucho tiempo, y bastante peor del que había sufrido Annabelle hacía tres años, cuando se había perdido el fatídico viaje en el Titanic.
Josiah fue a hacer compañía a su suegra una tarde, para que Annabelle Danielle Steel
pudiera dormir unas cuantas horas en su antigua habitación. Había salido antes del banco para llegar pronto, y se sorprendió cuando Consuelo se despertó y lo miró con unos ojos claros y brillantes. Parecía mucho más alerta de lo que había estado el día anterior, y Josiah confiaba en que estuviera mejorando. Sabía lo angustiada que estaba Annabelle por su madre, y con razón. Consuelo estaba muy, muy enferma, y no era la primera vez que alguna persona moría por culpa de una gripe, aunque no había motivos para que algo así le ocurriera a ella, con tan buenos cuidados. Annabelle no se había apartado de ella ni un instante, salvo para dormir media hora suelta aquí y allá, aprovechando los momentos en que Blanche o Josiah se sentaban junto a su madre. Consuelo no se había sentido sola ni un minuto. Además, el médico continuaba visitándola dos veces al día.
—Annabelle te quiere muchísimo —le dijo Consuelo a Josiah en voz baja desde la cama, sonriéndole. Estaba muy débil y pálida, como los moribundos.
—Yo también la quiero mucho —le aseguró él—. Es una mujer extraordinaria, y una esposa fantástica.
Consuelo asintió con la cabeza y se quedó satisfecha de oírselo decir. Con demasiada frecuencia, tenía la sensación de que él la trataba más como a una hermana menor o a una niña, en lugar de como a una esposa o una mujer adulta.
Tal vez era su forma de comportarse, debido a que ella era mucho más joven que él.
—Tiene que descansar y ponerse bien —animó Josiah a su suegra, y ella perdió la mirada, como si supiera que en el fondo no importaba.
Entonces, lo miró a la cara con ojos intensos.
—Si me ocurre algo, Josiah, quiero que cuides bien de ella. Eres lo único que le queda. Y confío en que tengáis hijos algún día.
—Yo también —admitió él con afecto—. Sería una madre perfecta. Pero no debe decir esas cosas, seguro que se recupera.
Consuelo no parecía tan segura, y a Josiah le resultó evidente que la mujer creía que estaba en las últimas, aunque tal vez fuera solo miedo.
—Cuídala mucho —insistió la enferma, y entonces se le cerraron los ojos y volvió a conciliar el sueño.
No se despertó hasta que Annabelle regresó a la habitación una hora más tarde y le miró la fiebre. Para su desesperación, le había subido, y se lo comentó a su marido justo en el momento en que su madre abría los ojos.
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—¿Te encuentras mejor? —preguntó Annabelle con una amplia sonrisa, pero Consuelo sacudió la cabeza, y su hija tuvo la aterradora sensación de que estaba tirando la toalla. Hasta ese momento, nada de lo que habían hecho por ella había surtido efecto.
Entonces Josiah volvió al apartamento y le dijo a Annabelle que lo llamara por la noche si había algo que estuviera en su mano. Annabelle le prometió que lo haría y, en cuanto se marchó de la casa de los Worthington, a Josiah le asaltaron las palabras que había pronunciado Consuelo. Tenía la firme intención de cuidar de Annabelle. Y era plenamente consciente de ser lo único que le quedaba en el mundo a la joven, aparte de su madre. En cierto modo, en especial si esta moría, eso pesaba sobre él como una losa.
En Nochevieja el médico les dijo que Consuelo tenía neumonía. Era lo que había temido desde el principio. Era una mujer sana y aún no estaba entrada en años, pero la neumonía era una enfermedad grave y el médico tenía la sensación de que a Consuelo no le importaba demasiado despedirse de la vida, y todos sabían por qué. Parecía que se les escapara de entre los dedos y no pudieran ganar la batalla sin su colaboración. Necesitaban que pusiera de su parte, e incluso entonces no era seguro que el desenlace fuera positivo. Annabelle, que seguía sentada junto a la cama de su madre, estaba aterrada. El único momento en que parecía alegrarse un poco era cuando su madre se despertaba; entonces intentaba convencerla para que comiera y bebiera, y le aseguraba que pronto se pondría bien. Consuelo no hacía comentarios, apenas comía lo suficiente para su sustento y se veía devorada por la fiebre. Dejaba pasar un día tras otro, mientras la fiebre se negaba a rendirse. Blanche parecía tan devastada como Annabelle mientras corría con bandejas que llevaba a la habitación de su señora, y la cocinera intentaba preparar platos para todos.
Y el día 6 de enero Consuelo se marchó sin hacer ruido. Se fue a dormir al anochecer, después de un día largo y difícil. Por la tarde había cogido de la mano a Annabelle y habían hablado un buen rato. Consuelo le había sonreído antes de acostarse y le había dicho a Annabelle que la quería. La joven estaba dormitando en la silla, junto al lecho de su madre, cuando a las ocho, de repente, notó que algo había cambiado y se despertó sobresaltada. Miró la expresión inmóvil del rostro de la yacente y al instante supo que no respiraba. Annabelle suspiró. Por primera vez desde hacía dos semanas tenía la cara fría, de un frío nada natural. La fiebre la había abandonado y se había llevado consigo la vida de Consuelo. Annabelle intentó sacudirla para despertarla, pero vio que era inútil. Se arrodilló ante el lecho de muerte de su madre, abrazó su cuerpo inerte y arrancó en sollozos. Era el Danielle Steel
último adiós que no había sido capaz de decirles a su padre y a su hermano, y lloró desconsolada.
Blanche se la encontró allí un rato después, y también se echó a llorar. Le acarició con ternura el pelo a Consuelo y después apartó de allí a Annabelle, mientras le pedía a Thomas que fuese a avisar a Josiah. Al cabo de pocos minutos su marido se presentó e hizo todo lo que pudo para consolar a su mujer. Sabía perfectamente lo grande que sería la pérdida para ella, pues quería muchísimo a su madre.
El médico fue aquella misma noche para firmar el certificado de defunción, y por la mañana el encargado de la funeraria fue a amortajarla. Depositaron el cuerpo de Consuelo en el salón y lo rodearon de numerosas flores. Durante todo el proceso, Annabelle permaneció de pie, destrozada, mientras su marido le daba la mano.
A lo largo del día siguiente, muchos amigos fueron a darle el pésame después de haber leído en el periódico la impactante noticia de que Consuelo Worthington había muerto. Su casa volvió a sumirse en un profundo duelo, tan poco tiempo después de la doble pérdida ocurrida casi tres años antes. Annabelle se dio cuenta de que se había quedado huérfana, y, tal como le había dicho su madre a su esposo, Josiah era lo único que le quedaba en el mundo. Se aferró a este durante los días que siguieron como si ella fuera un náufrago y él un salvavidas, y tampoco se separó de él en el funeral de su madre, celebrado en la iglesia episcopal de St. Thomas. Su esposo le colocaba el brazo por encima de los hombros en todo momento, y fue fiel a su palabra: no se apartó de ella en ningún momento, e incluso durmió con su esposa en la estrecha cama de su habitación infantil, en la casa familiar. Annabelle no quería regresar al apartamento e insistía en que él se quedase con ella en la mansión de sus padres. Le propuso que se mudasen allí, donde sin duda estarían mucho más amplios y cómodos, pero él opinaba que sería lúgubre y resultaría demasiado duro para ella. De todas formas, no quiso llevarle la contraria en esos momentos. La pérdida era casi insoportable. Por suerte, Henry los acompañaba con frecuencia y también le servía de apoyo a Annabelle. A menudo, Josiah y él hablaban en voz baja hasta tarde en la biblioteca o jugaban a las cartas, mientras ella dormía en la cama, conmocionada y afligida por el dolor.
Transcurrió un mes entero antes de que Annabelle saliera de la casa. No había tocado ni una sola cosa del dormitorio de su madre. Toda la ropa de Consuelo seguía allí. Josiah tramitó la herencia a través del banco. Ahora la enorme fortuna de sus padres le pertenecía a ella, incluida la porción que habría sido para Una buena mujer
Robert. Era una mujer muy rica, aunque eso no le proporcionaba alivio alguno. No le importaba. Y aunque a Josiah se le partió el corazón cuando lo hizo, en marzo le comunicó una oferta de compra para la casa, en la que estaba interesada una familia que conocía a la de Annabelle. La joven estaba horrorizada y no quería ni oír hablar de la venta, pero su marido le dijo con cariño que no creía que ella pudiera volver a ser feliz allí. Había perdido a todos sus seres más queridos en aquella casa, y esta estaba llena de fantasmas para ella. Además, era una buena oferta, probablemente mejor de la que obtendrían si decidía venderla más adelante. Sabía que a su esposa le resultaría muy doloroso, pero él consideraba que debía hacerlo.
—Pero ¿dónde vamos a vivir? —preguntó ella con angustia—. Tu apartamento se quedará pequeño cuando formemos una familia, y yo no quiero comprar otra casa.
Estaba bastante decidida a rechazar la oferta, aunque también sabía que su marido tenía razón. Josiah y ella todavía necesitaban una casa, pero habían dejado de buscar el día en que Josiah le había confesado que no estaba preparado para tener hijos, y era cierto que lo único que vería en la mansión familiar serían las imágenes de sus padres y su hermano, todos ellos desaparecidos ya. Por mucho que la llenaran de niños, estos nunca compensarían del todo la tristeza que Annabelle sentía al recordar a sus difuntos.
Lo habló con Hortie, quien para entonces estaba embarazada de su tercer hijo y volvía a tener náuseas. Se quejó de que James la había convertido en una fábrica de engendrar hijos, pero sus problemas le parecían mínimos en esos momentos en comparación con los de Annabelle, e intentó aconsejarla con algo de sentido común. Pensaba que Josiah tenía razón: debían vender la mansión de los Worthington y comprar una casa nueva para los dos, que no tuviera malos recuerdos para Annabelle ni reminiscencias tristes.
A Annabelle se le rompió el corazón al hacerlo, pero al cabo de dos semanas accedió. Ni siquiera se imaginaba cómo podía despedirse de la casa en la que había sido tan feliz de niña, pero era cierto que ahora estaba teñida de pérdida y dolor.
Josiah prometió que se encargaría de todas las gestiones y le aseguró que encontrarían una casa que les convenciera o, de lo contrario, la mandarían construir. Sería un buen proyecto común. Todos los temas que pudiera haber pendientes entre ellos quedaron minimizados durante el período de duelo. A Annabelle ya no le preocupaba la familia que todavía no había fundado. No tenía ánimo para pensar en nada más que en su pena.
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Annabelle se pasó el mes de abril recogiendo la casa y enviando las pertenencias importantes a un guardamuebles. Sacó a subasta todo lo que no era de interés o valor para ella. Los sirvientes, Josiah y Henry se desvivían por consolarla, pero, aun así, Annabelle se pasaba varias horas al día llorando. No había vuelto a la isla de Ellis desde la muerte de su madre. Lo echaba tremendamente de menos, pero estaba demasiado ocupada cerrando la casa de sus padres. Los últimos objetos fueron enviados al guardamuebles en mayo, el día del segundo aniversario del compromiso de la pareja. Iba a vender la mansión en junio, y entonces se instalarían en la casita de Newport, que Annabelle insistió en mantener. Josiah y ella pasarían allí el verano.
Seis días después de que se despidiera de la casa familiar, los alemanes hundieron el Lusitania y mataron a 1.198 personas, en una desgracia marítima atroz que revivió todos los recuerdos del Titanic. Una vez más, la tragedia sacudió el mundo, además de llevarse a otro de los primos de su madre, Alfred Gwynne Vanderbilt, quien se había quedado rezagado para ayudar a otras personas a subir a los botes salvavidas, igual que habían hecho su padre y su hermano en el Titanic.
E igual que ellos, Alfred había perdido la vida cuando el barco explotó y se hundió en menos de veinte minutos. Dos semanas más tarde, Italia entraba en guerra y se unía a los Aliados. Y llegaban noticias terroríficas que aseguraban que estaban empleando gas nervioso en el frente, que provocaba daños insospechados en los hombres que lo inhalaban. Toda Europa vivía una agitación continua, que parecía reflejar la desesperación y la angustia que sentía la propia Annabelle.
Hasta que se marcharon a Newport en junio, Annabelle pasó el resto del mes de mayo en el piso de Josiah. Se llevó a Newport a Blanche y al resto de los criados que aún estaban a su servicio para que la ayudaran. A finales de verano, la mayor parte de ellos se irían a trabajar a otros lugares, y la vida tal como Annabelle la había conocido hasta entonces habría cambiado para siempre. Blanche y William, el mayordomo, se quedarían en Newport junto a unos cuantos sirvientes más y le harían compañía.
Josiah le había prometido que iría a reunirse con ella a mediados de junio, pues tenía previsto pedir unas vacaciones más largas de lo habitual, ya que sabía que Annabelle necesitaba tenerlo cerca. Parecía descorazonada cuando se marchó de la ciudad. El hogar familiar que tanto había amado ya estaba en otras manos.
Una vez en Newport, Annabelle hizo algunas visitas a Hortie, quien se había instalado allí con su madre, sus hijos y la niñera. Aunque solo estaba embarazada de seis meses, volvía a estar inmensa, pero ahora Annabelle se sentía tan decaída Una buena mujer
que no podía pasar demasiado tiempo seguido en su compañía. Desde la muerte de su madre, estaba triste y angustiada, y se le hacía muy duro encontrarse en Newport sin ella. En cierto modo, era como una repetición del verano posterior al hundimiento del Titanic. Así pues, se alegró mucho cuando llegó Josiah.
Decidieron quedarse en la casa de su madre y se alojaron en la habitación de soltera de Annabelle. Daban largos paseos tranquilos junto al mar. Él estaba casi tan pensativo y silencioso como ella, pero ella nunca le preguntaba por qué. Había aprendido que algunas veces él se ponía así, malhumorado e incluso abatido. De hecho, ninguno de los dos estaba de muy buen humor. La joven le preguntó cuándo iría a visitarlos Henry, con la esperanza de que eso animara a Josiah, pero él fue impreciso al respecto y dijo que no estaba seguro.
Josiah llevaba casi una semana en Newport cuando por fin se dirigió a Annabelle una noche, mientras estaban sentados junto a la chimenea, y le dijo que tenía que hablar con ella. La joven sonrió, preguntándose qué querría contarle. Su tema de conversación más recurrente esos días era la guerra. Pero en aquella ocasión él suspiró profundamente y ella vio que tenía los ojos llenos de lágrimas cuando volvió la cara para mirarla.
—¿Estás bien? —le preguntó Annabelle, de repente preocupada.
Josiah se limitó a sacudir la cabeza con lentitud. El corazón de la joven se hundió como una piedra en el río ante su respuesta: —No.
Danielle Steel