14

Annabelle y el sobrino del recepcionista del hotel, Jean-Luc, emprendieron el viaje a las seis de la mañana, en cuanto el sol salió en París. Hacía un día asombrosamente bello, pero el hombre le dijo que había estallado una batalla atroz en Champagne el día anterior, en la que todavía combatían. Dijo que era la segunda batalla que tenía lugar en ese enclave, y que ya habían muerto o resultado heridos ciento noventa mil soldados. Annabelle lo escuchaba con silencioso horror y pensaba en esa cifra tan astronómica. Era inconcebible.

Precisamente por eso estaba ella allí. Para ayudar a sanar a sus hombres y para hacer todo lo que pudiera por salvarlos, si es que era capaz de curarlos de algún modo, o por lo menos de consolarlos. Se había puesto un ligero vestido de lana de color negro, y botas y medias del mismo color. Llevaba todos sus libros de medicina en las maletas y también llevaba consigo un delantal blanco limpio, metido en el bolso. Era el que se ponía en la isla de Ellis, aunque allí lo combinaba con faldas y vestidos más vistosos y alegres cuando no estaba de luto como en esa época, debido a la trágica muerte de su madre. Casi todas las prendas que había llevado a Europa eran negras.

Tardaron tres horas por carreteras secundarias en llegar al hospital. Estas estaban en mal estado y presentaban profundos surcos, además de socavones por doquier. Nadie tenía tiempo de arreglarlas, ni había hombres para que lo hicieran.

Todos los varones no lisiados estaban en el ejército, y no quedaba nadie en las casas para reparar y mantener en pie el país excepto los ancianos, las mujeres, los niños y los hombres tullidos a quienes habían mandado de regreso a sus hogares.

A Annabelle no le importó que las abruptas carreteras hicieran saltar la camioneta de Jean-Luc, que, según le dijo, solía emplear para transportar aves de corral. La joven sonrió cuando vio que había plumas adheridas a sus maletas. Se descubrió mirándose las manos un momento y notó la estrecha marca que le había dejado el Danielle Steel

anillo de bodas en el dedo. Se sintió conmovida durante un momento. Se lo había quitado en agosto y todavía lo echaba de menos. Lo había dejado en el banco, dentro de la caja fuerte de las joyas, junto con el anillo de compromiso, que Josiah había insistido en que se quedara. Sin embargo, en esos momentos no tenía tiempo de pensar en esas cosas.

Pasaban unos minutos de las nueve cuando por fin llegaron a la abadía de Royaumont, un edificio eclesiástico del siglo XIII algo deteriorado. Era una estructura hermosa con arcos muy estilizados y una laguna debajo. Hervía de actividad. Había enfermeras con uniforme que empujaban a hombres en sillas de ruedas por el patio, otras entraban apresuradas en las distintas alas del centro, mientras que otros heridos se movían con ayuda de muletas o eran transportados en ambulancias conducidas por mujeres. Las que llevaban las camillas también eran mujeres. Allí no había nada más que mujeres trabajando, incluido el cuadro médico. Los únicos hombres que se veían eran los heridos. Bueno, al cabo de unos minutos vio a un médico que entraba a toda prisa por la puerta. Era una rareza en medio de aquella población femenina. Y como Annabelle miraba a su alrededor, sin saber hacia dónde ir, Jean-Luc le preguntó si deseaba que la esperara.

—Sí, por favor. Si no le importa... —dijo ella, abrumada por un momento, pero muy consciente de que, si no la admitían como voluntaria, ignoraba por completo adónde podría ir o qué otra cosa iba a hacer. Estaba decidida a quedarse en Francia para colaborar, a menos que fuera como voluntaria a Inglaterra. Lo que estaba claro era que, pasara lo que pasase, no pensaba volver a casa. Por lo menos, no durante una buena temporada, o tal vez nunca. No quería pensar en eso—.

Tengo que hablar con las encargadas para ver si quieren aceptarme —añadió en voz baja.

Y si no permitían que se quedara, necesitaría un lugar en el que alojarse. No le importaba dormir en una barraca o en un garaje si hacía falta.

Annabelle cruzó el patio y siguió los carteles que indicaban las distintas secciones del hospital instalado en la abadía, hasta que vio una flecha que señalaba hacia unas oficinas que había debajo de los arcos y en la que ponía «Administración».

Cuando entró, se encontró con una fila de mujeres detrás de un escritorio manejando documentos, mientras las conductoras de las ambulancias les entregaban solicitudes de admisión. Abrían historiales de todos los pacientes a quienes trataban, algo que no siempre se cumplía en los hospitales de campaña, donde en ocasiones tenían que trabajar bajo mucha mayor presión. Allí había una Una buena mujer

sensación de actividad frenética, pero al mismo tiempo se palpaba la claridad y el orden. Las mujeres del mostrador eran en su mayor parte francesas, aunque Annabelle oyó que varias eran inglesas. Y todas las conductoras de las ambulancias eran jóvenes francesas. Eran chicas del pueblo a quienes habían formado en la abadía, y algunas de ellas no parecían tener más de dieciséis años.

Todo el mundo tenía que colaborar. A sus veintidós años, Annabelle era bastante mayor que muchas, aunque no lo parecía. Sin duda era lo bastante madura para llevar a cabo ese trabajo si se lo permitían, y mucho más experimentada que la mayoría de las voluntarias.

—¿Con quién podría hablar sobre el voluntariado? —preguntó en un francés perfecto.

—Conmigo —contestó sonriendo una mujer que tendría más o menos su edad. Llevaba un uniforme de enfermera, pero trabajaba en la administración.

Como todas las demás, hacía turnos dobles. Algunas veces, las conductoras de ambulancia, o las doctoras y enfermeras de los quirófanos, tenían que trabajar veinticuatro horas seguidas. Hacían todo lo que era necesario. Y el ambiente era agradable, muy alegre y rebosaba energía. Annabelle estaba francamente impresionada.

—A ver, ¿qué sabes hacer? —le preguntó la joven del escritorio mirándola de arriba abajo.

Annabelle se había puesto el delantal para parecer más profesional. Con ese serio atuendo de luto, parecía una mezcla entre monja y enfermera, cuando en realidad no era ninguna de las dos cosas.

—Traigo una carta —dijo nerviosa, mientras la pescaba del bolso. Le preocupaba que no la admitieran. ¿Y si solo contrataban a enfermeras?—. He realizado tareas relacionadas con la medicina desde los dieciséis años, como voluntaria en distintos hospitales. He trabajado con inmigrantes en la isla de Ellis, en Nueva York, durante los dos últimos años, y he adquirido bastante experiencia en el tratamiento de enfermedades contagiosas. Antes de eso, había trabajado en el Hospital para el Tratamiento de los Lisiados de Nueva York. Supongo que eso estará más relacionado con lo que hacen aquí... —añadió Annabelle, casi sin aliento pero esperanzada.

—¿Tienes formación médica? —quiso saber la joven enfermera cuando leyó la carta de recomendación del médico de la isla de Ellis. La había halagado mucho y decía que era la ayudante médica sin formación más habilidosa que había tenido jamás, mejor que muchas enfermeras e incluso que algunos médicos. Annabelle se Danielle Steel

había sonrojado al leerla.

—En realidad, no —contestó Annabelle con sinceridad, reconociendo su falta de estudios. No quería mentirles y fingir que sabía hacer cosas que desconocía—. Pero he leído muchos libros sobre medicina, sobre todo acerca de enfermedades contagiosas, cirugía ortopédica y heridas gangrenosas.

La enfermera asintió y la miró con atención. Le caía bien. Parecía impaciente por empezar a trabajar, como si aquella labor significara mucho para ella.

—Caray, menuda carta de recomendación —dijo con admiración—.

Supongo que eres de Estados Unidos...

Annabelle asintió. La otra joven era británica, pero hablaba un francés perfecto, sin rastro de acento inglés. El francés de Annabelle también era bueno.

—Sí —dijo ella como respuesta a la pregunta sobre su nacionalidad—.

Llegué ayer.

—¿Por qué has venido aquí? —preguntó curiosa la enfermera, tras lo cual Annabelle vaciló y se ruborizó mientras sonreía con timidez.

—Por vosotras. El médico de la isla de Ellis que escribió mi recomendación me habló de este hospital. Cuando lo oí, me pareció fantástico, así que se me ocurrió venir a ver si podía aportar mi granito de arena. Haré cualquier cosa que me manden. Poner cuñas a los enfermos, limpiar palanganas del quirófano, lo que sea.

—¿Sabes conducir?

—Todavía no —contestó Annabelle con timidez. Siempre la había llevado el chófer—. Pero puedo aprender.

—Admitida —se limitó a decir la enfermera británica.

No hacía falta ponerla a prueba con una carta de recomendación como aquella, y saltaba a la vista que tenía madera. Su cara estalló en una amplia sonrisa cuando la mujer de detrás del escritorio dijo la palabra. Era el propósito de su viaje a Francia. Había valido la pena la travesía larga, solitaria y aterradora que había realizado, a pesar de los campos de minas y los submarinos enemigos, y a pesar de sus propios temores por culpa del Titanic.

—Preséntate en el Pabellón C a las trece horas.

Faltaban veinte minutos.

—¿Hace falta uniforme? —preguntó Annabelle todavía con la sonrisa en la Una buena mujer

cara.

—Así estás bien —contestó la enfermera mirándole el delantal. Y entonces se le ocurrió algo—. ¿Tienes alojamiento? ¿Sabes dónde vas a dormir?

Intercambiaron una sonrisa.

—Aún no. ¿Podría quedarme en alguna habitación del hospital? Dormiré donde sea. En el suelo, si es preciso.

—No le digas eso a nadie —le advirtió la enfermera—, o te tomarán la palabra. Aquí las camas van muy escasas y cualquiera estaría encantada de quitarte la tuya. La mayoría compartimos cama, me refiero a que utilizamos la misma que otras personas que tienen turnos laborales diferentes. Quedan algunas libres en las antiguas celdas de las monjas, y hay un dormitorio en el monasterio, pero está bastante abarrotado. Yo en tu lugar cogería una de las celdas, o preguntaría si alguien quiere compartirla contigo. Indaga por ahí. Seguro que alguien te acoge.

Le dijo en qué edificio se hallaban y, a la carrera, Annabelle fue en busca de Jean-Luc. Su misión había sido un éxito, iban a permitirle que trabajara allí. Le costaba creer la buena suerte que había tenido y seguía sonriendo cuando encontró a Jean-Luc, de pie junto a su furgoneta de reparto de pollos, tanto para vigilarla como para que ella lo viera fácilmente. Los vehículos escaseaban y tenía pavor a que alguien se lo robara con el fin de utilizarlo de ambulancia.

—¿Se queda? —le preguntó cuando vio que la joven se le acercaba con una sonrisa.

—Sí, me han aceptado —dijo ella, aliviada—. Empiezo a trabajar dentro de veinte minutos y todavía tengo que encontrar habitación.

Metió los brazos en la parte posterior de la camioneta, sacudió las plumas de las maletas y las sacó. Él se ofreció a llevárselas, pero ella pensó que sería mejor que lo hiciera por sí misma. Volvió a darle las gracias y se despidió, pues ya le había pagado por la mañana. Él la abrazó con afecto, la besó en las mejillas, le deseó buena suerte, se metió en el vehículo y se marchó.

Annabelle se dirigió a la abadía cargando con las maletas y encontró la zona en la que la enfermera le había dicho que estaban las antiguas celdas de las monjas.

Había filas y filas de celdas, todas ellas oscuras, pequeñas, mohosas y con aspecto de ser tristemente incómodas, con un mugriento colchón en el suelo y una colcha, en muchos casos sin sábanas. Solo unas pocas tenían ropa de cama y Annabelle supuso, acertadamente, que las mujeres alojadas en ellas habían traído sus propias Danielle Steel

sábanas. Había un cuarto de baño comunitario cada cincuenta celdas más o menos, pero Annabelle dio gracias al saber que por lo menos contaría con un aseo en el interior del edificio. Era evidente que las monjas no vivían con ninguna clase de lujo ni comodidad, ya fuera en el siglo XIII o en tiempos recientes. La abadía había sido comprada a la orden religiosa hacía muchos años, a finales del siglo anterior, y ya era propiedad privada cuando Elsie Inglis la había solicitado para convertirla en hospital. Era un edificio antiguo precioso, y, aunque no estaba en las mejores condiciones, resultaba perfecto para sus propósitos. Era el hospital ideal para todas ellas.

Mientras Annabelle miraba a su alrededor, una joven salió de una de las celdas. Era alta y delgada y parecía claramente inglesa, con la piel pálida y el pelo tan moreno como rubio era el de Annabelle. Vestía uniforme de enfermera y sonrió a la recién llegada con una expresión azorada. Parecía una niña. La afinidad entre ambas fue instantánea.

—No es precisamente el Claridge’s —dijo con el acento propio de las clases altas británicas, porque había adivinado al instante que Annabelle pertenecía a su mismo entorno. Era algo que se percibía aunque no se viera, pero ninguna de las dos jóvenes estaba impaciente por anunciar a los cuatro vientos su sangre azul.

Habían ido allí a trabajar de sol a sol, y estaban encantadas de estar en la abadía—.

Supongo que buscas habitación —le dijo la chica antes de presentarse—. Soy Edwina Sussex. ¿Sabes qué turno te ha tocado?

Annabelle le dijo cómo se llamaba y añadió que no conocía aún su turno.

—Todavía no sé qué querrán que haga. Me han dicho que tengo que presentarme en el Pabellón C dentro de diez minutos.

—Pues qué suerte. Es uno de los pabellones quirúrgicos. No eres aprensiva, ¿verdad?

Annabelle sacudió la cabeza, mientras Edwina le explicaba que ya había dos chicas con quienes compartía la celda, pero le señaló la que había en la puerta contigua y dijo que la que se alojaba allí se había marchado a casa el día anterior porque su madre estaba enferma. Era evidente que nadie estaba tan lejos de su hogar como Annabelle. Las chicas de Gran Bretaña podían ir a visitar a su familia sin problemas y regresar al cabo de un par de días, si era necesario, aunque cruzar el canal de la Mancha tampoco era fácil en aquella época. De todas formas, nada era tan peligroso como atravesar el Atlántico. Annabelle le contó que había llegado de Estados Unidos el día anterior.

Una buena mujer

—Qué valiente —contestó Edwina con admiración.

Las dos jóvenes eran exactamente de la misma edad. Edwina dijo que se había comprometido con un joven que por entonces estaba luchando en la frontera italiana, a quien no veía desde hacía seis meses. Mientras se lo contaba, Annabelle dejó las maletas en la celda contigua a la suya. Era tan pequeña, oscura y fea como las otras, pero no le importó, y Edwina dijo que no pasaban ni un momento en las celdas, salvo para dormir.

Annabelle apenas tuvo un minuto para dejar el equipaje y correr escaleras abajo para encontrar el Pabellón C. Y tal como le había informado Edwina, cuando llegó vio que se trataba de un enorme pabellón quirúrgico. Había una sala gigantesca con aspecto de haber sido una capilla en otra época, abarrotada con unas cien camas. La habitación no tenía calefacción y los hombres estaban cubiertos con varias mantas para intentar que entraran en calor. Sus dolencias eran muy variadas, aunque muchos habían perdido alguna extremidad en un bombardeo o habían tenido que amputársela en el quirófano. La mayor parte de ellos gemía, algunos lloraban y todos estaban muy enfermos. Varios deliraban por culpa de la fiebre y, mientras Annabelle recorría el pabellón en busca de la jefa de enfermería para presentarse, fueron muchas las manos que se agarraron a su vestido. Además de la estancia principal había otras dos salas grandes que servían de quirófanos, donde oyó gritar a más de un hombre. Era una escena impresionante; si Annabelle no hubiese desempeñado su trabajo como voluntaria en los anteriores seis años, a buen seguro se habría desmayado al instante. Sin embargo, parecía serena mientras recorría la sala y pasaba por delante de decenas de camas.

Encontró a la jefa de enfermería cuando salía de uno de los quirófanos improvisados, con aspecto frenético y sujetando una palangana con una mano dentro. Annabelle le contó que acababa de entrar a trabajar allí. La enfermera jefe le alargó la palangana y le dijo dónde debía desechar el contenido. Annabelle no titubeó y, en cuanto regresó a su puesto, la enfermera la puso a trabajar durante las siguientes diez horas. Annabelle no paró ni un segundo. Fue su prueba de fuego y, cuando terminó, se había ganado el respeto de la enfermera de mayor edad.

—Servirás —le dijo la mujer con una fría sonrisa, y alguien comentó que había trabajado con la doctora Inglis en persona, quien ya había regresado a Escocia para entonces. Tenía intención de abrir otro hospital en Francia.

Cuando Annabelle volvió por fin a su celda, ya era medianoche. Se sentía demasiado agotada para deshacer las maletas, e incluso para desvestirse. Tal cual Danielle Steel

estaba, se tumbó en el colchón, se tapó con la colcha y cinco minutos más tarde estaba profundamente dormida con el semblante lleno de paz. Sus oraciones habían sido escuchadas. Y en ese momento se sintió como en casa.

 

Una buena mujer