13

Annabelle regresó a Nueva York la primera semana de septiembre y pidió a Blanche, a William y a unos cuantos sirvientes más que se quedaran en la casa de Newport. Había dejado de ser la casa de sus padres, ahora era suya. Se llevó a Thomas consigo a Nueva York, aunque tenía intención de vender todos los coches de su padre, salvo uno.

Se instaló en el apartamento de Josiah; era consciente de que tenía que buscar casa, pero no se le ocurría por dónde empezar o cómo hacerlo, y además sabía que Josiah iba a tardar en volver, eso si volvía. Le había dicho que Henry y él pasarían muchos meses fuera, o incluso más tiempo, y lo cierto era que no había oído nada de su ex marido desde que se había marchado a México. La había abandonado de la noche a la mañana, igual que todos los demás. Y Josiah pensaba que lo había hecho por el bien de Annabelle...

La joven retomó su labor en la isla de Ellis mientras intentaba aclarar las ideas. Seguía llegando gente de Europa a pesar de que los británicos habían bombardeado el Atlántico y los alemanes seguían hundiendo barcos. Y, precisamente, mientras charlaba con una mujer francesa un día acerca de sus experiencias, fue cuando Annabelle supo qué debía hacer. Era la única cosa que se le ocurría, y tenía mucho más sentido que quedarse en Nueva York para ver cómo la despreciaban todos sus conocidos. No le importaba morir mientras cruzaba el Atlántico, ni perecer una vez que estuviera en Europa. De hecho, habría aceptado gustosa tal liberación del destino al que Josiah la había condenado, aun sin proponérselo, mediante el divorcio.

Habló con distintas personas de la isla de Ellis acerca de sus intenciones. El médico con el que había trabajado le preparó una carta de recomendación en la que detallaba sus habilidades, que Annabelle confiaba en poder emplear en un Danielle Steel

hospital de Francia. El médico le habló de un hospital que habían instalado en una abadía en Asnières-sur-Oise, cerca de París, en el que trabajaban únicamente mujeres. Lo había abierto el año anterior una escocesa, la doctora Elsie Inglis, quien había propuesto la misma iniciativa en Inglaterra pero no había obtenido autorización para llevarla a cabo. El gobierno francés la había recibido con los brazos abiertos, así que ella se había puesto manos a la obra y había adaptado personalmente la abadía para convertirla en un hospital. Luego había contratado a un equipo casi totalmente femenino, tanto para el ejercicio de la medicina como para la enfermería, a excepción de unos cuantos cirujanos, que eran hombres. El médico y amigo con el que Annabelle trabajaba en la isla de Ellis la había animado a que fuese allí en cuanto le había contado sus planes.

Elsie Inglis era una mujer sufragista y adelantada a su tiempo, que había estudiado en la facultad de medicina de la Universidad Femenina de Edimburgo.

Había montado su propia escuela de medicina y había dado clases en el Nuevo Hospital para Mujeres. El médico que había dado referencias a Annabelle para que fuese a su encuentro estaba convencido de que cualquier centro médico que Inglis dirigiera contaría con los últimos avances técnicos y tendría una gestión impecable.

Había conseguido poner en funcionamiento el hospital de la abadía de Royaumont en diciembre de 1914, justo después del estallido de la guerra. Y por las noticias que le habían llegado al médico de la isla de Ellis, su centro estaba realizando una labor fantástica en el cuidado de los soldados heridos que eran trasladados desde los hospitales de campaña que había cerca del frente. Todo lo que Annabelle oyó al respecto la convenció de que era allí donde quería estar; además, era muy probable que la recibieran con una sonrisa. No le importaba si la mandaban conducir una ambulancia o trabajar en el hospital. Estaba más que dispuesta a hacer cualquier cosa para echar una mano.

No tenía motivos para quedarse en Estados Unidos. No tenía hogar, ni familia, ni marido, e incluso su mejor amiga le había dicho que no podía volver a verla. Los amigos de sus padres y los de Josiah se quedarían todavía más escandalizados con la noticia. Y como él se había marchado de la ciudad, todo el mundo daría por hecho que Annabelle le había roto el corazón. La desgracia había caído sobre ella de todas las formas posibles, y nadie sabría jamás la verdad de lo que había ocurrido. No tenía absolutamente ningún motivo para quedarse y todos los posibles para marcharse.

Annabelle dedicó los días siguientes a empaquetar todo lo que deseaba guardar almacenado, además de a tramitar un pasaporte nuevo, pues hacía seis años que no viajaba, desde que tenía dieciséis. Reservó una plaza en el Saxonia, que Una buena mujer

viajaba a Francia, y compró ropa gruesa y resistente, que le sería muy útil una vez allí. Ya no le hacían falta los volantes ni los vestidos de fiesta. Asimismo, dejó todas sus joyas y las de su madre en una caja fuerte en el banco de su padre, y realizó diversas gestiones bancarias para asegurarse la liquidez cuando estuviera en Europa. No le dijo a nadie lo que iba a hacer, y a finales de septiembre regresó a Newport para despedirse de Blanche y del resto del servicio. Quedaban cinco sirvientes en la casa, que pasarían allí el invierno con el fin de cuidarla y atender los terrenos. Eran suficientes, teniendo en cuenta el tamaño de la propiedad, pero no eran demasiados. Le contó a Blanche lo que pensaba hacer y le confesó que era posible que tardase mucho tiempo en regresar.

La anciana lloró por todo lo que había ocurrido y se lamentó del destino de su joven señora. No quería ni pensar en las cosas terribles que podían acontecerle en Francia. Todos eran conscientes de que tal vez no sobreviviera a la travesía, teniendo en cuenta los campos de minas y los submarinos alemanes que peinaban los mares. Blanche también era plenamente consciente de que a Annabelle aquello no le importaba en absoluto. No tenía nada que perder y nadie por quien vivir. Por lo menos, en el frente, tendría un objetivo en la vida. Pensaba llevarse todos sus libros de medicina, pues creía que podría necesitarlos. Cuando se marchó de Newport dos días más tarde, todos lloraron a lágrima viva mientras se despedían, preguntándose si volverían a verla algún día.

Una vez de vuelta en Nueva York, Annabelle fue a decir adiós a los médicos y enfermeras con quienes había trabajado en la isla de Ellis, y también se despidió de sus pacientes favoritos, en especial de los niños. Todos se entristecieron mucho al saber que se iba, aunque ella no les contó por qué. Solo informó al jefe del departamento médico de que se marchaba de voluntaria a un hospital de campaña en Francia. Le rompía el corazón dejar atrás la isla de Ellis.

Para entonces, ya había mandado a un guardamuebles todas las posesiones que compartía con Josiah, y lo único que le quedaba eran las maletas que iban a acompañarla, en las que había metido las prendas gruesas que había comprado para el viaje, algunas chaquetas de invierno y varios abrigos. Había conseguido introducirlo todo en tres maletas grandes, y tenía intención de quedarse en el camarote durante la travesía, así que no incluyó ningún vestido de noche en el equipaje. Había renovado el pasaporte y había reservado el billete con su nombre de soltera, en lugar de con el apellido de Josiah. En su último día en Nueva York, dio un paseo muy largo, hasta llegar a casa de sus padres. Era la única cosa de la que todavía no se había despedido. Permaneció frente a la mansión por unos instantes, pensando en todo lo que había perdido y, mientras estaba allí, vio que Danielle Steel

uno de sus antiguos vecinos salía del coche, se fijaba en ella y la miraba con maldad. Le dio la espalda sin saludarla siquiera, subió los peldaños que conducían a su hogar y cerró la puerta con firmeza después de entrar. Mientras regresaba andando al apartamento de Josiah y reflexionaba sobre el episodio, lo único que consiguió Annabelle fue afianzar su decisión. Ya no le quedaba nada en Nueva York.

 

Thomas llevó a Annabelle en coche al muelle de Cunard a la mañana siguiente, con tiempo de sobra para meter las tres modestas maletas a bordo. El Saxonia era un barco grande de quince años de antigüedad pensado para pasajeros y mercancía, con cuatro palos imponentes y una chimenea altísima. Lo que primaba en la embarcación era el tamaño y no la velocidad, así que recorrería el Atlántico a quince nudos. No era un barco lujoso, pero sí cómodo, y salía muy rentable a la compañía de transportes gracias a las mercancías, que reducían la zona de pasajeros de forma considerable. La primera clase había sido eliminada por completo desde el estallido de la guerra. No era ni la mitad de prestigioso que los otros barcos en los que había viajado Annabelle con anterioridad acompañada de sus padres, pero no le importaba, y eligió uno de los camarotes más amplios de segunda clase.

Dos marineros jóvenes la acompañaron a su camarote y Thomas le dio un cálido abrazo cuando se despidió de ella. Iba a dejar el coche de su padre en un aparcamiento alquilado hasta que se cumplieran las instrucciones que tenía el banco de venderlo. Thomas ya había empezado a buscar otro empleo, pues Annabelle ignoraba cuándo iba a regresar.

Se quedó de pie en el muelle, saludándola con la mano mientras el barco se alejaba lentamente de los amarres, hasta que desapareció de su vista al cabo de media hora. Las personas que iban a bordo tenían el semblante serio, pues conocían los riesgos que corrían al aventurarse en el Atlántico. Quienes viajaban en esa época tenían buenos motivos para hacerlo. Ya nadie surcaba esas aguas por placer. Era demasiado peligroso con toda Europa en guerra.

Annabelle permaneció en la cubierta hasta que dejaron atrás la estatua de la Libertad. Se despidió de la isla de Ellis y sintió que se le desgarraba el corazón, y entonces se metió en su camarote. Tomó uno de los libros sobre medicina y empezó a leerlo, procurando no pensar en lo que ocurriría si los torpedeaban. Era el primer viaje transoceánico que hacía desde que su padre y su hermano habían Una buena mujer

perecido en el Titanic, y se puso tensa cuando oyó cómo gruñía el barco, pues se preguntaba a qué distancia de las aguas estadounidenses se hallarían los submarinos y si los atacarían o no. Todos los pasajeros del barco pensaban en lo mismo.

Cenó sola en su cabina y por la noche se tumbó en el catre, totalmente despejada. Empezó a preguntarse si llegarían sanos y salvos, y qué se encontraría cuando atracaran en Francia. Tenía intención de desplazarse hasta la zona en la que le habían dicho que su ayuda sería más requerida. Como Estados Unidos no participaba en la guerra, Annabelle no había tenido opción de presentarse como voluntaria en representación de su país, a pesar de que sabía que sus primos Astor habían financiado un hospital de campaña y que uno de sus primos por la parte de los Vanderbilt había ido de voluntario a la contienda. No obstante, después de que se propagara la noticia del divorcio, no se atrevía a contactar con ellos. Tendría que buscar su propio camino cuando llegara a Francia. Allí averiguaría qué le esperaba.

Una vez instalada en el hospital al que se dirigía, haría cualquier tarea que le asignasen. Estaba dispuesta a aceptar las labores más insignificantes, pero, por lo que había oído, las trincheras estaban llenas a rebosar y los hospitales todavía más repletos de heridos. Estaba segura de que alguien la pondría a trabajar al instante, si lograban sobrevivir a la travesía.

Había aprendido una barbaridad de los médicos y enfermeras de la isla de Ellis, y continuaba estudiando sus libros de medicina todos los días. Además, aunque no le dejasen hacer nada más que conducir una ambulancia, por lo menos sabía que sería de más utilidad que en Nueva York, donde tendría que esconderse de las miradas de todo un universo de personas en otro tiempo afectuosas, del que ahora la habían excluido.

Aunque Josiah lo había hecho con buena intención, lo cierto era que toda la respetabilidad, la reputación, el decoro y la capacidad para rehacer la vida de Annabelle habían quedado destrozados por el divorcio. Él no se lo había planteado. Para ella era como estar condenada por un delito imperdonable. Y la sentencia sería a cadena perpetua, pues nadie tendría dudas de su culpabilidad.

Aun así, bajo ningún concepto se atrevería a divulgar el secreto de Josiah. Lo amaba demasiado para hacerle eso y lo que él escondía era mucho más escandaloso que el divorcio. La revelación de su larga historia de amor con Henry y de la sífilis que habían contraído habría hecho que la gente lo dilapidara.

Annabelle no podía hacerle eso. Seguía queriéndolo, de modo que se llevaría el secreto a la tumba. Sin proponérselo, él la había sacrificado.

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Le parecía un alivio viajar a Francia, donde nadie la conocería. Al principio no sabía si era mejor decir que era viuda o que nunca había estado casada. Pero si alguien conocía a Josiah, cosa que podía ocurrir incluso en Europa, sabrían que estaba vivo y que ella era una mentirosa, una acusación que sumaría a todo lo demás. Al final, decidió que diría que nunca se había casado. Era más sencillo así, por si daba con alguien que conociese a Josiah. Volvía a ser Annabelle Worthington, como si los dos años vividos con él no hubieran transcurrido nunca, aunque sí lo habían hecho y ella había llegado a amarlo profundamente. Tanto que le perdonaba las debilidades que no podía evitar y la enfermedad que terminaría con su vida.

Mientras el barco navegaba sin problemas durante la primera noche de travesía, Annabelle se planteó que a lo mejor moría en Francia y así no tenía que sufrir otra pérdida y otro duelo. Sabía que, incluso después del divorcio, se le rompería el corazón otra vez cuando él muriese. Lo único que deseaba era una vida con él, un matrimonio feliz y unos hijos. Hortie no sabía la suerte que tenía de contar con un marido normal, y todos esos niños. Además, en esos momentos Annabelle ni siquiera la tenía a ella. La habían repudiado y abandonado todos sin excepción. El rechazo de Hortie era el que más le había dolido después del de Josiah. Y lo que todo ello significaba para Annabelle: mientras el Saxonia avanzaba con cautela por el Atlántico rumbo a Francia, la joven se hallaba total y absolutamente sola en el mundo. Era un pensamiento aterrador para una muchacha que había estado protegida toda su vida, primero por su familia y después por su marido. Y ahora todos ellos se habían esfumado, junto con su buen nombre y su reputación. Siempre sería tildada de adúltera. Cuando volvió a pensar en eso, las lágrimas le resbalaron de los ojos y mojaron la almohada.

Esa noche el barco navegó sin complicación. Habían duplicado el personal de vigilancia para controlar que no hubiera ninguna mina en su senda. Era imposible saber dónde podían estar escondidas, o lo mucho que se atreverían a acercarse a aguas estadounidenses los submarinos alemanes. Habían realizado un simulacro de desalojo en los botes salvavidas una hora después de salir del muelle.

Todo el mundo sabía a qué bote debía dirigirse y contaba con un chaleco salvavidas, que habían dejado bien visible en cada camarote. En épocas de paz, los chalecos salvavidas se almacenaban en un lugar mucho más discreto, pero desde el hundimiento del Lusitania en mayo, la línea de transportes de Cunard no quería arriesgarse. Preferían tomar cualquier precaución a su alcance en pro de la seguridad, aunque con ello consiguieran tensar todavía más el ambiente dentro del barco.

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Annabelle no hablaba con nadie. Había mirado la lista de pasajeros y había visto que había dos conocidos de sus padres a bordo. Teniendo en cuenta la marea de escándalos que había despertado en Nueva York su divorcio de Josiah, no tenía el menor deseo de encontrárselos y arriesgarse a que le hicieran un desplante, o algo peor. Prefería quedarse en su camarote la mayor parte del día y salir a dar un paseo en solitario por la cubierta al caer la noche, mientras los demás pasajeros se cambiaban para ir a cenar. Después, cenaba sola en la cabina. A pesar de todos los libros que había llevado consigo para distraerse, tenía muy presente el fallecimiento de su padre y su hermano en el Titanic. Y los relatos que le habían llegado del hundimiento del Lusitania eran casi peores. Se pasaba casi todo el día tensa y ansiosa, aunque consiguió estudiar mucho durante sus largas horas de vigilia.

La camarera asignada a su camarote intentaba por todos los medios que fuera a cenar al salón del barco, pero era en vano. Y el capitán la había invitado a sentarse a su mesa para cenar la segunda noche de travesía. Era un honor que la mayor parte de los pasajeros habrían recibido con entusiasmo, pero Annabelle le envió una nota pidiendo disculpas por rechazar la invitación, alegando que no se encontraba bien. El mar había estado revuelto ese día, así que era plausible que, si no había viajado mucho en barco, se hubiese mareado (lo cual no era el caso). Se encontró de maravilla durante todo el trayecto.

Tanto el camarero como la camarera que la atendían se preguntaban si estaría recuperándose de algún tipo de pérdida. Era hermosa y joven, pero muy solemne, y se fijaron en que vestía siempre de negro, pues todavía estaba de luto por la muerte de su madre. Dudaban si sería viuda o habría perdido un hijo. Era evidente que algo grave le había ocurrido. Parecía una figura trágica y romántica cuando contemplaba el atardecer durante sus paseos. Se quedaba de pie en la cubierta mirando el mar, pensando en Josiah, y se preguntaba si volvería a verlo algún día. Intentaba no pensar en Henry, para no odiarlo.

Con frecuencia, cuando volvía a su camarote, que constaba de una amplia salita y de un dormitorio, tenía aspecto de haber llorado. Muchas veces se ponía un velo para esconder el rostro, que quedaba todavía más oculto gracias a los grandes sombreros que se calaba. No deseaba en absoluto que la reconocieran, ni que la vieran siquiera. Estaba desapareciendo de su mundo, despojándose del caparazón protector que en otra época había lucido y de la identidad que había formado parte indisoluble de su vida. Deseaba desprenderse de todas esas cosas familiares que le daban seguridad, para desvanecerse en una vida de servicio en el frente. Eso era lo único que deseaba en estos momentos.

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Se sobresaltó al caer en la cuenta de que, aparte de la casita de verano de sus padres en Newport, no tenía otro hogar. Casi todas sus pertenencias estaban en el guardamuebles, y el resto lo llevaba en aquellas tres maletas, que podía transportar ella sola. No llevaba ni un solo baúl para ropa, cosa de lo más extraña, tal como había comentado la camarera al sobrecargo, para una mujer de su categoría.

Incluso desprovista de los abrigos de pieles, de las joyas y de los vestidos de gala, por su forma de hablar y sus modales, por su porte y sus movimientos, era fácil ver que Annabelle provenía de una buena familia. Y al ver la aflicción que reflejaban sus ojos en todo momento, la joven doncella sintió pena por ella. Tenían casi la misma edad, y Annabelle siempre era muy amable con la empleada.

El cuarto día de navegación, en el que ya se aproximaban a Europa, el barco aminoró la marcha de forma brusca. Apenas se desplazaban por las aguas, porque el capitán de ese turno de vigilancia había visto algo sospechoso y le preocupaba que pudiese haber un submarino alemán en las inmediaciones. Todos los pasajeros se alarmaron y algunos se pusieron el chaleco salvavidas, aunque no había sonado la sirena. Por primera vez, Annabelle salió a cubierta a plena luz del día para ver qué pasaba. Uno de los oficiales se lo explicó con tranquilidad y se quedó prendado de la belleza de la joven, escondida tras el sombrero y el velo. Se preguntó si sería una actriz famosa, que viajaba de incógnito, o alguien conocido.

Vestía un traje negro hecho a medida y, cuando se quitó uno de los guantes, el marinero se dio cuenta de que tenía las manos finísimas. La tranquilizó y Annabelle, que deseaba apartarse de los grupitos de personas que charlaban o jugaban a las cartas sentadas en la cubierta, decidió dar un breve paseo por el barco, y después regresó a su habitación.

El joven oficial llamó a su puerta esa misma tarde y Annabelle abrió con cara de sorpresa. Tenía un libro en la mano y la melena larga y rubia le caía por los hombros. Parecía una chiquilla, y el hombre se admiró aún más de lo guapa que era. Se había quitado el traje de chaqueta y vestía una blusa negra y una falda larga también negra. Igual que la camarera, sospechaba que era una viuda joven, pero no tenía la menor idea de por qué viajaba a Europa. Le dijo que quería asegurarse de que Annabelle estaba bien, pues la había visto preocupada por la mañana y seguían desplazándose a poca velocidad. Ella le confirmó con una sonrisa tímida que se encontraba bien. Él bajó la mirada para ver qué leía y se sorprendió al descubrir de qué se trataba. Era un libro de medicina del doctor Rudolph Virchow, y vio tres tomos más del doctor Louis Pasteur y del doctor Claude Bernard, las eminencias médicas del momento, en la mesa que había detrás de la joven. Eran sus libros sagrados.

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—¿Estudia medicina? —preguntó con inusitada admiración.

Era muy peculiar que una mujer leyera esos libros, y se preguntó si sería enfermera. Aunque parecía poco probable, teniendo en cuenta su evidente estatus social.

—Sí... No... Bueno, no exactamente —contestó ella algo azorada—. Me gusta leer sobre medicina. Es mi pasión.

—Mi hermano es médico —dijo él orgulloso—. Él es el listo de la familia. Mi madre es enfermera.

Se quedó quieto un momento, buscando excusas para seguir hablando con ella. Había algo increíblemente misterioso en esa mujer y no podía evitar preguntarse qué la había llevado a viajar a Francia. Tal vez tuviera familia allí. En esa época, cada vez escaseaban más las mujeres que viajaban solas en barco.

—Si hay algo que pueda hacer por usted, señorita Worthington, no dude en decírmelo.

Ella asintió, sorprendida de que la llamaran por su nombre de soltera por primera vez en dos años. Todavía no se había acostumbrado. Era como retroceder a la infancia y viajar en el tiempo. Con lo mucho que se enorgullecía de que la llamaran señora Millbank... La entristecía volver a apellidarse Worthington, como si ya no mereciese el apellido de Josiah. Ambos habían acordado que ella recuperase el nombre de soltera. Josiah habría podido solicitar al tribunal que le permitieran mantener el de él, pero los dos consideraban que era mejor si no lo hacía. A Annabelle le resultaría más fácil empezar de cero con su propio apellido, aunque todavía echaba de menos el de su marido.

—Muchas gracias —contestó ella con educación.

Él hizo una reverencia, y Annabelle cerró la puerta y retomó la lectura. No volvió a abandonar el camarote hasta el anochecer. Estaba impaciente por llegar.

Estar confinada en su cabina todo el tiempo hacía que el trayecto pareciese muy largo. Y como habían aminorado tanto la marcha, tardarían un día más en atracar, pero todo el mundo coincidía en que era mejor ser cautelosos y tomar precauciones, aunque eso implicase retrasarse.

El día siguiente fue todavía más estresante que el anterior. Los vigilantes del turno matutino habían avistado un campo de minas a lo lejos, por estribor. Esta vez sí sonaron las sirenas y todo el mundo salió a la cubierta para que la tripulación explicara qué ocurría. Los pasajeros aparecieron con los chalecos salvavidas puestos y la tripulación les aconsejó que se los dejaran durante todo el Danielle Steel

día. Annabelle había salido del camarote sin sombrero ni velo, y notó que hacía un cálido día veraniego con una suave brisa. El pelo se le ondulaba ligeramente por la espalda, que tenía cubierta por un vestido de lino negro. El mismo oficial del día anterior se acercó a ella con una sonrisa.

—No hay de qué preocuparse —la tranquilizó—. Es solo por precaución.

Nos mantendremos alejados de las minas. Nuestros hombres son muy listos. Las han descubierto a la primera.

Se sintió aliviada, aunque, de todos modos, la situación era inquietante. Sin que deseara compartirla con él, a la joven se le escapó un ápice de información personal.

—Mis padres y mi hermano viajaban en el Titanic —comentó en voz baja, y casi sintió un escalofrío al decirlo y mirarlo a la cara con los ojos muy abiertos.

—Lo siento mucho —dijo él con afecto—. Aquí no va a pasar nada parecido.

No se preocupe, señorita. El capitán lo tiene todo bajo control.

Sin embargo, la presencia de un campo de minas en la distancia implicaba otro día meciéndose lánguidamente en el agua. Y a lo largo de las dos jornadas siguientes tendrían que prestar todavía más atención, pues el Saxonia se aproximaba a Francia.

Al final, la travesía duró siete días. Llegaron a Le Havre a las seis de la madrugada y el barco atracó mientras la mayoría de los pasajeros dormía.

Sirvieron el desayuno a las siete, y los que desembarcaban allí tuvieron que presentarse en cubierta a las nueve. El barco se dirigía a continuación a Liverpool, pues Southampton había sido tomado por fuerzas militares. Además, en esa ocasión habían atracado primero en Francia porque, debido a los campos de minas, habían tenido que modificar considerablemente el rumbo. Annabelle ya estaba en la cubierta vestida de la cabeza a los pies cuando llegaron a puerto. El joven oficial la vio y se acercó a ella. Parecía emocionada y totalmente despierta. En su rostro se dibujaba la expresión más feliz que había observado en ella en toda la travesía, y se preguntó si su aspecto sombrío se había debido simplemente al miedo de estar en el barco, ya que sus familiares habían viajado en el que se había hundido. Y los campos de minas y los submarinos alemanes habrían alarmado a cualquiera. Todo el mundo se alegró mucho cuando llegaron sanos y salvos a Francia.

—¿Está contenta de haber llegado a París? —le preguntó él por darle conversación.

Era evidente que sí, y de pronto el oficial se planteó que tal vez la estuviera Una buena mujer

esperando su prometido. Annabelle le dedicó una sonrisa amplia cuando asintió bajo el sol de primera hora de la mañana. Llevaba puesto el sombrero, pero no llevaba velo, así que la miró directamente a los ojos azules.

—Sí, pero no me quedaré mucho tiempo —contestó ella sin dar más explicación.

Él se sorprendió. Nadie viajaba a Europa para poco tiempo, teniendo en cuenta los riesgos que suponía, y mucho menos para un viaje relámpago de vacaciones.

—¿Piensa regresar?

—No. Confío en poder trabajar en un hospital al norte de París, a unos cincuenta kilómetros del frente.

—Es usted muy valiente —comentó él, impresionado.

Era tan guapa y tan joven que no quería ni imaginársela en la carnicería propia de los hospitales en tiempos de guerra, pero quedaba patente que estaba emocionada con la idea. Eso explicaba por qué la había encontrado leyendo libros de medicina en el camarote cuando había ido a saludarla.

—¿Cree que estará a salvo? —preguntó el marinero con preocupación. Pero ella sonrió.

—Lo suficiente.

Annabelle habría preferido poder trabajar más cerca de las trincheras, pero le habían dicho que en los hospitales de campaña solo aceptaban a personal médico y militar con formación. El hospital instalado en la abadía de Royaumont, en Asnières-sur-Oise, era peculiar y, por lo tanto, sería mucho más fácil que la aceptaran en el equipo.

—¿Se dirigirá allí hoy mismo? —preguntó él con interés, a lo que ella negó con la cabeza.

—He pensado que pasaré la noche en París y encontraré la forma de llegar al hospital mañana.

Solo estaba a cincuenta kilómetros hacia el norte de París, pero Annabelle no estaba segura de qué tipo de transporte podría conseguir.

—Demuestra ser muy valiente viajando sola —insistió él con admiración, pues había supuesto, y con acierto, que se trataba de una mujer que había estado cobijada y protegida toda su vida y que no estaba acostumbrada a tener que Danielle Steel

ingeniárselas por sí misma. Sin embargo, ahora no le quedaba otra opción.

Annabelle sabía que viajar a Francia era como hacer borrón y cuenta nueva o, por lo menos, como escapar del ostracismo que acababa de empezar a saborear en su tierra y que, con el tiempo, solo habría empeorado.

El joven oficial tenía que ir a atender sus obligaciones, así que Annabelle volvió a su camarote a cerrar las maletas. A las siete, ya estaba preparada para desembarcar. Dio las gracias a la camarera por sus amables atenciones durante el viaje, le entregó una generosa propina en un sobre discreto y se dirigió al salón principal para desayunar. Era la primera y única vez que comía en público durante toda la travesía. Pero todos estaban demasiado atareados para prestarle atención.

Se dedicaban a despedirse de sus amigos recién conocidos, y disfrutaban del último desayuno copioso antes de bajar del barco.

Annabelle fue de los primeros pasajeros en desembarcar. Y se despidió del joven oficial cuando este fue a decirle adiós y desearle buena suerte. A continuación se montó en el compartimiento que tenía reservado en el tren. Sabía muy bien que esos eran los últimos lujos de los que disfrutaría en mucho tiempo.

Al día siguiente, con un poco de suerte, estaría trabajando a pleno rendimiento y viviría como todos los demás miembros del equipo médico de la abadía.

Al bajar del tren, consiguió apañárselas sola con las tres maletas y encontró un taxi que la llevara a la estación de trenes Gare du Nord de París. Había comido algo en el tren y no tenía hambre, así que fue directa al hotel. Había reservado una habitación en el hotel de Hollande, en el noveno distrito, cerca de Montmartre.

Mientras el taxista la conducía allí, se fijó en unos hombres con gorra azul montados en bicicleta, en su mayoría en grupos de cuatro, que patrullaban la ciudad. Habían eliminado todas las terrazas de los cafés de París, algo que suponía un gran cambio respecto de la vez anterior en que había estado en la ciudad con sus padres, de jovencita. No había vuelto desde los dieciséis años. Se respiraba un ambiente tenso y se percató de que apenas se veían hombres por la calle. Casi todos habían sido llamados a filas y estaban luchando por su país y por su vida en el frente. A pesar de todo, la ciudad seguía siendo tan hermosa como la recordaba.

La Place de la Concorde era tan majestuosa como siempre, igual que los Campos Elíseos. El clima era templado y, cuando el taxi la dejó en la puerta del hotel, pensó que hacía un día de otoño espléndido.

No le extrañó que el recepcionista del hotel fuese un hombre ya anciano, quien le mostró dónde estaba su habitación, en la primera planta. Era un espacio pequeño, pero luminoso y soleado, que daba al jardín del hotel, donde habían Una buena mujer

colocado unas cuantas sillas alrededor de unas mesas, en las que algunos huéspedes comían en ese momento. Le preguntó al recepcionista cómo podía desplazarse a Asnières al día siguiente. Deseaba saber si el empleado podía buscarle un chófer y algún tipo de vehículo. Le habló en un francés fluido que había aprendido con la institutriz, como parte de sus refinados estudios, y que ahora le resultaría muy útil.

—¿Para qué quiere ir a Asnières? —le preguntó el hombre frunciendo el entrecejo, como si la reprendiera.

En su opinión estaba demasiado cerca del frente, pero Annabelle no pensaba lo mismo. Había intentado insinuar, sin ser grosera, que recompensaría económicamente con creces al conductor que la llevara allí sin viaje de regreso, eso suponiendo que el hospital le permitiese quedarse, cosa que todavía estaba por ver. De todas formas, era optimista y contaba con la carta de recomendación del médico de la isla de Ellis, que había guardado en el bolso.

—Voy a ir a la abadía de Asnières —le informó.

—Pero ya no es una abadía —rectificó el hombre—. Ahora es un hospital. Lo llevan solo mujeres.

—Sí, lo sé —respondió Annabelle con una sonrisa—. Por eso voy allí.

—¿Es usted enfermera?

Ella negó con la cabeza a modo de respuesta. El recepcionista no pudo evitar pensar que era un hotel demasiado elegante para una enfermera, pero incluso con la ropa modesta que llevaba, la joven parecía aristocrática.

—No, no soy más que una voluntaria. Me gustaría ayudar a los médicos con lo que me dejen hacer —dijo con humildad, y él le sonrió con una mirada de asombro.

—¿Ha viajado hasta aquí para ayudar a nuestros chicos en el hospital?

Esta vez ella asintió sin dudarlo. Por la noche, el hombre le sirvió la cena en la habitación y añadió una botellita de vino que había reservado para sí mismo.

—Es usted una mujer buena —le dijo cuando volvió a verla.

—Gracias —contestó ella con un hilo de voz, pues sabía que toda Nueva York y todo Newport habrían discrepado.

Más tarde, el anciano encargado de la recepción le dijo que le había pedido a su sobrino que la llevara a Asnières al día siguiente. Lo habían herido en el frente Danielle Steel

el año anterior y había perdido varios dedos, pero le aseguró que Jean-Luc conducía muy bien, aunque se disculpó al decirle que el joven la llevaría a su destino en camioneta. Era el único vehículo que tenían. Ella le aseguró que le parecía perfecto.

Apenas consiguió dormir aquella noche, pues estaba muy alterada. No tenía la menor idea de qué sorpresas le depararía el día siguiente; ni siquiera sabía si le permitirían quedarse en la abadía. Lo único que podía hacer era rezar para que así fuera.

 

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