16
Nadie se percató de que Annabelle se marchó del hospital de la abadía de Royaumont, en Asnières. El día anterior ya había ido a despedirse del doctor De Bré y a darle las gracias, y también se había despedido de la jefa de enfermería.
Aparte de eso, no tenía a nadie más a quien decirle adiós, salvo a Edwina, a quien vio unos instantes esa misma mañana. Se desearon buena suerte la una a la otra y dijeron que confiaban en volver a verse. Y entonces Annabelle se montó en la furgoneta que tenía que llevarla a la estación. Viajaría en tren hasta Niza, un trayecto largo y lleno de obstáculos. Todas las rutas que se hallaban demasiado cerca del frente habían sido desviadas para esquivarlo, y la mayor parte de los trenes estaban controlados por el ejército debido a la coyuntura.
Tardó un día entero, con su consiguiente noche, en llegar a Niza, y cuando por fin se encontró allí vio dos taxis delante de la estación de ferrocarril, ambos conducidos por mujeres. Se montó en uno y le dio a la conductora la dirección de la facultad de medicina. Estaba a las afueras de Niza, en una colina desde la que se contemplaba el océano, en un castillo pequeño propiedad de la familia del fundador de la escuela, el doctor Graumont. Con sus apacibles jardines y huertos alrededor, costaba creer que se estuviera librando guerra alguna en el mundo, por no hablar del gas nervioso, los cuerpos destrozados y las personas moribundas.
Allí se sintió completamente protegida del mundo real. Era el lugar más apacible que había visto desde Newport y, en cierto modo, le recordó a él.
Un administrador de semblante serio le enseñó dónde estaba su habitación, le entregó unas sábanas para que se hiciera la cama y le dijo que debía presentarse en la planta inferior a las ocho en punto si quería cenar. Los estudiantes del primer curso de medicina se alojaban en el dormitorio comunitario de la residencia. Los estudiantes de cursos superiores, todos ellos hombres, contaban con habitaciones individuales. Sin embargo, como era la única mujer, le habían reservado una de Danielle Steel
esas habitaciones, un cuarto cómodo desde el que se veía el mar. En total, había cuarenta y cuatro estudiantes viviendo en el castillo, todos ellos exentos de realizar el servicio militar por uno u otro motivo. Había un joven inglés, otro escocés, dos italianos y el resto eran franceses. Annabelle era la única estadounidense. Le habían dicho que, una vez terminados sus estudios, podría ejercer la medicina en Estados Unidos si hacía un examen allí, pero no había hecho planes a tan largo plazo. Durante los siguientes seis años estaría allí, y le parecía el lugar ideal para ella. En cuanto lo vio, no le cupo la menor duda. Se sintió segura y protegida.
Se lavó la cara y las manos, se puso un vestido negro limpio, uno de los más bonitos que se había llevado, y se recogió el pelo en un discreto moño. Inmaculada, bajó a cenar puntualmente a las ocho.
Todas las noches, los universitarios se reunían en el gran salón del castillo antes de cenar. Hablaban tranquilamente, por lo general sobre temas médicos, pues todos ellos llevaban en la facultad desde el mes de septiembre. Annabelle era la intrusa que había llegado tarde y, cuando entró en la sala, todas las miradas se posaron en ella. Al cabo de un momento, los estudiantes volvieron la cabeza y continuaron charlando o fingieron no haberla visto. Se quedó anonadada ante la fría bienvenida, pero se sentó en silencio a solas hasta la hora de cenar, sin intentar irrumpir en sus conversaciones. Se percató de que la miraban de reojo, pero ninguno de los jóvenes se acercó a hablar con ella. Era como si no existiera, o como si creyeran que, si no reconocían su presencia, acabaría por desaparecer.
Un hombre viejo con un frac todavía más viejo los avisó de que era la hora de la cena, y a continuación los grupos de estudiantes se desplazaron al comedor y se sentaron repartidos en las tres largas mesas de refectorio, que parecían tan antiguas como el castillo. Todo el mobiliario estaba desgastado y raído, pero poseía una especie de decadente grandeza que resultaba muy propia de la antigua Francia.
El doctor Graumont, el director de la facultad, fue a saludarla y la invitó a sentarse a su lado. Fue increíblemente educado al presentarse, pero después dedicó la mayor parte del tiempo a charlar con el joven que tenía al otro lado, quien parecía tener unos treinta años. Comentaron una operación que habían presenciado aquel día y no hicieron ademán alguno de incluir a Annabelle en la conversación. La joven se sentía como un fantasma, invisible para todos.
En otro momento de la velada, el doctor Graumont habló con ella brevemente acerca del doctor De Bré y le preguntó cómo estaba el médico, pero la conversación no fue mucho más allá, pues al instante le deseó buenas noches e, Una buena mujer
igual que todos los demás, se marchó a su dormitorio. Ni uno solo de sus compañeros de clase se había presentado a Annabelle ni le había preguntado cómo se llamaba. Subió a su habitación sola y se sentó encima de la cama; no sabía muy bien qué hacer y había dejado de sentirse tan segura de haber tomado la decisión acertada. Esos seis años se le iban a hacer muy largos si nadie hablaba con ella en el castillo. Saltaba a la vista que no les apetecía que una mujer entrara en su círculo, así que habían decidido ignorarla por completo. De todas formas, ella no había ido a la facultad a socializar, había ido a aprender.
A la mañana siguiente se presentó en el comedor a las siete en punto, tal como le habían mandado. El desayuno era escaso debido a la guerra, y Annabelle comió muy poco. Los otros estudiantes llegaron y se marcharon sin decirle ni una sola palabra, así que se dedicó a buscar el aula, pues quería llegar con tiempo a la clase de las ocho. La facultad ocupaba todas las estancias del castillo que, gracias a ello, había podido continuar en manos de la familia propietaria, pues contribuía a su mantenimiento. Y en cuanto empezó la clase, Annabelle recordó por qué estaba allí. Era fascinante. Les hablaron de las enfermedades del riñón y les enseñaron diagramas de distintas operaciones. Además, al día siguiente iban a ir al hospital de Niza, donde observarían en directo algunas intervenciones y trabajarían con los pacientes. Se moría de ganas de ir.
Todavía estaba emocionada con la clase cuando fueron a comer, y agradeció más que nunca al doctor De Bré lo que había hecho por ella. Además, olvidando lo antipáticos que habían sido sus compañeros de clase, entabló conversación con el joven inglés e hizo un comentario sobre la clase. Él se la quedó mirando igual que si Annabelle acabara de quitarse la ropa allí mismo.
—Perdona, ¿te he molestado? —preguntó ella con inocencia.
—No recuerdo haberle dirigido la palabra —contestó él, muy maleducado, mientras la miraba por encima del hombro con unos ojos gélidos, que le dejaron claro como el agua que no le interesaban en absoluto sus comentarios.
—No, pero yo sí te he hablado —replicó ella sin inmutarse.
Se negaba a darse por vencida. En otro momento lo había oído decir que provenía de una familia con cuatro generaciones de médicos. Era evidente que estaba muy pagado de sí mismo pero, igual que ella, no era más que un estudiante de primer curso, aunque bastante mayor que Annabelle. También oyó que le mencionaba a otra persona que había estudiado en Eton y después en Cambridge, cosa que explicaba la diferencia de edad. Era evidente que se consideraba mucho mejor que Annabelle, y no tenía la menor intención de perder el tiempo hablando Danielle Steel
con ella. El hecho de que fuera tan hermosa parecía dejarlo indiferente. Es más, ponía todo su empeño en ser antipático para ponerla en evidencia.
—Me llamo Annabelle Worthingon —añadió con muy buenos modales, pues se negaba a dar su brazo a torcer. Annabelle tenía ganas de darle un porrazo en la cabeza con el plato, pero se limitó a sonreír con educación y después se dirigió al estudiante que había sentado al otro lado, con intención de presentarse.
Este miró al compañero que tenía enfrente, como si esperara la aprobación del resto, y después sonrió a su pesar.
—Yo soy Marcel Bobigny —dijo él en francés, y cuando lo hizo, todos los demás lo miraron como a un traidor, y, acto seguido, continuaron comiendo.
Annabelle y Marcel charlaron un poco acerca de la clase que habían tenido esa mañana, aunque durante la mayor parte de la comida la sala estuvo inmersa en el silencio. Nadie disimulaba que no era bienvenida, e incluso el director de la facultad hizo caso omiso de la muchacha. Annabelle agarró el cuaderno y la pluma y fue directa a su siguiente clase, después de darle las gracias a Marcel por haber hablado con ella. Este hizo una reverencia cortés y Annabelle oyó que sus compinches se burlaban de él por haberle dirigido la palabra. Sin embargo, ella pasó por delante de todos con la cabeza bien alta.
—Me importa un bledo si es guapa —oyó que susurraba uno de ellos al corro de jóvenes—. Este no es sitio para ella.
Sin embargo, tenía tanto derecho como los demás a estar allí. Había pagado la matrícula del curso y estaba igual de ansiosa por convertirse en médico, probablemente incluso más. Pero no había duda de que entre todos habían acordado hacerle el vacío.
Ese trato despreciable por parte de sus compañeros se prolongó durante las siguientes cuatro semanas de clase, y en las visitas que realizaban tres veces por semana al hospital de Niza, donde asistían a clases magistrales y veían a los pacientes, se dio cuenta de que tanto los estudiantes como los profesores la observaban con especial detenimiento. Era consciente de que, si cometía un error o pronunciaba una afirmación equivocada, por nimia que fuera, su fallo sería utilizado en su contra, así que prestaba sumo cuidado a todo lo que decía. De momento, no había cometido errores visibles y los dos trabajos que había presentado sobre enfermedades del tracto urinario y del riñón habían obtenido calificaciones sobresalientes.
Y era justo cuando visitaban a los pacientes, y cuando hablaban con ellos, Una buena mujer
cuando los celos de sus compañeros de clase crecían hasta convertirse en odio.
Annabelle los trataba de una manera amable y compasiva, les hacía preguntas inteligentes acerca de sus síntomas y conseguía que se sintieran cómodos con ella al instante. Los pacientes preferían con diferencia hablar con la joven, y sin duda mirarla, en lugar de a sus compañeros, y aquellos a quienes atendía más de una vez estaban encantados de volver a contar con su presencia. Sus compañeros de carrera se subían por las paredes.
—Te tomas demasiadas confianzas con los pacientes —la criticó un día el estudiante inglés, que era sistemáticamente rudo con ella.
—Qué curioso —contestó Annabelle muy tranquila—. Yo creo que tú eres demasiado seco.
—¿Qué sabrás tú? ¿Acaso habías pisado un hospital alguna vez?
—Bueno, acabo de pasar tres meses trabajando en uno cercano al frente, en Asnières, y también he colaborado como voluntaria en hospitales durante seis años, los dos últimos ayudando a inmigrantes recién llegados a Estados Unidos en la isla de Ellis, en Nueva York.
El hombre no le dijo nada más, porque no estaba dispuesto a admitir que admiraba que hubiese trabajado tres meses en Asnières. Le habían llegado rumores de que era un lugar extenuante. Marcel Bobigny se acercó a ella después de la clase y le preguntó cómo había sido la experiencia de colaborar en la abadía de Royaumont. Fue la primera conversación real que mantenía con alguien desde hacía un mes. Y estaba agradecida de tener al fin a alguien con quien hablar.
—Fue muy duro —reconoció Annabelle—. Trabajábamos turnos de dieciocho horas al día, algunas veces más. Las encargadas del hospital son mujeres, pues ese era el propósito inicial, aunque ahora, además de todas las empleadas, han aceptado también a algunos hombres recién llegados de París. Cualquier ayuda es bienvenida.
—¿Qué tipo de casos viste allí? —le preguntó el joven con interés.
Creía que los demás estudiantes se equivocaban al darle la espalda. A él le gustaba. Era una chica alegre, muy inteligente y trabajadora, y carecía de las pretensiones de algunos de ellos.
—Lo más habitual eran casos de amputaciones de miembros, muchas gangrenas, heridas causadas por explosiones, daños por gas nervioso, disentería.
Más o menos lo que uno espera encontrar tan cerca del frente.
Danielle Steel
Lo dijo con sencillez, sin intención de impresionarlo o de alardear delante del estudiante.
—¿Qué te dejaban hacer?
—De vez en cuando aplicaba cloroformo antes de las operaciones. Casi siempre me encargaba de vaciar las palanganas del quirófano, aunque el jefe de cirujanos era muy amable y me enseñaba muchas cosas mientras practicaba las operaciones. El resto del tiempo lo pasaba en el pabellón de cirugía, cuidaba de los enfermos en el postoperatorio, y un par de veces llevé una ambulancia para recoger lesionados.
—No está nada mal para alguien que no tiene formación médica.
Estaba impresionado.
—Necesitaban ayuda.
Él asintió, pues le habría gustado haber ido también. Se lo dijo a Annabelle y ella sonrió. Era el único de sus compañeros de clase que había sido cordial con ella, incluso simpático. La mayor parte de ellos seguían ignorándola.
Una noche de febrero, un mes y medio después de su llegada a la facultad, todos estaban muy animados mientras cenaban, pues se habían puesto a hablar de la batalla de Verdún, que había tenido lugar unos días antes y ya había provocado una pérdida de vidas enorme para ambos bandos. Había sido un episodio atroz que los entristecía a todos, y Marcel la introdujo en la conversación. Los otros estaban tan enfrascados en la discusión que se olvidaron de hacer un mohín o prestar oídos sordos cuando ella habló.
La batalla de Verdún se convirtió en el tema de conversación principal durante la cena, hasta que dos semanas más tarde, a principios de marzo, la quinta batalla del Isonzo, en Italia, contra Austria-Hungría, tomó el relevo. La conversación saltaba continuamente de los temas médicos a la guerra. Era algo que provocaba un profundo malestar en todos los estudiantes.
Al final, el joven inglés le preguntó a Annabelle cuándo iba a intervenir Estados Unidos en la contienda. El presidente Wilson seguía asegurando que no entraría, pero era un secreto a voces que Estados Unidos proporcionaba armamento a ambos bandos, y era muy criticado por tal práctica. Annabelle no tuvo empacho en admitir que le parecía mal esa conducta, y todos le dieron la razón. Pensaba que Estados Unidos debía entrar en la guerra y desplazarse a Europa para ayudar a los Aliados. Entonces la conversación se desvió hacia el Lusitania, pues todos creían que lo habían bombardeado porque llevaba un Una buena mujer
cargamento secreto de municiones, algo que nunca había sido desmentido de manera oficial. Al hablar del Lusitania, sin saber cómo acabaron hablando del Titanic, y en ese momento Annabelle se quedó callada y empalideció. Rupert, el inglés, se dio cuenta e hizo un comentario.
—Vaya mal trago —reconoció con una sonrisa.
—Para mí, desde luego —contestó ella en voz baja—. Mis padres y mi hermano viajaban en él —dijo, mientras toda la mesa se quedaba callada y la miraba.
—¿Consiguieron salir con vida? —preguntó uno de los estudiantes franceses, a lo que ella negó con la cabeza.
—Mi madre se montó en uno de los botes salvavidas, pero mi padre y mi hermano se hundieron con el barco.
Se produjo un coro de frases de apoyo y, con mucho tacto, Marcel redirigió la conversación hacia otros temas para intentar que ese doloroso momento le resultara menos incómodo. Le gustaba Annabelle y quería protegerla del resto de los estudiantes. Sin embargo, poco a poco los demás también iban suavizando sus modales hacia ella. Costaba mucho resistirse a la amabilidad, sencillez, inteligencia y humildad de la joven.
Dos semanas después, el barco de pasajeros francés Sussex fue torpedeado, desgracia que volvió a hacer aflorar el tema bélico. Para entonces, la situación en el frente había empeorado y ya habían muerto casi cuatro millones de personas. El número de víctimas crecía por momentos. Había ocasiones en las que la guerra los distraía de sus estudios por completo y no eran capaces de hablar de otra cosa. De todas maneras, se esforzaban mucho. Ninguno de los estudiantes estaba allí para calentar la silla y, con un número tan reducido de ellos en las aulas, todos destacaban.
Sin proponérselo, en abril todos habían mejorado el trato que daban a Annabelle, y cuando llegó mayo muchos deseaban en secreto dirigirle la palabra, mantener conversaciones con ella e incluso reírse juntos. Habían aprendido a respetar sus preguntas inteligentes aunque formuladas con voz baja, y reconocían que tenía mucha mejor mano para tratar a los pacientes que ellos. Todos sus profesores se habían percatado y hacía tiempo que el doctor Graumont había escrito al doctor De Bré para confirmarle que no se había equivocado. Le dijo que Annabelle Worthington era una alumna brillante y que algún día llegaría a ser una excelente médico. Y para Annabelle, comparado con la abadía de Asnières, el Danielle Steel
hospital de Niza era increíblemente básico, aunque interesante al fin y al cabo.
Además, por fin se cumplió su deseo. Habían empezado a diseccionar cadáveres, cosa que le pareció tan fascinante como siempre había creído que sería.
Las noticias sobre la guerra seguían distrayéndolos, si bien continuaron con las clases durante el verano. El 1 de julio estalló la batalla del Somme, en la que se produjo el mayor número de víctimas mortales de la guerra hasta ese momento. Al terminar el día, había sesenta mil muertos y heridos. Las cifras eran horripilantes.
Y conforme avanzaba el verano, no hacían más que aumentar. Eso hacía que algunas veces costara mucho concentrarse en los estudios. La pérdida de vidas crecía sin cesar con el transcurso de la guerra, y no se vislumbraba un final a corto plazo. Para entonces Europa ya llevaba dos años en guerra.
En agosto, Annabelle intentó no pensar mucho en el aniversario de boda que habría celebrado con Josiah. Habría sido su tercer año juntos, pero ella ya llevaba once meses en Europa. Era difícil de creer. Desde que había llegado a la facultad de medicina en Niza, el tiempo había pasado volando. Hacían infinidad de cosas e intentaban aprender de cada experiencia. Cada vez trataban a los pacientes con mayor asiduidad e invertían tres días completos de su formación en prácticas en el hospital de Niza. Los heridos de guerra empezaron a llegar incluso allí, pues los soldados lesionados que no podrían regresar al frente habían sido trasladados a hospitales más próximos a su lugar de origen. Annabelle se encontró por casualidad con dos pacientes a quienes había atendido en Asnières. Se emocionaron al verla, así que ella procuraba ir a visitarlos siempre que podía.
A esas alturas, Marcel y Annabelle ya eran muy buenos amigos. Charlaban todas las noches después de cenar y a menudo estudiaban juntos. Y los otros compañeros de clase la habían aceptado por fin como a uno más. Todos tenían una buena impresión de ella, la apreciaban y respetaban. Algunos de los estudiantes se reían incluso de lo desagradables que habían sido con la muchacha al principio, y Rupert, el pomposo inglés que había sido el más antipático de todos, había ido entablando amistad con ella poco a poco. Les costaba encontrar fallos en la forma de proceder de Annabelle, y ella se esforzaba por ser simpática siempre con todos y cada uno de los alumnos. Marcel solía decir que era como la madrina del grupo.
Un día, mientras paseaban por los jardines de la facultad, después de las clases, Marcel se dirigió a Annabelle con una mirada curiosa.
—¿Por qué no se ha casado una joven tan guapa como tú? —le preguntó.
Annabelle sabía que no intentaba cortejarla, pues acababa de comprometerse con una muchacha de Niza. Era una amiga de la infancia que siempre había Una buena mujer
mantenido relación con su familia. Marcel provenía de Beaulieu, no muy lejos de allí, y solía ir de visita el fin de semana, o incluso escaparse a comer, siempre que podía. Su prometida iba a verlo a veces a la facultad y a Annabelle le caía muy bien.
—No creo que el matrimonio sea compatible con mi deseo de ser médico, ¿no te parece? —le respondió ella, desviando la pregunta. En su opinión, para una mujer no era igual que para un hombre. Una mujer precisaba mucho más sacrificio y compromiso si quería llegar a ser médico.
—¿Por qué me da la sensación de que viniste a Europa con el corazón roto?
—Era un hombre inteligente y sabía leer en su mirada—. No estoy seguro de si lo que quieres es sacrificar tu vida personal por la vida profesional o tal vez, por miedo a tener una vida personal, deseas refugiarte en la medicina. Creo que puedes tener las dos cosas —le dijo con cariño mientras la miraba fijamente a los ojos.
Annabelle evitó responderle durante unos cuantos minutos y dio un mordisco a una manzana. Ese mes de mayo había cumplido veintitrés años. Era hermosa y vital, pero le aterraba que volvieran a romperle el corazón. Marcel tenía razón. La conocía al dedillo.
—Detrás de esa sonrisa y esas palabras amables —continuó el joven— se esconde algo muy triste, y no creo que sea por lo de tus padres. Las mujeres solo tienen esa mirada cuando un hombre les ha roto el corazón.
Lamentaba que algo así le hubiera ocurrido a su amiga. Ella, más que ninguna otra persona que él conociera, merecía encontrar a un hombre atento y cariñoso.
—Deberías haberte hecho adivino en lugar de médico —bromeó la joven con una sonrisa grácil, y se echó a reír.
Sin embargo, él supo, aunque ella no se lo confirmara, que estaba en lo cierto. Pero ella no tenía la menor intención de decirle que se había divorciado. No estaba dispuesta a reconocerlo delante de nadie, ni siquiera de Marcel, aun ahora que eran amigos. Le daba demasiada vergüenza.
El mes anterior había recibido una carta de su banco, en la que le informaban de que habían llegado los documentos definitivos del divorcio. Josiah y ella estaban oficialmente divorciados. En todo ese tiempo, había recibido una única carta por su parte, escrita en Navidad, para decirle que Henry y él seguían en México. Annabelle ignoraba si a esas alturas continuaban allí, pero confiaba en Danielle Steel
que estuvieran bien. Por lo que le había escrito, pudo deducir que ambos se hallaban muy enfermos. Ella le había contestado, preocupada por Josiah, pero no había vuelto a tener noticias suyas. Su carta no había obtenido respuesta.
—¿Tengo razón? —insistió Marcel.
Le caía muy bien Annabelle y, a menudo, se arrepentía de no saber más cosas sobre ella. Nunca hablaba de su infancia ni de su historia en general. Era como si no tuviera una vida anterior. Lo único que deseaba era hacer borrón y cuenta nueva y empezar otra vez en Europa. Siempre que hablaba con ella, notaba que guardaba secretos sobre su pasado.
—No importa. Lo importante es que ahora estoy aquí, con el corazón roto o no.
—¿Crees que regresarás algún día? —Siempre mostraba curiosidad.
Annabelle se quedó callada mientras cavilaba, y después le respondió con sinceridad:
—No lo sé. Allí no me queda nada, salvo una casa de verano en Rhode Island. —Los sirvientes de sus padres seguían allí, cuidando de la vivienda y confiando en que ella volviera. Annabelle escribía a Blanche de vez en cuando, pero a nadie más—. Ya no tengo familia. No veo ningún motivo para regresar.
—Seguro que tienes amigos —dijo Marcel mientras la miraba con tristeza.
Aborrecía imaginársela sola. Era una persona tan cariñosa, gentil y amable que no le cabía en la cabeza que no tuviera amistades, por muy tímida que fuese—.
Creciste rodeada de gente. Alguien tiene que quedarte.
Lo que dijo la hizo pensar en Hortie, y negó con la cabeza. No le quedaban amigos. Por muy buenas que fueran sus intenciones, Josiah había provocado esa ruptura. Había sido un ingenuo al pensar que hacía lo más adecuado para ella al liberarla. Lo que había conseguido era convertirla en una marginada dentro de su mundo. El único amigo que tenía ahora era Marcel.
—No. Mi vida dio un vuelco. Por eso vine aquí.
Aun con todo, no estaba segura de si iba a quedarse. En esos momentos no pertenecía a nadie ni a ningún sitio. Su única vida era la de la facultad de medicina, y así sería a lo largo de los siguientes cinco años. Su hogar era el castillo.
Su única ciudad, Niza. Y los hombres con los que estudiaba eran los únicos amigos que tenía, en especial, él.
—Me alegro de que lo hicieras —se limitó a decir Marcel, pues no quería Una buena mujer
indagar demasiado ni reabrir heridas antiguas.
—Yo también.
Ella le sonrió y juntos regresaron caminando al castillo. A Marcel le asombraba que ninguno de sus compañeros de carrera se hubiera encaprichado de Annabelle de forma romántica. Pero era cierto que la joven transmitía un mensaje implícito de «No te acerques». Se había construido un muro alrededor. Marcel lo percibía, pero no sabía a qué se debía, y pensaba que era una lástima. Su actitud distante provocaba que se desperdiciara una mujer encantadora. Él creía que Annabelle merecía encontrar marido y esperaba que lo hiciera con el tiempo.
El verano en el castillo fue largo y caluroso, y lo dedicaron a estudiar y hacer prácticas en el hospital, hasta que en agosto les dieron dos semanas libres para ir a casa o marcharse de vacaciones. Annabelle fue la única estudiante que se quedó en el castillo. No tenía ningún otro sitio adonde ir. Se dedicó a dar largos paseos y a ir de compras en Niza, aunque no quedaban demasiadas cosas en las tiendas, debido a la guerra. Adquirió algunas prendas para abastecer su ropero, pues la mayor parte de lo que se había llevado era de color negro y ya había terminado el período de duelo por la muerte de su madre. Y una tarde, en la que le prestaron una vieja camioneta que tenían en la facultad, salió a dar una vuelta hasta Antibes y sus alrededores, donde encontró una antigua iglesia muy hermosa del siglo XI, y se quedó mirando las vistas de la ciudad desde lo alto. Fue una tarde perfecta, en la que disfrutó de un paisaje espectacular.
Entró a cenar en un pequeño café y regresó de noche a la escuela. Incluso el doctor Graumont se había marchado de vacaciones, así que Annabelle se quedó a solas en el castillo con las dos criadas. Fueron dos semanas muy tranquilas y se alegró cuando los otros estudiantes regresaron, en especial Marcel. Todos dijeron que se habían divertido, aunque su amigo inglés llamado Rupert, quien la había atormentado al principio, volvió desolado porque había perdido a su hermano en el frente. Varios de ellos habían perdido ya a hermanos, primos o amigos. Era un duro recordatorio de la agitación y la angustia que devoraba Europa, y que parecía interminable.
Cuando volvieron a empezar las clases en septiembre, la batalla del Somme continuaba cobrándose vidas, tal como llevaba haciendo desde hacía dos meses. Y
el número de víctimas mortales crecía día tras día. Por fin, a mediados de noviembre, terminó la batalla, lo que supuso un gran alivio para todos. Durante algo más de una semana reinó la paz después de una serie de combates terrible, en la que más de un millón de hombres habían muerto o resultado heridos. Sin Danielle Steel
embargo, apenas diez días después de la tregua, los alemanes atacaron Gran Bretaña desde el aire por primera vez. Acababan de introducir un aspecto totalmente nuevo en la guerra, cosa que los aterraba a todos. Cuando llegó la Navidad, los estudiantes estaban desmoralizados por las derrotas aliadas y los continuos ataques del enemigo. Dos alumnos más habían perdido a sus hermanos en el frente. A finales de mes, el doctor Graumont los reunió en el salón de actos porque quería leerles una carta del gobierno francés. Era una llamada a todo el personal médico con formación para que prestaran sus servicios en el frente. Se los necesitaba desesperadamente en los hospitales de campaña de toda Francia. Tras leer el escrito se quedó callado, y luego dijo que ellos eran quienes debían decidir qué hacer. Les comunicó que la escuela les permitiría ir, si lo deseaban, sin que sus estudios se resintieran, y los readmitiría de forma automática en cuanto regresaran.
Hacía meses que llegaban cartas de distintos hospitales, entre ellas el de un centro recién fundado por Elsie Inglis, esta vez en VillersCotterêts, al nordeste de París, más cerca del frente que Asnières y la abadía de Royaumont en la que había colaborado Annabelle. Como en los otros casos, los equipos médicos del establecimiento estaban formados únicamente por mujeres, así que Annabelle habría sido más que bienvenida allí.
Todos los estudiantes hablaron del asunto durante la cena y la conversación fue agitada. A la mañana siguiente, la mitad ya había tomado una decisión, así que fueron a ver al doctor Graumont uno por uno. Se marcharían al cabo de pocos días.
Para colmo, el invierno había sido muy duro en las trincheras, y los soldados de toda Europa morían tanto por culpa de las heridas como por las enfermedades y el frío. Muchos habían decidido marcharse porque no podían hacer oídos sordos a la petición de socorro. Al final, todos salvo cuatro estudiantes decidieron ir a colaborar. Annabelle se decidió el primer día. La entristecía interrumpir sus estudios de medicina, pero sentía que, en el fondo, no le quedaba otra opción. Le habría parecido muy egoísta quedarse en la universidad.
—¿También tú nos dejas? —le preguntó el doctor Graumont con una sonrisa triste, pero no le sorprendió. A lo largo del curso anterior había llegado a apreciarla y respetarla enormemente. Algún día sería una médico excelente, y en muchos sentidos ya lo era.
—Tengo que ir —contestó ella con añoranza. Aborrecía tener que marcharse de la escuela y el castillo—. Pero volveré.
—Espero que sí —dijo él de todo corazón—. ¿Adónde vas a ir?
—Al hospital de Inglis en VillersCotterêts, si me aceptan.
Una buena mujer
Con la formación que habían adquirido los estudiantes, todos podían ser buenos auxiliares de medicina. Annabelle sabía mucho más que cuando había colaborado en Asnières, de modo que resultaría mucho más útil para los enfermos y heridos.
—Ten cuidado, Annabelle. Cuídate mucho. Allí te esperarán con los brazos abiertos —le aseguró el director.
—Muchas gracias —repuso ella en voz baja, y le dio un sentido abrazo.
Hizo las maletas esa misma noche y dejó dos en el castillo, pues pensó en llevarse únicamente una consigo. Al día siguiente, la mayoría de los alumnos, salvo los cuatro estudiantes que iban a quedarse, había emprendido el viaje.
Todos se abrazaron, se desearon buena suerte y se prometieron que volverían a verse. Las despedidas que le brindaron a Annabelle fueron especialmente fraternas y afectuosas, y todos le recordaron que tuviera mucho cuidado; ella les deseó lo mismo.
Marcel la acompañó al tren, pues ella se iba antes que él. Juntos caminaron por el andén, Annabelle con la pequeña maleta en la mano. Marcel era su único amigo de verdad, y había sido cordial con ella desde el principio. Aún sentía gratitud hacia él por ese gesto.
—Cuídate mucho —le dijo Marcel mientras le daba un último abrazo y la besaba en ambas mejillas—. Confío en que todos volvamos a vernos pronto — añadió con mucho convencimiento. Él tenía pensado marcharse esa misma tarde.
—Yo también.
Annabelle siguió despidiéndose con la mano hasta que dejó de ver a Marcel, quien había esperado para decirle adiós. Se lo quedó mirando hasta que desapareció de su campo de visión. Sería la última vez que lo viera con vida. Dos semanas más tarde, mientras conducía una ambulancia, pisó una mina. Fue la primera víctima de la facultad del doctor Graumont, y con él Annabelle había perdido a otro amigo.
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